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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 11)



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»¡Ya! dijo el capitán, ¡ya!, ahora comprendo por qué se quedó atrás Carlini.

»Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción sublime, y aunque es probable que ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini, todos apreciaron el valor de aquella acción.

»¿Y ahora dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apoyada en el gatillo de una de sus pistolas, y ahora, se atreverá alguien a disputarme esta mujer?

»Nodijo el jefe Es tuya.

»Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz que proyectaba la llama de la hoguera.

»Distribuyó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se tendieron en sus capas alrededor de la hoguera.

»A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y sus compañeros estuvieron en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a traer el rescate de su hija.

»Toma dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dinero, aquí tienes trescientos doblones; devuélveme a mi hija.

»El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo señas de que le siguiese.

»El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los árboles, a través de cuyas ramas penetraban los débiles rayos de la luna. Cucumetto se detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al anciano dos personas agrupadas al pie de un árbol, le dijo:

»Mira, pide lo hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.

»Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio donde se hallaban sus compañeros.

»El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pesaba sobre su cabeza alguna desgracia desconocida, inmensa, pero tomando de pronto una resolución, dio algunos pasos hacia el grupo.

Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas comenzaron a aparecer más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer tendida en tierra, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de un hombre sentado a inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo descubrir el rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija y Carlini reconoció al anciano.

»Te esperaba dijo el bandido al padre de Rita.

»¡Miserable! contestó éste. ¿Qué has hecho?

»Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo hundido en el pecho. Un rayo de luna la iluminaba con su blanquecina luz.

»Cucumetto había violado a lo hija dijo el bandido, y como yo la amaba más que a mí mismo, la he matado, porque después de él iba a servir de juguete a toda la compañía.

»Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima palabra, pero su rostro volvióse tan pálido como el de un cadáver.

»Ahora prosiguió Carlini, si he hecho mal, véngala.

»Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al anciano, mientras que con la otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho desnudo.

»Has hecho bien le dijo el anciano con voz sorda. ¡Abrázame, hijo mío!

»Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran aquellas las primeras lágrimas que vertían los ojos de aquel hombre.

»Y ya que todo acabó dijo con tristeza el anciano a Carlini, ayúdame a enterrar a mi hija.

»Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pusieron a cavar al pie de una encina cuyas espesas ramas debían cubrir la tumba de la joven. Asíque hubieron abierto una fosa suficiente, el padre fue el primero en abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los pies y el otro por los brazos, lo colocaron en el hoyo. Luego se arrodillaron a ambos lados y rezaron las oraciones de difuntos. Cuando concluyeron, cubrieron el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la fosa estuvo llena. Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:

»Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.

»Pero… replicó éste.

»Déjame solo…, lo lo mando.

»Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su capa, y pronto pareció tan profundamente dormido como los demás. Como el día anterior se había decidido que iban a cambiar de campamento, cosa de una hora antes de amanecer, Cucumetto despertó a sus camaradas y se dio la orden de partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del padre de Rita. Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al anciano ahorcado de una de las ramas de la encina que daba sombra a la tumba de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la otra, el juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días después, en un encuentro con los carabineros romanos, Carlini fue muerto. Aunque lo que a todos llenó de asombro fue que haciendo frente al enemigo hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro cuando uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado diez pasos detrás de Carlini cuando éste cayó.

» En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosinone, había seguido a Carlini en la oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo que a fuer de hombre cauto y previsor había tratado de evitar el resultado, que para él podía ser muy desagradable.

»Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras muchas historias no menos curiosas que ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo temblaba al solo nombre de Cucumetto.

» Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las conversaciones de Luigi Vampa y de Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una mirada a su soberbia escopeta que tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a cien pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido caía al pie del árbol. Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían proyectado casarse cuando Vampa tuviese veinte años y Teresa diecinueve y como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a nadie más que a sus amos, a éstos se lo habían pedido ya y les había sido concedido.

» Hablando de sus futuros proyectos, un día oyeron dos o tres tiros y de repente un hombre salió del bosque, cerca del cual acostumbraban los dos jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.

» Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:

»Me persiguen, ¿podéis ocultarme?

» Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugitivo debía ser algún bandido, pero hay entre el aldeano y el bandido romano una simpatía desconocida que hace que el primero esté siempre pronto a hacer un servicio al segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría la entrada de la gruta, descubrió dicha entrada apartándola, hizo una señal al fugitivo para que se refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a colocar en su lugar la piedra y se sentó tranquilamente junto a su novia.

»Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro carabineros a caballo; tres de ellos parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía por el cuello a un bandido prisionero. Los tres primeros exploraron el terreno con una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les hicieron varias preguntas; nada sabían ni nada habían visto.

»Lo lamento dijo el cabo, porque el bandido a quien buscamos es el capitán.

»¡Cucumetto! exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.

>Sí contestó el cabo, y como su cabeza está valorada en mil escudos romanos, os darían quinientos a vosotros si nos hubieseis ayudado a descubrirle.

»Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.

»Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil francos son una inmensa fortuna para dos pobres huérfanos que van a casarse.

»Sí, también lo siento yo, pero no le hemos visto dijo Vampa.

»Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes direcciones, pero fueron inútiles todas las pesquisas. Al fin se retiraron.

»Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.

»Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos jóvenes hablar con los carabineros, dudó al pronto del resultado de la conversación, pero leyó en el rostro de Luigi Vampa y de Teresa la firme resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y se la ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus ojos brillaron al pensar en las ricas joyas y hermosos vestidos que podría comprar con aquella gran cantidad de oro.

»Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la forma de un bandido en vez de tomar la de una serpiente. Sorprendió aquella mirada, reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el bosque volviendo muchas veces la cabeza bajo el pretexto de saludar a sus libertadores. Transcurrieron muchos días sin que se volviese a ver a Cucumetto, sin que se oyese hablar de él.

Capítulo once

Vampa

»El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anunció que iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió a su protector el mayordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.

» Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Carmela, a quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma estatura de Teresa, y Teresa era por lo menos tan hermosa como Carmela.

» La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Frascati. Luigi Vampa vestía el de campesino romano en los días de fiesta y ambos se mezclaron, como se les había permitido, entre los sirvientes y paisanos.

»La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusamente iluminada, sino que millares de linternas de varios colores estaban suspendidas de los árboles del jardín.

»En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se detenían, formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con grandes flores, su sobretodo y su jubón de cachemir, su delantal de muselina de las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas. Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de mujer de la Riccia.

»Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en ningún otro país del mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de CivitaCastellane y de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas, el oro y las piedras preciosas deslumbraban.

»Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las convidadas llevaba un traje análogo al suyo y a los de sus compañeros. El conde de San Felice le señaló, en medio de las aldeanas, a Teresa, que se apoyaba en el brazo de Luigi Vampa.

»¿Permitís acaso, padre mío?

»Sin duda respondió el conde, ¿no estamos en carnaval?

»Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con los ojos la dirección de la linda mano que le servía de conductor, hizo un ademán de obediencia y fue a invitar a Teresa para figurar en la cuadrilla dirigida por la híja del conde.

»Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa, que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se apoyaba en el suyo, y Teresa, alejándose conducida por su elegante caballero, fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.

»A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bordados de muselina, las perlas de los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de los diamantes la enloquecían.

»Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido, una especie de dolor sordo desgarraba su alma y después circulaba por sus venas y se apoderaba de todo su cuerpo. Seguía con la vista los menores movimientos de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con violencia, y hubiérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana. Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoyaba, y con la otra oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi enteramente de la vaina.

»Estaba celoso. Sentía que llevada de su naturaleza ligera y orgullosa, Teresa podía olvidarle. Y sin embargo la bella aldeana, tímida y casi espantada al principio, pronto se había repuesto. Ya hemos dicho que Teresa era hermosa, pero aún no es esto todo: Teresa era coqueta con esa coquetería salvaje mucho más poderosa y atractiva que nuestra coquetería afectada. Unido esto a su gracia, a su candor, a su belleza, porque era bella y muy bella, le atrajo todos los obsequios de los caballeros de la cuadrilla, y si bien podemos asegurar que Teresa tenía envidia a la hija del conde, sin embargo, no nos atrevemos a decir que Carmela no estuviese celosa de ella.

»Una vez estuvo terminada la danza, su elegante compañero, no sin cesar los cumplidos y obsequios, la volvió a conducir al punto del que la había sacado a bailar y donde la esperaba Luigi.

» Dos o tres veces durante la contradanza, la joven le había dirigido una mirada, y cada vez le había visto pálido y con las facciones alteradas.

» Una vez la hoja de su puñal, medio sacada de su vaina, había brillado a sus ojos con un resplandor siniestro, y he aquí por qué temblaba como el azogue cuando volvió a apoyar su brazo en el de su amante.

»Había obtenido tan grande éxito la cuadrilla, que se trató de re. petir la danza, y aunque Carmela se oponía, el conde de San Felice rogó con tanta ternura a su hija, que al fin consintió.

»Al punto uno de los caballeros se dirigió a Teresa, sin la cual era imposible que la contradanza se verificase, pero la joven había desaparecido.

»En efecto, Luigi no se sintió con ánimos para sufrir una segunda prueba, y sea por persuasión o por fuerza, arrastró a Teresa hacia otro punto del jardín. Teresa cedió bien a pesar suyo, pero había visto la alterada fisonomía del joven, y comprendía por su silencio entrecortado, por sus estremecimientos nerviosos que pasaba en él algo raro.

Ella sentía también una agitación interior, y sin haber hecho, sin embargo, nada malo, comprendía que Luigi tenía derecho para quejarse. ¿De qué…?, lo ignoraba, pero no por eso dejaba de conocer que sus quejas serían merecidas. No obstante, con gran asombro de Teresa, Luigi permaneció mudo y ni siquiera entreabrió sus labios para pronunciar una palabra durante el resto de la noche. Mas cuando el frío hizo salir de los jardines a los convidados, y cuando las puertas se hubieron cerrado para ellos, pues iba a comenzar una fiesta íntima, se llevó a Teresa, y al entrar en su casa le dijo:

»Teresa, ¿en qué pensabas cuando estabas bailando frente a la joven condesa de San Felice?

>rPensaba respondió la joven con toda la franqueza de su alma, que daría la mitad de mi vida por tener un traje como el de ella.

»¿Y qué lo decía lo pareja?

»Que sólo me bastaba pronunciar una palabra para tenerlo.

»Y no le faltaba razón contestó Luigi con voz sorda. ¿Deseas, pues, ese traje tan ardientemente como dices?

»Sí.

»¡Pues bien!, lo tendrás.

»Levantó asombrada la joven la cabeza para preguntarle, pero su rostro estaba tan sombrío y tan terrible que la voz se le heló en sus labios. Por otra parte, al pronunciar estas palabras Luigi se había alejado. Teresa le siguió con la mirada en la oscuridad mientras pudo, y así que hubo desaparecido entró en su cuarto suspirando.

»Aquella misma noche tuvo lugar un desagradable acontecimiento: tal vez por la poca precaución de algún criado al apagar las luces, el fuego se había apoderado de la quinta de San Felice, justamente en los alrededores de la habitación de la hermosa Carmela.

