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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 10)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Asió el pomo de la puerta trasera, lo giró
tan suavemente como pudo y empujó hacia dentro. La puerta
se abrió y Craig entró en el recibidor. Era una
estancia pequeña, de menos de dos metros de largo, acotada
por una antigua e impresionante chimenea de ladrillo y el
profundo armario que había junto a esta. El armarito de
las llaves colgaba de la pared de la chimenea. Craig abrió
la portezuela. En su interior había veinte ganchos
numerados, algunos con una sola llave y otros con juego enteros,
pero enseguida reconoció las del Ferrari. Las cogió
y tiró hacia arriba, pero la cadenita se quedó
enganchada. Craig sacudió las llaves, intentando contener
la sensación de pánico que lo invadía.
Entonces oyó cómo giraba el pomo de la puerta de la
cocina.

El corazón le dio un vuelco en el pecho.
Quienquiera que fuese, estaba intentando abrir la puerta que
comunicaba la cocina con el vestíbulo. Había girado
el pomo, pero era evidente que no conocía la casa, porque
empujaba la puerta en lugar de tirar hacia dentro. Craig
aprovechó ese breve lapso para meterse en el vestidor y
cerrar la puerta.

Lo había hecho sin pensar, dejando las llaves
atrás. Tan pronto como se encontró en el interior
del armario, se dio cuenta de habría sido casi igual de
rápido salir al jardín por la puerta trasera.
Intentó recordar si la había cerrado. Creía
que no. ¿Y sus botas? ¿Habrían dejado un
rastro de nieve fresca en el suelo? Eso revelaría que
alguien había estado allí no hacía ni un
minuto, porque de lo contrario la nieve se habría
derretido. Y encima había dejado abierto el armario de las
llaves.

Una persona observadora se fijaría en las pistas
y lo descubriría en pocos segundos.

Craig contuvo la respiración.

* * *

Nigel forcejeó con el pomo hasta que se dio
cuenta de que la puerta se abría hacia dentro, no hacia
fuera. Tiró del pomo con fuerza e inspeccionó el
recibidor de las botas.

-Aquí, no -dijo-. Hay una puerta y una ventana.
-Cruzó la cocina y abrió de un tirón la
puerta de la despensa- Los meteremos aquí. No hay ninguna
otra puerta y solo una ventana, que da al patio. Elton,
tráelos aquí.

-Ahí hace frío -protestó
Olga.

En la despensa había un aparato de aire
acondicionado.

-No sigas, por Dios, que voy a llorar -se burló
Nigel.

-Mi marido necesita un médico.

-Después de lo que me ha hecho, suerte tiene de
no necesitar un sepulturero. -Nigel se volvió de nuevo
hacia Elton-. Mételes algo en la boca para que no chillen.
¡Date prisa, que no nos sobra el tiempo!

Elton encontró un cajón repleto de
paños de cocina limpios y los utilizó para
amordazar a Stanley, Olga y Hugo, que había recobrado el
conocimiento pero todavía estaba aturdido. Luego
ordenó a los prisioneros que se levantaran y los condujo a
empujones hasta la despensa.

-Escucha -empezó Nigel, dirigiéndose a
Kit. Se le veía tranquilo, anticipándose a los
acontecimientos e impartiendo órdenes, pero estaba
pálido y en su rostro enjuto y cínico había
una expresión sombría. «La procesión
va por dentro», pensó Kit-. Cuando llegue la pasma,
tú sales a abrir la puerta -prosiguió-.
Muéstrate amable y relajado, como un ciudadano ejemplar.
Diles que aquí no pasa nada extraño, que todo el
mundo está durmiendo excepto tú.

Kit no sabía cómo iba a
apañárselas para aparentar tranquilidad cuando
estaba tan nervioso como si tuviera delante a un pelotón
de fusilamiento. Se aferró al respaldo de una silla para
dejar de temblar.

-¿Y si quieren entrar de todas formas?

-Disuádelos. Si insisten, hazlos pasar a la
cocina. Nosotros estaremos en ese cuartito de ahí
atrás -puntualizó, señalando el recibidor de
las botas-. Tú, quítatelos de encima lo antes
posible.

-Toni Gallo viene con ellos -observó Kit-. Es la
encargada de la seguridad en el laboratorio.

-Bueno, pues dile que se vaya por donde ha
venido.

-Querrá ver a mi padre.

-Dile que no puede ser.

-No sé yo si aceptará un no por
respuesta…

-¡Por el amor de Dios! -explotó Nigel,
alzando la voz -¿Qué crees que va a hacer, tumbarte
de un puñetazo y entrar pisoteando tu cuerpo inconsciente?
Dile que se vaya a tomar por el culo y santas pascuas.

-De acuerdo -concedió Kit-, pero tenemos que
asegurarnos de que mi hermana Miranda no se va de la lengua.
Está escondida en el desván.

-¿En el desván, qué
desván?

-El que queda justo por encima de esta
habitación. Mirad dentro del primer armario del vestidor.
Detrás de los trajes colgados hay una pequeña
puerta que conduce a la buhardilla.

Nigel no le preguntó cómo sabía que
Miranda estaba allí. Miró a Daisy.

-Encárgate de ella.

* * *

Miranda vio cómo su hermano hablaba con Nigel y
escuchó sus palabras.

Cruzó el desván a toda prisa y,
franqueando la puerta a gatas, se metió en el armario de
su padre. Respiraba con dificultad, el corazón
parecía a punto de salírsele del pecho y
notó cómo la sangre se le agolpaba en el rostro,
pero no se dejó dominar por el pánico.
Todavía no. Desde el armario, saltó al
vestidor.

Había oído decir a Kit que la
policía estaba de camino, y por un instante había
creído que estaban a salvo. Lo único que
tenía que hacer era esperar hasta que los hombres de
uniforme azul irrumpieran por la puerta principal y detuvieran a
los ladrones. Pero luego había escuchado con horror
cómo Nigel pergeñaba rápidamente un plan
para librarse de ellos. ¿Qué podía hacer
ella si la policía se disponía a marcharse sin
haber detenido a nadie? Había decidido que, llegado ese
momento, abriría una ventana y empezaría a
gritar.

Ahora Kit había dado al traste con su
plan.

Le aterraba volver a enfrentarse a Daisy, pero se
obligó a pensar fríamente, o casi. Podía
esconderse en la habitación de £it, al otro lado del
rellano, mientras Daisy registraba el desván. ¡s[o
lograría entretenerla más que unos pocos segundos,
pero quizá fuera suficiente para abrir una ventana y pedir
socorro.

Cruzó la habitación a la carrera. Justo
cuando posó la mano en el pomo de la puerta, oyó
las botas de Daisy en la escalera. Demasiado tarde.

La puerta se abrió bruscamente y Miranda se
escondió detrás de esta. Daisy irrumpió en
la habitación y se fue directa al vestidor sin mirar
atrás.

Miranda se escabulló por la puerta. Cruzó
el rellano y se metió en la habitación de Kit.
Corrió hasta la ventana y apartó las cortinas,
esperando ver los coches de policía con sus faros
destellantes.

Pero no había ni un alma allí
fuera.

Miró en la dirección del camino de acceso.
Empezaba a clarear, y se distinguían los árboles
cubiertos de nieve en las lindes del bosque, pero ni rastro de la
policía. Miranda estaba al borde de la
desesperación. Daisy tardaría pocos segundos en
inspeccionar el desván y darse cuenta de que no
había nadie allí. Luego empezaría a buscarla
en las demás habitaciones de la planta de arriba.
Necesitaba ganar tiempo. La policía no podía estar
muy lejos.

¿Había algún modo de encerrar a
Daisy en el desván?

No se permitió el lujo de detenerse a pensar en
el peligro. Volvió corriendo al dormitorio de su padre,
donde la puerta del armario seguía abierta. Daisy
debía de seguir allí dentro, escrutando la
habitación de arriba abajo con aquellos ojos de aspecto
castigado, preguntándose si no habría ningún
escondrijo secreto lo bastante grande para albergar a una mujer
adulta y ligeramente sobrada de carnes.

Sin pensarlo dos veces, cerró la puerta del
armario.

No había cerradura, pero la puerta era de madera
maciza. Si lograba atrancarla, Daisy no lo tendría
fácil para abrirla por la fuerza, pues dentro del armario
apenas había espacio para maniobrar.

Quedaba una estrecha rendija entre el umbral y la puerta
Si pudiera calzarla de algún modo no habría manera
de abrí la, al menos durante unos segundos.
¿Qué podía usar? Necesitaba un trozo de
madera o cartón, o incluso un fajo de papel Abrió
el cajón de la mesilla de noche de su padre y
encontró un libro de Proust.

Empezó a arrancar páginas.

Kit oyó a la perra ladrar en la habitación
de al lado.

Eran ladridos fuertes, agresivos, de los que
solía emitir cuando un extraño llamaba a la puerta.
Venía alguien. Kit empujó la puerta de
vaivén que conducía al comedor. La perra estaba de
pie sobre las patas traseras y apoyaba las delanteras sobre el
alféizar de la ventana.

Kit se acercó y miró hacia fuera. La
nevada había remitido, y ya solo caían algunos
copos de nieve dispersos. Kit dirigió la mirada hacia el
bosque y vio asomar entre los árboles un gran
camión con un lanzadestellos naranja en el techo y una
pala quitanieves delante.

-¡Ya están aquí!
-gritó.

Nigel entró en la habitación. La perra lo
recibió con un gruñido y Kit la mandó
callar. Nellie se retiró a un rincón. Nigel se
pegó a la pared de la ventana y asomó la cabeza
para mirar hacia fuera.

