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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 6)



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Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al cual depositó en su lecho.

Gracias dijo el anciano, estremeciéndose. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procurad que no oigan mis gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para siempre. Cuando me veáis inmóvil, frío y como muerto, sólo entonces, tenedlo bien entendido, me separaréis los dientes con el cuchillo, me echaréis en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré a la vida.

¿Acaso? exclamó Dantés, suspirando.

¡Acudid…! ya… ahora exclamó el abate, yo… me… mue…

El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis hízole abrir desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas. Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.

Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor rojo y esperó.

Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado tarde, y le contemplaba fijamente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un poco, sus ojos constantemente abiertos a inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y por último hizo un movimiento.

¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! exclamó Dantés.

El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Púsose Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido ocuparse en calcular el tiempo.

A1 punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.

Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.

No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.

Ya creía no volveros a ver dijo a Edmundo.

¿Por qué? le preguntó el joven. ¿Pensabais morir?

No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.

La indignación se pintó en el rostro de Dantés.

¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? exclamó.

Ya veo que estaba equivocado dijo el enfermo. ¡Qué débil y qué rendido estoy!

¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.

El abate Faria movió la cabeza:

La otra vez le dijo el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.

No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.

Amigo mío le contestó el anciano, no os engañéis a vos mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.

Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.

Yo jamás podré nadar dijo Faria, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.

El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.

Edmundo suspiró.

Ya estáis convencido, ¿no es cierto? le preguntó Faria. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.

¡El médico se engaña! exclamó Dantés. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la espalda.

Joven repuso el abate, sois marino y nadador, y debéis saber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no puede creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os devuelvo vuestra palabra.

¡Oh! Entonces dijo Edmundo, también yo permaneceré aquí.

Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:

Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.

El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.

Lo acepto contestó. Gracias.

Y tendiéndole la mano añadió:

Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa importante.

Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.

Capítulo dieciocho

El tesoro

Cuando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano derecha, única de que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin decir una palabra.

¿Qué es esto? le preguntó el joven.

Miradlo bien repuso el abate sonriendo.

Por más que miro dijo Dantés, no veo sino un papel medio quemado, que contiene algunas letras góticas, escritas con una tinta muy extraña.

Este papel, amigo mío, ya puedo decíroslo todo, puesto que os he probado, este papel es mi tesoro; la mitad os pertenece desde hoy.

Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras, justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.

¿Vuestro tesoro? balbuceó Dantés.

El abate se sonrió.

Sí le dijo. Vuestro corazón, Edmundo, es noble en todo y de vuestra palidez y vuestro temblor infiero lo que os sucede en este instante. Pero tranquilizaos, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya que no he podido poseerlo, vos lo poseeréis. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco, pero vos que debéis saber que no lo soy, me creeréis después de lo que voy a deciros. Escuchadme.

¡Ay! murmuró Edmundo para sí. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente.

Luego añadió en alta voz:

Amigo mío, vuestra enfermedad os habrá fatigado, tal vez. ¿No queréis descansar? Mañana, si os place, me contaréis vuestra historia, pero hoy quiero cuidaros. Además prosiguió sonriéndose, un tesoro, ¿qué prisa nos corre?

¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! prosiguió el viejo. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer ataque? Reflexionad que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por vuestro cariño perdono al mundo, ahora que os veo joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionaros con esta revelación, me asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como vos, tantas riquezas sepultadas.

Edmundo volvió la cabeza suspirando.

– Persistís en vuestra incredulidad, Edmundo prosiguió Faria mi voz no os ha convencido. Veo que necesitáis pruebas. Pues bien, leed ese papel que a nadie he mostrado aún.

Mañana, amigo mío respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano. Creí que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.

No hablaremos hasta mañana, pero leed hoy este papel.

«No lo exasperemos», díjose Dantés.

Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente, leyó:

que puede ascender a dos

manos con corta diferenci

tando la roca vigésima, a c

Este en linea recta. Dos

grutas: el tesoro yace en

segunda. Como a mi úni

clusiva propiedad el refe

25 de abril de 14

¡Y bien! dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.

Yo aquí no encuentro respondió Dantés sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego, además, ha puesto ininteligibles las letras.

Para vos, amigo mío, que las leéis por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.

¿Y creéis haber encontrado ese sentido interrumpido?

