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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 2)



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¡Ah! exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor; bien ves que no me ha olvidado, pues ya ha llegado.

Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:

¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!

Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su corazón.

De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.

¡Ah! dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez; no había reparado en que somos tres.

Volviéndose en seguida a Mercedes:

¿Quién es ese hombre? le preguntó.

Un hombre que será de aquí en adelante lo mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.

Está bien respondió Edmundo.

Y sin soltar a Mercedes, cuyas manos estrechaba con la izquierda, presentó con un movimiento cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder Fernando a este ademán amistoso, permaneció mudo a inmóvil como una estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas miradas le revelaron todo el misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.

Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un enemigo.

¡Un enemigo! exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su primo; ¿un enemigo en mi casa? A ser cierto, yo lo cogería del brazo y me iría a Marsella, abandonando esta casa para no volver a pisar sus umbrales.

La mirada de Fernando centelleó.

Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío continuó con aquella calma implacable que daba a conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra mente, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al cabo del Morgión para arrojarme de cabeza contra las rocas.

Fernando se puso lívido.

Pero te engañas, Edmundo prosiguió Mercedes. Aquí no hay enemigo alguno, sino mi primo Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo amigo.

Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán, quien, como fascinado por ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la mano.

Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo tocado la mano de Edmundo, conoció que había ya hecho todo lo que podía hacer, y se lanzó fuera de la casa.

¡Oh! exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos. ¡Oh! ¿Quién me librará de ese hombre? ¡Desgraciado de mí!

¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? dijo una voz.

El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con Danglars bajo el emparrado.

¡Eh! le dijo Caderousse. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes que no te queda tiempo para dar los buenos días a tus amigos?

Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena añadió Danglars.

Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.

Afligido parece dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla. ¿Nos habremos engañado, y se saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras previsiones?

¡Diantre! Es preciso averiguar esto contestó Caderousse; y volviéndose hacia el joven le gritó: Catalán, ¿te decides?

Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo el emparrado, cuya sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura, vigor en sus cansados miembros.

Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? dijo desplomándose sobre uno de los bancos que rodeaban la mesa.

Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar respondió Caderousse riendo. ¡Qué demonio! A los amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso de vino, sino también impedirles que se beban tres o cuatro vasos de agua.

Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre las manos.

¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? dijo Caderousse, entablando la conversación con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia, pues tienes todo el aire de un amante desdeñado.

Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.

¡Bah! replicó Danglars; un muchacho como éste no ha nacido para ser desgraciado en amores: tú te burlas, Caderousse.

Noreplicó éste, fíjate, ¡qué suspiros!… Vamos, vamos, Fernando, levanta la cabeza y respóndenos. No está bien que calles a las preguntas de quien se interesa por tu salud.

Estoy bien murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar la cabeza.

¡Ah!, ya lo ves, Danglars repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo. Lo que pasa es esto: que Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes, y uno de los mejores pescadores de Marsella, está enamorado de una linda muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha entrado hoy mismo en el puerto… ¿Me comprendes?

Que me muera, si lo entiendo respondió Danglars:

El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.

¡Y bien! ¿Qué más? dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que busca en quién descargar su cólera. Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien se le antoje?

¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo lijo Caderousse, eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que Fernando, sobre todo, es temible en la venganza.

Un enamorado nunca es temible repuso Fernando sonriendo.

¡Pobre muchacho! replicó Danglars fingiendo compadecer al joven. ¿Qué quieres? No esperaba, sin duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso.

Seguramente que no dices más que la verdad respondió Caderousse, que bebía al compás que hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto. Fernando no es el único que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars?

Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.

Pero no importa añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por duodécima vez con el suyo; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes… se sale con la suya.

Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.

¿Y cuándo es la boda? preguntó.

¡Oh!, todavía no ha sido fijada murmuró Fernando.

No, pero lo será -dijo Caderousse; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de El Faraón: ¿no opinas tú lo mismo, Danglars?

Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado por la borrachera.

¡Ea! -dijo llenando los vasos. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella catalana!

Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el suyo y lo arrojó con furia al suelo.

¡Vaya! exclamó Caderousse. ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira, Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el vino engaña mucho… Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano… ¡Dios me perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!

Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente.

¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? dijo.

Sí respondió éste con voz sorda. ¡Son Edmundo y Mercedes!

¡Digo! exclamó Caderousse. ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir.

¿Quieres callarte? dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han bebido mucho se disponía a interrumpirles. Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados. Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él.

Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a arrojarse sobre su rival, pues ya de pie tomaba una actitud siniestra, cuando Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y clavó en Fernando su brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir si Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento.

Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno embrutecido por la embriaguez y el otro dominado por los celos.

¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres murmuró, y casi tengo miedo de estar en su compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil que le acaban de quitar la novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los sicilianos y los calabreses que saben vengarse muy bien; tiene unos puños capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como la cuchilla del carnicero… Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será capitán y se burlará de nosotros como no… (una sonrisa siniestra apareció en los labios de Danglars), como no tercie yo en el asunto.

¡Hola! seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento. ¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los amigos, o lo has vuelto ya tan orgulloso que no quieres siquiera dirigirles la palabra?

No, mi querido Caderousse respondió Dantés; no soy orgulloso, sino feliz, y la felicidad ciega algunas veces más que el orgullo.

Enhorabuena, ya eso es decir algo replicó Caderousse. ¡Buenos días, señora Dantés!

Mercedes saludó gravemente.

Todavía no es ése mi apellido dijo, y en mi país es de mal agüero algunas veces el llamar a las muchachas con el nombre de su prometido antes que se casen. Llamadme Mercedes.

Es menester perdonar a este buen vecino añadió Dantés. Falta tan poco tiempo…

¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? -dijo Danglars saludando a los dos jóvenes.

Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en casa de mi padre, y mañana o pasado mañana a más tardar será la comida de boda, aquí, en La Reserva; los amigos asistirán a ella; lo que quiere decir que estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse.

¿Y Fernando? dijo Caderousse sonriendo con malicia; ¿Fernando lo está también?

