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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 28)



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» Sí: Haydée.

» ¿Quién os lo ha dicho?

» ¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy tranquilo y resignado, y sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.

» El señor de Mórcef continuó Beauchamp contemplaba a aquella mujer con sorpresa y espanto. Para él era la vida o la muerte lo que de aquella encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura tan extraña y tan llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba ya en tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.

» El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella contestó con la cabeza que permanecería de pie.

» El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran podido sostenerle las piernas.

» Señora dijo el presidente, habéis escrito a la comisión para darle datos acerca del asunto de Janina, diciendo que habíais sido testigo ocular de los acontecimientos.

» Y lo fui efectivamente contestó la desconocida con una voz llena de encantadora tristeza, y con aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.

» Con todo replicó el presidente, permitidme os diga que entonces erais muy joven.

» Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la mayor importancia, están grabados en mi corazón todos sus pormenores.

» ¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois vos para que esa gran desgracia os haya causado tan profunda impresión?

» Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre contestó la joven, y me llamo Haydée, hija de AlíTebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy amada esposa.

» »El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las mejillas de la joven, el fuego de su mirada y la majestad de su presencia, produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.

» En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un rayo hubiera abierto un abismo a sus pies.

» Señora dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente, permitidme una simple pregunta, que no es una duda, y esta pregunta será la última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?

» Puedo justificarla contestó Haydée, sacando de debajo del velo una bolsa de raso, porque aquí está la partida de mi nacimiento, redactada por mi padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de mi bautismo, pues mi padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el primado de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y éste es sin duda el documento más importante, el acta de venta que se verificó de mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El Kobbir por el oficial franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte de botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad de mil bolsas, es decir, por unos cuatrocientos mil francos.

» Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se inyectaron de sangre al oír esas terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea con lúgubre silencio.

» Haydée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada en lengua árabe.

» Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían redactados en árabe o turco, se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le llamó.

» Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había tenido oportunidad de aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con la vista en el acta la lectura que el traductor dio en alta voz.

«Yo, ElKobbir, mercader de esclavas y abastecedor del harén de su alteza, reconozco haber recibido para entregarla al sublime emperador, del señor Conde de Montecristo, una esmeralda, valuada en dos mil bolsas, a cambio de una esclava cristiana, de once años de edad, llamada Haydée, a hija del difunto señor AlíTebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su favorita; la cual me había sido vendida hace siete años junto con su madre, que murió al llegar a Constantinopla, por un coronel, al servicio del visir AlíTebelín, llamado Fernando Mondego.

»La susodicha venta se me hizo por cuenta de su altexa, mediante la cantidad de dos mil bolsas.

» Firmado en Constantinopla, con autorización de su alteza, el año de mil doscientos cuarenta y siete de la Hégira.

Firmado: El Kobbir.»

«Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida con el sello imperial, de lo cual se encarga el vendedor.»

» Al lado de la firma del vendedor se veía efectivamente el sello de la Sublime Puerta.

» Un profundo silencio siguió a esta lectura. El conde no hacía más que mirar a Haydée, y sus miradas parecían de fuego.

» Señora dijo el presidente, ¿no se puede interrogar al conde de Montecristo, que, según tengo entendido, se halla en París a vuestro lado?

» El conde de Montecristo, mi segundo padre contestó Haydée, hace tres días se marchó a Normandía.

» Pues entonces dijo el presidente, ¿quién os ha aconsejado el paso que acabáis de dar, paso que la comisión agradece, y que además es muy natural si se tiene en cuenta vuestro nacimiento y vuestras desgracias?

» Este paso contestó Haydée me lo han aconsejado mi respeto y mi dolor. A pesar de ser cristiana, ¡Dios me perdone!, siempre he pensado en vengar a mi ilustre padre. Cuando puse el pie en Francia, y supe que el traidor vivía en París, mis ojos y mis oídos estuvieron constantemente abiertos. Vivo retirada en la casa de mi noble protector; pero vivo así porque me gusta la soledad y el silencio que me permiten entregarme enteramente a mis pensamientos. Pero el señor conde de Montecristo me rodea de atenciones paternales, y no desconozco nada de cuanto constituye la vida de la sociedad. Leo, pues, todos los periódicos, de la misma manera que me envían todos los álbumes, del mismo modo que recibo todas las melodías; y siguiendo la vida de los demás, sin acostumbrarme a ella, es como he sabido lo que había sucedido esta mañana en la Cámara de los pares, y lo que debía ocurrir esta noche… Entonces he escrito la carta que os han entregado.

» Según eso dijo el presidente, ¿el conde de Montecristo no tiene la menor parte en el paso que acabáis de dar?

» Lo ignora totalmente, y temo que lo desapruebe cuando lo sepa; sin embargo, es para mí un hermoso día éste en que encuentro ocasión de vengar a mi padre dijo la joven levantando al cielo una ardiente mirada.

» Durante este tiempo el conde no había pronunciado una sola palabra; sus colegas le miraban, y sin duda se compadecían de esa fortuna destruida bajo el perfumado aliento de una mujer; su desgracia se escribía con caracteres siniestros en su rostro.

» Conde de Morcef dijo el presidente, ¿reconocéis a la señora por la hija de AlíTebelín, bajá de Janina?

» No dijo Morcef, haciendo un esfuerzo para levantarse, es una trama urdida por mis enemigos.

» Haydée, que estaba mirando a la puerta, como si esperase a alguna persona, se volvió bruscamente, y viendo al conde en pie profirió un terrible grito.

» No me reconoces dijo; ¡pues yo sí lo reconozco afortunadamente! Tú eres Fernando Mondego, el oficial que instruía las tropas de mi noble padre. ¡Tú eres quien entregó los castillos de Janina! Tú eres quien, enviado por él a Constantinopla para tratar directamente con el emperador de la vida o muerte de tu bienhechor, trajiste un firmán falso que concedía perdón! ¡Tú eres quien con este truhán llegaste a obtener el anillo del bajá que debía hacerte obedecer por Selim, el guarda del fuego! ¡Tú asesinaste a Selim! ¡Tú, quien nos vendiste a mi madre y a mí al mercader El Kobbir! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!, todavía tienes en la frente sangre de lo amo, miradlo.

» Tal fuerza había en aquellas palabras, y fueron pronunciadas con un acento de verdad tal, que los ojos de todos se fijaron en la frente del conde, y él mismo llevó la mano a ella, como si hubiese sentido caliente aún la sangre de Alí.

» ¿Identificáis, pues, positivamente al señor de Morcef como el mismo oficial Fernando Mondego?

» ¡Sí; es el mismo! dijo Haydée. ¡Oh, madre mía! Tú me dijiste: eras libre, tenías un padre a quien amabas, estabas destinada a ser casi una reina; mira bien ese hombre: él es quien lo ha hecho esclava, quien clavó en una pica la cabeza de lo padre; quien nos vendió y nos entregó traidoramente; mira bien su mano derecha, en ella tiene una gran cicatriz; si olvidas sus facciones, le reconocerás por esa señal; por esa mano, en la que cayeron una a una las monedas de oro del mercader ElKobbir! ¡Sí, le conozco! ¡Oh! ¡Que diga él mismo si me conoce!

» Cada palabra hacía perder al señor Morcef parte de su energía; a las últimas palabras ocultó vivamente y sin reflexionar la mano mutilada por una herida, metiéndola en el pecho por entre los botones del frac que tenía abiertos; cayó en su sillón, abrumado bajo el peso de la desesperación.

» Esta escena había conmovido a la asamblea, oíase un murmullo igual al de las hojas de los árboles, movidas por el viento.

» Señor conde de Morcef dijo el presidente, no os dejéis abatir; responded: la justicia de la corte es suprema a igual para todos, como la de Dios; ella no permitirá que os confundan vuestros enemigos, sin daros todos los medios para combatirlos. ¿Queréis una nueva información? ¿Queréis que mande que vayan a Janina dos miembros de la Cámara? Hablad.

» Morcef no respondió.

» Los miembros de la comisión se miraron unos a otros, aterrados. Conocían el carácter enérgico y violento del conde, y era necesario fuese mucha su postración para aniquilar las fuerzas de aquel hombre; era necesario que aquel silencio, que parecía un sueño, fuese al despertar una cosa que semejase al rayo.

» Y bien, ¿qué decís? preguntóle el presidente.

» Nada dijo el conde con voz ronca.

» ¿La hija de AlíTebelín dijo el presidente ha declarado realnente la verdad? ¿Es el testigo terrible al cual jamás se atreve a responder el culpable? ¿No? ¿Habéis hecho las cosas de que os acusa?

» El conde echó en torno una mirada cuya expresión desesperada hubiera conmovido a los tigres; pero no podía desarmar a los jueces, levantó en seguida los ojos a la bóveda, pero los bajó temiendo que aquélla se abriese y dejase ver aquel otro tribunal que se llama el cielo, y a aquel otro juez que se llama Dios.

» Desabrochóse bruscamente el frac que le ahogaba y salió de la sala como un demente; durante un momento se oyeron sus pasos bajo la bóveda sonora, y en seguida el ruido del coche que se alejaba a galope del palacio Florentino.

»Señores dijo el presidente cuando se restableció el silencio, ¿el conde de Morcef está acusado de felonía, traición a indignidad?

» Sí respondieron a una todos los miembros de la comisión.

