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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 13)



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Esta escena loca y bulliciosa suele durar unas dos horas; la calle del Corso estaba iluminada como si fuese de día; distinguíanse las facciones de los espectadores hasta el tercero o cuarto piso. De cinco en cinco minutos Alberto sacaba su reloj; al fin éste señaló las siete. Los dos amigos se hallaban justamente a la altura de la Vía Pontifici; Alberto saltó del carruaje con su moccoletto en la mano.

Dos o tres máscaras quisieron acercarse a él para arrancárselo o apagárselo, pero, a fuer de hábil luchador, Alberto las envió a rodar una tras otra a diez pasos de distancia y prosiguió su camino hacia la iglesia de San Giacomo. Las gradas estaban atestadas de curiosos y de máscaras que luchaban sobre quién se arrancaría de las manos la luz. Franz seguía con los ojos a Alberto, y le vio poner el pie sobre el primer escalón. Casi al mismo tiempo, una máscara con el traje bien conocido de la aldeana del ramillete, extendiendo el brazo, y sin que esta vez hiciese él ninguna resistencia, le arrancó el moccoletto.

Franz se encontraba muy lejos para escuchar las palabras que cambiaron, pero sin duda nada tuvieron de hostil, porque vio alejarse a Alberto y a la aldeana cogidos amigablemente del brazo. Por espacio de algún tiempo los siguió con la vista en medio de la multitud, pero en la Vía Macello los perdió de vista.

De pronto, el sonido de la campana que da la señal de la conclusión del Carnaval sonó, y al mismo instante todos los moccoli se apagaron como por encanto.

Habríase dicho que un solo a inmenso soplo de viento los había aníquilado. Franz se encontró en la oscuridad más profunda.

Con el mismo toque de campana cesaron los gritos, como si el poderoso soplo que había apagado las luces hubiese apagado también el bullicio, y ya nada más se oyó que el ruido de las carrozas que conducían a las máscaras a su casa, ya nada más se vio que las escasas luces que brillaban detrás de los balcones. El Carnaval había terminado.

Capítulo quince

Las catacumbas de San Sebastián

Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumergidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda de Londres.

La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.

La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.

Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.

La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.

Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.

¿Entonces no habrá vuelto? preguntó el duque.

Hasta ahora le he estado aguardando respondió Franz.

¿Y sabéis dónde iba?

No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.

¡Diablo! dijo el duque. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?

Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G…, que acababa de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.

Creo, por el contrario, que es una noche encantadora respondió la condesa, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.

Pero replicó el duque, sonriendo, yo no hablo de las personas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.

¡Oh! preguntó la condesa. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?

Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche dijo Franz, y a quien no he visto después.

¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?

Ni lo sospecho.

¿Y tiene armas?

¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?

No deberíais haberle dejado ir dijo el duque a Franz, vos que conocéis mejor a Roma.

Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera respondió Franz; además, ¿qué queréis que le ocurra?

¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.

Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.

También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pa

sar la noche en vuestra casa, señor duque dijo Franz, y deben venir a anunciarme su vuelta.

Mirad dijo el duque, creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.

El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.

Excelencia dijo, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.

¡Con una carta del vizconde! exclamó Franz.

Sí.

¿Y quién es ese hombre?

No lo sé.

¿Por qué no ha venido a traerla aquí?

El mensajero no ha dado ninguna explicación.

¿Y dónde está el mensajero?

En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.

¡Oh, Dios mío! dijo la condesa a Franz. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.

Voy volando dijo Franz.

¿Os volveremos a ver para saber de él? preguntó la condesa.

Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.

En todo caso, prudencia dijo la condesa.

Descuidad.

Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le dirigió la palabra.

¿Qué me queréis, excelencia? dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.

¿No sois vos preguntó Franz quien me trae una carta del vizconde de Morcef?

¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?

Sí.

¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?

Sí.

¿Cómo se llama vuestra excelencia?

El barón Franz d'Epinay.

Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.

¿Exige respuesta? preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.

Sí; al menos, vuestro amigo la espera.

Subid a mi habitación; a11í os la daré.

Prefiero esperar aquí dijo riéndose el mensajero.

¿Por qué?

Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.

¿Entonces os encontraré aquí mismo?

