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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 32)



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Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:

El señor de Boville, receptor general de hospitales.

¡Por vida mía! dijo Montecristo, parece que llegué a tiempo para gozar de vuestras firmas. Se las disputan.

Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo .

El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguardaba en el salón y fue introducido inmediatamente en el despacho del banquero.

El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el receptor de hospitales.

Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediatamente al banco.

Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.

No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.

Buenos días dijo, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.

Habéis adivinado, señor barón dijo el señor de Boville, los hospitales acuden a veros en mi persona. Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.

¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! respondió Danglars, prolongando la broma, ¡pobres niños!

Pues heme aquí en su nombre dijo Boville. ¿Recibisteis mi carta de ayer?

Sí.

Pues aquí tenéis mi recibo.

Mi querido Boville dijo el banquero, vuestras viudas y vuestros huérfanos tendrán, si queréis, la bondad de aguardar veinticuatro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí ahora…, ¿le habéis visto?

Sí, ¿y qué?

El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones.

¿Cómo es eso?

Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French, de Roma. Ha venido a pedirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el banco, donde tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días añadió Danglars sonriéndose no digo lo contrario.

Vamos, pues exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad, ¡cinco millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!

Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.

¡Cinco millones!

Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad.

El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:

Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.

¡Luego es cierto! exclamó.

¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?

Sí dijo el señor de Boville, hice una vez un negocio de doscientos mil francos en ella, pero no la había vuelto a oír nombrar.

Es una de las mejores casas de Europa dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa de tomar de manos del señor Boville.

¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal conde de Montecristo?

No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje.

El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.

Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.

¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los meses.

Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Morcef y su hijo.

¿Qué ejemplo?

Han dado toda su fortuna a los hospicios.

¿Qué fortuna?

La suya, la del difunto general Morcef.

¿Y con qué razón?

Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserablemente.

¿Y de qué van a vivir?

La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.

¡Toma!, ¡toma! dijo Danglars, eso sí que son escrúpulos.

Ayer hice registrar el acta de donación.

¿Y cuánto poseían?

No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.

Con mucho gusto dijo el banquero con la mayor naturalidad. ¿Ese dinero os urge mucho?

Sí, el arqueo se efectúa mañana.

Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arquco?

Alas dos.

Enviad a las doce dijo Danglars con amable sonrisa.

El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.

Pero, ahora que recuerdo, haced más.

¿Qué queréis que haga?

El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán al instante.

¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?

Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo.

El receptor dio un salto atrás.

¡Porvida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a…?

He creído por un momento, perdonadme dijo el banquero con una imprudencia sin igual, he creído que tendríais algún pequeño déficit que llenar.

¡Ah! dijo Boville.

Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.

Gracias a Dios, no.

Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?

Sí; hasta mañana, pero sin falta.

¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avisado.

Vendré yo mismo.

Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.

Y se estrecharon la mano.

A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene lugar?

No dijo el banquero, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.

¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?

Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.

Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.

¡Pobre Eugenia! dijo el banquero, dando un profundo suspiro. ¿Sabéis que ingresa en un convento?

No.

Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a partir con una amiga suya, religiosa ya, y va a buscar un convento severo en Italia o España.

¡Oh! Es terrible.

Y el séñor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimentando al barón.

Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que hayan visto a Frederik representar el Robert Hacaire, exclamó:

¡Imbécil!

Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:

Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.

Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuenta mil francos en billetes de banco, quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:

A la señora baronesa de Danglars.

Esta noche murmuró yo mismo la colocaré en su tocador.

Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:

Bueno, aún puede servir dos meses.

Capítulo doce

El cementerio del Padre Lachaise

E1 señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.

El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: "Familias SaintMerán y Villefort". Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.

Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal SaintHonoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas componían el acompañamiento.

Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una gran desgracia, y que a pesar dei vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

ChateauRenaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

¿Dónde está Morrel? preguntó. ¿Alguien lo sabe?

Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria contestó ChateauRenaud, porque nadie le ha visto.

El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad a inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.

Mirad dijo Beauchamp a Debray, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?

Y se lo hicieron observar a ChateauRenaud.

¡Qué pálido está! dijo aquél, estremeciéndose.

Tendrá frío replicó Debray.

No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.

¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.

Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.

No lo sé respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.

Los discursos han terminado. Adiós, señores dijo bruscamente el conde.

Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.

Sólo ChateauRenaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.

Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.

El joven se arrodilló.

El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.

Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:

¡Oh! ¡Valentina!

Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el hombro, le dijo:

Os buscaba, mi querido amigo.

El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.

Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:

Ya veis que estaba rezando.

La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación quedó más tranquilo.

¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?

No, gracias.

¿Deseáis alguna cosa?

Dejadme rezar.

El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.

Descendió lentamente por la calle de la Roquette.

El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.

Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.

Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.

Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.

¡Ah!, señor conde de Montecristo exclamó con aquella alegría que solía manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.

Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? preguntó el conde.

Creo que le he visto pasar, sí respondió la joven, pero llamad a Manuel, por favor.

Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa de la mayor importancia.

Id, pues le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.

Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.

Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.

¿Qué haré? dijo, y reflexionó un instante.

«¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido.»

El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.

No es nada dijo Montecristo, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. Y pasando el brazo, el conde abrió la puerta.

Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.

La culpa es de vuestros criados dijo el conde, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.

