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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 9)



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Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.

Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

Caballero le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto. Caballero, ¿deseáis hablarme?

Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

¿Entonces tenéis pagarés míos? preguntóle al inglés.

Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

¿Cuánto? preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

Ahí los tenéis respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?

Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

¿Y debéis reembolsársela…?

La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.

.Los reconozco dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma. ¿Es esto todo?

No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.

¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! repitió maquinalmente.

Sí, señor repuso el comisionista. Ahora, pues prosiguió después de una breve pausa, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.

A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

Caballero dijo, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel a hijos se ha desairado en mi caja.

Ya lo sé respondió el inglés, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?

Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso…

Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

¿De modo que si os faltase ese último recurso…? le preguntó su interlocutor.

Pues bien repuso Morrel, mucho me cuesta decirlo…, pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza… Pues bien…, me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos…

¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?

Morrel se sonrió con tristeza.

Bien sabéis, caballero contestó, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

Es cierto murmuró el inglés. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?

Una sola.

¿Que es la última?

La última.

De suerte que si os sale defraudada…

¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.

Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

¿Y no es el vuestro?

No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

Tal vez haya visto al Faraón y os traiga noticias suyas.

¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre… la incertidumbre encierra algo de esperanza.

Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

¿Qué es eso? dijo el inglés aplicando el oído ¿Qué es ese barullo?

¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? exclamó Morrel, palideciendo.

En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. A1 extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia _murmuró el naviero.

Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

¡Oh, padre mío! dijo la joven juntando las dos manos, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.

Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! murmuraba. ¡Valor!

¿De modo que El Faraón se ha perdido? balbució Morrel.

La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

¿Y la tripulación? inquirió Morrel.

Se ha salvado respondió la joven. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

¡Gracias, Dios mío! exclamó. A1 menos sólo me herís a mí con este golpe.

No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

Entrad añadió Morrel, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.

En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

¿Cómo sucedió? preguntó el naviero.

Acercaos, Penelón dijo el joven, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.

Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

Buenos días, señor Morrel dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

Buenos días, amigo contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas. Pero ¿dónde está el capitán?

Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

Está bien.. . Hablad ahora, Penelón.

Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?»

»Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

Yo también opino lo mismo me respondió el capitán, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto… ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!

»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

Bueno dijo el capitán, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

¿Qué es eso, compadre Penelón? me dijo el capitán. ¿Por qué mueves la cabeza?

Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

Me parece que tienes razón, perro viejo me contestó; vamos a tener una bocanada de aire.

¡Ah, capitán! le respondí. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón. Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.

¡Cada cual a su puesto! gritó el capitán. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!

Poco era eso aún para aquellos sitios dijo el inglés. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

Hicimos otra cosa, caballero le contestó con algún respeto. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

Muy viejo era el buque para atreverse a tanto dijo el inglés.

Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

Penelón, viejo mío me dijo el capitán, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

Dile el timón, bajé en efecto… ya había tres pies de agua… Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

»¡Ah! dije al cabo de cuatro horas de trabajo, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.

¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? me dijo el capitán. Espera, espera un poco.

Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

Bien hecho dijo el inglés.

Nada hay que reanime tanto como las buenas razones prosiguió el marinero,sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco…, ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

Vamos dijo el capitán, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha,¡pronto!

Habéis de saber, mi amo dijo Penelón, nosotros queríamos mucho al Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto! » No se engañaba el pobre Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

» Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último…, ¡adiós, mundo…! ¡Prrrrrrum…! ¡Adiós, Faraón!

»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber…, como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

Bien, amigos míos dijo el señor Morrel, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?

¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

Al contrario, hablemos repuso el naviero con una triste sonrisa.

Pues bien se nos deben tres meses añadió Penelón.

Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos prosiguió Morrel, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no por eso me queráis menos.

Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas frases.

En cuanto a eso, señor Morrel añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero, en cuanto a eso…

¿A qué?

Al dinero…

Y bien, ¿qué?

_Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

¡Gracias, amigos míos, gracias! exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.

Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? murmuró con voz ahogada. ¿Estáis descontento de nosotros?

No, hijos míos contestó Morrel, sino todo lo contrario. No os despido…, pero… ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

¿Que no tenéis barcos? dijo Penelón. Pues construiréis otros…, esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

No tengo dinero para construir otros, Penelón repuso Morrel con su melancólica sonrisa; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.

Callad, callad, amigos míos respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos añadió, y haced que se cumplan mis deseos.

¿Volveremos a vernos, señor Morrel? dijo Penelón.

Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.

E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

Ahora dijo el armador a su mujer y a su hija, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

Los dos hombres quedaron a solas.

Ea, caballero dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

Ya he visto, caballero respondió el inglés, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

¡Oh, caballero! murmuró Morrel.

Veamos prosiguió el comisionista. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

¿Deseáis una prórroga para pagarme?

Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida repuso Morrel.

¿De cuánto tiempo la queréis?

Morrel, vacilante, dijo:

De dos meses.

Os concedo tres respondió el extranjero.

¿Pero creéis que la casa de Thomson y French…?

Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

Sí.

Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

Os esperaré, caballero dijo Morrel, y, o vos quedaréis pagado…, o muerto yo.

Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

¡Oh, caballero! dijo juntando las manos.

Señorita respondió el inglés, si en alguna ocasión recibís

una carta… firmada por… por Simbad el Marino…, efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

Lo haré, caballero respondió Julia.

¿Me prometéis hacerlo?

Os lo juro.

Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros le dijo.

Capítulo séptimo

El 5 de septiembre

El plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo esperaba, se le antojó al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha cansado de acosarnos. Contó el mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al seno de la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia, Morrel no tenía deudas sólo con la casa de Thomson y French, tan fácil de contentar. Como él mismo había dicho, en el comercio no hay amigos, sino socios.

Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, sólo podía explicársela como un cálculo egoísta a inteligente a la par. Thomson y French habrían dicho para sí: «Más nos conviene sostener a un hombre que nos debe cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres meses, que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por ciento del capital.»

Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales de Morrel, sea por ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron completamente al contrario. Con nimia exactitud fue presentándose en la caja todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido por el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica impasibilidad, pero no Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era hombre perdido cuando tuviese que abonar los pagarés del comisionista.

La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría resistir tantos desastres, por lo que causó grandísima admiración ver que se habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes. Con todo, no por esto volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para fin del mes siguiente la quiebra.

Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para allegar todos sus recursos. En otro tiempo sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora negociar algunos de aquellos a noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar afortunadamente con algunos ingresos suyos propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.

Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en Marsella desde la mañana siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel, y como no había tenido en Marsella relaciones sino con el alcalde, el señor Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas. En cuanto a los marineros del Faraón, sin duda habían encontrado acomodo, porque también desaparecieron.

Repuesto ya de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el capitán Gaumard, temeroso de presentarse en casa de Morrel, pero éste supo su llegada y fue en persona a buscarle. El digno naviero conocía de antes, por la revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y él fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Llevábale además su sueldo, que el capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.

Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. A1 parecer había empleado bravamente sus doscientos francos, porque estaba enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero embarazaba un poco al digno timonel. Retiróse al rincón más apartado del descansillo, pasó alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados, y no aceptó, sino muy tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la elegancia de su traje atribuyó Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío tan lujoso. Tal vez estaba ya enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber llevado más largo tiempo el luto del Faraón, si se nos permite la frase. Quizás habría también venido a anunciar su nuevo

empleo al capitán Gaumard, o a hacerle alguna proposición de su nuevo amo.

¡Buenas gentes! dijo Morrel alejándose. Ojalá vuestro nuevo dueño os ame como yo os amaba y sea más feliz que yo.

Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito antiguo, o ganarse otro nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había tomado un asiento en el correo, y se dijo que decididamente se declararía en quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto cruel, encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero, contra todos los agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre, apareciendo detrás de la verja Cocles, tranquilo como el justo de Horacio, examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le presentaba y pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que pagó el cajero con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores se hacían cruces, y con esa tenacidad común a los profetas de desgracias, aplazaban la quiebra para fin de septiembre.

El día primero llegó Morrel. Esperábale toda su familia, presa de la mayor ansiedad, porque aquel viaje a París era su último recurso. Morrel se había acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro tiempo su protegido, puesto que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho millones, y un crédito ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar un escudo, sólo con garantizarle un empréstito.

Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías instintivas, imposibles de vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas, renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel, porque volvía de París humillado con una negativa.

Sin embargo no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija, tendió a Manuel una mano, y se encerró con Cocles en su gabinete del piso segundo.

¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! dijeron las dos mujeres a Manuel.

Entonces trataron en un conciliábulo de que Julia escribiese a su hermano pidiéndole que viniera al instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.

Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran todas sus fuerzas para resistir el golpe que les amenazaba.

Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía ya sobre su padre una gran influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir carrera, como su padre no había querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la militar, efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por oposición en la Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto, y ya le tenían prometido el ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era tenido Maximiliano por muy rígido, no sólo en cuanto a los deberes militares, sino también en cuanto a los humanos, de suerte que le llamaban el estoico. No hay que decir que le llamaban así de oídas, pues sus compañeros no sabían lo que significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un instante después de haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia salir a aquél, pálido, tembloroso y fuera de sí. Al pasar a su lado intentó preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:

¡Oh, señorita! ¡Señorita! ¡Qué desgracia tan horrible! ¿Quién lo hubiera creído?

Poco después viole subir Julita con dos o tres libros muy gruesos, una cartera y un saco de dinero.

Consultó Morrel los registros, abrió la cartera y contó el dinero. Sus existencias en caja consistían en seis a ocho mil francos, que con cuatro o cinco mil que esperaba de diversas entradas, componían, sumando muy por lo largo, un activo de catorce mil francos, para pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos. Tampoco había medio de ofrecer ningún crédito a cuenta. Cuando subió a comer parecía estar más tranquilo, aunque esta tranquilidad asustó más a las dos mujeres que si le vieran muy abatido.

Morrel acostumbraba después de comer ir a tomar café y a leer el periódico El Semáforo al círculo de los Focios, pero el día de que hablamos volvió a subir a su despacho.

El pobre Cocles estaba completamente alelado. Casi toda la mañana la pasó en el patio, sentado en una piedra, con la cabeza descubierta, aunque hacía un sol de treinta grados.

Si bien Manuel se afanaba por tranquilizar a las mujeres, le faltaban palabras y elocuencia. Estaba muy al corriente de los negocios de la casa para no conocer que amenazaba a ésta una gran catástrofe.

