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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 11)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Toni salió del granero, aun a sabiendas de que
podía ser vista. Según sus cálculos,
quedaban dos integrantes de la banda en la casa, Nigel y Kit, y
uno de los dos podía asomarse a una ventana en cualquier
momento. Pero tenía que arriesgarse. Atenta al sonido de
la bala que llevaba su nombre, caminó lo más
deprisa que pudo, abriéndose paso por la nieve hasta el
chalet de invitados. Lo alcanzó sin percances y
dobló rápidamente la esquina para evitar que la
vieran.

Había dejado a Caroline buscando a sus
hámsters entre lágrimas y a Elton atado debajo de
la mesa de billar, con los ojos vendados y la boca amordazada,
para asegurarse de que no acababa convenciendo a Caroline, que
parecía andar más bien escasa de luces, de que lo
desatara en cuanto recobrase el conocimiento.

Toni rodeó el chalet y se acercó a la casa
principal por uno de sus costados. La puerta trasera estaba
abierta, pero no entró. Primero quería hacer un
reconocimiento desde el exterior. Avanzó sigilosamente,
pegada al muro trasero del edificio, y se asomó desde
fuera a la primera ventana que encontró.

Al otro lado del cristal quedaba la despensa. Seis
personas se hacinaban en su interior, atadas de pies y manos pero
erguidas: Olga, Hugo -que parecía estar completamente
desnudo-, Miranda, su hijo Tom, Ned y Stanley. Una oleada de
felicidad la invadió cuando vio a este último. Solo
entonces se dio cuenta de que, de un modo inconsciente,
había temido por su vida. Contuvo la respiración
cuando se fijó en su rostro magullado y ensangrentado.
Luego él la vio a ella, y sus ojos se abrieron en un gesto
de sorpresa y alegría. No parecía estar malherido,
comprobó Toni con alivio. Stanley abrió la boca
para hablar, pero Toni se le adelantó llevándose un
dedo a los labios. Stanley cerró la boca y asintió
a modo de respuesta.

Avanzó hasta la siguiente ventana, la que daba a
la cocina. Había dos hombres sentados de espaldas a la
ventana. Uno de ellos era Kit. No pudo evitar compadecerse de
Stanley por tener un hijo capaz de hacerle algo así a su
propia familia. Los dos hombres tenían la vista puesta en
un pequeño televisor en el que estaban dando noticias. La
pantalla mostraba un quitanieves despejando una autopista a la
luz del alba.

Toni se mordisqueó el labio mientras pensaba. Si
bien ahora tenía un arma, podía resultarle
difícil controlar a dos hombres a la vez. Pero no
tenía alternativa.

Mientras dudaba, Kit se levantó y Toni se
apartó rápidamente de la ventana.

08.45

-Se acabó -dijo Nigel-. Están limpiando
las carreteras. Tenemos que largarnos ahora mismo.

-Me preocupa Toni Gallo -repuso Kit.

-Pues lo siento por ti. Si seguimos esperando, no
llegaremos a tiempo.

Kit consultó su reloj de muñeca. Nigel
tenía razón.

-Mierda -masculló.

-Cogeremos el Mercedes que está aparcado fuera.
Ve a por las llaves.

Kit salió de la cocina y subió corriendo
al piso de arriba. Entró en la habitación de Olga y
revolvió los cajones de ambas mesillas de noche sin dar
con las llaves. Cogió la maleta de Hugo y vació su
contenido en el suelo, pero no oyó el
característico tintineo de un juego de llaves. Respirando
aceleradamente, hizo lo mismo con la maleta de Olga, en vano.
Solo entonces se fijó en la americana de Hugo, colgada en
el respaldo de una silla. Encontró las llaves del Mercedes
en uno de sus bolsillos.

Volvió corriendo a la cocina. Nigel estaba
mirando por la ventana.

-¿Por qué tarda tanto Elton?
-preguntó, y en su voz había ahora una nota de
alarma.

-No lo sé -contestó Nigel-. Procura no
perder la calma.

-¿Y qué coño le ha pasado a
Daisy?

-Sal fuera y arranca el motor -ordenó Nigel-. Y
limpia la nieve del parabrisas.

-Vale.

Mientras se daba la vuelta, Kit vio por el rabillo del
ojo el frasco de perfume, que descansaba sobre la mesa en su
doble envoltorio. Instintivamente, lo cogió y se lo
metió en el bolsillo de la chaqueta.

