Resumen del libro "En el blanco", de
Ken Follett
Título original:
Whiteout
VÍSPERA DE NAVIDAD
01.00
Dos hombres de aspecto cansado miraban a Antonia Gallo
con rencor y hostilidad. Querían irse a casa pero ella se
lo impedía, y sabían que tenía buenos
motivos para hacerlo, lo que solo servía para que se
sintieran peor.
Pertenecían los tres al departamento de personal
de Oxenford Medical. Antonia, más conocida como Toni, era
la subdirectora de los laboratorios, y su principal
función consistía en garantizar la seguridad en las
instalaciones. Oxenford era una pequeña empresa
farmacéutica -una «empresa boutique», en el
argot bursátil- que se dedicaba a la investigación
de virus letales. La seguridad era un asunto de vida o
muerte.
Toni había hecho una inspección aleatoria
de las existencias y había descubierto que faltaban dos
dosis de un fármaco experimental. La noticia en sí
era nefasta: el fármaco en cuestión, un agente
antiviral, se mantenía en el mayor de los secretos y su
composición poseía un valor incalculable. Era
posible que alguien lo hubiera robado para venderlo a una empresa
de la competencia pero otra posibilidad, más
terrorífica aún, había dejado un poso de
angustia en el rostro pecoso de Toni y había dibujado
profundas ojeras bajo sus ojos verdes. El ladrón
también podía haber robado el fármaco para
uso personal, pero en ese caso solo cabía una
explicación: alguien se había infectado con uno de
los virus letales que se almacenaban en los laboratorios
Oxenford.
Los laboratorios se hallaban en una enorme
mansión construida en el siglo XIX como casa de veraneo de
un millonario de la época victoriana. El edificio
recibía el apodo de «el Kremlin» debido a la
doble valla, la alambrada, los guardias uniformados y el avanzado
sistema electrónico de seguridad que la custodiaba, pero
en realidad se parecía más a una iglesia, con sus
arcos apuntados, la torre y las hileras de gárgolas que
asomaban en el tejado.
La oficina de personal ocupaba lo que en tiempos
había sido uno de los dormitorios principales de la casa y
todavía conservaba sus ventanas góticas y paneles
de madera tallada, aunque ahora había archivadores en
lugar de armarios roperos y escritorios con ordenadores y
teléfonos donde antes había tocadores repletos de
frascos de cristal y cepillos con mango de plata.
Toni y los dos hombres se afanaban en llamar a todo
aquel que tuviera permiso para acceder al laboratorio de alta
seguridad. En Oxenford Medical había cuatro niveles de
bioseguridad. En el más elevado, conocido como NBS4, los
científicos trabajaban enfundados en trajes aislantes y
manipulaban virus para los que no existía vacuna o
antídoto. Aquel era el lugar más seguro de todo el
edificio, por lo que las muestras de fármacos
experimentales se almacenaban allí.
No todo el mundo podía acceder al NBS4. Para
hacerlo, era obligatorio poseer formación
específica en materia de peligro biológico,
condición que debían cumplir incluso los empleados
de mantenimiento que entraban a revisar los filtros de aire o a
reparar los autoclaves. La propia Toni había tenido que
someterse a un curso de preparación para poder entrar en
el laboratorio a realizar comprobaciones de seguridad.
Solo veintisiete de los ochenta empleados de la empresa
tenían acceso al laboratorio. Sin embargo, muchos de estos
se habían marchado ya de vacaciones de Navidad, y el lunes
dio paso al martes mientras las tres personas al frente del
laboratorio trataban de localizarlos por todos los medios a su
alcance.
Toni se puso en contacto con un complejo
turístico de las Barbados llamado Le Club Beach y, tras
mucho insistir, convenció al subdirector del centro para
que fuera en busca de una joven técnica de laboratorio que
atendía al nombre de Jenny Crawford.
Mientras esperaba,Toni observó fugazmente su
reflejo en la ventana. Estaba aguantando el tipo bastante bien,
teniendo en cuenta lo avanzado de la hora. Su traje marrón
a rayas blancas conservaba un aspecto pulcro, su gruesa melena se
veía limpia, el rostro no delataba fatiga. El padre de
Toni era español, pero ella había heredado la tez
pálida y el pelo rubio rojizo de su madre escocesa. Era
alta y de constitución atlética. «No
está mal -pensó- para mis treinta y ocho
tacos.»
-¡Ahí deben de ser las tantas de la
madrugada! -exclamó Jenny cuando por fin se puso al
teléfono.
-Hemos encontrado una discrepancia en el registro del
NBS4 -explicó Toni.
Jenny parecía algo achispada.
-No es la primera vez que pasa -repuso,
restándole importancia-. Pero hasta ahora nadie
había puesto el grito en el cielo por algo
así.
-Eso es porque hasta ahora yo no trabajaba aquí
-replicó Toni con sequedad-. ¿Cuándo
entraste en el NBS4 por última vez?
-El martes, creo. ¿El ordenador no te lo
dice?
Se lo diría, pero Toni quería saber si la
versión de Jenny coincidía con la del
ordenador.
-¿Y cuándo fue la última vez que
abriste la cámara?