Estoy seguro, y vos mismo lo conoceréis, pero ahora escuchad la historia de ese papel.

¡Silencio! exclamó Dantés, oigo pasos… se acercan… me voy… Adiós.

Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la desgracia de su amigo, deslizóse ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con la prisa.

Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a asegurarse de su gravedad.

Recibióle Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerle, logró ocultar al gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador, compadecido de él, quisiese trasladarle a un calabozo más saludable, separándole de su joven compañero, pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.

En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que le conoció, era tan razonable, tan lógico y tan sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que Faria se engañase con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocase al juzgar a Faria?

Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle muy dolorosa.

Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada. Edmundo, pues, viose precisado a ayudarle, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.

Aquí me tenéis, persiguiéndoos con tenacidad díjole con una sonrisa muy benévola. Sin duda creísteis poder libraros de mi munificencia, pero no será así. Escuchadme, pues.

Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó a su lado en el banquillo.

Ya sabéis dijo el abate que yo era secretario, familiar y amigo del cardenal Spada, último de los príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: "Rico como un Spada", no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.

La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:

«Terminadas las tremendas guerras de la Romaña, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis X11, rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta de recursos.

»Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.»

Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su Santidad dos buenos negocios: primeramente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.

Al momento encontraron el Papa y César Borgia Bus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal. Los dos eran ambiciosos.

En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.

Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato, estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.

Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente, y a las veinticuatro horas…, requiescant in pace.

César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospigliosi y a Spada, o darles un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:

Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, paréceme que no debemos rehuir los gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero. Sin duda olvidáis, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o una picadura tardan uno o dos días.

César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy conocida de los cardenales por su celebridad.

Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada, hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó papel y pluma a hizo testamento.

En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San Pedro, pero, según parece, el mensajero no le encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites. Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión el que venía de parte del tirano a deciros: "César quiere que mueras", sino que era un legado ad latere, que con la sonrisa en los labios venía a deciros de parte del Papa: «Su Santidad quiere que comáis en su compañía.»

Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:

¿Recibisteis mi recado?

El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró que ambos estaban envenenados con Betas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa, haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.

César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito él mismo:

«Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.»

Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos, lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.

Nada se encontró, o a lo menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:

Buscad entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.

Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indignos de la rapacidad del Papa y de su hijo.

Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabéis, murió envenenado por una equivocación: César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.

Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César, mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo.

Hasta aquí dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo, no os parece este cuento de loco, ¿es verdad?

¡Oh, amigo mío! le contestó Dantés, paréceme, al contrario, que leo una crónica interesantísima. Continuad, os lo suplico.

Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Enriqueciéronse algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vengamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui secretario, al conde de Spada.

Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna, aconsejéle que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.

El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del cardenal.

Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.

Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia, que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos de la familia durante trescientos años: todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su miseria.

Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca, compuesta de S 000 volúmenes, y su famoso breviario.

Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su muerte, lo cual cumplí exactamente.

No os impacientéis, mi querido Edrnundo, que ya llegamos al fin.

En 1807, un mes antes de mi encarcelamiento y quince días después de la muerte del conde Spada, el día 29 de diciembre (ahora comprenderéis por qué se me ha quedado tan fija esta fecha importante), hallábame yo leyendo por centésima vez aquellos papeles, que iba coordinando, porque el palacio iba a pasar a ser posesión de un extranjero. Yo pensaba salir de Roma y establecerme en Florencia con todo el dinero que poseía, que eran unas doce mil libras, mi biblioteca y mi famoso breviario. Hallábame, pues, como digo, fatigado por aquella tarea, y algo indispuesto por un exceso que había hecho en la comida, y dejé caer la cabeza entre las manos y me quedé dormido.

Eran las tres de la tarde. Cuando desperté, el reloj daba las seis.

Al levantar la cabeza, halléme en la más profunda oscuridad. Llamé para que me trajesen luz, pero nadie acudió. Entonces resolví servirme de mí mismo, que era además un hábito filosófico, que iba a serme muy necesario. Con una mano cogí la bujía ya preparada, y con la otra busqué un papel para encenderlo en la moribunda llama que quedaba en la chimenea, pero por miedo a que, debido a la oscuridad, cogiera un papel interesante en vez de otro inútil, hallábame perplejo, cuando recordé haber visto en el famoso breviario que estaba sobre la mesa un papel viejísimo, ya casi negro, que seguramente servía de registro o seña, y sin duda había durado tantos años en aquel libro por la veneración con que los herederos lo miraban. Busquélo, pues, a tientas, lo encontré, lo retorcí, y acercándolo a la llama lo encendí.