Luego salió fuera.

* * *

Toni se asomó furtivamente por la esquina de la
casa y vio a Kit saliendo por la puerta trasera. Le dio la
espalda y se encaminó a la fachada principal. Toni lo
siguió y vio cómo abría el Mercedes familiar
de color verde.

Aquella era la oportunidad que estaba
esperando.

Sacó la pistola de Elton de la cinturilla de los
vaqueros y le quitó el seguro. El cargador estaba lleno,
lo había comprobado antes. Sostuvo el arma
dirigiéndola hacia arriba, tal como le habían
enseñado en la academia.

Respiró hondo. Sabía lo que estaba
haciendo. El corazón le latía como si fuera a
salírsele del pecho, pero tenía el pulso firme.
Entró en la casa.

La puerta trasera conducía a un pequeño
recibidor. Desde allí, una segunda puerta permitía
acceder a la cocina propiamente dicha. La abrió de golpe e
irrumpió en la habitación. Nigel estaba asomado a
la ventana, mirando hacia fuera.

-¡Quieto ahí! -gritó.

Nigel se dio la vuelta.

Toni le apuntó directamente con el
arma.

-¡Manos arriba!

El parecía dudar.

Llevaba una pistola en el bolsillo de los pan talones.
Toni reconoció el bulto que sobresalía con
tamaño y forma idénticos al de la automática
que ella sostenía.

-Ni se te ocurra sacar la pistola -le advirtió.
Lentamente, Nigel alzó las manos. -¡Al suelo, boca
abajo! ¡Venga!

Nigel se arrodilló, con las manos todavía
en alto. Luego se tendió en el suelo y abrió los
brazos en cruz.

Toni tenía que quitarle el arma. Se acercó
a él, empuñó la pistola con la mano
izquierda y pegó el cañón a su
nuca.

-Le he quitado el seguro y estoy un poquito nerviosa,
así que no hagas tonterías -avisó. Luego se
apoyó sobre una rodilla y alargó la mano hacia el
bolsillo de sus pantalones.

Nigel se movió muy deprisa.

Rodó hacia un lado al tiempo que levantaba el
brazo derecho para golpearla. Toni se lo pensó una
milésima de segundo antes de apretar el gatillo, y para
entonces ya era tarde. Nigel la hizo perder el equilibrio y
cayó de lado. Para frenar el golpe, apoyó la mano
izquierda en el suelo y dejó caer el arma.

Nigel le asestó una violenta patada que la
alcanzó en la cadera. Toni recuperó el equilibrio y
se levantó lo más deprisa que pudo,
adelantándose a Nigel, que acababa de ponerse de rodillas.
Le propinó un puntapié en la cara y su adversario
cayó de espaldas, llevándose ambas manos a la
mejilla, pero no tardó en recuperarse. Ahora la miraba con
una mezcla de ira y odio, como si no acabara de creer que le
hubiera devuelto el golpe.

Toni cogió rápido la pistola y le
apuntó. Nigel frenó en seco.

-Vamos a intentarlo de nuevo -dijo-. Esta vez, saca
tú el arma… muy despacito.

Nigel hundió la mano en el bolsillo.

Toni alargó el brazo con el que sostenía
el arma.

-Y, por favor, dame una excusa para volarte la tapa de
los sesos.

Nigel sacó el arma.

-Tírala al suelo.

Nigel sonrió.

-¿Alguna vez has disparado a alguien?

-Que la tires al suelo, he dicho.

-No creo que lo hayas hecho.

Estaba en lo cierto. Toni había recibido el
entrenamiento necesario para utilizar armas de fuego y las
había llevado encima en determinadas operaciones, pero
nunca había disparado a nada que no fuera una diana. La
mera idea de abrir un agujero en el cuerpo de otro ser humano le
resultaba repugnante.

-No vas a dispararme -insistió
él.

-Ponme a prueba y verás.

En ese instante, la señora Gallo entró en
la cocina, sosteniendo al cachorro.

-Este pobre bicho aún no ha desayunado -dijo la
anciana.

Nigel alzó el arma.

Toni le disparó en el hombro derecho.

