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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett



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    Resumen del libro "En el blanco", de
    Ken Follett
    Título original:
    Whiteout

    VÍSPERA DE NAVIDAD

    01.00

    Dos hombres de aspecto cansado miraban a Antonia Gallo
    con rencor y hostilidad. Querían irse a casa pero ella se
    lo impedía, y sabían que tenía buenos
    motivos para hacerlo, lo que solo servía para que se
    sintieran peor.

    Pertenecían los tres al departamento de personal
    de Oxenford Medical. Antonia, más conocida como Toni, era
    la subdirectora de los laboratorios, y su principal
    función consistía en garantizar la seguridad en las
    instalaciones. Oxenford era una pequeña empresa
    farmacéutica -una «empresa boutique», en el
    argot bursátil- que se dedicaba a la investigación
    de virus letales. La seguridad era un asunto de vida o
    muerte.

    Toni había hecho una inspección aleatoria
    de las existencias y había descubierto que faltaban dos
    dosis de un fármaco experimental. La noticia en sí
    era nefasta: el fármaco en cuestión, un agente
    antiviral, se mantenía en el mayor de los secretos y su
    composición poseía un valor incalculable. Era
    posible que alguien lo hubiera robado para venderlo a una empresa
    de la competencia pero otra posibilidad, más
    terrorífica aún, había dejado un poso de
    angustia en el rostro pecoso de Toni y había dibujado
    profundas ojeras bajo sus ojos verdes. El ladrón
    también podía haber robado el fármaco para
    uso personal, pero en ese caso solo cabía una
    explicación: alguien se había infectado con uno de
    los virus letales que se almacenaban en los laboratorios
    Oxenford.

    Los laboratorios se hallaban en una enorme
    mansión construida en el siglo XIX como casa de veraneo de
    un millonario de la época victoriana. El edificio
    recibía el apodo de «el Kremlin» debido a la
    doble valla, la alambrada, los guardias uniformados y el avanzado
    sistema electrónico de seguridad que la custodiaba, pero
    en realidad se parecía más a una iglesia, con sus
    arcos apuntados, la torre y las hileras de gárgolas que
    asomaban en el tejado.

    La oficina de personal ocupaba lo que en tiempos
    había sido uno de los dormitorios principales de la casa y
    todavía conservaba sus ventanas góticas y paneles
    de madera tallada, aunque ahora había archivadores en
    lugar de armarios roperos y escritorios con ordenadores y
    teléfonos donde antes había tocadores repletos de
    frascos de cristal y cepillos con mango de plata.

    Toni y los dos hombres se afanaban en llamar a todo
    aquel que tuviera permiso para acceder al laboratorio de alta
    seguridad. En Oxenford Medical había cuatro niveles de
    bioseguridad. En el más elevado, conocido como NBS4, los
    científicos trabajaban enfundados en trajes aislantes y
    manipulaban virus para los que no existía vacuna o
    antídoto. Aquel era el lugar más seguro de todo el
    edificio, por lo que las muestras de fármacos
    experimentales se almacenaban allí.

    No todo el mundo podía acceder al NBS4. Para
    hacerlo, era obligatorio poseer formación
    específica en materia de peligro biológico,
    condición que debían cumplir incluso los empleados
    de mantenimiento que entraban a revisar los filtros de aire o a
    reparar los autoclaves. La propia Toni había tenido que
    someterse a un curso de preparación para poder entrar en
    el laboratorio a realizar comprobaciones de seguridad.

    Solo veintisiete de los ochenta empleados de la empresa
    tenían acceso al laboratorio. Sin embargo, muchos de estos
    se habían marchado ya de vacaciones de Navidad, y el lunes
    dio paso al martes mientras las tres personas al frente del
    laboratorio trataban de localizarlos por todos los medios a su
    alcance.

    Toni se puso en contacto con un complejo
    turístico de las Barbados llamado Le Club Beach y, tras
    mucho insistir, convenció al subdirector del centro para
    que fuera en busca de una joven técnica de laboratorio que
    atendía al nombre de Jenny Crawford.

     

    Mientras esperaba,Toni observó fugazmente su
    reflejo en la ventana. Estaba aguantando el tipo bastante bien,
    teniendo en cuenta lo avanzado de la hora. Su traje marrón
    a rayas blancas conservaba un aspecto pulcro, su gruesa melena se
    veía limpia, el rostro no delataba fatiga. El padre de
    Toni era español, pero ella había heredado la tez
    pálida y el pelo rubio rojizo de su madre escocesa. Era
    alta y de constitución atlética. «No
    está mal -pensó- para mis treinta y ocho
    tacos.»

    -¡Ahí deben de ser las tantas de la
    madrugada! -exclamó Jenny cuando por fin se puso al
    teléfono.

    -Hemos encontrado una discrepancia en el registro del
    NBS4 -explicó Toni.

    Jenny parecía algo achispada.

    -No es la primera vez que pasa -repuso,
    restándole importancia-. Pero hasta ahora nadie
    había puesto el grito en el cielo por algo
    así.

    -Eso es porque hasta ahora yo no trabajaba aquí
    -replicó Toni con sequedad-. ¿Cuándo
    entraste en el NBS4 por última vez?

    -El martes, creo. ¿El ordenador no te lo
    dice?

    Se lo diría, pero Toni quería saber si la
    versión de Jenny coincidía con la del
    ordenador.

    -¿Y cuándo fue la última vez que
    abriste la cámara?

