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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 16)



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¡Oh!, padre mío exclamé, ¡cuánta bondad!

Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?

Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.

Es inútil dijo, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi recomendación.

Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vuestra excelencia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Ahora pregunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de mí…?

No respondió el conde, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco amigo de confidencias.

¿Yo, señor conde?

Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni del otro?

¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega. Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre hermana, según mis consejos, resistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada instante el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y desapareció todo el día. La pobre Assunta lloró, porque tenía para el miserable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto, dijo:

Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el dinero.

Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella, podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas, después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía oculto nuestro pequeño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos. Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la vecina oyó gritos espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido.

En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y tampoco he oído hablar de él.

Tras haberme enterado de estas noticias prosiguió Bertucciofue cuando me dirigí a vuestra excelencia. No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, puesto que había muerto.

¿Y qué habéis pensado de ese suceso? preguntó Montecristo.

Que era castigo del crimen que había cometido respondió Bertuccio. ¡Ah, esos Villefort son una raza maldita!

Eso mismo creo murmuró el conde con acento lúgubre.

Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido causarme estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.

Desde luego, todo es posible dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado, aun cuando añadió más bajo,

el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?

Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.

No lo creáis, Bertuccio dijo el conde, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para hacerlos instrumentos de sus venganzas.

Es posible dijo Bertuccio. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora continuó el mayordomo bajando la cabeza, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de consuelo?

Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que .os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por ,otra cosa. Benedetto, si vive, servirá, como os he dicho, para alguna venganza divina; después será castigado a su vez.

En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros .en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está .el crimen, Bertuccio.

Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre.

Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entregarme tal vez, y yo no quería morir. Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y .después, tal vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano!

Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga a indefinible mirada, después de .un instante .de silencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.

Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio dijo el conde son ua acento de melancolía que no le era habitual, recordad bien mis palabras, varias veces las lse üído pronunáiat al abate Busvni. Todo mal tiene dos remedios, e1 tiempo y el silencio. Ahora, señor Bertntceio., dejadme pasear un instante .por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas que no estaban en el contrato… Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Volved a la casa, señor Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que llaman de eternidad.

Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.

Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:

Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en relieve.

Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de París.

Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elíseos, el conde de Montecristo examinó toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde quería ir.

Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuccio muchas órdenes concernientes al adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:

Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas francesas?

Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella griega, y que estaba de tal modo aislada, que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la mano hacia la habitación, señalando el número tres con los dedos de su

mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.

¡Ah! dijo Montecristo, habituado a este lenguaje,son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?

Sí expresó Alí bajando la escalera.

La señora estará fatigada esta noche continuó Montecristo, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan hablar; las camareras francesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Velaréis por que la doncella griega no se comunique con las camareras francesas.

Alí se inclinó.

Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por la calle de árboles y se paró delante de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una especie de capuchón de seda verde, bordado de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor, mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce gravedad de parte del conde de Montecristo.

Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que la bella griega, compañera habitual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado.

A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer que todo el mundo dormía.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pantalón color de nuez, con cabellos tan negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ventanilla de su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su groom que preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.

Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minuciosa que casi era impertinente, el exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.

Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repugnante a la fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su frac.

El groom llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:

¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?

Aquí vive su excelencia respondió el portero, pero… y consultó a Alí con una mirada.

Ali hizo una seña negativa.

¿Pero qué…? preguntó el groom

Su excelencia no está visible respondió el portero.

Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo, y le diréis que al ir a la Cámara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.

Yo no hablo a su excelencia dijo el portero; su ayuda de cámara le pasará el recado.

El groom se volvió al carruaje.

¿Qué hay? preguntó Danglars.

El groom, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le había dado el portero.

¡Oh!dijo Danglars. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que sólo su ayuda de cámara pueda hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester que yo lo vea cuando quiera dinero.

Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al cochero de modo que pudieran oírle del otro lado del camino:

A la Cámara de los Diputados.

A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón con la ayuda de unos excelentes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Danglars había puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.

Decididamente dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas de marfil, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!

¡Alí! gritó, y dio un golpe sobre el timbre.

Alí acudió inmediatamente.

Llamad a Bertuccio.

En este momento entró Bertuccio.

¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? dijo el mayordomo.

Sí dijo el conde. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?

Sí, excelencia, son hermosos.

Entonces dijo Montecristo frunciendo las cejas, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos caballos más hermosos de París, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos y no están en mi cuadra?

Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz, Alí bajó la cabeza y palideció.