Estaba a solo dos metros de él y tenía
buena puntería, así que no le costó herirle
exactamente donde quería. Apretó el gatillo dos
veces, tal como le habían enseñado. El doble
disparo resonó en la cocina con un estruendo ensordecedor.
Dos orificios redondos aparecieron en el jersey rosado, uno junto
al otro en el punto donde se unían el brazo y el hombro.
La pistola cayó a los pies de Nigel, que gritó de
dolor y retrocedió con paso tambaleante hasta la
nevera.

La propia Toni estaba perpleja. En el fondo, no se
creía capaz de hacerlo. Era algo completamente abyecto, y
la convertía en un monstruo. Sintió
náuseas.

-¡Hija de la gran puta! -chilló
Nigel.

Como por arte de magia, aquellas palabras le devolvieron
el aplomo perdido.

-Da gracias de que no te he disparado al estómago
-replicó ella-. ¡Al suelo, venga!

Nigel se dejó caer al suelo y rodó hasta
quedarse boca abajo, sin apartar la mano de la herida.

-Pondré agua a calentar -anunció la
señora Gallo.

Toni cogió la pistola de Nigel y le puso el
seguro. Luego envainó ambas armas en la cinturilla de los
vaqueros y abrió la puerta de la despensa.

-¿Qué ha pasado? -preguntó
Stanley-. ¿Hay alguien herido?

-Sí, Nigel -respondió Toni con serenidad.
Cogió unas tijeras de cocina y las usó para cortar
la cuerda de tender que envolvía las manos y los pies de
Stanley. En cuanto lo hubo liberado, este la rodeó con los
brazos y la estrechó con fuerza.

-Gracias -le susurró al oído.

Toni cerró los ojos. La pesadilla de las
últimas horas no había cambiado los sentimientos de
Stanley. Lo abrazó con fuerza, deseando poder alargar
aquel momento, y luego se apartó suavemente.

-Ten -dijo, tendiéndole las tijeras-. Libera a
los demás. -Entonces sacó una de las pistolas-. Kit
no puede andar muy lejos, y seguro que ha oído los
disparos. ¿Sabes si va armado?

-No creo -contestó Stanley.

Toni se sintió aliviada. Eso simplificaría
las cosas.

-¡Sacadnos de esta habitación helada, por
favor! -suplicó Olga.

Stanley se dio la vuelta para cortarle las
ataduras.

Entonces se oyó la voz de Kit:

-¡Que nadie se mueva!

Toni se dio la vuelta, al tiempo que empuñaba el
arma. Kit estaba parado en el umbral de la puerta. No llevaba
pistola, pero sostenía un vulgar frasco de perfume como si
se tratara de un arma. Toni reconoció el frasco que
había visto llenar de Madoba-2 en la grabación de
las cámaras de seguridad.

-Llevo el virus aquí dentro -anunció-. Una
gota bastaría para mataros.

Nadie se movió.

* * *

Kit miraba directamente a Toni, que le apuntaba con la
pistola. Él, a su vez, le apuntaba con el
pulverizador.

-Si me disparas, dejaré caer el frasco y se
romperá.

-Si nos atacas con eso, tú también
morirás.

-Me da igual -replicó él-. Me lo he jugado
todo en esto. He planeado el robo, he traicionado a mi familia y
he participado en una conspiración para matar a cientos,
quizá miles, de personas. Ahora que he llegado hasta
aquí no pienso echarme atrás. Antes
muerto.

Mientras lo decía, se dio cuenta de que era
cierto. Ni siquiera el dinero parecía tener para él
la misma importancia que antes. Lo único que realmente
deseaba era salir victorioso.

-¿Cómo hemos podido llegar a esto, Kit?
-preguntó Stanley.

Kit le sostuvo la mirada. Encontró ira en sus
ojos, tal como esperaba, pero también dolor. Stanley
tenía la misma expresión que cuando mamma
Marta había muerto. «Tú te lo has
buscado», pensó Kit con rabia.

-Es demasiado tarde para las disculpas -retrucó
con brusquedad.

-No pensaba disculparme -repuso Stanley con gesto
desolado.

Kit miró a Nigel, que estaba sentado en el suelo,
sujetándose el hombro herido con la mano contraria.
Aquello explicaba los dos disparos que lo habían llevado a
coger el frasco de perfume a modo de arma antes de volver a
entrar en la cocina.

Nigel se levantó con dificultad.

-Joder, cómo duele! -se quejó.