»En medio de la noche despertóse ésta por el resplandor de las llamas, había saltado de su cama, se había envuelto en su bata, y había intentado huir por la puerta, pero el corredor por el cual debía pasar estaba ya invadido por las llamas. Luego entró en su cuarto pidiendo socorro, cuando de repente se abrió el balcón, situado a veinte pies de altura, un joven aldeano se arrojó en el aposento, cogió a la casi exánime joven entre sus brazos, y con una fuerza y agilidad extraordinarias y sobrehumanas, la transportó fuera de la quinta depositándola sobre la hierba del prado, donde quedó desvanecida. Al recobrar el sentido, su padre se hallaba delante de ella, todos los criados la rodeaban prodigándole socorros. Había sido devorada por el incendio un ala entera del palacio, pero ¡qué importaba si Carmela se había salvado! Buscaron por todas partes a su libertador, pero éste no apareció. Preguntaron a todos, pero nadie le había visto. Carmela estaba tan turbada que no le había reconocido. Además, como el conde era inmensamente rico, excepto el peligro que había corrido su hija, y que le pareció por la milagrosa manera con que se había salvado, más bien un nuevo favor de la Providencia que una desgracia real, la pérdida ocasionada por las llamas fue insignificante para él.

»Al día siguiente, a la hora de costumbre, encontráronse los dos jóvenes pastores en su sitio, cerca del bosque. Luigi era quien había llegado primero a la cita, y salió al encuentro de la joven con alborozo. Parecía haber olvidado por completo la escena de la víspera. Teresa estaba visiblemente pensativa, pero al ver a Luigi tan alegre, afectó por su parte un gozo que no sentía, a pesar de ser propio de su carácter cuando alguna otra pasión no venía a turbarla. Luigi tomó del brazo a Teresa y la condujo hasta la entrada de la gruta. Allí se detuvo. Comprendió la joven que había algo de extraordinario en la conducta del joven y en su consecuencia le miró fijamente como queriendo interrogarle con los ojos.

»Teresa dijo Luigi, ayer por la noche me dijiste que darías la mitad de lo vida por tener un traje semejante al de la hija del conde.

»En efecto dijo Teresa, pero estaba loca al desear tal cosa. »Y yo lo respondí: "Está bien, lo tendrás."

»Sí respondió la joven, cuyo asombro crecía a cada palabra de Luigi, pero sin duda respondiste aquello para no disgustarme.

»Nunca lo he prometido nada que no lo haya dado. Teresa dijo Luigi con orgullo, entra en la gruta y vístete.

»Y diciendo estas palabras retiró la piedra y mostró a Teresa la gruta iluminada por dos bujías que ardían a cada lado de un soberbio espejo. Sobre la mesa rústica, hecha por Luigi, estaban colocados el collar de perlas y las agujas de diamantes; sobre una silla estaba depositado el resto del adorno.

» Teresa lanzó un grito de júbilo, y sin informarse siquiera de dónde había salido aquel brillante traje, y sin dar tampoco las gracias a Luigi colocó la piedra detrás de ella, porque acababa de apercibir sobre la cumbre de una pequeña colina que impedía ver a Palestrina, un viajero a caballo, que se detuvo un momento como incierto y vacilante, sin saber qué camino era el que debía seguir.

»Viendo a Luigi, el viajero espoleó su caballo y se acercó a él. Luigi no se había engañado; el viajero que se dirigía de Palestrina a Tívoli no sabía a ciencia cierta cuál era el camino que debía tomar. El joven se lo indicó, pero como a un cuarto de milla de allí el camino se dividía en tres senderos, y llegado a ellos el viajero podía extraviarse de nuevo, rogó a Luigi que le sirviera de guía.

»Luigi se quitó la capa y la colocó en tierra, se echó la escopeta al hombro y marchó delante del viajero con ese paso rápido del montañés, que a duras penas puede seguir el trote de un caballo.

»En diez minutos Luigi y el viajero llegaron al sitio designado por el joven pastor y éste entonces, con el soberbio y majestuoso ademán de un emperador, extendió el brazo señalando con el dedo la senda que debía seguir el viajero.

»Este es vuestro camino dijo, ya no es fácil ahora que su excelencia se equivoque.

»He ahí lo recompensa dijo el viajero ofreciendo al joven pastor algunas monedas.

»Gracias dijo Luigi retirando la mano, os doy un servicio, pero no os lo vendo.

»Sin embargo, dijo el viajero, que parecía acostumbrado a

aquella notable diferencia entre la servidumbre del hombre de las ciudades y el orgullo del campesino, si rehúsas un salario no desdeñarás un regalo.

»¡Ah!, eso ya es otra cosa.

»¡Pues bien! Toma estos dos zequíes venecianos y dáselos a lo novia para unos zarcillos.

»Y vos tomad este puñal dijo el joven pastor. No encontraréis otro cuyo mango esté mejor tallado desde Albano a Civita de Castelane.

»Lo acepto dijo el viajero, pero entonces yo soy el que lo quedo agradecido, porque este puñal vale mucho más que los zequíes.

»En la ciudad tal vez, pero como lo he tallado yo mismo, apenas vale una piastra.

»¿Cuál es lo nombre? preguntó el viajero.

»Luigi Vampa respondió el pastor con el mismo tono que si hubiera contestado: Alejandro, rey de Macedonia. ¿Y vos?

»Yo… dijo el viajero, me llamo Simbad el Marino.

Franz de Epinay lanzó un grito de sorpresa.

¡Simbad el Marino! exclamó.

Sí respondió el narrador, ése es el nombre que el viajero dijo a Vampa.

¡Y bien! ¿Qué es lo que os admira en ese nombre? interrumpió Alberto, es un nombre muy bello, y las aventuras del patrón de este caballero, debo confesarlo, me han divertido mucho en mi juventud.