Por la noche no se acostaron ni la madre ni la hija, con la esperanza de que Morrel entrase en su cuarto al bajar al despacho, pero oyéronle pasar por delante de la puerta acelerando el paso, sin duda temeroso de que le llamaran. Aplicaron el oído y pudieron comprender que había entrado en su cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. La señora Morrel mandó a Julia que se acostara, y media hora después, quitándose los zapatos, se deslizó por el corredor para ver por la cerradura lo que hacía su marido. Una sombra salía del corredor cuando ella entraba. Era Julia, que, sobresaltada también, había precedido a su madre con el mismo objeto.

La joven se unió a su madre.

Está escribiendo le dijo.

Las dos mujeres se habían comprendido sin hablar.

La señora Morrel se inclinó a mirar por la cerradura. Morrel escribía, en efecto, pero lo que no había advertido la hija lo advirtió la madre, y fue que el naviero escribía en papel sellado. Y esto hizo que le asaltase la terrible idea de que hacía testamento, y aunque tembló de pies a cabeza, tuvo suficiente valor para no despegar sus labios.

Al día siguiente, Morrel estaba al parecer muy tranquilo, pues fue a su despacho, como acostumbraba, bajó a almorzar como solía también y solamente después de comer fue cuando hizo a su hija sentarse a su lado, le cogió la cabeza y la estrechó fuertemente contra su corazón. Aquella tarde dijo Julia a su madre que, aunque tranquilo en apáriencia, había reparado que el corazón de Morrel latía violentamente.

Los otros dos días pasaron del mismo modo. El 4 por la noche pidió Morrel a Julia la llave de su gabinete. Esto hizo temblar a la joven, pues le pareció de mal agüero. ¿Por qué le pedía su padre aquella llave, que ella había tenido siempre, y que desde su niñez no le quitaba nunca sino para castigarla?

¿Qué he hecho yo, padre mío le dijo, mirándole de hito en hito, para que así me pidáis esa llave?

Nada, hija mía respondió el desgraciado Morrel, saltándosele las lágrimas, nada, pero la necesito.

Julia hizo como si buscara la llave.

La habré dejado en mi cuartomurmuró.

Y salió, pero no fue a su cuarto, sino a consultar a Manuel.

No le des la llave a lo padre dijo éste, y si puedes, no le abandones un solo instante mañana por la mañana.

En vano trató la joven de sonsacar a Manuel; o no sabía más o no quiso decirle más.

Toda la noche, del 4 al 5 de septiembre, la pasó la señora Morrel con el oído en la cerradura del despacho de su esposo. Hacia las tres de la mañana oyó a éste pasear muy agitado por su habitación. A aquella hora fue solamente cuando se reclinó sobre la cama.

Las dos mujeres pasaron la noche juntas; esperaban a Maximiliano desde la tarde anterior. Entró a verlas Morrel a las ocho, sosegado en apariencia, pero re. velando con su palidez y su abatimiento la agitación en que había pasado la noche. Ninguna de las dos mujeres se atrevió a preguntarle si había dormido bien. Nunca había estado Morrel tan bondadoso con su mujer, ni tan paternal con su hija. No se hartaba de contemplar y abrazar a la pobre niña. Recordando Julia el consejo de Manuel, quiso seguir a su padre cuando salía de la estancia, pero él, deteniéndola con dulzura, le dijo:

Quédate con lo madre.

Julia insistió.

Vamos, lo ordenoañadió Morrel.

Era la primera vez que Morrel decía a su hija «lo ordeno», pero lo decía con tal acento de paternal dulzura, que la joven no se atrevió a dar un paso más.

Muda a inmóvil permaneció en el mismo sitio. Un instante después volvióse a abrir la puerta y sintió que la abrazaban y besaban en la frente.

Alzó los ojos, y con una exclamación de júbilo dijo:

¡Maximiliano! ¡Hermano mío!

A estas voces acudió la señora Morrel a arrojarse en brazos de su hijo.

Madre mía dijo el joven mirando alternativamente a la madre y a la hija, ¿qué sucede? Vuestra carta me asustó muchísimo.

Julia repuso la señora Morrel haciendo una señal a la joven, ve a avisar a lo padre la llegada de Maximiliano.

La joven salió corriendo de la habitación, pero al ir a bajar la escalera la detuvo un hombre con una carta en la mano.

¿Sois la señorita Julia Morrel? le dijo con un acento italiano de los más pronunciados.

Sí, señor respondió, pero ¿qué queréis? ¡Yo no os conozco!

Leed esta carta dijo el hombre presentándosela.

Julia no se atrevía.

Va en ella la salvación de vuestro padre añadió el mensajero.

Julia arrancóle la carta de las manos, y la leyó rápidamente:

Id en seguida a las Alamedas de Meillán, entrad en la casa número I5, pedid al portero la llave del piso quinto, entrad, y sobre la chimenea encontraréis una bolsa de torxal encarnado; traédsela a vuestro padre.

Conviene mucho que la tenga antes de las once.

Me habéis prometido obediencia absoluta, os recuerdo vuestra promesa.

Simbad El Marino

La joven dio un grito de alegría, y al levantar los ojos al hombre que le había traído la carta, vio que había desaparecido. Entonces quiso leerla por segunda vez, y advirtió que tenía una posdata.

Es importantísimo que vayáis vos misma, y Bola, pues a no ser vos quien se presentase, o a ir acompañada, responderá el portero que no sabe de qué se trata.