-Pásame las pistolas,Toni -ordenó Kit-. Y
date prisa si no quieres que suelte esta mierda.

Toni dudó.

-Creo que lo dice en serio -apuntó
Stanley.

-Déjalas sobre la mesa -ordenó
Kit.

Toni depositó las pistolas sobre la mesa de la
cocina, junto al maletín en el que los ladrones
habían transportado el frasco de perfume.

-Nigel, recógelas -dijo Kit.

Con la mano izquierda, Nigel cogió una pistola y
se la metió en el bolsillo. Luego cogió la segunda,
la tanteó unos segundos como si tratara de calcular su
peso y, con pasmosa velocidad, la estrelló contra el
rostro de Toni. Esta soltó un grito y cayó hacia
atrás.

Kit montó en cólera.

-¿Qué coño haces? -gritó-.
No hay tiempo para eso. ¡Tenemos que largarnos!

-No me des órdenes -replicó Nigel con
aspereza-. Esta zorra me ha disparado.

Kit no tuvo más que mirar a Toni para saber que
ya se daba por muerta. Pero no había tiempo para disfrutar
de la venganza.

-Esta zorra me ha destrozado la vida, pero no pienso
echarlo todo a perder con tal de vengarme -replicó Kit-.
¡Venga, déjalo ya!

Nigel dudaba, mirando a Toni con un odio
visceral.

-¡Vámonos de una vez! -gritó
Kit.

Finalmente, Nigel dio la espalda a Toni.

-¿Y qué pasa con Elton y Daisy?

-Que les den por el culo.

-Ojalá tuviéramos tiempo para atar a tu
viejo y a su querida.

-Pero ¿tú eres idiota o qué?
¿Todavía no te has dado cuenta de que no
llegamos?

El interpelado miró a Kit con furia
asesina.

-¿Qué me has llamado?

Nigel necesitaba matar a alguien, comprendió Kit
al fin, y en aquel preciso instante estaba considerando la
posibilidad de convertirlo en su chivo expiatorio. Fue un momento
aterrador. Kit alzó el frasco de perfume en el aire y le
sostuvo la mirada, esperando que su vida se acabara de un momento
a otro.

Finalmente, Nigel bajó la mirada y
dijo:

-Venga, larguémonos de aquí.

09.00

Kit salió de la casa a toda prisa. Había
dejado el motor del Mercedes en marcha, y la nieve que
cubría el capó empezaba a derretirse por efecto del
calor. El parabrisas y las ventanillas laterales estaban
más o menos despejados en los sitios donde él los
había barrido apresuradamente con las manos. Se
sentó al volante y se metió el frasco de perfume en
el bolsillo de la chaqueta. Nigel se subió
precipitadamente al asiento del acompañante, gimiendo de
dolor a causa de la herida en el hombro.

Kit metió la primera y pisó el acelerador,
pero nada ocurrió. La máquina quitanieves se
había detenido un metro más allá, y delante
del parachoques se amontonaba una pila de nieve de más de
medio metro de altura. Kit pisó el acelerador más a
fondo y el motor rugió, acusando el esfuerzo.

-¡Vamos, vamos! -exclamó Kit-. ¡Esto
es un puto Mercedes, debería poder apartar un poco de
nieve, que para eso tiene un motor de no sé cuántos
caballos!

Aceleró un poco más, pero no quería
que las ruedas perdieran tracción y empezaran a resbalar.
El coche avanzó unos cuantos centímetros, y la
nieve apilada pareció resquebrajarse y ceder. Kit
miró hacia atrás. Su padre y Toni estaban de pie
frente a la casa, observándolo. No se acercarían,
supuso Kit, porque sabían que Nigel llevaba las pistolas
encima.

De pronto, la nieve se desmoronó y el coche
avanzó bruscamente.

Kit sintió una euforia sin límites
mientras avanzaba cada vez más deprisa por la carretera
despejada. Steepfall le había parecido una cárcel
de la que nunca lograría escapar, pero al fin lo
había conseguido. Pasó por delante del garaje… y
vio a Daisy.

Frenó instintivamente.

-¿Qué coño ha pasado? -se
preguntó Nigel.