    Se refería a una cámara refrigeradora con
    cerradura de seguridad que había en el interior del
    NBS4.

    Jenny contestó, esta vez en un tono más
    desabrido:

    -La verdad es que no me acuerdo, pero habrá
    quedado grabado en el vídeo.

    Cada vez que alguien accionaba el panel digital de la
    cerradura de combinación de la cámara de seguridad,
    se encendía una cámara de televisión que
    grababa cuanto ocurría mientras la puerta
    permanecía abierta.

    -¿Recuerdas la última vez que usaste el
    Madoba-2? -Era el virus en el que estaban trabajando los
    científicos en aquel momento.

    Jenny no daba crédito a sus
    oídos.

    -Joder, no me digas que es eso lo que ha
    desaparecido.

    -No, no es eso. Pero, por si acaso…

    -Creo que nunca he manipulado un virus propiamente
    dicho. Trabajo sobre todo en el laboratorio de cultivo de
    tejidos.

    Aquello casaba con la información que obraba en
    poder de Toni.

    -¿Recuerdas que alguno de tus compañeros
    se comportara de un modo extraño o poco habitual en estas
    últimas semanas?

    -Suenas como la Gestapo -repuso Jenny.

    -Puede, pero dime: recuerdas que…

    -No, no lo recuerdo.

    -Solo una pregunta más: ¿tienes
    fiebre?

    -Me cago en todo, ¿me estás diciendo que
    puedo tener el Madoba-2?

    -¿Tienes fiebre o síntomas de
    resfriado?

    -¡No!

    -Entonces estás bien. Te fuiste del país
    hace once días, así que si algo fuera mal
    tendrías síntomas similares a los de la gripe.
    Gracias, Jenny. Seguramente no es más que un error en el
    libro de registro, pero tenemos que asegurarnos.

    -Pues me has dado la noche. -Jenny
    colgó.

    -Lo siento -se disculpó Toni, aunque ya no
    había nadie al otro lado de la línea. Sostuvo el
    auricular contra el pecho y anunció-: Jenny Crawford
    está limpia. Es una borde, pero dice la verdad.

    El director del laboratorio era Howard McAlpine. Su
    poblada barba gris se extendía hasta los pómulos,
    de modo que la piel alrededor de sus ojos semejaba una mascarilla
    de color rosa. Era meticuloso sin llegar a ser maniático y
    por lo general Toni disfrutaba trabajando con él, pero en
    aquel momento estaba de un humor de perros. Se recostó en
    la silla y cruzó las manos detrás de la
    cabeza.

    -Lo más probable es que el material desaparecido
    haya sido usado con toda legitimidad por alguien que
    sencillamente se olvidó de crear las entradas
    correspondientes en el registro. -Se notaba la crispación
    en su voz; era la tercera vez que repetía lo
    mismo.

    -Espero que estés en lo cierto -repuso Toni en
    tono evasivo.

    Se levantó y se asomó a la ventana. La
    oficina de personal daba al edificio anexo, que albergaba el
    laboratorio NBS4. La nueva construcción era muy similar al
    resto del Kremlin, con sus mismas chimeneas victorianas de formas
    fantasiosas y una torre del reloj, para que ninguna persona ajena
    a la empresa pudiese deducir, a simple vista y a cierta
    distancia, en qué parte del complejo se encontraba el
    laboratorio de alta seguridad. Pero los cristales de sus ventanas
    ojivales eran opacos, las puertas de roble tallado no se
    podían abrir y las cámaras del circuito cerrado de
    televisión barrían los alrededores con su mirada
    tuerta desde las monstruosas cabezas de las gárgolas. Era
    un bunker de hormigón disfrazado de mansión
    victoriana. El edificio de nueva planta tenía tres pisos.
    Los laboratorios estaban en la planta baja. Allí,
    además de espacios dedicados a la investigación y
    el almacenaje, había una unidad de aislamiento preparada
    para administrar cuidados médicos intensivos a cualquier
    persona infectada por un virus peligroso. En la planta superior
    estaba el equipo de tratamiento del aire, mientras que en el
    sótano una compleja maquinaria se encargaba de esterilizar
    todos los desperdicios del laboratorio. Nada salía de
    allí con vida, excepto los seres humanos.

    -Hemos aprendido mucho con este ejercicio
    -comentó Toni en tono apaciguador. Se encontraba en una
    posición delicada, pensó con inquietud. Los dos
    hombres la aventajaban en categoría profesional y en edad,
    ya que ambos pasaban de los cincuenta. Aunque no tenía
    ningún derecho a darles órdenes, había
    insistido en tratar aquella discrepancia como una crisis en toda
    regla. Ambos la apreciaban, pero su buena voluntad tenía
    un límite y ella parecía empeñada en
    rebasarlo. Aun así, estaba convencida de que debía
    seguir adelante. Estaban en juego la salud pública, la
    reputación de la empresa y su carrera-. En el futuro,
    habrá que tener perfectamente localizadas a todas las
    personas que tienen acceso al NBS4, aunque estén en la
    otra punta del mundo, para poder ponernos en contacto con ellas
    enseguida en caso de emergencia. Y habrá que auditar el
    libro de registro más de una vez al año.

    McAlpine emitió un gruñido. Como director
    del laboratorio, era el responsable del libro de registro, y la
    verdadera razón de su mal humor era que lamentaba no haber
    descubierto él mismo la discrepancia. La eficiencia de
    Toni le hacía quedar mal.