La máquina quitanieves avanzaba despejando a su
paso una franja de ocho o diez metros de ancho. Pasó por
delante de la puerta principal y se acercó todo lo que
pudo a los coches aparcados. En el último momento
giró a un lado, barriendo la nieve que se había
acumulado delante del Mercedes de Hugo y el Toyota de Miranda.
Luego dio marcha atrás hasta el edificio del garaje.
Mientras lo hacía, un Jaguar tipo «S» de color
claro la adelantó por el camino recién despejado y
se detuvo frente a la puerta principal.

Alguien se apeó del coche, una mujer alta y
delgada con el pelo largo que lucía una chaqueta de
aviador forrada de piel de borrego. A la luz de los faros del
coche, Kit reconoció a Toni Gallo.

-Deshazte de ella -ordenó Nigel.

-¿Qué pasa con Daisy? Está tardando
mucho en…

-Ella se encargará de tu hermana.

-Más vale.

-Confío en Daisy más de lo que
confío en ti. Ve a abrir la puerta. -Nigel se fue al
recibidor de las botas con Elton.

Kit se dirigió a la puerta principal y la
abrió.

Toni estaba ayudando a alguien a apearse del asiento
trasero del coche. Kit frunció el ceño. Era una
anciana con un largo abrigo de lana y un sombrero de
piel.

-Pero ¿qué coño…?
-masculló.

Toni tomó a la anciana del brazo y se dieron la
vuelta. El rostro de la primera se ensombreció en cuanto
vio quién había salido a abrir.

-Hola, Kit –saludó, mientras acompañaba a
la anciana hasta la puerta.

-¿Qué quieres? -le espetó
este.

-He venido a ver a tu padre. Ha habido problemas en el
laboratorio.

-Papá está durmiendo.

-No le importará que lo despiertes,
créeme.

-¿Quién es la vieja?

-Esta señora es mi madre. Se llama Kathleen
Gallo.

-Y no soy ninguna vieja -replicó la
anciana-.Tengo setenta y un años y estoy en perfecta forma
física, así que cuidadito con lo que dice,
joven.

-Tranquila, madre. Estoy segura de que no era su
intención ofenderte.

Kit no se dio por aludido.

-¿Qué está haciendo
aquí?

-Se lo explicaré a tu padre.

La máquina quitanieves había dado la
vuelta delante del garaje y volvía por el camino que
acababa de despejar, cruzando el bosque para regresar a la
carretera principal. El Jaguar la seguía.

El pánico se apoderó de Kit.
¿Qué se suponía que debía hacer? Los
vehículos se marchaban pero Toni seguía
allí.

El Jaguar se detuvo bruscamente. Kit deseó con
todas sus fuerzas que el conductor no hubiera visto algo
sospechoso. El coche volvió hasta la casa dando marcha
atrás. La puerta del conductor se abrió y un
pequeño fardo cayó en la nieve. Kit pensó
que casi parecía un cachorro.

El conductor cerró dando un portazo y
arrancó.

Toni volvió sobre sus pasos y recogió el
fardo. Era, en efecto, un cachorro de pastor inglés que no
tendría más de ocho semanas de vida.

Kit no salía de su asombro, pero decidió
no hacer ninguna pregunta.

-No puedes entrar -le dijo a Toni.

-No digas tonterías -replicó ella-. Esta
casa no es tuya, sino de tu padre, y él querrá
recibirme.

Toni seguía caminando despacio hacia la casa, con
su madre colgada de un brazo y el cachorro en el otro, pegado al
pecho.

Kit estaba paralizado. Esperaba ver llegar a Toni en su
propio coche, y su plan consistía en decirle que volviera
más tarde. Por un momento, consideró la posibilidad
de echar a correr detrás del Jaguar y pedirle al conductor
que volviera. Pero seguramente este querría saber por
qué, y los policías que iban en la máquina
quitanieves podrían preguntarse a qué venía
tanto jaleo. Era demasiado peligroso, así que optó
por no hacer nada.

Toni se detuvo delante de Kit, que le cerraba el
paso.

-¿Ha pasado algo? -preguntó
ella.

Kit se dio cuenta de que estaba en un callejón
sin salida. Si se empeñaba en obedecer las órdenes
de Nigel, Toni podía hacer que los policías
volvieran, y resultaría más fácil de manejar
estando sola.

-Será mejor que pases -repuso
él.

-Gracias. Por cierto, el perro se llama Osborne. -Toni y
su madre pasaron al vestíbulo-. ¿Tienes que ir al
baño, mamá? -preguntó Toni-. Está
aquí mismo.

Kit vio desaparecer entre los árboles las luces
de la máquina quitanieves y del Jaguar. Se relajó
un poco. No había podido quitarse a Toni de encima, pero
por lo menos la policía se había largado.
Cerró la puerta.

Entonces se oyó un sonoro golpe en el piso de
arriba, como si alguien hubiera aporreado la pared con un
martillo.

-¿Qué demonios ha sido eso?
-inquirió Toni.

* * *

Miranda había arrancado un grueso fajo de hojas
del libro, las había doblado en forma de cuña y las
había metido en la rendija de la puerta del armario. Pero
sabía que eso no retendría a Daisy durante mucho
tiempo. Necesitaba una barrera más resistente. Junto a la
cama había una antigua cómoda que hacía las
veces de mesilla de noche. Con gran esfuerzo, empujó el
pesado mueble de caoba maciza desrizándolo sobre la
moqueta. Luego la inclinó un poco hacia atrás y la
empotró contra la puerta. Casi al instante, oyó a
Daisy empujando desde el otro lado. Cuando se dio cuenta de que
empujar no serviría de nada, pasó a los
golpes.

Miranda supuso que Daisy tenía la cabeza en el
desván y los pies en el armario, y que golpeaba la puerta
con las suelas de las botas. La puerta se estremeció pero
no cedió a sus patadas. Daisy era fuerte y acabaría
abriéndola, pero mientras tanto Miranda había
ganado unos preciosos segundos.

Corrió hasta la ventana. Ante su mirada
incrédula, dos vehículos -un camión y un
turismo– se alejaban de la casa.

-¡Nooo! -exclamó. Los vehículos ya
estaban muy lejos para que sus ocupantes la oyeran gritar.
¿Sería demasiado tarde? Salió de la
habitación.

Se detuvo en lo alto de la escalera y miró hacia
abajo. En el vestíbulo, una anciana a la que nunca
había visto se dirigía al aseo

¿Qué estaba pasando?

Entonces reconoció a Toni Gallo, que se estaba
quitando la chaqueta para colgarla del perchero.

Un pequeño cachorro blanquinegro olisqueaba los
paraguas.

Entonces vio a su hermano. Se oyó otro golpe
procedente del vestidor.

-Parece que los chicos se han despertado -dijo
Kit.

Miranda no salía de su asombro.
¿Cómo podía ser? Kit se comportaba como si
nada hubiera pasado.

Estaba tratando de engañar a Toni,
concluyó. Esperaba poder convencerla de que todo iba bien.
Si no lograba persuadirla de que se marchara, la reduciría
por la fuerza y la ataría junto con los
demás.

Mientras tanto, la policía se alejaba.

Toni cerró la puerta del aseo en el que
había entrado su madre. Nadie se había percatado de
la presencia de Miranda.

-Será mejor que pases a la cocina -dijo
Kit.

Ahí era donde la atacarían, supuso
Miranda. Nigel y Elton la estarían esperando.

Se oyó un estruendo procedente de la
habitación de Stanley. Daisy había logrado salir
del armario.

Miranda actuó sin pensar.

-¡Toni! -gritó.

Toni miró hacia arriba y la vio.

-¡Mierda, no!… -farfulló Kit.

-¡Los ladrones están aquí, han atado
a papá y van armados.. –

Daisy irrumpió en el descansillo y arrolló
a Miranda, que cayó rodando escaleras abajo.

07.30

Toni tardó unos segundos en
reaccionar.

Kit estaba de pie junto a ella, mirando hacia arriba sin
disimular su ira.

-¡Cógela, Daisy! -gritó torciendo el
gesto.

Miranda seguía rodando escaleras abajo, y sus
rollizos muslos blancos asomaban por debajo del camisón
rosado.

Tras ella bajó corriendo una mujer joven y poco
agraciada, con el pelo cortado al rape y los ojos pintarrajeados
de negro, toda ella vestida de piel negra.

Y la señora Gallo estaba en el aseo.

De pronto, Toni comprendió lo que estaba pasando.
Miranda había dicho que los ladrones estaban allí,
y que iban armados. No podía haber dos bandas distintas
actuando en la misma zona aislada, la misma noche. Tenían
que ser los mismos que habían entrado a robar en el
Kremlin. La mujer calva que estaba en lo alto de la escalera
sería la rubia que había visto en la
grabación de las cámaras de seguridad.
Habían encontrado la peluca en la furgoneta utilizada para
la fuga. Los pensamientos se sucedían a toda velocidad en
la mente de Toni: Kit parecía estar compinchado con ellos.
Eso explicaría que hubieran logrado burlar el sistema de
seguridad…

Justo cuando este pensamiento tomaba forma en su mente,
Kit se le acercó por la espalda, le rodeó el cuello
con un brazo y tiró hacia atrás, intentando hacerle
perder el equilibrio al tiempo que gritaba:

-¡Nigel!

Toni le propinó un fuerte codazo en las costillas
y tuvo la satisfacción de oírlo gruñir de
dolor. Kit aflojó el abrazo, lo que permitió que
Toni se diera la vuelta y le asestara un puñetazo en el
estómago con la zurda. Kit intentó devolverle el
golpe pero Toni lo esquivó sin dificultad.

Alzó el brazo derecho, preparándose para
asestarle el puñetazo definitivo, pero justo entonces
Miranda se desplomó al pie de la escalera y chocó
contra sus piernas en el momento en que había arqueado el
cuerpo hacia atrás para tomar impulso. Toni perdió
el equilibrio y cayó de espaldas. Instantes
después, la mujer vestida de cuero negro tropezó
con los cuerpos postrados de ambas y fue a darse de bruces con
Kit, por lo que acabaron los cuatro amontonados unos sobre otros
en el suelo de piedra.