¿Os habéis lastimado, señor? preguntó fríamente Morrel.

No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?

¿Yo?

Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.

Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy militar.

Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo siguió.

¿Escribíais? repitió Montecristo mirándole fijamente.

Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.

El conde miró en derredor.

¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? dijo, señalando a Morrel. ¿Las armas puestas sobre la mesa?

Voy de viajerespondió con despecho Maximiliano.

¡Amigo mío! le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.

¿Señor?

Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo ruego.

¡Yo! respondió Morrel encogiéndose de hombros, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?

Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?

¡Bueno! dijo Morrel. ¿Qué idea es la vuestra?

Os digo que queréis mataros continuó el conde con la misma voz, y he aquí la prueba y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.

Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.

Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!

¡Y bien! dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de violencia, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?

Sí, Morrel dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del joven.

Vos dijo Morrel con una expresión infinita de cólera, vos que habéis alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz… ¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror! Morrel…

Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo…!

Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:

Y yo os repito que nos os mataréis.

Impedídmelo, pues replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo de acero del conde.

Os lo impediré.

¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres a independientes?

¿Quién soy? repitió Montecristo, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de lo padre muera hoy.

Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.

¿Por qué me habláis de mi padre? balbució. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?

Porque yo soy el que salvé la vida a lo padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a lo joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño lo hacía jugar sobre sus rodillas!

Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado a los pies de Montecristo.

En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:

¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!

Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.

Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.

¡De rodillas! gritó con una voz ahogada por los sollozos, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es…

Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.

Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.

Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.

Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.

Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:

¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?

Escuchadme, amigo dijo el conde, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo hace ya once años. El descubrimiento de este secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida. Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.

En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un sillón:

Velad sobre él añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.

¿Por qué? preguntó admirado el joven.

No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.

Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.

Montecristo bajó la cabeza.

Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.

Dejaddijo el conde.

En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.

Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.

He aquí la reliquia dijo, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.

Hija mía dijo el conde sonrojándose, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.

¡Oh! dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón, no, no, os lo ruego, porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?

Habéis adivinado dijo Montecristo sonriéndose, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de dolor.

En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras ya habré dejado este país, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre.

Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.

Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se había olvidado el conde.

Dejémosle dijo, y salió precipitadamente con su marido.

Montecristo se quedó con Morre estatua.

Vamos dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego, ¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?

Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.

La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.

¡Maximiliano, Maximiliano! le dijo, ¡las ideas que lo embargan son indignas de un cristiano!

¡Oh!, tranquilizaos, amigo dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza, ya no seré yo el que busque la muerte.

Así dijo Montecristo, nada de armas, nada de desesperación.

No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.

¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? preguntó el conde con profunda tristeza.

El dolor, que concluirá con mi existencia.

Amigo dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya, escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un día lo padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a lo padre en el momento en que apoyaba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces lo padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo mismo!

¡Ah! dijo Morrel, interrumpiendo al conde, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!

Mírame, Morrel dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venal, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No obstante, lo veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo! Pues bien, ¿esto no lo dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora bien, si yo lo ruego, si lo mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la vida.

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.

Niño repuso Montecristo.

De amor replicó Morrel, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este hombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y desesperación.

Os he dicho que esperéis, Morrel dijo el conde.

Cuidado, repetiré yo dijo Morrel, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.

Montecristo se sonrió.

Amigo mío, padre mío exclamó Morrel exaltado, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo. ..

Espera, amigo dijo el conde.

¡Ah! dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan. No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.

Al contrario dijo el conde, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no lo apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.

¿Y me decís aún que espere?

Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.

Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.

Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.

¿Qué quieres que lo diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.

Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.

Así dijo el conde, lo débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si no…

Si no repitió Morrel.

Cuidado, Morrel, lo llamaría ingrato.

Tened piedad de mí, conde.

Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no lo curo dentro de un mes, día por día, hora por hora, yo mismo lo colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.

¿Me lo prometéis?

Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como lo he dicho también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.

¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?

Te lo prometo y lo juro dijo Montecristo alargando el brazo.

Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?

En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a lo padre, que también quería

morir.

Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.

Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.

¡Oh! dijo Morrel, os lo juro.

Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.

Desde ahora le dijo vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a mi hija.

Haydée dijo Morrel, ¿pues qué es de ella?

Ha partido esta noche.

¿Para separarse de vos?

Para esperarme… Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que me vean.

Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.

Capítulo trece

La partición

En la casa de la calle de San Germán de los Prados, que había escogido para su madre y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.

Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería.

Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso a influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.

Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.

La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.

Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.

Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas.

jamás le preguntaron adónde iba.

Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción,

Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo.

Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.

Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el pañuelo.

Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.

Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.

La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:

¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!

De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.

Y bien, ¿qué hay, amiga querida? respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían hecho conocer quién era, hablad, decid.

¿Puedo contar con vos?

Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una vez. ¿Qué hay?

¡Luciano, un gran acontecimiento! dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.

¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?

Lo ignoro.

¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?

¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí encontró una silla de posta, subió con su ayuda de cámara, diciendo a su cochero que iba a Fontainebleau.

Entonces, ¿qué decís?

Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.

¿Una carta?

Sí; leed.

Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.

Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el contenido, o más bien, como si hubiera ya tomado un partido decisivo, cualquiera que fuese el contenido. Firme en su resolución sin duda, empezó a leer al cabo de algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación produjera en el ánimo de la señora Danglars.