    Toni se volvió hacia el otro hombre, que era el
    director de recursos humanos.

    -¿Cuántos llevamos de tu lista, James?
    James Elliot apartó los ojos de la pantalla del ordenador.
    Vestía como un corredor de bolsa, con traje de raya
    diplomática y corbata a topos, como si quisiera
    distinguirse de los científicos y su característico
    desaliño indumentario. Daba la impresión de que
    para él las reglas de seguridad no eran más que
    tediosos trámites burocráticos, quizá porque
    nunca había trabajado directamente con virus peligrosos.
    Toni lo encontraba pedante y ridículo.

    -Hemos hablado con veintiséis del total de
    veintisiete personas que tienen acceso al NBS4 -contestó.
    Se expresaba con una precisión exagerada, como un maestro
    fatigado tratando de explicar algo al alumno más obtuso de
    la clase-.Todos han dicho la verdad sobre la última vez
    que accedieron al laboratorio y abrieron la cámara.
    Ninguno recuerda haber observado nada extraño en el
    comportamiento de sus compañeros. Y ninguno de ellos tiene
    fiebre.

    -¿Quién nos falta?

    -Michael Ross, un técnico de
    laboratorio.

    -Conozco a Michael -comentó Toni. Ross era un
    hombre tímido e inteligente, unos diez años
    más joven que ella-. De hecho, he estado en su casa. Vive
    en un chalet a unos veinticinco kilómetros de
    aquí.

    -Lleva ocho años trabajando en la empresa y tiene
    un expediente inmaculado.

    McAlpine deslizó un dedo por la hoja impresa que
    tenía ante sí y anunció:

    -La última vez que entró en el laboratorio
    fue hace tres domingos, para hacer una comprobación
    rutinaria de los animales.

    -¿Qué ha estado haciendo desde
    entonces?

    -Está de vacaciones.

    -¿Desde hace cuánto, tres
    semanas?

    Elliot intervino:

    -Debería haber vuelto hoy. -Consultó su
    reloj de muñeca-. Mejor dicho, ayer. El lunes por la
    mañana. Pero no se ha presentado.

    -¿Ha llamado?

    -No.

    Toni arqueó las cejas.

    -¿Y no podemos localizarlo?

    -No contesta al teléfono de casa, ni al
    móvil.

    -¿Y no os parece un poco raro?

    -¿Que un joven soltero decida alargar sus
    vacaciones sin avisar al jefe? Tan raro como la lluvia en
    Escocia.

    Toni se volvió hacia McAlpine.

    -Pero acabas de decir que Michael resulta un empleado
    ejemplar.

    El director del laboratorio parecía
    preocupado.

    -Es muy responsable. Me sorprende que no haya avisado de
    que no iba a venir.

    -¿Quién acompañó a Michael
    cuando entró por última vez en el laboratorio?
    -preguntó Toni. Sabía que tenía que haber
    alguien más con él, pues había una regla
    según la cual solo era posible acceder al NBS4 en grupos
    de dos. Era demasiado peligroso para que nadie trabajara a solas
    allí dentro.

    McAlpine consultó su lista.

    -Ansari.

    -A ese creo que no lo conozco.

    -A esa. Es una mujer, bioquímica. Se llama
    Mónica, Mónica Ansari.

    Toni descolgó el auricular.

    -¿Me das su número?

    Mónica Ansari tenía acento de Edimburgo y
    sonaba como si acabara de despertarse.

    -Howard McAlpine me ha llamado antes, no sé si lo
    sabes.

    -Lamento molestarte de nuevo.

    -¿Ha pasado algo?

    -Se trata de Michael Ross. No podemos localizarlo. Tengo
    entendido que estuviste con él en el NBS4 hace un par de
    semanas, el domingo.

    -Sí. Un momento, que enciendo la luz. -Hubo una
    pausa-. Por Dios, ¿sabes qué hora es?

    Toni hizo caso omiso de la pregunta.

    -Michael se fue de vacaciones al día
    siguiente.

    -Me dijo que se iba a Devon, a visitar a su
    madre.

    Al oír aquello, Toni recordó de pronto
    qué la había llevado a casa de Michael Ross. Cerca
    de seis meses atrás, mientras conversaban en el comedor de
    la empresa, ella le había mencionado lo mucho que le
    gustaban los retratos de ancianas de Rembrandt, en los que cada
    arruga y cada pliegue parecían dibujados con amorosa
    precisión. Toni le había dicho que se notaba que
    Rembrandt quería mucho a su madre, y entonces el rostro de
    Michael se había iluminado de puro regocijo y le
    había revelado que tenía copias de varios grabados
    de Rembrandt, recortados de revistas y catálogos de casas
    de subastas. Aquella tarde, Toni lo había
    acompañado hasta su casa para contemplar los retratos
    bellamente enmarcados, todos ellos de ancianas, que
    cubrían una pared de la pequeña sala de estar. Toni
    había temido que Michael fuera a pedirle una cita -le
    caía bien, pero no le atraía lo más
    mínimo- pero aquella tarde comprobó con alivio que
    solo quería presumir de su colección y
    concluyó que seguía apegado a las faldas de
    mamá.

    -Eso nos puede ser útil -le dijo a
    Mónica-. Espera un segundo. -Se volvió hacia James
    Elliot-. ¿Tenemos los datos de contacto de su
    madre?

    Elliot movió el ratón y clicó una
    vez.