Esta posdata hizo suspender la alegría de la joven. ¿No tendría nada que temer? ¿No sería un lazo aquella cita? Su inocencia la tenía ignorante de los peligros que corre una joven de su edad, pero no es necesario conocer el peligro para temerlo. Hasta hemos hecho una observación, y es que los peligros ignorados son justamente los que infunden mayor terror. Julia resolvió pedir consejo, pero por un sentimiento extraño no recurrió a su madre, ni a su hermano, sino a Manuel.

Bajó a su despacho, y contóle cuanto le había sucedido el día que el comisionista de la casa de Thomson y French se presentó en la suya, y la escena de la escalera y la promesa que le había hecho, y le mostró la carta que acababa de recibir.

Es necesario que vayáis, señorita dijo Manuel.

¡Que vaya! murmuró Julia.

Sí, yo os acompañaré.

Pero ¿no habéis visto que he de ir Bola?

Iréis Bola respondió el joven. Os esperaré en la esquina de la calle del Museo, y si tardaseis lo bastante a parecerme sospechoso, iré a buscaros, y os aseguro que ¡ay de aquellos de quienes os quejéis a mí!

¿De modo que vuestra opinión, Manuel, es que acuda a la cita? añadió la joven, vacilante aún.

Sí; ¿no os ha dicho el portador que de ello depende la salvación de vuestro padre?

Pero decidme siquiera qué peligro corre.

Manuel vacilaba, pero el deseo de decidir al punto a la joven, pudo más que sus escrúpulos.

Escuchad le dijo Hoy estamos a 5 de septiembre, ¿no es verdad?

Sí.

¿Hoy a las once tiene que pagar vuestro padre cerca de trescientos mil francos?

Sí, ya lo sabemos.

Manuel dijo:

¡Pues bien! En caja apenas hay quince mil.

¿Y qué sucederá?

Sucederá que si antes de las once no ha encontrado vuestro padre alguno que le ayude a salir del apuro, tendrá que declararse en quiebra al mediodía.

¡Oh! ¡Venid! ¡Venid! exclamó la joven arrastrando a Manuel tras ella.

Mientras tanto la señora Morrel se lo había contado todo a su hijo.

El joven sabía muy bien que de resultas de las desgracias sucedidas a su padre, se habían modificado mucho los gastos de la casa, pero ignoraba que se viesen próximos a tal extremo. La revelación le anonadó. De pronto salió del aposento y bajó la escalera, creyendo que estaría su padre en el despacho, pero en vano llamó a la puerta.

Después de haber llamado inútilmente, oyó abrir una puerta de la planta baja. Era su padre, que en vez de volver directamente a su despacho, había entrado antes en su habitación, y salía ahora. A1 ver a su hijo lanzó un grito, pues ignoraba su llegada, quedándose como clavado en el mismo sitio, ocultando con su brazo un bulto que llevaba debajo de su gabán. Maximiliano bajó en seguida la escalera, arrojándose al cuello de su padre, pero de pronto retrocedió, dejando, sin embargo, su mano derecha sobre el pecho de su padre.

¡Padre mío! le dijo, palideciendo intensamente. ¿Por qué lleváis debajo del abrigo un par de pistolas?

¡Esto es lo que yo temía! exclamó Morrel.

¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Por Dios! ¿Qué significan esas armas?

Maximiliano respondió Morrel, mirando fijamente a su hijo, tú eres hombre, y hombre de honor. Ven, que voy a contártelo.

Y subió a su gabinete con paso firme. Maximiliano le seguía vacilando.

Morrel abrió la puerta, y cerróla detrás de su hijo, luego atravesó la antesala y poniendo las pistolas sobre su bufete, señaló con el dedo al joven un libro abierto.

En este libro constaba exactamente el estado de la caja.

Antes de que pasase una hora tenía que pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Lee dijo simplemente.

El joven lo leyó, quedándose como petrificado.

Morrel no decía una palabra. ¿Qué hubiera podido añadir a la inexorable elocuencia de los números?

¿Y para evitar esta desgracia hicisteis todo lo posible, padre mío? inquirió Maximiliano después de un instante.

Morrel respondió:

Sí.

¿No contáis con ninguna entrada?

Con ninguna.

¿Agotasteis todos los recursos?

Todos.

¿Y dentro de media hora… prosiguió Maximiliano con acento lúgubre, dentro de media hora quedará deshonrado nuestro nombre?

La sangre lava la deshonra dijo Morrel.

Tenéis razón, padre mío; os comprendo.

Y alargando la mano a las pistolas, añadió:

Una para vos, otra para mí. Gracias.

Morrel le contuvo.

¿Qué será de lo madre… y de lo hermana?

Un temblor involuntario se adueñó del joven.

¡Padre mío! repuso, ¿pensáis lo que decís? ¿Me aconsejáis que viva?

Sí; lo aconsejo, porque es lo deber. Tú tienes, Maximiliano, una inteligencia vigorosa y fría, tú no eres un hombre vulgar, Maximiliano. Nada lo mando, nada lo aconsejo, lo digo únicamente: estudia la situación como si fueras extraño a ella, y júzgala por ti mismo.

Tras un instante de reflexión, animó los ojos del joven un fuego sublime de resignación. Con ademán lento y triste se arrancó la charretera y la capona, insignias de su grado.

Está bien, padre mío dijo tendiendo a Morrel la mano, morid en paz; yo viviré.

Morrel hizo un movimiento para arrojarse a los pies de su hijo, que se lo impidió abrazándole, con lo que aquellos dos corazones nobles confundieron sus latidos.

Bien sabes que no es mía la culpa dijo Morrel.