» Haydée había asistido hasta el fin de la sesión; oyó pronunciar la sentencia del conde sin que sus facciones expresasen alegría ni piedad; echándose entonces su velo, saludó majestuosamente a la asamblea, y salió con aquel paso con que Virgilio veía marchar a las diosas.

Entonces continuó diciendo Beauchamp, me aproveché del silencio y de la oscuridad de la sala para salir sin ser visto; el ujier que me había introducido me esperaba a la puerta; me llevó a través de los corredores hasta una salida secreta que da a la calle de Vaugirard; salí con el alma entristecida y gozosa a la vez; entristecida por vos, mi querido Alberto, gozosa al ver la nobleza de aquella joven persiguiendo, hasta lograr vengarse, al enemigo de su padre. Os juro, Alberto, que venga de donde se quiera esta revelación, no puede ser sino de un enemigo; pero éste no es más que un agente de la Providencia.

Alberto tenía la cara oculta entre sus manos; levantó la cabeza mostrando su rostro sonrojado y bañado de lágrimas, y cogiendo del brazo a Beauchamp le dijo:

Amigo, mi vida ha concluido, únicamente me falta no decir como vos que la Providencia me ha herido, sino buscar al hombre que me persigue con su enemistad; cuando le encuentre le mataré o me matará; confío en vuestra amistad, Beauchamp, si ya no es que el desprecio la haya sustituido en vuestro corazón.

El desprecio no, amigo mío, ¿qué parte tenéis vos en esta desgracia? Afortunadamente vivimos en un tiempo en que se tienen conocimientos superiores a los antiguos, y en que no se hace a los hijos responsables de las faltas de los padres. Examinad toda vuestra vida, Alberto; data de ayer, es cierto, pero jamás aurora de más hermoso día fue más pura. No, Alberto: creedme, sois joven y rico, salid de Francia; todo se olvida pronto en esta gran Babilonia, donde la vida es tan agitada y los gustos cambian con tanta facilidad; dentro de tres o cuatro años regresaréis casado con alguna princesa rusa, y nadie pensará en lo que pasó ayer, y con mucha menos razón en lo que sucedió hace dieciséis años.

Gracias, mi querido Beauchamp, gracias por la excelente intención que dictan vuestras palabras; pero eso no puede ser; os he hecho conocer mi deseo, mi voluntad. Bien conocéis que siendo interesado en este asunto no puedo verlo como vos; lo que os parece que trae su origen del cielo, lo creo yo de un origen menos puro; no pienso que la Providencia tenga nada que ver en todo esto, afortunadamente para mí, porque en lugar del mensajero invisible a incorpóreo, encontré un ente palpable y visible, del que me vengaré; ¡oh!, sí; me vengaré de cuanto sufro de un mes a esta parte, ahora os lo repito: si sois mi amigo, como vos decís, ayudadme a buscar la mano de donde ha partido este golpe.

Sea dijo Beauchamp, si queréis que baje a la tierra de nuevo, bajaré; si queréis buscar a un enemigo, lo buscaré con vos, y lo hallaré, porque tengo tanto interés en ello como vos, porque mi honor exige también que lo hallemos.

Pues bien, Beauchamp, ya veis que no debemos perder tiempo: empecemos nuestras indagaciones; el delator no ha sido aún castigado, y esperará probablemente quedar impune, y por mi honor, si así lo cree, se engaña.

Entonces, escuchadme, Morcef.

¡Ah!, Beauchamp, veo que sabéis algo, y ello me da la vida.

No os diré que sea la realidad, pero al menos es una luz en medio de tantas tinieblas, y siguiéndola llegaremos hasta el fin.

Hablad, ya veis mi impaciencia.

Voy a contaros lo que os oculté a mi vuelta de Janina.

Hablad, entonces.

He aquí lo que pasó, Alberto; fui naturalmente a casa del primer banquero de la ciudad para tomar informes; apenas pronuncié las primeras palabras, y aun antes de nombrar a vuestro padre:

¡Ah!, me dijo, adivino lo que os ha traído aquí.

¿Cómo y por qué?

Porque hace apenas quince días que he sido interrogado sobre el mismo punto.

¿Por quién?

Por un banquero de París, mi corresponsal.

¿Y se llama?

Señor Danglars.

¡El! exclamó Alberto, en efecto, él es quien hace mucho tiempo persigue con su odio a mi pobre padre; él, el hombre que pretende ser popular y que no perdona al conde de Morcef el haber llegado a ser par de Francia; y… sí, el haber dado al traste con la boda sin decir por qué, sí, sí, él es.

Informaos, Alberto, pero no os dejéis arrebatar por la cólera antes de tiempo; informaos, digo, y si es cierto…

¡Oh!, sí, es cierto; me pagará cuanto he sufrido.

Tened presente, Morcef, que es un anciano.

Respetaré su edad como él ha respetado el honor de mi familia; si a quien quería perder era a mi padre, ¿por qué no le buscó? ¡Oh!, no, él ha tenido miedo de verse cara a cara con un hombre.

No os diré que no, Alberto; lo que exijo es que os contengáis y obréis con prudencia.

Descuidad, además me acompañaréis, Beauchamp; las cosas interesantes y solemnes deben tratarse ante testigos; antes que pase el día si el señor Danglars es culpable, habrá dejado de existir o yo habré muerto. Por vida de Dios, Beauchamp, quiero hacer magníficos funerales a mi honor.

Alberto, cuando se toman semejantes resoluciones es preciso ponerlas en práctica en seguida; ¿queréis ir a casa del señor Danglars…? Pues salgamos.

Enviaron a buscar un coche de alquiler, y al entrar en casa del banquero vieron allí el faetón y el criado del señor Cavalcanti a la puerta.

¡Ah, ah! dijo con voz sombría Alberto, esto va bien; si el señor Danglars no quiere batirse, mataré a su yerno: ¡éste sí se batirá. .. ! un Cavalcanti.

Anunciaron el joven al banquero, que al nombre de Alberto, y sabiendo lo que había ocurrido el día antes, prohibió que le dejasen entrar; pero era ya tarde. Alberto había seguido al lacayo, oyó la orden, forzó la puerta, y penetró, seguido de Beauchamp, en el despacho del banquero.

Pero, caballero le dijo éste, ¿no es uno dueño ya de recibir o no en su casa a las personas que quiere? Me parece que os conducís de un modo muy extraño.

No, señor dijo fríamente Alberto, hay circunstancias, y os halláis en una de ellas, en que, salvo ser un cobarde, os ofrezco ese refugio, es preciso estar visible, al menos para ciertas personas.

¿Qué queréis de mí?

Quiero dijo Morcef, acercándose sin hacer caso, al parecer, de Cavalcanti, que estaba junto a la chimenea proponeros una cita en un lugar retirado y donde nadie nos interrumpa durante diez minutos; de los dos solamente volverá uno.

Danglars palideció; Cavalcanti hizo un movimiento y Alberto se volvió súbitamente.

¡Oh, Dios mío! dijo, acercaos; venid si gustáis, señor conde; tenéis derecho para ser de la partida, yo doy esta clase de citas a cuantos quieren aceptarlas.

Cavalcanti miró estupefacto a Danglars, el cual, haciendo un esfuerzo se levantó y vino a colocarse entre los dos jóvenes; el ataque de Alberto a Andrés le hizo creer que su visita tenía otra causa distinta de la que creyó en un principio.

¡Ah!, si venís a buscar querellas con el señor, porque le he preferido a vos, os prevengo que haré un asunto grave de este insulto, y daré parte al procurador del rey.

0s engañáis dijo Morcef con sombría sonrisa, no hablo con relación al matrimonio, y si me he dirigido al señor Cavalcanti, ha sido porque he creído ver en él la intención de intervenir en nuestra discusión, y tenéis razón, hoy estoy con ganas de buscar disputa, pero tranquilizaos, señor Danglars, la preferencia es vuestra.

Caballero respondió Danglars, pálido de cólera y de miedo, os advierto que cuando tengo la desgracia de encontrarme con un dogo rabioso, le mato, y lejos de creerme culpable, pienso que he hecho un servicio a la sociedad; así, os prevengo que si estáis rabioso, os mataré sin piedad. ¿Tengo yo la culpa de que vuestro padre esté deshonrado?

Sí, miserable, la culpa es tuya gritó Morcef.

Danglars dio un paso atrás.

¡La culpa mía! dijo, ¿estáis loco? ¿Sé yo la historia griega? ¿He viajado por aquel país? ¿He aconsejado a vuestro padre que vendiese el castillo de Janina y que hiciese traición…?

¡Silencio! dijo Alberto, no sois vos el que directamente ha causado este escándalo; pero lo habéis provocado hipócritamente.

Sí. ¿Y de dónde procede la revelación?

Me parece que el periódico ha dicho de Janina.

¿Quién ha escrito a Janina?

¿A Janina?

Sí, ¿quién ha escrito pidiendo informes sobre mi padre?

Me parece que todo el mundo puede escribir a Janina.

Una sola persona ha sido quien lo ha hecho.

¿Una sola?

Sí, y ésa sois vos.

He escrito sin duda; me parece que cuando un padre va a casar a una hija, tiené derecho a tomar informes sobre la familia del joven a quien va a unirla, y esto no sólo es un derecho, sino un deber.