    -Sí, me sale en parientes cercanos -dijo, y
    descolgó el auricular.

    Toni volvió a dirigirse a
    Mónica.

    -¿Recuerdas si Michael se comportó de un
    modo extraño aquella tarde?

    -No que yo recuerde.

    -¿Entrasteis juntos en el NBS4?

    -Sí. Después nos cambiamos en vestuarios
    separados, claro.

    -Cuando entraste en el laboratorio propiamente dicho,
    ¿él ya estaba allí?

    -Sí, terminó de cambiarse antes que
    yo.

    -¿Estuviste trabajando cerca de
    él?

    -No. Yo estaba en una zona anexa, manipulando cultivos
    de tejidos. Él estaba con los animales.

    -¿Os fuisteis juntos?

    -El salió unos minutos antes que yo.

    -A mí me da la impresión de que él
    pudo acceder a la cámara refrigeradora sin que tú
    te dieras cuenta.

    -Sí, es posible.

    -¿Qué opinión te merece
    Michael?

    -Es un buen chico… inofensivo, supongo.

    -Sí, es una buena palabra para definirlo.
    ¿Sabes si tiene novia?

    -No creo.

    -¿Lo encuentras atractivo?

    -Es guapo, pero no sexy.

    Toni sonrió.

    -Exacto. ¿Dirías que hay algo raro en
    él?

    -No.

    Toni notó cierta vacilación en su tono de
    voz y guardó silencio, dándole tiempo. A su lado,
    Elliot hablaba con alguien, preguntando por Michael Ross o por su
    madre.

    Al cabo de unos segundos, Mónica
    añadió:

    -Quiero decir… que alguien viva solo no significa que
    esté como para encerrarlo, ¿verdad?

    Mientras tanto, Elliot comentaba:

    -Qué extraño. Perdone que le haya
    molestado a estas horas.

    Lo poco que había logrado oír de aquella
    conversación telefónica despertó la
    curiosidad de Toni, que decidió poner fin a su propia
    llamada.

    -Gracias de nuevo, Mónica. Espero que puedas
    volver a dormirte.

    -Mi marido es médico de familia -repuso-. Estamos
    acostumbrados a recibir llamadas a horas
    intempestivas.

    Toni colgó.

    -Michael Ross tuvo tiempo de sobra para abrir la
    cámara refrigeradora -afirmó-. Y vive solo.
    -Miró a Elliot-. ¿Has podido localizar a su
    madre?

    -El número que tenemos es de una residencia de la
    tercera edad -contestó Elliot. Parecía asustado-.
    La señora Ross murió el invierno pasado.

    -Mierda -dijo Toni.

    03.00

    Potentes focos de seguridad iluminaban las torres y
    tejados del Kremlin. El termómetro marcaba cinco bajo
    cero, pero el cielo estaba despejado y no nevaba. El edificio
    principal daba a un jardín Victoriano, con árboles
    y arbustos señoriales. La luna, apenas mellada,
    bañaba con su luz grisácea las ninfas desnudas que
    retozaban en las fuentes secas bajo la atenta mirada de los
    dragones de piedra.

    Un rugido de motores rompió el silencio en el
    momento en que dos furgonetas salieron del garaje. Ambas llevaban
    pintado sobre el chasis el icono internacional del peligro
    biológico: cuatro círculos negros entrelazados
    sobre un fondo de color amarillo intenso. El vigilante que
    montaba guardia a la salida del complejo ya había
    levantado la barrera. Los vehículos salieron en
    dirección al sur a una velocidad vertiginosa.

    Toni Gallo iba al volante de la primera furgoneta, que
    conducía como si fuera su Porsche, aprovechando todo el
    ancho de la calzada, pisando a fondo el acelerador, cogiendo las
    curvas a toda velocidad. Temía que fuera demasiado tarde.
    En la furgoneta, además de ella, iban tres hombres
    entrenados en tareas de descontaminación. El segundo
    vehículo era una unidad móvil de bioseguridad en la
    que viajaban un ATS, que conducía, y una médica,
    Ruth Solomons, que ocupaba el asiento contiguo.

    Toni temía estar equivocada, pero le aterraba la
    idea de tener razón.

    Había activado la alerta roja sin más
    justificación que una sospecha. El fármaco
    desaparecido podía haber sido legítimamente
    utilizado por un científico que sencillamente se
    había olvidado de crear la entrada correspondiente en el
    registro, tal como sostenía Howard McAlpine. Era posible
    que Michael Ross hubiese decidido alargar sus vacaciones sin
    permiso, y lo de su madre podía no haber sido más
    que un malentendido. Si así fuera, no tardarían en
    acusarla de haber sacado las cosas de madre, tal como
    cabía esperar de una histérica,
    añadiría James Elliot. Quizá encontrara a
    Michael Ross durmiendo sano y salvo en su cama, con el
    teléfono desconectado, y en ese caso Toni se
    estremecía solo de pensar en lo que le diría a su
    jefe, Stanley Oxenford, a la mañana siguiente.

    Pero si resultaba que estaba en lo cierto, todo
    sería mucho peor.

    Un empleado se había ausentado sin permiso.
    Había mentido sobre su paradero, y las muestras de un
    nuevo fármaco habían desaparecido de la
    cámara de seguridad. ¿Habría hecho Michael
    Ross algo que lo había expuesto al riesgo de contraer una
    infección mortal? El fármaco seguía en fase
    de prueba, y no era efectivo contra todos los virus, pero
    seguramente él habría pensado que era mejor que
    nada. Cualesquiera que fueran sus intenciones, había
    querido asegurarse de que nadie lo buscaría durante un par
    de semanas, y por eso había dicho que se marchaba a Devon,
    a visitar a su difunta madre.