«Señora y muy cara esposa.»

Sin pensar en lo que hacía, Debray miró fijamente a la baronesa, y ésta se puso encendida.

Leedle dijo.

Debray prosiguió:

«Cuando recibáis esta carta, ya no tendréis marido. ¡Oh!, no os alarméis, no tendréis marido, como no tenéis hija; es decir, que estaré en uno de los treinta o cuarenta caminos que conducen a la frontera de Francia.

»Os debo algunas explicaciones, y como sois mujer que las comprendéis perfectamente, voy a dároslas.

»Escuchad, pues:

»Esta mañana tuve que rembolsar cinco millones y los he pagado; casi inmediatamente he debido pagar igual suma. La he aplazado para mañana, y me marcho hoy para evitar ese mañana, que me sería, creédmelo, muy desagradable.

»Comprendéis perfectamente, ¿no es cierto, señora y muy querida esposa?

»Digo que comprendéis, porque conocéis tan bien como yo el estado de mis negocios, y aun mejor que yo, puesto que si debiese decir dónde ha ido a parar una gran parte de mi fortuna, antes tan bella, no sería capaz de hacerlo, mientras que vos, por el contrario, lo sabéis perfectamente.

»Porque las mujeres tienen un instinto infalible, y explican por un álgebra de su invención hasta lo maravilloso. Yo, que no conozco más que mis números, nada sé desde el día en que ellos me engañaron.

»¿Habéis admirado alguna vez la prontitud de mi caída, señora? ¿No os ha llamado la atención la pronta fusión de mis barras? Yo solamente he visto el fuego, preciso será que hayáis encontrado algún oro entre las cenizas.

»Me alejo de vos, señora y prudente esposa, con esta consoladora esperanza, sin tener el menor remordimiento de conciencia al abandonaros. Os quedan amigos, las cenizas en cuestión, y para colmo de dicha, la libertad que me apresuro a devolveros.

»Con todo, señora, ha llegado el momento de colocar en este párrafo una palabra de explicación íntima. Mientras creí que trabajabais por el bienestar de nuestra casa y la felicidad de nuestra hija, he cerrado filosóficamente los ojos, pero como habéis hecho de la casa

una vasta ruina, no quiero servir de fundamento a la fortuna de otro. Os he tomado por mujer rica, mas no por mujer honrada. Disculpadme si os hablo con esa franqueza, pero como creo no hablar más que para los dos, no veo que nada me obligue a disimular mis palabras. He aumentado nuestra fortuna, que durante quince años ha ido siempre creciendo hasta el momento en que catástrofes desconocidas a ininteligibles hasta para mí han venido a destrozarla, sin culpa de mi parte.

»Vos, señora, habéis trabajado para aumentar la vuestra, y estoy moralmente convencido de que lo habéis conseguido. Os dejo, pues, como os tomé, rica, pero con poca honra.

» Adiós, me marcho, y desde hoy trabajaré por mi cuenta. Creed en mi eterno agradecimiento por el ejemplo que me habéis dado y que voy a seguir.

»Vuestro afectísimo marido,

Barón Danglars.»

La baronesa seguía con la vista a Debray durante aquella larga y penosa lectura, y vio que el joven, a pesar de su conocido dominio sobre sí, mudó de color dos o tres veces.

Cuando concluyó, cerró lentamente la carta y volvió a su estado pensativo.

¿Y bien? le preguntó la señora Danglars con una ansiedad fácil de comprender.

¡Y bien!, señorarepitió maquinalmente Debray.

¿Qué idea os inspira esa carta?

Una idea muy sencilla, señora. Me inspira la idea de que el señor Danglars ha partido con sospechas.

Sin duda, ¿pero es eso cuanto tenéis que decirme?

No comprendo dijo Debray con una frialdad glacial.

¡Se ha marchado!, sí, para no volver más.

¡Oh! dijo Debray, no creáis nada de eso, baronesa.

Os digo que no volverá, es un hombre de resoluciones invariables y que sólo mira su interés. Si me hubiese juzgado útil para alguna cosa me hubiera llevado consigo. Me deja en París porque nuestra separación puede servir para sus proyectos. Es, pues, irrevocable y está perfectamente libre para siempre añadió la señora Danglars con el mismo acento de súplica.

Pero en lugar de responder, Debray la dejó en aquella penosa ansiedad producida por una interrogación entre la mirada y el pensamiento.

¡Qué! dijo al fin, ¿no me respondéis, caballero?

Sólo tengo una cosa que preguntaros. ¿Qué pensáis hacer?

Eso mismo iba a preguntaros respondió la baronesa, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

¡Ah! dijo Debray, ¿me pedís un consejo?

Sí, os lo pido dijo la baronesa con el corazón oprimido.

Pues entonces respondió el joven con frialdad, os aconsejo que viajéis.

¿Que viaje? murmuró la señora Danglars.