Maximiliano se sonrió.

Sé que sois el hombre más honrado que yo haya conocido nunca, padre mío.

Todo está dicho ya. Regresa ahora al lado de lo madre y de lo hermana.

Padre mío dijo el joven hincando una rodilla en tierra, bendecidme.

Cogió Morrel con ambas manos la cabeza de su hijo, y acercándola a sus labios la besó repetidas veces.

Sí, sí exclamaba a la par, yo lo bendigo en mi nombre y en el de tres generaciones de hombres sin tacha. Escucha lo que con mi voz lo dicen: El edificio que la desgracia destruye, la Providencia puede reedificarlo. Viéndome morir de tan triste manera, los más inexorables lo compadecerán; quizá lleguen a concederte a ti treguas que a mí me habrían negado. Trata entonces que nadie pronuncie la palabra pillo. Trabaja, joven, trabaja, lucha con valor y ardientemente. Procura vivir tú y que vivan lo madre y lo hermana con lo estrictamente necesario, a fin de que día por día aumente la fortuna de mis acreedores con tus ahorros. Piensa que no habría día más hermoso, ni más grande, ni más solemne, que el día de la rehabilitación, aquel día que puedas decir en este mismo despacho: «Mi padre murió porque no pudo hacer lo que yo hago hoy; pero murió tranquilo y resignado, porque esperaba de mí esta acción.»

¡Oh, padre mío, padre mío! exclamó el joven. ¡Si pudierais vivir a pesar de todo!

Si vivo todo se ha perdido. Viviendo yo, el interés se cambia en duda, la piedad en encarnizamiento. Viviendo yo, no soy más que un hombre que faltó a su palabra, que suspendió sus pagos; soy, en fin, un comerciante quebrado. Si muero, piénsalo bien, Maximiliano, sí, por el contrario, muero, seré un hombre desgraciado, pero honrado. Vivo, hasta mis mejores amigos huyen de mi casa; muerto, Marsella entera acompañará mi cadáver al cementerio; vivo, tienes que avergonzarte de mi apellido; muerto, levantas la cabeza y dices: «Soy hijo de aquel que se mató porque tuvo una vez en su vida que faltar a su palabra.»

El joven exhaló un gemido, aunque estaba al parecer resignado. Era la segunda vez que el convencimiento se apoderaba, si no de su corazón, de su espíritu.

Ahora dijo Morrel, déjame solo, y procura alejar de aquí a las mujeres.

¿No queréis ver por última vez a mi hermana? le preguntó Maximiliano.

El joven fundaba en esta entrevista una esperanza sombría y postrera.

Morrel movió la cabeza.

Ya la he visto esta mañana, y me he despedido de ella.

¿No tenéis que hacerme ningún encargo particular, padre mío? le preguntó Maximiliano con voz alterada.

Sí, hijo: un encargo sagrado.

Decid, padre mío.

La casa de Thomson y French es la única que por humanidad o acaso por egoísmo, que no me es dado leer en el corazón humano, ha tenido compasión de mí. Su representante, que se presentará dentro de diez minutos a cobrar los doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, no diré que me concedió, sino que me ofreció tres meses de plazo. Hijo mío, lo encargo que sea esta casa la primera que cobre, y que sea ese hombre sagrado para ti.

Sí, padre respondió Maximiliano.

Y ahora, adiós otra vez dijo Morrel. Vete, vete, que necesito estar solo. Encontrarás mi testamento en el armario de mi alcoba.

El joven permaneció de pie a inmóvil.

Escucha, Maximiliano dijo su padre. Suponte que soy soldado como tú, que me han mandado tomar un reducto, y que sabes que han de matarme ciertamente: ¿No me dirías como hace unos instantes: «Id, padre mío, id, porque de otro modo os deshonráis, y más vale la muerte que la deshonra» ?

Sí, sí dijo el joven- sí.

Y estrechando convulsivamente a su padre entre sus brazos, añadió:

Id, padre mío, id.

Y salió del gabinete precipitadamente.

Después de la marcha de su hijo permaneció el naviero en pie, con los ojos fijos en la puerta. Entonces alargó la mano y tiró del cordón de la campanilla.

Al cabo de unos momentos apareció Cocles. Ya no era el mismo hombre. Aquellos tres días le habían transformado. El pensamiento de que la casa Morrel iba a suspender sus pagos le inclinaba a la tierra más que otros veinte años sobre los que tenía de edad.

Mi buen Cocles le dijo Morrel con un acento imposible de describir. Mi buen Cocles, vas a quedarte en la antecámara, y cuando venga aquel caballero de hace tres meses, ya le conoces, el representante de la casa de Thomson y French, cuando venga… me lo anuncias.

Cocles no respondió: hizo con la cabeza una señal de asentimiento y fue a sentarse en la antesala. Morrel se dejó caer en una silla, sus ojos se fijaron en la esfera del reloj. ¡Sólo le quedaban siete minutos! El minutero andaba con una rapidez increíble. Imaginábase que la sentía.

Lo que en aquel supremo instante pensó aquel hombre, que joven aún iba a abandonar el mundo, la vida y las dulzuras de la familia, fundado en un razonamiento falso quizá, pero al menos especioso, lo que pensó, repetimos, es imposible de describir. Estaba resignado, a pesar de que su frente estaba bañada en sudor, aunque sus ojos se bañaran de lágrimas, estaba resignado.

El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas, alargó la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles pronunciase estas palabras: «El representante de la casa de Thomson y French.»