Daisy caminaba hacia ellos, apoyándose en Craig
por un lado y en Sophie, la malhumorada hija de Ned, por el otro.
Arrastraba las piernas como si fueran muñones inertes y su
cabeza parecía un despojo sanguinolento. Un poco
más allá estaba el Ferrari de Stanley, con sus
sensuales curvas abolladas y deformadas, su reluciente pintura
azul rayada. ¿Qué demonios habría
pasado?

-¡Para y recógela! -ordenó
Nigel.

Kit recordó cómo Daisy lo había
humillado y casi lo había ahogado en la piscina de su
padre el día anterior.

-Que le den -replicó. Él iba al volante, y
no pensaba retrasar su fuga por ella. Pisó el
acelerador.

* * *

El largo capó verde del Mercedes se
levantó como un caballo encabritado y arrancó de
sopetón. Craig solo tuvo un segundo para reaccionar.
Cogió la capucha del anorak de Sophie con la mano derecha
y tiró de ella hacia el borde de la carretera,
retrocediendo al mismo tiempo que ella. Como iba entre ambos,
Daisy también se vio arrastrada hacia atrás.
Cayeron los tres en la mullida nieve que se apilaba al borde de
la carretera. Daisy gritó de rabia y dolor.

El coche pasó de largo a toda velocidad,
esquivándolos por poco. Craig reconoció a su
tío Kit al volante y se quedó de una pieza. Casi lo
había matado. ¿Lo había hecho queriendo, o
confiaba en que Craig tendría tiempo para
apartarse?

-¡Hijo de puta! -gritó Daisy, y
apuntó con la pistola al coche.

Kit aceleró, dejando atrás el Ferrari, y
enfiló la sinuosa carretera que bordeaba el acantilado.
Craig comprobó con terror que Daisy se disponía a
dispararle. Tenía el pulso firme, pese al dolor atroz que
debía de sentir. Apretó el gatillo, y Craig vio
cómo una de las ventanillas traseras saltaba hecha
añicos.

Daisy siguió la trayectoria del coche con el
brazo y disparó repetidamente, mientras el eyector del
arma escupía los cartuchos vacíos. Una hilera de
balas se clavó en un costado del coche, y luego se
oyó un estruendo distinto. Uno de los neumáticos de
delante se había reventado, y una tira de caucho
salió volando por los aires.

El coche siguió avanzando en línea recta
por unos instantes. Luego volcó bruscamente y el
capó se empotró contra la nieve apilada al borde de
la carretera, levantando una fina lluvia blanca. La cola del
vehículo derrapó y fue a estrellarse contra el muro
bajo que bordeaba el acantilado. Craig reconoció el
chirrido metálico del acero abollado.

El coche patinó de lado. Daisy seguía
disparando, y el parabrisas estalló en mil pedazos. El
coche empezó a volcar lentamente, primero
inclinándose hacia un costado, como si le faltara impulso,
y desplomándose luego sobre el techo. Resbaló unos
cuantos metros panza arriba y luego se detuvo.

Daisy bajó la mano que empuñaba el arma y
cayó hacia atrás con los ojos cerrados.

Craig la siguió con la mirada. La pistola
cayó de su mano. Sophie rompió a llorar.

Craig alargó el brazo por encima del cuerpo de
Daisy, sin apartar los ojos de los suyos, aterrado ante la
posibilidad de que los abriera en cualquiera momento. Sus dedos
se cerraron en torno a la cálida empuñadura del
arma y la recogió.

La sostuvo con la mano derecha e introdujo el dedo en el
guardamonte. Apuntó directamente al entrecejo de Daisy. Lo
único que le importaba en aquel momento era que aquel ser
monstruoso nunca más volviera a amenazarlo, ni a Sophie,
ni a nadie de su familia. Lentamente, apretó el gatillo.
Se oyó un clic. El cargador estaba
vacío.

* * *

Kit estaba tendido sobre el techo del coche. Le
dolía todo el cuerpo y en especial el cuello, como si se
lo hubiera torcido, pero podía mover todas las
extremidades. Se las arregló para incorporarse, Nigel
yacía a su lado, inconsciente, acaso muerto.