    Mónica Ansari había dicho: «El hecho
    de que alguien viva solo no significa que esté como para
    encerrarlo, ¿verdad?», una de esas frases que
    quieren decir todo lo contrario de lo que aparentan. La
    bioquímica había notado algo extraño en
    Michael, por más que su mente científica y racional
    se resistiera a confiar en una simple
    intuición.

    Toni, en cambio, creía que nunca había que
    hacer caso omiso de la intuición.

    Apenas se atrevía a pensar en las consecuencias
    que podía tener la posible propagación del
    Madoba-2, un virus muy infeccioso que se transmitía
    rápidamente a través de la tos y los estornudos, y
    que además era letal. Un escalofrío de pavor
    recorrió su columna vertebral, y pisó a fondo el
    acelerador.

    La carretera estaba desierta, y no tardaron más
    de veinte minutos en llegar a la aislada casa de Michael Ross. La
    entrada no estaba claramente señalada, pero Toni la
    recordaba. Enfiló el corto camino que conducía al
    chalet de paredes de piedra, que apenas sobresalía por
    encima del muro del jardín. La casa estaba a oscuras. Lucy
    detuvo la furgoneta junto a un Volkswagen Golf, probablemente el
    de Michael, y presionó el claxon con fuerza.

    No hubo respuesta. No se encendió ninguna luz,
    nadie abrió una puerta o ventana. Lucy apagó el
    motor. Silencio.

    Si Michael se había marchado, ¿por
    qué seguía allí su coche?

    -Las escafandras, caballeros -recordó.

    Todos los presentes se enfundaron sus trajes aislantes
    de color naranja, incluido el equipo médico de la segunda
    furgoneta. Hacerlo no era tarea fácil. Los trajes estaban
    confeccionados con un plástico pesado que no cedía
    ni se doblaba fácilmente, y se cerraban con una cremallera
    especial que los hacía herméticos. Se ayudaron unos
    a otros a fijar los guantes a las muñecas con cinta
    adhesiva, y por último embutieron los pies en botas de
    goma.

    Los trajes aislaban completamente a sus portadores, que
    respiraban a través de un filtro HEPA -un potente
    purificador del aire gracias a un ventilador eléctrico
    alimentado por las pilas alojadas en el cinturón del
    traje. El filtro impedía la entrada de cualquier
    partícula de aire respirable que pudiera contener
    bacterias y virus. También eliminaba todos los olores,
    excepto los más fuertes. El ventilador producía un
    murmullo continuo que algunas personas encontraban agobiante.
    Unos auriculares con micrófono acoplados al casco les
    permitían comunicarse entre sí y con la centralita
    del Kremlin a través de una frecuencia interna.

    Cuando todos estuvieron listos, Toni se volvió de
    nuevo hacia la casa. Si alguien se asomara a una ventana en aquel
    momento, y viera a siete personas con trajes aislantes de color
    naranja, pensaría que se hallaba ante un grupo de
    alienígenas.

    Pero si había alguien allí dentro, no
    estaba mirando por ninguna de las ventanas.

    -Yo entraré primero -anunció
    Toni.

    Se dirigió a la puerta principal, caminando con
    paso rígido y torpe a causa del traje aislante.
    Llamó al timbre y a la puerta. Al cabo de unos instantes,
    rodeó el edificio por uno de los lados. En la parte
    trasera de la casa había un jardín bien cuidado y
    un cobertizo de madera. La puerta trasera no estaba cerrada con
    llave, así que entró. Recordó que
    había estado en aquella cocina mientras Michael preparaba
    un té. Avanzó rápidamente por la casa,
    encendiendo las luces a su paso. Los Rembrandt seguían en
    la pared de la sala de estar. La casa estaba limpia, ordenada y
    desierta.

    Habló con los demás a través del
    micrófono.

    -No hay nadie -dijo, y ella misma se percató del
    desaliento que transmitía su voz.

    ¿Por qué se había ido Michael sin
    cerrar la puerta? Quizá porque no pensaba volver
    jamás.

    Aquello era un desastre. Si Michael hubiera estado
    allí, el misterio podía haberse resuelto
    rápidamente. Ahora tendrían que ponerse a buscarlo,
    y podía estar en cualquier rincón del mundo. No
    había manera de saber cuánto tardarían en
    encontrarlo. Toni pensó con terror en los días -o
    quizá incluso semanas- de nervios y ansiedad que se
    avecinaban.

    Volvió a salir al jardín. Por si acaso,
    intentó abrir la puerta del cobertizo, que tampoco estaba
    cerrada con llave. Nada más abrir, percibió el
    rastro de un olor, un olor desagradable pero vagamente familiar.
    Debía de ser un olor muy fuerte, se dijo de pronto, para
    traspasar el filtro del traje. «Sangre»,
    pensó. El cobertizo olía como un
    matadero.

    -Dios mío -murmuró.

    Ruth Solomons, la médica, la oyó y
    preguntó:

    -¿Qué pasa?

    -Un segundo.

    En el interior del pequeño habitáculo de
    madera, que no tenía ninguna ventana, reinaba la
    más completa oscuridad. Toni buscó a tientas hasta
    dar con un interruptor. Cuando se encendió la luz,
    soltó un grito de horror.