Toni se dio cuenta de que no podía ganar aquella
batalla. Se enfrentaba a Kit y a la tal Daisy, y no
tardarían en llegar refuerzos. Tenía que salir de
allí, recuperar el aliento y pensar en lo que iba a
hacer.

Se zafó de aquella maraña de cuerpos y
rodó sobre un costado.

Kit yacía de espaldas en el suelo. Miranda estaba
hecha un ovillo y parecía magullada pero no gravemente
herida. Entonces Daisy se puso de rodillas y la golpeó con
furia, asestándole un puñetazo en el brazo con el
puño enfundado en un guante de ante beige de lo más
femenino, lo que no dejó de sorprender a Toni.

Se levantó de un brinco. Saltó por encima
de Kit, se fue derecha a la puerta y la abrió. Kit le
apresó el tobillo con una mano. Toni se volvió y le
golpeó el brazo con el otro pie, alcanzándolo en el
codo. Kit aulló de dolor y la soltó. Toni
cruzó el umbral de un salto y cerró dando un sonoro
portazo.

Se fue hacia la derecha y echó a correr por el
camino que había despejado la máquina quitanieves.
Oyó un disparo, y el estrépito de un cristal que se
hacía añicos en alguna ventana cercana. Alguien le
estaba disparando desde la casa, pero había fallado el
tiro.

Corrió hasta el garaje, dobló la esquina y
se refugió en el acceso hormigonado de las puertas
automáticas, donde la máquina quitanieves
había abierto un claro. Ahora el edificio del garaje se
interponía entre ella y la persona que le había
disparado.

La máquina quitanieves, con los dos agentes de
policía en la cabina, había partido a velocidad
normal por el camino despejado, avanzando con la hoja elevada.
Eso quería decir que ya estaría demasiado lejos
para darle alcance a pie. ¿Qué iba a hacer? Si
tomaba el camino despejado alguien podía seguirla
fácilmente desde la casa. Pero ¿dónde
podía esconderse? Miró hacia el bosque. Allí
les costaría dar con ella, pero iba mal abrigada para
estar a la intemperie, pues justo se había quitado la
cazadora cuando Miranda dio la voz de alarma. En el interior del
garaje la temperatura no sería mucho más
elevada.

Corrió hasta el extremo opuesto del edificio y
asomó la cabeza por el otro lado. Distinguió la
puerta del granero a escasos metros de distancia. ¿Se
atrevería a cruzar el patio, arriesgándose a que la
vieran desde la casa? No le quedaba más
remedio.

Estaba a punto de echar a correr cuando se abrió
la puerta del granero.

Toni dudó. ¿Y ahora qué?

Un niño salió del edificio. Se
había puesto una chaqueta por encima del pijama de
Spiderman y unas botas de agua demasiado grandes para él.
Toni reconoció a Tom, el hijo de Miranda. El chico no
miró a su alrededor, sino que se fue hacia la izquierda y
avanzó con dificultad por la espesa nieve. Toni dio por
sentado que se dirigía a la casa, y se preguntó si
debía detenerlo. Pero enseguida se dio cuenta de que
estaba equivocada. En lugar de cruzar el patio en
dirección a la casa principal el pequeño se fue
hacia el chalet de invitados. Toni lo urgió mentalmente
para que se diera prisa y se quitara de en medio antes de que las
cosas se pusieran feas. Supuso que iba en busca de su madre para
preguntarle si podía abrir los regalos, sin imaginar que
Miranda estaba en la casa principal, encajando los golpes de una
troglodita con guantes de piel. Pero quizá su padrastro
estuviera en el chalet. Toni pensó que lo más
prudente sería dejar que el chico siguiera su camino. La
puerta del chalet no estaba cerrada con llave, y Tom
desapareció en su interior.

Toni seguía dudando. ¿Habría
alguien apostado en una ventana de la casa, cubriendo el patio
con una Browning automática de nueve milímetros?
Estaba a punto de averiguarlo.

Echó a correr pero, tan pronto como sus pies se
hundieron en la nieve, cayó de bruces en el suelo. Se
levantó con dificultad, notando el contacto gélido
de la nieve que enseguida le caló los vaqueros y el
jersey, y siguió adelante, abriéndose paso con
más cuidado pero también más lentamente.
Miró hacia la casa con temor. No distinguió ninguna
silueta en las ventanas. En circunstancias normales no
habría tardado más de un minuto en cruzar el patio,
pero cada nueva zancada en la nieve se le hacía eterna.
Finalmente alcanzó el granero, entró en su interior
y cerró la puerta tras de sí, temblando de alivio
por seguir respirando.

Una pequeña lámpara le permitió
reconocer las siluetas de una mesa de billar, un variopinto
surtido de vetustos sillones, una televisión de pantalla
gigante y dos camas plegables, ambas vacías. La estancia
parecía desierta, pero había una escalera de mano
que conducía a un altillo. Se obligó a dejar de
temblar y empezó a trepar por la escalera. Cuando estaba a
medio camino, estiró el cuello para echar un vistazo a la
habitación y se sobresaltó al tropezar con varios
pares de ojillos rojos que la miraban fijamente: los
hámsters de Caroline. Siguió subiendo. Allí
arriba había otras dos camas. En una de ellas
reconoció la silueta durmiente de Caroline. La otra estaba
sin deshacer.

Los ladrones no tardarían en salir a buscarla.
Tenía que pedir ayuda cuanto antes. Se llevó la
mano al bolsillo para sacar el móvil.

Solo entonces se dio cuenta de que no lo llevaba
encima.

Alzó los puños cerrados hacia el cielo en
un gesto de frustración. Había dejado el
móvil en el bolsillo de la cazadora, que había
colgado en el perchero del vestíbulo.

Y ahora, ¿qué?

* * *

-Tenemos que encontrarla -sentenció Nigel-.
Podría estar llamando a la policía ahora
mismo.

-Espera -dijo Kit. Cruzó el vestíbulo
hasta el perchero, frotándose el codo izquierdo, dolorido
a causa del puntapié de Toni, y registró los
bolsillos de su cazadora. Poco después, extrajo un
móvil con gesto triunfal-. No puede llamar a la
policía.

-Menos mal. -Nigel miró a su alrededor. Daisy
tenía a Miranda acostada boca abajo en el suelo con un
brazo doblado en la espalda. Elton estaba de pie en la puerta de
la cocina.

-Elton, busca algo con lo que atar a la gorda
-ordenó, y volviéndose hacia Kit,
añadió-: tus hermanitas son de armas
tomar.

-Olvídate de ellas -replicó Kit-. Ya
podemos largarnos, ¿no? No hay que esperar a que salga el
sol para ir a por el todoterreno. Podemos coger cualquier coche y
seguir el camino que el quitanieves ha despejado.

-Tu hombre ha dicho que van dos policías en esa
máquina quitanieves.

-Sí, pero el último sitio donde se les
ocurriría buscarnos es justo detrás de
ellos.

Nigel asintió.

-Bien pensado. Pero el quitanieves no va a ir despejando
la carretera hasta… hasta donde tenemos que llegar.
¿Qué hacemos cuando se desvíe de nuestra
ruta?

Kit reprimió su impaciencia. Debían
alejarse de Steepfall cuanto antes, pero Nigel no parecía
consciente de eso.

-Mira por la ventana -repuso-. Ha dejado de nevar, y el
hombre del tiempo ha dicho que pronto empezará el
deshielo.

-Aun así, podríamos quedarnos
atrapados.

-Corremos más peligro estando aquí, ahora
que el camino de acceso está despejado. Puede que Toni
Gallo no sea la única visita inesperada del
día.

Elton volvió con un trozo de cable
eléctrico.

-Kit tiene razón -observó-. Si todo va
bien, podemos estar allí sobre las diez de la
mañana.

Tendió el cable a Daisy, que ató las manos
de Miranda a la espalda.

-De acuerdo -concedió Nigel-. Pero antes
tendremos que reunir a todo el mundo aquí, incluidos los
chavales, y asegurarnos de que no puedan llamar pidiendo socorro
en las próximas horas.

Daisy arrastró a Miranda por la cocina y la hizo
entrar en la despensa de un empujón.

-Miranda habrá dejado su móvil en el
chalet de invitados -apuntó Kit-. De lo contrario, ya lo
habría utilizado. Su novio, Ned, está
allí.

-Elton, ve a por él -ordenó
Nigel.

-Hay otro teléfono en el Ferrari
-prosiguió Kit-. Sugiero que Daisy vaya a echar un vistazo
para asegurarnos de que nadie intenta usarlo.

-¿Y qué pasa con el granero?

-Yo lo dejaría para el final. Caroline, Craig y
Tom no tienen móvil. En el caso de Sophie no estoy seguro,
pero es poco probable. Solo tiene catorce años.

-Muy bien -dijo Nigel-.Acabemos con esto cuanto
antes.

Entonces, la puerta del aseo se abrió y la
señora Gallo salió de su interior, todavía
con el sombrero puesto.

Kit y Nigel se la quedaron mirando de hito en hito. Kit
se había olvidado por completo de ella.

-Encerradla en la despensa con los demás
-ordenó Nigel.

-De eso nada -replicó la señora Gallo-.
Creo que prefiero sentarme junto al árbol de
Navidad.

La anciana cruzó el vestíbulo y se
encaminó al salón.

Kit miró a Nigel, que se encogió de
hombros.

* * *

Craig entreabrió ligeramente la puerta del
armario para echar un vistazo fuera. El recibidor estaba
desierto. Justo cuando se disponía a abandonar su
escondrijo, Elton entró desde la cocina. Craig tiró
de la puerta hacia dentro y contuvo la
respiración.

Llevaba un cuarto de hora así.