Intentó salir del coche. Asió el tirador y
empujó la puerta hacia fuera, pero no se abría. Se
había quedado atascada. La emprendió a
puñetazos con la puerta, pero fue en vano. Pulsó el
botón elevalunas, pero eso tampoco dio resultado. Se le
pasó por la cabeza que podía quedarse allí
atrapado hasta que fueran los bomberos a rescatarlo, y por un
momento sucumbió al pánico. Luego vio que el
parabrisas estaba agrietado. Lo golpeó con la mano y
sacó sin dificultad un gran trozo de cristal roto.
Salió gateando por el hueco del parabrisas, sin fijarse en
los cristales rotos, y una esquirla se le clavó en la
palma de la mano. Gritó de dolor y se llevó la mano
a la boca para succionar la herida, pero no podía
detenerse. Se deslizó por debajo del capó y se
incorporó con dificultad. El viento marino que soplaba
tierra adentro azotaba su rostro sin piedad. Miró a su
alrededor.

Stanley y Toni Gallo corrían en su
dirección.

* * *

Toni se detuvo junto a Daisy, que estaba inconsciente.
Craig y Sophie parecían asustados pero ilesos.

-¿Qué ha pasado? -preguntó
Toni.

-No paraba de dispararnos -explicó Craig-. La he
atropellado.

Toni siguió la mirada de Craig y vio el Ferrari
de Stanley, abollado por ambos extremos y con todas las
ventanillas hechas trizas.

-¡Cielo santo! -exclamó Stanley.

Toni le tomó el pulso a Daisy. Su corazón
seguía latiendo, aunque débilmente.

-Sigue viva… pero apenas.

-Tengo su pistola. Está descargada.

Toni decidió que los chicos estaban bien.
Volvió los ojos hacia el Mercedes que se acababa de
estrellar. Kit salió de su interior y Toni echó a
correr hacia él. Stanley la seguía de
cerca.

Kit huía por la carretera en dirección al
bosque, pero estaba maltrecho y aturdido a causa del accidente y
caminaba de forma errática. «Nunca lo
conseguirá», pensó Toni. A los pocos pasos,
Kit se tambaleó y cayó al suelo.

Al parecer, también él se había
percatado de que por allí no podría escapar. Se
levantó con dificultad, cambió el rumbo de sus
pasos y se dirigió al acantilado.

Al pasar por delante del Mercedes, Toni echó un
vistazo a su interior y reconoció a Nigel, convertido en
un amasijo de carne torturada, con los ojos abiertos y la mirada
inexpresiva de la muerte. «Y van tres», pensó
Toni. Uno de los ladrones estaba atado, la otra inconsciente y el
tercero muerto. Solo quedaba Kit.

Kit resbaló en la calzada helada, se
tambaleó, recuperó el equilibrio y se dio la
vuelta. Sacó el frasco de perfume del bolsillo y lo
empuñó como si fuera un arma. -Quietos, u os mato a
todos -amenazó.

Toni y Stanley frenaron en seco.

El rostro de Kit era la viva imagen del dolor y la ira.
Toni reconoció a un hombre que había perdido el
alma. Sería capaz de cualquier cosa: matar a su familia,
matarse a sí mismo, acabar con el mundo entero.

-Aquí fuera no funciona, Kit -observó
Stanley. Toni se preguntó si sería verdad. Kit
debió de pensar lo mismo:

-¿Por qué no?

Fíjate en el viento que hace -explicó
Stanley-. Las gotas se dispersarán antes de que puedan
hacer daño a nadie.

-Que os den por el culo a todos -dijo Kit, y tiró
la botella al aire. Luego se dio media vuelta, saltó por
encima del muro y echó a correr hasta el borde del
acantilado, que quedaba a escasos metros de distancia. Stanley se
fue tras él.

Toni cogió el frasco de perfume antes de que
cayera al suelo. Stanley se lanzó en plancha con los
brazos estirados hacia delante. Casi logró coger a Kit por
los hombros, pero sus manos resbalaron. Cayó al suelo,
pero se las arregló para apresar una pierna de su hijo y
la agarró con fuerza. Kit cayó al suelo con la
cabeza y los hombros colgando del borde del acantilado. Stanley
se tiró encima de él, sujetándolo con su
propio peso.

Toni se asomó al precipicio. Treinta metros
más abajo, las olas reventaban contra las escarpadas
rocas.

Kit forcejeaba, pero su padre lo sujetó con
firmeza hasta que dejó de resistirse.

Stanley se levantó lentamente y ayudó a
Kit a incorporarse. Este tenía los ojos cerrados y
temblaba, conmocionado, como si acabara de tener un
síncope.