Franz no quiso insistir más. Aquel nombre de Simbad el Marino, como se comprenderá, despertó en él una multitud de recuerdos.

Continuad dijo al posadero.

Vampa guardó desdeñosamente los dos zequíes en su bolsillo y emprendió de nuevo el camino que trajera al venir. Así que hubo llegado a unos doscientos pasos de la gruta parecióle oír un grito. Se detuvo, procurando descubrir el lado de donde saliera aquél, y al cabo de un segundo oyó su nombre pronunciado distintamente, viniendo el sonido de la voz del lado donde estaba la gruta.

»Saltando como un gamo montó el gatillo de su escopeta a medida que corría, y en menos de un minuto estuvo en lo alto de la colina opuesta a aquella en que vio al viajero. Allí los gritos de socorro llegaron más distintos a sus oídos. Dirigió una mirada por el espacio que dominaba. Un hombre robaba a Teresa como el centauro Neso a Dejanira. Este hombre, que se dirigía hacia el bosque, había ya andado las tres cuartas partes del camino que mediaba entre aquél y la gruta. Vampa calculó la distancia; aquel hombre le llevaba más de doscientos pasos de delantera; era, pues, imposible alcanzarle antes de que hubiese llegado al bosque, y en el bosque lo perdería. El joven pastor se detuvo como si le hubiesen clavado en aquel lugar. Apoyó en su hombro derecho la culata de su escopeta, apuntó lentamente al raptor, le siguió un segundo en su carrera y al fin hizo fuego.

»El raptor se detuvo, sus rodillas flaquearon y se desplomó arrastrando a Teresa en su caída. Pero ésta se levantó al punto. En cuanto al fugitivo permaneció tendido, luchando con las convulsiones de la agonía. Vampa se lanzó hacia Teresa, porque a diez pasos del moribundo había caído de rodillas y el joven temía que la bala que acababa de matar a su enemigo hubiese herido a Teresa. Felizmente no sucedió así; era el terror únicamente que había paralizado sus fuerzas. Cuando Luigi se hubo asegurado de que estaba sana y salva, se volvió hacia el herido. Este acababa de expirar con los puños crispados, la boca contraída por el dolor y los cabellos erizados por el sudor de la agonía; sus ojos se habían quedado abiertos y amenazadores.

»Vampa se acercó al cadáver y reconoció a Cucumetto.

»El día en que el bandido había sido salvado por los dos jóvenes se había enamorado de Teresa y había jurado que la joven le pertenecería. La había espiado desde entonces, y aprovechándose del único momento en que su amante la dejara sola para indicar el camino al viajero, la había robado y ya la creía suya, cuando la bala de Vampa, guiada por la infalible puntería del joven pastor, le había atravesado el corazón. Vampa le miró un momento sin que la menor emoción se pintase en su semblante, mientras que Teresa, temblorosa aún, no osaba acercarse al bandido muerto sino con lentos pasos, arrojando sólo alguna que otra ojeada sobre el cadaver por encima del hombro de su amante. Al cabo de un instante, Vampa se volvió hacia su amada.

»Bueno dijo, tú lo has vestido ya; ahora me toca a mí.

»Teresa estaba, en efecto, vestida de pies a cabeza con el rico y lujoso traje de la hija del conde de San Felice. Vampa tomó entre sus brazos el cuerpo de Cucumetto y lo llevó a la gruta, mientras que, a su vez, Teresa permanecía fuera.

»Si un segundo viajero hubiese pasado entonces, hubiera visto una escena extraña: una pastora guardando sus ovejas con falda de cachemir, un collar de perlas, collares y alfileres de diamantes y botones de zafiro, de esmeraldas y rubíes. El viajero que hubiera visto tal cosa, no hay duda que se habría creído transportado al tiempo de Florián, y hubiera asegurado a su vuelta a París que había encontrado la pastora de los Alpes sentada al pie de los montes Sabinos.

»Transcurrido un cuarto de hora, volvió a salir Vampa de la gruta. Su traje no era en su género menos elegante que el de Teresa.

»Vestía una almilla de terciopelo grana, con botones de oro cincelados; un chaleco de seda cuajado de bordados, una banda romana

atada al cuello, un portapliegos bordado de oro y de seda encarnada y verde, calzones de terciopelo de color azul celeste atados por encima de sus rodillas con dos hebillas de diamantes, unos botines de piel de gamo bordados de mil arabescos, y un sombrero en que flotaban cintas de colores; de su cinturón colgaban dos relojes y asimismo un magnífico puñal.

»Teresa lanzó un grito de admiración. Vampa con este traje se asemejaba a una pintura de Leopoldo Robert o de Schenetz. Se había vestido el traje completo de Cucumetto. El joven reparó en el efecto que producía en su amada y una sonrisa de orgullo satisfecho asomó a sus labios.

»Ahora dijo a Teresa,dime, ¿estás dispuesta a compartir mi suerte, cualquiera que sea?

»¡Oh, sí! exclamó la joven con entusiasmo. Sí.

»¿Te hallas pronta a seguirme donde yo vaya?

» ¡Aunque sea al fin del mundo!

>Entonces, cógete de mi brazo y partamos, porque no tenemos tiempo que perder.

»La joven cogió el brazo de su amado sin preguntarle siquiera dónde la conducía, porque en aquel momento le parecía hermoso, fiero y potente como un dios. Entonces avanzaron los dos hacia el bosque atravesando la llanura en menos de un minuto.