Se refería a una cámara refrigeradora con
cerradura de seguridad que había en el interior del
NBS4.
Jenny contestó, esta vez en un tono más
desabrido:
-La verdad es que no me acuerdo, pero habrá
quedado grabado en el vídeo.
Cada vez que alguien accionaba el panel digital de la
cerradura de combinación de la cámara de seguridad,
se encendía una cámara de televisión que
grababa cuanto ocurría mientras la puerta
permanecía abierta.
-¿Recuerdas la última vez que usaste el
Madoba-2? -Era el virus en el que estaban trabajando los
científicos en aquel momento.
Jenny no daba crédito a sus
oídos.
-Joder, no me digas que es eso lo que ha
desaparecido.
-No, no es eso. Pero, por si acaso…
-Creo que nunca he manipulado un virus propiamente
dicho. Trabajo sobre todo en el laboratorio de cultivo de
tejidos.
Aquello casaba con la información que obraba en
poder de Toni.
-¿Recuerdas que alguno de tus compañeros
se comportara de un modo extraño o poco habitual en estas
últimas semanas?
-Suenas como la Gestapo -repuso Jenny.
-Puede, pero dime: recuerdas que…
-No, no lo recuerdo.
-Solo una pregunta más: ¿tienes
fiebre?
-Me cago en todo, ¿me estás diciendo que
puedo tener el Madoba-2?
-¿Tienes fiebre o síntomas de
resfriado?
-¡No!
-Entonces estás bien. Te fuiste del país
hace once días, así que si algo fuera mal
tendrías síntomas similares a los de la gripe.
Gracias, Jenny. Seguramente no es más que un error en el
libro de registro, pero tenemos que asegurarnos.
-Pues me has dado la noche. -Jenny
colgó.
-Lo siento -se disculpó Toni, aunque ya no
había nadie al otro lado de la línea. Sostuvo el
auricular contra el pecho y anunció-: Jenny Crawford
está limpia. Es una borde, pero dice la verdad.
El director del laboratorio era Howard McAlpine. Su
poblada barba gris se extendía hasta los pómulos,
de modo que la piel alrededor de sus ojos semejaba una mascarilla
de color rosa. Era meticuloso sin llegar a ser maniático y
por lo general Toni disfrutaba trabajando con él, pero en
aquel momento estaba de un humor de perros. Se recostó en
la silla y cruzó las manos detrás de la
cabeza.
-Lo más probable es que el material desaparecido
haya sido usado con toda legitimidad por alguien que
sencillamente se olvidó de crear las entradas
correspondientes en el registro. -Se notaba la crispación
en su voz; era la tercera vez que repetía lo
mismo.
-Espero que estés en lo cierto -repuso Toni en
tono evasivo.
Se levantó y se asomó a la ventana. La
oficina de personal daba al edificio anexo, que albergaba el
laboratorio NBS4. La nueva construcción era muy similar al
resto del Kremlin, con sus mismas chimeneas victorianas de formas
fantasiosas y una torre del reloj, para que ninguna persona ajena
a la empresa pudiese deducir, a simple vista y a cierta
distancia, en qué parte del complejo se encontraba el
laboratorio de alta seguridad. Pero los cristales de sus ventanas
ojivales eran opacos, las puertas de roble tallado no se
podían abrir y las cámaras del circuito cerrado de
televisión barrían los alrededores con su mirada
tuerta desde las monstruosas cabezas de las gárgolas. Era
un bunker de hormigón disfrazado de mansión
victoriana. El edificio de nueva planta tenía tres pisos.
Los laboratorios estaban en la planta baja. Allí,
además de espacios dedicados a la investigación y
el almacenaje, había una unidad de aislamiento preparada
para administrar cuidados médicos intensivos a cualquier
persona infectada por un virus peligroso. En la planta superior
estaba el equipo de tratamiento del aire, mientras que en el
sótano una compleja maquinaria se encargaba de esterilizar
todos los desperdicios del laboratorio. Nada salía de
allí con vida, excepto los seres humanos.
-Hemos aprendido mucho con este ejercicio
-comentó Toni en tono apaciguador. Se encontraba en una
posición delicada, pensó con inquietud. Los dos
hombres la aventajaban en categoría profesional y en edad,
ya que ambos pasaban de los cincuenta. Aunque no tenía
ningún derecho a darles órdenes, había
insistido en tratar aquella discrepancia como una crisis en toda
regla. Ambos la apreciaban, pero su buena voluntad tenía
un límite y ella parecía empeñada en
rebasarlo. Aun así, estaba convencida de que debía
seguir adelante. Estaban en juego la salud pública, la
reputación de la empresa y su carrera-. En el futuro,
habrá que tener perfectamente localizadas a todas las
personas que tienen acceso al NBS4, aunque estén en la
otra punta del mundo, para poder ponernos en contacto con ellas
enseguida en caso de emergencia. Y habrá que auditar el
libro de registro más de una vez al año.
McAlpine emitió un gruñido. Como director
del laboratorio, era el responsable del libro de registro, y la
verdadera razón de su mal humor era que lamentaba no haber
descubierto él mismo la discrepancia. La eficiencia de
Toni le hacía quedar mal.