Eso es. Es cierto, como ha dicho Danglars, que sois rica y perfectamente libre, una ausencia de París os es necesaria, según creo, después del doble escándalo del frustrado matrimonio de Eugenia y la fuga de Danglars. Lo que importa es que todo el mundo sepa que os han abandonado y os crea pobre, porque difícilmente se perdonaría a la mujer del bancarrotero la opulencia y el gran tren de vida. Para lo primero basta que permanezcáis quince días en París, repitiendo a todos que os han abandonado, contando el cómo a vuestras mejores amigas, que lo repetirán en todas partes. En seguida dejaréis vuestra casa, abandonaréis alhajas, dinero, muebles, cuanto haya en ella, y todos alabarán vuestro desinterés y generosidad. Todos os creerán entonces abandonada y pobre, menos yo, que conozco vuestra posición, y que estoy pronto a presentaros mis cuentas como un socio leal.

La baronesa, pálida y aterrada, había escuchado aquel discurso con tanto espanto y desesperación, como con calma a indiferencia lo había pronunciado Debray.

¡Abandonada…! ¡Oh!, sí, tenéis razón, Luciano, y bien abandonada.

Tales fueron las únicas palabras que aquella mujer altiva y tan perdidamente enamorada pudo responder a Debray.

Pero rica y muy rica prosiguió él sacando una cartera y extendiendo sobre la mesa los papeles que contenía.

La señora Danglars le dejó hacer, sin ocuparse más que de ahogar sus suspiros y retener sus lágrimas, que a pesar suyo se asomaban a sus ojos.

Sin embargo, al fin pudo más en ella el sentimiento de su dignidad, y si no logró sofocar su corazón, logró al menos contener sus lágrimas.

Señora dijo Debray, hará seis meses o poco más que nos asociamos. Habéis puesto un capital de treinta mil francos.

»En el mes de abril de este año empezó precisamente nuestra asociación.

»En mayo hicimos las primeras operaciones.

»En el mismo mes ganamos cuatrocientos mil francos.

»En junio el beneficio subió a novecientos mil.

»En julio agregamos un millón setecientos mil francos. Vos lo sabéis, el mes de los bonos en España.

» En el mes de agosto perdimos al principio del mes trescientos mil francos, pero al quince los habíamos vuelto a ganar. Ayer ajusté nuestras cuentas desde el día de nuestra asociación, y me dan un activo de dos millones cuatrocientos mil francos, es decir un millón doscientos mil francos para cada uno.

¿Pero qué quieren decir esos intereses, si jamás habéis hecho valer ese dinero?

Estáis en un error dijo fríamente Debray, tenía vuestros poderes y he usado de ellos. Tenemos, pues, cuarenta mil francos de intereses por vuestra parte, más cien mil francos de la primera remesa de fondos, es decir, vuestra parte asciende a un millón trescientos mil francos.

Ahora bien, anteayer tuve la precaución de movilizar vuestro dinero. No hace mucho tiempo, como veis, y se diría que adivinaba lo que iba a suceder. Vuestro dinero está aquí: la mitad en billetes de banco, la otra mitad en bonos al portador. Cuando digo aquí es porque es verdad, pues no creyendo mi casa bastante segura, y rehuyendo la indiscreción de los notarios, lo he guardado en un cofre sellado, oculto en aquel armario.

Ahora dijo Debray, abriendo el armario y sacando un cofrecito pequeño, he aquí ochocientos billetes de banco de mil francos, un cupón de rentas de veinticinco mil francos y un bono a la vista de ciento diez mil francos, sobre mi banquero, y como éste no es el señor Danglars, podéis estar segura de que se pagará a su presentación.

La señora Danglars tomó maquinalmente el bono, el cupón de ventas y los billetes de banco. Aquella enorme fortuna parecía bien poca cosa puesta sobre la mesa. La señora Danglars, con los ojos secos, pero con el pecho oprimido por mil suspiros, encerró en su bolso los billetes de banco, puso en su cartera el bono y el cupón de rentas, y en pie, pálida a inmóvil, esperó una palabra de amor que la consolase de ser tan rica.

Pero la esperó en vano.

Ahora tenéis una existencia magnífica dijo Debray, sesenta mil libras de renta, suma enorme para una mujer que no podrá tener casa abierta hasta dentro de un año por lo menos. Estáis en el caso de poder contentar todos vuestros caprichos, sin contar con que si vuestra parte os parece insuficiente, podéis tomar de la mía cuanto queráis, pues estoy pronto a ofreceros, a título de préstamo, se entiende, todo lo que poseo, es decir, un millón sesenta mil francos.

Gracias, caballero, me dais mucho más de lo que necesita una mujer que está resuelta a no presentarse en el mundo, al menos en muchos años.

Debray se admiró por un momento, mas volviendo en sí rápidamente, hizo un gesto que podría traducirse por…

Como gustéis.

La señora Danglars había esperado hasta entonces, pero al ver la acción de Debray, la mirada oblicua que la acompañó, la reverencia profunda y el silencio significativo que se siguió, levantó la cabeza, abrió la puerta, y sin cólera, sin odio, pero con decisión, encaminóse a la escalera sin dignarse saludar por última vez al que así la dejaba marchar.

¡Bah! dijo Debray, proyectos y nada más. Permanecerá en su casa, leerá novelas y jugará al whist, ya que no puede jugar a la bolsa.

Tomó su cartera, y señaló con cuidado las cantidades que acababa de pagar.

Me quedan un millón sesenta mil francos dijo, ¡lástima que la señorita de Villefort haya muerto! Esa mujer en todos sentidos me convenía y me hubiera casado con ella.

