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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 19)



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¡Ah! , per Baccho dijo, ¡indispensables!

Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?

Es verdad dijo el mayor; podría muy bien suceder.

Eso sería muy triste para ese joven.

Sería fatal.

Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.

O peccato!

En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la identidad de las personas.

Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.

Por fortuna los tengo yo dijo Montecristo.

¿Vos?

Sí.

¿Que vos los tenéis?

Sí.

¡Ah! dijo el mayor, he aquí una felicidad que yo no esperaba.

¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.

Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar

¡Oh! , el abate, ¡qué hombre tan amable!

¡Es un hombre precavido!

Es un hombre admirable dijo el mayor; ¿y os los ha enviado?

Aquí están.

El mayor juntó las manos en señal de admiración.

Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.

Sí, a fe mía, éste es dijo el mayor, mirándolo estupefacto.

Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.

Todo está en regla dijo el mayor.

Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.

¡Ya lo creo… ! ¡Si los perdiese!

Si los perdiese, ¿qué? preguntó Montecristo.

Sería muy difícil procurarse otros repuso el mayor.

Muy difícil, en efectodijo Montecristo.

Casi imposible respondió el mayor.

Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.

Los miro como impagables.

Ahora dijo Montecristo, en cuanto a la madre del joven…

En cuanto a la madre del joven… repitió el mayor lleno de inquietud.

En cuanto a la marquesa Corsinari…

¡Dios mío! dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad; ¿tendrían acaso necesidad de ella?

No, señorrepuso Montecristo, por otra parte ha…

¡Ah, sí! dijo el mayor, ha… Pagado su tributo a la naturaleza.. .

¡Ah, sí! dijo vivamente el mayor.

Ya lo sé repuso Montecristo, murió hace diez años.

Y todavía lloro yo su muerte, señor dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.

¿Qué queréis? dijo Montecristo, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en

toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.

¿Lo creéis así?

.Así lo creo.

Pues entonces, muy bien.

Si supiesen algo de esta separación…

¡Ah!, sí, ¿qué decía?

Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia…

¿A los Corsinari?

En efecto…, había robado a ere niño para que se extinguiese vuestro nombre.

Exacto, puesto que es hijo único…

¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?

¿Agradable? preguntó el mayor.

¡Ah! dijo Montecristo, observo que nada se escapa a los ojos ni al mrazón de un padre.

¡Hum! exclamó el mayor.

¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?

¿Quién?

Vuestro hijo, vuestro Andrés.

Lo he adivinado respondió el mayor con la mayor flema del mundo, ¿de modo que está aquí?

Aquí mismo dijo Montecristo; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.

¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.

Señor mío, comprendo vuestra emoción dijo Montecristo; es preciso daos tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.

Cavalcanti dijo:

¡Ya lo creo!

¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.

¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?

No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.

A propósito dijo el mayor; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni… Con esto he hecho el viaje y…

Y necesitáis dinero…, es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar.

Los ojos del mayor brillaron de codicia.

Os quedo a deber cuarenta mil francos dijo el conde.

¿Quiere vuestra excelencia un recibo? dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.

¿Para qué?

Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.

Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.

¡Ah, sí, es verdad dijo el mayor, entre hombres honrados!

Escuchad ahora una palabrita, marqués.

Decid.

¿Me permitís una ligera observación?

¡Oh, señor conde, os la suplico!

Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.

¿De veras? dijo el mayor sonriéndose.

Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.

¡Caramba! dijo el mayor. Lo haré así.

Si queréis, ahora os podéis mudar.

¿Pero qué queréis que me ponga?

Lo que encontréis en vuestras maletas.

¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.

Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.

Esa es la verdad…

Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.

Luego, entonces, en esas maletas…

Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle,

uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.

¡Bravo, bravo, bravísimo! exclamó el mayor cada vez más sorprendido.

Y ahora dijo Montecristo, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.

Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.

Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.

Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.

Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por distración sobre su bota con un junquito con puño de oro.

Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.

¿Sois el conde de Montecristo? dijo.

El mismo respondió éste; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?

El conde Andrés de Cavalcanti repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.