Habéis escrito dijo Alberto sabiendo muy bien la respuesta que os darían.

¡Yo!, ¡ah!, os juro dijo Danglars con una confianza y una seguridad hijas, menos quizá de su miedo, que de la compasión que sentía por el desgraciado joven, os juro que jamás habría pensado en escribir a Janína. ¿Conocía por ventura la catástrofe de Alí. Bajá?

Entonces alguien os incitó para ello.

Desde luego.

¿Os han incitado?

Sí.

¿Y quién…? acabad…

Es muy sencillo: hablaba de los antecedentes de vuestro padre; decía que el origen de su fortuna había permanecido siempre ignorado, la persona me preguntó dónde había adquirido vuestro padre su fortuna y respondí que en Grecia; ¡pues bien! me dijo, escribid a Janina.

¿Y quién os dio ese consejo?

El conde de Montecristo, vuestro amigo.

¿El conde de Montecristo os dijo que escribieseis a Janina?

Sí, y así lo hice. Si queréis ver mi correspondencia, os la enseñaré.

Alberto y Beauchamp cambiaron una mirada.

Caballero dijo Beauchamp, que hasta entonces no había tomado la palabra, parece que acusáis al conde, que se halla ausente de París, y que en este momento no puede justificarse.

No acuso a nadie; digo la verdad, y repetiré delante del conde de Montecristo cuanto acabo de deciros ahora.

¿Y el conde conoce la respuesta que recibisteis?

Se la enseñé.

¿Sabía que el nombre de pila de mi padre era Fernando y su apellido Mondego?

Sí, se lo había dicho yo hace tiempo; por lo demás, no he hecho más que lo que haría cualquier otro en mi lugar, y aun quizá menos. Cuando al día siguiente de recibida esta respuesta, vuestro padre, incitado por Montecristo, vino a pedirme mi hija como se acostumbra, se la negué, es verdad, y se la negué sin darle motivos, sin explicaciones, sin ruido; ¿y qué necesidad tenía yo de un escándalo? ¿Qué me importaba a mí el honor o el deshonor del señor de Morcef? Esto no haría alzar ni bajar la renta.

Alberto sintió que el rubor encendía sus mejillas; no había duda, Danglars se defendía con bajeza, pero con la seguridad de un hombre que dice si no toda la verdad, gran parte de ella, no por conciencia, sino por miedo; y además, ¿qué era lo que buscaba Morcef? No la mayor o menor culpabilidad de Danglars o Montecristo, sino un hombre que le respondiese de la ofensa, que se batiese, y claro era ya que Danglars no se batiría.

Ahora se acordaba de cosas que había olvidado o que habían pasado inadvertidas. Montecristo lo sabía todo, puesto que había comprado la hija de AlíBajá, y había, no obstante, aconsejado a Danglars que escribiese a Janina; conociendo la respuesta, había accedido al deseo manifestado por Alberto de ser presentado a Haydée; una vez ante ella, hizo recaer la conversación sobre la muerte de Alí; pero habiendo dicho algunas palabras en griego a la joven, que no permitieron que éste conociese por la relación de la muerte de Alí, a su padre. ¿No había rogado a Morcef que no pronunciase el nombre de su padre delante de Haydée? En fin, se llevó a Alberto a Normandía en el momento en que el gran escándalo iba a producirse. Ya no podía dudar, todo había sido calculado, y sin duda Montecristo estaba de acuerdo con los enemigos de su padre.

Alberto llamó aparte a Beauchamp y le comunicó todas estas reflexiones.

Es verdad le dijo, el señor Danglars no tiene en esto más que una parte material, a Montecristo es a quien debéis pedir una explicación.

Alberto se volvió.

Caballero dijo a Danglars, comprendéis que no me despido aún definitivamente de vos; me queda todavía por averiguar si vuestras inculpaciones son justas: voy a asegurarme de ello en casa del conde de Montecristo.

Y saludando al banquero salió sin hacer caso de Cavalcanti. Danglars le acompañó hasta la puerta y allí aseguró de nuevo a Alberto que ningún motivo de enemistad personal tenía con el conde de Morcef.

Capítulo quinto

El insulto

Beauchamp detuvo a Morcef a la puerta de la casa del banquero.

Escuchad -le dijo, hace poco que habéis oído en casa de Danglars que al conde de Montecristo debéis pedirle una explicación.

Sí; ahora mismo vamos a su casa.

Un momento, Morcef; antes de presentarnos en ella, reflexionad.

¿Qué queréis que reflexione?

La gravedad del paso que vas a dar.

¿Es más que haber venido a ver a Danglars?

Sí. Danglars es un hombre de dinero, y éstos saben demasiado bien el capital que arriesgan batiéndose; el otro, por el contrario, es un noble, al menos en la apariencia, ¿y no teméis encontrar bajo el noble al hombre intrépido y valeroso?

Lo único que temo encontrar es un hombre que no quiera batirse.

¡Oh!, podéis estar tranquilo, éste se batirá; lo único que temo es que lo haga demasiado bien, tened cuidado.

Amigo dijo Morcef sonriéndose, es cuanto puedo apetecer, nada puede sucederme que sea para mí más dichoso que morir por mi padre: esto nos salvará a todos.

Vuestra madre se moriría.

¡Pobre madre! dijo Alberto, pasando la mano por sus ojos, bien lo sé; pero es preferible que muera de esto que de vergüenza.

¿Estáis bien decidido, Alberto?

Vamos.

Creo, sin embargo, que no le encontraremos.

Debía salir para París pocas horas ya habrá llegado.

Subieron al carruaje, que les condujo a la entrada de los Campos Elíseos, número 30. Beauchamp quería bajar solo; pero Alberto le hizo observar que, saliendo este asunto de las reglas ordinarias, le era permitido separarse de las reglas de etiqueta del duelo.

Era tan sagrada la causa que hacía obrar al joven, que Beauchamp no sabía oponerse a sus deseos; cedió, y se contentó con seguirle.

De un salto plantóse Alberto del cuarto del portero a la escalera; abrióle Bautista. El conde acababa de llegar, estaba en el baño, y había dicho que no recibiese a nadie. ¿Y después del baño? preguntó Morcef. El señor conde comerá. ¿Y después de comer? Dormirá por espacio de una hora. ¿Y a continuación? Irá a la ópera.

¿Estáis seguro?

Sí, señor; ha mandado que el carruaje esté listo a las ocho en punto.

Muy bien dijo Alberto, es cuanto deseaba saber.

Y volviéndose en seguida a Beauchamp:

Si tenéis algo que hacer, querido mío, despachad vuestras diligencias en seguida; si tenéis alguna cita para esta noche, aplazadla hasta mañana. Cuento con que me acompañaréis esta noche a la ópera, y que si podéis haréis que venga con vos ChateauRenaud.

Beauchamp aprovechó el permiso, y se despidió de Alberto, ofreciéndole que iría a buscarle a las ocho menos cuarto.

Alberto volvió a su casa, y avisó a Franz y a Debray que deseaba verles por la noche en la ópera.

Fue en seguida a ver a su madre, que desde el acontecimiento del día anterior no salía de su cuarto ni permitía entrar a nadie:, hallóla en cama, abismada por el dolor de aquella pública humillación.

La vista de Alberto produjo en Mercedes el efecto que debía esperarse; apretó la mano de su hijo, y prorrumpió en copioso llanto. Las lágrimas la aliviaron.

Alberto permaneció un momento en pie y sin proferir una palabra junto a la cama de su madre. Veíase en su pálida cara y sus fruncidas cejas que el deseo de venganza se arraigaba cada vez más en su corazón.

Madre míadijo Alberto, ¿conocéis algún enemigo del señor Morcef?

Mercedes se estremeció al notar que el joven no había dicho «mi padre».

Hijo mío le dijo, las personas de la posición del conde tienen muchos enemigos a quienes no conocen, y éstos, como sabéis, son los más temibles.

Lo sé, y por eso recurro a vuestra perspicacia; sois, madre mía,

una mujer tan superior, que nada se os oculta.

¿Por qué me decís eso?

Supongo que observasteis que la noche del baile, el señor de Montecristo no se permitió tomar nada en casa.

Mercedes, incorporándose sobre el brazo, y con ardiente fiebre, le dijo:

¡El señor de Montecristo! ¿Y qué tiene que ver eso con la pregunta que me hacéis?

Sabéis, madre mía, que Montecristo es casi un oriental, y los orientales, para conservar toda su libertad en su venganza, no comen ni beben jamás en casa de sus enemigos.

¿El señor de Montecristo nuestro enemigo, decís, Alberto? respondió Mercedes poniéndose pálida como una muerta. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Y por qué? ¿Estáis loco, Alberto? Montecristo nos ha manifestado siempre la mayor amistad, os ha salvado la vida, y vos mismo nos lo presentasteis; ¡oh, hijo mío!, si tenéis semejante idea, desechadla; y si puedo recomendaros, o mejor diré rogaros, una cosa, es que estéis bien con él.

Madre mía, ¿tenéis sin duda algún motivo personal para recomendarme tanto a ese hombre?

¡Yo! replicó Mercedes poniéndose colorada con la misma rapidez con que antes había palidecido, y volviendo de nuevo a su palidez.

Sí, sin duda, y esa razón no es dijo Alberto la de que ese hombre no puede hacernos mal.