Toni se volvió hacia el otro hombre, que era el
director de recursos humanos.
-¿Cuántos llevamos de tu lista, James?
James Elliot apartó los ojos de la pantalla del ordenador.
Vestía como un corredor de bolsa, con traje de raya
diplomática y corbata a topos, como si quisiera
distinguirse de los científicos y su característico
desaliño indumentario. Daba la impresión de que
para él las reglas de seguridad no eran más que
tediosos trámites burocráticos, quizá porque
nunca había trabajado directamente con virus peligrosos.
Toni lo encontraba pedante y ridículo.
-Hemos hablado con veintiséis del total de
veintisiete personas que tienen acceso al NBS4 -contestó.
Se expresaba con una precisión exagerada, como un maestro
fatigado tratando de explicar algo al alumno más obtuso de
la clase-.Todos han dicho la verdad sobre la última vez
que accedieron al laboratorio y abrieron la cámara.
Ninguno recuerda haber observado nada extraño en el
comportamiento de sus compañeros. Y ninguno de ellos tiene
fiebre.
-¿Quién nos falta?
-Michael Ross, un técnico de
laboratorio.
-Conozco a Michael -comentó Toni. Ross era un
hombre tímido e inteligente, unos diez años
más joven que ella-. De hecho, he estado en su casa. Vive
en un chalet a unos veinticinco kilómetros de
aquí.
-Lleva ocho años trabajando en la empresa y tiene
un expediente inmaculado.
McAlpine deslizó un dedo por la hoja impresa que
tenía ante sí y anunció:
-La última vez que entró en el laboratorio
fue hace tres domingos, para hacer una comprobación
rutinaria de los animales.
-¿Qué ha estado haciendo desde
entonces?
-Está de vacaciones.
-¿Desde hace cuánto, tres
semanas?
Elliot intervino:
-Debería haber vuelto hoy. -Consultó su
reloj de muñeca-. Mejor dicho, ayer. El lunes por la
mañana. Pero no se ha presentado.
-¿Ha llamado?
-No.
Toni arqueó las cejas.
-¿Y no podemos localizarlo?
-No contesta al teléfono de casa, ni al
móvil.
-¿Y no os parece un poco raro?
-¿Que un joven soltero decida alargar sus
vacaciones sin avisar al jefe? Tan raro como la lluvia en
Escocia.
Toni se volvió hacia McAlpine.
-Pero acabas de decir que Michael resulta un empleado
ejemplar.
El director del laboratorio parecía
preocupado.
-Es muy responsable. Me sorprende que no haya avisado de
que no iba a venir.
-¿Quién acompañó a Michael
cuando entró por última vez en el laboratorio?
-preguntó Toni. Sabía que tenía que haber
alguien más con él, pues había una regla
según la cual solo era posible acceder al NBS4 en grupos
de dos. Era demasiado peligroso para que nadie trabajara a solas
allí dentro.
McAlpine consultó su lista.
-Ansari.
-A ese creo que no lo conozco.
-A esa. Es una mujer, bioquímica. Se llama
Mónica, Mónica Ansari.
Toni descolgó el auricular.
-¿Me das su número?
Mónica Ansari tenía acento de Edimburgo y
sonaba como si acabara de despertarse.
-Howard McAlpine me ha llamado antes, no sé si lo
sabes.
-Lamento molestarte de nuevo.
-¿Ha pasado algo?
-Se trata de Michael Ross. No podemos localizarlo. Tengo
entendido que estuviste con él en el NBS4 hace un par de
semanas, el domingo.
-Sí. Un momento, que enciendo la luz. -Hubo una
pausa-. Por Dios, ¿sabes qué hora es?
Toni hizo caso omiso de la pregunta.
-Michael se fue de vacaciones al día
siguiente.
-Me dijo que se iba a Devon, a visitar a su
madre.
Al oír aquello, Toni recordó de pronto
qué la había llevado a casa de Michael Ross. Cerca
de seis meses atrás, mientras conversaban en el comedor de
la empresa, ella le había mencionado lo mucho que le
gustaban los retratos de ancianas de Rembrandt, en los que cada
arruga y cada pliegue parecían dibujados con amorosa
precisión. Toni le había dicho que se notaba que
Rembrandt quería mucho a su madre, y entonces el rostro de
Michael se había iluminado de puro regocijo y le
había revelado que tenía copias de varios grabados
de Rembrandt, recortados de revistas y catálogos de casas
de subastas. Aquella tarde, Toni lo había
acompañado hasta su casa para contemplar los retratos
bellamente enmarcados, todos ellos de ancianas, que
cubrían una pared de la pequeña sala de estar. Toni
había temido que Michael fuera a pedirle una cita -le
caía bien, pero no le atraía lo más
mínimo- pero aquella tarde comprobó con alivio que
solo quería presumir de su colección y
concluyó que seguía apegado a las faldas de
mamá.
-Eso nos puede ser útil -le dijo a
Mónica-. Espera un segundo. -Se volvió hacia James
Elliot-. ¿Tenemos los datos de contacto de su
madre?
Elliot movió el ratón y clicó una
vez.
-Sí, me sale en parientes cercanos -dijo, y
descolgó el auricular.
