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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 23)



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Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.

Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.

Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían hecho enemigos suyos.

El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a ella.

Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.

No murmuró, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propalado a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse…

¿Y para qué quería enterarse? prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío, misterioso a inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto entre él y yo.

Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que pertenecía la mano que los había trazado.

En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de sus amos.

Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad, desaparecían casi bajo las lágrimas.

¡Oh, caballero! dijo; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a morirme!

Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.

Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.

Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.

¡Oh, Dios mío!, señora preguntó, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de SaintMerán?

El señor de SaintMerán ha muerto dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de estupor.

Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:

¡Muerto! murmuró, ¡muerto…, así…, súbitamente!

Hace ocho días continuó la señora de SaintMerán, subimos juntos al carruaje después de comer. El señor SaintMerán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural; sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de SaintMerán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su cadáver llegué a Aix.

Villefort quedó estupefacto.

¿Y llamasteis a un médico, seguramente?

En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.

Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.

¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.

¿Y entonces, qué hicisteis?

El señor de SaintMerán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.

¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! dijo Villefort; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe…, y a vuestra edad!

Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos. Quiero verla.

Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.

Al instante, caballero, al instante, os lo suplico dijo la anciana.

Villefort tomó del brazo a la señora de SaintMerán y la condujo a su habitación.

Descansad dijo, madre mía.

La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.

Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un instante de su lado para herir a otro anciano.

Mientras la señora de SaintMerán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler,

y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.

Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:

¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?

Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina dijo el señor de Villefort.

¿Y mi abuelo? preguntó la joven temblando.

El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.

Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sostenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:

¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.

Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tristeza como un velo negro al resto de los convidados.

Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.

El señor Noirtier desea veros esta noche dijo en voz baja.

Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita dijo Valentina.

Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces era la señora de SaintMerán.

Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.

Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:

Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra suegra.

La señora de SaintMerán la oyó.

Sí, sí dijo a Valentina también al oído que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.

Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.

Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se informase.

A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.

¡Ay!, señor dijo Barrois, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de SaintMerán ha llegado y su marido ha muerto.

El señor de SaintMerán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.

Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o pensativo, y después cerró un ojo solo.

¿La señorita Valentina? dijo Barrois.

Noirtier hizo señas afirmativas.

Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos con su precioso vestido.

Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.

Sí, ¿queréis verla?

El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.

Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?

Sí respondió el paralítico.

Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.

Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de SaintMerán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.

Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un vaso.

Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de la marquesa.

Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.

El anciano insistía con su mirada.

Sí, sí dijo Valentina, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?

El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.

¡Ay! repuso Valentina, a no ser así, ¿qué sería de mí ?

Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.

Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la

cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.

¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de agitación.

No, hija mía, no dijo la señora de SaintMerán; pero esperaba con impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a lo padre.

¿A mi padre? preguntó Valentina con inquietud.

Sí, quiero hablarle.

Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después entró Villefort.

Caballero dijo la señora de SaintMerán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de faltar tiempo, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?

Sí, señora respondió Villefort, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.

¿Vuestro yerno es el señor Franz d'Epinay?

Sí, señora.

¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?

Ese mismo.

¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?

Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre dijo Villefort; el señor d'Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al menos.

¿Es un buen partido?

Bajo todos los conceptos.

¿El joven…?

Goza de general consideración.

¿Es decoroso?

Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.

Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.

¡Y bien!, caballero dijo tras unos minutos de reflexión la señora de SaintMerán, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.

¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.

Yo sé lo que me digo repuso la marquesa; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.

¡Ah!, señora dijo Villefort, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había perdido a la suya?

Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.

Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.

Se hará como deseáis, señora dijo Villefort, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d'Epinay a París…

Mamá dijo Valentina, las murmuraciones, el luto reciente…, ¿queréis, en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?

Hija mía interrumpió vivamente la abuela, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.

¡Siempre esa idea de muerte!, señorareplicó Villefort.

¡Siempre…! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero conocerle, en fin, sí! prosiguió la anciana con una expresión espantosa, para venir a buscarle desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.

Señora dijo Villefort, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que casi rayan en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.

¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! dijo Valentina.

Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.

Valentina lanzó un grito.

Era la fiebre que os agitaba dijo Villefort.

Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.

¡Oh, abuelita, era un sueño!

No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.

¿Pero no visteis a nadie?

Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?

¡Oh, señora! dijo Villefort aterrado, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar…

¡Jamás, jamás, jamás! dijo la marquesa. ¿Cuándo vuelve el señor d'Epinay?

Le estamos esperando de un momento a otro.

Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos. Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.

¡Oh, madre mía! murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!

¡Un médico! dijo la abuela encogiéndose de hombros, no sufro; tengo sed.