Me habláis de un modo extraño, Alberto, y me hacéis singulares prevenciones. ¿Qué os ha hecho el conde? Hace tres días que estabais con él en Normandía, y le mirabais como a vuestro mejor amigo.

Una sonrisa irónica se asomó a los labios de Alberto; Mercedes la vio, y con el instinto de mujer y de madre lo adivinó todo; pero prudente y valerosa, ocultó su turbación y su miedo.

Alberto permaneció silencioso, y la condesa al poco rato reanudó la conversación.

¿Veníais a preguntarme cómo estaba? Os responderé francamente, hijo mío, que no me siento bien; debéis quedaros aquí, Alberto; me acompañaréis, necesito no estar sola.

Con mucho gusto, madre mía. Sabéis que es mi mayor dicha, pero un asunto urgente a importante me impide haceros compañía esta noche.

¡Ah!, muy bien, Alberto; no quiero que seáis esclavo de vuestra piedad filial.

Alberto hizo como que no oía, saludó a su madre y salió.

Apenas hubo cerrado la puerta, cuando Mercedes mandó llamar a un criado de confianza, le ordenó que siguiese a Alberto a todas partes y viniese a darle cuenta de todo.

En seguida, entró su doncella, y aunque muy débil, se vistió para estar pronta a lo que pudiera presentarse.

La comisión dada al lacayo no era difícil de ejecutar. Alberto entró en su cuarto y se vistió con suma elegancia; a las ocho menos diez minutos llegó Beauchamp; había visto a ChateauRenaud, el que le había ofrecido encontrarse en la orquesta al levantarse el telón.

Ambos subieron en el coche de Alberto, que no teniendo motivo para ocultar adónde iba, dijo:

A la Opera.

Tal era su impaciencia que llegó mucho antes de que se alzara el telón.

ChateauRenaud se hallaba sentado en su butaca, prevenido de todo por Beauchamp, y así Alberto no tuvo necesidad de decirle nada; la conducta de este hijo, que procuraba vengar a su padre, era tan natural, que ChateauRenaud no pensó en disuadirle, y se contentó con renovarle la promesa de que estaba a su disposición.

Debray no había llegado aún; pero Alberto sabía que rara vez faltaba a la Opera; se paseó de un lado a otro hasta que se levantó el telón. Esperaba encontrar a Montecristo en los corredores o en la escalera. Empezó la ópera, y fue a ocupar su asiento entre Chateau-Renaud y Beauchamp.

Pero su vista no se apartaba de aquel palco entre columnas, que durante todo el primer acto permaneció cerrado.

Finalmente, al mirar Alberto su reloj por centésima vez, al principio del segundo acto, la puerta se abrió, y Montecristo, vestido de negro, entró y se apoyó sobre la baranda para mirar a la sala; Morrel le seguía, buscando con la vista a su hermana y a su cuñado; divisóles en un palco segundo, y les saludó.

Al mirar el conde a la sala, vio sin duda un rostro pálido y dos ojos centelleantes que ávidamente le buscaban: reconoció a Alberto; pero la expresión que notó en aquella fisonomía tan trastornada, le aconsejó sin duda que fingiese no fijarse, cual si no le hubiese distinguido; sin dar, pues, lugar a que pudiese conocerse su pensamiento, se acomodó en su asiento, sacó su lente, y se puso a mirar con la mayor indiferencia a uno y otro lado.

Pero aunque aparentaba no hacer caso de Alberto, no le perdía de vista, y al caer el telón, concluido el segundo acto, su mirada infalible siguió al joven, que salía acompañado de sus dos amigos; al poco tiempo vio aparecer aquella misma cabeza por entre los cristales de un palco frente al suyo; comprendió que la tempestad se avecinaba, y aun cuando hablaba a Morrel con un semblante el más risueño, se había preparado a todo antes que oyese a la llave dar vuelta en la cerradura de su palm; abrióse éste, y Montecristo se volvió y se encontró con Alberto, lívido y temblando; tras él entraron Beauchamp y ChateauRenaud.

¡Hola! exclamó con aquella exquisita finura que le distinguía, he aquí un caballero que ha llegado al fin. Buenas noches, señor de Morcef.

Y el rostro de aquel hombre tan admirablemente dueño de sí mismo manifestaba la más perfecta cordialidad.

Morrel se acordó entonces de la carta que había recibido del vizconde, y en la que sin más explicación le rogaba asistiese a la ópera, y conoció que iba a suceder una terrible escena.

No venimos aquí para cambiar frases hipócritas o falsas muestras de amistad dijo el joven, venimos a pediros una explicación, señor conde.

Su voz era lúgubre, y apenas se dejaba oír por entre sus dientes, fuertemente apretados.

¿Una explicación en la Opera? dijo el conde, con aquel tono tranquilo y aquella mirada penetrante en que se distinguía al hombre enteramente dueño de sí mismo. Por poco versado que esté en las costumbres de París, no me parece, caballero, que sea éste el lugar adecuado para pedir explicaciones.

Cuando las personas se ocultan, cuando es imposible llegar hasta ellas, porque se excusan con que están en el baño, en la mesa o en la cama, es preciso dirigirse a ellas donde se las encuentra.

No es difícil hallarme dijo Montecristo, porque, si mal no recuerdo, ayer mismo estabais en mi casa.

Ayer dijo el joven, que se iba acalorando estaba en vuestra casa porque ignoraba quién erais.

Y al decir estas palabras, Alberto levantó la voz de modo que pudiesen oírlas las personas de los palcos inmediatos y las que pasaban por los corredores. Las unas volvieron la vista hacia el conde y las otras se detuvieron a la puerta detrás de Beauchamp y Chateau-Renaud, al ruido de aquel altercado.

¿De dónde venís? preguntó Montecristo, me parece que habéis perdido la cabeza. Y su semblante no dejó traslucir la menor emoción.

Con tal que comprenda vuestras perfidias y llegue a vengarme de ellas, tendré toda mi razón dijo Alberto, furioso.

No os comprendo replicó Montecristo, y aun cuando os comprendiera, no hablaríais más alto: estoy aquí en mi casa, y solamente yo tengo el derecho de levantar la voz sobre los demás. Salid, caballero.

Y mostró la puerta a Alberto con un admirable ademán imperativo.

¡Ah!, yo soy el que haré que salgáis vos de aquí respondió Alberto, apretando entre sus manos convulsivas su guante, que el conde no perdía de vista.

¡Bien! ¡Bien! dijo flemáticamente Montecristo, buscáis

una querella, caballero, lo veo; pero un consejo, vizconde, y conservadlo bien en la memoria: es muy mala costumbre meter ruido al provocar. No a todos conviene el ruido, señor de Morcef.

Al oír aquel nombre, un murmullo sordo se dejó oír entre los asistentes extraños a esta escena. Todos hablaban de Morcef desde la víspera.

Alberto, mejor que todos, y el primero, comprendió la alusión e hizo la demostración como de ir a tirar el guante al rostro del conde, pero Morrel le sujetó por la muñeca, mientras Beauchamp y Chateau-Renaud le detenían por detrás, temiendo que la escena rebasara los límites de una provocación.

Montecristo, sin levantarse, inclinando su silla solamente, alargó la mano, y cogiendo el guante húmedo y arrugado que el joven tenía en las suyas, le dijo con terrible acento:

Caballero, tengo por arrojado vuestro guante, y os lo enviaré envuelto con una bala; ahora ya, salid de aquí o llamo a mis criados y os hago poner en la puerta.

Ebrio, trastornado a inyectándosele los ojos en sangre, Alberto dio dos pasos atrás. Morrel aprovechó el momento para cerrar la puerta.

Montecristo volvió a tomar su lente, y se puso a mirar de un lado a otro, como si nada de particular hubiese sucedido.

¿Qué le habéis hecho? dijo Morrel.

Yo, nada, personalmente al menos.

Sin embargo, esta extraña escena debe tener una causa.

La aventura del conde de Morcef exaspera al desgraciado joven.

¿Tenéis alguna parte en ella?

Haydée es la que ha instruido a la Cámara de los Pares de la traición de su padre.

Me habían dicho, efectivamente, aunque no quise creerlo, que la esclava griega que he visto con vos en este mismo palco es la hija de AlíBajá; pero repito que no quise creerlo.

Pues es verdad.

¡Ay, Dios mío!, ahora lo comprendo todo, y esta escena ha sido premeditada.

¿Cómo es eso?

Alberto me escribió que no dejase de venir esta noche a la Opera, y fue sin duda para que presenciase el insulto de que quería haceros objeto.

Probablemente dijo Montecristo con su imperturbable tranquilidad.

¿Y qué haréis con él?

¿Con quién?

Con Alberto.

¿Con Alberto? ¿Qué es lo que yo haré, Maximiliano? respondió el conde en el mismo tono, tan cierto como estáis aquí y aprieto vuestra mano, le mataré mañana antes de las diez; he aquí lo que haré.

Morrel estrechó la mano de Montecristo entre las suyas, y tembló al sentir aquella mano frfa y aquella pulsación tranquila: admirado, soltó la mano de Montecristo.

¡Conde! ¡Conde! dijo.

Querido Maximiliano interrumpióle Montecristo, escuchad qué bien canta Duprez esta frase:

«¡Oh! Matilde, ídolo de mi alma.»

»Podéis creerme. Yo he sido el primero que adivinó el gran mérito de Duprez, en Nápoles, y el primero que le aplaudió.