Siempre había algún intruso rondando por
allí. Dentro del ¡armario reinaba un olor a
chaquetas húmedas y botas viejas. Estaba preocupado por
Sophie, que seguía sentada en el Ford de Luke, cogiendo
frío. Intentó no impacientarse. La oportunidad que
estaba esperando no tardaría en llegar.

Pocos minutos antes, había oído ladrar a
Nellie, lo que significaba que había alguien llamando a la
puerta. Por un momento, se había sentido esperanzado. Pero
Nigel y Elton estaban a escasos centímetros de él,
hablando en susurros ininteligibles para él. Dedujo que
estarían ocultándose del visitante. Habría
saltado del armario y echado a correr hacia la puerta pidiendo
socorro a gritos, pero sabía que aquellos dos lo
detendrían y lo obligarían a guardar silencio en
cuanto se descubriera. Se contuvo, loco de
frustración.

Se oyeron unos golpes que parecían venir del piso
de arriba, como si alguien intentara echar abajo una puerta, y
luego un estruendo distinto, más parecido al un petardo -o
un disparo-, seguido del ruido de cristales rotos. Craig estaba
asustado. Hasta entonces, la banda solo había utilizado
las armas para amenazarlos. Ahora que habían apretado el
gatillo, no había manera de saber hasta dónde
podían llegar. La familia estaba en grave
peligro.

Al oír el disparo, Nigel y Elton se fueron
dejando la puerta abierta. Desde su escondrijo, Craig veía
a Elton en la cocina, hablando en tono urgente con alguien que
estaba en el vestíbulo. Poco después regresó
al recibidor y abandonó la casa por la puerta trasera, que
dejó abierta de par en par.

Por fin Craig podía moverse sin ser visto. Los
demás estaban en el vestíbulo. Era la oportunidad
que estaba esperando. Salió del armario.

Abrió el pequeño armario metálico y
cogió las llaves del Ferrari, que esta vez salieron sin
resistirse.

Con dos zancadas se plantó en la
calle.

Había dejado de nevar. Más allá de
las nubes empezaba a salir el sol, y los contornos se perfilaban
en blanco y negro. A su izquierda avistó a Elton,
abriéndose camino por la nieve en dirección al
chalet de invitados. Le daba la espalda, por lo que no
podía verlo. Craig siguió en la dirección
opuesta y dobló la esquina para evitar que lo
descubrieran.

Fue entonces cuando vio a Daisy a tan solo unos metros
de él.

Por suerte, también ella le daba la espalda.
Había salido por la puerta principal y se encaminaba al
otro lado de la casa. Craig se fijó en el camino despejado
y supuso que mientras él estaba escondido en el armario de
las botas habría pasado por allí una máquina
quitanieves. Daisy se iba derecha al garaje… y a
Sophie.

Se agachó detrás del Mercedes de su padre.
Asomando la cabeza por detrás de un guardabarros, vio
cómo Daisy alcanzaba el extremo del edificio, se apartaba
del camino despejado y doblaba la esquina de la casa,
desapareciendo así de su campo visual.

Siguió sus pasos. Moviéndose tan deprisa
como podía, avanzó pegado a la fachada de la casa.
Pasó por delante del comedor, donde seguía Nellie
con las patas delanteras apoyadas en el alféizar.
Dejó atrás la puerta principal, que estaba cerrada,
y el salón con su reluciente árbol de Navidad. Se
quedó perplejo al ver a una anciana sentada junto al
árbol con un cachorro en el regazo, pero no se detuvo a
pensar quién podía ser.

Alcanzó la esquina y miró en derredor.
Daisy iba derecha hacia la puerta lateral del garaje. Si entraba
allí dentro, encontraría a Sophie sentada en el
Ford de Luke.

Daisy metió la mano en el bolsillo de su chaqueta
de piel negra y sacó la pistola.

Craig observó, impotente, cómo
abría la puerta del garaje.

07.45

En la despensa hacía frío.

El pavo de Navidad, demasiado grande para caber en la
nevera, descansaba en su fuente de hornear sobre una repisa de
mármol, relleno y condimentado por Olga, listo para asar.
Miranda se preguntó con amargura si viviría lo
bastante para saborearlo.

Estaba junto a su padre, su hermana y Hugo, todos ellos
atados como el pavo y hacinados en el escaso metro cuadrado de la
despensa, rodeados de comida: las verduras dispuestas en los
estantes, una hilera de frascos con pasta, cajas de cereales para
el desayuno, latas de atún, tomates en conserva y
judías en salsa de tomate.

Hugo se había llevado la peor parte. Por momentos
parecía volver en sí, pero no tardaba en perder de
nuevo el conocimiento. Estaba apoyado contra la pared y Olga se
había pegado a su cuerpo desnudo para intentar
transmitirle calor. Stanley parecía haber sido arrollado
por un camión, pero permanecía de pie y estaba
atento a cuanto ocurría a su alrededor.

Miranda se sentía impotente y abatida. Le
descorazonaba ver a su padre, un hombre tan noble, golpeado y
atado de pies y manos. Ni siquiera el sinvergüenza de Hugo
merecía lo que le habían hecho. A juzgar por su
aspecto, era bastante probable que sufriera daños
irreversibles. Y Olga era una mujer admirable; no había
más que ver cómo se desvivía por el marido
que la había traicionado.

Los demás tenían paños de cocina
metidos en la boca, pero Daisy no se había molestado en
amordazar a Miranda; de nada servía que se pusiera a
gritar ahora que la policía se había marchado. Fue
entonces cuando se dio cuenta, con un atisbo de esperanza, de que
quizá pudiera liberar a los demás de sus mordazas.
-Papá, inclínate hacia abajo
-pidió.

Obediente, Stanley flexionó la cintura y se
dobló hacia delante, acercando su rostro al de Miranda. El
extremo del paño colgaba de su boca. Miranda ladeó
la cabeza como si quisiera besarlo en los labios y logró
atrapar un extremo del paño entre los dientes. Tiró
hacia atrás, extrayendo parte del paño, pero
entonces se le escapó.

Miranda soltó un gemido de exasperación.
Su padre volvió a inclinarse, animándola a
intentarlo de nuevo. Repitieron la maniobra, y esta vez el
paño salió entero y cayó al
suelo.

-Gracias -dio Stanley-. Dios, qué
desagradable.

Miranda repitió la operación con Olga, que
dijo:

-Esta cosa me daba arcadas, pero tenía miedo de
ahogarme si vomitaba.

Olga retiró la mordaza a Hugo por el mismo
procedimiento.

-Tienes que intentar mantenerte despierto, Hugo -le
dijo-.Venga, no cierres los ojos.

-¿Qué está pasando ahí
fuera? -preguntó Stanley.

-Toni Gallo se ha presentado con una máquina
quitanieves y un par de policías -explicó-. Kit ha
salido a recibirla como si nada hubiera pasado y la
policía se ha marchado, pero Toni ha insistido en
quedarse.

-Esa mujer es increíble.

-Yo estaba escondida en el desván de tu
habitación y he conseguido avisar a Toni.

-¡Bien hecho!

-La bestia de Daisy me ha empujado escaleras abajo, pero
Toni ha logrado escapar. No sé dónde estará
ahora mismo.

-Llamará a la policía.

Miranda movió la cabeza en señal de
negación.

-Se ha dejado el móvil en el bolsillo de la
cazadora, y ahora lo tiene Kit.

-Ya se le ocurrirá algo. Es una mujer de
recursos. De todos modos, es nuestra única esperanza.
Nadie más sigue libre, excepto los niños… y Ned,
claro está.

-Me temo que Ned no nos será de mucha ayuda
-apuntó Miranda, apesadumbrada-. En una situación
como esta, lo último que necesitamos es un experto en
Shakespeare. Miranda se acordó de lo pusilánime que
se había mostrado el día anterior cuando su ex
mujer, Jennifer, la había echado de su casa. No era de
esperar que un hombre como él decidiera plantar cara a
tres matones consumados.

Se asomó a la ventana de la despensa.
Había empezado a amanecer y ya no nevaba, así que
podía distinguir el chalet de invitados en el que Ned
estaría durmiendo y el granero donde se alojaban los
chicos. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio
a Elton cruzando el patio.

-Dios mío -murmuró-.Va al
chalet.

Stanley miró por la ventana.

-Tratan de reunimos a todos -dedujo-. Nos dejarán
atados antes de marcharse. No podemos dejar que se escapen con
ese virus… pero ¿cómo podemos
detenerlos?

Elton entró en el chalet de invitados.

-Espero que Ned esté bien.

De pronto, Miranda se alegró de que Ned no fuera
un gallito. Elton era implacable, despiadado y tenía un
arma. La única esperanza de Ned era dejarse apresar sin
oponer resistencia.

-Podría ser peor -observó Stanley-. Ese
chico no es trigo limpio, pero por lo menos tampoco es un
psicópata, a diferencia de Daisy.

-Está como una cabra, y eso la hace cometer
errores -apuntó Miranda-. Hace unos minutos, en el
vestíbulo, se ha liado a puñetazos conmigo cuando
debería haber ido tras Toni. Por eso ha logrado
escapar.

-¿Por qué se ha liado Daisy a
puñetazos contigo?

-Porque la encerré en el
desván.

-¿Que la encerraste en el
desván?

-Sabía que venía a por mí,
así que esperé en la habitación, dejé
que entrara en el desván y entonces cerré la puerta
del armario y la atranqué como pude. Por eso estaba tan
cabreada.

-Eres muy valiente -susurró Stanley con la voz
embargada.

-Qué va -replicó Miranda. La idea le
parecía absurda-. Lo que pasa es que tenía tanto
miedo que habría hecho cualquier cosa con tal de
escapar.

-Pues yo creo que eres muy valiente -insistió
Stanley. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, y
apartó la mirada.

Ned salió del chalet. Elton iba justo
detrás de él, con la pistola pegada a su nuca, y
sujetaba a Tom con la mano libre.