El hermano de mi mujer lo es también mío respondió Edmundo, y con muchísima pena le veríamos lejos de nosotros en semejante momento.

Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no pudo articular una sola palabra.

¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!… ¡Diablo!, mucha prisa os dais, capitán.

Danglars repuso Edmundo sonriendo, dígo lo que Mercedes decía hace poco a Caderousse: no me deis ese título que aún no poseo, que podría ser de mal agüero para mí.

Dispensadme respondió Danglars. Decía, pues, que os dais demasiada prisa. ¡Qué diablo!, tiempo sobra: El Faraón no se volverá a dar a la mar hasta dentro de tres meses.

Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha sufrido mucho, apenas puede creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París.

¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés?

Sí.

Algún negocio, ¿no es así?

No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya comprenderéis que esto es sagrado. Sin embargo, tranquilizaos, no gastaré más tiempo que el de ida y vuelta.

Sí, sí, ya entiendo dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente baja: A París… Sin duda, para llevar alguna carta que el capitán le ha entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea… una excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el registro de El Faraón. Y volviéndose en seguida hacia Edmundo, que se alejaba: ¡Buen viaje! le gritó.

Gracias respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este movimiento con cierto ademán amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que se elevan al cielo.

Capítulo cuarto

Complot

Danglars siguió con la mirada a Edmundo y a Mercedes hasta que desaparecieron por uno de los ángulos del puerto de San Nicolás; y volviéndose en seguida vislumbró a Fernando que se arrojaba otra vez sobre su silla, pálido y desesperado, mientras que Caderousse entonaba una canción.

¡Ay, señor mío dijo Danglars a Fernando, creo que esa boda no le sienta bien a todo el mundo!

A mí me tiene desesperado respondió Fernando.

¿Amáis, pues, a Mercedes?

La adoro.

¿Hace mucho tiempo?

Desde que nos conocimos.

¿Y estáis ahí arrancándoos los cabellos en lugar de buscar remedio a vuestros pesares? ¡Qué diablo!, no creí que obrase de esa manera la gente de vuestro país.

¿Y qué queréis que haga? preguntó Fernando.

¿Qué sé yo? ¿Acaso tengo yo algo que ver con…? Paréceme que no soy yo, sino vos, el que está enamorado de Mercedes. «Buscad dice el Evangelio, y encontraréis.»

Yo había encontrado ya.

¿Cómo?

Quería asesinar al hombre, pero la mujer me ha dicho que si llegara a suceder tal cosa a su futuro, ella se mataría después.

¡Bah!, ¡bah!, esas cosas se dicen, pero no se hacen.

Vos no conocéis a Mercedes, amigo mío, es mujer que dice y hace.

« ¡Imbécil! murmuró para sí Danglars. ¿Qué me importa que ella muera o no, con tal que Dantés no sea capitán? »

Y antes que muera Mercedes moriría yo replicó Fernando con un acento que expresaba resolución irrevocable.

¡Eso sí que es amor! gritó Caderousse con una voz dominada cada vez más por la embriaguez. Eso sí que es amor, o yo no lo entiendo.

Veamos dijo Danglars; me parecéis un buen muchacho, y lléveme el diablo si no me dan ganas de sacaros de penas; pero…

Sí, sí dijo Caderousse, veamos.

Mira replicó Danglars, ya lo falta poco para emborracharte, de modo que acábate de beber la botella y lo estarás completamente. Bebe, y no lo metas en lo que nosotros hacemos. Porque para tomar parte en esta conversación es indispensable estar en su sano juicio.

¡Yo borracho exclamó Caderousse, yo! Si todavía me atrevería a beber cuatro de tus botellas, que por cierto son como frascos de agua de colonia… Y añadiendo el dicho al hecho, gritó: ¡Tío Pánfilo, más vino! Caderousse empezó a golpear fuertemente la mesa con su vaso.

¿Decíais?… replicó Fernando, esperando anheloso la continuación de la frase interrumpida.

¿Qué decía? Ya no me acuerdo. Ese borracho me ha hecho perder el hilo de mis ideas.

¡Borracho!, eso me gusta; ¡ay de los que no gustan del vino!, tienen algún mal pensamiento, y temen que el vino se lo haga revelar.

Y Caderousse se puso a cantar los últimos versos de una canción muy en boga por aquel entonces.

Los que beben agua sola

son hombres de mala ley,

y prueba es de ello… el diluvio de Noé.

Conque decíais replicó Fernando, que quisierais sacarme de penas; pero añadíais…

Sí, añadía que para sacaros de penas, basta con que Dantés no se case, y me parece que la boda puede impedirse sin que Dantés muera.

¡Oh!, sólo la muerte puede separarlos dijo Fernando.

Raciocináis como un pobre hombre, amigo mío exclamó CaderOusse; aquí tenéis a Danglars, pícaro redomado, que os probará en un santiamén que no sabéis una palabra. Pruébalo, Danglars, yo he respondido de ti, dile que no es necesario que Dantés muera. Por otro lado, muy triste sería que muriese Dantés; es un buen muchacho; le quiero mucho, mucho; ¡a tu salud, Dantés! ¡A tu salud!

Fernando se levantó dando muestras de impaciencia.

Dejadle dijo Danglars deteniendo al joven. ¿Quién le hace caso? Además, no va tan desencaminado: la ausencia separa a las personas casi mejor que la muerte. Suponed ahora que entre Edmundo y Mercedes se levantan de pronto los muros de una cárcel; estarán tan separados como si los dividiese la losa de una tumba.

Sí, pero saldrá de la cárcel dijo Caderousse, que con la sombra de juicio que aún le quedaba se mezclaba en la conversación; y cuando uno sale de la cárcel y se llama Edmundo Dantés, se venga.

¿Qué importa? murmuró Fernando.

Además replicó Caderousse, ¿por qué han de prender a Dantés si él no ha robado ni matado a nadie?…

Cállate dijo Danglars.

No quiero contestó Caderousse; lo que yo quiero que me digan es por qué habían de prender a Dantés; yo quiero mucho a Dantés; ¡a tu salud, Dantés, a tu salud!