Debéis traer una carta de recomendación, supongo dijo Montecristo.

No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.

Simbad el Marino, ¿no es verdad?

Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches…

¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.

¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas dijo Andrés. Entonces ése es el mismo inglés que yo he conocido… en… sí, ¡muy bien… !

Si es verdad lo que me estáis diciendo repuso sonriendo el conde, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia…, y de vos.

Con mucho gusto, señor conde repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su memoria. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin…, esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.

Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.

Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:

¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?

Sin duda respondió Montecristo, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.

La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.

¡Ah!, sí, es verdad dijo, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?

Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con 'un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?

Sí, señor respondió Andrés con aire confuso: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.

¿Os esperaba en Niza un carruaje?

Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a

Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.

Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.

Pero dijo Andrés, en el caso de que me hubiese encontrado m¡ querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.

¡Oh!, la voz de la sangre dijo Montecristo.

¡Oh!, sí, es verdad repuso el joven, no me acordaba de la voz de la sangre.

Ahora dijo Montecristo, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.

Caballero balbuceó el joven con turbación, espero que ninguna calumnia…

¡Yo…! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.

Tranquilizaos, caballero respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba; los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.

Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.

Por otra parte repuso el joven, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi juventud.

Mirad, conde dijo Montecristo con sencillez, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.

Me parece que tenéis razón, señor conde dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo, ése es un grave inconveniente.

¡Oh!, tampoco hay que exagerar dijo Montecristo, porque para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.

Andrés perdió visiblemente su sangre fría.

Yo puedo responder de vos dijo Montecristo;sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.

Sin embargo, señor conde dijo Andrés, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos…

Sí, seguramente repuso Montecristo; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.

¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.

Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.

¿Mi padre es realmente rico, caballero?

Millonario…; quinientas mil libras de renta.

Entonces preguntó el joven con ansiedad, ¿me encontraré en una posición… agradable?

De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.

Entonces, permaneceré en París toda mi vida.

¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.

Andrés lanzó un suspiro.

Pero, en fin dijo, todo el tiempo que yo permanezca en París…, ¿tendré ese dinero sin falta?

¡Oh!, no tengáis el menor recelo…

¿Y será mi padre quien me lo proporcione? preguntó Andrés con inquietud.

Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.

¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? volvió a preguntar Andrés con inquietud.

Solamente algunos días respondió Montecristo. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos o tres semanas.

¡Oh! ¡Querido padre! dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.

Conque dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras; conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?

Supongo que no tendréis la menor duda…

¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está impaciente por veros.

Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.

Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del joven conde.

¡Padre mío! dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta cerrada; ¿sois vos?

Buenos días, mi querido hijo dijo el mayor con voz grave.

Después de tantos años de separación dijo Andrés mirando hacia la puerta, ¡qué dicha la de volvernos a ver… !

En efecto, la separación ha sido larga.

¿No nos abrazamos, señor?repuso Andrés.

Como queráis, hijo míodijo el mayor.

Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.

¡Al fin, reunidos! dijo Andrés.

Así parece dijo el mayor.

¿Para no separarnos jamás…?

Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.

Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.

Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.

Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo fácilmente hacer constar mi nacimiento.

Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.

¿Y esos papeles?

Aquí están.

Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba el más vivo interés.

No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:

¡Ah! dijo en excelente toscano, ¡se conoce que no hay presidios en Italia!

El mayor le miró a su vez con estupor.

¿Y por qué? dijo.

Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.

¿Cómo? dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.

Querido señor Cavalcanti dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?

El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:

¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre.

El mayor miró con inquietud a su alrededor.

¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos dijo Andrés; además hablamos el italiano.

¡Pues bien !, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.

Señor Cavalcanti dijo Andrés, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?

Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.

¿Habéis tenido pruebas?

El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.

Palpables, como veis.

¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?

Así lo creo.

¿Y que las cumplirá ese buen conde?

Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar representando nuestro papel actual.

¡Cómo. . . !

Yo, de tierno padre…

Y yo, de hijo respetuoso.

Ya que quieren haceros descender de mí.

¿Quién lo quiere. .. ?

Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?

Sí.

¿De quién?

De un tal abate Busoni.