Miranda reprimió un grito. Creía que su
hijo estaba en el granero. Supuso que se había despertado
pronto y había salido en su busca. Llevaba puesto el
pijama de Spiderman. Miranda intentó contener las
lágrimas.

Se dirigían los tres hacia la casa cuando de
pronto se oyó un grito y se detuvieron bruscamente.
Instantes después, Daisy apareció en el campo
visual de los prisioneros, arrastrando a Sophie por el pelo. Esta
avanzaba doblada en dos, tropezando en la nieve y gritando de
dolor.

Daisy le dijo algo a Elton que Miranda no alcanzó
a oír. Entonces fue Tom quien le espetó a voz en
grito:

-¡Suéltala! ¡Le estás haciendo
daño! -Su voz infantil sonaba más aguda de lo
habitual a causa del miedo y la rabia.

Miranda recordó que su hijo estaba prendado de
Sophie.

-Cállate,Tommy -murmuró temerosa, aunque
no pudiera oírla-. No pasa nada porque le tiren del
pelo.

Elton soltó una carcajada. Daisy esbozó
una sonrisa y tiró con más fuerza del pelo de
Sophie.

Ver cómo se burlaban de él fue seguramente
lo que le hizo perder los estribos. Furibundo,Tom se zafó
de la mano de Elton y embistió a Daisy con todas sus
fuerzas.

-¡No! -gritó Miranda.

Sorprendida, Daisy cayó de espaldas, soltó
Sophie y se quedó sentada en la nieve. Tom se
abalanzó sobre ella y la golpeó repetidamente con
sus pequeños puños.

-¡Para, para! -gritaba Miranda
inútilmente.

Daisy apartó a Tom de un empujón y se
incorporó. El niño se levantó al instante,
pero Daisy lo golpeó en la cabeza con su puño
enguantado y lo volvió a tumbar. Entonces lo
levantó del suelo, furiosa, y lo sostuvo con la mano
derecha mientras con la izquierda lo golpeaba en la cara y el
cuerpo.

Miranda gritaba de desesperación.

Fue entonces cuando Ned intervino.

Haciendo caso omiso del arma con la que Elton le
apuntaba, se interpuso entre Daisy y Tom. Dijo algo que Miranda
no alcanzó a oír y apresó el brazo de Daisy
con la mano.

Miranda no daba crédito a sus ojos. ¡El
cobarde de Ned le plantaba cara a los matones!

Sin soltar a Tom, Daisy le asestó un
puñetazo en el estómago.

Ned se inclinó hacia delante con el rostro
deformado por el dolor, pero cuando Daisy hizo ademán de
volver a golpear a Tom, se incorporó y una vez más
se interpuso entre ambos. Cambiando de idea en el último
momento, Daisy lo golpeó a él, asestándole
un puñetazo en la boca. Ned gritó de dolor y se
llevó las manos al rostro, pero no se
apartó.

Miranda le estaba profundamente agradecida por haber
apartado a Daisy de Tom, pero ahora se preguntaba cuánto
tiempo iba a aguantar aquel suplicio.

Ned seguía resistiendo, impasible. Cuando
apartó las manos del rostro, un hilo de sangre manó
de su boca. Daisy le asestó otro
puñetazo.

Miranda no salía de su asombro. Ned era como un
muro. Allí estaba, encajando los golpes uno tras otro sin
ceder. Y no lo hacía por su propia hija, sino por Tom.
Miranda se avergonzó de haber pensado que era un
cobarde.

Entonces fue la hija de Ned, Sophie, la que pasó
a la acción. Desde que Daisy la había soltado no se
había movido, sino que se limitaba a contemplar la escena
con gesto atónito. Pero de pronto se dio media vuelta y se
alejó del grupo a toda prisa.

Elton intentó cogerla, pero perdió el
equilibrio y Sophie logró escabullirse. Echó a
correr por la profunda capa de nieve con zancadas dignas de una
bailarina.

Elton se incorporó apresuradamente, pero Sophie
se había esfumado.

Cogió a Tom y le gritó a Daisy:

-¡Que se escapa la chica! -Daisy no parecía
demasiado interesada en ir tras ella-. ¡Yo me quedo con
estos dos! ¡Vete de una vez!

Tras lanzar una mirada asesina a Ned y Tom, se dio la
vuelta y se fue en busca de Sophie.

08.00

Craig giró la llave en el contacto del Ferrari.
El enorme motor trasero de doce cilindros arrancó pero no
tardó en calarse.

Craig cerró los ojos.

-Ahora no -suplicó en voz alta-. Por favor, no me
falles ahora.

Volvió a girar la llave en el contacto. El motor
arrancó con un carraspeo y finalmente rugió como un
toro enfurecido. Craig pisó el acelerador, solo para estar
seguro, y el rugido se hizo ensordecedor.

Miró el teléfono del coche.
«Buscando red», ponía en la pantalla.
Marcó el 999 aporreando las teclas numéricas con
frenesí, aunque sabía que era inútil hacerlo
hasta que el teléfono se hubiera conectado a la
red.

-¡Venga, no tengo mucho tiempo!

Entonces la puerta lateral del garaje se abrió de
golpe y, para su sorpresa, Sophíe entró
precipitadamente.

Craig no daba crédito a sus ojos. Creía
que Sophie estaba en las manos de la temible Daisy. Había
visto cómo la sacaba a rastras del garaje y había
tenido que reprimir el impulso de salir en su auxilio, pero
sabía que no podía ganar a Daisy en un combate
cuerpo a cuerpo, aunque no fuera armada. Se había
esforzado por mantener la calma mientras la veía
arrastrando a Sophie por el pelo, y se había repetido una
y otra vez que lo mejor que podía hacer era evitar que lo
cogieran y llamar a la policía.

Pero al parecer Sophie había logrado escapar sin
la ayuda de nadie. Estaba llorando y parecía aterrada.
Craig supuso que Daisy le pisaba los talones.

El otro lado del coche estaba tan pegado a la pared que
era imposible abrir la puerta del acompañante. Craig
abrió su puerta Y dijo:

-¡Métete en el coche, deprisa! ¡Salta
por encima de mí!

Sophie se acercó al coche con paso tambaleante y
se lanzó en plancha al interior de la cabina.

Craig cerró dando un portazo.

No sabía cómo se ponía el seguro, y
tenía demasiada prisa para detenerse a averiguarlo. Daisy
no tardaría más de unos segundos en llegar, supuso
mientras Sophie pasaba atropelladamente por encima de él.
No tenía tiempo de llamar a nadie, había que salir
de allí cuanto antes. Mientras Sophie se desplomaba en el
asiento del acompañante, Craig hurgó en la repisa
que había debajo del salpicadero hasta encontrar el mando
a distancia de la puerta del garaje. Apretó el
botón del mando y oyó un chirrido metálico a
su espalda, señal de que el mecanismo se había
puesto en marcha. Miró por el espejo retrovisor y vio
cómo la persiana metálica empezaba a subir
lentamente.

Entonces llegó Daisy.

Tenía el rostro encendido a causa del esfuerzo y
en sus ojos desorbitados había una expresión de
puro odio. La nieve se había depositado en los pliegues de
su chaqueta de piel. Se quedó un momento en el umbral,
escrutando el garaje en penumbra. Luego sus ojos descubrieron una
silueta en el asiento del conductor del Ferrari.

Craig pisó el embrague y puso la marcha
atrás. Nunca le resultaba fácil, con la caja de
seis velocidades del Ferrari. La palanca se resistió a
obedecerle y los engranajes chirriaron hasta que, de pronto, algo
pareció encajar.

Daisy cruzó el garaje a la carrera hasta la
puerta del conductor. Su mano enguantada se cerró en torno
al picaporte.

La puerta del garaje aún no estaba abierta del
todo, pero Craig no podía esperar ni un segundo
más. En el preciso instante en que Daisy abrió la
puerta del coche, levantó el pie del embrague y
pisó el acelerador.

El coche saltó hacia delante como si lo hubieran
propulsado con una catapulta. El techo del vehículo
golpeó el borde inferior de la puerta automática
del garaje y se oyó un estruendo metálico. Sophie
gritó de miedo.

El coche salió disparado como el corcho de una
botella de champán. Craig pisó el freno. La
máquina quitanieves había despejado la gruesa capa
de nieve que había caído durante la noche, pero
desde entonces había vuelto a nevar y el acceso de
hormigón estaba resbaladizo. El Ferrari derrapó
hacia atrás y se detuvo bruscamente al chocar con un banco
de nieve.

Daisy salió del garaje. Craig la veía con
claridad a la luz grisácea del alba. Parecía no
saber muy bien qué hacer.

De pronto, se oyó una voz de mujer. Era el
teléfono del coche.

-Tiene un mensaje nuevo.

Craig desplazó la palanca de cambios hasta lo que
rezó para que fuera la primera marcha. Soltó el
embrague y, para su alivio, los neumáticos encontraron
agarre y el coche se movió hacia delante. Giró el
volante, buscando la salida. Si tan solo pudiera llegar a la
carretera, se largaría de allí con Sophie e
iría en busca de ayuda.

Daisy debió de pensar lo mismo, pues hurgó
en el bolsillo de la chaqueta y sacó un arma.

-¡Agáchate! -gritó Craig-. ¡Va
a dispararnos !

Mientras Daisy empuñaba el arma, Craig
pisó el acelerador y dio un volantazo, desesperado por
salir de allí.

Los neumáticos patinaron sobre el hormigón
helado. Junto con el temor y el pánico, Craig
experimentó la extraña sensación de haber
vivido aquello antes. El coche había derrapado en aquel
mismo lugar el día anterior, pero era como si hubieran
pasado siglos. Intentó recuperar el control del
vehículo, pero el suelo estaba aún más
resbaladizo que la víspera tras una noche de nevada
ininterrumpida y temperaturas bajo cero.