    Los demás rompieron a hablar al unísono,
    preguntando qué ocurría.

    -¡Venid enseguida! -dijo Toni-.Al cobertizo del
    jardín. Ruth primero.

    Michael Ross yacía en el suelo, boca arriba.
    Sangraba por todos los orificios del cuerpo: ojos, nariz, boca,
    orejas. La sangre formaba un charco a su alrededor en el suelo de
    madera. Toni no necesitaba a la médica para saber que
    Michael tenía una hemorragia múltiple, uno de los
    síntomas típicos del Madoba-2 y de otras
    infecciones similares. En aquel momento su cuerpo era sumamente
    peligroso, como una bomba sin detonar repleta del virus letal.
    Pero estaba vivo. El pecho se le movía arriba y abajo, y
    de su boca brotaba un débil sonido similar a un gorgoteo.
    Toni se agachó, apoyando las rodillas en el pegajoso
    charco de sangre fresca, y lo observó
    atentamente.

    -¡Michael! -llamó a voz en grito para
    hacerse oír a través de la pantalla del casco-.
    ¡Soy Toni Gallo, del laboratorio!

    Un destello de lucidez iluminó sus ojos
    inyectados de sangre. Abrió la boca y masculló
    algo.

    -¿Qué? -gritó Toni, y se
    acercó más.

    -No hay cura -dijo él. Y entonces vomitó.
    Un chorro de liquido negro brotó de su boca, salpicando la
    pantalla del casco de Toni, que saltó hacia atrás y
    gritó aterrada, aunque sabía perfectamente que el
    traje la protegía.

    Alguien la apartó, y Ruth Solomons se
    agachó junto a Michael.

    -El pulso es muy débil -dijo la médica.
    Abrió la boca de Michael y, con sus dedos enguantados,
    limpió parte de la sangre y el vómito que le
    obstruían la garganta . -¡Necesito un laringoscopio,
    deprisa!

    Segundos después, un ATS entró corriendo
    con el instrumento requerido. Ruth lo introdujo en la boca de
    Michael, despejándole la garganta para que pudiera
    respirar mejor.

    -Traed la camilla de aislamiento, cuanto
    antes.

    Ruth abrió su maletín médico y
    sacó una jeringa ya cargada, con morfina y un coagulante
    sanguíneo, supuso Toni. Ruth hundió la aguja en el
    cuello de Michael y accionó el émbolo. Cuando
    sacó la jeringa, Michael empezó a sangrar
    copiosamente por el pequeño orificio.

    Toni se sentía abrumada por el dolor.
    Recordó a Michael caminando por el Kremlin, sentado en su
    casa bebiendo té, conversando animadamente sobre sus
    grabados … y la visión de aquel cuerpo, más
    muerto que vivo, se le hizo más dolorosa y trágica
    aún.

    -Vale -dijo Ruth-.Vamos a sacarlo de
    aquí.

    Los dos ATS levantaron a Michael y lo trasladaron hasta
    una camilla envuelta en una tienda de plástico
    transparente. Deslizaron al enfermo por la apertura circular
    situada en un extremo de la camilla, la sellaron y cruzaron el
    jardín de Michael empujando la camilla.

    Antes de subir a la ambulancia, tenían que
    descontaminarse a sí mismos y la camilla. Uno de los
    hombres del equipo de Toni ya había sacado una tina de
    plástico poco profunda, similar a una piscina inflable
    para niños. La doctora Solomons y los ATS se turnaron para
    introducirse en la tina y dejarse rociar con un poderoso
    desinfectante que destruía cualquier virus oxidando su
    proteína.

    Toni observaba, consciente de que cada segundo que
    pasaba reducía las posibilidades de supervivencia de
    Michael, pero también de que el procedimiento de
    descontaminación debía respetarse escrupulosamente
    para prevenir otras muertes. Le consternaba el hecho de que un
    virus mortal hubiera salido de su laboratorio. Nunca había
    ocurrido algo así en toda la historia de Oxenford Medical.
    Poco consuelo le brindaba ahora el saber que estaba en lo cierto
    al reaccionar como reaccionó ante la desaparición
    de los fármacos, y que sus compañeros se
    equivocaban al restarle importancia. Su misión era impedir
    que ocurrieran aquella clase de cosas y había fallado.
    ¿Moriría el pobre Michael a consecuencia de ello?
    ¿Morirían más personas?

    Los ATS subieron la camilla a la ambulancia. La doctora
    Solomons se subió también de un salto a la parte
    trasera del vehículo, con su paciente. Cerraron las
    puertas de la ambulancia apresuradamente, arrancaron a toda
    velocidad y se perdieron en la noche.

    -Mantenme al corriente de lo que pase, Ruth -dijo Toni-.
    Puedes llamarme directamente al intercomunicador. La voz de Ruth
    empezaba a perderse en la distancia. -Ha entrado en coma
    -anunció.

    Añadió algo más, pero ya estaba
    fuera de cobertura, y las palabras llegaron indescifrables a los
    oídos de Toni antes de que su voz se apagara por
    completo.

    Toni se sacudió para quitarse de encima aquella
    lúgubre apatía. Tenían mucho trabajo por
    delante. -Vamos a hacer limpieza -dijo.