Morrel conoció que era inútil hablar más y aguardó.

Concluyó el acto, cayó el telón, y al poco rato llamaron a la puerta.

Entrad respondió Montecristo, sin que su voz mostrase alteraci6n.

Presentóse Beauchamp.

Buenas noches, señor Beauchamp dijo Montecristo como si viese al periodista por primers vez en aquella noche, sentaos.

Beauchamp saludó y se sentó.

Caballero dijo a Montecristo, acompañaba un momento ha, como pudisteis ver, al señor de Morcef.

Lo cual significa que vendríais de comer juntos respondió Montecristo riéndose, me alegro de ver que habéis sido más sobrio que él.

Convengo en que Alberto no ha tenido razón para arrebatarse de aquel modo, y yo por mi parte vengo a presentaros mis excusas: ahora que están hechas las mías, oíd, señor conde, os diré que os supongo demasiado galante para rehusar el dar alguna explicación de vuestras relaciones con la gente de Janina; y después añadiré dos palabras sobre esa joven griega.

Montecristo le hizo seña de que bastaba.

Vamos dijo riéndose, he aquí todas mis esperanzas destruidas.

¿Por qué? preguntó Beauchamp.

Claro, me habéis creado una reputación de excentricidad; soy,

según vos, un Lara, un Manfredo, un lord Ruthwen; y después de pasar por excéntrico, echáis a perder vuestro tipo, y queréis hacerme un hombre cualquiera, común, vulgar: me pedís explicaciones, en fin. Vamos, señor Beauchamp, queréis reíros.

Sin embargo, hay ocasiones respondió Beauchamp con altanería, en que el honor manda…

Señor de Beauchamp le interrumpió aquel hombre extraño, quien manda al conde de Montecristo es el conde de Montecristo; así, pues, no hablemos más de eso, si gustáis; hago lo que quiero, y creedme, siempre está bien hecho.

Caballero, no se paga a hombres de honor con esa moneda, y éste exige garantías.

Yo soy una garantía viva respondió Montecristo, impasible; pero sus ojos centelleaban amenazadores. Los dos tenemos en nuestras venas sangre que deseamos derramar; he aquí nuestra mutua garantía; llevad esta respuesta al vizconde, y decidle que mañana antes de las diez habré visto correr la suya.

Sólo me resta, pues dijo Beauchamp, fijar las condiciones del combate.

Me son del todo indiferentes dijo el conde, y era inútil venir a distraerme durante el espectáculo por tan poca cosa. En Francia se baten con espada o pistola, en las colonias con carabina y en Arabia con puñal. Decid a vuestro ahijado que aunque insultado, para ser excéntrico hasta el fin, le dejo el derecho de escoger las armas, y que aceptaré cualquiera sin distinción, cualquiera, entendéis bien, todo, todo; hasta el combate por suerte, que es lo más estúpido; pero yo estoy seguro de una cosa, y es que ganaré.

Está seguro de ganar dijo Beauchamp, mirando espantado al conde.

¡Eh!, ciertamente dijo Montecristo, alzando ligeramente los hombros,sin eso no me batiría con el señor de Morcef. Le mataré, es preciso, y sucederá. Os suplico tan sólo que me enviéis esta noche dos líneas, indicándome las armas y la hora, pues no me gusta que me esperen.

La pistola; a las ocho de la mañana en el bosque de Bolonia dijo Beauchamp sin saber si tenía que habérselas con un fanfarrón charlatán o con un ser sobrenatural.

Bien dijo Montecristo, ahora que todo está arreglado, dejadme oír la ópera, y decid a vuestro amigo Alberto que no vuelva por aquí esta noche con sus brutalidades de mal género, que se retire a su casa y se acueste.

Beauchamp se retiró admirado.

Ahora cuento con vos, ¿no es cierto? dijo Montecristo volviéndose hacia Morrel.

Ciertamente, y podéis disponer de mí, conde; sin embargo,..

¿Qué?

Sería importante conocer la verdadera causa…

¿Luego, rehusáis?

No.

¿La verdadera causa, Morrel? dijo el conde, ese joven marcha a ciegas y no la conoce él mismo: la verdadera causa la sabemos Dios y yo; pero os doy mi palabra de honor que Dios que la conoce estará por nosotros.

Eso me basta, conde respondió Morrel.

¿Quién es vuestro segundo testigo?

No conozco a nadie en París, a quien yo quiera hacer este honor más que a vos y a vuestro cuñado Manuel. ¿Creéis que rehusará este servicio?

Os respondo de él como de mí.

Bien; es cuanto necesito; por la mañana, a las siete y media, en mi casa. ¿No es eso?

Estaremos allí.

¡Chist!, he aquí que se levanta el telón: escuchemos; tengo por costumbre no perder una nota en esta ópera; ¡es tan hermosa la música del Guillermo Tell!

Montecristo esperó, según su costumbre, a que Duprez hubiese cantado su famosa Sígueme, y entonces se levantó y salió.

A la puerta se separó de él Morrel, renovándole la promesa de ir a su casa con Manuel al día siguiente a las siete de la mañana en punto. Subió en seguida a su coche tranquilo y risueño; a los cinco minutos estaba en su casa; solamente el que no conociese al conde podría dejarse engañar al ver el modo con que al entrar dijo a Alí:

Alí, mis pistolas con culata de marfil.

Trájole la caja, la abrió, y el conde se puso a examinarlas con aquella atención propia del hombre que va a confiar su vida a un porn de hierro y plomo.

Eran pistolas no comunes, que Montecristo había mandado hacer para tirar al blanco dentro de su habitación; una cápsula sola bastaba para hacer salir la bala; el ruido era casi imperceptible, tanto que en la habitación inmediata ninguno hubiera podido dudar de que el conde, como se dice en términos de tiro, se ocupaba en ejercitar su pulso.

Apenas había cogido la pistola, y se preparaba a buscar el blanco

en una plancha de plomo que le servía para tal efecto, cuando se abrió la puerta del despacho y entró Bautista.

Pero antes de que éste hablase, el conde vio en la pieza inmediata a una mujer rubierta con un velo, que había seguido al criado; ella, que vio también al conde con la pistola en la mano y dos floretes de combate sobre la mesa, entró inmediatamente en la habitación.

¿Quién sois, señora? preguntó el conde a la mujer cubierta aún con el velo.

La desconocida miró en derredor para asegurarse de que estaban solos, a inclinándose después como si hubiese querido arrodillarse, juntando las manos y con el acento de la desesperación:

¡Edmundo dijo, no matéis a mi hijo!

El conde retrocedió; un grito se escapó de sus labios, y dejó caer el arma que tenía en la mano.

¿Qué nombre acabáis de pronunciar, señora de Morcef? dijo.

El vuestro respondió levantando su velo, el vuestro, que solamente yo no he olvidado. Edmundo, no es la señora de Morcef la que viene a veros; es Mercedes.

Mercedes murió, señora, y no conozco ya a ninguna de ese nombre.

Mercedes vive, y Mercedes se acuerda de vos; no sólo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz; desde entonces os sigue Paso a paso, vela sobre vos y os teme; ella no ha tenido necesidad de adivinar de dónde salió el golpe que ha herido al señor de Morcef.

Fernando, queréis decir, señora prosiguió Montecristo con amarga ironía, puesto que recordamos nuestros nombres propios, recordémoslos todos.

Y Montecristo pronunció aquel Fernando con tal expresión de odio, que Mercedes sintió un frío temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.

Bien veis, Edmundo, que no me había engañado y que con razón os decía: ¡no matéis a mi hijo!

¿Y quién os ha dicho, señora, que yo quiero hacer algún daño a vuestro hijo?

¡Nadie, Dios mío!, pero una madre está dotada de doble vista: todo lo he adivinado, le he seguido esta noche a la Opera, y oculta en un palmera, lo he visto todo.

Así, pues, ya que lo habéis visto todo, ¿habréis visto también que el hijo de Fernando me ha insultado públicamente? dijo Montecristo con una calma terrible.

¡Oh! ¡Por piedad!'

Ya habéis visto que me habría arrojado el guante a la cara si uno de mis amigos, el señor Morrel, no le hubiese detenido el brazo.

Escuchadme: mi hijo todo lo ha adivinado, y os atribuye las desgracias de su padre.

Señora dijo Montecristo, os engañáis, no son desgracias, es un castigo; no he sido yo, ha sido la Providencia la que ha castigado al señor de Morcef.

¿Y por qué sustituís vos a la Providencia? exclamó Mercedes. ¿Por qué os acordáis, cuando ella olvida? ¿Qué os importan a vos, Edmundo, Janina y su visir? ¿Qué mal os hizo Fernando Mondego al hacer traición a AlíTebelín?

Pero eso, señora, es un asunto que concierne al capitán franco y a la hija de Basiliki. Nada tengo que ver con eso; decís muy bien, y por eso si he jurado vengarme, no es ni del capitán franco, ni del conde de Morcef, sino del pescador Fernando, marido de la catalana Mercedes.

¡Ah! dijo la condesa, ¡qué terrible venganza, por una falta que la fatalidad me hizo cometer!, porque la culpable soy yo, Edmundo, y si queríais vengaros debió ser de mí, que no tuve fuerza para resistir vuestra ausencia y mi soledad.

Pero ¿por qué estaba yo ausente y vos sola?