Y ya tocaba su boca con el arma.

De pronto sonó un grito…, era la voz de su hija… Al volverse y ver a Julia, la pistola se escapó de sus manos.

¡Padre mío! exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría. ¡Salvado! ¡Os habéis salvado!

Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.

¡Salvado, hija mía! murmuró Morrel. ¿Qué quieres decir?

Sí; mirad, miradrepuso la joven.

Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le había pertenecido.

A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, finiquitado.

Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo de pergamino en que se leía esta frase: «Dote de Julia.»

Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su interior como si la campana sonase en su propio corazón.

Veamos, hija mía le dijo cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado esta bolsa?

En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de un quinto piso muy pobre.

¡Pero esta bolsa no es tuya! exclamó Morrel.

Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.

¿Y has ido sola a esta casa? le preguntó Morrel después de haberla leído.

Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, ya no estaba cuando volví.

¡Señor Morrel! gritó una voz en la escalera. ¡Señor Morrel!

Es su voz murmuró Julia.

Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.

¡El Faraón! exclamó. ¡El Faraón!

¿Qué es eso? ¿El Faraón? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.

¡El Faraón, señor…!, lo señala el vigía del puerto…, está entrando ahora mismo.

Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteligencia se negaba a dar crédito a tantos sucesos increíbles, maravillosos.

Pero entonces llegó también su hijo exclamando:

¡Padre mío! ¿Cómo decíais que El Faraón se ha perdido? El vigía lo señala, y dicen que está entrando en el puerto.

¡Amigos míos! exclamó el naviero, si eso fuera cierto, tendríamos que atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible! ¡Imposible!

Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico diamante.

¡Ah, señor! dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿El Faraón?

Vamos, hijos míos dijo Morrel levantándose. Vamos a verlo, y que Dios se apiade de nosotros si es mentira.

En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel, que no se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la Cannebière. En el puerto había mucha gente congregada. Y la muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.

¡El Faraón! ¡El Faraón! exclamaban todas las voces.

En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas palabras escritas en la popa en letras blancas: El Faraón, de Morrel a hijos, de Marsella, completamente igual al Faraón, y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente daba sus órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al señor Morrel.

Ya no era posible dudarlo. El Faraón estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus voces tan inesperado suceso.

Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad, presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba enternecido la escena murmurando:

Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como lo beneficio.

Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó su escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de desembarcadero, gritó tres veces:

¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!

Se aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente aparejado, a cuyo puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repartía a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su desconocido protector.

Ahora murmuró el desconocido, adiós, bondad, humanidad y gratitud…, adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma. He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos…, ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para castigar a los malvados.

Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa para hendir la superficie de las aguas.

Capítulo octavo

Italia. Simbad El Marino

A comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d'Epinay el otro. Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia, serviría a Alberto de cicerone.

Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les guardase para entonces una habitación confortable.

Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del secondo piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.

Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.

Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros:

¡A la isla de Elba!

La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente desembarcaba Franz en PortoFerrajo.

Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que a11í dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana.

Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.

La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.

¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! le dijo el patrón.

¿Dónde?

¿Ve esa isla? dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuya dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.

¿Y qué isla es ésa? preguntó Franz.

La isla de Montecristo respondió el liornés.

Pero no tengo permiso para cazar en ella.

Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.

¡Diantre! exclamó el joven. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!

Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.

Y ¿a qué país pertenece esa isla?

A Toscana.

Y ¿qué podré cazar?

Millares de cabras salvajes?

¿Se alimentan de lamer las piedras? dijo Franz con sonrisa de incredulidad.

No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.

Pero ¿dónde paso la noche?

En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que termine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de velas tenemos remos.

Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería. Al oír su respuesta afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.

¿Qué ocurre ahora? les preguntó. ¿Ha surgido alguna dificultad?

No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado de sitio.

¿Qué queréis decir?

Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de escala muchas veces a los contrabandistas y a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o de Africa. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a saberse que hemos estado en Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.

¡Diablo!, ya varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios necesitó para crear el mundo. El plazo es largo, hijos míos.

Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en MonteCristo?

¡Oh! , no seré yo exclamó Franz.

Ni menos nosotros añadieron los marineros.

Pues a Montecristo.

El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el barco a bogar.

Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino, cuando henchidas las velas por la brisa volvieron los marineros a sus respectivos puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su plática.

Mi querido Gaetano dijo al patrón, acabáis de decirme, según creo, que la isla de MonteCrísto es un nido de piratas, que me parece caza muy distinta de la de cabras.

Es cierto, excelencia.

Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma de Argel y la destrucción de la Regencia no existían los piratas sino en las novelas de Cooper y del capitán Marryat.

Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como existen bandidos, que aunque fueron exterminados por el Papa León XII, roban todos los días a los viajeros a las mismas puertas de Roma. ¿No ha oído decir su excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri, el encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?

Desde luego que sí.

Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelencia, de vez en cuando oiría contar que un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo yate inglés que se esperaba en Bastía, PortoFerrajo o CivitaVecchia, no ha llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca. Pues esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete hombres, que lo sorprendieron y robaron en una noche oscura, en las inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y roban una silla de posta en la espesura de un bosque.

Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? repuso Franz, siempre tendido en su barca. ¿Cómo no atraen sobre esos piratas la venganza del gobierno francés, del sardo o del toscano?

¿Por qué? repuso Gaetano sonriéndose.