Y flemáticamente, según su costumbre, esperó que transcurrieran veinte minutos después de la salida de la señora Danglars para marcharse.

Los empleó en hacer números con el reloj sobre la mesa.

Aquel personaje diabólico que cualquier imaginación aventurera hubiera creado si Lesage no se hubiera adelantado a ello, Asmodeo, que levanta los tejados de las casas para ver lo que pasa en el interior, gozaría siquiera de un singular espectáculo, si levantase en el momento a que nos referimos, y en el cual Debray hacía sus cuentas, el techo de la casa de la calle de San Germán de los Prados.

Encima del cuarto en que Debray acababa de partir con la señora Danglars dos millones y medio, había otra habitación ocupada por personas que ya conocemos, las cuales han representado un papel demasiado importante en los sucesos que hemos contado, para que no las veamos de nuevo con interés.

En aquella habitación estaban Mercedes y Alberto.

Mercedes había cambiado mucho en pocos días, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer cuando se presenta más sencillamente vestida, ni tampoco por

que hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no; Mercedes había cambiado, porque el brillo de sus ojos se había amortiguado, y se había desvanecido su sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de ánimo retenía en sus labios aquella palabra rápida que lanzaba otras veces una imaginación siempre pronta y activa.

La pobreza no había marchitado la imaginación de Mercedes, tampoco la falta de valor le hacía insoportable su pobreza; habiendo bajado de la altura en que vivía, y perdida en la nueva esfera que había escogido, su vida era cual el estado de aquellas personas que salen de un salón brillantemente iluminado para pasar a una habitación completamente oscura; parecía una reina que salía de su palacio para entrar en una cabaña, y que reducida a lo estrictamente necesario, no se la reconocía ni en la vajilla ordinaria que ella misma colocaba sobre su mesa, ni en el catre que sustituyera a su magnífico lecho.

En efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tenía ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa, porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, sólo veía objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel sobre fondo gris, que los propietarios económicos buscan con preferencia como más duradero; el suelo sin alfombra y los muebles todos llamaban la atención y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo, cosas todas que rompían la armonía tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.

La señora de Morcef vivía allí desde que había abandonado su palacio. Trastornábale la cabeza aquel silencio monótono, cual a un viajero al llegar al borde de un horrendo precipicio, y viendo que Alberto la miraba disimuladamente a cada momento para sondear el estado de su corazón, se esforzaba en sonreír con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto que la reverberación de la luz, es decir, la claridad sin calor.

Alberto, por su parte, estaba preocupado, hallábase impedido por un resto de lujo que no le permitía presentarse según su condición actual. Quería salir sin guantes, y hallaba sus manos demasiado blancas para caminar a pie por toda la ciudad, y sus botas eran de charol y demasiado lujosas.

Con todo, aquellas dos criaturas, tan nobles a inteligentes, reunidas indisolublemente con los lazos del amor maternal y filial, habían llegado a comprenderse sin hablar y a ahorrarse todos los preámbulos que se deben entre amigos para establecer la verdad material de que depende la vida.

Alberto, en fin, había podido decir a su madre sin hacerla palidecer:

Madre mía, no tenemos dinero.

Jamás Mercedes había conocido la miseria, muchas veces en su juventud había hablado ella misma de pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinónimos, entre los cuales media todo un mundo. Entre los catalanes, Mercedes tenía necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil, mientras las redes cogían bastante pescado y éste se vendía. Y después, sin amigas, con sólo un amor que no tenía relación alguna con los detalles materiales de la situación, no pensaba más que en sí, y Mercedes, con lo poco que poseía, era aún generosa cuanto podía. Hoy debía pensar en dos y sin poseer nada.

Acercábase el invierno. En aquel cuarto ya frío, Mercedes no tenía fuego, cuando un calorífero del que salían mil ramales calentaba otras veces su casa desde la antecámara al tocador; no tenía ni aun una flor, cuando su habitación estaba antes llena de ellas a peso de oro. ¡Pero tenía a su hijo!

La exaltación de un deber quizás exagerado les había sostenido hasta entonces en las esferas superiores. La exaltación se aproxima mucho al entusiasmo y el entusiasmo nos hace insensibles a las cosas de la tierra. Era preciso al fin hablar de lo positivo después de haber apurado todo lo ideal.

Madre mía decía Alberto en el momento en que la señora Danglars bajaba la escalera, contemos un poco nuestras riquezas. Tengo necesidad de un total para trazar bien mis planes.

Total, nada dijo Mercedes con dolorosa sonrisa.

Sí, madre mía; total, primero tres mil francos. Pretendo que con esos tres mil francos pasemos los dos una vida envidiable.

¡Niño! respondió Mercedes suspirando.

Sí, mi buena madre; os he gastado, por desgracia, mucho dinero, y conozco ya su valor: es enorme. Con esos tres mil francos he edificado un porvenir milagroso y de eterna seguridad.

Mercedes dijo ruborizándose:

¿Pensáis eso, hijo mío? ¿Pero ante todo aceptaremos esos tres mil francos?

Es cosa convenida, me parece dijo Alberto con un tono fume, los aceptaremos, tanto más, cuanto no los tenemos, pues se encuentran, como sabéis, enterrados en el jardín de la pequeña casa

de la alameda de Meillán en Marsella. Con doscientos francos, iremos ambos a Marsella.