Pero al mismo tiempo y como por encanto, a medida que el fuego se propagaba, vi aparecer una letras negruzcas, que por momentos iban convirtiéndose en pavesa. Asustéme, estrujé en mis manos el papel para apagarlo, encendí la bujía en la luz de la chimenea, examiné conmovido el papel quemado, y comprendí que una tinta misteriosa y simpática había trazado aquellas letras, que sólo el fuego pudo hacer inteligibes.

Lo quemado era como una tercera parte del papel, y el resto lo que habéis leído esta mañana. Volvedlo a leer, Dantés, que luego, para que lo entendáis, yo completaré las frases y el sentido.

Y el abate, con aire de triunfo, presentó el papel al joven, que en esta ocasión leyó ávidamente estas palabras, escritas con una tinta como herrumbrosa:

Hoy 25 de abril de 149

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segunda. Como a mi úni

clusiva propiedad el refe

25 de abril de 14

CES

Ahora añadió el abate, leed este otro.

Y presentó a Edmundo otro papel con otros fragmentos de renglones.

Tomólo Edmundo y leyó:

8 me ha convidado a con

que me presumo que no

ho pagar el capelo quiera

a suerte de los cardenales

e han muerto envenena

ino Guido Spada, mi he

ondido en un sitio que él

en mi compañía, en las

lo, cuanto poseo en ba

pedrería, diamantes y

xistencia de este tesoro,

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a, y se encontrará levan

ontar desde el ancón del

aberturas hay en estas

el ángulo más lejano de la

co heredero, le dejo en ex

rido tesoro.

AR SPADA.

El abate observaba con ansia las impresiones de Dantés.

Ahora dijo, viendo que éste había llegado al último renglón, ahora juntad los dos fragmentos, y juzgad por vos mismo.

Dantés obedeció; de los fragmentos unidos resultaba lo siguiente:

Hoy 25 de abril de 149…8, me ha convidado a co

mer S. S. Alejandro VI, co…n que me presumo que no

contento con haberme hec…ho pagar el capelo quiera

heredarme, y me reserve l…a suerte de los cardenales

Caprara y Bentivoglio, qu…e han muerto envenena-

dos. Declaro pues a mi sobr…ino Guido Spada, mi he

redero universal, que he esc…ondido en un sitio que él

conoce por habeslo visitado… en mi compañía, en las

grutas de la isla de MonteCris…lo cuanto poseo en ba-

rras de oro, dinero acuñado… pedrería, diamantes y

joyas. Yo sólo conozco la e…xistencia de este tesoro,

que puede ascender a dos… millones de escudos ro-

manos con corta diferenci…a, y se encontrará levan-

tando la roca vigésima, a c…ontar desde el ancón

del Este en línea recta. Dos… aberturas hay en estas

grutas: el tesoro yace en… el ángulo más lejano de la

segunda. Como a mi úni…co heredero, le dejo en ex-

clusiva propiedad el refe…rido tesoro.

25 de abril de 14…98.

CES…AR SPADA

¿Lo comprendéis ahora? dijo Faria.

Esta era la declaración del cardenal Spada, el testamento tan buscado en vano contestó Edmundo, sin osar aún creerlo.

Sí, mil veces sí.

Pero ¿quién lo ha completado de este modo?

Yo, con la ayuda del fragmento existente, adiviné el resto, calculando la longitud de las líneas por la del papel, y deduciendo de lo no quemado lo que debía decir lo quemado, como un átomo de luz que viene del cielo, guía a aquel que camina por un subterráneo.

¿Y qué hicisteis cuando pensasteis haber adquirido esa convicción?

Determiné marchar, y marché al instante, llevando conmigo el principio de mi grande obra sobre Italia, pero hacía mucho tiempo que la policía imperial no me perdía de vista. Napoleón quería entonces dividir el reino en provincias, al contrario de lo que quiso apenas tuvo un heredero. Mi precipitada marcha despertó, pues, las sospechas de la policía, que estaba muy lejos de poder adivinar su verdadero objeto, y me prendieron cuando iba a desembarcarme en Piombino.