Sin duda alguna.

Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.

¡Y bien! le preguntó.

Y bien, ¿qué? le respondió Franz.

¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? le preguntó a Franz.

Sí; le vi respondió éste, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.

El posadero transmitió esta orden a un criado.

El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su contenido.

He aquí lo que decía:

Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, tened la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanxa. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.

. P. D. I believe now lo be Italian banditti.

Vuestro amigo,

Alberto de Morcef

Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras italianas:

Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y entonces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.

No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Florencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días solamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le quedaban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ochocientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la soma pedida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.

Pensó en el conde de Montecristo.

Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.

Querido señor Pastrini le dijo ansiosamente, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?

Sí, excelencia, acaba de entrar.

¿Habrá tenido tiempo de acostarse?

Lo dudo.

Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.

Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.

El conde está esperando a vuestra excelencia dijo.

Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.

¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? le preguntó. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extremo vuestra franqueza.

No; vengo a hablaros de un grave asunto.

¡De un asunto! dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales. ¿Y de qué asunto?

¿Estamos solos?

El conde se dirigió a la puerta y volvió.

Completamente dijo.

Franz le mostró la carta de Alberto.

Leed le dijo.

El conde leyó la carta.

¡Ya, ya! exclamó cuando hubo terminado la lectura.

¿Habéis leído la posdata?

Sí, la he leído también.

Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

¿Qué decís a esto? preguntó Franz.

¿Tenéis la suma que os pide?

Sí; menos ochocientas piastras.

El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.

Espero dijo a Franz, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.

Bien veis dijo éste que a vos me he dirigido primero que a otro.

Lo que os agradezco mucho. Tomad.

E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.

¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.

¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.

Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mucho el negocio dijo Franz.

¿Y cuál? preguntó el conde, asombrado.

Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy persuadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.

¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese bandido?

¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?

¿Cuál?

¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?

¡Ah, ah! dijo el conde. ¿Quién os ha dicho eso?

¿Qué importa, si lo sé?

El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas fruncidas.

Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?

Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?

Pues bien; vámonos al instante. El tiempo es hermoso, y un paseo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.

¿Llevaremos armas?

¿Para qué?

¿Dinero?

Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este billete?

En la calle.

¿En la calle?

Sí.

Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.

Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.

Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.

El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.

¡Salite! dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.

El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puerta del gabinete.

¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? dijo el conde.

Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.

¡Ah, ah! dijo el conde, ¡aún no has olvidado que lo he salvado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.

No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida respondió Pepino, con el acento de un profundo reconocimiento.

¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.

Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.

¡Oh! , puedes hablar delante de su excelencia dijo, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.

Podéis hablar delante de mí exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero,soy un amigo del conde.

Enhorabuena dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el conde; interrógueme su excelencia, que yo responderé.

¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?

Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.

¿La querida del jefe?

Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Teresa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el consentimiento del jefe, que iba en el coche.

¡Cómo! exclamó Franz. ¿Luigi Vampa iba en el mismo carruaje de las aldeanas romanas?

Era el que le conducía disfrazado de cochero respondió Pepino.

¿Y después? preguntó el conde.

Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con consentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien estuvo en las gradas de San Giacomo.

¡Cómo! interrumpió Franz, ¿aquella aldeana que le arrancó el moccoletto…?

Era un muchacho de quince años respondió Pepino, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.

¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? preguntó el conde.

Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Macello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a conducirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el campo, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre persuadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento a hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bastantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres completamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que rendirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.

¿Qué tal dijo el conde dirigiéndose a Franz. ¿Qué os parece de esta historia?

Que la encontraría muy chistosa contestó, si no fuese el pobre Alberto su protagonista.

El caso es dijo el conde que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.

¿Conque vamos en su busca en seguida? preguntó Franz.

Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebastián?

No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.

Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.

¿Tenéis a punto vuestro coche?

No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siempre uno prevenido y enganchado noche y día.

¿Enganchado?

Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.

El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.

Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuanto al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo conducirá.

Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.

Las doce y media dijo; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vuestro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del poder de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?

Más que nunca.

Venid, pues.

Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encontraron el carruaje. A1í estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instrucciones de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer dificultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.

El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.

Dentro de diez minutos dijo el conde a su compañero habremos llegado al término de nuestro viaje.

Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del cajón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapareciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.

Ahora dijo el conde, sigámosle.

Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres platicando a la sombra de los arbustos.

¿Hemos de seguir avanzando preguntó Franz al conde o será preciso esperar?

Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.

En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un bandido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el bandido les saludó.

Excelencia dijo Pepino dirigiéndose al conde, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.

No tengo inconveniente contestó el conde, marcha delante.

En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.

Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le seguían.

El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pendiente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimensiones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.

¡Amigos! dijo Pepino.

Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este segundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visitantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su camino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que contendría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallándose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobrepuestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divísábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hombro de Franz.

¿Queréis ver un campamento de bandidos? le dijo.

Con muchísimo gusto contestó Franz.

Pues bien, venid conmigo… ¡Pepino, apaga la antorcha!

Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la antorcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproximaban a los reflejos que les servían de orientación.

Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que estaba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.

Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, leyendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observaban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o tendidos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel Columbarium, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.

Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el Columbarium, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan siquiera oyó el ruido de sus pasos.

¿Quién vive? gritó el centinela, menos preocupado, y que distinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.

A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de carabinas apuntaron al conde.

¿Qué es eso? dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!

¡Abajo las armas! gritó el jefe, haciendo con la mano un ademán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba

en esta escena: Perdonad, señor conde le dijo, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.

Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas dijo el conde, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos sujetos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.

¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.

¿No habíamos convenido dijo el conde, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?

¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?

Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al vizconde Alberto de Morcef añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz, que es uno de mis amigos, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisionero, le habéis transportado aquí y añadió el conde sacando una carta de su bolsillo le habéis puesto el precio como si fuese una persona cualquiera.

¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vosotros? dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retrocedían ante su mirada. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sospechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su excelencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.

¿Lo veis? dijo el conde dirigiéndose a Franz. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?

¿Qué, no venís solo? preguntó Vampa con inquietud.

He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia dijo a Franz, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.

Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.

Sed bien venido entre nosotros, excelencia le dijo; ya habéis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respondido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.

Pero dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor, no veo al prisionero… ¿Dónde está?

Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia preguntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.

El prisionero está allí dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.

El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.

¿Qué hace el prisionero? preguntó Vampa al centinela.

Os juro, capitán, que no lo sé contestó éste. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.

Venid, excelencias dijo Vampa.

El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.

Vaya dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.

Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.

Tenéis razón, señor conde dijo, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.

Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.

Excelencia dijo, haced el favor de despertaros, si os place.

Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.

¡Ah! dijo ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais hecho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G…

Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.

La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?

Para deciros que estáis en libertad, excelencia.

Amigo mío dijo Alberto con perfecta serenidad, en lo sucesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas.» Si me hubieseis dejado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida… Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?

No, excelencia.

¿Pues cómo me ponéis en libertad?

Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.

¿Hasta aquí?

Hasta aquí.

¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!

Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.

¡Cómo! le dijo, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?

No contestó éste; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.

Pardiez, señor conde dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro carruaje, luego, por este suceso y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.

El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallábase acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.

Mi querido Alberto le dijo, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendisteis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.

Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi continuó Alberto, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?

Ninguna, caballero contestó el bandido, sois tan libre como el aire.

En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.

Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.

Pepino dijo el jefe, dadme la antorcha.

¿Qué vais a hacer? inquirió Montecristo.

Conduciros hasta fuera dijo el capitán, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.

Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las manos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.

Ahora, señor conde dijo, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suceder.

No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros errores con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.

Señores repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes, tal vez la oferta os presentará poco atractivo, mas si algún día llegaseis a tener deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.

Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.

¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? dijo Vampa sonriendo.

Sí contestó Franz, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos llegado.

Los Comentarios de César dijo el bandido, es mi libro predilecto.

¡Qué hacéis! preguntó Alberto. ¿Nos seguís a os quedáis?

Al momento, heme aquí contestó Franz.

Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.

¿Me permitís, capitán?

Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.

Ahora, señor conde dijo, así que hubo concluido, apresurémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia terminar la noche en casa del duque Bracciano.

Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.

Señora dijo Morcef dirigiéndose a la condesa, ayer tuvisteis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tarde a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo,

cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.

Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes.