¿Qué bebéis, abuelita?

Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.

Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.

La marquesa se bebió la naranjada.

En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:

¡Un notario! ¡Un notario!

El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.

La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la señora de SaintMerán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.

Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de ChateauRenaud; pero Morrel era de origen plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de SaintMerán para con todos los que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces todo se habría perdido.

Así transcurrieron dos horas. La señora de SaintMerán dormía con un sueño agitado y febril.

En este momento anunciaron al notario.

Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de SaintMerán se incorporó en la cama.

¡El notario! dijo, ¡que venga! ¡Venga!

El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.

Vete, Valentina dijo la señora de SaintMerán, y déjame con el señor.

Pero, madre mía…

Anda, anda.

La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.

En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.

Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la vida de su hija.

¡Oh! dijo Valentina, querido señor de Avrigny, os esperábamos con impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?

Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.

El señor de Avrigny se sonrió tristemente.

Luisa, muy bien dijo; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según creo dijo No será vuestro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra imaginación a los placeres del campo.

Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.

No dijo, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha sucedido.

No sé nada respondió el señor Avrigny.

¡Ay! dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas, ¡mi abuelo ha muerto!

¿El señor de SaintMerán?

Sí.

¿De repente?

De un ataque de apoplejía fulminante.

¿De una apoplejía? repitió el médico.

Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.

¿Dónde está?

En su cuarto, con el notario.

¿Y el señor Noirtier?

Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.

Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?

Sí dijo Valentina suspirando, él me ama mucho.

¿Quién no os amaría?

Valentina se sonrió tristemente.

¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?

Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.

Es singular dijo el doctor, yo no sabía que la señora de SaintMerán estuviera sujeta a esas alucinaciones.

Es la primera vez que la he visto así dijo Valentina, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.

Vamos a ver dijo el señor de Avrigny, me parece muy extraño todo lo que me estáis diciendo.

El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.

Subid dijo al doctor.

¿Y vos?

¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y como decís, yo misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.

El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.

No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.

Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.

Entonces esta voz llegó más caramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.

Capítulo séptimo

La promesa

Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de SaintMerán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.

Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

¿Vos a esta hora? dijo.

Sí, pobre amiga mía respondió Morrel; vengo a traer y a buscar malas noticias.

¡Esta es la casa de la desgracia! dijo Valentina; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.

Escuchadme, querida Valentina dijo Morrel procurando contener su emoción para poderse explicar, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

Escuchad dijo a su vez Valentina, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela,

con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.

¡Ay! dijo en voz baja,terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, mañana lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora dijo Morrel; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró primero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde saludó, exclamando:

¡Ah, señor Franz d'Epinay!

Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

¡Pobre Maximiliano!

Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?

Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.

Escuchad dijo Morrel, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con voluntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.

Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.

La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se había presentado a su imaginación.

¿Qué me decís, Maximiliano? preguntó Valentina, ¿y a qué llamáis una lucha? ¡Oh!, decid más bien sacrilegio. ¡Cómo! ¿Habría de luchar yo contra la orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela moribunda? ¡Es imposible!

Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:

Tenéis un corazón demasiado noble para que no me comprendáis, y me comprendéis tan bien, querido Maximiliano, que por eso os veo tan callado. ¡Luchar yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza para luchar contra mí misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!

Tenéis razón dijo Morrel con una calma irónica.

¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! exclamó Valentina ofendida.

Os lo digo como un hombre que os admira, señorita repuso Maximiliano.

¡Señorita! exclamó Valentina; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoísta! , me ve desesperada y finge que no me entiende.

Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis contrariar al señor de Villefort, no queréis desobedecer a la marquesa y mañana firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor d'Epinay.

¡Pero, Dios mío! ¿Puedo yo hacer otra cosa?

No me preguntéis, señorita, porque yo soy muy mal juez en esta causa y zni egoísmo me cegaría respondió Morrel, cuya voz sorda y puños apretados anunciaban una creciente exasperación.

¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo que quisierais? Vamos, responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso que me deis un consejo.

¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?

Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo seguiré sin vacilar.

Valentina dijo Morrel rompiendo una tabla ya desunida, dadme vuestra mano en prueba de que me perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza trastornada, y hace una hora que pasan por mi imaginación las ideas más insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo…

Vamos, decidme cuál es.

Escuchad, Valentina.

La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.

Soy libre repuso Maximiliano, soy bastante rico para los dos; os juro ante Dios que seréis mi mujer antes de que mis labios hayan tocado vuestra frente.

Valentina dijo:

¡Me hacéis temblar!