¿A quien no conocéis?

A quien no he visto en toda mi vida.

¿Qué os decía esa carta?

¿No me engañáis?

Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.

Entonces, leed.

Y el mayor entregó una carta al joven.

»Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente?

»Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco años.

»Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.

»Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en esta carta:

» 1.° Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia.

2.° Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo , en la cual le pido para vos la cantidad de 48.000 francos.

»El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.

»Firmado,

«Abate Busoni.»

Eso es.

¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? preguntó el mayor.

Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.

¡Vos!

Sí, yo.

¿Del abate Busoni?

No.

¿De quién, entonces?

De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.

¿Y a quien tampoco conocéis?

Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.

¿Le habéis visto?

Sí, una vez.

¿Dónde?

Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.

¿Y qué os decía esa carta?

Leed.

«Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser rico?

»Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.

» Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.

»En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.

»Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades.»

«Simbad el Marino».

¡Hum! exclamó el mayor; no puede estar mejor arreglado el asunto.

¿Verdad que sí?

¿Habéis visto al conde?

Acabo de separarme de él.

¿Y lo ha aprobado…?

Todo.

¿Entendéis algo de esto?

Os juro que no.

Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.

Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.

Creo que no.

¡Y bien!, ¿entonces…?

Poco nos importa lo demás.

Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.

Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.

No esperaba yo menos de vos.

Es un gran honor para mí.

Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.

Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro;.así el conde les encontró tiernamente abrazados.

¡Vaya!, señor marqués dijo Montecristo, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.

¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.

¿Y vos, joven?

¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!

¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! dijo el conde.

Una sola cosa me entristece dijo el mayor; y es tener que marcharme tan pronto de París.

¡Oh!, querido señor Cavalcanti dijo Montecristo, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos amigos.

Estoy a las órdenes del señor conde dijo el mayor.

Ahora, veamos, joven, confesaos…

¿A quién?

A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.

¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.

¿Oís, mayor? dijo Montecristo.

Desde luego, señor.

Sí; ¿pero comprendéis?

A las mil maravillas.

Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.

¿Qué queréis que yo le haga?

Pues, sencillamente, que se lo deis.

¿Yo?

Vos.

Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores. Tomad dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de Banco.

¿Qué es esto?

La respuesta de vuestro padre.

¿De mi padre?

Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?

Sí. ¿Y bien?

¡Y bien!, me encarga os entregue esto.

¿A cuenta de mi renta?

No; para vuestros gastos de instalación.

¡Oh, querido padre!

Silencio dijo Montecristo, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.

Estimo infinitamente esa delicadeza dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del pantalón.

Está bien dijo Montecristo, ahora podéis retiraros.

¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? preguntó Cavalcanti.

¡Ah, sí! inquirió Andrés, ¿cuándo tendremos ese honor?

Si queréis…, el sábado, sí…, eso es…, el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero…

¿De gran etiqueta… ? preguntó a media voz el mayor.

¡Psch… ! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.

¿Y yo? preguntó Andrés.

¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigios a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.

¿A qué hora podremos presentarnos? preguntó el joven.

A eso de las seis y media.

Está bien, no dejaremos de ir dijo el mayor tomando su sombrero.

Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.

El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.

En verdad dijo, los dos Cavalcanti… son de los mayores miserables que he conocido… ¡Lástima que no sean padre a hijo…!

Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:

Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio.

Capítulo segundo

La Pradera cercada

Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.

Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.

Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.

El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:

Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.

Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.

Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.

En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.

Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.

Buenos días, Valentina dijo una voz.

Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?

Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.

¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?

Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.

Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos dijo Valentina; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d'Epinay.

¡Querida Valentina!

Por esto, amigo mío continuó la joven, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.

Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.

El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.

No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.

Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.

No; pero, decidme…, respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.

¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.

¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!

Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.

¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?

Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.

¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.

Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación…

Veamos, ¿qué os ha dicho?

Me ha dicho que no amaba a nadie dijo Valentina; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre a independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.

¡Ah… !, ya comprendo.

¡Y bien… !, ¿qué prueba esto? inquirió Valentina.

Nada dijo Maximiliano sonriendo.

Entonces preguntó Valentina, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?