Ahora, amigo mío prosiguió Faria mirando a Dantés con ternura casi paternal, ahora sabéis tanto como yo. Si nos escapamos juntos, la mitad del tesoro es vuestro, si muero aquí y os salváis solo, os pertenece por entero.

Pero ¿no tiene en el mundo ese tesoro dueño más legítimo? preguntó Dantés vacilando.

No, no, tranquilizaos. La familia se ha extinguido del todo. Además, el último conde Spada me hizo su heredero. Legándome aquel breviario simbólico, me legó cuanto contenía. No, no, tranquilizaos. Si llegamos a apoderarnos de esta fortuna, podemos gozarla sin remordimientos.

¿Y decís que ese tesoro asciende…?

Asciende a dos millones de escudos romanos, trece millones de nuestra moneda.

¡Imposible! exclamó Dantés, asustado ante lo enorme de la soma.

¡Imposible! ¿Y por qué? repuso el anciano. La familia Spada era una de las más antiguas y poderosas en el siglo XV. Además, en aquellos tiempos no se conocían ni especulaciones ni industria, esta acumulación de dinero y joyas no es inverosímil. Todavía existen familias romanas que se mueren de hambre, teniendo vinculado un millón en diamantes y pedrerías de que no pueden disponer.

Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.

Si os he ocultado este secreto tanto tiempo prosiguió Faria, ha sido para probaros y sorprenderos. Si nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, os habría llevado a la isla de MonteCristo, pero ahora añadió con un suspiro, vos me llevaréis a mí. Ea, Dantés, ¿no me dais las gracias?

Ese tesoro os pertenece, amigo mío respondió el joven, os pertenece a vos solo, yo no tengo ningún derecho a él, ni siquiera soy pariente vuestro.

¡Vos sois hijo mío, Dantés! exclamó el anciano. Sois el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba al celibato, y Dios os envió a mí para consuelo juntamente del hombre que no podía ser padre, y del preso que no podía ser libre.

Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando.

Capítulo diecinueve

El tercer ataque

Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que había pasado muchas veces por delante y una hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de forma casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la superficie.

Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.

Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo miraba a lo menos como dudosa.

Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Reforzáronse los cimientos, y se rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su desgracia hubiera sido mayor aún, porque descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.

Ya veis decía Dantés con tristeza, ya veis que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.

Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la Providencia.

Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.

¡Gran Dios! murmuró Edmundo. Si será que…

Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

A1 vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

¿Comprendéis…, amigo mío? ¿No es verdad? le dijo Faria resignado. Nada tengo que deciros.

Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

¡Socorro!¡Socorro!

Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.

¡Silencio o estáis perdido! le dijo No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga, que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:

¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!

Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

Mirad le dijo, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

No hay esperanza respondió el abate inclinando la cabeza, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

¡Sí, sí! exclamó Dantés, os salvaré, sí, os lo repito.

Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

¡Oh! exclamó Dantés con desesperado acento.

Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida le dijo Faria don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias…, en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

¡Adiós! ¡Adiós! murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven. ¡Adiós!

¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! exclamaba éste. No me abandonéis… ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle…! ¡Socorro! ¡Acudid…!

¡Silencio! murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

Desengañaos…, sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad… ¡Oh…!, ya está aquí…, ya se aproxima… todo se acaba… pierdo la vista… ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés… ¡Adiós! ¡Adiós!

E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

¡Montecristo…! ¡No os olvidéis de Montecristo!

Y volvió a caer en la cama.

La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo a invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese Paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro decía uno ¡Buen viaje!

Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja añadía otro.

¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras respondía un tercero.

Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él dijo uno de los primeros interlocutores.

Este irá al saco.

Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo a inmóvil.

Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

Lo siento mucho dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.

¡Oh! repuso el llavero, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

No obstante indicó el gobernador, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no porque yo dude de vuestra ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda vez.

Podéis estar tranquilo dijo al gobernador. Está bien muerto, os respondo de ello.

Ya sabéis, caballero repuso el gobernador con insistencia, que en estos casos no nos contentamos con un simple examen, conque dejando a un lado las apariencias, servíos cumplir las formalidades prescritas por la ley.