Y se bebió otro vaso de vino.

Danglars observó en los ojos extraviados del sastre el progreso de la borrachera, y volviéndose hacia Fernando, le dijo:

¿Comprendéis ya que no habría necesidad de matarle?

Desde luego que no, si pudiéramos lograr que lo prendiesen. Pero ¿por qué medio…?

Como lo buscáramos bien dijo Danglars, ya se encontraría. Pero ¿en qué lío voy a meterme? ¿Acaso tengo yo algo que ver…?

Yo no sé si esto os interesa dijo Fernando cogiéndole por el brazo; pero lo que sí sé es que tenéis algún motivo de odio particular contra Dantés, porque el que odia no se engaña en los sentimientos de los demás.

¡Yo motivos de odio contra Dantés!, ninguno, ¡palabra de honor! Os vi desgraciado, y vuestra desgracia me conmovió; esto es todo. Pero desde el momento en que creéis que obro con miras interesadas, adiós, mi querido amigo, salid como podáis de ese atolladero.

Y Danglars hizo ademán de irse.

No dijo Fernando deteniéndole, quedaos. Poco me importa que odiéis o no a Dantés; pero yo sí le odio; lo confieso francamente. Decidme un medio y lo ejecuto al instante…, como no sea matarle, porque Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés.

Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars estúpidamente:

¡Matar a Dantés…! dijo ¿Quién habla de matar a Dantés?

¡No quiero que le maten… !, es mi amigo… esta mañana me ofreció su dinero…, del mismo modo que yo partí en otro tiempo el mío con él… ¡No quiero que maten a Dantés… ! , no… , no…

Y ¿quién habla de matarle, imbécil? replicó Danglars. Sólo se trata de una simple broma. Bebe a su salud añadió llenándole un vaso, y déjanos en paz.

Sí, sí, a la salud de Dantés dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso; a su salud… a su salud… a su…

Pero ¿el medio…?, ¿el medio? murmuró Fernando.

¿No lo habéis hallado aún?

No, vos os encargasteis de eso.

Es cierto repuso Danglars, los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan.

Improvisad, pues dijo Fernando con impaciencia.

Muchacho dijo Danglars, trae recado de escribir.

¡Recado de escribir! murmuró Fernando.

Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel?

¿Traes eso? exclamó Fernando a su vez.

En esa mesa hay recado de escribir respondió el mozo señalando una inmediata.

Tráelo.

El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores.

¡Cuando pienso observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel que con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola.

Ese tunante no está tan borracho como parece dijo Danglars. Echadle más vino, Fernando.

Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándole atentamente, hasta que le vio, casi vencido por ese nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa.

Conque… murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino.

Pues, señor, decía prosiguió Danglars, que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés tocando a Nápoles y en la isla de Elba, le denunciase alguien al procurador del rey como agente bonapartista…

Yo le denunciaré dijo vivamente el joven.

Sí, pero os harán firmar vuestra declaración, os carearán con el reo, y aunque yo os dé pruebas para sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día a otro tendrá que salir, y en el día en que salga, ¡desdichado de vos!

¡Oh! Sólo deseo una cosa dijo Fernando, y es que me venga a buscar.

Sí, pero Mercedes os aborrecerá si tocáis el pelo de la ropa a su adorado Edmundo.

Es verdad repuso Fernando.

Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simplemente, y escribir una denuncia con la mano izquierda para que no sea conocida la letra contestó Danglars; y esto diciendo, escribió con la mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya acostumbrada, los siguientes renglones, que Fernando leyó a media voz:

Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en PortoFerrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, prendiéndole, porque la carta se hallará sobre su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.

Está bien añadió Danglars. De este modo vuestra venganza tendría sentido común, y de lo contrario podría recaer sobre vos mismo, ¿entendéis? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre y Danglars hizo como decía: Al señor procurador del rey, y asunto concluido.

Sí, asunto concluido exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí, negocio concluido; pero sería una infamia.

Y alargó el brazo para coger la carta.

Por supuesto dijo Danglars, apartándole la mano, lo que digo no es más que una broma; y soy el primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba más…! y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos, y la tiró a un rincón.

¡Muy bien! exclamó Caderousse. Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño.

¿Quién diablos piensa en hacerle daño? A lo menos no seremos ni Fernando ni yo dijo Danglars levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo.

En tal caso replicó Caderousse, que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la bella Mercedes.

Bastante has bebido, ¡borracho! dijo Danglars; y como sigas bebiendo lo verás obligado a dormir aquí, porque seguramente no podrás tenerte en pie.

¡Yo! balbuceó Caderousse levantándose con la arrogancia del borracho; ¡yo no poder tenerme! ¿Apuestas algo a que me atrevo a subir al campanario de las Accoules derechito, sin dar traspiés?

Está bien dijo Danglars, hago la apuesta; pero la dejaremos para mañana. Ya es tiempo de que nos vayamos; dame el brazo.

Vamos allá dijo Caderousse; mas para andar no necesito de lo brazo. ¿Vienes, Fernando? ¿Vuelves a Marsella con nosotros?

No respondió Fernando; me vuelvo a los Catalanes.

Haces mal; ven con nosotros a Marsella.

Nada tengo que hacer en Marsella, y no quiero ir.

Bueno, bueno, no quieres, ¿eh? Pues haz lo que lo parezca: libertad para todos en todo. Ven, Danglars, y dejémosle que vuelva a los Catalanes, si así lo quiere.

Danglars aprovechó este instante de docilidad de Caderousse para llevarle hacia Marsella; pero para dejar a Fernando más a sus anchas, en vez de irse por el muelle de la RiveNeuve, echó por la puerta de SaintVictor. Caderousse le seguía tambaleándose, cogido de su brazo. Apenas anduvieron unos veinte pasos, Danglars volvió la cabeza tan a tiempo, que pudo ver al joven abalanzarse al papel, que guardó en su bolsillo, dirigiéndose en seguida hacia Pillon.

¡Calla! ¿Qué está haciendo? dijo Caderousse. Nos ha dicho que iba a los Catalanes, y se dirige a la ciudad. ¡Oye, Fernando, vas descaminado, oye!