Toni volvió a dirigirse a
Mónica.
-¿Recuerdas si Michael se comportó de un
modo extraño aquella tarde?
-No que yo recuerde.
-¿Entrasteis juntos en el NBS4?
-Sí. Después nos cambiamos en vestuarios
separados, claro.
-Cuando entraste en el laboratorio propiamente dicho,
¿él ya estaba allí?
-Sí, terminó de cambiarse antes que
yo.
-¿Estuviste trabajando cerca de
él?
-No. Yo estaba en una zona anexa, manipulando cultivos
de tejidos. Él estaba con los animales.
-¿Os fuisteis juntos?
-El salió unos minutos antes que yo.
-A mí me da la impresión de que él
pudo acceder a la cámara refrigeradora sin que tú
te dieras cuenta.
-Sí, es posible.
-¿Qué opinión te merece
Michael?
-Es un buen chico… inofensivo, supongo.
-Sí, es una buena palabra para definirlo.
¿Sabes si tiene novia?
-No creo.
-¿Lo encuentras atractivo?
-Es guapo, pero no sexy.
Toni sonrió.
-Exacto. ¿Dirías que hay algo raro en
él?
-No.
Toni notó cierta vacilación en su tono de
voz y guardó silencio, dándole tiempo. A su lado,
Elliot hablaba con alguien, preguntando por Michael Ross o por su
madre.
Al cabo de unos segundos, Mónica
añadió:
-Quiero decir… que alguien viva solo no significa que
esté como para encerrarlo, ¿verdad?
Mientras tanto, Elliot comentaba:
-Qué extraño. Perdone que le haya
molestado a estas horas.
Lo poco que había logrado oír de aquella
conversación telefónica despertó la
curiosidad de Toni, que decidió poner fin a su propia
llamada.
-Gracias de nuevo, Mónica. Espero que puedas
volver a dormirte.
-Mi marido es médico de familia -repuso-. Estamos
acostumbrados a recibir llamadas a horas
intempestivas.
Toni colgó.
-Michael Ross tuvo tiempo de sobra para abrir la
cámara refrigeradora -afirmó-. Y vive solo.
-Miró a Elliot-. ¿Has podido localizar a su
madre?
-El número que tenemos es de una residencia de la
tercera edad -contestó Elliot. Parecía asustado-.
La señora Ross murió el invierno pasado.
-Mierda -dijo Toni.
03.00
Potentes focos de seguridad iluminaban las torres y
tejados del Kremlin. El termómetro marcaba cinco bajo
cero, pero el cielo estaba despejado y no nevaba. El edificio
principal daba a un jardín Victoriano, con árboles
y arbustos señoriales. La luna, apenas mellada,
bañaba con su luz grisácea las ninfas desnudas que
retozaban en las fuentes secas bajo la atenta mirada de los
dragones de piedra.
Un rugido de motores rompió el silencio en el
momento en que dos furgonetas salieron del garaje. Ambas llevaban
pintado sobre el chasis el icono internacional del peligro
biológico: cuatro círculos negros entrelazados
sobre un fondo de color amarillo intenso. El vigilante que
montaba guardia a la salida del complejo ya había
levantado la barrera. Los vehículos salieron en
dirección al sur a una velocidad vertiginosa.
Toni Gallo iba al volante de la primera furgoneta, que
conducía como si fuera su Porsche, aprovechando todo el
ancho de la calzada, pisando a fondo el acelerador, cogiendo las
curvas a toda velocidad. Temía que fuera demasiado tarde.
En la furgoneta, además de ella, iban tres hombres
entrenados en tareas de descontaminación. El segundo
vehículo era una unidad móvil de bioseguridad en la
que viajaban un ATS, que conducía, y una médica,
Ruth Solomons, que ocupaba el asiento contiguo.
Toni temía estar equivocada, pero le aterraba la
idea de tener razón.
Había activado la alerta roja sin más
justificación que una sospecha. El fármaco
desaparecido podía haber sido legítimamente
utilizado por un científico que sencillamente se
había olvidado de crear la entrada correspondiente en el
registro, tal como sostenía Howard McAlpine. Era posible
que Michael Ross hubiese decidido alargar sus vacaciones sin
permiso, y lo de su madre podía no haber sido más
que un malentendido. Si así fuera, no tardarían en
acusarla de haber sacado las cosas de madre, tal como
cabía esperar de una histérica,
añadiría James Elliot. Quizá encontrara a
Michael Ross durmiendo sano y salvo en su cama, con el
teléfono desconectado, y en ese caso Toni se
estremecía solo de pensar en lo que le diría a su
jefe, Stanley Oxenford, a la mañana siguiente.
Pero si resultaba que estaba en lo cierto, todo
sería mucho peor.
Un empleado se había ausentado sin permiso.
Había mentido sobre su paradero, y las muestras de un
nuevo fármaco habían desaparecido de la
cámara de seguridad. ¿Habría hecho Michael
Ross algo que lo había expuesto al riesgo de contraer una
infección mortal? El fármaco seguía en fase
de prueba, y no era efectivo contra todos los virus, pero
seguramente él habría pensado que era mejor que
nada. Cualesquiera que fueran sus intenciones, había
querido asegurarse de que nadie lo buscaría durante un par
de semanas, y por eso había dicho que se marchaba a Devon,
a visitar a su difunta madre.