¡Con doscientos francos! dijo Mercedes. ¿Pensáis lo que decís, Alberto?

¡Oh!, en cuanto a eso estoy perfectamente informado por las diligencias y los vapores, y mis cálculos están ya hechos. Tomáis vuestro asiento para Chalons, treinta y cinco francos.

Alberto tomó la pluma y escribió:

Berlina, treinta y cinco francos 35 francos

De Chalons a Lyon vais por el vapor, seis francos 6 »

De Lyon a Avignon, lo mismo, dieciséis francos 16 »

De Avignon a Marsella, ídem, siete francos . 7 »

Gastos durante el viaje, cincuenta francos 50 »

_______

Total 114 »

Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? añadió sonriéndose.

¿Pero y tú, mi pobre hijo?

¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mía, no tiene necesidad de tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.

Sí, con lo silla de posta y lo ayuda de cámara.

No importa, madre mía.

Pues bien, sea dijo Mercedes, ¿pero y esos doscientos francos?

Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en cuatrocientos francos. Somos ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos cincuenta.

¿Pero debemos algo en esta casa?

Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo necesito ochenta para el camino, veis que estoy nadando en la abundancia.

Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior opulencia, o quizá tierno recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que cubiertas con un velo llamaban a la puerta escondida. La abrió y mostró un billete de mil francos.

¿Qué es eso? inquirió Mercedes.

Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.

Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?

Escuchad y no os conmováis.

Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla fijamente.

No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro dijo el joven con un profundo sentimiento de amor filial, sois la más bella, como la más noble de cuantas mujeres he conocido.

¡Hijo querido! dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que asomaba a sus ojos.

En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en adoración.

No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo dijo Mercedes, y no lo seré mientras siga teniéndolo.

¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis que es cosa convenida.

¿Hemos convenido algo? preguntó Mercedes.

Sí; en que viviréis en Marsella, y yo iré a África, donde en lugar del nombre que he dejado, me crearé uno, honrando, el que he escogido.

Mercedes exhaló un suspiro.

Pues bien, querida madre, desde ayer que estoy enganchado en los spahis añadió el joven bajando los ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán sublime era rebajándose, o más bien he creído que mi cuerpo era mío y que podía venderlo. Desde ayer reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más caro de lo que yo creía valer añadió procurando sonreírse, es decir, por dos mil francos.

¿Así esos mil francos…? dijo temblando Mercedes.

Constituyen la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.

Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de pintar, y las dos lágrimas que hacía rato estaban detenidas en sus párpados, corrieron por sus mejillas.

¡El precio de su sangre! murmuró.

Sí, si me matan dijo sonriéndose Morcef; pero os aseguro, mi buena madre, que por el contrario, tengo intención de defender encarnizadamente mi existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como ahora.

¡Dios mío! ¡Dios mío! dijo Mercedes.

Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moricière, ese Rey del Mediodía, ha muerto? Changarnier, Bèdau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra alegría cuando me veáis volver con mi uniforme bordado! Os confieso que

creo estar muy bien, y he escogido ese regimiento por coquetería.

Mercedes suspiró. procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió que no debía permitir que su hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.

Pues bien replicó Alberto, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis ya cuatro mil francos; con ellos viviréis bien dos años.

¿Lo crees? dijo Mercedes.

A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero que no se le ocultó a Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su madre la apretó entre las suyas.

Sí, viviréis dijo.

Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?

Madre mía, partiré dijo Alberto con voz tranquila y firme, me amáis demasiado para dejar que permanezca ocioso a inútil, y además he firmado.

Obrarás según lo voluntad, hijo mío, pero yo obraré según la de Dios.

No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad. Somos dos criaturas sin nada, ¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy?, nada. ¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía. Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que dudé de mi padre y rechacé su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura, duplicáis mis fuerzas. Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuyo corazón es leal y enteramente de soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la vista hacia mí, y si me cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy oficial, tendréis vuestra suerte asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además un nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si muero…!, bien, entonces morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un término en su exceso mismo.

Bien respondió Mercedes con noble y elocuente mirada, tienes razón, hijo mío, probemos a ciertas personas que nos observan y esperan nuestros actos para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de compasión.

Pero nada de ideas tristes, querida madre dijo el joven, os juro que somos dichosos en lo que cabe. Sois una persona de talento y resignación. Yo he simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez en el servicio, ya soy rico. Cuando hayáis llegado a casa del señor Dantés, estáréis tranquila. ¡Probemos! ¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!

Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso respondió Mercedes.

Así, he aquí nuestras particiones hechas dijo el joven afectando gran serenidad. Podemos partir hoy mismo. Retengo, como he dicho, vuestro asiento.

Pero ¿y el tuyo, hijo mío?

Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio de separación, y debemos acostumbrarnos a ella. Preciso de algunas recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos veremos en Marsella.

Pues bien, sea dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído y que por casualidad era un cachemira negro de gran precio, partamos.

Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al amo de la casa, y ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.

Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido de seda, volvió la cabeza.

¡Debray! murmuró Alberto.

Vos, Alberto respondió el secretario del ministro deteniéndose en el escalón en que estaba.

Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de que ya le habían conocido.

Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuya aventura había hecho tanto ruido en París.

Morcef repitió Debray.

Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de Morcef:

¡Oh!, disculpadmeañadió, os dejo, Alberto.

Este conoció la idea.

¡Madre mía! dijo volviéndose a Mercedes, es el señor Debray, secretario del ministro del Interior y mi ex amigo.

¡Cómo! balbució Debray, ¿qué queréis decir con eso?

Digo esto porque hoy ya no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy gracias por haber tenido la bondad de reconocerme, caballero.

Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su interlocutor.

Creedme, mi querido Alberto dijo con toda la emoción de que era capaz, creedme, he sentido mucho vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a vuestra disposición.

Gracias dijo Alberto sonriéndose, pero en medio de todas

nuestras desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a nadie. Salimos de París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco mil francos.

Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico que fuese no pudo menos de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba pobre con un millón y quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.

Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La filosofía del ejemplo le aterró, balbució algunas palabras de urbanidad general y bajó rápidamente.

Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir su malhumor.

Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que le producía de renta cincuenta mil libras.

Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir, sobre las cinco de la tarde, la señora Morcef, después de haber abrazado tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba en una berlina de la diligencia.

En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto.

Pasó la mano por su frente y murmuró:

¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado! Dios me ayudará.

Capítulo catorce

El foso de los leones

Una de las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos más peligrosos, lleva el nombre de patio de San Bernardo.

En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes.

Es una prisión dentro de otra. Los muros tienen doble espesor que los demás de la cárcel. Todos los días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y sus miradas frías a inquisidoras, que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el terror y la actividad de la inteligencia.

El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que resbala oblicuamente el sol cuando se decide a penetrar en aquel abismo de fealdades morales y físicas. En aquel patio, desde la hora de levantarse, vagan pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia tiene bajo el peso de su aguda cuchilla.

Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y conserva mayor parte de calor. Permanecen allí hablando dos a dos, las más veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para llamar a alguno de los habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba escoria expulsada del seno de la sociedad.

El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrílongo dividido en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas.

Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos días están contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.

En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza.

Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no hubiesen estado hechas pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso en los sitios intactos, recobraba fácilmente su brillo al pasarle la mano el joven, que procuraba rehacer su frac.

Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que había cambiado considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo de holanda, en cuyos picos estaban bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.

Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés particular los manejos del preso.

¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe dijo uno de los ladrones.

Tiene un aire muy distinguido respondió otro, y seguro que si tuviese un peine y pomada, eclipsaría a todos los elegantes de guante blanco.

Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero para nosotros tener compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han destrozado tan hermoso traje!

Parece que es un sujeto famoso dijo otro, ha hecho de todo… y en gran estilo…, ¡viene de allá abajo tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico… !

Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los elogios o los vapores de los elogios, porque no oía las palabras.

Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la que estaba recostado el guardián.

Veamos le dijo, prestadme sólo veinte francos, que pronto os los devolveré. Conmigo no arriesgáis nada. Pensad que tengo parientes que poseen más millones que cuantos tenéis vos. Pronto, prestadme esos veinte francos, necesito comprar algunas cosas, padezco horriblemente de verme todo el día con frac y botas… ¡Qué frac para un príncipe Cavalcanti!

E1 guardián le volvió la espalda y se encogió de hombros. No se rió de aquellas palabras, que habrían hecho gracia a otro cualquiera porque aquel hombre había oído muchas semejantes, o mejor dicho, siempre oía las mismas cosas.

Idos de aquí dijo Cavalcanti, sois hombre de cruel corazón y os haré perder vuestro destino.

Aquellas palabras hicieron volver la cara al guardián, que soltó una carcajada.

Los presos se acercaron y formaron un corro.

Os aseguro que con esa pequeña cantidad podría comprar una bata y obtener un cuarto particular para recibir dignamente la ilustre visita que espero de un día a otro.

¡Tiene razón! ¡Tiene razón! exclamaron los demás presos, bien se ve que es hombre de importancia.

Prestadle, entonces, los veinte francos dijo el guardián apoyándose contra la reja. ¿Por ventura no debéis hacer ese favor a un camarada?

Yo no soy camarada de esas gentes dijo con altivez el joven, no me insultéis, porque no tenéis ese derecho.

¿Lo oís? dijo el guardián con una maligna sonrisa, os trata bien, prestadle los veinte francos…, ¿eh?

Los presos se miraron con un murmullo sordo, y una tempestad levantada por la provocación del guardián más aún que por las palabras de Cavalcanti empezó a formarse contra el preso aristócrata.

El guardián, seguro de poder hacer el Quos ego, cuando las olas fuesen demasiado fuertes, las dejó crecer poco a poco, representando el papel del pretendiente importuno para divertirse luego un buen rato.

Los ladrones se acercaban ya a Cavalcanti, y los unos decían:

¡El zapato!, ¡el zapato!

Cruel operación, que consiste en azotar, no con una chinela, sino con un zapato lleno de clavos, al que cae en desgracia.

Otros eran de opinión que sufriese la anguila, género de diversión que consiste en llenar de arena, de chinas y monedas, cuando las tienen, un pañuelo, torcerlo, y descargar golpes en la cabeza y en las espaldas de la víctima.

Azotemos al hermoso caballero dijeron otros, ¡al hombre de bien!