Tú eres el que no ves bien dijo Danglars. ¡Si sigue derecho el camino de las Vieilles Infirmeries.. . !

Es cierto respondió Caderousse; pero hubiera jurado que iba por la derecha. Decididamente el vino es un traidor, que hace ver visiones.

Vamos, vamos murmuró Danglars, que la cosa marcha, y sólo cabe dejarla marchar.

Capítulo quinto

El banquete de boda

Amaneció un día magnífico: el tiempo estaba hermosísimo; el sol, puro y brillante, y sus primeros rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas.

La comida había sido preparada en el primer piso de La Reserva, cuyo emparrado ya conocemos. Se componía aquél de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera: de madera era también todo el edificio.

Si bien la comida estaba anunciada para las doce, desde las once de la mañana llenaban el balcón multitud de curiosos impacientes. Eran éstos los marineros privilegiados de El Faraón y algunos soldados amigos de Dantés. Todos se habían puesto de gala para honrar a los novios. Entre los convidados circulaba cierto murmullo ocasionado porque los consignatarios de El Faraón habían de honrar con su presencia la comida de boda del segundo. Era tan grande este honor, que nadie se atrevía a creerlo, hasta que Danglars, que llegaba con Caderousse, confirmó la noticia, porque aquella mañana había visto al señor Morrel, y le dijo que asistiría a la comida de La Reserva.

Efectivamente, un instante después Morrel entró en la sala y fue saludado por los marineros con un unánime viva y con aplausos. La presencia del naviero les confirmaba las voces que corrían de que Dantés iba a ser su capitán; y como todos aquellos valientes marineros le querían tanto, le daban gracias, porque pocas veces la elección de un jefe está en armonía con los deseos de los subordinados. No bien entró Morrel, cuando eligieron a Danglars y a Caderousse para que saliesen al encuentro de los novios, y les previniesen de la llegada del personaje que había producido tan viva sensación, para que se apresuraran a venir pronto. Danglars y Caderousse se marcharon en seguida pero a los cien pasos vieron que la comitiva se acercaba.

Esta se componía de cuatro jóvenes amigas de Mercedes, catalanas también, que acompañaban a la novia, a quien daba el brazo Edmundo. junto a la futura caminaba el padre de Dantés, y detrás de ellos venía Fernando con su siniestra sonrisa. Ni Mercedes ni Edmundo se dieron cuenta de esa sonrisa: los pobres muchachos eran tan felices que sólo pensaban en sí mismos, y no tenían ojos más que para aquel hermoso cielo que los bendecía.

Danglars y Caderousse cumplieron con su misión de embajadores, y dando después un fuerte apretón de manos a Edmundo, Danglars se fue a colocar al lado de Fernando, y Caderousse al del padre de Dantés, objeto de la atención general. El anciano vestía una casaca de tafetán, con grandes botones de acero tallados. Cubrían sus delgadas, aunque vigorosas piernas, unas medias de algodón que a la legua olían a contrabando inglés. De su sombrero apuntado pendían con pintoresca profusión cintas blancas y azules; se apoyaba en fin, en un nudoso bastón de madera, encorvado por el puño como el pedum antiguo. Parecía uno de esos figurones que adornaban en 1796 los jardines de Luxemburgo y de las Tullerías.

junto a él habíase colocado, como ya hemos dicho, Caderousse, a quien la esperanza de una buena comida acabó de reconciliar con los Dantés; Caderousse conservaba un vago recuerdo de lo que había sucedido el día anterior, como cuando al despertar por la mañana nos representa la imaginación el sueño que hemos tenido por la noche.

Al acercarse Danglars a Fernando, dirigió una mirada penetrante al amante desdeñado. Este, que caminaba detrás de los novios, completamente olvidado de Mercedes, que con ese egoísmo sublime del amor sólo pensaba en Edmundo; Fernando, repetimos, pálido y sombrío, de vez en cuando dirigía una mirada a Marsella, y entonces un temblor convulsivo se apoderaba de sus miembros. Parecía como si esperase, o más bien previese algún acontecimiento.

Dantés vestía con elegante sencillez, como perteneciente a la marina mercante; su traje participaba del uniforme militar y del traje civil; y con él y con la alegría y gentileza de la novia, parecía más alegre y más bonita.

Mercedes estaba tan hermosa como una griega de Chipre o de Ceos, de ojos de ébano y labios de coral. Su andar gracioso y desenvuelto parecía de andaluza o de arlesiana. Una joven cortesana quizás hubiera procurado disimular su alegría; pero Mercedes miraba a todos sonriéndose, como si con aquella sonrisa y aquellas miradas les dijese: «Puesto que sois mis amigos, alegraos como yo, porque soy muy dichosa. »

Tan pronto como fueron divisados los novios desde La Reserva, salió el señor Morrel a su encuentro, seguido de los marineros y de los soldados, a los cuales renovó la promesa de que Dantés sucedería al capitán Leclerc. Al verle Edmundo dejó el brazo de su novia, y tomó el del naviero que con la joven dieron la señal subiendo los primeros la escalera de madera que conducía a la sala del banquete.

Padre mío dijo Mercedes deteniéndose junto a la mesa, vos a mi derecha, os lo ruego. A mi izquierda pondré al que me ha servido de hermano añadió con una dulzura que penetró como la punta de un puñal hasta lo más profundo del corazón de Fernando. Sus labios palidecieron, y bajo el matiz de su rostro fue fácil distinguir cómo se retiraba poco a poco la sangre para agolparse al corazón.

Dantés había hecho entretanto lo mismo con Morrel, colocándole a su derecha, y con Danglars, que colocó a su izquierda, haciendo en seguida señas con la mano a todos para que se colocaran a su gusto. Ya corrían de mano en mano por toda la mesa los salchichones de Arlés, las brillantes langostas, las sabrosas ostras del Norte, los exquisitos mariscos envueltos en su áspera concha, como la castaña en su erizo, y las almejas que las gentes meridionales prefieren a las anchoas; en fin, toda esa multitud de entremeses delicados que arrojan las olas a la arenosa playa, y los pescadores designan con el nombre genérico de frutos de mar.