Mónica Ansari había dicho: «El hecho
de que alguien viva solo no significa que esté como para
encerrarlo, ¿verdad?», una de esas frases que
quieren decir todo lo contrario de lo que aparentan. La
bioquímica había notado algo extraño en
Michael, por más que su mente científica y racional
se resistiera a confiar en una simple
intuición.
Toni, en cambio, creía que nunca había que
hacer caso omiso de la intuición.
Apenas se atrevía a pensar en las consecuencias
que podía tener la posible propagación del
Madoba-2, un virus muy infeccioso que se transmitía
rápidamente a través de la tos y los estornudos, y
que además era letal. Un escalofrío de pavor
recorrió su columna vertebral, y pisó a fondo el
acelerador.
La carretera estaba desierta, y no tardaron más
de veinte minutos en llegar a la aislada casa de Michael Ross. La
entrada no estaba claramente señalada, pero Toni la
recordaba. Enfiló el corto camino que conducía al
chalet de paredes de piedra, que apenas sobresalía por
encima del muro del jardín. La casa estaba a oscuras. Lucy
detuvo la furgoneta junto a un Volkswagen Golf, probablemente el
de Michael, y presionó el claxon con fuerza.
No hubo respuesta. No se encendió ninguna luz,
nadie abrió una puerta o ventana. Lucy apagó el
motor. Silencio.
Si Michael se había marchado, ¿por
qué seguía allí su coche?
-Las escafandras, caballeros -recordó.
Todos los presentes se enfundaron sus trajes aislantes
de color naranja, incluido el equipo médico de la segunda
furgoneta. Hacerlo no era tarea fácil. Los trajes estaban
confeccionados con un plástico pesado que no cedía
ni se doblaba fácilmente, y se cerraban con una cremallera
especial que los hacía herméticos. Se ayudaron unos
a otros a fijar los guantes a las muñecas con cinta
adhesiva, y por último embutieron los pies en botas de
goma.
Los trajes aislaban completamente a sus portadores, que
respiraban a través de un filtro HEPA -un potente
purificador del aire gracias a un ventilador eléctrico
alimentado por las pilas alojadas en el cinturón del
traje. El filtro impedía la entrada de cualquier
partícula de aire respirable que pudiera contener
bacterias y virus. También eliminaba todos los olores,
excepto los más fuertes. El ventilador producía un
murmullo continuo que algunas personas encontraban agobiante.
Unos auriculares con micrófono acoplados al casco les
permitían comunicarse entre sí y con la centralita
del Kremlin a través de una frecuencia interna.
Cuando todos estuvieron listos, Toni se volvió de
nuevo hacia la casa. Si alguien se asomara a una ventana en aquel
momento, y viera a siete personas con trajes aislantes de color
naranja, pensaría que se hallaba ante un grupo de
alienígenas.
Pero si había alguien allí dentro, no
estaba mirando por ninguna de las ventanas.
-Yo entraré primero -anunció
Toni.
Se dirigió a la puerta principal, caminando con
paso rígido y torpe a causa del traje aislante.
Llamó al timbre y a la puerta. Al cabo de unos instantes,
rodeó el edificio por uno de los lados. En la parte
trasera de la casa había un jardín bien cuidado y
un cobertizo de madera. La puerta trasera no estaba cerrada con
llave, así que entró. Recordó que
había estado en aquella cocina mientras Michael preparaba
un té. Avanzó rápidamente por la casa,
encendiendo las luces a su paso. Los Rembrandt seguían en
la pared de la sala de estar. La casa estaba limpia, ordenada y
desierta.
Habló con los demás a través del
micrófono.
-No hay nadie -dijo, y ella misma se percató del
desaliento que transmitía su voz.
¿Por qué se había ido Michael sin
cerrar la puerta? Quizá porque no pensaba volver
jamás.
Aquello era un desastre. Si Michael hubiera estado
allí, el misterio podía haberse resuelto
rápidamente. Ahora tendrían que ponerse a buscarlo,
y podía estar en cualquier rincón del mundo. No
había manera de saber cuánto tardarían en
encontrarlo. Toni pensó con terror en los días -o
quizá incluso semanas- de nervios y ansiedad que se
avecinaban.
Volvió a salir al jardín. Por si acaso,
intentó abrir la puerta del cobertizo, que tampoco estaba
cerrada con llave. Nada más abrir, percibió el
rastro de un olor, un olor desagradable pero vagamente familiar.
Debía de ser un olor muy fuerte, se dijo de pronto, para
traspasar el filtro del traje. «Sangre»,
pensó. El cobertizo olía como un
matadero.
-Dios mío -murmuró.
Ruth Solomons, la médica, la oyó y
preguntó:
-¿Qué pasa?
-Un segundo.
En el interior del pequeño habitáculo de
madera, que no tenía ninguna ventana, reinaba la
más completa oscuridad. Toni buscó a tientas hasta
dar con un interruptor. Cuando se encendió la luz,
soltó un grito de horror.