»Preciso es decir que ni un sendero había en la montaña que fuese desconocido a Vampa. Avanzó, pues, en el bosque sin vacilar, aunque no hubiese ningún camino, reconociendo solamente el que debía seguir por la posición de los árboles y por la maleza. Un torrente seco que conducía a una profunda garganta apareció ante sus ojos y Vampa siguió este extraño camino, que, enterrado, por decirlo así, y oscurecido por la espesa sombra de los elevados pinos, se asemejaba a aquel sendero del Averno de que nos habla Virgilio.

»Temerosa del aspecto de aquel lugar salvaje y desierto, Teresa se estrechaba contra su guía sin pronunciar una palabra, pero como le veía caminar siempre con un paso igual y como la más profunda tranquilidad brillaba en su semblante, encontró fuerzas bastantes en sí misma para disimular su emoción.

»De pronto, a diez pasos de donde ellos estaban, un hombre pareció destacarse de un árbol detrás del cual estaba oculto, y apuntando con un trabuco a Vampa exclamó:

»¡Si das un paso más, eres hombre muerto!

»¡Vaya! dijo Vampa levantando la mano con despreciativo ademán, ¿acaso se devoran los lobos a sí mismos?

»¿Quién eres? preguntó el centinela.

»Soy Luigi Vampa, el pastor de la quinta de San Felice.

»¿Y qué es lo que quieres?

»Hablar a tus compañeros que están en el bosque de RoccaBianca.

>Entonces, sígueme dijo el centinela, o mejor, puesto que sabes el camino, marcha delante.

» Vampa se sonrió con aire de desprecio de aquella precaución del bandido, pasó delante con Teresa, y continuó su camino con el mismo paso tranquilo y firme que le había conducido hasta allí.

» Transcurridos cinco minutos, el bandido les hizo señas para que se detuviesen, y ambos jóvenes obedecieron. El centinela entonces imitó por tres veces el graznido del cuervo y un murmullo de voces respondió a esta triple llamada.

»Bueno, ahora puedes continuar lo camino dijo el bandido.

»Ambos jóvenes adelantáronse entonces, pero a medida que avanzaban, Teresa, cada vez más trémula y sobrecogida, se iba arrimando a Luigi, porque a través de los árboles veíanse aparecer hombres y relucir los cañones de sus escopetas.

»El bosque de RoccaBianca hallábase situado en la cumbre de un montecillo que antiguamente había sido un volcán, volcán extinguido antes que Rómulo y Remo hubiesen abandonado Alba para ir a fundar Roma.

»La pareja llegó a la cima y se encontraron cara a cara con veinte bandidos.

»Aquí tenéis un joven que os busca dijo el centinela.

»¿Y qué quieres de nosotros? preguntó el que hacía las veces de capitán en ausencia de éste.

»Quiero deciros que estoy fastidiado de ser pastor replicó Vampa.

» ¡Ah! ¡Ya! dijo el teniente. ¿Y vienes a pedirnos que te alistemos en nuestra partida?

»Bien venido seas gritaron muchos bandidos de Ferrusino, de Pampinara y de Anagui que habían reconocido a Luigi Vampa.

»Sí, pero vengo a pediros otra cosa más que ser vuestro compañero.

»¿Y qué es? dijeron los bandidos con asombro.

»Vengo a pediros ser… vuestro capitán dijo el joven con aire resuelto.

»Una estrepitosa carcajada contestó a este rasgo de audacia.

»¿Y qué has hecho para aspirar a tal honor? preguntó el teniente.

»He matado a vuestro jefe Cucumetto, cuyos despojos tenéis a

vuestra vista dijo Luigi, y he incendiado la quinta de San Felice para dar un traje de boda a mi novia.

»Una hora después Luigi Vampa era elegido capitán en reemplazo de Cucumetto.

-¡Y bien!, mi querido Alberto dijo Franz, volviéndose hacia su amigo. ¿Qué pensáis ahora del ciudadano Luigi Vampa?

Digo que eso es mitológico y que jamás ha existido.

¿Qué significa mitológico? preguntó maese Pastrini.

Sería largo de explicároslo, querido huésped respondió Franz. ¿Decís, pues, que el tal Vampa ejerce en este momento su profesión en los alrededores de Roma?

Y con tanta habilidad, que jamás ha demostrado otro bandido antes que él.

¿Y la policía no ha intentado apresarlo?

Ya se ve que sí, pero está de acuerdo a un tiempo con los pastores de la llanura, los pescadores del Tíber y los contrabandistas de la costa. Quiere decir que lo buscan por la montaña y se está en el río; le persiguen por el río y le tenéis en alta mar. De pronto, cuando se le cree refugiado en la isla de ElGiglio, de ElGuanocetti o de Montecristo, se le ve aparecer en Albano, en Tívoli o en la Riccia.

¿Y cuál es su proceder con respecto a los viajeros?

¡Oh!, muy sencillo. Según la distancia en que esté de la ciudad, da de término ocho horas, doce, o un día para pagar su rescate. Transcurrido este tiempo concede todavía una hora; pasada ésta, si no tiene el dinero, hace saltar de un pistoletazo la tapa de los sesos del prisionero o le hunde un puñal en el corazón, y asunto terminado.

¡Y bien, Alberto! preguntó Franz a su compañero, ¿estáis aún dispuesto a ir al Coliseo por los paseos exteriores?

Sin duda dijo Alberto. ¿No habéis dicho que es el camino más pintoresco?

En aquel mismo instante dieron las nueve, la puerta se abrió y el cochero apareció en ella.

Excelencia dijo, el coche os espera.

Bien dijo Franz, en este caso, al Coliseo.

¿Por la puerta del Popolo, o por las calles, excelencia?

Por las calles, ¡qué diantre!, por las calles exclamó Franz.