¡Qué silencio! dijo el anciano saboreando un vaso de vino amarillo como el topacio, que el tío Pánfilo acababa de traer a Mercedes. ¿Quién diría que hay aquí treinta personas que sólo desean hablar?

¡Bah!, un marido no siempre está alegre dijo Caderousse.

El caso es dijo Dantés, que soy en este momento demasiado feliz para estar alegre.

Tenéis razón, vecino; la alegría causa a veces una sensación extraña, que oprime el corazón casi tanto como el dolor.

Danglars observaba a Edmundo, cuyo espíritu impresionable absorbía y devolvía toda emoción.

Qué le dijo, ¿teméis algo? Me parece que todo marcha según vuestros deseos.

Justamente es eso lo que me espanta respondió Dantés, paréceme que el hombre no ha nacido para ser feliz con tanta facilidad. La dicha es como esos palacios de las islas encantadas, cuyas puertas guardan formidables dragones; preciso es combatir para conquistar, y yo, a la verdad, no sé que haya merecido la dicha de ser marido de Mercedes.

¡Marido! ¡Marido! dijo Caderousse riendo; aún no, mi capitán. Haz de marido un poco, y ya verás la que se arma.

Mercedes se ruborizó.

Fernando estaba muy agitado en su silla, estremeciéndose al menor ruido, y limpiándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente como las primeras gotas de una lluvia de tormenta.

A fe mía, vecino Caderousse dijo Dantés, que no vale la pena que me desmintáis por tan poca cosa. Mercedes no es aún mi mujer, tenéis razón y sacó su reloj; pero dentro de hora y media lo será.

Los presentes profirieron un grito de sorpresa, excepto el padre de Dantés, cuya sonrisa dejaba ver una fila de dientes bien conservados. Mercedes sonrióse sin ruborizarse, y Fernando apretó convulsivamente el mango de su cuchillo.

¡Dentro de hora y medía! dijo Danglars, palideciendo también, ¿cómo es eso?

Sí, amigos míos respondió Dantés; gracias al señor Morrel, al hombre a quien debo más en el mundo después de mi padre, todos los obstáculos se han allanado; hemos obtenido dispensa de las amonestaciones, y a las dos y media el alcalde de Marsella nos espera en el Ayuntamiento. Por lo tanto, como acaba de dar la una y cuarto, creo no haberme engañado mucho al decir que dentro de una hora y treinta minutos, Mercedes se llamará la señora Dantés.

Fernando cerró los ojos; una nube de fuego le abrasaba los párpados; apoyóse sobre la mesa, y a pesar de todos sus esfuerzos no pudo contener un sordo gemido, que se perdió en el rumor causado por las risas y por las felicitaciones de la concurrencia.

A eso le llamo yo ser activo dijo el padre de Dantés. Ayer llegó y hoy se casa…, nadie gana a los marinos en actividad.

Pero ¿y las formalidades? preguntó tímidamente Danglars- ¿el contrato… ?

El contrato le interrumpió Dantés riendo, el contrato está ya hecho. Mercedes no tiene nada, yo tampoco; nos casamos en iguales condiciones; conque ya se os alcanzará que ni se habrá tardado en escribir el contrato, ni costará mucho dinero.

Esta broma excitó una nueva explosión de alegría y de enhorabuenas.

Conque, es decir, que ésta es la comida de bodas dijo Danglars.

No repuso Dantés, no la perderéis por eso, podéis estar tranquilos. Mañana parto para París: cuatro días de ida, cuatro de vuelta y uno para desempeñar puntualmente la misión de que estoy encargado; el primero de marzo estoy ya aquí; el verdadero banquete de bodas se aplaza para el 2 de marzo.

La promesa de un nuevo banquete aumentó la alegría hasta tal punto, que el padre de Dantés, que al principio de la comida se quejaba del silencio, hacía ahora vanos esfuerzos para expresar sus deseos de que Dios hiciera felices a los esposos.

Dantés adivinó el pensamiento de su padre, y se lo pagó con una sonrisa llena de amor. Mercedes entretanto miraba 1a hora en el reloj de la sala, haciendo picarescamente cierta señal a Edmundo. Reinaba en la mesa esa alegría ruidosa y esa libertad individual que siempre se toman las personas de clase inferior al fin de la comida. Los que no estaban contentos en sus sitios, se habían levantado para ocupar otros nuevos.

Todos empezaban ya a hablar en confusión, y nadie respondía a su interlocutor, sino a sus propios pensamientos.

La palidez de Fernando se comunicaba por minutos a Danglars. Aquél, sobre todo, parecía presa de mil tormentos horribles. Había sido de los primeros en levantarse y se paseaba por la sala, procurando apartar su oído de la algazara, de las canciones y del choque de los vasos.

Acercóse a él Caderousse en el momento en que Danglars, de quien parecía huir, acababa de reunírsele en un ángulo de la sala.

En verdad dijo Caderousse, a quien la amabilidad de Dantés, y sobre todo el vino del tío Pánfilo, habían hecho olvidar enteramente el odio que inspiró la repentina felicidad de Edmundo; en verdad que Dantés es un guapo mozo, y cuando le veo sentado junto a su novia, digo para mí, que hubiera sido una lástima jugarle la mala pasada que intentabais ayer.

Pero ya has visto respondió Danglars que aquello no pasó de una conversación. Ese pobre Fernando estaba ayer tan fuera de sí, que me causó lástima al principio; pero, desde que decidió asistir a la boda de su rival, no hay ya temor alguno.

Caderousse miró entonces a Fernando, que estaba lívido.

El sacrificio es tanto mayor prosiguió Danglars cuanto que la muchacha es de perlas. ¡Diantre!, miren si es dichoso mi futuro capitán. Quisiera llamarme Dantés, no más que por doce horas.

¿Vámonos? dijo en este punto con dulce voz Mercedes; acaban de dar las dos, a las dos y cuarto nos esperan.