Giró en la dirección opuesta y por un
momento los neumáticos recuperaron su adherencia, pero se
le fue la mano con el volante. El coche patinó hacia el
otro lado y giró sobre sí mismo. Sophie daba
bandazos en el asiento del acompañante. Craig esperaba
oír en cualquier momento el estruendo de un disparo, pero
los segundos pasaban y nada ocurría. Lo único bueno
de todo aquello, se dijo una parte de su aterrada mente, era que
Daisy no podría apuntar a un vehículo que se
movía de forma tan errática.

Milagrosamente, el coche se detuvo en medio de la
carretera, de espaldas a la casa y encarado hacia el bosque. Era
evidente que la máquina quitanieves había despejado
los accesos. Tenía ante sí el camino hacia la
libertad.

Craig pisó el acelerador, pero nada
ocurrió. El coche se había calado.

Por el rabillo del ojo, vio cómo Daisy
empuñaba el arma y apuntaba en su
dirección.

Giró la llave en el contacto y el coche dio una
brusca sacudida hacia delante. Se había olvidado de poner
el punto muerto. Su error le salvó la vida, pues en ese
preciso instante oyó el inconfundible estrépito de
un disparo, ligeramente amortiguado por la mullida capa de nieve
que todo lo cubría. Luego, una de las ventanillas traseras
del coche se resquebrajó en mil pedazos. Sophie
soltó un grito.

Craig puso el coche en punto muerto y volvió a
girar la llave en el contacto. El gutural rugido del motor
resonó en la nieve. Mientras pisaba el embrague y
ponía la primera, vio a Daisy apuntando de nuevo en su
dirección. Se agachó involuntariamente, y menos mal
que lo hizo, pues esta vez fue su ventanilla la que quedó
hecha añicos.

La bala atravesó el parabrisas, abriendo un
pequeño agujero redondo en el mismo y haciendo que todo el
cristal se resquebrajara. Ahora Craig no veía nada ante
sí a no ser contornos borrosos de luz y sombra. No
obstante, siguió pisando el acelerador e intentando no
salirse de la calzada, consciente de que moriría si no se
alejaba de Daisy y su pistola. Sophie estaba hecha un ovillo en
el asiento del acompañante y se había tapado la
cabeza con las manos.

Mirando de soslayo por el espejo retrovisor, Craig vio a
Daisy corriendo detrás del coche. Se oyó otro
disparo. El buzón de voz del teléfono seguía
sonando:

-Stanley, soy Toni. Malas noticias: han entrado a robar
en el laboratorio. Por favor, llámame al móvil en
cuanto puedas.

Craig supuso que aquella gente debía de estar
relacionada de algún modo con el asalto al laboratorio,
pero no podía detenerse a pensar en eso. Intentó
guiarse por lo poco que podía ver al otro lado del cristal
hecho trizas, pero de nada sirvió. Al cabo de unos
segundos, el coche se apartó de la calzada y Craig
notó una repentina resistencia al avance. La forma de un
árbol se perfiló en el parabrisas resquebrajado y
Craig pisó el freno con todas sus fuerzas, pero era
demasiado tarde, y el Ferrari se empotró contra el
árbol con un estruendo ensordecedor.

Craig salió disparado hacia delante. Se
golpeó la cabeza con el parabrisas, haciendo saltar
esquirlas de cristal que se le clavaron en la frente. El volante
se hundió en su pecho. Sophie también se
había visto propulsada hacia delante, se había dado
contra el salpicadero y había caído hacia
atrás. Tenía el trasero en el suelo y los pies
hacia arriba, pero soltaba toda clase de improperios y trataba de
incorporarse, por lo que Craig supo que estaba bien.

El coche había vuelto a calarse.

Craig miró por el espejo retrovisor. Daisy estaba
a diez metros de distancia del Ferrari, avanzando con paso firme
por la nieve y empuñando la pistola con la mano
enguantada. Craig tuvo la certeza instintiva de que solo se
acercaba para poder disparar sin errar el tiro. Iba a matarlos a
ambos.

Solo le quedaba una salida. Tenía que
matarla.

Volvió a arrancar el coche. Daisy, que ahora
estaba a tan solo cinco metros de distancia y se había
situado justo detrás del coche, alzó el brazo que
sostenía el arma. Craig puso la marcha atrás y
cerró los ojos.

Oyó un disparo en el preciso instante en que
pisó el acelerador. La luna trasera quedó hecha
añicos. El coche arrancó bruscamente, derecho hacia
Daisy. Se oyó un golpe seco, como si alguien hubiera
dejado caer un saco de patatas en el maletero.

Craig levantó el pie del acelerador y el coche se
detuvo. I ¿Dónde estaba Daisy? Apartó de un
manotazo los cristales ro[tos del parabrisas y la vio. El impacto
la había arrojado a un lado de la calzada, y yacía
en el suelo con una pierna completamente torcida. Craig se la
quedó mirando fijamente, horrorizado por lo que
había hecho.

Entonces Daisy se movió.

-¡Dios, no! -gritó-. ¿Por qué
no te mueres de una vez?

Daisy alargó uno de los brazos y recogió
el arma, que había caído en la nieve.

Craig puso la primera marcha.

El buzón de voz dijo:

-Para borrar este mensaje, pulse
«tres».

Daisy lo miró a los ojos y le apuntó con
la pistola.

Craig soltó el embrague y pisó a fondo el
acelerador.

Oyó el estruendo del disparo, amortiguado por el
rugido del motor, pero no levantó el pie del acelerador.
Daisy se arrastró hacia un lado, intentando apartarse de
su trayectoria, pero Craig giró el volante en su
dirección. Un instante antes del impacto vio su rostro,
mirándolo con gesto aterrorizado, la boca abierta en un
grito inaudible. El coche la golpeó con un ruido seco.
Daisy desapareció debajo del curvilíneo morro del
Ferrari. El chasis del coche se restregó contra una forma
abultada. Craig se dio cuenta de que se iba derecho al mismo
árbol con el que había chocado antes. Frenó,
pero era demasiado tarde. Una vez más, el coche se
empotró contra el grueso tronco.

El buzón de voz, que estaba explicando
cómo guardar los mensajes recibidos, se interrumpió
a media frase. Craig intentó arrancar el coche, pero fue
en vano. Ni siquiera se oyó el clic del motor de arranque.
Los mandos no funcionaban, y no había ninguna luz
encendida en el salpicadero. Se había cargado el sistema
eléctrico. No era de extrañar, teniendo en cuenta
la cantidad de veces que lo había estrellado.

Pero eso significaba que no podía usar el
teléfono.

¿Y dónde se había metido
Daisy?

Craig se apeó del coche.

Sobre la calzada había un amasijo de carne
blanca, reluciente sangre roja y jirones de cuero
negro.

Daisy no se movía.

Sophie salió del coche y se acercó a
Craig.

-Dios mío… ¿es ella?

Craig sintió ganas de devolver. No podía
hablar, así que se limitó a asentir.

-¿Crees que está muerta? -preguntó
Sophie en un susurro.

Craig volvió a asentir, y entonces las
náuseas pudieron mas que él. Se apartó y
vomitó sobre la nieve.

08.15

Kit tenía la terrible sensación de que
todo se iba a pique.

Para tres delincuentes profesionales de la talla de
Nigel, Elton y Daisy debería haber resultado fácil
reunir a los miembros dispersos de una familia pacífica y
respetuosa de la ley, pero las cosas iban de mal en peor. El
pequeño Tom había arremetido contra Daisy en un
ataque suicida, Ned había sorprendido a propios y
extraños protegiendo a Tom con su propio cuerpo, y Sophie
había aprovechado la confusión del momento para
escapar. Y no había ni rastro de Toni Gallo.

Elton condujo a Ned y Tom hasta la cocina a punta de
pistola. El primero sangraba de varias heridas en el rostro y el
pequeño lloraba a lágrima viva, pero ambos
caminaban con paso firme. Ned sostenía la mano de
Tom.

Kit calculó cuántos seguían
sueltos. Sophie se había escapado y Craig no debía
andar muy lejos de ella. Caroline seguramente seguía
durmiendo en el granero. Y luego estaba Toni Gallo. Cuatro
personas, tres de ellas menores. No podían tardar mucho en
apresarlas. Pero se les acababa el tiempo. Kit y la banda
tenían menos de dos horas para llegar al aeródromo
con el virus. Su cliente no esperaría demasiado. En cuanto
se oliera que algo iba mal, se marcharía por temor a una
encerrona.

Elton arrojó el móvil de Miranda sobre la
mesa de la cocina.

-Lo he encontrado en un bolso, en el chalet -dijo- Este
no parece tener móvil -añadió,
refiriéndose a Ned.

El aparato aterrizó junto al frasco de perfume.
Kit anhelaba el momento en que harían entrega de aquel
frasco para no tener que volver a verlo nunca más y poder
cobrar su recompensa.

Esperaba que las carreteras principales volvieran a
estar transitables hacia el final del día. Tenía
intención de ir en coche hasta Londres y alojarse en un
pequeño hotel, pagando en efectivo. Pasaría
allí un par de semanas sin dejarse ver demasiado y luego
cogería un tren a París con cincuenta mil libras en
el bolsillo. Desde allí emprendería sin prisas su
viaje por Europa, cambiando pequeñas cantidades de dinero
a medida que lo fuera necesitando hasta llegar a
Lucca.

Pero antes tenían que reducir y apresar a todos
los ocupantes de Steepfall con el fin de retrasar al
máximo el inicio de la persecución, y eso no estaba
resultando nada fácil.

Elton ordenó a Ned que se tendiera en el suelo y
luego lo ató de pies y manos. Este guardaba silencio pero
no perdía detalle de cuanto ocurría. Nigel se
encargó de atar a Tom, que seguía lloriqueando.
Cuando Elton abrió la puerta de la despensa para
encerrarlos dentro, Kit se sorprendió al ver que los
prisioneros se las habían arreglado para quitarse las
mordazas.