No es culpa tuya, buen Ali dijo en árabe el conde con una dulzura que no se hubiera creído poder encontrar ni en su voz ni en su rostro. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses.

Las facciones de Alí recobraron la serenidad.

Señor conde dijo Bertuccio, los caballos de que me habláis no estaban en venta.

Montecristo se encogió de hombros.

Sabed, señor mayordomo dijo, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.

El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.

Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un banquero no desperdicia nunca una ocasión de duplicar su capital.

¿Habla en serio el señor conde? preguntó Bertuccio.

Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atreviese a hacerle esta pregunta.

Esta tarde dijo, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con arneses nuevos.

Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:

¿A qué hors dijo piensa hacer esa visita su excelencia?

Alas cinco dijo Montecristo.

Deseo indicar a vuestra excelencia dijo tímidamente el mayordomo que son las dos.

Lo sé limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo: '

Haced pasar todos los caballos por delante de la señora añadió, que ells escoja el tiro que más le convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo. En tal caso se servirá la comida en su habitación; andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara.

Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.

Señor Bautista dijo el conde, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo pongo a mis criados: Me convenís.

Bautista se inclinó.

Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.

¡Oh, señor conde! se apresuró a decir Bautista.

Escuchadme bien repuso el conde. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de oficina, infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cuiden de vuestra ropa y de vuestros efectos. Además de vuestros quinientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras cosas…, casi otros quinientos francos al año.

¡Oh, excelencia!

No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en ninguna parte encontraríais una colocación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un olvido. Mis órdenes son generalmente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemente rico para saber todo lo que quiero saber, y soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al instante. Jamás advierto las cosas más que una vez; ya estáis advertido, adiós.

A propósito añadió el conde, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado, continuadla.

Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permaneció impasible, puesto que no comprendía una palabra de francés, produjeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los que han estudiado un poco la sicología del criado francés.

Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra excelencia dijo; por otra parte, tomaré por modelo al señor Alí.

¡Oh, no, no dijo el conde con frialdad marmórea. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus cualidades. No le toméis por modelo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi esclavo, es… mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.

Bautista abrió desmesuradamente los ojos.

¿Lo dudáis? dijo Montecristo.

Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.

Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una rodilla en tierra y le besó respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamente estupefacto.

El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe llamaba a Alí, dos a Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.

Mis caballosdijo Montecristo.

Ya están enganchados, excelencia respondió Bertuccio. ¿Acompaño al señor conde?

No El cochero, Bautista y Alí, nada más.

El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en el de Danglars.

Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.

Son hermosos realmente dijo, y habéis hecho bien en comprarlos, pero ha sido un poco tarde.

Excelencia dijo Bertuccio, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.

¿Son por eso menos bellos? preguntó el conde, encogiéndose de hombros.

Si vuestra excelencia está satisfecho dijo Bertuccio, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra excelencia?

A la calle de la Chaussée d'Antin, a casa del barón de Danglars.

Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.

Esperad dijo Montecristo deteniéndole. Necesito un terreno en la orilla del mar, en Normandía, por ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi corbeta. El buque estará siempre pronto a hacerse a la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os informaréis en casa de todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no es así?

La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.

¿Y el yate?

Tiene orden de permanecer en las Martigues.

¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se duerman.

Yen cuanto al barco de vapor…

¿Que está en Chalons?

Sí.

Las mismas órdenes que para los otros dos buques.

¡Bien!

Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el camino del mediodía.

Vuestra excelencia puede contar conmigo.

El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.

Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.

Al oír el nombre del conde, se levantó.

Señores dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a otra Cámara, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.

Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.

Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.

El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.

Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.

El conde se acomodó en el sillón.

¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?

¿Y yo replicó el conde, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?

Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.

Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.

Disculpadme, caballero dijo, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.

Es decir respondió Montecristo, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.

¡Ah! , tampoco lo hago conmigo respondió cándidamente Danglars, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero…

¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.

No tanto replicó Danglars desconcertado, pero ya comprenderéis, por los criados…

Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo, ciudadano. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.

Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.

Señor conde dijo el banquero inclinándose, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.

¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?

Sí respondió Danglars, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.

¡Bah!

Y aun había tenido el honor do algunas explicaciones.

Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.

Esta carta repuso Danglars, la tengo aquí según creo y registró su bolsillo; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.

¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?

Nada, caballero, pero la palabra ilimitado

¿Qué tiene? ¿No es francesa…?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.

¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.

¿Acaso la casa de Thomson y French preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.