Sí, sí contestó Dantés levantándose inmediatamente.

Vamos repitieron a coro todos los convidados.

Fernando estaba sentado en el antepecho de la ventana, y Danglars, que no le perdía de vista un momento, le vio observar a Dantés con inquieta mirada, levantarse como por un movimiento convulsivo, y volver a desplomarse en el sitio donde se hallaba antes.

Oyóse en aquel momento un ruido sordo, como de pasos recios, voces confusas y armas, ahogando las exclamaciones de los convidados a imponiendo a toda la asamblea el silencio del estupor. El ruido se oyó más cerca: en la puerta resonaron tres golpes…; cada cual miraba a su alrededor con asombro.

¡En nombre de la ley! gritó una voz sonora.

La puerta se abrió al punto, dando paso a un comisario con su faja y a cuatro soldados y un cabo. Con esto, a la inquietud sucedió el terror.

¿Qué se ofrece? preguntó Morrel avanzando hacia el comisario, a quien conocía;sin duda venís equivocado.

Si ha sido así, señor Morrel respondió el comisario, creed que pronto se deshará la equivocación. Entretanto, y por muy sensible que me sea, debo cumplir con la orden que tengo. ¿Quién de vosotros, señores, se llama Edmundo Dantés?

Las miradas de todos se volvieron hacia el joven, que muy conmovido, aunque conservando toda su dignidad, dio un paso hacia delante y respondió:

Yo soy, caballero, ¿qué me queréis?

Edmundo Dantés repuso el comisario, en nombre de la ley, daos preso.

¡Preso yo! dijo Edmundo, cuyo rostro se cubrió de una leve palidez. ¡Preso yo!, pero ¿por qué?

Lo ignoro, caballero. Ya lo sabréis en el primer interrogatorio a que seréis sometido.

El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse: un comisario con su faja no es ya un hombre, es la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precipitó hacia el comisario: hay ciertas cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se conmovió.

Tranquilizaos, caballero le dijo, quizá se habrá olvidado vuestro hijo de algunos de los requisitos que exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le pondrán en libertad.

¿Qué significa esto? preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que aparentaba sorpresa.

¿Qué sé yo? respondió Danglars; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello.

Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero éste había desaparecido.

Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria.

¡Oh! dijo con voz ronca, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto.

Ya viste que rompí aquel papel balbució Danglars.

-No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.

¡Calla! Tú estabas borracho.

¿Qué es de Fernando?

¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.

Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:

Tranquilizaos, pronto se reparará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.

¡Oh!, seguramente dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo principal.

Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el carruaje tomó el camino de Marsella.

¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.

El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:

¡Hasta la vista, Mercedes!

Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.

Esperadme aquí dijo el naviero; voy a tomar el primer carruaje que encuentre: corro a Marsella, y os traeré noticias suyas.

Sí, sí, id exclamaron todos a un tiempo; id, y volved pronto.

A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos uno de otro.

En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla. La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquélla donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.

Ha sido él dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.

Creo que no respondió Danglars; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.

Y del que se lo aconsejó repuso Caderousse.

¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice…

Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como ésta.

Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.

Y vos, Danglars dijo una voz, ¿qué pensáis de este acontecimiento?

Yo respondió Danglars creo que traería algo de contrabando en El Faraón

Pero si así fuera, vos lo sabríais, Danglars; ¿no sois vos el responsable?

Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.

¡Oh!, ahora recuerdo murmuró el pobre anciano al oír esto, ahora recuerdo… Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

Ya lo veis dijo Danglars, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado El Faraón y lo habrán descubierto. .

Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

¡Esperanza! repitió Danglars.

¡Esperanza! murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

¡Señores! gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas; señores, un carruaje… ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

¿Qué hay? exclamaron todos a un tiempo.

¡Ay!, amigos míos respondió Morrel moviendo la cabeza, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos…

Señor exclamó Mercedes, ¡es inocente!

Lo creo respondió Morrel; pero le acusan…

¿De qué? preguntó el viejo Dantés.

De agente bonapartista.

Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

¡Oh! murmuró Caderousse, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

¡Calla, infeliz! exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién lo dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en PortoFerrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le defiendan, pasarán por cómplices suyos.

Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

Esperemos, pues murmuró.

Sí, esperemos dijo Danglars; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.

Sí, ven dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado; ven, y dejemos que salgan como puedan de ese atolladero.

Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán al anciano casi desmayado.

En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista.

¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones. ¿Lo hubierais vos creído?

¡Diantre! exclamó Danglars, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso.

Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?

Líbreme Dios de ello, señor Morrel dijo en voz baja Danglars; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.

¡Bien! Danglars, ¡bien! contestó el naviero, sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del Faraón.

Pues ¿cómo…?

Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad.

¿Y qué os respondió?

Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también.

¡Hipócrita! murmuró Danglars.

¡Pobrecillo! dijo Caderousse,era un muchacho excelente.

Sí, pero entretanto indicó el señor Morrel, tenemos al Faraón sin capitán.

¡Oh! dijo Danglars, bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que para entonces ya estará libre Dantés.

Sí, pero mientras tanto…

¡Mientras tanto…, aquí me tenéis, señor Morrel! dijo Danglars. Bien sabéis que conozco el manejo de un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la prisión volverá a su puesto, yo al mío, y pax Christi.

Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de la tripulación.

Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo?

Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso. Bien sé que es un realista furioso; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le creo de muy mal corazón.

No repuso Danglars; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces…

En fin repuso Morrel suspirando, allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida.

Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia.

Ya ves el sesgo que va tomando el asunto dijo Danglars a Caderousse; ¿piensas todavía en defender a Dantés?

No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma.

¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto.

No, no dijo Caderousse; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí.

¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra.

Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?

¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya lo dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear.

Lo mismo da replicó Caderousse. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo menos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars.

En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad.

¡Amén! dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos.

¡Magnífico! murmuró Danglars, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre… Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés… ¡Oh…!, no añadió, sonriendo con satisfacción, la justicia es la justicia, y en ella confío.

Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del Faraón, adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel.