-Se acabó -dijo Stanley, abrazando a su hijo-. Ya
pasó todo.

Permanecieron así, inmóviles junto al
borde del acantilado, los cabellos azotados por el viento, hasta
que Kit dejó de temblar. Luego, con suma delicadeza,
Stanley le hizo dar media vuelta y lo guió de vuelta a la
casa.

* * *

La familia estaba reunida en el salón, silenciosa
y atónita, sin acabar de creer que la pesadilla
había terminado. Stanley había cogido el
móvil de Kit para llamar a una ambulancia mientras Nellie
se empeñaba en lamerle las manos. Hugo estaba tendido en
el sofá, cubierto con varias mantas, y Olga le limpiaba
las heridas. Miranda hacía lo mismo con Tom y Ned. Kit se
había tumbado boca arriba en el suelo, los ojos cerrados.
Craig y Sophie hablaban en voz baja en un rincón. Caroline
había encontrado todos sus ratones y estaba sentada con la
jaula sobre las rodillas. La madre de Toni estaba a su lado, con
el cachorro en el regazo. El árbol de Navidad titilaba en
un rincón. Toni llamó a Odette.

-¿Cuánto has dicho que tardarían
esos helicópteros en llegar hasta aquí?

-Una hora -contestó-. Eso sería si
salieran ahora mismo, pero en cuanto ha dejado de nevar les he
dado orden de despegar hacia ahí. Están en
Inverburn, a la espera de instrucciones. ¿Por qué
lo preguntas?

-He detenido a la banda y he recuperado el virus,
pero…

-¿Qué, tú sola? -Odette no
salía de su asombro.

-Olvídate de eso. Ahora lo importante es coger al
cliente, la persona que está intentando comprar el virus y
usarlo para matar a un montón de gente. Tenemos que dar
con él.

-Ojalá pudiéramos.

-Creo que podemos, si nos damos prisa.
¿Podrías enviarme un helicóptero?

-¿Dónde estás?

-En casa de Stanley Oxenford, Steepfall. Está
justo sobre el acantilado que sobresale de la costa exactamente
veinticuatro kilómetros al norte de Inverburn. Hay cuatro
edificios que forman un cuadrado, y el piloto verá dos
coches estrellados en el jardín.

-Veo que no te has aburrido.

-Necesito que el helicóptero me traiga un
micrófono y un radiotransmisor inalámbricos. Tiene
que ser lo bastante pequeño para caber en el tapón
de una botella.

-¿Cuánto tiempo de autonomía tiene
que tener el transmisor?

-Cuarenta y ocho horas.

-Vale, no hay problema. Supongo que tendrán
alguno en la jefatura de Inverburn.

-Una cosa más. Necesito un frasco de perfume, de
la marca Diablerie.

-Eso no creo que lo tengan en jefatura. Habrá que
atracar alguna perfumería del centro.

-No tenemos mucho tiempo… espera. -Olga trataba de
decirle algo. Toni la miró y preguntó:

-Perdona, ¿qué dices?

-Yo puedo darte un frasco de Diablerie idéntico
al que había sobre la mesa. Es la colonia que uso
normalmente.

-Gracias. -Toni se volvió hacia el auricular-.
Olvídate del perfume, ya lo he solucionado. ¿En
cuánto tiempo puedes hacerme llegar ese
helicóptero?

-Diez minutos.

Toni consultó su reloj.

-Puede que sea demasiado tarde.

-¿Dónde tiene que ir el helicóptero
después de recogerte a ti?

-Ahora te vuelvo a llamar y te lo digo -contestó
Toni, y colgó el teléfono.

Se arrodilló en el suelo junto a Kit. Estaba
pálido. Tenía los ojos cerrados pero no
dormía, pues respiraba con normalidad y se
estremecía cada cierto tiempo.

-Kit -empezó. No hubo respuesta-. Kit, tengo que
hacerte una pregunta. Es muy importante.

Kit abrió los ojos.

-Ibais a encontraros con el cliente a las diez,
¿verdad?

Un silencio tenso se adueñó de la
habitación. Todos los presentes se volvieron hacia
ellos.

Kit miró a Toni pero no dijo una sola
palabra.

-Necesito saber dónde habíais quedado con
el cliente.

El interpelado apartó la mirada.

-Kit, por favor.

Sus labios se entreabrieron. Toni se acercó
más a su rostro.