En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imaginación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estrechar la mano que Alberto le tendiera.

Capítulo dieciséis

La cita

Al día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para proponer a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas. Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el conde.

Señor conde le dijo Alberto, permitidme que os repita hoy lo que ayer os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.

Querido vecino respondió el conde riendo, exageráis vuestro agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado admirable en valor y en sangre fría.

¡Qué queréis, conde! dijo Alberto, me he figurado que había tenido una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con vos no es menos grande, vengo a preguntaros si yo, mis amigos o mis conocidos os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a ponerme yo y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.

Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza dijo el conde, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto de todo corazón. Ya había yo contado con vos para pediros un servicio.

¿Cuál?

Jamás he estado en París.

¡Cómo! exclamó Alberto, ¿habéis podido vivir sin ver París? Pareceincreíble.

Y, sin embargo, ya veis que no lo es. Pero reconozco como vos que continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en el que no tengo relación ninguna.

¡Oh! ¡Un hombre como vos! exclamó Alberto.

Me halagáis demasiado, pero como yo no conozco en mí mismo otro mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta. Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef y el conde acompañó estas palabras con una sonrisa singular, os comprometéis cuando vaya a Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un hurón o conchinchino?

¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis a vuestras órdenes respondió Alberto, y tanto más, cuanto que por una carta que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el mundo parisiense.

¿Alianza por casamiento? dijo Franz, riendo.

¿Y por qué no? Así, pues, cuando vayáis a París, me hallaréis convertido en un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, yo y los míos estamos a vuestra disposición.

Acepto dijo Montecristo, porque os juro que sólo me faltaba esta ocasión para realizar ciertos planes que proyecto hace mucho tiempo.

Franz no dudó que estos proyectos serían los mismos acerca de los cuales el conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Monte

Cristo, y miró al conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una sonrisa sus sensaciones.

Pero seamos francos, conde dijo Alberto, cuyo amor propio no dejaba de sentirse halagado con la misión de introducir a MonteCristo en los salones de París, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proyectos que, edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?

No, os lo aseguro dijo el conde; deseo ir a París, y no sólo lo deseo, sino que hasta es indispensable que vaya.

¿Y cuándo?

¿Cuándo estaréis allí vos?

¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo para llegar allá.

¡Pues bien! dijo el conde. Os doy de término tres meses. Bien veis que no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima entrevista.

Y dentro de tres meses exclamó Alberto lleno de gozo, ¿iréis a llamar a mi puerta?

¿Queréis mejor una cita de día y hora? dijo el conde. Os prevengo que soy muy exacto.

Perfectamente respondió Alberto.

¡Pues bien, sea!

Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.

Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana dijo sacando el reloj. ¿Queréis esperarme el 21 de mayo próximo a las diez y media de la mañana?

Sí, sí exclamó Alberto; el almuerzo estará preparado.

¿Dónde vivís?

Calle de Helder, número 27.

¿Vivís en vuestra casa… solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?

Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio, enteramente separado del resto de la casa.

Bien.

Montecristo sacó su cartera y escribió: «Calle Helder, número 27 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.»

Y ahora dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo, perded cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que la del mío.

¿Os volveré a ver antes de mi partida? preguntó Alberto.

Depende, ¿cuándo partís?

Mañana, a las cinco de la tarde.

En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y vos preguntó el conde a Franz, ¿partís también, señor barón?

Sí.

¿Para Francia?

No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.

¿Entonces, no nos veremos en París?

Temo que no podré tener ese honor.

Vamos, señores, buen viaje dijo el conde a los dos amigos, presentándoles una mano a cada uno.

Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.

Por última vez dijo Alberto, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.

El 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número 27 respondió Montecristo.

Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.

¿Qué os ocurre? dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto, parecéis disgustado.

Sí dijo Franz, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me causa inquietud esa cita que os ha dado en París.

Esa cita… ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz exclamó Alberto.

¡Qué queréis! dijo Franz,loco o no, tal es mi idea.

Escuchad dijo Alberto, y me alegro que se presente ocasión de decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis algún motivo particular de resentimiento contra él?

Quizás.

¿Le habéis visto ya en alguna parte antes de encontrarle aquí?

Sí.

¿Dónde?

¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?

Prometido.

Está bien. Escuchad, pues.

Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de las mil y una noches; habló de la cena, no pasó por alto el hachís, las estatuas, la realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños acontecimientos, ya no quedaba más que aquel pequeño yate, en alta mar, muy lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a toda vela a PortoVecchio. Habló luego de Roma, de la nothe del Coliseo, de la conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.

Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.

Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.

¡Y bien! le dijo cuando hubo concluido. ¿Qué encontráis en todo eso de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suyo, porque es rico. Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de yates pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a que estoy sujeto yo hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme, ¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que jamás fue suya?

¿Pero dijo Franz a Alberto, esos bandidos corsos que se hallan entre su tripulación…?

Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos a quienes alguna vendetta ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho con ellos.

Pero Vampa y su banda dijo Franz son bandidos que detienen para robar, no lo negaréis, ya que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues, de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?

Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos, de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra añadió Alberto que nadie es profeta en su tierra.

A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.

Querido Franz dijo Alberto, al recibir mi carta y ver que teníamos necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: «Alberto de Morcef, mi amigo, corre un gran peligro, ayudadme a sacarle de él», ¿no es verdad?

Sí.

Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.

No; es cierto.

Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido, cuando a cambio de semejante servicio, me pide que hags por él lo que se hace todos los días por el príncipe ruso o italiano que pass por París, es decir, presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!

Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte de Alberto.

En fin repuso Franz dando un suspiro, haced lo que os plazca, querido vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.

El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio Montyon, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi querido Franz, no hablemos de esto,

sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a hacer la última visita a San Pedro.

Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d'Epinay para ir a pasar unos quince días en Venecia.

Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al mozo de la fonda tanto temía que su convidado faltase a la cita una tarjeta para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: «Vizconde Alberto de Morcef », había escrito con lápiz: «21 de mayo, a las diez y media de la mañana, número 27, calle de Helder. »

Capítulo diecisiete

Los invitados

En la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.

Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín.

Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef.

Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.

En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia.

Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle. Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse 'a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular.

Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo.

A1 extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.

En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete.

El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución.

Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour.

Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de

vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras

la estancia con sus sedosos y dorados reflejos.

En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.

Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales, espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que jamás se cerraba.

Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.

Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con boquillas de ámbar, adornadas de coral, a incrustadas de oro, con largos tubos de tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo en largas y caprichosas volutas.

A las diez menos cuarto entró un criado.

Venía con un pequeño groom de quince años, que no hablaba más que inglés, y que respondía al nombre de Juan.

El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un paquete de cartas que entregó a Alberto.

Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y leyó con cierta atención.

¿Como han venido estas cartas? inquirió.

La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.

Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su palco… Esperad…, a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré, como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de Ostende… compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.

¿A qué hora queréis ser servido?

¿Qué hora es?

Las diez menos cuarto.

Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a su ministerio… Y por otra parte… Alberto miró a su cartera. Sí, ésa es la hora que indiqué al conde; el 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, y aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha levantado la señora condesa?

Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.

Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido permiso para presentarle una persona.

El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando en medio de un prolongado bostezo:

Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.

En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.

Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha, suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin hablar, y con un aire medio oficial.

Buenos días, Luciano dijo Alberto. ¡Ah!, me asombra vuestra puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el

último, y llegáis a las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es milagroso! ¿Ha caído el ministerio?

No, querido repuso el joven incrustándose en el diván, tranquilizaos. Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos van a consolidar completamente.

¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.

No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.

¿En Bourges?

Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ayer en París, y anteayer la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars, no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros, jugó a la alza y ha ganado un millón.

Y vos una nueva cinta, según parece.

¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III respondió sencillamente Debray.

Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá complacido.

Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es elegante.

Y dijo Morcef, sonriendo se tiene el aire de un príncipe de Gales o de un duque de Reichstadt.

Por eso me veis tan de mañana, querido.

¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena noticia?

No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio, distraedme.

Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo dijo Alberto llamando al criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón de puño de oro incrustado de turquesas. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto, querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis, y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.

¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A., número 26.

En verdad dijo Alberto, me asombráis con la profusión de vuestros conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!