Los demás rompieron a hablar al unísono,
preguntando qué ocurría.
-¡Venid enseguida! -dijo Toni-.Al cobertizo del
jardín. Ruth primero.
Michael Ross yacía en el suelo, boca arriba.
Sangraba por todos los orificios del cuerpo: ojos, nariz, boca,
orejas. La sangre formaba un charco a su alrededor en el suelo de
madera. Toni no necesitaba a la médica para saber que
Michael tenía una hemorragia múltiple, uno de los
síntomas típicos del Madoba-2 y de otras
infecciones similares. En aquel momento su cuerpo era sumamente
peligroso, como una bomba sin detonar repleta del virus letal.
Pero estaba vivo. El pecho se le movía arriba y abajo, y
de su boca brotaba un débil sonido similar a un gorgoteo.
Toni se agachó, apoyando las rodillas en el pegajoso
charco de sangre fresca, y lo observó
atentamente.
-¡Michael! -llamó a voz en grito para
hacerse oír a través de la pantalla del casco-.
¡Soy Toni Gallo, del laboratorio!
Un destello de lucidez iluminó sus ojos
inyectados de sangre. Abrió la boca y masculló
algo.
-¿Qué? -gritó Toni, y se
acercó más.
-No hay cura -dijo él. Y entonces vomitó.
Un chorro de liquido negro brotó de su boca, salpicando la
pantalla del casco de Toni, que saltó hacia atrás y
gritó aterrada, aunque sabía perfectamente que el
traje la protegía.
Alguien la apartó, y Ruth Solomons se
agachó junto a Michael.
-El pulso es muy débil -dijo la médica.
Abrió la boca de Michael y, con sus dedos enguantados,
limpió parte de la sangre y el vómito que le
obstruían la garganta . -¡Necesito un laringoscopio,
deprisa!
Segundos después, un ATS entró corriendo
con el instrumento requerido. Ruth lo introdujo en la boca de
Michael, despejándole la garganta para que pudiera
respirar mejor.
-Traed la camilla de aislamiento, cuanto
antes.
Ruth abrió su maletín médico y
sacó una jeringa ya cargada, con morfina y un coagulante
sanguíneo, supuso Toni. Ruth hundió la aguja en el
cuello de Michael y accionó el émbolo. Cuando
sacó la jeringa, Michael empezó a sangrar
copiosamente por el pequeño orificio.
Toni se sentía abrumada por el dolor.
Recordó a Michael caminando por el Kremlin, sentado en su
casa bebiendo té, conversando animadamente sobre sus
grabados … y la visión de aquel cuerpo, más
muerto que vivo, se le hizo más dolorosa y trágica
aún.
-Vale -dijo Ruth-.Vamos a sacarlo de
aquí.
Los dos ATS levantaron a Michael y lo trasladaron hasta
una camilla envuelta en una tienda de plástico
transparente. Deslizaron al enfermo por la apertura circular
situada en un extremo de la camilla, la sellaron y cruzaron el
jardín de Michael empujando la camilla.
Antes de subir a la ambulancia, tenían que
descontaminarse a sí mismos y la camilla. Uno de los
hombres del equipo de Toni ya había sacado una tina de
plástico poco profunda, similar a una piscina inflable
para niños. La doctora Solomons y los ATS se turnaron para
introducirse en la tina y dejarse rociar con un poderoso
desinfectante que destruía cualquier virus oxidando su
proteína.
Toni observaba, consciente de que cada segundo que
pasaba reducía las posibilidades de supervivencia de
Michael, pero también de que el procedimiento de
descontaminación debía respetarse escrupulosamente
para prevenir otras muertes. Le consternaba el hecho de que un
virus mortal hubiera salido de su laboratorio. Nunca había
ocurrido algo así en toda la historia de Oxenford Medical.
Poco consuelo le brindaba ahora el saber que estaba en lo cierto
al reaccionar como reaccionó ante la desaparición
de los fármacos, y que sus compañeros se
equivocaban al restarle importancia. Su misión era impedir
que ocurrieran aquella clase de cosas y había fallado.
¿Moriría el pobre Michael a consecuencia de ello?
¿Morirían más personas?
Los ATS subieron la camilla a la ambulancia. La doctora
Solomons se subió también de un salto a la parte
trasera del vehículo, con su paciente. Cerraron las
puertas de la ambulancia apresuradamente, arrancaron a toda
velocidad y se perdieron en la noche.
-Mantenme al corriente de lo que pase, Ruth -dijo Toni-.
Puedes llamarme directamente al intercomunicador. La voz de Ruth
empezaba a perderse en la distancia. -Ha entrado en coma
-anunció.
Añadió algo más, pero ya estaba
fuera de cobertura, y las palabras llegaron indescifrables a los
oídos de Toni antes de que su voz se apagara por
completo.
Toni se sacudió para quitarse de encima aquella
lúgubre apatía. Tenían mucho trabajo por
delante. -Vamos a hacer limpieza -dijo.