Seguidme continuó Morrel; os conduzco a casa de mi hermana, que es digna de serlo vuestra: nos embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna provincia, o esperaremos a que nuestros amigos hayan vencido la resistencia de vuestra familia para volver a París.

Valentina movió melancólicamente la cabeza.

Ya lo esperaba, Maximiliano dijo; es un consejo de insensato; y yo lo sería más que vos, si no os detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel, imposible!

¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificarla? dijo Morrel.

¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!

¡Bien, Valentina! repuso Maximiliano, os repetiré que tenéis razón. En efecto, yo soy un loco, y vos me probáis que la pasión ciega los entendimientos más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin pasión. ¡Bien, es cosa decidida! Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d'Epinay, no por esa formalidad de teatro inventada para el desenlace de las comedias, sino por vuestra propia voluntad.

¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano dijo Valentina, ¿qué haríais, decid, si vuestra hermana escuchase un consejo como el que me dais?

Señorita repuso Morrel con una amarga sonrisa, yo soy un egoísta, vos lo habéis dicho, y como tal no me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino de lo que he de hacer yo. Pienso que os conozco hace un año, que desde que os conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros; era mi anhelo, mi vida; ahora ya no tengo deseo alguno; solamente digo que la desgracia me persigue, que había creído ganar el cielo y lo he perdido. Eso está sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino lo que no tiene.

Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valentina le miró un instante con sus ojos grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la turbación que iba sintiendo en el fondo de su pecho.

Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? preguntó.

Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que oye mis palabras, por testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.

¡Oh! murmuró Valentina.

¡Adiós, Valentina, adiós! dijo Morrel inclinándose.

¿Dónde vais? gritó la joven sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, pues sospechaba que aquella calma de su amado no podía ser real, ¿dónde vais?

Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados que se encuentren en mi situación.

Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximiliano.

El joven se sonrió tristemente.

¡Oh!, ¡hablad! dijo Valentina, ¡por favor!

¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?

¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! exclamó la joven.

¡Entonces adiós, Valentina!

Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz, y cuando Morrel se alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y cruzándolas, exclamó:

¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?

¡Oh!, tranquilizaos dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la puerta; no tengo la intención de hacer a nadie responsable de los rigores a que la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al señor Franz, provocarle, batirse con él; esto sería una locura. ¿Qué tiene que ver el señor Franz con todo esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que yo existía cuando vuestra familia y la suya decidieron que seríais el uno para el otro. ¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no le buscaré!

Pero con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?

¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama es santa.

¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!

¿No soy yo el culpable, decid? dijo Morrel.

Maximiliano dijo Valentina, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!

Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su palidez hubiera podido creerse que estaba en su estado normal.

Escuchadme, adorada Valentina dijo con su voz melodiosa y grave: las personas como nosotros, que jamás han debido reprocharse una mala acción ni un mal pensamiento; las personas como nosotros pueden leer uno en el corazón del otro con la mayor claridad. No, nunca me he considerado un romántico, no soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony; pero sin palabras, sin protestas, sin juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis con mucha razón, os lo he dicho y os lo repito, pero en fin, me faltáis y mi vida se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina, quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es decir, un hombre emparentado conmigo por las leyes sociales; nadie tiene necesidad de mi existencia. He aquí lo que voy a hacer: esperaré hasta el último segundo a que estéis casada, porque no quiero perder la sombra de una de esas casualidades imprevistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí a entonces; puede caer un rayo en el altar en el momento en que os acerquéis, todo parece creíble al condenado a muerte, y para él no son imposibles los milagros si se trata de la salvación de su vida. Aguardaré, pues, hasta el último instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin remedio, sin esperanza, escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte de mi designio; y en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy hijo del hombre más honrado que ha vivido en Francia.

Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.

¡Oh!, por piedad, por piedad dijo, viviréis, ¿no es verdad?

No, por mi honor dijo Maximiliano; ¿pero qué os importa? Vos haréis vuestro deber y no os remorderá la conciencia.

Valentina cayó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer salírsele del pecho.

Maximiliano dijo, Maximiliano, mi amigo, mi hermano sobre la tierra, mi verdadero esposo en el cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal vez llegará un día en que nos veamos reunidos.

Adiós, Valentina repitió Morrel.

Dios mío dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión sublime; ya veis que he hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos, mis lágrimas. ¡Pues bien! continuó enjugándose las lágrimas y recobrando su firmeza, ¡pues bien!, no quiero morir de remordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis, Maximiliano, y no seré de nadie sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este momento? Hablad, mandad, estoy pronta.

Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, volvió, y pálido de alegría, el corazón palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos manos hacia la joven:

Valentina dijo, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no dejadme morir. ¿Por qué os he de deber a la violencia, si me amáis como yo os amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que hacéis; en tal caso prefiero morir.