¡Ah, amigo mío dijo Alberto, levantándose a su vez y encendiendo el tercer cigarro, a decir verdad os creía más valiente…

Dicho esto, los dos jóvenes bajaron la escalera y subieron al coche.

Capítulo doce

Apariciones

Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el ángulo derecho delante de Santa María la Mayor, y llegar por la Vía Urbana y San PietroinVincoli hasta la Vía del Coliseo.

Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria.

Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño yate que había virado de rumbo y había abordado en PortoVecchio, con el único fin de desembarcarlos. El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de MonteCristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de CivitaVecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo bastante extenso de relaciones.

Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del Coliseo, a través de cuyas puntas y aberturas la luna proyectaba aquellos pálidos y prolongados rayos que arrojan los ojos de los fantasmas.

Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos.

Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada monumento. júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo, o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: «Cese Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para ponderar este monumento.» Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen.

Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suya, a pesar de la ignara charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado. En efecto, no se puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante ruina, cuyas proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa claridad de la luna meridional cuyos rayos se asemejan a un crepúsculo de Occidente.

Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.

Estaba Franz allí hacía un cuarto de hora, perdido, como se ha dicho, en la sombra de una columna, ocupado en mirar a Alberto que en compañía de sus dos guías, con antorchas, acababa de salir de un vomitorium colocado al extremo del Coliseo, y los cuales, semejantes a dos sombras que siguen un fuego vago, descendían de grada en grada hasta los sitios reservados a las vestales, cuando le pareció percibir el ruido de una piedra en las profundidades del monumento, desgajada de la escalera situada enfrente de la que él acababa de subir para colocarse en el lugar en que estaba sentado. Nada hay de extraño en una piedra que se desprende bajo el pie del tiempo y cae rodando a un abismo, pero a Franz le pareció que aquella piedra había cedido bajo el pie de un hombre, y que un ruido de pasos llegaba hasta él, aunque el que lo ocasionaba hiciese cuanto pudiese para apagarlo.

Efectivamente, a los pocos momentos apareció un hombre, saliendo gradualmente de la sombra a medida que subía la escalera, conforme iban bajando se confundían en las tinieblas.

Nada impedía suponer que fuese un viajero como él que se hubiese retirado, prefiriendo una meditación solitaria a la insignificante charla de sus guías, y por lo tanto su aparición no tenía nada que pudiese sorprenderle. Pero en la indecisión con que subía los últimos escalones, en la manera con que, llegado que hubo a la plataforma, se detuvo y pareció escuchar, era probable que había venido con un fin particular y que esperaba a alguien. Por un movimiento instintivo y maquinal, escondióse Franz todo lo que pudo detrás de la columna. A diez pasos del pavimento donde ambos se encontraban, la bóveda estaba algún tanto derribada, y una abertura redonda, semejante a la de un pozo, permitía percibir el cielo sembrado enteramente de estrellas. Alrededor de esta abertura que casi más de cien años hacía daba paso a los débiles y pálidos rayos de la luna, habían nacido una multitud de hierbas silvestres, cuyas ramas se destacaban erguidas sobre el azul mate del firmamento, mientras que las enredaderas y la hiedra pendían de aquel terrado superior y se balanceaban bajo la bóveda, parecidas a cuerdas flotantes.

El personaje cuya misteriosa llegada había llamado la atención de Franz se hallaba situado en la penumbra, que aunque impedía examinar sus facciones, no era sin embargo lo suficiente oscura para impedir que se distinguiese su traje. Iba envuelto en una gran capa parda, cuyo embozo caído sobre el hombro izquierdo, le ocultaba la parte inferior del rostro, mientras que su sombrero de anchas alas cubría la parte superior. Solamente el extremo de su vestimenta, que se hallaba iluminada por la luz oblicua que atravesaba la abertura, permitía distinguir un pantalón negro, cuyo botín cuadraba coquetamente una hota charolada. Este hombre pertenecía evidentemente, si no a la aristocracia, a los menos a la alta sociedad.

Hacía algunos minutos que estaba allí y ya comenzaba a impacientarse, cuando un ligero ruido se dejó oír en la parte superior. Al punto una sombra interceptó la luz. Un hombre apareció en la abertura, arrojó una ojeada penetrante por las tinieblas, y al fin distinguió al hombre de la capa. Después, cogiéndose a un puñado de aquellas enredaderas y de aquellas hiedras flotantes, se dejó deslizar, y cuando llegó a tres o cuatro pies del pavimento, dejóse caer ligeramente. Es de advertir que el nuevo personaje vestía un traje de transtevere.

Disculpadme, excelencia dijo en dialecto romano, si os he hecho esperar; sin embargo, no me he retardado más que algunos minutos, porque las diez acaban de dar en San Juan de Letrán.

Más bien soy yo quien se ha adelantado respondió el extranjero en el más puro toscano; así, pues, nada de cumplidos y luego, a,mque hubieseis tardado más, ya me habría figurado que sería por una causa ajena a vuestra voluntad.

Y os lo hubierais figurado con razón, excelencia. Vengo del castillo de San Angelo, y me ha costado gran trabajo el hablar a Beppo.

¿Quién es Beppo?

Beppo es un empleado de la cárcel al que le tengo destinada una rentita para saber todo cuanto ocurre en el interior del Castillo de Su Santidad.

¡Ah! , ¡ah! , veo que sois un hombre cauto, querido.

¡Qué queréis, excelencia! Nadie sabe lo que cualquier día puede acontecer. Tal vez a mí mismo me echarán un día el guante, como ha sucedido con el pobre Pepino, y necesitaré entonces un ratón que me roa las puertas de la cárcel.

En fin, ¿qué habéis averiguado?