Uno de los hombres cogió un rollo de cinta
amarilla que llevaba impresas las palabras «Peligro
biológico. No cruzar la línea» y
empezó a rodear con ella toda la propiedad, incluyendo la
casa, el cobertizo, el jardín y el coche de Michael. Por
suerte, las casas más cercanas estaban lo bastante lejos
como para no constituir motivo de preocupación. Si Michael
hubiera vivido en un bloque de apartamentos con conductos de
ventilación colectivos, habría sido demasiado tarde
para descontaminar la zona.
Los demás sacaron de la furgoneta rollos de
bolsas de basura, fumigadores repletos de desinfectante, cajas de
paños de limpieza y grandes bidones de plástico
blanco. Había que pulverizar y limpiar cada palmo de
superficie. Los objetos difíciles de limpiar o de valor,
como las joyas, se aislarían en los bidones y se
llevarían al Kremlin, donde se esterilizarían en el
interior de un autoclave mediante vapor de alta presión.
Todo lo demás se aislaría en bolsas dobles y se
destruiría en el incinerador de desechos clínicos
situado debajo del laboratorio NBS4.
Toni pidió a uno de los hombres que la ayudara a
limpiar el vómito negro de Michael de su traje y que la
rociara con líquido desinfectante. Hubo de reprimir el
impulso de quitarse el traje mancillado.
Mientras los hombres limpiaban, ella se dedicó a
inspeccionar la casa en busca de alguna pista sobre el
porqué de todo aquello. Tal como temía, Michael
había robado el fármaco experimental porque
sabía o sospechaba que se había infectado con el
Madoba-2. Pero ¿qué había hecho para
exponerse al virus?
En el cobertizo había una vitrina de cristal con
un extractor de aire acoplado, en lo que parecía una
improvisada cabina de seguridad biológica. Toni apenas se
había fijado en ella antes porque Michael había
acaparado toda su atención, pero ahora se percató
de que había un conejo muerto en su. interior.
Parecía haber muerto de la misma enfermedad que
había contraído Michael. ¿Habría
salido del laboratorio?
Junto al conejo había un cuenco de agua con una
etiqueta que ponía «Joe». Era un detalle
significativo. El personal del laboratorio rara vez ponía
nombres a las criaturas con las que trabajaba. Se mostraban
amables con los sujetos de sus experimentos, pero no se
podían permitir el lujo de encariñarse con animales
a los que debían sacrificar. Sin embargo, Michael
había dado una identidad a aquel animal y lo trataba como
a una mascota. ¿Acaso su trabajo le generaba un
sentimiento de culpa?
Toni salió del cobertizo. Un coche patrulla
estaba aparcando junto a la furgoneta. Los había estado
esperando. De acuerdo con el Plan de actuación para
incidentes graves que ella misma había desarrollado, los
guardias de seguridad del Kremlin habían llamado a
Inverburn, a la jefatura de la policía regional escocesa,
para notificarles la activación de la alerta roja.
Habían venido a comprobar hasta qué punto
había realmente una crisis.
Toni también había sido policía. De
hecho, hasta hacía dos años, no había sido
otra cosa. Durante la mayor parte de su carrera había sido
la niña mimada del cuerpo: había ascendido
rápidamente en la jerarquía policial, sus
superiores la exhibían ante los medios de
comunicación como el nuevo prototipo del policía
moderno y todas las quinielas la señalaban como la primera
mujer llamada a ocupar el puesto de inspector jefe de
policía en Escocia. Fue entonces cuando tuvo un
enfrentamiento con su jefe a raíz de un tema delicado, el
racismo en el cuerpo. Él sostenía que el racismo no
estaba institucionalizado en la policía, mientras que ella
afirmaba que los agentes ocultaban de modo sistemático los
incidentes racistas, lo que equivalía a institucionalizar
el racismo. La discusión se filtró a un
periódico, Toni se negó a retractarse de algo en lo
que creía, y finalmente se vio obligada a presentar la
dimisión.
En aquel entonces, vivía con Frank Hackett, otro
agente de policía. Llevaban juntos ocho años,
aunque nunca se habían casado. Cuando Toni cayó en
desgracia, él la abandonó. Aún no se
había recuperado del golpe.
Dos jóvenes agentes, un hombre y una mujer,
salieron del coche patrulla. Toni conocía a la mayor parte
de los policías locales de su propia quinta, y algunos de
los veteranos se acordaban de su difunto padre, el sargento
Antonio Gallo, inevitablemente conocido por todos como Tony el
Español. Sin embargo, no reconoció a ninguno de los
dos agentes.
Jonathan, ha llegado la policía -dijo por el
micrófono del intercomunicador-. Por favor,
¿podrías descontaminarte y salir a hablar con
ellos? Tú solo diles que hemos comprobado el hurto de un
virus del laboratorio. Ellos llamarán a Jim Kincaid, y yo
le pondré al corriente de todo en cuanto
llegue.
El comisario Kincaid era el responsable de la llamada
QBRN, la brigada especial para incidentes químicos,
biológicos, radiológicos y nucleares. Había
trabajado con Toni en la elaboración del plan de
seguridad. Entre ambos, pondrían en marcha una respuesta
meticulosa y discreta a la crisis desatada.