Después de todo murmuró Valentina, ¿quién me ama en el mundo? ¿Quién me ha consolado de todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas? ¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién se desahoga mi afligido corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy! exclamó Valentina sollozando. ¡Me olvidaba de mi abuelo Noirtier!

No dijo Maximiliano, no le abandonarás; el señor de Noirtier ha parecido experimentar alguna simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo; su consentimiento lo servirá de escudo, y una vez casados vendrá a vivir con nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os habláis, pues yo aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina. ¡Oh!, lo lo juro, en lugar de la desesperación que nos aguarda, lo prometo la felicidad. .

¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí, que me haces casi creer en lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es inflexible, nunca perdonará. Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un accidente, ¿qué sé yo?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el casamiento, esperarás, ¿no es verdad?

Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se efectuará, y aunque lo arrastren delante del magistrado, delante del sacerdote, dirás que no.

Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi madre.

Esperemos, pues dijo Morrel.

Sí, esperemos dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un

suspiro de alivio; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos desgraciados como nosotros!

En ti confío, Valentina dijo Morrel; todo lo que hagas estará bien; pero si son desgraciadas tus súplicas, si lo padre, si la señora de SaintMerán exigen que el señor d'Epinay sea llamado mañana para firmar el contrato…

Tienes mi palabra, Morrel.

En lugar de firmar…

Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no tentemos a Dios, Morrel; no nos veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no nos hayan visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo nos vemos, no tendríamos ningún recurso.

Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré…?

Por el notario señor Deschamps.

Le conozco.

Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán odiosa me es a mí también esa boda.

¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! replicó Morrel. Entonces ya está todo dicho; vengo aquí, subes a la valla y yo lo ayudo a saltar, un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, subimos a él, lo conduzco a la casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos valor, resistiremos, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se defiende sino con sus gemidos.

Bien dijo Valentina; yo también lo diré, Maximiliano, que cuanto hagas está bien hecho.

¡Oh!

Pues bien, ¿estás contento de lo mujer? dijo tristemente la joven.

¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!

Pues dilo siempre.

Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla, y sus palabras y su perfumado aliento llegaban hasta los labios de Morrel, que iba acercando su boca al frío a inflexible cercado.

Hasta la vista dijo Valentina, hasta la vista.

Me escribirás, ¿no es verdad?

Sí.

¡Gracias, gracias, hasta la vista!

Oyóse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.

Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en la arena; levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de felicidad, como para dar gracias al divino Creador, que permitía fuese amado de aquella manera, y desapareció a su vez.

Entró en su case y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada. A las dos, y cuando se dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin por la estafeta un billete que sin duda era de Valentina, aunque nunca había visto su letra.

Estaba concebido en estos términos:

Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ayer, por espacio de dos horas estuve en la iglesia de San Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi alma; Dios es insensible como los hombres, y el contrato se f irma esta noche a las nueve.

No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel; os he dado esa palabra y el coraxón es vuestro.

Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.

Vuestra mujer,

Valentina de Villefort.

P. D.: Mi pobre abuela se encuentra cede vex peor; ayer tuvo un fuerte delirio; hoy no ha sido delirio, sino locura.

Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho…, pare hacerme olvidar que la he abandonado en este estado.

Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las nueve.

Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a case del notario, que le aseguró la noticia de que el contrato se firmaba aquella noche a las nueve.

Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a anunciarle aquella solemnidad; la señora de Víllefort había escrito al conde pare suplicarle que la disculpase si no le invitaba; pero la muerte del señor de SaintMerán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre aquella reunión un velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual deseaba toda especie de felicidad.

Franz habfa sido presentado el día anterior a la señora de Saint Merán, que se levantó pare esta presentación, volviendo a acostarse en seguida.

Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada tan penetrante como la del conde; así, pues, Montecristo

se mostró con él más afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su secreto no salió de su corazón.

El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven que tome una resolución tan peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no se tiene bastante con un alma pare darle gracias y adorarla… !

Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que Valentina llegara diciendo:

Aquí estoy, Maximiliano, ayudadme a subir a la tapia.

Todo estaba preparado pare la fuga; dos escalas habían sido guardadas en la choza de la huerta; un cabriolé, que debía conducir a Maximiliano, esperaba; ni criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se encenderían las linternas, porque podían muy bien caer en manos de la policía.

De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de aquella cerca, protegería la bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había estrechado más que una mano.

Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una Bran necesidad de estar solo; su sangre le hervía en las venas, las simples preguntas, la sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su cuarto procurando leer, pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por tirar el libro contra el suelo, pare dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y su huerta. Al fin se acercó la hora. Morrel pensó entonces que ya era tiempo de partir, pues eran las siete y media, y aunque el contrato se firmaba a las nueve, era probable que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de haber salido a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando daban las ocho en San Felipe de Roule.

El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arruinada en la que Morrel solía esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles desapareciendo entre las sombras.

Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la tapia: aún no había nadie.

Las ocho y media dieron.

Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en cuando iba a mirar por la rendija de las tablas.

El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad el vestido blanco, en vano procuraba oír en medio del silencio el ruido de los pasos.

La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscura, y no presentaba ninguno de los aspectos que acompañan a un acontecimiento tan importante como el de firmar un contrato de matrimonio.

Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su error, cuando el reloj de la iglesia dio las nueve y media.

Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las nueve menos cuarto.

Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada segundo que transcurría era un nuevo tormento.

El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y estremecerse; entonces, con mano convulsiva agarraba la escala, y para no perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.

En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor y de esperanza…, dieron las diez en el reloj de San Felipe de Roule.

¡Oh! murmuró Maximíliano con terror; es imposible que dure tanto firmar el contrato, a menos que haya habido algún suceso imprevisto; ya he calculado el tiempo que duran todas las formalidades, algo ha ocurrido.

Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a apoyar su ardorosa frente sobre el hierro helado. ¿Se habría desmayado Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido detenida en su fuga? Estas eran las dos hipótesis que bullían sin cesar en el cerebro del joven.

La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de su fuga, le habían faltado las fuerzas y había caído desmayada en una de las alamedas del jardín.

¡Oh!, si así fuera exclamó lanzándose sobre la escala, ¡la perdería y sería por mi culpa!

El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y siguió atormentándole con esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante y a fuerza de pensar en ellas, se conviertan en certeza. Sus ojos, que procuraban penetrar la oscuridad creciente, creían ver bajo los sombríos árboles una forma humana.

Morrel se atrevió a llamar, a imaginóse oír un quejido inarticulado.

Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto estuvo en el jardín.

Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escalamiento; pensó un instante en las consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no había tiempo para retroceder.

Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.

En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.

Aseguróse entonces de una cosa que había ya sospechado, y es que en lugar de las luces que creía ver brillar en cada ventana, como es natural en los días de ceremonía, no vio más que la masa gzís y velada aún por una gran cortina sombría que proyectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la luna.

Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por delante de tres ventanas del piso principal, que eran de las habitaciones de la señora de SaintMerán.

Otra luz permanecía inmovíl detrás de unas cortinas encarnadas que eran de la alcoba de la señora de Villefort.

Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su pensamiento a cualquier hora del día, mil veces, repetimos, había hecho que esta última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin haberla visto casi podría asegurarse que la conocía como su dueño.

El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la ausencia de Valentina.

Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a Valentina y asegurarse de la desgracia que presagiaba, cualquiera que fuese, llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se disponía a atravesar con toda rapidez posible el parterre, completamente descubierto, cuando un rumor de voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.

Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y do los árboles; pero volvióse a internar en ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y mudo.

Había abrazado una resolución: si era Valentína sola, la avisaría con una palabra; si venía acompañada, la vería al menos y se aseguraría de que no le haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas palabras de su conversación, y al fin podría comprender aquel misterio incomprensible hasta entonces.

Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio aparecer en la puerta de la escalinata a Villefort seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la plazoleta. Aún no había andado cuatro pasos y ya Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el hombre vestido de negro.

Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió maquinalmente hasta que encontró el tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.

A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del procurador del rey y del doctor de Avrigny.

¡Ah!, querido doctor dijo Villefort, el cielo se declara contra nuestra casa. ¡Qué muerte tan horrible! No tratéis de consolarme; ¡ay!, no hay consuelo para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta está!

Un sudor frío heló la frente del joven, cuyos dientes chocaron unos con otros. ¿Quién había muerto en aquella casa que el mismo Villefort maldecía?

Querido señor de Villefort respondió el facultativo con un acento que aumentó el terror del joven, yo no os he conducido aquí para consolaros, al contrario.

¿Qué queréis decir? preguntó el procurador del rey asombrado.

Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay otra aún más terrible quizá.

¡Oh! ¡Dios mío! murmuró Villefort cruzando las manos; ¿qué es lo que vais a decirme?

¿Estamos solos, amigo mío?

¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?

Significan que tengo que haceros una confidencia dijo el doctor; sentémonos.

Villefort cayó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una mano apoyada sobre un hombro.

Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía su corazón cuyos latidos temía que fuesen oídos.

« ¡Muerta! ¡Muerta! », repetía su pensamiento.

Y él mismo se sentía morir.