Capítulo sexto

El sustituto del procurador del rey

En la calle de GrandCours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.

Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.

Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.

El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.

Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de SaintMeran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético.

Ya confesarían de plano si estuviesen aquí dijo la marquesa de SaintMeran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort?

¿Qué decís…, señora marquesa…? respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta. Perdonadme, no atendía a la conversación.

Dejad a esos jóvenes, marquesa replicó el viejo que había brindado. Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política.

Dispensadme, mamá dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules. Os devuelvo al señor de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba…

Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.

Estáis dispensada, Renata dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su rostro áspero y seco; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado al amor de madre.

Estáis perdonada… Ahora oíd, Villefort: dije que los bonapartistas no tenían ni nuestra convicción, ni nuestro entusiasmo, ni nuestro desinterés.

¡Oh, señora! Por lo menos tienen algo que reemplace a eso: el fanatismo. Napoleón es el Mahoma de Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.

¡De la igualdad! exclamó la marquesa. ¡Napoleón, tipo de la igualdad! Y entonces, ¿qué es el señor de Robespierre? Creo que le quitáis de su lugar para colocar en él al corso; bastábale con su usurpación.

No, señora repuso Villefort, dejo a cada cual en su puesto: a Robespierre en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de Vendôme sobre su columna; con la diferencia de que el uno ha creado la igualdad que abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono. Pero eso no impide añadió Villefort riendo que los dos sean unos infames revolucionarios, y que el 9 de Termidor y el 4 de abril de 1814 sean dos días felices para Francia, y dignos de ser igualmente celebrados por los amigos del orden y de la monarquía; pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los suyos.

¿Sabéis, Víllefort, que lo que estáis diciendo presenta un matiz algo revolucionario? Pero os perdono: le es imposible a un hijo de un girondino no conservar cierto apego al terror.

Villefort, sonrojándose, repuso:

Es cierto que mi padre era girondino, señora, es verdad; pero mi padre no votó la muerte del rey; estuvo proscrito por ese mismo terror que os proscribía, y poco le faltó para perder la cabeza en el mismo cadalso en que la perdió vuestro padre.

Sí dijo la marquesa, sin alterarse por este horrible recuerdo; con la diferencia que hubieran alcanzado un mismo fin por diferentes medios, como lo demuestra el que toda mi familia haya permanecido siempre unida a los príncipes desterrados, mientras que vuestro padre ha tenido a bien unirse al nuevo gobierno, y tras haber sido girondino el ciudadano Noirtier, el conde Noirtier se haya hecho senador.

¡Mamá! ¡Mamá! balbució Renata. Bien sabéis que hemos convenido en no renovar tristes recuerdos.

Señora respondió Villefort, uno mis ruegos con los de la señorita de SaintMeran para que olvidéis lo pasado. ¿A qué echarnos unos a otros en cara cosas que el mismo Dios no puede impedir? Porque Dios puede cambiar el porvenir, mas no el pasado. Lo que nosotros, los hombres, podemos solamente es cubrirlo con un velo. ¡Pues bien!, yo me he separado no solamente de la opinión, sino del nombre de mi padre. Mi padre ha sido o es aún bonapartista, y se llama Noirtier; yo soy realista y me llamo de Villefort. Dejad que en el caduco tronco se seque un resto de savia revolucionaria, y no miréis, señora sino al retoño que se separa de este mismo tronco, sin poder, y acaso diga… sin querer separarse enteramente.

¡Muy bien, Villefort! dijo el marqués, ¡muy bien! ¡Buena respuesta! Yo suplico continuamente a la marquesa que olvide lo pasado, sin poder conseguirlo: veremos si vos sois más afortunado.

Sí, está bien respondió la marquesa; olvidemos lo pasado; no deseo otra cosa; mas, por lo menos, que Villefort sea inflexible en adelante. No os olvidéis de que hemos respondido de vos a S. M.; que S. M. ha tenido a bien olvidarlo todo, de la misma manera que yo lo hago accediendo a vuestra súplica. Pero si cayese en vuestras manos un conspirador, cuenta con lo que hacéis, porque habéis de daros cuenta de que se os vigila muy particularmente, por pertenecer a una familia que puede estar relacionada con los conspiradores.

¡Ay, señora! dijo Villefort; mi profesión, y sobre todo los tiempos en que vivimos me obligan a ser muy severo. Pues bien, lo seré. He tenido que sostener algunas acusaciones políticas, y estoy ya como quien dice probado. Por desgracia, todavía no hemos concluido.

Pues ¿cómo? dijo la marquesa.

Tengo temores casi ciertos. Napoleón en la isla de Elba no está muy lejos de Francia; su presencia casi a vista de nuestras costas sostiene la esperanza de sus partidarios. Marsella está llena de oficiales sin colocación, que disputan todos los días con los realistas, de lo cual resultan duelos entre personas de clase elevada, asesinatos entre el vulgo.

A propósito dijo el conde de Salvieux, antiguo amigo del señor de SaintMeran y chambelán del conde de Artois; ¿ignoráis que la Santa Alianza desaloja a Napoleón de donde está?

Sí, cuando salimos de París no se hablaba de otra cosa respondió el señor de SaintMeran. ¿Y adónde le envían?

A Santa Elena.

¿A Santa Elena? ¿Y eso qué es? preguntó la marquesa.

Una isla situada a dos mil leguas de aquí, más allá del Ecuador respondió el conde.

Gran locura era en verdad, como dice Villefort, dejar a semejante hombre entre Córcega, donde ha nacido, entre Nápoles, donde aún reina su cuñado, y enfrente de Italia, de la que iba a formar un reino para su hijo.

Por desgracia dijo Villefort, los tratados de 1814 impiden que se toque ni aun el pelo de la ropa de Napoleón.

Pues se faltará a esos tratados repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al desgraciado duque le Enghien?

Sí añadió la marquesa, está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus agentes inflexibles; único medio de impedir el mal.

Desgraciadamente, señora dijo Villefort sonriendo, un sustituto del procurador del rey acude siempre cuando el mal está hecho.

Entonces su deber es repararlo.