Que calienten los hierros ordenó el doctor, aunque es en verdad una precaución inútil.

Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.

Oyéronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y venidas, y después entró un mozo diciendo:

Aquí tenéis el basero con un hierro.

Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.

Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente dijo el doctor, esta quemadura en el talón es la última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.

¿No se llamaba Faria? inquirió uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.

Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.

Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad observó el médico.

¿No habéis tenido nunca queja de él? preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la comida al abate.

Nunca, señor gobernador respondió el carcelero. A1 contrario, muchas veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.

¡Vaya, vaya! ¡Y yo que ignoraba que me las había con un colega! dijo el médico. Espero, señor gobernador añadió sonriendo, que le trataréis como a tal.

Sí, sí, desde luego. Le meteremos decentemente en el saco más nuevo que se encuentre. ¿Estáis contento?

¿Tenemos que cumplir esa formalidad en vuestra presencia? le preguntó el mozo.

Sin duda alguna, pero daos prisa, que no pienso estar aquí todo el día.

Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después roce como de una tela, giró la cama sobre sus goznes, y un pie pesado, como de un hombre que levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a Dantés. Luego volvió a rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.

Esta noche… dijo el gobernador.

¿Se le dirá misa? preguntó uno de los oficiales.

¡Imposible! respondió el gobernador. Precisamente ayer me pidió el capellán del castillo permiso para ir a Hyeres por ocho días, y se lo concedí respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se hubiera dado menos prisa, no se quedara sin su requiem.

Bah, bah dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión, es sacerdote y Dios se lo tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de enviarle un sacerdote.

Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían amortajando al abate.

Esta noche… dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.

¿A qué hora? le preguntó el mozo.

A eso de las diez o las once.

¿Y se ha de velar al muerto?

¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.

Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la cerradura de la puerta y sus pesados cerrojos, y un silencio más medroso que el de la soledad, el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el alma petrificada del joven. Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada investigadora por el calabozo. Estaba desierto.

Edmundo salió de la galería.

Capítulo veinte

El cementerio del castillo de If

Sobre la cama, tendido a lo largo a iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes pliegues dibujaban los contornos de un cuerpo humano: aquél era el sudario del abate, aquél era el sudario que, según decían los carceleros, costaba tan poco. Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su anciano amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como para mirar más allá de la muerte, ni podría estrechar aquella mano industriosa que descorriera el velo a tantos misterios para que él los penetrase. Faria, su útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado de una triste y lúgubre melancolía.

¡Solo! ¡Había vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y la nada!

¡Solo! ¡Sin compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!

¿No sería mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el abate Faria, aun pasando por tantos dolores como él?

La idea del suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a colocarse como un fantasma al lado del cadáver de éste.

Si pudiera morir iría adonde él va dijo, y volvería a encontrarle seguramente. Pero ¿cómo morir? Bien fácil es añadió sonriendo. Me quedo aquí, me abalanzo al primero que entre, lo ahogo y me guillotinan.

Sin embargo, como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes tempestades, que damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés la idea de esta muerte infamante, y de súbito pasó de esta desesperación a una sed ardiente de libertad.

¡Morir! ¡Oh!, no exclamó, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para morir así. Ahora sería verdaderamente conspirar en favor de mi destino miserable. No, quiero vivir, quiero luchar hasta el fin, quiero recobrar la dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que tengo verdugos que castigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora van a olvidarme, y no saldré ya de aquí sino como el abate Faria.

Al pronunciar estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora. De pronto se incorporó, llevóse la mano a la frente como si le diera un vértigo, dio dos o tres vueltas por la habitación, y fue a detenerse delante de la cama.

¡Oh!, ¡oh! murmuró. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.

Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución desesperada, inclinóse sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por dentro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.

Habíale sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el cadáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:

Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una fosa, dejábase cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.

Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.

No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.

El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al llevarle su comida a las siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y la sopa y se iba sin hablarle.

Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le respondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.

Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el sudor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndosele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo se notase ningún movimiento por lo que comprendió que se había librado del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor, conteniendo su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su corazón.

Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sospecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al poner en el suelo las parihuelas.

Abrióse la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.

Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante dijo uno de ellos levantando la cabeza de Dantés.