¡Ah! dijo Maximiliano, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.

¿Queréis que me aleje?

¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.

¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.

¡Dios mío! exclamó Maximiliano consternado.

Sí, Maximiliano, tenéis razón dijo con melancolía Valentina; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.

Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.

Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.

¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?

No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?

Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?

No lo creo.

Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.

¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?

Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.

¿Y qué?

El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.

Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?

Pues…, que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.

Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.

¡Ah! ¡Dios mío! dijo, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.

¿Por qué?

Porque… no sé…, pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.

¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.

¡Oh!, esperad, Maximiliano dijo Valentina con triste sonrisa.

En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.

No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.

¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?

No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.

¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?

¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50 000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de SaintMerán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.

¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa! Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.

Pero, veamos dijo Morrel, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?

¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?

Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?

Valentina se estremeció.

¿A un amigo? dijo Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?

¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?

Sí, ¡oh!, sí.

¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.

¿Un hombre extraordinario?

Sí.

¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

Apenas hará unos ocho días.

¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.

Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.

¿Es adivino, por ventura? dijo sonriendo Valentina.

A fe mía dijo Maximiliano, casi estoy tentado por creer que adivina… sobre el bien.

¡Oh! dijo Valentina sonriendo tristemente, mostradme a ese

hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.

¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es…

¿Yo?

Sí.

¿Cómo se llama?

Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.

¡El conde de Montecristo!

El mismo.

¡Oh! exclamó Valentina, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.

¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.

¡Oh!, si supieseis, Maximilíano…, pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor de Montecristo está en su casa.

Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.

Yo dijo la joven, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.

¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.

De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! continuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.

Está bien, Valentina dijo Morrel dando un suspiro; no hablemos más de esto; no le diré nada.

¡Ay!, amigo mío dijo Valentina; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?

Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.

-¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca a imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.

Amigo mío dijo Valentina, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefoi t, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.

Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro dijo Maximiliano; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.

Ni la vuestra a mí tampoco repuso Valentina, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme…

Uno tengo dijo Maximiliano vacilando un poco; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.

Tanto peordijo Valentina sonriendo.

Y con todo prosiguió Morrel, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más ladeada.

Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.

Sí, desde que os conozco dijo Morrel sonriendo; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?

Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.

¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.

¡Oh, qué hermoso animal! exclamó Valentina. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?

En efecto, como veis, es un animal de gran valor dijo Maximiliano. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de ChateauRenaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo , ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confesarlo. Valentiná, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas… Ahora, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.

Querido Maximiliano dijo Valentina, sois demasiado fantástico… ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo…, un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra… ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?

¡Oh! ¡Valentina! dijo Maximiliano, no, la rendija de las tablas…, dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.

Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.

¡Ah…!, como gustéis, querida Valentina.

¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?

¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí…!

Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.

El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.

Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.

El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.

Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.

El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.

La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.

Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.

Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.

Valentina había resuelto el extraño problema .de comprender el pensamiento del anciáno y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.

Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.

De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:

Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.

El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.

Y estamos seguros continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción de que os agradará.

El anciano sejuía impasible, si bien no perdía una sola palabra.

Caballero repuso Villefort, casamos a Valentina.

Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.

La boda se efectuará dentro de tres semanas repuso Villefort.

Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.

La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:

Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.

El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:

Señor dijo, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.

Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.

Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.

Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:

Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.

Después volvió, pero ya no se sentó.

Este casamiento añadió la señora de Villefort es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.

Asesinato misterioso dijo Villefort, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.

Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.

Ahora, pues continuó Villefort, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d'Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.

Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.

Sí, comprendo respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.

Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.

Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.

Ahora, caballero dijo la señora de Villefort, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?

Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.

Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.

Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.

A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.

La señora de Villefort se mordió los labios.

¿Queréis que os envíe a Valentina? dijo.

Sí expresó el anciano al cerrar los ojos.

Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.

Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.

¡Oh!, buen papá exclamó, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?

Sí dijo cerrando los ojos.

¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí?

¡Contra mí! exclamó Valentina asombrada.

El anciano hizo señas de que sí.

¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? exdamó Valentina.

El anciano renovó las señas.

Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.