Olga fue la primera en hablar.

-Por favor, dejad salir a Hugo -suplicó-.
Está malherido y muy frío. Tengo miedo de que se
muera. Solo os pido que lo dejéis acostado en el suelo de
la cocina, en la parte más caliente.

Kit movió la cabeza de un lado al otro en
señal de asombro. La lealtad de Olga a su infiel marido
era algo que nunca alcanzaría a entender.

-Si no se hubiera liado a puñetazos conmigo, esto
no le habría pasado -replicó Nigel.

Elton empujó a Ned y Tom al interior de la
despensa, con los demás.

-¡Por favor, te lo ruego! -insistió
Olga.

Elton cerró la puerta.

Kit trató de alejar a Hugo de sus
pensamientos.

-Tenemos que encontrar a Toni Gallo, es la más
peligrosa de todos.

-¿Dónde crees que puede estar?

-Veamos… no está en la casa, ni en el chalet de
invitados, porque Elton acaba de mirar allí, y no puede
estar en el garaje porque Daisy la habría encontrado. O
bien está a la intemperie, en cuyo caso no
aguantará mucho tiempo sin su chaqueta, o bien en el
granero.

-Muy bien -dijo Elton-. Yo iré al
granero.

* * *

Toni estaba mirando por la ventana del
granero.

Había logrado identificar a tres de las cuatro
personas que habían asaltado el Kremlin. Una de ellas era
Kit, por supuesto. El debía de ser el cerebro de la
operación, el que había dicho a los demás
cómo burlar el sistema de seguridad. Luego estaba la mujer
a la que Kit había llamado Daisy, lo que sonaba a apodo
irónico teniendo en cuenta que su aspecto habría
asustado a un vampiro. Escasos minutos antes, en el preludio al
altercado del patio, Daisy se había referido al joven
negro como Elton, lo que tanto podía ser un nombre de pila
como un apellido. Toni aún no había visto al cuarto
miembro de la banda, pero sabía que respondía al
nombre de Nigel porque Kit lo había llamado a gritos desde
el vestíbulo.

Sus sentimientos se dividían entre el temor y la
satisfacción. Temor porque era evidente que se enfrentaba
a delincuentes profesionales que no dudarían en matarla si
les convenía y porque tenían el virus en su poder.
Satisfacción porque ella también era dura de roer,
y ahora tenía la posibilidad de redimirse
echándoles el guante.

Pero ¿cómo? El mejor plan habría
sido pedir ayuda, pero no disponía de teléfono ni
coche. Las líneas telefónicas de la casa no
funcionaban, lo que probablemente era cosa de la banda, y seguro
que también habían requisado todos los
móviles que habían encontrado. ¿Y qué
pasaba con los coches? Toni había visto dos aparcados
delante de la casa, y debía de haber por lo menos uno
más en el garaje, pero no tenía ni idea de
dónde podían estar las llaves.

Eso significaba que tenía que atrapar a los
ladrones por sus propios medios.

Repasó la escena que había presenciado en
el patio. Daisy y Elton estaban reuniendo a los miembros de la
familia pero Sophie, la adolescente díscola, había
escapado, y Daisy había ido tras ella. Toni había
oído ruidos distantes -el motor de un coche, cristales
rotos y disparos- que parecían venir de más
allá del garaje, pero no podía ver lo que estaba
pasando y temía descubrirse si salía a investigar.
Como se dejara coger, todo estaría perdido.

Se preguntó si quedaría alguien más
en libertad. Los ladrones debían de tener prisa por
marcharse, pues se habían citado con el cliente a las
diez, pero antes de partir querrían tenerlos a todos bajo
control para asegurarse de que nadie llamaría a la
policía antes de tiempo. Quizá empezaran a dejarse
llevar por el pánico y a cometer errores.

Toni deseó ardientemente que así fuera.
Sus posibilidades de salir airosa de aquel trance eran casi
nulas. No podía enfrentarse a los cuatro ladrones a la
vez. Tres de ellos iban armados, según Steve con pistolas
automáticas de trece balas. Su única esperanza era
dejarlos fuera de juego uno a uno.

¿Por dónde empezar? En algún
momento tendría que entrar en la casa principal.
Afortunadamente conocía su distribución, porque
justo el día anterior Stanley la había invitado a
ver la casa. Pero no sabía en qué habitaciones
estaban todos, y no le hacía ninguna gracia efectuar un
registro a ciegas. Necesitaba desesperadamente más
información.

Mientras se devanaba los sesos, perdió la
oportunidad de tomar la iniciativa. Elton salió de la casa
y cruzó el patio en dirección al
granero.

Era más joven que ella -no le echó
más de veinticinco años- y de complexión
alta y robusta. Con la mano derecha sostenía una pistola
que apuntaba al suelo. Toni había aprendido
técnicas de combate cuerpo a cuerpo, pero sabía que
Elton sería un adversario temible, incluso desarmado.
Tenía que evitar a toda costa un enfrentamiento
directo.

Presa del miedo, se preguntó si podría
esconderse. Miró a su alrededor, pero no descubrió
ningún rincón propicio. Tampoco habría
tenido mucho sentido ocultarse. Lo que debía hacer era
enfrentarse a la banda, pensó con amargura, y cuanto antes
mejor. Elton venía a por ella solo, seguramente convencido
de que no necesitaba la ayuda de nadie para vérselas con
[una mujer. Quizá lo lamentara.

Por desgracia, Toni no tenía ningún arma.
Disponía de pocos segundos para encontrar una.
Estudió apresuradamente los objetos que la rodeaban.
Consideró la posibilidad de empuñar un taco de
billar, pero era demasiado ligero. Un golpe con el taco
dolería horrores pero no bastaba para dejar inconsciente a
un hombre, ni tan siquiera para hacerle perder el
equilibrio.

Las bolas de billar, en cambio, eran mucho más
peligrosas: macizas y duras. Se metió dos en los bolsillos
de los vaqueros.

Deseó tener una pistola.

Levantó la vista hasta el pajar. La altura
siempre era una ventaja. Subió a toda prisa por la
escalera de mano. Caroline seguía durmiendo a pierna
suelta. En el suelo, entre las dos camas, había una maleta
abierta, y sobre la ropa apilada en su interior descansaba una
bolsa de plástico. Junto a la maleta había una
jaula con ratones blancos.

La puerta del granero se abrió y Toni se
lanzó de bruces al suelo. Se oyó un murmullo, como
si alguien buscara algo a tientas, y luego se encendieron las
luces. Toni no alcanzaba a ver la planta de abajo, así que
no sabía exactamente dónde estaba Elton, pero
él tampoco podía verla a ella, y contaba con la
ventaja de saber que él estaba allí.

Aguzó el oído, tratando de distinguir el
sonido de aquellos pasos por encima de los latidos de su propio
corazón. Entonces oyó un ruido extraño que
solo acertó a reconocer al cabo de unos instantes: Elton
estaba volcando las camas plegables por si alguien -uno de los
chicos, quizá- se había escondido debajo. Luego
abrió la puerta del cuarto de baño. No había
nadie dentro, Toni ya lo había comprobado.

No quedaba ningún sitio por registrar excepto el
altillo. Elton subiría de un momento a otro.
¿Qué podía hacer?

Los desagradables chillidos de los ratones le dieron una
idea. Todavía acostada boca abajo, cogió la bolsa
de plástico de la maleta abierta y la vació de su
contenido, un paquete envuelto en papel de regalo en el que
alguien había escrito: «Para papá con
cariño. Feliz Navidad. Sophie». Volvió a
dejar el regalo sobre la pila de ropa y abrió la jaula de
los ratones.

Con delicadeza, cogió los roedores uno a uno y
los introdujo en la bolsa de plástico. Eran cinco en
total.

Notó que el suelo se estremecía y supo que
Elton había empezado a subir la escalera.

Era ahora o nunca. Alargó los brazos hacia
delante y vació la bolsa de los ratones desde lo alto de
la escalera de mano.

Elton soltó un alarido, entre asustado y
asqueado, en el instante en que cinco ratones vivos aterrizaron
sobre su cabeza. Sus gritos despertaron a Caroline, que se
incorporó en la cama chillando.

Se oyó un estrépito. Elton había
perdido el equilibrio y se había caído al
suelo.

Toni se levantó de un brinco y miró hacia
abajo. Había caído de espaldas. No parecía
gravemente herido pero gritaba, presa del pánico, al
tiempo que intentaba sacudirse los ratones de encima con
frenéticos aspavientos. Los ratones, a su vez, estaban tan
asustados como él y trataban desesperadamente de aferrarse
a algo.

Toni no alcanzaba a ver su pistola.

Dudó una fracción de segundo, pero luego
saltó desde lo alto del antiguo pajar.

Aterrizó con ambos pies sobre el pecho de Elton,
que soltó un involuntario gruñido al quedarse sin
aire en los pulmones. Toni cayó como una gimnasta, rodando
hacia delante, pero aun así el impacto le hizo daño
en las piernas.

Desde arriba, se oyó un grito:

-¡Mis niños!

Al mirar hacia arriba, vio a Caroline en lo alto de la
escalera de mano, luciendo un pijama azul lavanda con un
estampado de ositos de peluche amarillos. Toni estaba segura de
que había aplastado a una o dos de sus mascotas en el
aterrizaje, pero no había ni rastro de los ratones, por lo
que dedujo que habían escapado ilesos.

Toni se levantó apresuradamente. No podía
perder la escasa ventaja que había logrado. Notó
una punzada de dolor en uno de los tobillos, pero no le hizo
caso.

¿Dónde estaba la pistola? Seguro que la
había dejado caer.