He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra todos los años contestó el otro asiéndole por los pies.

¿Has hecho el nudo? preguntó el primero.

Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.

Tienes razón. Vamos.

« ¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.

Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.

De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fué a la vez angustiosa y dulcísima.

A unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.

« ¿Dónde estoy? », se preguntó.

¿Sabes que no pesa poco? dijo el que había permanecido junto a Dantés, sentándose al borde de las angarillas.

La primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.

Alúmbrame, animal dijo el que se había separado, alúmbrame o no podré encontrar lo que busco.

El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada de cortés.

«¿Qué buscará? dijo para sí Dantés,sin duda un azadón.»

Una exclamación dio a entender que el enterrador había encontrado al fin lo que buscaba.

Menudo trabajo ha costado dijo el otro.

Sí, pero nada se ha perdido por esperar contestó el primero.

Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.

¿Está ya hecho el nudo? preguntó el enterrador que no se había movido de allí.

Y bien hecho respondió el otro.

Pues en marcha.

Y volviendo a coger las angarillas siguieron su camino.

A los cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y volvieron a proseguir su camino.

El rumor de las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba llegando más distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.

¡Mal tiempo hace! dijo uno de los hombres. No está el mar pare bromas esta noche.

El abate corre peligro de fondear.

Y ambos soltaron una carcajada.

Aunque Dantés no los comprendió, sus cabellos se erizaron.

Bien. Ya hemos llegado dijo el primero.

Más allá, más allá repuso el otro. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino, destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?

Subiendo constantemente, dieron cuatro o cinco pesos más, luego sintió Edmundo que le cogían por los pies y por la cabeza y que le balanceaban.

¡A la una! dijeron los enterradores.

¡A las dos!

¡A las tres!

Dantés se sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hendiendo los aires como un pájaro herido de muerte, y bajando, bajando a una velocidad que le helaba el corazón. Aunque le atraía hacia abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido vuelo, parecióle como si aquella caída durase un siglo, hasta que, por último, con un ruido espantable, se hundió en un ague helada que le hizo exhalar un grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado al mar con una bala de treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar.

Capítulo veintiuno

La isla de Tiboulen

Aunque aturdido y sofocado, tuvo Dantés sin embargo suficiente Presencia de ánimo pare contener su respiración, y como llevaba de antemano preparada a todo evento su mano derecha, según dijimos, y empuñado el cuchillo, rasgó de un solo come el saco, con lo coal Pudo sacar el brazo y la cabeza, pero a pesar de todos sus esfuerzos pare levantar la bale, se sintió más y más agarrotado. Entonces se agachó haste la cuerda que ataba sus piernas, y con un esfuerzo supremo Pudo cortarla cuando ya le iba faltando la respiración. Hizo en seguida un hincapié vigoroso, y subió desembarazado a la superficie del

mar, mientras la bala hundía en sus profundos abismos aquella tela

grosera que, a poco más, se convierte en su mortaja.

No estuvo en la superficie más que el tiempo necesario, pues volvió a zambullirse acto continuo, porque la primera precaución que debía de tomar era que no le viesen.

Cuando apareció sobre el agua la segunda vez, hallábase lo menos a cincuenta pasos del sitio en que cayera. Sobre su cabeza veía un cielo tempestuoso y negro, en que el aire hacía rodar nubes ligeras, descubriendo tal vez un pedazo azul en que brillaba una estrella. Ante sus ojos se extendía el mar sombrío y rugiente, cuyas olas comenzaban a hervir como al principio de una tempestad, y a su espalda, más negro que el cielo y que el mar, destacábase como un fantasma amenazador el gigante de granito cuya lúgubre cúpula parecía un brazo extendido para recobrar su presa. En la roca más alta se veía brillar un farol alumbrando a dos sombras.

A Edmundo le pareció que estas dos sombras se inclinaban hacia el mar, examinándolo con inquietud. En efecto, aquellos enterradores de nueva especie debieron de oír el grito que exhaló al atravesar el espacio. Zambullóse Dantés de nuevo, y nadando entre dos aguas anduvo bastante trecho. Esta maniobra le había sido muy familiar en otro tiempo, y atraía a su alrededor en la ensenada del Faro a muchos admiradores que le proclamaban el más hábil nadador de Marsella. Cuando volvió a salir a flor de agua, la linterna había desaparecido.