Decid, doctor; ya escucho dijo Villefort, herid; a todo estoy preparado.

La señora de SaintMerán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de una salud excelente.

Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.

La pena la ha matado dijo Villefort; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella costumbre que tenía de vivir al lado del marqués hacía más de cuarenta años…

No, no es la pena, mi querido Villefort dijo el doctor. El pesar puede matar, aunque son muy raros estos casos; pero no mata en un día, no mata en una hors, no mata en diez minutos.

Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta entonces había tenido inclinada y miró al doctor con asombro.

¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? preguntó el señor de Avrigny.

Sin duda respondió el procurador del rey; vos me dijisteis que no me alejase.

¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la señora de SaintMerán?

Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves… Cuando vos llegasteis, hacía algunos minutos que apenas podía respirar; entonces tuvo una crisis que yo tomé por un simple ataque de nervios; pero no empecé a espantarme sino cuando la vi incorporarse sobre el lecho, con los miembros y el cuello crispados. Entonces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era más grave de lo que yo pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no los encontré!, le tomabais el pulso, contabais sus latidos, y empezó la segunda crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se contrajo su boca. A la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos: vos me confirmasteis en esta opinión.

Sí, delante de todo el mundo repuso el doctor; pero ahora estamos solos.

¿Qué vais a decirme, Dios mío?

Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales son absolutamente los mismos.

El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmovilidad y de silencio, volvió a caer sobre el banco.

¡Oh, Dios mío!, señor doctor dijo, ¿os dais cuenta de lo que me estáis diciendo?

Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.

Escuchad dijo el doctor, conozco la importancia de mi dedaración y el carácter del hombre a quien se la hago.

¿Estáis hablando al amigo… o al magistrado? preguntó Villefort.

Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los síntomas del tétanos y los síntomas del envenenamiento por las sustancias vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no vacilaría. Os repito, pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora he estudiado la agonía, las convulsiones, la muerte de la señora de SaintMerán, y no solamente me atrevo a decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría qué veneno la ha matado.

¡Doctor, doctor!

Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias interrumpidas por crisis nerviosas, excitaciones cerebrales… La señora de SaintMerán ha sucumbido a causa de una dosis violenta de brucina o de estricnina que le han administrado por casualidad o por error sin duda.

Villefort cogió una mano del doctor.

¡Oh, es imposible! dijo, ¡yo sueño, Dios mío! ¿Estoy soñando! ¡Es muy cruel oír decir semejantes cosas a un hombre como vos! En nombre del cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis equivocaros.

Sin duda, puede ser así…, pero…

¿Pero?

Yo no lo creo.

Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están sucediendo cosas tan inauditas, que creo que voy a volverme loco.

¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de SaintMerán?

No, nadie más.

¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por mí?

Ninguna.

¿Tenía enemigos la señora de SaintMerán?

Que yo sepa, no.

¿Tenía alguien interés en su muerte?

¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera… Valentina… ¡Oh!, si llegase a concebir tal pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi corazón por haber podido abrigarlo.

¡Oh! exclamó a su vez el señor de Avrigny, querido amigo, no quiera Dios que yo pueda acusar a nadie: no hablo más que de un accidente, ¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es que mi conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a vos a quien corresponde informaros.

¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?

Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado alguna poción preparada para su amo?

¿Para mi padre?

Sí.

Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de SaintMerán una poción preparada para mi padre? Le habría envenenado a él también.

No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los venenos son un remedio; la parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que, después de haber hecho todo cuanto podía para devolver el movimiento y la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé entraban seis centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los cuales se ha acostumbrado además por medio de dosis consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier otro que no sea él.

Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor Noirtier y el de la señora de SaintMerán, y Barrois nunca entraba en el de mi suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois el hombre más concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una antorcha que me guíe por la oscuridad, a pesar de todo, tengo necesidad de apoyarme en este axioma: errare humanum est.

Escuchad, Villefort dijo el galeno; ¿hay alguno de mis colegas en quien tengáis tanta confianza como en mí?

¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?

Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y haremos la autopsia.

¿Y encontraréis señales del veneno?

¡Veneno!, yo no he dicho eso; pero estudiaremos la exasperación del sistema, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y os diremos: querido Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados; si ha sido por odio, vigilad a vuestros enemigos.

¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avrigny? respondió Villefort abatido; desde el momento en que otro que vos posea el secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que yo esté interesado es imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal vez deba yo seguir este asunto; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde ahora me veis aterrado; ¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas desgracias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y yo, yo, doctor, bien lo sabéis, no llega un hombre a ser lo que yo soy, no llega un hombre a ser procurador del rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos… Esté acontecimiento los hará saltar de alegría, y a mí me cubrirá de oprobio; doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si fueseis sacerdote, no me atrevería a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no me habéis dicho nada, ¿no es verdad?