Yo no lo he visto hoy aún…, ¿te han contado algo de mí?

Sí dijo la mirada del anciano con viveza.

Veamos. ¡Dios mío!, lo juro…, abuelito… ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?

Sí.

¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado…? ¿Qué es…? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?

No, no dijo la mirada.

¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! y comenzó a reflexionar.

¡Ah!, ya caigo dijo bajando la voz y acercándose al anciano. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?

Sí replicó la mirada enojada.

Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!

No obstante, la mirada parecía decir:

No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.

¿Pues qué es? preguntó la joven, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?

No dijo el anciano.

¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?

Sí.

¿Por qué estás enojado, entonces?

Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.

Sí, comprendo dijo Valentina, porque me amas.

El anciano hizo señas de que sí.

¡Y temes que sea desgraciada!

Sí.

¿Tú no quieres al señor Franz?

Los ojos repitieron tres o cuatro veces:

No, no, no.

¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!

Sí.

¡Pues bien!, escucha dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.

Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.

Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?

Los ojos del anciano se humedecieron.

¡Pues bien! continuó Valentina, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.

Noirtier estaba cada vez más conmovido.

¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ere proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan fume!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de lo fuerza y de lo salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.

Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:

Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.

¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? dijo Valentina.

Sí.

Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.

¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!

Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!

Pues, señor dijo, recurramos al gran medio, soy una torpe.

Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.

¡Ah! dijo Valentina, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no…

Sí, sí, sí expresó el anciano.

¡Ah!, ¿conque es no?

Sí.

La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.

A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.

Notario dijo, ¿quieres un notario, abuelito?

Sí exclamó el paralítico.

¿Debe saberlo mi padre?

Sí.

¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?

Sí.

Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?

Sí.

La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.

¿Estás contento? dijo Valentina. Sí…, lo creo, bien…, ¡no era muy fácil de adivinar eso!

Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.

El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.

¿Qué queréis, caballero? preguntó al paralítico.

Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.

Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.

Sí dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.

¿Pedís un notario? repitió Villefort. ¿Para qué?

Noirtier no respondió.

¿Y para qué necesitáis un notario? preguntó de nuevo Villefort.

La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persísto en mi voluntad.

¿Para jugarnos alguna mala pasada? dijo Villefort; no podía saber…

Pero, en fin dijo Barroís, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.

Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.

Sí, quiero un notario dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:

Veamos si se me niega lo que pido.

Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.

No importa dijo Barrois, yo voy a buscarle; y el antiguo criado salió triunfante.

En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscureció y sus cejas se fruncieron.

Tomó una silla y se instaló en .el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.

Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.

Caballero dijo Villefort, después de los primeros saludos, os ha llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el use de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.

Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave a imperativa, que la joven respondió al momento:

Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.

Es cierto añadió Barrois, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.

Permitid, caballero, y vos también, señorita dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina; es éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.

El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.

Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.

Caballero dijo, la lengua que yo hablo con mi abuelo se pue

de aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?

Lo que el instrumento público requiere para ser válido respondió el notario; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.

Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.

La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.

¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? preguntó aquél.

Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.

¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?

Sí dijo de nuevo el paralítico.

¿Sois vos quien me ha mandado llamar?

Sí.

¿Para hacer vuestro testamento?

Sí.

¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?

El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.

¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? preguntó la joven, ¿y descansará vuestra conciencia?

Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.

Caballero dijo, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?

No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero respondió el notario; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?

Ya veis que ello es imposible dijo Villefort.

Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.

Caballero dijo la joven, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.

No respondió el anciano.

Probemos, pues dijo el notario, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?

El paralítico respondió que sí.

Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?

Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.

En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.

La letra t es la que pide el señor dijo el notario, está claro…

Esperad dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo, también ta, te…

El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.

Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.

Testamento señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.

Testamento exclamó el notario, es evidente que el señor quiere testar.

Sí respondió el anciano.

Esto es maravilloso, caballero dijo el notario a Villefort.

En efecto replicó, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.

¡No, no, no! protestó con los ojos el señor Noirtier.

¡Cómo! repuso el señor de Villefort. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?

No.

Caballero dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamen

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