Sí, ¿por qué?

Porque, en primer lugar, transportan del yate o del navío a su barca cuanto hay que valga la pena, y luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero en la quilla del barco robado, y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde uno de los costados primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena un ruido semejante a un cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades, inunda todo el barco, saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que arroja por sus poros un gigantesco cetáceo.

»A fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se hunde, formando en el abismo un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan completamente que a los cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las tranquilas aguas el buque agujereado.

¿Comprendéis ahora añadió el patrón sonriendo, cómo el buque no vuelve al puerto y por qué los robados no se quejan?

Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable que Franz lo pensara con más madurez, pero ya que la habían emprendido parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos hombres que no corren al peligro, pero que sí se presenta la ocasión, se enfrentan a él con imperturbable sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el peligro sino como en un duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos, estudiando su fuerza, y que al primer golpe de vista se dan cuenta de todas las ventajas y matan de un solo golpe.

¡Bah! respondió, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado por el Archipiélago dos meses, y ni la sombra he visto de un bandido o de un pirata.

Es que yo no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renunciar a su proyecto añadió Gaetano. Me preguntó y le respondí.

Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más interesantes, por lo que quiero gozar de ella el mayor tiempo posible. A Montecristo.

Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vientecillo fresco hacía el barco seis o siete millas por hora. La isla parecía que brotase del centro del mar a medida que la distancia se acortaba, y a través de la clara atmósfera del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal, aquella masa de rocas, en cuyos intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En cuanto a los marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era evidente que habían redoblado su vigilancia, y que sus miradas escudriñaban aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas barcas pescadoras que con sus velas blancas se deslizaban como las gaviotas de ola en ola.

Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocultarse detrás de la de Córcega, cuyas montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el cielo sus picos sombríos. Delante de la barca, ocultándole el sol, que ya sólo doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra, parecido a Adamastor. Lentamente subieron las sombras desde el mar, ahuyentando aquel rayo de luz que iba ya a apagarse. Al fin subió aquella estela luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante flameando como el penacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradualmente de las alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos ennegreciéndose. Una hora después se hizo completamente de noche.

En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no dejaba de experimentar alguna inquietud, pero por fortuna los marineros conocían muy bien hasta los puntos más ignotos del archipiélago toscano. La Córcega había desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los marineros tenían, como los linces, la facultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al timón no señalaba ningún obstáculo.

Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz creyó percibir a un cuarto de milla a la derecha una sombra confusa, aunque era imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le burlasen los marinos si tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de pronto apareció en la orilla un resplandor muy grande. La tierra parecía una nube, pero el fuego no era un meteoro.

¿Qué luz es aquélla? inquirió.

¡Chist! dijo el patrón. Es una lumbre.

Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?

Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de contrabandistas.

¿Y de piratas?

Y de piratas añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz, Por eso di orden de que pasáramos más allá de la isla, y ya lo veis, la lumbre cae detrás de nosotros.

Pero ese fuego prosiguió Franz me parece más bien un motivo de seguridad que de inquietud. No lo hubieran encendido gentes que temiesen ser descubiertas.

¡Oh!, eso nada quiere decir repuso Gaetano. Si pudieseis reconocer en medio de la oscuridad la situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino desde alta mar solamente.

Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?

Es preciso orientarse repuso Gaetano fijando los ojos en aquella estrella terrestre.

¿Y cómo?

Vais a verlo.

A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de cinco minutos de discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró el barco de bordo como por ensalmo. Volvieron entonces a tomar el camino que habían traído, y algunos segundos después desapareció el resplandor, sin duda a causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta pasos. Amainó Gaetano y quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el mayor silencio, y hasta sin pronunciar una palabra, sobre todo desde el cambio de dirección.

Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la responsabilidad. Los cuatro marineros no le perdían de vista, puestos al remo y en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era difícil, gracias a la oscuridad. Con esa sangre fría que ya le conocemos, Franz aprestaba sus armas (que eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía el seguro.

En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su camisa, y asegurándose los pantalones en las caderas, sin quitarse los zapatos ni medias, que no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como dando a entender que guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ayuda de la fosfórica estela que dejaba en el agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto desapareció. Era evidente que el patrón había llegado a la orilla. Todos los del barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la cual vieron aparecer junto a la orilla la misma estela luminosa en dirección a ellos. Un instante después Gaetano estaba en la barca.

¿Y bien? le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.

Son dijo contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos bandidos corsos.

¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?

¡Toma, excelencia! repuso Gaetano con aire de sublime caridad, es preciso ayudarse los unos a los otros. Los bandidos se ven perseguidos con bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los carabineros, y entonces encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega protección a un pobre hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y para mayor seguridad nos metemos en alta mar. Esto no nos cuesta nada, y le salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejantes, que el día de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para desembarcar sin que nos molesten los curiosos.

¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de contrabandista, mi querido Gaetano? le dijo Franz.

¿Qué queréis, excelencia? contestó con una sonrisa imposible de describir, bueno es saber algo de todo, porque lo primero es vivir.

Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?

Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos reconocemos unos a otros por ciertas señales.

¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?

Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.

Pero esos bandidos corsos… murmuró Franz calculando de antemano todas las posibilidades.

¡Vaya por Dios! dijo Gaetano. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos, sino la autoridad.

¿Qué decís?

Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como si el vengarse no fuera en Córcega lo más natural del mundo!