Querido señor de Villefort respondió el doctor conmovido, mi primer deber es la humanidad. Yo habría salvado la vida a la señora de SaintMerán si la ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez muerta, me consagro a los vivos. Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible secreto. Si los ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi ignorancia; pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis de indagar, porque probablemente esto no quedará así… Y cuando hayáis descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, yo seré el primero que os diga: « Sois magistrado, obrad como mejor os parezca.»

¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! dijo Villefort con indescriptible alegría, jamás había tenido mejor amigo que vos.

Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su determinación, se levantó y le condujo hacia su casa.

Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la cabeza del enramado, y la luna iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien parecía el de un fantasma.

«Dios me proteja dijo ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga! ¿Resistirá tantos dolores?

Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas encarnadas y a las tres de cortinas blancas.

La luz había desaparecido completamente de la ventana de cortinas encarnadas. La señora de Villefort acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi imperceptible.

Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas. Una bujía, colocada sobre la chimenea, arrojó fuera del balc6n algunos rayos de su pálida luz, y una sombra se apoyó en la balaustrada.

Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.

No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y exaltada por las dos pasiones humanas más fuertes, el amor y el miedo, se hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones supersticiosas.

Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le distinguiese, oculto como estaba, creyó oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón abrasado. Este doble error era para él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos juveniles salió de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de alarmar a todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la joven, atravesó aquel parterre que la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía delante de la casa, divisó la escalinata, que subió rápidamente, y empujó la puerta, que se abrió sin resistencia.

Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, seguían una nube de plata que se deslizaba sobre el azul, y cuya forma se asemejaba a la de una sombra que sube al cielo; su imaginación poética y exaltada le decía que era el alma de su madre.

Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras extendidas sobre los escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había llegado a un punto tal de exaltación, que la presencia de Villefort no le habría extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba tomada. Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase aquel amor que le unía a su hija… Morrel estaba loco.

Afortunadamente no vio a nadie.

Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior de la casa le había hecho Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la escalera y cuando iba a buscar la habitación, un gemido, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que debía seguir. Se volvió. Una puerta entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes había exhalado aquel gemido.

Abrió esta puerta y entró en la estancia.

Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y dibujaba su forma, yacía la muerta, más espantosa a los ojos de Morrel desde la revelación de aquel secreto del que la casualidad le había hecho poseedor.

Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos almohadones, Valentina, estremeciéndose a cada instante, a cada gemido, extendía sobre su cabeza, cuyo rostro no se distinguía, sus dos manos cruzadas y crispadas.

Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta con un acento que hubiera conmovido al corazón más insensible.

Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, ininteligibles.

La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el resplandor de la bujía, y azulaba con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.

Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad ejemplar, no era fácil de conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio. Arrojó un suspiro, murmuró un nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de Correggio se levantó volviéndose hacia él.

Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emociones intermedias en un corazón ulcerado por una desesperación suprema.

Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber acudido a la cita, le mostró el cadáver cubierto por el fúnebre sudario, y volvió a sollozar.

Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacilaban en romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios..

Al fin Valentina se atrevió a hablar.

– Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo, es que esa pobre abuela, al morir, dejó dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Creyendo protegerme, obraba contra mí!

¡Escuchad! dijo Morrel.

Los dos jóvenes guardaron silencio.

Oyóse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor dirigiéndose a la escalera.

Es mi padre, que sale de su despacho díjo Valentina.

Y que acompaña al doctor añadió Morrel.

¿Cómo sabéis que es el doctor? preguntó Valentina asombrada. Lo supongo dijo Morrel.

Valentina miró al joven.

Oyóse cerrar la puerta de la calle.

El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida volvió a subir la escalera.

Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en entrar en el cuarto de la señora de SaintMerán. Morrel se escondió detrás de un biombo. Valentina no hizo el menor movimiento. Hubiérase dicho que un dolor supremo la hacía superior.

Amigo dijo, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay!, yo os diría de buena gene bien venido seáis, si no fuera la muerte la que os ha abiertoo la puerta de esta casa.

Valentina dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas, yo esperaba desde las ocho y media. No os veía venir, me ínquieté, salté la cerca, penetré en el jardín, entonces unas votes que hablaban del fatal accidente

¿Qué voces? preguntó Valentina.

Morrel se estremeció, porque toda la conversación del doctor y del El señor de Villefort siguió hacia su habitación. El señor de Villefort se representó en su imaginación, y creía ver a través del paño mortuorio aquellos brazos crispados, aquel cuerpo rígido, aquellos labios amoratados.

Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.

Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío dijo Valentina, sin espanto ni enojo.

Perdonadme respondió Morrel con el mismo tono, voy a retirarme.

No dijo Valentina, seríais visto, quedaos.

Pero si viniesen

La joven movió la cabeza con melancolía.

Nadie vendrá dijo. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.

Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.

¿Pero qué ha sido del señor d'Epinay? Decidme, os lo suplico replicó Morrel.

El señor Franz vino pare firmar el contrato en el momento en que mi abuela exhalaba el último suspiro.

¡Ah! dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte retardaba indudablemente el matrimonio de Valentina.

Ahora dijo Valentina, no hay más que una salida permitida y segura, y es la habitación de mi abuelo.

Y se levantó.

Venid dijo.

¿Dónde? preguntó Maximiliano.

A la habitación de mi abuelo.

¡Yo al cuarto del señor Noirtíer!

Sí.

¡Qué decís, Valentina!

Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo que éste en el mundo y los dos necesitamos de él… Venid.

Cuidado, Valentina dijo Morrel vacilando, cuidado, la venda ha caído de mis ojos. Al venir estaba demente. ¿Conserváis íntegra vuestra razón, querida amiga?

Sí dijo Valentina, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos los restos de mi pobre abuela, que yo me encargué de velar.

Valentina dijo Morrel, la muerte es sagrada.

Sí respondió la joven. Pronto acabaremos, venid.

Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la habitación de Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta en que estaba la puerta, encontraron al antiguo criado.

Barrois dijo Valentina, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.

Valentina pasó primero.

Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informado por su criado de todo lo que sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto. Vio a Valentina y sus ojos brillaron.

Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solemne que admiró al anciano. Así, pues, sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la joven.

Escúchame bien, abuelito le dijo, ya sabes que mi buena mamá SaintMerán ha muerto hace una hora, y que ya, excepto a ti, no tengo a nadie que me ame en el mundo.

Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noirtier.

¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!

El paralítico respondió que sí.

Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.

Entonces dijo Valentina, mirad a este caballero.

El anciano fijó en Morrel sus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.

Es el señor Maximiliano Morrel dijo ella, hijo de ese honrado comerciante de Marsella, de quien sin duda habréis oído hablar.

Sí respondió el anciano.

Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho años es capitán de spahis y oficial de la Legión de Honor.

El anciano hizo señas de que se acordaba.

¡Y bien!, abuelito dijo Valentina hincándose de rodillas delante del anciano, y mostrándole a Maximiliano con una mano, le amo, y no seré de nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me moriré o me mataré.

Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumultuosos.

Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abuelo? preguntó la joven.

Sí respondió el anciano.

¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la voluntad de mi padre?

Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole: Depende.

Maximiliano comprendió.

Señorita dijo, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto de vuestra abuela; ¿queréis permitirme que tenga el honor de hablar un momento con el señor Noirtier?

Sí, sí, eso es expresó el anciano, y después miró a Valentina con inquietud.

¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?

Sí.

¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que conoce bien la forma en que nos entendemos.

Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque velada por una tristeza profunda, dijo:

Sabe todo lo que yo sé.

Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que no dejase entrar a nadie, y después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.

Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y sabía todos sus secretos, tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó sobre una mesa donde había una lámpara.

En primer lugar dijo Morrel, permitidme que os cuente quién soy yo, cómo amo a Valentina, y cuáles son mis intenciones respecto a esto último.

Escucho dijo Noirtier.

Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apariencia, y que era el único protector, el único apoyo, el único juez de los dos amantes jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a conocer el mundo.

Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad notables, impresionaba en extremo a Morrel, que empezó a contar su historia temblando.

Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en su aislamiento y en su desgracia, había acogido su cariño.

Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al interrogar la mirada del paralítico, vio que ésta le respondía:

Está bien, continuad.

Ahora dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia, ahora que os he contado también mi amor y mis esperanzas, ¿debo contaros mis proyectos?

Sí.

¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.

Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que pensaba raptar a Valentina, llevarla a la casa de su hermana, casarse, y esperar respetuosamente el perdón del señor de Villefort.

No dijo Noirtier.

¿No? repuso Morrel, ¿no debemos obrar así?

No.

¿De modo que este proyecto no tiene vuestro consentimiento?

No.

¡Pues bien!, hay otro medio dijo Morrel.

La mirada interrogadora del anciano preguntó: "¿Cuál?"

Buscaré continuó Maximiliano al señor Franz d'Epinay, me alegro de poderos decir esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me conduciré de modo que no tenga más remedio que acceder a mis proposiciones.

La mirada de Noirtier siguió interrogándole.

¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?

Sí.

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