Porque estabais detenido, Edmundo, porque estabais preso.

¿Y por qué estaba yo preso?

No lo sé dijo Mercedes.

No lo sabéis, señora, así lo creo; pero voy a decíroslo; me prendieron, porque la víspera misma del día en que iba a casarme con vos, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribió esta carta que el pescador Fernando se encargó de poner en el correo.

Y dirigiéndose hacia un escritorio, abrió Montecristo un cajón y sacó un papel, cuya tinta se había ya enrojecido, poniendo a la vista de Mercedes la carta de Danglars al procurador del rey, que el día en que había pagado los doscientos mil francos al señor Boville, el conde, nombrándose agente de la casa de Thompson y French, había sustraído del proceso de Edmundo Dantés.

Mercedes leyó temblando lo siguiente:

«Se advierte al señor procurador del rey, por un amigo del trono y de la religión, que el llamado Edmundo Dantés, segundo del navío El Faraón, llegado esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y PortoFerrajo, ha sido encargado por Murat de una carta para el usurpador, y por éste de otra para el comité bonapartista de París.

»La prueba de este crimen se adquirirá prendiéndole, pues se le encontrará la carta encima, o en casa de su padre, o en su camarote a bordo.»

Ay, ¡Dios mío! dijo Mercedes pasando la mano por su frente,. inundada en sudor, y esta carta…

Doscientos mil francos me ha costado el poseerla, señora, pero es barata aún, puesto que me permite hoy disculparme a vuestros ojos.

¿Y el resultado de esta carta?

Ya lo sabéis, señora, fue mi prisión; pero ignoráis el tiempo que duró, ignoráis que permanecí catorce años a un cuarto de legua de vos en un calabozo en el castillo de If: lo que no sabéis es que cada día durante estos catorce años he renovado el juramento de venganza que había hecho el primero de ellos, y sin embargo ignoraba que os hubieseis casado con Fernando, mi delator, y que mi padre había muerto… ¡de hambre!

¡Santo cielo! exclamó Mercedes.

Pero lo supe al salir de mi prisión; y por Mercedes viva y por mi padre muerto, juré vengarme de Fernando, y me vengo.

¿Y estáis seguro de que el desgraciado Fernando hizo eso?

Por mi alma, señora, lo ha hecho como os lo digo; y además ¿no es mucho más odioso el haberse pasado a los ingleses siendo francés por adopción; siendo español de nacimiento haber hecho la guerra a los españoles; estipendiario de Alí, venderle traidoramente y asesinarle? Ante tales hechos, ¿qué es la carta? Una mixtificación galante que debe perdonar, lo reconozco y lo confieso, la mujer que se ha casado con ese hombre, pero que no perdona el amante que debió casarse con ella. Ahora bien, los franceses no se han vengado nunca del traidor: los españoles no le han fusilado. Alí desde su tumba ve sin castigo al asesino; pero yo, engañado, asesinado, enterrado vivo en una tumba, he salido de ella, gracias a Dios, y a Dios debo la venganza; me envía para eso y aquí estoy.

La pobre mujer inclinó la cabeza, dobláronse sus piernas y cayó de rodillas.

Perdonad, Edmundo, perdonad por Mercedes que os ama aún.

La dignidad de la esposa detuvo el ímpetu de la amante y de la madre.

Su frente se inclinó casi hasta tocar la alfombra.

El conde se acercó a ella y la levantó.

Sentada en un sillón, pudo en medio de sus lágrimas ver el rostro varonil de Montecristo en el que el dolor y el odio se pintaban de un modo amenazador.

¡Que no haya yo de extirpar esa raza maldita… ! ¡Que desobedezca a Dios que me ha sostenido para su castigo… ! Imposible, señora, imposible…

Edmundo dijo la pobre madre tocando todos los resortes, Edmundo cuando os llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me respondéis Mercedes?

¡Mercedes! repitió el conde, ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue.

Y temiendo ceder a los ruegos de la que tanto había amado, Edmundo llamaba en su socorro a todos los recuerdos de su odio.

Vengaos, Edmundo gritó la pobre madre, vengaos sobre los culpables, sobre él, sobre mí, pero no sobre mi hijo.

Está escrito en libro santo respondió Montecristo. «Las faltas de los padres caerán sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación.» Puesto que Dios ha dictado estas palabras a su profeta, ¿por qué seré yo mejor que Dios?

Porque Dios es dueño del tiempo y de la eternidad, y estas dos cosas escapan a los hombres.

Montecristo dio un suspiro que parecía un rugido, y se mesó los cabellos con desesperación.

Edmundo continuó Mercedes. Edmundo, desde que os conozco he adorado vuestro nombre, he respetado vuestra memoria. Amigo mío, no endurezcáis la imagen noble y pura que guardo en mi corazón. ¡Si supieseis los fervientes ruegos que he dirigido a Dios mientras os creí vivo y después muerto! Sí, muerto; me parecía ver vuestro cadáver sepultado en lo más hondo de una sombría torre, creía ver vuestro cuerpo precipitado en uno de aquellos abismos en que los carceleros arrojan a los prisioneros muertos, ¡y lloraba…! ¿Qué otra cosa podía yo hacer, Edmundo, sino llorar y orar? Escuchadme: durante diez años he tenido todas las noches el mismo sueño: dijeron que habíais querido evadiros, que tomasteis el puesto de uno de los presos que murió, y que arrojaron al vivo desde lo alto de la fortaleza de If; y que el grito que disteis al haceros pedazos contra las rocas lo descubrió todo. Pues bien, os juro, Edmundo, por la vida del hijo por quien os imploro, que durante diez años esa escena se ha presentado

a mi imaginación todas las noches, y he oído ese grito terrible que me hacía despertar temblando, despavorida; ¡y yo también, Edmundo, creedme, yo también, por criminal que sea, yo también he sufrido mucho… !

¿Habéis perdido vuestro padre estando ausente? preguntó Montecristo, ¿habéis visto a la mujer que amabais dar su mano a vuestro rival mientras os hallabais en un lóbrego calabozo?

No interrumpió Mercedes, no; pero he visto al hombre que amaba, dispuesto a ser el matador de mi hijo.

Mercedes pronunció estas palabras con un dolor tan intenso y un acento tan desesperado, que un suspiro desgarrador brotó de la garganta del conde.

El león estaba amansado; el vengador, vencido.

¿Qué me pedís, que vuestro hijo viva? Pues bien, vivirá.

Mercedes profirió un grito que hizo saltar dos lágrimas de los párpados del conde, pero aquellas dos lágrimas desaparecieron muy pronto, porque sin duda Dios había enviado un ángel para recogerlas, siendo mucho más preciosas a los ojos del Señor que las más hermosas perlas de Guzarate y de Ofir.

¡Ah! dijo Mercedes tomando la mano de Montecristo y llevándola a sus labios, ¡ah!, gracias, gracias, Edmundo, lo veo cual siempre lo he visto, cual siempre lo he amado: sí, ahora puedo decírtelo.

Sobre todo, porque el pobre Edmundo no tendrá ya mucho tiempo que hacerse amar de vos.

¿Qué decís, Edmundo?

Digo que, puesto que lo ordenáis, es preciso morir.

¡Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde vienen esas ideas de muerte?

No supondréis que ultrajado públicamente, en presencia de una sala entera, en presencia de vuestros amigos y de los de vuestro hijo, provocado por un niño, que se enorgullecerá de un perdón como de

una victoria; no supondréis, digo, que me queda un solo instante el deseo de vivir. Después de vos, Mercedes, lo que más he amado es a mí mismo, quiero decir, mi dignidad; esta fuerza que me hace superior a los demás hombres, esta fuerza es mi vida. En una palabra, vos la destruís; yo muero.

Pero este duelo no se efectuará, Edmundo, puesto que me perdonáis.

Se efectuará, señora dijo solemnemente Montecristo; sólo que en lugar de la sangre de vuestro hijo que debía beber la tierra, será la mía la que correrá.

Mercedes dio un gran grito, acercóse a Montecristo, pero de repente se detuvo.

Edmundo dijo, hay un Dios sobre nosotros; puesto que vivís y que os he vuelto a ver, a él me confío de todo corazón; esperando su apoyo, descanso en vuestra palabra; habéis dicho que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad?

Vivirá, sí, señora dijo Montecristo, sorprendido de que sin otra exclamación, sin otra sorpresa, Mercedes hubiese aceptado el sacrificio que le hacía.

Mercedes dio su mano al conde.

Edmundo le dijo con los ojos arrasados de lágrimas, ¡cuán hermosa, cuán grande es la acción que acabáis de hacer! Es sublime haber tenido piedad de una pobre mujer que se presentaba a vos con todas las probabilidades contrarias a sus esperanzas. ¡Desdichada!, he envejecido más a causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo recordar a mi Edmundo con una sonrisa, con una mirada; aquella Mercedes que otras veces ha pasado tantas horas contemplándole. Creedme, os he declarado que yo también había sufrido mucho, y os lo repito, es muy triste pasar la vida sin un solo goce, sin conservar una sola esperanza; pero eso prueba que todo no ha concluido aún sobre la tierra. No, todo no ha terminado, y me lo demuestra lo que me queda aún en el corazón; os lo repito, Edmundo, es hermoso, grande, sublime, perdonar como lo habéis hecho ahora.