¡Ah, querido vizconde! dijo Luciano encendiendo un habano en una bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en el diván. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer! En verdad, no conocéis vuestra felicidad.

¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos repuso Morcef con ligera ironía, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo reyes, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus victorias, poseyendo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que ChateauRenaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en un pantalón, teniendo asiento en la Opera, Jockey Club y el teatro de Variedades, ¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, yo os distraeré.

¿Cómo?

Haciendo que conozcáis a una persona.

¿Hombre o mujer?

Hombre.

¡Ya conozco demasiados!

¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!

¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?

De más lejos tal vez.

¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.

No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?

Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ayer he comido en casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.

¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come bien en casa de vuestros ministros.

Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en nuestra casa, debéis creerlo.

Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.

Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis que hemos hecho bien eñ pacificar ese país.

Sí, pero ¿y don Carlos?

Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su hijo con la reinecita.

Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.

Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme con humo.

Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará vuestra impaciencia.

¿Sobre qué?

Sobre los periódicos.

¡Qué! ¿Acaso leo yo los periódicos? dijo Luciano con un desprecio soberano.

Razón de más. Discutiréis mejor.

¡Señor Beauchamp! anunció el criado.

¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! dijo Alberto saliendo al encuentro del joven, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según él dice.

Es cierto dijo Beauchamp, lo mismo que yo le critico sin saber lo que hace. Buenos días, comendador.

¡Ah!, lo sabéis ya dijo el secretario particular cambiando con el periodista un apretón de mano y una sonrisa.

¡Diantre! replicó Beauchamp.

¿Y qué se dice en el mundo?

¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de 1838.

En el mundo críticopolítico de que formáis parte.

¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para que nazca un pozo de azul.

Vamos, vamos, no va mal dijo Luciano. ¿Por qué no sois de los nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años haríais fortuna.

Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.

Se almorzará, ya no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos a la mesa en cuanto hayan llegado dijo Alberto.

TERCERA PARTE

Extrañas coincidencias

Capítulo primero

El almuerzo

¿Qué clase de personas esperáis? repuso Beauchamp.

Un hidalgo y un diplomático repuso Alberto.

Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.

No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto. Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.

Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.

Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.

¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.

Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.

No habléis mal de los discursos del señor Danglars dijo Debray, vota por vos y hace la oposición.

Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.

Amigo mío dijo Alberto a Beauchamp, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: < Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija? »

Creo dijo Beauchamp que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.

Dos millones… no dejan de ser una bonita suma repuso Morcef.

Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.

Dejadle hablar, Morcef repuso Debray y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.

Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano respondió tristemente Alberto.

Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.

¡Callad! No digáis eso, Debray replicó Beauchamp riendo, porque ahí tenéis a Chateau Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban,su antepasado.

Haría mal respondió Luciano, porque yo soy villano, y muy villano.

¡Bueno! exclamó Beauchamp, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?

¡El señor de Chateau Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.

Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?

¡Morrel! exclamó Alberto sorprendido, ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?

Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Chateau Renaud estrechaba la mano a Alberto.

Permitidme, amigo mío le dijo, presentaros al señor capitán de spahis, Maximiliano Morrel, mi amigo, y además mi salvador. Por otra parte, él se presenta bien por sí mismo; saludad a mi héroe, vizconde.

Y se retiró a un lado para descubrir a aquel joven alto y de noble continente, de frente ancha, mirada penetrante, negros bigotes, a quien nuestros lectores recordarán haber visto en Marsella, en una circunstancia demasiado dramática para haberla olvidado. En su rico uniforme medio francés, medio oriental, hacía resaltar la cruz de la Legión de Honor.

El joven oficial se inclinó con elegancia; Morrel era elegante en todos sus movimientos, porque era fuerte.

Caballero dijo Alberto con una política afectuosa, el señor barón de Chateau Renaud sabía de antemano el placer que me causaría al presentaros..Sois uno de sus amigos, caballero, sedlo, pues, también nuestro.

Muy bien dijo el barón de Chateau Renaud, y desead, mi querido vizconde, que si llega el caso, haga por vos lo que ha hecho por mí.

¿Y qué ha hecho? inquirió Alberto.