¡Ah. .. ! Completamente sólida respondió Danglars con una sonrisa burlona, pero el sentido de la palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago…

Como ilimitado, ¿no es verdad? dijo Montecristo.

Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.

Lo cual quiere decir replicó Montecristo que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.

¿Cómo, señor conde?

Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.

Nadie ha contado aún mi caja, caballero dijo orgullosamente el banquero.

Entonces dijo Montecristo con frialdad, parece que seré yo el primero.

¿Quién os lo ha dicho?

Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.

Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.

pasar a vuestra casa para pediros

Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.

En fin dijo Danglars después de una pausa, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.

Pero, caballero replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión, si he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.

El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:

¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón…

¿Cómo? preguntó Montecristo.

Digo un millón repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez.

¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? dijo el conde. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.

Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.

Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.

Vamos, confesadme dijo Montecristo que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.

Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.

¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones dijo Danglars. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.

¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente dijo Montecristo con mucha diplomacia; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.

viarme algún dinero, ¿no es verdad? Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto:

Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes. les falta tiempo para ser antiguos.

¡Pues bien! replicó Montecristo, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?

Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

¿Y ya no desconfiáis en absoluto? insistió Montecristo.

¡Oh!, señor conde exclamó el banquero, jamás he desconfiado.

Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! repitió el conde,ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.

¡Seis millones! exclamó Danglars sofocado.

Si necesito más repuso Montecristo despectivamente, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho… ; en fin, allá veremos… Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.

El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde respondió Danglars; ¿queréis oro, billetes de banco, o plata?

Oro y billetes por mitad.

Dicho esto, el conde se levantó.

Debo confesaros una cosa, señor conde dijo Danglars; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente desconocida, ¿es reciente?

Al contrario respondió Montecristo, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.

Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d'Epinay.

Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero continuó Danglars, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.

Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.

Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.

Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal diente debe considerarse mmo de la familia.

Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.

Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.

¿Está en su cuarto la señora baronesa? preguntó Danglars.

Sí, señor barón respondió el lacayo.

¿Sola?

No; está con una visita.

¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?

No, señor barón dijo sonriendo Montecristo, de ningún modo.

¿Y quién está con la señora…? El señor Debray, ¿eh? preguntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.

Sí, señor barón, el señor Debray respondió el lacayo.

Danglars ordenó que saliera.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señorita de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.

No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.

¡Bah! dijo Danglars. ¿Dónde…?

En casa del señor de Morcef.

¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? dijo Danglars.

Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.

¡Ah, sí! dijo Danglars. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.

La señora baronesa espera a estos señores exclamó el lacayo asomándose a la puerta.

Paso delante de vos para enseñároslo.

Y yo os sigo dijo Montecristo.

El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.

Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.

La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.

Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones. La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.

Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.

Señora baronesa dijo Danglars, permitid que os presente al señor conde de Montecristo dijo Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.

Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.

¿Y habéis llegado, caballero …? preguntó la baronesa.

Ayer por la mañana, señora.

Y venís, según costumbre, del fin del mundo.

Solamente de Cádiz, señora.

¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?

Yo, señora dijo el conde, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.

¿Os gustan los caballos, señor conde?

He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.

¡Ah!, señor conde dijo la baronesa sonriéndose, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.

Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.

En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.

La señora Danglars palideció.

¡Imposible! dijo.

Es la pura verdad, señora respondió la camarera, podéis creerme con toda seguridad.

La señora Danglars se volvió hacia su marido.

¿Es cierto, caballero? le preguntó.

¿Qué, señora? preguntó Danglars, visiblemente agitado.

Lo que me dice mi camarera…

¿Y qué os dice?

¿No lo sabéis?

Lo ignoro completamente.

¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?

Señora dijo Danglars, escuchadme.

¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.

Los caballos eran demasiado vivos, señora respondió Danglars, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.

¡Eh!, caballero dijo la baronesa, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.

Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.

La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:

En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?

Sí dijo el conde.

Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.

Os lo agradezco mucho dijo el conde, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.

Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.

Figuraos, señora le dijo en voz baja, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.

La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.

¡Oh! ¡Dios mío! exclamó Debray.

¿Qué? preguntó la baronesa.

Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.

¡Mis caballos tordos! exclamó la señora Danglars.

Y se lanzó hacia la ventana.

Es verdad dijo.

Danglars estaba estupefacto.

¿Es posible? dijo Montecristo, fingiendo asombro.

¡Es increíble! murmuró el banquero.

La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.

La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.

No sé dijo el conde, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y… y que me ha costado treinta mil francos, según creo.

Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.

Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.

Ya veis le dijo cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.

Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.

Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.