El martes habrá dos ejecuciones, a las dos, como es costumbre en Roma; un condenado será mazzolato; éste es un miserable que ha asesinado a un sacerdote que le educó, y que no merece ningún interés; el otro será decapitado, y éste es el pobre Pepino.

¡Ya veis, querido! Inspiráis tanto terror no solamente al gobierno pontifical, sino a los reinos vecinos, que quieren hacer un ejemplar castigo.

Pero Pepino no forma parte de nuestra banda, es un pobre pastor que no ha cometido más crimen que el de proporcionamos víveres.

Pues eso basta y sobra para que se le considere como vuestro cómplice; así pues, ya veis que le guardan algunas consideraciones. En vez de martirizarlo como harían con vos, si os llegaran a echar la mano, se contentan con guillotinarlo. Esto variará los planes del pueblo y habrá espectáculo para toda clase de gustos.

Sin el que yo preparo y con el cual no cuentan prosiguió el transtevere.

Amigo mío, permitidme deciros prosiguió el hombre de la capa, que me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.

Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no hiciese algo por ese valiente muchacho.

¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos…

Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la escolta, y le libertaremos.

Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proyecto vale mucho más que el vuestro.

¿Y cuál es vuestro proyecto, excelencia?

Daré dos mil piastras a una persona que yo sé y que obtendrá que la ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.

¿Estáis seguro de obtener buen éxito?

¡Diantre! dijo en francés el hombre de la capa.

¿Qué decís? preguntó el transtevere.

Digo, querido, que más he de hacer yo con mi oro que vos y toda vuestra gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y veréis.

Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.

Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he de obtener la dilación indicada.

No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os queda más día que mañana.

¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.

¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?

De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.

Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?

Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré. Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia a Pepino, para que no se vaya a morir de miedo o a volverse loco de desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.

Escuchad, excelencia dijo el aldeano, os profeso un gran afecto, bien lo sabéis, ¿no es así?

Así lo creo al menos.

¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será obediencia.

Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese día será el que lo necesite.

Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como yo os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo, no tendréis más que escribirme: "Haz esto" , y lo haré, a fe de.. .

¡Callad! dijo el desconocido, oigo ruido.

Son viajeros que visitan el Coliseo.

Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría perder un poco de mi crédito.

¿Conque si conseguís la prórroga…?

El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.

¿Y si no?

Tres colgaduras amarillas.

¿Y entonces…?

Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y yo estaré allí para veros maniobrar.

Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.

Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores. Un segundo después, Franz oyó resonar su nombre en aquellas bóvedas. Era Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba ya en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.

De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra a oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la atención desde la primera vez que la oyera para que pudiese resonar alguna vez en su presencia sin que~la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas, había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el Marino.

En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo; además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde. Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado ya sus precauciones para la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.

Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era «Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.

Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de Lucia di Lammermoor, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuya orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra elegancia: después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no había tenido ni lo que se llama una sola aventura.

Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero, desgraciadamente, nada de esto había sucedido. Las encantadoras condesas genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo, ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no haya regla sin excepción.

Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde había pasado.

Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella apertura.

Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.

Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el carnaval en algún balcón de príncipe.

Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos. Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.

Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia él dijo:

¿Conocéis acaso a esa dama?

Sí, ¿qué os parece?

Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es francesa?

No, veneciana.

¿Y se llama?

La condesa G…

¡Oh!, la conozco de nombre exclamó Alberto. Aseguran que además de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?

¿Queréis que repare esa falta? preguntó Franz.

¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?

He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero, bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.

En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.

¡Vaya! ¡Me parece que estáis en buena armonía! dijo Alberto.

Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la intimidad de las personas por lo expresivo

de los cumplimientos. Hemos simpatizado la condesa y yo, pero eso es todo.

¿Simpatía de alma? preguntó con una sonrisa Alberto.

No, de carácter respondió gravemente Franz.

¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tat simpatía?

En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.

¿A la luz de la tuna?

Sí.

¿Solos?

Casi.

Y hablasteis…

De los muertos.

¡Ah! exclamó Alberto, pues entonces la conversación no dejaría de ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré sino de los vivos.

Y tal vez haréis más.

Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.

Tan pronto como se baje el telón.

¡Cuán largo es este diablo de primer acto!

Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta admirablemente.

Sí, ¡pero qué talle… !

La Spech está sumamente dramática.

Sí, no lo discuto, pero ya conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la Malibrán…

¿No os parece excelente el método de Moriani?

No me gustan los morenos que cantan rubio.

Amigo mío dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba mirando con los anteojos, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.

Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, a hizo observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba

la condesa. Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.

Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a Alberto por un perfecto caballero.

Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a cuyo lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y presentando lá mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la condesa.

Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra, se dibujaba la silueta de un hombre cuyo rostro era imposible distinguir. Franz interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa paa preguntar a esta última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención de los hombres, sino también de las mujeres.

No dijo, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.

¿Qué os parece, condesa?

Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.

Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa. Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.

A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.

Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia, teniendo tiempo para descansar y cambia de traje mientras que los bailarines ejecutan sus piruetas y ensayan sus cabriolas. Unos instantes después empezó el acto segundo.

A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido, levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle algunas palabras, y se apoyó de nuevo sobre el antepecho del palco. La fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía distinguir ninguna de sus facciones.

Empezado ya el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el escenario.

El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada, deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el ¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.

Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo habitante de Montecristo, a aquel cuya voz y talle había creído descubrir en las ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.

La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a reír y le preguntó qué era lo que tenía.

Señora respondió Franz, hace poco os he preguntado si conocíais a esa mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.

Menos todavía respondió la condesa.

¿Nunca os ha llamado la atención?

¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien amamos!