__¡Oh! dijo Morrel, no vale la pena hablar de ello, y el señor exagera las cosas.

¡Cómo! ¡Que no vale la pena! ¡Conque la vida no vale nada… ! Bueno, que digáis eso por vos, que exponéis vuestra vida todos los días, pero por mí, que la expongo por casualidad…

Lo más claro que veo en esto es que el señor capitán Morrel os ha salvado la vida…

Sí, señor; eso es dijo Chateau Renaud.

¿Y en qué ocasión? preguntó Beauchamp.

¡Beauchamp, amigo mío, habéis de saber que me muero de hambre! dijo Debray, no empecéis con vuestras historias.

¡Pues bien!, yo no impido que vayamos a almorzar, yo… Chateau Renaud nos lo contará en la mesa.

Señores dijo Morcef, todavía no son más que las diez y cuarto, aún tenemos que esperar a otro convidado.

¡Ah! , es verdad, un diplomático replicó Debray.

Un diplomático, o yo no sé lo que es. Lo que sé es que por mi cuenta le encargué de una embajada que ha terminado tan bien y tan a mi satisfacción, que si fuese rey, le hubiese hecho al instante caballero de todas mis órdenes, incluyendo las del Toisón de Oro y de la Jarretera.

Entonces, puesto que no nos sentamos a la mesa dijo Debray, servios una botella de Jerez como hemos hecho nosotros, y contadnos eso, barón.

Ya sabéis todos que tuve el capricho de ir a Africa.

Ese es un camino que os han trazado vuestros antecesores, mi querido Chateau Renaud respondió con galantería Morcef.

Sí; pero dudo que fuese, como ellos, para libertar el sepulcro de Jesucristo.

Tenéis razón, Beauchamp repuso el joven aristócrata; era sólo para dar un golpe, como aficionado. El duelo me repugna, como sabéis, desde que dos testigos, a quienes yo había elegido para arreglar cierto asunto, me obligaron a romper un brazo a uno de mis mejores amigos… ¡Diantre…!, a ese pobre Franz d'Epinay, a quien todos conocéis.

¡Ah!, sí, es verdad dijo Debray, os habéis batido en tiempo de… ¿de qué?

¡Que el diablo me lleve si me acuerdo! dijo Chateau Renaud. De lo que me acuerdo bien es de que no queriendo dejar dormir mi talento, quise probar en los árabes unas pistolas nuevas que me acababan de regalar. De consiguiente, me embarqué para Orán, desde Orán fui a Constantina y llegué justamente para ver levantar el sitio.

Me puse en retirada como los demás. Por espacio de cuarenta y ocho horas sufrí con bastante valor la lluvia del día y la nieve de la noche, en fin, a la tercera mañana mi caballo se murió de frío. ¡Pobre animal! ¡Acostumbrado a las mantas y a las estufas de la cuadra!, un caballo árabe que murió sólo al encontrar diez grados de frío en Arabia.

Por eso me queríais comprar mi caballo inglés dijo Debray, suponéis que sufrirá mejor el frío que vuestro árabe.

Estáis en un error, porque he hecho voto de no volver más al Africa.

¿Conque tanto miedo pasasteis? preguntó Beauchamp.

¡Oh!, sí, lo confieso respondió Chateau Renaud, y había de qué tenerlo. Mi caballo había muerto, yo me retiraba a pie, seis árabes vinieron a galope a cortarme la cabeza, maté a dos con los tiros de mi escopeta, y otros dos con mis dos pitolas, pero aún quedaban dos y estaba desarmado. El uno me agarró por los cabellos; por eso ahora los llevo cortos; nadie sabe lo que puede suceder; el otro me rodeó el cuello con su yatagán. Y ya sentía el frío agudo del hierro, cuando el señor que veis aquí cargó sobre ellos, mató al que me cogía de los cabellos de un pistoletazo y partió la cabeza al que se disponía a cortar la mía, de un sablazo. Este caballero se había propuesto salvar a un hombre aquel día, y la casualidad quiso que fuese yo. Cuando sea rico, mandaré hacer a Klayman o a Morocheti una estatua a la Casualidad.

Sí dijo sonriendo Morrel,era el 5 de septiembre, es decir, el aniversario de un día en que mi padre fue milagrosamente salvado; así, pues, siempre que esté en mi mano, celebro todos los años ese día con una acción…

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