Elton estaba herido, pero quizá no inmovilizado.
Toni hurgó en el bolsillo de los vaqueros en busca de una
bola de billar, pero esta se le escapó entre los dedos
mientras intentaba sacarla. Experimentó unos instantes de
puro terror, junto con la sensación de que su cuerpo se
negaba a obedecer al cerebro y de que estaba a merced de su
enemigo. Decidió usar ambas manos, una para empujar la
bola desde fuera y la otra para cogerla en cuanto asomara por la
costura del bolsillo.

Aquellos segundos de demora habían permitido a
Elton recuperarse del susto de los ratones. Cuando Toni
alzó el brazo derecho para coger impulso, él se
alejó rodando en el suelo. En lugar de arrojarle la bola a
la cabeza con la esperanza de dejarlo inconsciente, Toni se vio
obligada a cambiar de idea en el último momento y lanzarla
casi a ciegas.

No fue un lanzamiento enérgico, y en algún
rincón de su mente Toni oyó la voz de Frank,
diciéndole en tono burlón: «No sabrías
lanzar una pelota como Dios manda aunque te fuera la vida en
ello». Ahora le iba realmente la vida de ello, y Frank
tenía razón: había sido ridículo. Dio
en el blanco, y se oyó un ruido seco cuando la bola de
billar golpeó el cráneo de Elton haciéndole
chillar de dolor, pero este no perdió el conocimiento, ni
mucho menos. Se puso de rodillas al tiempo que se llevaba una
mano a la cabeza y se levantó con dificultad.

Toni empezó a sacar la segunda bola.

Elton miraba el suelo a su alrededor, buscando la
pistola con aire aturdido.

Caroline había bajado hasta la mitad de la
escalera y en aquel preciso instante decidió saltar al
suelo. Se agachó y cogió un ratón que se
había escondido detrás de una de las patas de la
mesa de billar. Cuando se volvió para coger a otro de sus
ratones, se dio de bruces con Elton, que la tomó por Toni
y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caroline
cayó al suelo, pero él también se hizo
daño, pues Toni vio cómo torcía el gesto en
una mueca de dolor y se abrazaba el pecho con los dos brazos.
Supuso que le había roto algunas costillas al saltar sobre
él.

Algo había llamado la atención de Toni
cuando Caroline se había metido debajo de la mesa de
billar para coger a su mascota. Volvió a mirar en aquella
dirección y vio la silueta gris mate de una pistola
recortada contra la madera oscura del suelo.

Elton también la había visto. Se
arrodilló para cogerla.

Toni apretó la bola de billar entre sus
dedos.

En el instante en que él se agachó,
levantó el brazo bien por encima de la cabeza y
arrojó la bola con todas sus fuerzas. Le dio de lleno en
la nuca. Elton se desplomó en el suelo,
inconsciente.

Toni se cayó de rodillas, física y
emocionalmente exhausta. Cerró los ojos un momento, pero
tenía demasiadas cosas que hacer para permitirse el lujo
de descansar. Cogió la pistola. Steve tenía
razón, era una Browning automática de las que el
ejército británico repartía a las
denominadas fuerzas especiales para misiones clandestinas.
Tenía el seguro en el lado izquierdo, por detrás de
la empuñadura. Lo puso y luego se metió la pistola
en la cintura, por dentro de los vaqueros.

Desenchufó la televisión, arrancó
el cable del aparato y lo usó para atar las manos de Elton
a la espalda.

Luego le registró los bolsillos en busca de un
móvil pero, para su decepción, no llevaba ninguno
encima.

08.30

Craig tardó un buen rato en reunir el valor
suficiente para volver a mirar la silueta inmóvil de
Daisy.

La mera visión de su cuerpo destrozado, aun a
cierta distancia, le producía arcadas. Cuando ya lo
había sacado todo fuera, intentó enjuagarse la boca
con puñados de nieve fresca. Entonces Sophie se
acercó a él y le rodeó la cintura con los
brazos. Craig la abrazó, dando la espalda a Daisy.
Permanecieron así hasta que se le pasaron las
náuseas y se sintió con fuerzas para darse la
vuelta y comprobar lo que había hecho.

-¿Qué hacemos ahora? -preguntó
Sophie. Craig tragó en seco. Aquello aún no
había terminado. Daisy era solo una de tres, y
además estaba su tío Kit. -Será mejor que
cojamos su pistola -dijo él. A juzgar por la
expresión de Sophie, la idea no le hacía ninguna
gracia.

-¿Sabes usarla? -preguntó.

-No puede ser muy difícil.

Sophie parecía contrariada, pero se limitó
a decir: -Como quieras.

Craig se lo pensó unos segundos más. Luego
cogió la mano de Sophie y se acercaron juntos al cuerpo
postrado de Daisy.

Estaba boca abajo, con ambos brazos debajo del cuerpo.
Por más que hubiera intentado matarlo, Craig no soportaba
verla en semejante estado. Las extremidades inferiores eran lo
peor. Los pantalones de piel habían quedado hechos
jirones. Una de las piernas se presentaba torcida en un
ángulo inverosímil y la otra tenía un corte
profundo que sangraba profusamente. Al parecer, la chaqueta de
piel le había protegido los brazos y el tronco, pero su
cráneo rapado estaba bañado en sangre. No se le
veía el rostro, enterrado en la nieve.

Se detuvieron a unos dos metros de distancia.

-No veo la pistola -dijo Craig-. Debe estar debajo del
cuerpo.

Se acercaron un poco más.

-Nunca he visto a un muerto -observó
Sophie.

-Yo vi a mamma Marta en el
velatorio.

-Quiero verle la cara.

Sophie soltó la mano de Craig, se apoyó
sobre una rodilla y alargó el brazo hacia el cuerpo
ensangrentado.

Rápida como una serpiente, Daisy levantó
la cabeza, apresó la muñeca de Sophie y sacó
de debajo del cuerpo la mano derecha, con la que empuñaba
la pistola. Sophie chilló, aterrada.

Craig se sintió como si lo hubiera alcanzado un
rayo. -"Joder! -gritó, y saltó hacia atrás.
Daisy pegó la boca de la pequeña pistola gris a la
suave piel del cuello de Sophie.

-¡Quieto ahí, chico! -gritó. Craig
frenó en seco.

Daisy daba la impresión de llevar puesta una
gorra de sangre. Una de las orejas se le había desgajado
casi por completo de la cabeza, y colgaba grotescamente de un
fino jirón de piel, pero su rostro seguía intacto y
exhibía una expresión de puro odio.

-Con lo que me has hecho, debería pegarle un tiro
en el vientre y dejar que vieras cómo se desangraba hasta
morirse, chillando de dolor.

Craig se estremeció.

-Pero necesito tu ayuda -prosiguió Daisy-. Si
quieres salvar la vida de tu novia, harás todo lo que te
diga sin pestañear Como vea que dudas una fracción
de segundo, me la cargo.

Craig supo que la amenaza iba en serio.

-Ven aquí -ordenó.

No tenía elección. Se acercó a
Daisy.

-Arrodíllate.

Obedeció.

Daisy volvió su mirada cargada de odio hacia
Sophie.

-Y ahora, pequeña zorra, voy a soltarte el brazo,
pero ni se te ocurra alejarte, o te meteré una bala en el
cuerpo. Ganas no me faltan, créeme. -Soltó el brazo
de Sophie, que hasta entonces había sujetado con la mano
izquierda, pero siguió presionando el cañón
de la pistola contra la piel de su cuello. Luego pasó el
brazo izquierdo por encima de los hombros de Craig-.
Cógeme la muñeca, chico.

Craig sujetó la muñeca de Daisy, que
colgaba por encima de su hombro.

-Tú, niñata, ven y ponte debajo de mi
brazo derecho.

Sophie cambió de postura lentamente y Daisy
pasó el brazo derecho por encima de sus hombros, sin dejar
de apuntarle a la cabeza.

-Ahora quiero que me levantéis del suelo y me
llevéis hasta la casa. Pero con cuidadito. Creo que me he
roto una pierna. Si me zarandeáis puede que me duela, y si
me retuerzo de dolor puede que apriete el gatillo sin querer.
Así que… despacito y buena letra.
¡Arriba!

Craig asió con más fuerza la muñeca
de Daisy y se incorporó lentamente. Para aligerarle la
carga a Sophie, rodeó la cintura de Daisy con el brazo
derecho. Poco a poco, se levantaron los tres.

Daisy respiraba con dificultad a causa del dolor, y
estaba pálida como la nieve que cubría el suelo a
su alrededor. Pero cuando Craig la miró de reojo se
topó con sus ojos, observándolo
fijamente.

Una vez que lograron incorporarse, Daisy
ordenó:

-Adelante, despacito.

Craig y Sophie echaron a andar sosteniendo entre ambos a
Daisy, que iba arrastrando las piernas.

-Apuesto a que os habéis pasado la noche
escondidos en algún sitio -insinuó-. Qué os
traíais entre manos, ¿eh?

Craig no contestó. No podía creer que
desperdiciara el aliento metiéndose con ellos.

-Dime, machote -insistió en tono
socarrón-, le has metido el dedo en el coñito,
¿verdad? ¿Eh, cabroncete? Apuesto a que
sí.

Oyéndola hablar de aquella manera, Craig
sintió vergüenza de sus propios sentimientos. Daisy
había logrado mancillar una experiencia preciosa con la
que ambos habían disfrutado sin la menor sombra de culpa.
La detestó por estropearle el recuerdo. Lo que más
deseaba en el mundo era dejarla caer al suelo, pero estaba seguro
de que apretaría el gatillo si lo hacía.

-Esperad -ordenó Daisy-. Parad un
momento.

Se detuvieron, y Daisy apoyó parte de su peso en
la pierna izquierda, la que no estaba torcida.

Craig observó su rostro demacrado. Los ojos
tiznados de negro se habían cerrado de dolor.

-Descansaremos aquí un ratito y luego seguiremos
-anunció.

* * *

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