¿Qué entendéis por haber hecho una piel? ¿Haber asesinado a un hombre? dijo Franz prosiguiendo sus pesquisas.

Haber matado a un enemigo, que es muy diferente respondió el patrón.

Pues bien añadió el joven. Vamos a pedir hospitalidad a esos contrabandistas y a esos bandidos. ¿Creéis que nos la concederán?

De seguro.

¿Cuántos son?

Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.

Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos señores se nos pusieran foscos y tuviéramos que traerlos a razones. Por última vez, vamos a Montecristo.

Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras precauciones.

Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises. Hago más que permitíroslo, os lo aconsejo.

Pues entonces, ¡silencio! murmuró Gaetano.

Todos se callaron.

Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero punto de vista. Esta situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad. Hallábase en las tinieblas más profundas, en medio del mar, rodeado de marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle afecto, que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces habían examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que eran muy hermosas.

Por otra parte, iba a arribar, sin más ayuda que aquellos hombres, a una isla que, a pesar de su nombre religioso, no le prometía al parecer otra hospitalidad que la del Calvario a Cristo, gracias a los bandidos y a los contrabandistas. Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la creyó exagerada, parecióle verosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este doble peligro, quizás imaginario, no abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se apartaban de aquellos hombres.

Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a emprender su marcha. En medio de las tinieblas, a las cuales estaba ya un tanto acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la barca costeaba, y pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida que nunca, y sentadas a su alrededor cinco o seis personas.

El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro, por lo menos. Costeó Gaetano la luz, procurando que su barco no saliese un punto de la sombra, y cuando logró situarse enfrente de la lumbre, lanzóse atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la canción habíanse levantado los que se calentaban, aproximándose al desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuya fuerza a intenciones se esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les satisfacía, yendo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a excepción de uno, que se quedó de pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo maquinalmente con su carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto sardo:

¿Quién vive?

Franz preparó fríamente sus dos tiros.

Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo comprender, pero que sin duda se referían a él.

¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógnito? le preguntó el patrón.

No quiero que mi nombre suene para nada contestó Franz. Decidle que soy un francés que viaja por gusto.

Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a uno de los hombres que estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto seguido y desapareció entre las rocas.

Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias cosas. Franz en su desembarco, los marineros en sus velas, los contrabandistas en su cabra, pero a pesar de este aparente descuido, se observaban unos a otros.

De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apareció, en opuesta dirección, haciendo con la cabeza una señal al centinela, que volviéndose hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:

S'accommodi.

El s'accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo tiempo: venid, entrad, sed bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se parece a aquella frase turca de Molière que tanto admiraba el paleto caballero (le bourgeois gentilhomme) por el sinnúmero de cosas que significaba.

Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la barca en la orilla. Saltó Gaetano el primero, volviendo a hablar brevemente con el centinela en voz baja; saltaron los marineros unos tras otros, hasta que le tocó a Franz hacer lo mismo.

Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su carabina, pero como su traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los dandys, no inspiró ninguna sospecha.

Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una especie de vivaque donde se colocaron, pero sin duda el punto adonde se dirigían no era del gusto del que hizo el papel de centinela, porque gritó a Gaetano:

Por ahí no.

Balbució una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta, mientras dos marineros iban a encender en la hoguera antorchas para alumbrar el camino.

Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pequeña explanada de rocas, en que habían labrado como unos asientos, que querían parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno crecían en algunos trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un montón de cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que no era el primero que reconociese la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de la isla de Montecristo.

Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en tierra, desde que se dio cuenta de las disposiciones, si no amistosas, indiferentes de sus huéspedes, desapareció toda su desconfianza, cambiándose en apetito con el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.

Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le respondió que nada era más sencillo que comer, para quien trajese como ellos en su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego para asarlas.

Además añadió, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra, puedo ofrecer a los vecinos dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.

Sí, sí, Gaetano contestó el joven. Haced, que parecéis en verdad nacido para tratar esta clase de negocios.

Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con mirtos y encina verde encendieron una buena lumbre.

Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando aquél apareció con aire pensativo.

Ea, ¿qué hay de nuevo? le preguntó. ¿Rechazan nuestra oferta?

Al contrario dijo Gaetano. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven francés, os invita a cenar.

¡Caramba! exclamó Franz. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser ese jefe! No tengo motivos para negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte de bucólica.

¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra entrada en su casa una condición muy singular.

¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?

No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue bastante cómodo.

¿Conocéis, pues, a ese jefe?

Por haber oído hablar de él.

¿Bien o mal?

De las dos maneras.

¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?

Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él mismo os lo diga.

Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para conocer lo que ocultaba esta proposición.

¡Ah! respondió el marinero adivinando su idea. ¡Bien sé yo que merece reflexionarse!

¿Qué haríais vos en mi lugar? inquirió el joven.

Como nada tengo que perder, iría.

¿No rechazaríais el ofrecimiento?

No, aunque no fuera más que por curiosidad.

¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?

Escuchad dijo Gaetano bajando la voz. Yo no sé si es cierto lo que dicen…

Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.

¿Qué dicen?

Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al palacio Pitti.

¡Soñáis! exclamó Franz volviendo a sentarse.

No es sueño contestó el patrón, sino realidad. Cama, el piloto del San Fernando, entró un día, y salió maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de las hadas hay tales tesoros.

Franz dijo:

¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de AlíBabá?

Digo lo que me dicen, excelencia.

¿De modo que me aconsejáis que acepte?

No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante ocasión.

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