Pero Cavalcanti se volvió hacia ellos, guiñó los ojos, infló la mejilla con la lengua, a hizo oír un sonido con los labios, que equivale a mil signos de inteligencia entre los bandidos y les obliga a callarse.

Aquel signo masónico lo aprendió de Caderousse.

Reconocieron en seguida a uno de los suyos.

En seguida estuvieron todos a favor del preso. Se oyeron algunas voces que decían: ¡tiene razón!, ¡puede ser hombre de bien a su modo!, y los presos querían dar el ejemplo de la libertad de conciencia.

La tempestad se apaciguó. El guardián, atónito, tomó las manos de Cavalcanti, las sujetó y empezó a registrarle, atribuyendo aquel repentino cambio de los habitantes del Foso de los Leones a alguna otra señal mucho más significativa.

Cavalcanti le dejó hacer, aunque protestando.

De pronto se oyó una voz en la reja.

¡Benedetto! gritaba un inspector.

El guardián le dejó.

¡Al locutorio! dijo la voz.

Ya lo veis, vienen a visitarme… ¡Ah!, pronto veréis si se puede tratar a Cavalcanti como a un hombre cualquiera.

Y Cavalcanti salió del patio como una sombra negra, se precipitó por la reja entreabierta, dejando admirados a sus compañeros y hasta al guardián.

Llamábanle al locutorio, y no debemos admirarnos menos que él, porque el tuno, desde su entrada en la cárcel, en vez de escribir para hacerse reclamar como otros, había guardado el más obstinado silencio.

«Estoy protegido por algún poderoso pensaba; todo me lo prueba. Mi improvisada fortuna, la facilidad con que he allanado todos los obstáculos, una familia improvisada, un nombre ilustre, magníficas alianzas prometidas a mi ambición, todo, todo está en mi favor. Una mala hora en mi suerte, la ausencia de mi protector quizá, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se ha retirado por un momento, pero pronto llegará de nuevo hasta mí, y me salvará cuando ya me crea yo hundido en el abismo.

»¿Por qué arriesgaré un paso imprudente? Tal vez perdería con ello la confianza de mi protector. Hay dos medios para salir adelante: la evasión misteriosa comprada a peso de oro, o comprometer a los jueces en términos que obtenga la absolución. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que me han abandonado, y entonces…»

Cavalcanti había edificado un plan que podría calificarse de hábil. El miserable era fuerte en el ataque y obstinado en la defensa.

Había soportado las privaciones y escasez de la prisión común, y sin embargo, la costumbre le hacían insoportable el verse mal vestido, sucio y hambriento. El tiempo le parecía eterno.

En aquellos instantes insoportables fue cuando la voz del inspector le llamó al locutorio.

El corazón de Cavalcanti saltó de alegría. No podía ser la visita del juez de Instrucción, ni tampoco podían llamarle el director de Prisiones o el médico. Por consiguiente, sólo podía ser la esperada visita.

A través de la reja del locutorio en que fue introducido, distinguió Cavalcanti la cara sombría a inteligente de Bertuccio, que le miraba con dolorosa admiración, observando cuidadosamente las rejas, las puertas y el triste sitio en que le encontraba.

¡Ah! dijo Cavalcanti con el corazón oprimido.

Buenos días, Benedetto dijo Bertuccio con voz profunda y sonora.

¡Vos!, ¡vos! continuó el joven mirando espantado alrededor.

¿Me conoces? dijo Bertuccio, ¡joven desgraciado!

¡Silencio!, ¡silencio! respondió Cavalcanti, que sabía cuán fino era el oído de aquellas paredes. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¡no habléis tan alto!

Tú desearías hablar conmigo a solas, ¿no es cierto? dijo Bertuccio.

Sí, sí respondió Cavalcanti.

Está bien.

Y Bertuccio metiendo la mano en el bolsillo, hizo señas al guardián, que se veía a través de la reja.

Leed le dijo.

¿Qué es eso? preguntó Cavalcanti.

La orden de ponerte en un cuarto solo y dejarte comunicar conmigo.

¡Oh! dijo Cavalcanti rebosando alegría, y volviendo sobre sí, pensó: «El protector misterioso no me olvida, el secreto es lo que ante todo se han propuesto obtener, puesto que quieren hable en un cuarto solo…, mi protector es el que ha enviado a Bertuccio.»

El guardián habló un momento con el superior, abrió las dos rejas, y condujo al preso a un cuarto del primer piso, que daba al patio. La alegría de Cavalcanti era indescriptible.

La habitación estaba blanqueada según es costumbre en las cárceles. Su aspecto pareció muy alegre al preso; una estufa, una cama, una silla y una mesa; estaba amueblada con lujo.

Bertuccio se sentó en la silla, Cavalcanti se echó sobre la cama y el guardián se retiró.

Veamos dijo el intendente del conde lo que tienes que decirme.

¿Y vos? respondió Cavalcanti.

Pero habla tú primero.

¡Oh, no; a vos corresponde, puesto que venís a visitarme.

Pues bien, sea. Has continuado el curso de tus crímenes. Has robado y asesinado.

Bueno; si me habéis mandado poner en un cuarto aparte únicamente para decirme esto, tanto valía que no os hubieseis molestado. Esas cosas ya me las sé; hay otras que ignoro. Hablemos de ellas, si gustáis. ¿Quién os ha enviado?.

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