Decís eso, Mercedes, ¿y qué diríais si conocieseis la extensión del sacrificio que os hago? Imaginad que el Hacedor Supremo, después de haber creado el mundo y fertilizado el caos, se hubiese detenido en la tercera parte de la creación, para ahorrar a un ángel las lágrimas que nuestros crímenes debían hacer correr un día de sus ojos inmortales; suponed que después de prepararlo y fecundizarlo todo, en el instante de admirar su obra, Dios hubiese apagado el sol, y rechazado con el pie el mundo en la noche eterna; entonces podréis tener una idea o mejor, no, no, ni aun así podéis tenerla, de lo que yo pierdo, perdiendo la vida en este momento.

Mercedes miró al conde con un aire que revelaba su admiración y su gratitud. El conde apoyó su frente sobre sus manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas.

Edmundo dijo Mercedes, sólo me resta una palabra que deciros.

Montecristo se sonrió con tristeza.

Edmundo continuó ella, veréis que si mi frente ha palidecido, si el brillo de mis ojos se ha apagado, si mi hermosura se ha marchitado, que si Mercedes, en fin, no se parece a ella, más que en los

rasgos de su fisonomía, veréis que su corazón es siempre el mismo… Adiós, pues, Edmundo; nada tengo ya que pedir al cielo… Os he vuelto a ver, y os hallo tan noble y grande como otras veces. ¡Adiós, Edmundo, adiós y gracias!

Montecristo no respondió.

Mercedes abrió la puerta del despacho y había desaparecido antes que él volviese del profundo letargo en que su malograda venganza le había sumido.

Daba la una en el reloj de los Inválidos, cuando el ruido del coche que se llevaba a la señora de Morcef hizo levantar la cabeza al conde de Montecristo.

Fui un insensato dijo en no haberme arrancado el corazón el día que juré vengarme.

Capítulo sexto

El desafío

Cuando Mercedes hubo salido, todo quedó en silencio en casa de Montecristo; su espíritu enérgico se adormeció, como el cuerpo después de una gran fatiga.

¡Qué! dijo entre sí, mientras la lámpara y las bujías se consumían, y sus criados esperaban impacientes en la antecámara, ¡qué!, ¡el edificio preparado con tanto trabajo, edificado con tanto cuidado, ha venido a tierra de un solo golpe, con una sola mirada, con una palabra! ¡Y qué! Era yo quien me creía algo, quien estaba tan confiado en mí mismo, quien viéndome tan poca cosa en la prisión de If, y quien habiendo sabido llegar a ser tan grande, ¡habré trabajado para ser mañana un poco de polvo! No siendo la muerte del cuerpo, esta destrucción del principio vital ¿no es el reposo al cual todos los desgraciados aspiran? Esa tranquilidad de la materia tras la que he suspirado tanto tiempo y a la que me encaminaba por medio del hambre, cuando Faria se presentó en mi calabozo. ¿Qué es la muerte para mí? Uno o dos grados más en el silencio. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos combinados con tanto trabajo, llevados a cabo con tanta constancia. La Providencia que yo creía que les favorecía, les es contraria; Dios no quiere que se cumplan.

»El peso inmenso que sobre mí echara, inmenso como el mundo y que creí poder llevar hasta el fin era según mi voluntad y no según mis fuerzas, y me será preciso abandonarlo a la mitad de mi carrera. ¡Ahl, ¡me convertiré en fatalista cuando catorce años de desesperación y diez de confianza me habían hecho providencial!

»Y todo esto, Dios mío, porque mi corazón, que yo creía muerto, estaba solamente amortiguado, porque se ha despertado y ha latido, porque ha cedido al dolor y la impresión que ha causado en mi pecho la voz de una mujer.

»No obstante continuó el conde, abismándose cada vez más en la idea del terrible día siguiente que había aceptado Mercedes, es imposible que esa mujer cuyo corazón es tan noble, haya obrado así por egoísmo, y consentido en que me deje matar yo, lleno de vida y fuerza; es imposible que lleve hasta este punto el amor o delirio maternal; hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá ideado alguna escena patética, vendrá a ponerse entre las dos espadas, y eso será ridículo sobre el terreno, como ha sido sublime aquí.»

El tinte de orgullo se dejó ver en la frente del conde.

¡Ridículo!, y recaería sobre mí… ¡Yo…!, ridículo. Vamos, prefiero morir.

Y a fuerza de exagerarse así la acción del día siguiente, llegó a decidir:

¡Qué tontería! ¡Dárselas de generoso colocándose como un poste a la boca de la pistola que tendrá en la mano aquel joven! Jamás creerá que mi muerte ha sido un suicidio, y con todo, importa por el honor de mi memoria… no es vanidad, Dios mío, sino un justo orgullo; importa que el mundo sepa que he consentido yo, por mi voluntad, por mi libre albedrío en detener mi brazo. Es preciso, y lo haré.

Y tomando una pluma, sacó un papel de uno de los cajones del secreter, y trazó al final de este papel, que era su testamento, hecho desde su llegada a París una especie de codicilo, en el que hacía comprender su muerte aun a los menos avisados.

Hago esto, Dios mío dijo con los ojos levantados al cielo, tanto por honor vuestro como por el mío: me he considerado durante diez años como el enviado por vuestra venganza, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eternidad.

Mientras se hallaba vacilante entre estas terribles incertidumbres, verdaderos sueños del hombre despierto por el dolor, el día que entraba por los cristales vino a iluminar sus manos pálidas, ahogadas

aún en el azulado papel en que acababa de trazar aquella sublime justificación de la Providencia.

Eran las cinco de la mañana.

De pronto llegó a su oído un pequeño ruido, creyó haber oído un suspiro; volvió la cabeza, miró alrededor y no vio a nadie; el ruido sí, se repitió bastante claro para que la certidumbre sucediese a la duds.

Levantóse de su asiento, abrió con cuidado la puerta del salón, y vio sentada en un sillón, con los brazos caídos y su hermosa cabeza indinada atrás, a la bella Haydée, que se había sentado frente a la puerta, a fin de que no pudiese salir sin verla; pero que el desvelo y el cansancio la habían rendido; el ruido que hizo el conde al abrir la puerta no la despertó.

El conde fijó en ella una mirada llena de dulzura.

Ella se ha acordado dijo de que tenía un hijo, y yo he olvidado que tenía una hija y moviendo la cabeza añadió: Ha querido verme, ¡pobre Haydée!, ha querido hablarme; teme o adivina lo que ha sucedido… No, yo no puedo irme sin decide adiós, no puedo morir sin confiarla a alguien.

Volvió a entrar en la estancia, y sentándose de nuevo agregó estas líneas:

Lego a Maximiliano Morrel, capitán de spahis, a hijo de mi antiguo patrón Pedro Morrel, armador de Marsella, veinte millones, de los gue dará una parte a su hermana y a su cuñado Manuel, en el caso que no crea que un aumento de fortuna puede perturbar su felicidad; estos veinte millones están enterrados en mi gruta de Montecristo. Bertuccio conoce el secreto.

Si su coraxón está libre, y quiere casarse con Haydée, hija de Alí, bajá de Janina, a la que he educado con el amor de un padre, y que me ha profesado la ternura de una hija, llenará, no diré mi última voluntad, pero sí mi última esperanza.

El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mí fortuna, consistente en tierras, rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, muebles de mis diferentes palacios y casas, y que fuera de los legados hechos, asciende aún a más de sesenta millones.

Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que resonó a su espalda hizo que se le cayese la pluma de la mano.

Haydée dijo, ¿habéis leído?

En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus ligeros pasos sobre la alfombra:

¡Oh, mi señor! dijo juntando las manos, ¿por qué escribís a estas horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?

Tengo que hacer un viaje dijo Montecristo con una expresión de inefable ternura, y si me sucediese una desgracia…

El conde se detuvo.

¿Y bien? preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le conocía aún.

¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea dichosa.

Haydée sonrió con tristeza.

Pues bien, si morís dijo, legad vuestra fortuna a otros, porque si morís no tengo necesidad de nada.

Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel esfuerzo la debilitó totalmente y cayó desmayada.

Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos cerrados y su hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija.

¡Ay! murmuró, aún hubiera podido ser dichoso.

Llevó a Haydée hasta su cuarto, y desmayada aún la entregó a sus criadas; volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.

Al terminar, oyó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y vio bajar a Maximiliano y Manuel.

¡Bueno! dijo, ya era tiempo y cerró su testamento, poniéndole tres sellos. Un momento después se oyó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la puerta; presentóse Morrel, que se había adelantado veinte minutos a la hora de la cita.

Quizá vengo muy temprano, señor conde dijo, pero os confesaré francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como siempre, para volver conmigo.

Montecristo no pudo resistir a esta prueba de afecto, y no fue la mano la que alargó al joven, sino los brazos los que abrió.

Morrel le dijo emocionado, es un hermoso día para mí, pues que me veo amado de este modo por un hombre como vos. Buenos días, Manuel. ¿Conque venís conmigo, Maximiliano?

¡Vive Dios! dijo el capitán. ¿Lo habíais dudado?

Pero si yo no tuviese razón…

Escuchad: ayer os estuve observando durante toda la escena de la provocación; he pensado toda la noche en vuestra serenidad, y he

concluido o que la justicia está de vuestra parte, o que mentirá siempre el exterior de los hombres.