Lo que importaba entonces era orientarse. De todas las islas que rodean el castillo de If, Pomegue y Ratonneau son las más cercanas, pero Pomegue y Ratonneau están habitadas, así como la islilla de Daume. Las que ofrecían más seguridades a Edmundo eran la isla de Tiboulen o la de Lemaire. Ambas están a una legua del castillo de If.

Dantés resolvió dirigirse a una de las primeras islas, pero ¿cómo encontrarla en medio de la oscuridad que le rodeaba? En aquel momento vio brillar como una estrella el faro de Planier. Dirigiéndose en derechura al faro, dejaba un tanto a la izquierda la isla de Tiboulen, y torciendo aún más hacia aquel lado, debía de hallar a Tiboulen en su camino.

Pero ya hemos advertido que desde el castillo de If a esta isla hay una legua a lo menos. Faria solía repetir al joven en su prisión:

Dantés, no os entreguéis de ese modo a la molicie. Si no ejercitáis las fuerzas, os ahogaréis el día que queráis escaparos.

Estas palabras zumbaron en los oídos de Dantés, cuando cortaba por el fondo las saladas olas, y se dio prisa a salir a flor de agua para convencerse de que no había perdido sus fuerzas. Efectivamente, lleno de júbilo vio que su forzosa inacción nada le había quitado de vigor ni de agilidad, y que era todavía señor del elemento con que había jugado siendo niño.

El miedo, por otra parte, ese rápido perseguidor, doblaba sus bríos; agazapado en la cúspide de las olas, poníase a escuchar por si llegaba a sus oídos algún rumor. Cada vez que en brazos de una ola se levantaba a los cielos, con una mirada rápida abarcaba todo el horizonte visible, tratando de penetrar en las densas tinieblas. Cada ola que fuese un poco más elevada que las demás parecíale un barco que le perseguía, y redoblaba sus esfuerzos, que aunque le alejasen sin duda del castillo iban a agotar muy pronto sus fuerzas.

Seguía, pues, nadando, y ya el terrible castillo se quedaba confundido entre los vapores nocturnos. No lo distinguía ya, pero lo sentía.

De este modo transcurrió una hora, hora en que Dantés, exaltado por el sentimiento de libertad que tan completa y vertiginosamente le dominaba, siguió hendiendo las olas en la dirección que se trazara.

Vamos se dijo, pronto hará una hora que estoy nadando, pero como el viento me es contrario, he debido adelantar una cuarta parte menos. Sin embargo, como no me equivoque en mis cálculos, no debo de estar ahora muy lejos de Tiboulen. Pero ¡si me equivocase!

Un súbito temblor conmovió todo el cuerpo del nadador. Procuró sostenerse de espaldas sobre el agua para descansar un poco, pero el mar cada vez se iba poniendo más alborotado, y comprendió que le era imposible.

Sea, pues dijo Seguiré nadando hasta que mis brazos se cansen, y los calambres me acometan, y entonces… me iré al fondo.

Y continuó nadando con la fuerza y el brío de la desesperación. De repente parecióle que el firmamento, ya oscuro, se ennegrecía más y más y que una nube espesa y compacta bajaba hasta él. Al mismo tiempo sintió en la rodilla un dolor vivísimo. Con su rapidez incomparable hízole creer la imaginación que aquello era la herida de una bala y que en seguida oiría la explosión del tiro, pero la detonación no sonó. Dantés alargó la mano y halló un cuerpo resistente, encogió la otra pierna y tocó el suelo, y reconoció entonces qué cosa era lo que se había figurado una nube.

A veinte pasos se elevaba una mole de peñascos, de extraña forma, que parecía un cráter inmenso petrificado en el momento de su mayor combustión. Era la isla de Tiboulen. Levantóse Dantés, dio algunos pasos adelante, y alabando a Dios, se tendió sobre aquellos guijarros, que entonces le parecieron más blandos que los colchones del lecho más mullido.

Después, a pesar del viento y de la borrasca, y de la lluvia que empezaba a caer, rendido como estaba de fatiga, se quedó dormido, con ese delicioso sueño que embarga al hombre cuya materia se aletarga, pero cuya alma permanece despierta con la idea de una felicidad inesperada.