Bueno dijo Montecristo retirándose, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero añadió con aquella sonrisa que le era peculiar, estoy en París y me queda mucho tiempo…, otro día será…

Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.

Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.

Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.

Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.

Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.

Alí le dijo éste, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.

Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.

Bien… Así, pues, ¿podrías detener un toro?

Alí hizo otra señal afirmativa.

¿Un tigre?

La misma respuesta por parte de Alí.

¿Un león?

Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, a imitó un rugido.

¡Bien!, comprendo dijo Montecristo, ¿has cazado leones?

Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.

¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?

Alí se sonrió.

¡Pues bien!, escucha dijo el conde, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.

Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.

Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.

A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.

De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.

En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.

Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.

De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su compañero.

Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.

No temáis nada, señoradijo, estáis a salvo.

La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.

Sí, señora, comprendo dijo el conde examinando al niño, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.

¡Oh, caballero! exclamó la madre, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a lo madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!

Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos. Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.

¿Dónde estoy exclamó, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?

Estáis, señora respondió Montecristo, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.

¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.

¡Cómo! exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida. ¿Son esos caballos los de la baronesa?

Sí, señor. ¿La conocéis?

Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.

¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?

El mismo dijo el conde.

Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.

El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.

¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! repuso Eloísa, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.

¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.

¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.

Señora dijo Montecristo, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su' deber es servirme.

¡Pero ha arriesgado su vida! exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.

Yo he salvado la suya, señora respondió Montecristo; por consiguiente, me pertenece.

La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.

El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo menos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.

No toques ahí, amiguito dijo vivamente el conde de Montecristo, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.

La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.

En este momento entró Alí.

La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:

Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.

El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.

Es muy feo dijo.

El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.

Mira dijo en árabe el conde a Alí, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.

Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.

Caballero preguntó la señora de Villefort levantándose, ¿es ésta vuestra morada habitual?

No, señora respondió el conde. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo dijo al niño, sonriendo, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.

Pero dijo la señora de Villefort, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.

¡Oh!, vais a ver, señora dijo Montecristo, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.

Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos segundos.

Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de SaintHonoré, donde tenía su domicilio.

Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:

Querida Herminia:

Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente íbamos a ser despedaxados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, a hixo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.

¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.

Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanxar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.

Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abraxo de todo corazón.

Eloísa de Villefort.

P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea• a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contada a su madre. ChateauRenaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.

Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.

En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.

Capítulo séptimo

Ideología

Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.

Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.

No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.

En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a ti mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.

El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.

Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.

Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.

El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.

El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.

Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una noches.

Caballero dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a mi hijo me creó el deber de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi agradecimiento.

Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya hemos dicho, a la estatua de la Ley.

Caballero replicó el conde, a su vez con frialdad glacial,soy muy feliz por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.

Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.

Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.

Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:

¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.

Sí, señor repuso el conde; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo desconocido… Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.

Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.

¡Ah, caballero! replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra un rudo adversario, había

hecho acopio de fuerzas. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una ocupación menos aburrida.

Es verdad, caballero replicó Montecristo, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?

El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho, ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.

Caballero dijo, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en esos países bárbaros.

¡Oh, ya lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios.

Si se adoptara esa ley dijo el procurador del rey, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.

Probablemente con el tiempo se adoptará dijo Montecristo. Bien sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.

Entretanto, caballero dijo el magistrado, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria para no olvidarlo una vez adquirido.

Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.

¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? replicó Villefort asombrado.

Montecristo se sonrió.

Bien, caballero dijo. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decír, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.

Explicaos, caballero dijo Villefort cada vez más asombrado. No os comprendo bien.

Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor> , y el otro: «Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.

Entonces dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?

¿Por qué no? dijo Montecristo.

Perdonad, caballero replicó Villefort estupefacto, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.

¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?

Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.

Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.

¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales a invisibles?

¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?

¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?

Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.

¡Ah! dijo Villefort sonriéndose, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.

Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.

De modo que vos…

Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey! »

¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que someteros a las leyes francesas.

Ya lo sé, caballero respondió Montecristo, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.

Lo cual quiere decir replicó vacilando Villefort que siendo débil la naturaleza humana…, todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido. .. faltas.

Faltas…, o crímenes respondió sencillamente el conde de Montecristo.

¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos repuso Villefort con voz alterada, y que vos sólo sois perfecto?

No, perfecto no respondió el conde. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.

¡No!, ¡no!, caballero dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.

Superior a todos, caballero respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.

Entonces, señor conde, os admiro repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo a impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?

Tuve una.

¿Cuál?

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