También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo.

¡Oh, señor de Villefort! dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de SaintMeran; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa.

¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita respondió el sustituto, porque en lugar de una tragedia fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se presentase la ocasión, ya os avisaré.

¡Nos hace temblar…, y se ríe! dijo Renata palideciendo.

¿Qué queréis? replicó Villefort; esto es como si dijéramos… un desafío… Por mi parte he pedido ya cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos… ¿Quién sabe cuántos puñales se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí?

¡Oh, Dios mío! dijo Renata cada vez más espantada; ¿habláis en serio, señor de Villefort?

Lo más serio posible replicó el joven magistrado sonriéndose. Y con los procesos que desea esta señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia… La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.

Renata profirió una exclamación.

Eso es saber hablar dijo uno de los invitados.

Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos añadió otro.

Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort indicó un tercero fue cuando… esa última causa…, ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo.

¡Oh…!, para los parricidas no debe haber perdón dijo Renata; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos…

¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata exclamó la marquesa, porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!

También admito eso, señor Villefort repuso Renata, si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo.

Descuidad dijo Villefort con una sonrisa muy tierna, sentenciaremos juntos.

Hija míadijo la marquesa, atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina.. .

Cedant arma togae añadió Villefort inclinándose.

No me atrevía a hablar en latín prosiguió la marquesa.

Me parece que estaría más contenta si fueseis médico replicó Renata. El ángel exterminador, aunque ángel, me asusta mucho.

¡Qué buena sois! murmuró Villefort con una mirada amorosa.

Hija mía añadió el marqués, el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El cargo no puede ser más honroso.

Y así hará olvidar el que ejerció su padre añadió la incorregible marquesa.

Señora repuso Villefort con triste sonrisa, ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión.

Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados, como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo.

Exactamente, querido Villefort repuso el conde de Salvieux, eso mismo decía yo anteayer en las Tullerías al ministro que se admiraba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Villefort (reparad que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de pertenecer en cuerpo y alma a mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la marquesa de SaintMeran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo ellos consultado y pedido mi autorización.»

¿Eso dijo el rey? exclamó Villefort lleno de gozo.

Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M. cuando le habló de esta boda hace seis meses.

Es verdad añadió el marqués.

¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio?

Así me gusta añadió la marquesa. Vengan ahora conspiradores y ya verán…

Yo, madre mía dijo al punto Renata, ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila.

Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada repuso Villefort sonriendo. Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario esos males agudos cuya curación honra.

En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto, excusándose, y regresó poco después lleno de alegría.

Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Villefort, con sus ojos azules, su pálida tez y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios, como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición.

A propósito, señorita dijo al fin Villefort, ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas.

¿Y para qué? le preguntó la joven un tanto inquieta.

¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está in extremis. La enfermedad es tan grave que quizá termine en el cadalso.

¡Dios mío! exclamó Renata palideciendo.

¿De veras? dijeron a coro todos los presentes.

Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista.

¿Será posible? exclamó la marquesa.

He aquí lo que dice la delación y leyó Villefort en voz alta: «Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en PortoFerrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

»Fácilmente se tendrá la prueba de su delito, prendiéndole, porque la carta se hallará en su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.»

Pero esta carta dijo Renata, además de ser un anónimo, no se dirige a vos, sino al procurador del rey.

Sí, pero con la ausencia del procurador, el secretario que abre sus cartas abrió ésta, mandóme buscar, y como no me encontrasen, dispuso inmediatamente el arresto del culpable.

¿De modo que está preso el culpable? preguntó la marquesa.

Decid mejor el acusado repuso Renata.

Sí, señora, y conforme a lo que hace unos instantes tuve el honor de deciros, si damos con la carta consabida, el enfermo no tiene cura.

¿Y dónde está ese desdichado? le preguntó Renata.

En mi casa.

Pues corred, amigo mío dijo el marqués. No descuidéis por nuestra causa el servicio de S. M.

¡Oh, Villefort! balbució Renata juntando las manos. ¡Indulgencia! Hoy es el día de nuestra boda.

Villefort dio una vuelta a la mesa, y apoyándose en el respaldo de la silla de la joven, le dijo:

Por no disgustaros, haré cuanto me sea posible, querida Renata; pero si no mienten las señas, si es cierta la acusación, me veré obligado a cortar esa mala hierba bonapartista.

Estremecióse Renata al oír la palabra cortar, porque la hierba en cuestión tenía una cabeza sobre los hombros.

¡Bah! dijo la marquesa, no os preocupéis por esa niña, Villefort; ya se irá acostumbrando.

Diciendo esto, presentó al sustituto una mano descarnada, que él besó, aunque con los ojos clavados en Renata, como si le dijese:

"Vuestra mano es la que beso…, o la que quisiera besar ahora".

¡Mal agüero! murmuró Renata.

¿Qué bobadas son ésas? le contestó su madre. ¿Qué tiene que ver la salud del Estado con vuestro sentimentalismo ni con vuestras manías?

¡Oh, madre mía! murmuró Renata.

Disculpad a esa mala realista, señora marquesa dijo Villefort. Yo, en cambio, os prometo cumplir mis obligaciones de sustituto de procurador del rey a conciencia, es decir, con atroz severidad.

Pero al decir estas palabras, las miradas que a hurtadillas dirigía a su novia decíanle a ésta:

«Tranquilizaos, Renata: por vuestro amor seré indulgente.»

Renata pagóle estas miradas con una tan dulce sonrisa, que Villefort salió de la estancia lleno de alborozo.

Capítulo séptimo

El interrogatorio

Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.

Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Gerardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de SaintMeran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escudos, que con las esperanzas palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.

El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de justicia:

Ya me tenéis aquí le dijo He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referidme ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.

De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un legajo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos encontrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido quizás en la de guerra?

No, señor. ¡Si es muy joven!

¿Qué edad tiene?

Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

¡Ah!, señor de Villefort exclamó el buen hombre al ver al sustituto. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

Ya lo sé, caballero respondió Villefort; y ahora voy a tomarle declaración.

¡Oh, caballero! prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35
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