    Uno de los hombres cogió un rollo de cinta
    amarilla que llevaba impresas las palabras «Peligro
    biológico. No cruzar la línea» y
    empezó a rodear con ella toda la propiedad, incluyendo la
    casa, el cobertizo, el jardín y el coche de Michael. Por
    suerte, las casas más cercanas estaban lo bastante lejos
    como para no constituir motivo de preocupación. Si Michael
    hubiera vivido en un bloque de apartamentos con conductos de
    ventilación colectivos, habría sido demasiado tarde
    para descontaminar la zona.

    Los demás sacaron de la furgoneta rollos de
    bolsas de basura, fumigadores repletos de desinfectante, cajas de
    paños de limpieza y grandes bidones de plástico
    blanco. Había que pulverizar y limpiar cada palmo de
    superficie. Los objetos difíciles de limpiar o de valor,
    como las joyas, se aislarían en los bidones y se
    llevarían al Kremlin, donde se esterilizarían en el
    interior de un autoclave mediante vapor de alta presión.
    Todo lo demás se aislaría en bolsas dobles y se
    destruiría en el incinerador de desechos clínicos
    situado debajo del laboratorio NBS4.

    Toni pidió a uno de los hombres que la ayudara a
    limpiar el vómito negro de Michael de su traje y que la
    rociara con líquido desinfectante. Hubo de reprimir el
    impulso de quitarse el traje mancillado.

    Mientras los hombres limpiaban, ella se dedicó a
    inspeccionar la casa en busca de alguna pista sobre el
    porqué de todo aquello. Tal como temía, Michael
    había robado el fármaco experimental porque
    sabía o sospechaba que se había infectado con el
    Madoba-2. Pero ¿qué había hecho para
    exponerse al virus?

    En el cobertizo había una vitrina de cristal con
    un extractor de aire acoplado, en lo que parecía una
    improvisada cabina de seguridad biológica. Toni apenas se
    había fijado en ella antes porque Michael había
    acaparado toda su atención, pero ahora se percató
    de que había un conejo muerto en su. interior.
    Parecía haber muerto de la misma enfermedad que
    había contraído Michael. ¿Habría
    salido del laboratorio?

    Junto al conejo había un cuenco de agua con una
    etiqueta que ponía «Joe». Era un detalle
    significativo. El personal del laboratorio rara vez ponía
    nombres a las criaturas con las que trabajaba. Se mostraban
    amables con los sujetos de sus experimentos, pero no se
    podían permitir el lujo de encariñarse con animales
    a los que debían sacrificar. Sin embargo, Michael
    había dado una identidad a aquel animal y lo trataba como
    a una mascota. ¿Acaso su trabajo le generaba un
    sentimiento de culpa?

    Toni salió del cobertizo. Un coche patrulla
    estaba aparcando junto a la furgoneta. Los había estado
    esperando. De acuerdo con el Plan de actuación para
    incidentes graves que ella misma había desarrollado, los
    guardias de seguridad del Kremlin habían llamado a
    Inverburn, a la jefatura de la policía regional escocesa,
    para notificarles la activación de la alerta roja.
    Habían venido a comprobar hasta qué punto
    había realmente una crisis.

    Toni también había sido policía. De
    hecho, hasta hacía dos años, no había sido
    otra cosa. Durante la mayor parte de su carrera había sido
    la niña mimada del cuerpo: había ascendido
    rápidamente en la jerarquía policial, sus
    superiores la exhibían ante los medios de
    comunicación como el nuevo prototipo del policía
    moderno y todas las quinielas la señalaban como la primera
    mujer llamada a ocupar el puesto de inspector jefe de
    policía en Escocia. Fue entonces cuando tuvo un
    enfrentamiento con su jefe a raíz de un tema delicado, el
    racismo en el cuerpo. Él sostenía que el racismo no
    estaba institucionalizado en la policía, mientras que ella
    afirmaba que los agentes ocultaban de modo sistemático los
    incidentes racistas, lo que equivalía a institucionalizar
    el racismo. La discusión se filtró a un
    periódico, Toni se negó a retractarse de algo en lo
    que creía, y finalmente se vio obligada a presentar la
    dimisión.

    En aquel entonces, vivía con Frank Hackett, otro
    agente de policía. Llevaban juntos ocho años,
    aunque nunca se habían casado. Cuando Toni cayó en
    desgracia, él la abandonó. Aún no se
    había recuperado del golpe.

    Dos jóvenes agentes, un hombre y una mujer,
    salieron del coche patrulla. Toni conocía a la mayor parte
    de los policías locales de su propia quinta, y algunos de
    los veteranos se acordaban de su difunto padre, el sargento
    Antonio Gallo, inevitablemente conocido por todos como Tony el
    Español. Sin embargo, no reconoció a ninguno de los
    dos agentes.

    Jonathan, ha llegado la policía -dijo por el
    micrófono del intercomunicador-. Por favor,
    ¿podrías descontaminarte y salir a hablar con
    ellos? Tú solo diles que hemos comprobado el hurto de un
    virus del laboratorio. Ellos llamarán a Jim Kincaid, y yo
    le pondré al corriente de todo en cuanto
    llegue.

    El comisario Kincaid era el responsable de la llamada
    QBRN, la brigada especial para incidentes químicos,
    biológicos, radiológicos y nucleares. Había
    trabajado con Toni en la elaboración del plan de
    seguridad. Entre ambos, pondrían en marcha una respuesta
    meticulosa y discreta a la crisis desatada.