Sin embargo, Morrel, Alberto es vuestro amigo.

Un simple conocido, conde.

Le visteis por primera vez el mismo día que a mí.

Sí, es verdad, pero ¿qué queréis? Es preciso que me lo recordéis para que lo tenga presente.

Gracias, Morrel.

Dio en seguida un golpe en el timbre.

Toma dijo a Alí, que se presentó inmediatamente, lleva eso a casa de mi notario. Es mi testamento. Morrel, si muero, iréis a enteraros de él.

¡Cómo! exclamó Morrel, ¿morir vos?

¿Y qué, no es necesario preverlo todo? ¿Pero qué hicisteis ayer después que nos separamos, amigo querido?

Fui a casa de Tortoni, adonde encontré a Beauchamp y Chateau-Renaud, y os confieso que les buscaba.

¿Para qué, puesto que estábamos de acuerdo en todo?

Escuchad, conde; el asunto es grave, inevitable.

¿Lo dudabais?

No. La ofensa fue pública, y todo el mundo habla de ella.

Y bien, ¿qué?

Esperaba hacer cambiar las armas, empleando la espada en vez de la pistola; la pistola es ciega.

¿Lo habéis conseguido? preguntó vivamente Montecristo, que entreveía alguna esperanza.

No, porque saben lo bien que tiráis el florete.

¡Bah! ¿Y quién lo ha descubierto?

Los maestros de armas con quienes os habéis batido.

¿Y no habéis logrado al fin nada?

Han rehusado decididamente.

Morrel dijo el conde, ¿me habéis visto tirar a la pistola?

No.

Pues bien, tenemos tiempo; mirad.

El conde tomó las pistolas que tenía cuando Mercedes entró, y pegando una estrella de papel, más pequeña que un franco contra la placa, de cuatro tiros le quitó seguidos cuatro picos.

A cada tiro, Morrel palidecía. Examinó las balas con que Montecristo ejecutaba aquel admirable juego, y vio que eran balines.

Es espantoso; ved, Manuel y volviéndose en seguida a Montecristo :

No matéis a Alberto, conde le dijo, tiene una madre.

Es justo dijo Montecristo, y yo no tengo…

Pronunció estas palabras con un tono que hizo estremecer a Morrel.

Vos sois el ofendido, conde.

Sin duda, ¿y qué queréis decir con eso?

Quiero decir que vos tiráis el primero.

¿Yo tiro el primero?

¡Oh!, eso es lo que yo le he exigido, pues demasiadas concesiones les hemos hecho ya para poder exigir esto.

¿Y a cuántos pasos?

A veinte.

Una espantosa sonrisa se asomó a los labios del conde.

Morrel le dijo, no olvidéis lo que acabáis de ver.

Por eso sólo cuento con vuestros sentimientos para salvar a Alberto.

¿Mis sentimientos?dijo MonteCrísto.

O vuestra generosidad, amigo mío; seguro, como estáis, de vuestro golpe, os diría una cosa que sería ridícula si la dijese a otro.

¿Cuál?

Rompedle un brazo, heridle, pero no le matéis.

Morrel, escuchad aún dijo el conde: no tengo necesidad de que intercedan por el señor de Morcef; el señor de Morcef, os lo prevengo, volverá tranquilo con sus dos amigos, mientras que yo…

¿Y bien, vos?

A mí me traerán.

¡Vamos, pues! gritó Maximiliano exasperado.

Como os lo digo, mi querido Morrel, el señor de Morcef me matará.

Morrel miró al conde como un hombre a quien no se comprende.

¿Qué os ha sucedido de ayer tarde acá, conde?

Lo que a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto un fantasma.

¿Y ese fantasma?

Ese fantasma, Morrel, me ha dicho que ya he vivido bastante. Maximiliano y Manuel se miraron; Montecristo sacó el reloj.

Vámonos dijo, son las siete y cinco minutos, y la cita es a las ocho en punto.

Le esperaba un coche. Montecristo subió a él con sus dos testigos. Al atravesar el corredor, el conde se detuvo a escuchar junto a una puerta, y Maximiliano y Manuel, que, por discreción, siguieron andando, creyeron oírle suspirar.

A las ocho en punto llegaron al lugar de la cita.

Henos aquí dijo Morrel, asomándose por la ventanilla del coche, y somos los primeros.

El señor me perdonará dijo Bautista, que había seguido a su amo con un terror indecible, pero me parece que hay alli un coche entre los árboles.

Montecristo saltó al suelo con ligereza y dio la mano a Manuel y Maximiliano para ayudarlos a bajar. Maximiliano retuvo entre las suyas la mano del conde.

He aquí dijo, una mano como me gusta ver en un hombre que confía en la bondad de su causa.

En efecto dijo Manuel, creo que allí hay dos jóvenes que esperan.

Montecristo, sin llamar aparte a Morrel, se separó dos o tres pasos de su cuñado.

Maximiliano le preguntó, ¿tenéis el corazón libre?

Morrel miró a Montecristo con admiración.

No exijo de vos una confesión, mi querido amigo, os hago solamente una sencilla pregunta.

Amo a una joven, conde.

¿Mucho?

Más que a mi propia vida.

Vamos dijo Montecristo, he aquí una esperanza perdida y añadió suspirando: ¡Pobre Haydée…!

En verdad, conde, que si no supiese lo valiente que sois, dudaría.

¡Porque pienso en alguien que voy a dejar y porque suspiro! Morrel, un soldado debe tener más conocimientos en cuanto a valor. ¿Creéis que siento perder la vida? ¿Qué me importa morir o vivir cuando he pasado veinte años entre la vida y la muerte? Además, estad tranquilo, Morrel; esta debilidad, si lo es, es sólo para vos. Sé que el mundo es un gran salón del que es necesario salir con cortesía, saludando y pagando sus deudas de juego.

Sea enhorabuena, eso se llama hablar razonablemente le dijo Morrel; a propósito, ¿habéis traído vuestras armas?

¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores traerán las suyas.

Voy a informarme dijo Morrel.

Sí; pero nada de negociaciones, ¿entendéis?

Sí; descuidad.

Morrel se dirigió hacia Beauchamp y ChateauRenaud; éstos, al ver el movimiento de Maximiliano, se adelantaron a su encuentro; saludáronse los tres jóvenes, si no con afabilidad, al menos con cortesía.

Perdón, señores dijo Morrel, pero no veo al señor Morcef.

Esta mañana nos ha avisado que vendría a reunirse con nosotros sobre el terreno.

¡Ah! dijo Morrel.

Son las ocho y cinco minutos; todavía no hay tiempo perdido, señor de Morrel dijo Beauchamp.

¡Oh! dijo Maximiliano, no lo he dicho con esa intención.

Además añadió ChateauRenaud, he allí un carruaje.

Efectivamente, venía un carruaje al gran trote hacia el sitio en que ellos estaban.

Señores dijo Morrel,sin duda habréis traído vuestras pistolas. El señor de Montecristo dice que renuncia al derecho que tiene de servirse de las suyas.

Habíamos previsto que el conde tendría esta delicadeza, señor de Morrel dijo Beauchamp; he traído armas que compré hace ocho días, creyendo las necesitaría para un asunto como éste. Son nuevas, y no han servido aún. ¿Queréis examinarlas?

¡Oh!, señor Beauchamp dijo Morrel, me aseguráis que el señor de Morcef no conoce esas armas y podéis creer que vuestra palabra me basta.

Señores dijo ChateauRenaud, no era Morcef el que llegaba en aquel coche: son Franz y Debray.

En efecto, se acercaban los dos hombres acabados de nombrar.

Vosotros aquí, caballeros les dijo ChateauRenaud, ¿y por qué casualidad?

Porque Alberto nos ha rogado que esta mañana nos encontrásemos aquí.

Beauchamp y ChateauRenaud se miraron asombrados.

Señores dijo Morrel, me parece que lo comprendo.

Veamos.

Ayer a mediodía recibí una carta del señor de Morcef, en la que me rogaba no faltase al teatro.

Y yo también dijo Debray.

Y yo exclamó Franz.

Y también nosotros dijeron Beauchamp y ChateauReanud.

Sí, eso es dijeron los jóvenes; Maximiliano, según todas las probabilidades, habéis acertado.

Sin embargo, Alberto no llega, y ya se retrasa de diez minutos dijo ChateauRenaud.

Allí viene dijo Beauchamp, y a caballo; miradlo, corre a escape, y le sigue su criado.

¡Qué imprudencia, venir a caballo para batirse a pistola, y yo que le he enseñado lo que debía hacer!

Y además añadió Beauchamp,con el cuello por encima de la corbata, frac abierto y chaleco blanco; ¿por qué no se ha hecho pintar un blanco en el estómago, y hubiera sido mucho más rápido concluir con él?

Mientras hacían estos comentarios, Alberto había llegado a diez pasos del grupo que formaban los cinco jóvenes, paró el caballo, se apeó, y alargó la brida a su criado.

Acercóse, estaba pálido, sus ojos enrojecidos a hinchados; se conocía que no había dormido un minuto en toda la noche.

Gracias, señores les dijo, porque habéis tenido la bondad de hallaros aquí como os había rogado: os estoy infinitamente reconocido por esta prueba de amistad.

Al acercarse Morcef, Morrel se había retirado diez o doce pasos, y permanecía aparte.

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