Al cabo de una hora, le despertó el espantoso ruido de un trueno. La tempestad se había desencadenado y batía el aire con furia. De vez en cuando caía, como una serpiente de fuego, un rayo del cielo, iluminando las olas y las nubes, que se perseguían las unas a las otras como en inmenso caos.

La vista perspicaz de marino no había engañado a Dantés, aquélla era, en efecto, la primera de las dos islas, la de Tiboulen. Sabía que no ofrecía el menor asilo, pero cuando la tempestad cesase pensaba volverse a echar al mar en dirección a la isla de Lemaire, que aunque no menos árida, era más grande, y por consiguiente más hospitalaria.

Una peña cóncava prestó a Dantés abrigo momentáneo; casi al mismo tiempo estalló la tempestad. Edmundo sentía temblar bajo la peña en que se había guarecido, las olas, que azotando la base de aquella pirámide gigantesca, saltaban hasta él. Aunque estaba en paraje seguro, con aquel ruido atronador, s y aquellas ráfagas sulfúreas, experimentó una especie de vértigo. Creyó que la isla temblaba debajo de sus pies, y que de un momento a otro iba, como un navío anclado, a perder sus cables y a sepultarse en aquel inmenso torbellino. Entonces recordó que hacía veinticuatro horas que no probaba bocado, tenía hambre y sed. Extendió las manos y la cabeza, y bebió el agua de la tempestad recogida en el hueco de la roca.

Cuando se incorporaba, un relámpago que parecía rasgase el cielo hasta el trono del Altísimo iluminó el espacio, mostrándole con su resplandor, entre la isla de Lemaire y el cabo de Croisille, a un cuarto de legua de distancia, como un espectro que resbala al abismo desde la cima de una ola, un pequeño barco pescador arrebatado a la vez por el viento y por el mar. Un minuto después volvió a aparecer el fantasma encima de otra ola, acercándose con horrible rapidez. Quiso el joven gritarles, y aun buscó algún trapo que tremolar para hacerles ver que estaban perdidos, pero bien lo conocían ellos. A la luz de otro relámpago, Edmundo pudo vislumbrar a cuatro hombres agarrados a los palos y a los estayes, mientras otro sujetaba el mástil del tronchado timón. Sin duda, hubieron de verle también aquellos hombres, como él los veía, porque llegaron a sus oídos gritos lastimeros en alas del vendaval que silbaba furiosamente. En la punta del palo mayor hecho trizas azotaban el aire los jirones de una vela, que de pronto se acabó de romper y desapareció en los abismos tenebrosos del espacio, semejante a uno de esos enormes pájaros blancos que se dibujaban sobre las nubes negras. Al mismo tiempo, sonó un ruido espantoso, mezclado con gritos de angustia que llegaron hasta Dantés. Asido como una esfinge de las rocas, abarcaba con sus ojos todo el abismo, y a la luz de otro relámpago pudo ver al barco irse a pique, y flotar entre sus restos cabezas de expresión desesperada y brazos levantados hacia el cielo.

Luego todo volvió a quedar sumergido en la oscuridad más completa. Aquel terrible drama había durado lo que un relámpago. Corriendo el peligro de caer al mar, lanzóse Dantés a la pendiente resbaladiza de las rocas a mirar y a escuchar, pero nada vio y nada oyó. Ni gritos ni cosas humanas, solamente la tempestad seguía azotando los vientos y las olas. Poco a poco fue calmándose el viento y rodaron a Occidente las preñadas nubes rojas, que parecían detenidas por la mano de la tempestad. Volvieron a centellear las estrellas en el cielo con su luz vivísima. Luego por el Este una ráfaga azulada, algo negruzca, coloreó el horizonte, y saltaron las ondas tranquilamente, trocando su espumosa superficie en crines de oro. Era el alba.

Edmundo se quedó inmóvil ante aquel gran espectáculo, como si lo viese por primera vez. Lo había olvidado en efecto, desde su entrada en el calabozo. Volvióse hacia el castillo, escudriñando con una penetrante mirada la tierra y el mar. El sombrío edificio se recostaba entre las olas con esa imponente majestad de las cosas inmóviles, que parece que tengan ojos para vigilar y acento para ordenar.

Serían ya las cinco de la mañana y el mar continuaba calmándose.

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