Es verdad respondió Franz.

Sin embargo, os diré dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus ojos y dirigiéndolos hacia el palco que debe ser algún recién desenterrado, algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero, se entiende, porque me parece horriblemente pálido.

Pues siempre está lo mismo respondió Franz.

¿Entonces le conocéis? preguntó la condesa. Así, yo soy la que os preguntará quién es.

Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni cuándo.

En efecto dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros como si un estremecimiento circulase por sus venas, comprendo que cuando se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.

El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión particular, puesto que otra persona lo sentía también.

Y decidme preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado por segunda vez, ¿qué pensáis de ese hombre?

Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.

Este nuevo recuerdo de Lord Byron admiró a Franz, porque, en efecto, si alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía ante sus ojos.

Es preciso que sepa quién es dijo Franz levantándose.

¡Oh, no! exclamó la condesa, no, no me dejéis sola. Cuento con vos para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.

¡Cómo! le dijo Franz al oído, ¿tendríais miedo?

Escuchad le dijo ella. Byron me ha jurado que creía en los

vampiros a incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con una mujer como las demás, está con una extranjera…, una griega…, una cismática…, sin duda una hechicera como él… Os ruego que no os vayáis. Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que me acompañéis.

Franz insistió.

Pues bien dijo la condesa levantándose, me voy. No puedo quedarme hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa…, ¿seréis tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?

Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.

La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural, cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La condujo hasta su casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la reconvino.

En verdad dijo ella, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola. La vista de ese hombre me ha conmovido.

Franz procuró reírse.

No os riáis le dijo ella. Prometedme además una cosa.

¿Cuál?

Prometédmela.

Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde viene y adónde va.

Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo dudéis.

Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa dijo Franz.

¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y yo. Mañana corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, yo sé bien que no podré cerrar los ojos en toda la noche.

Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor que había manifestado.

A1 entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.

Ah, ¡sois vos! le dijo. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.

Querido Alberto respondió Franz, me felicito por tener una ocasión de deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas ya debían habérosla hecho perder.

¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto su reputación.

Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa tenía miedo.

Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de nosotros con aquella hermosa griega? Pues yo al salir me los encontré por el pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis que la palidez es un signo de distinción.

Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.

Sí, sí le dijo Franz, estoy convencido de que las ideas de la condesa acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?

Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía pasar muy malos ratos!

¿Conque hablaba griego?

Es probable.

No hay duda murmuró Franz, es él.

¡Cómo! ¿Qué decís…?

Nada. ¿Qué estabais haciendo?

Os estaba preparando una sorpresa.

¿Qué sorpresa?

Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.

¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.

¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.

Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.

Querido dijo Alberto, me honráis con una mirada que merecería os pidiese reparación.

Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa como decís.

Escuchad.

Escucho.

¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?

No.

¿Ni caballos?

Tampoco.

¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?

Quizás.

¿Y un par de bueyes?

También.

Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.

¡Diantre! exclamó Franz, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es una idea feliz.

Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues bien!, ya se inventarán.

¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?

Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos. Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los bueyes, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será preciso pasar sin ese detalle superfluo.

¿Y dónde está?

¿Quién?

Nuestro huésped.

Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería ya tarde.

¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?

Así lo espero.

En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.

¿Se puede entrar? dijo.

¡Pues claro! exclamó Franz.

¡Y bien! dijo Alberto. ¿Habéis encontrado la carreta y los bueyes?

He encontrado algo mejor que eso respondió con aire ufano.

¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.

Confíe vuestra excelencia en mí dijo maese Pastrini.

Pero, en fin, ¿qué hay? exclamó Franz a su vez.

¿Ya sabéis dijo el posadero que el conde de Montecristo vive en este mismo piso…?

Ya lo creo dijo Alberto, puesto que gracias a él no hemos podido alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint NicolasduCharnedot.

Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli.

Alberto y Franz se miraron.

Pero preguntó Alberto, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero? ¿De un hombre a quien no conocemos?

¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? preguntó Franz a su huésped.

Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como un borgliese y rico como una mina de oro.

Me parece dijo Franz a Alberto que si ese hombre fuese de tan buenas prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de otra manera, ya fuese escribiéndonos, ya…

En este momento llamaron a la puerta.

Adelante dijo Franz.

Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.

De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d'Epinay y para el señor vizconde Alberto de Morcef dijo.

Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.

El señor conde de Montecristo continuó el criado me manda pedir permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán visibles.

A fe mía dijo Alberto a Franz, que no podemos quejarnos.

Decid al conde respondió Franz que nosotros tendremos el honor de anticiparnos a su visita.

El criado se retiró.

Eso es lo que se llama un asalto de elegancia dijo Alberto, vamos, decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un hombre perfecto.

¿Luego aceptáis su oferta? dijo el huésped.

Con mucho gusto respondió Alberto, sin embargo, os lo confieso, siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?

._Creo que también son los balcones los que me deciden respondió Franz a Alberto.

En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuya aparición en la sala de Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería yentonces nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.

Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta vez, a menos que su huésped de MonteCristo poseyese el anillo de Gyges y merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente. Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.

Maese Pastrini le dijo, ¿no debe haber hoy una ejecución?

Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de ello muy tarde.

No prosiguió Franz; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.

¡Oh!, yo creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla, cuyo anfiteatro es ése.

Probablemente no iré dijo Franz, pero desearía obtener algunos detalles.

¿Cuáles?

Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus suplicios.

¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente me acaban de traer las tavolette.

¿Qué es eso de las tavolette?

Las tavolette son unas tabletas de madera que se cuelgan en lo. das las esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio. Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los culpables un sincero arrepentimiento.

¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles? preguntó Franz irónicamente.

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