Toni pensó que, cuando Kincaid llegara, le
gustaría poder ofrecerle alguna información sobre
Michael Ross. Entró en la casa. Michael había
convertido una de las habitaciones en su estudio. En una mesita
auxiliar descansaban tres fotografías enmarcadas de su
madre: en la primera era una esbelta adolescente enfundada en un
jersey ceñido, en la segunda una madre feliz que
sostenía a un bebé muy parecido a Michael, y en la
tercera tendría ya sesenta y tantos años y posaba
para la cámara con un orondo gato blanquinegro sobre el
regazo.
Toni se sentó al escritorio de Michael y
leyó sus mensajes de correo electrónico, aporreando
el teclado torpemente con sus manos enguantadas. Había
encargado un libro titulado Etica animal en Amazon.
También había preguntado por cursos universitarios
sobre filosofía moral. Toni consultó el historial
de su navegador de Internet y descubrió que había
visitado recientemente páginas relacionadas con los
derechos de los animales. Era evidente que le inquietaban las
implicaciones morales de su trabajo. Pero al parecer nadie en
Oxenford Medical se había percatado de que no se
encontraba a gusto.
No pudo evitar solidarizarse con él. Cada vez que
veía un beagle o un hámster encerrado en una jaula,
deliberadamente inoculado con alguna enfermedad que los
científicos estaban estudiando, sentía una punzada
de compasión. Pero entonces recordaba la muerte de su
padre. Le habían diagnosticado un tumor cerebral a los
cincuenta y pocos años y había muerto sumido en la
perplejidad, la humillación y el dolor. La enfermedad que
había acabado con su vida podía llegar a curarse
algún día gracias a los experimentos realizados con
cerebros de monos. En su opinión, la investigación
con animales era una triste necesidad.
Michael conservaba sus documentos personales
perfectamente ordenados en un archivador de cartón:
facturas, garantías, extractos bancarios, manuales de
instrucciones. En una carpeta titulada «Asociaciones»
Toni encontró el comprobante de su ingreso en una
organización llamada Amigos de los Animales. Todo empezaba
a encajar.
El trabajo palió su angustia. Siempre se le
habían dado bien las tareas de investigación.
Abandonar la policía había sido un duro golpe. Era
agradable volver a echar mano de sus antiguas habilidades y
comprobar que conservaba su olfato.
En un cajón encontró la libreta de
direcciones y la agenda de Michael. En esta última, las
dos últimas semanas aparecían en blanco. Cuando se
disponía a abrir la libreta de direcciones, una
ráfaga de luz azul llamó su atención desde
la calle, y al mirar por la ventana vio un Volvo gris con
lanzadestellos en el techo. Dio por sentado que sería Jim
Kincaid.
Toni salió a la calle y pidió a un miembro
de su equipo que la descontaminara. Luego se quitó el
casco para hablar con el comisario. Sin embargo, el hombre que
salió del Volvo no era Jim. Cuando la luz de la luna
incidió en su rostro, Toni vio que se trataba del
comisario Frank Hackett, su ex. Se llevó un buen chasco.
Aunque había sido él quien había puesto fin
a su relación, Frank siempre se comportaba como si fuera
el gran perjudicado.
Toni decidió mostrarse tranquila, amistosa y
profesional.
Frank Hackett se apeó del coche y avanzó
hacia ella.
-Por favor, no cruces la línea -le
advirtió ella-. Ya salgo yo.
No bien lo había dicho se dio cuenta de que
había metido la pata. El era el agente de policía y
ella la civil, así que para Frank lo lógico
sería que él diera las órdenes, no al
revés. Su gesto ceñudo indicó a Toni que
había acusado el golpe. Intentando mostrarse más
amable, añadió:
-¿Cómo estás, Frank?
-¿Qué ha pasado aquí?
-Al parecer, un técnico del laboratorio ha
contraído un virus. Acabamos de llevárnoslo en una
ambulancia de aislamiento. Estamos descontaminando su casa.
-¿Dónde está Jim Kincaid?
-De vacaciones.
-¿Dónde? -Toni tenía la esperanza
de poder localizar a Jim y hacer que volviera para hacerse cargo
de aquella crisis.
-En Portugal. Su esposa y él tienen un
apartamento en multipropiedad allí.
«Lástima», pensó Toni. A
diferencia de Frank, Kincaid tenía experiencia en
accidentes biológicos.
-No sufras -dijo Frank, como si le hubiera leído
el pensamiento. Sostenía un grueso fajo de fotocopias-. He
traído el protocolo. -Aquel era el plan que Toni y Kincaid
habían consensuado, y era evidente que Frank se lo
había estado leyendo mientras esperaba-. Lo primero que
hay que hacer es aislar la zona -añadió, mirando a
su alrededor.
Toni ya había aislado la zona pero no dijo nada.
Frank necesitaba afirmarse.
Llamó a dos agentes uniformados que esperaban en
el coche patrulla.
-¡Eh, vosotros dos! Llevad el coche hasta la
entrada de la propiedad y no dejéis pasar a nadie sin
consultármelo.
-Buena idea -apuntó Toni, aunque en realidad no
serviría de nada hacerlo.
Frank consultaba el protocolo.
-Luego tenemos que asegurarnos de que nadie abandone la
escena.
Toni asintió.
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