    Toni pensó que, cuando Kincaid llegara, le
    gustaría poder ofrecerle alguna información sobre
    Michael Ross. Entró en la casa. Michael había
    convertido una de las habitaciones en su estudio. En una mesita
    auxiliar descansaban tres fotografías enmarcadas de su
    madre: en la primera era una esbelta adolescente enfundada en un
    jersey ceñido, en la segunda una madre feliz que
    sostenía a un bebé muy parecido a Michael, y en la
    tercera tendría ya sesenta y tantos años y posaba
    para la cámara con un orondo gato blanquinegro sobre el
    regazo.

    Toni se sentó al escritorio de Michael y
    leyó sus mensajes de correo electrónico, aporreando
    el teclado torpemente con sus manos enguantadas. Había
    encargado un libro titulado Etica animal en Amazon.
    También había preguntado por cursos universitarios
    sobre filosofía moral. Toni consultó el historial
    de su navegador de Internet y descubrió que había
    visitado recientemente páginas relacionadas con los
    derechos de los animales. Era evidente que le inquietaban las
    implicaciones morales de su trabajo. Pero al parecer nadie en
    Oxenford Medical se había percatado de que no se
    encontraba a gusto.

    No pudo evitar solidarizarse con él. Cada vez que
    veía un beagle o un hámster encerrado en una jaula,
    deliberadamente inoculado con alguna enfermedad que los
    científicos estaban estudiando, sentía una punzada
    de compasión. Pero entonces recordaba la muerte de su
    padre. Le habían diagnosticado un tumor cerebral a los
    cincuenta y pocos años y había muerto sumido en la
    perplejidad, la humillación y el dolor. La enfermedad que
    había acabado con su vida podía llegar a curarse
    algún día gracias a los experimentos realizados con
    cerebros de monos. En su opinión, la investigación
    con animales era una triste necesidad.

    Michael conservaba sus documentos personales
    perfectamente ordenados en un archivador de cartón:
    facturas, garantías, extractos bancarios, manuales de
    instrucciones. En una carpeta titulada «Asociaciones»
    Toni encontró el comprobante de su ingreso en una
    organización llamada Amigos de los Animales. Todo empezaba
    a encajar.

    El trabajo palió su angustia. Siempre se le
    habían dado bien las tareas de investigación.
    Abandonar la policía había sido un duro golpe. Era
    agradable volver a echar mano de sus antiguas habilidades y
    comprobar que conservaba su olfato.

    En un cajón encontró la libreta de
    direcciones y la agenda de Michael. En esta última, las
    dos últimas semanas aparecían en blanco. Cuando se
    disponía a abrir la libreta de direcciones, una
    ráfaga de luz azul llamó su atención desde
    la calle, y al mirar por la ventana vio un Volvo gris con
    lanzadestellos en el techo. Dio por sentado que sería Jim
    Kincaid.

    Toni salió a la calle y pidió a un miembro
    de su equipo que la descontaminara. Luego se quitó el
    casco para hablar con el comisario. Sin embargo, el hombre que
    salió del Volvo no era Jim. Cuando la luz de la luna
    incidió en su rostro, Toni vio que se trataba del
    comisario Frank Hackett, su ex. Se llevó un buen chasco.
    Aunque había sido él quien había puesto fin
    a su relación, Frank siempre se comportaba como si fuera
    el gran perjudicado.

    Toni decidió mostrarse tranquila, amistosa y
    profesional.

    Frank Hackett se apeó del coche y avanzó
    hacia ella.

    -Por favor, no cruces la línea -le
    advirtió ella-. Ya salgo yo.

    No bien lo había dicho se dio cuenta de que
    había metido la pata. El era el agente de policía y
    ella la civil, así que para Frank lo lógico
    sería que él diera las órdenes, no al
    revés. Su gesto ceñudo indicó a Toni que
    había acusado el golpe. Intentando mostrarse más
    amable, añadió:

    -¿Cómo estás, Frank?

    -¿Qué ha pasado aquí?

    -Al parecer, un técnico del laboratorio ha
    contraído un virus. Acabamos de llevárnoslo en una
    ambulancia de aislamiento. Estamos descontaminando su casa.
    -¿Dónde está Jim Kincaid?

    -De vacaciones.

    -¿Dónde? -Toni tenía la esperanza
    de poder localizar a Jim y hacer que volviera para hacerse cargo
    de aquella crisis.

    -En Portugal. Su esposa y él tienen un
    apartamento en multipropiedad allí.

    «Lástima», pensó Toni. A
    diferencia de Frank, Kincaid tenía experiencia en
    accidentes biológicos.

    -No sufras -dijo Frank, como si le hubiera leído
    el pensamiento. Sostenía un grueso fajo de fotocopias-. He
    traído el protocolo. -Aquel era el plan que Toni y Kincaid
    habían consensuado, y era evidente que Frank se lo
    había estado leyendo mientras esperaba-. Lo primero que
    hay que hacer es aislar la zona -añadió, mirando a
    su alrededor.

    Toni ya había aislado la zona pero no dijo nada.
    Frank necesitaba afirmarse.

    Llamó a dos agentes uniformados que esperaban en
    el coche patrulla.

    -¡Eh, vosotros dos! Llevad el coche hasta la
    entrada de la propiedad y no dejéis pasar a nadie sin
    consultármelo.

    -Buena idea -apuntó Toni, aunque en realidad no
    serviría de nada hacerlo.

    Frank consultaba el protocolo.

    -Luego tenemos que asegurarnos de que nadie abandone la
    escena.

    Toni asintió.

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