-No -susurró Kit.

-Piénsalo bien -le urgió ella-. Esto
podría ser tu salvación.

-Y una mierda.

-Te lo digo en serio. El daño causado ha sido
mínimo, aunque la intención fuera otra. Hemos
recuperado el virus.

Los ojos de Kit recorrieron la habitación de un
extremo al otro, deteniéndose en cada miembro de la
familia.

Leyendo sus pensamientos, Toni dijo:

-Les has hecho mucho daño, pero no parecen
dispuestos a abandonarte todavía. Están todos
aquí, a tu lado.

Kit cerró los ojos.

Toni se acercó más a él.

-Podrías empezar a redimirte ahora
mismo.

Stanley abrió la boca para decir algo, pero
Miranda lo detuvo alzando la mano, y fue ella quien tomó
la palabra.

-Kit, por favor… -empezó-. Haz algo bueno,
después de todo este daño. Hazlo por ti, para que
sepas que no eres tan malo como crees. Dile a Toni lo que
necesita saber.

Kit cerró los ojos con fuerza y las
lágrimas rodaron por su rostro. Finalmente,
dijo:

-Academia de aviación de Inverburn.

-Gracias -susurró Toni.

10.00

Toni había subido a lo alto de la torre de
control de la academia de aviación. Junto a ella en la
exigua habitación estaban también Frank Hackett,
Kit Oxenford y un agente de la policía regional escocesa.
El helicóptero militar que los había transportado
hasta allí permanecía oculto en el hangar. Les
había ido de un pelo, pero habían llegado a
tiempo.

Kit se aferraba al maletín de piel granate como
si le fuera la vida en ello. Estaba pálido, el rostro
convertido en una máscara inexpresiva. Obedecía
órdenes como un autómata.

Todos escrutaban el cielo más allá de los
grandes ventanales. Empezaban a abrirse claros entre las nubes y
el sol brillaba en la pista de aterrizaje cubierta de nieve, pero
no había rastro del helicóptero del
cliente.

Toni sostenía el móvil de Nigel Buchanan,
esperando a que sonara. La batería se le había
acabado en algún momento de la noche, pero era muy similar
al teléfono de Hugo, así que le había cogido
prestado el cargador, que estaba ahora enchufado a la
pared.

-El piloto ya debería haber llamado
-comentó Toni, impaciente.

-Puede que lleve unos minutos de retraso -apuntó
Frank.

Toni pulsó algunos botones del móvil para
averiguar el último número que Nigel había
marcado. La última llamada se había hecho a las
23.45 de la noche anterior, al parecer a un teléfono
móvil.

-Kit -dijo-, ¿sabes si Nigel llamó al
cliente poco antes de la medianoche?

-Sí, a su piloto.

Toni se volvió hacia Frank.

-Tiene que ser este número. Creo que
deberíamos llamar.

-De acuerdo.

Toni pulsó el botón de llamada y le
pasó el móvil al agente de policía, que se
lo acercó al oído. Al cabo de unos segundos,
dijo:

-Sí, soy yo. ¿Dónde estáis?
-Hablaba con un acento londinense similar al de Nigel, motivo por
el que Frank se lo había llevado consigo-. ¿Tan
cerca? -preguntó, escrutando el cielo a través del
ventanal-. Desde aquí no se ve nada…

Mientras hablaba, un helicóptero descendió
entre las nubes.

Toni notó cómo se le tensaban todos los
músculos.

El agente colgó el teléfono. Toni
sacó su propio móvil y llamó a Odette, que
estaba en la sala de control de operaciones de Scotland
Yard.

-Cliente a la vista.

Odette no podía ocultar su
emoción.

-Dame el número de la
matrícula.

-Espera un segundo… -Toni escudriñó la
cola del aparato hasta distinguir la matrícula, y entonces
leyó en alto la secuencia de letras y números.
Odette los repitió y luego colgaron.

El helicóptero descendió, produciendo un
torbellino de nieve con las palas del rotor, y aterrizó a
unos cien metros de la torre de control.

Frank miró a Kit y asintió.

-Ahora te toca a ti.

Kit pareció dudar.

-Solo tienes que seguir el plan al pie de la letra -le
recordó Toni-. Dices «hemos tenido algún
problemilla por culpa del mal tiempo, pero nada grave».
Todo irá bien, ya verás. Kit bajó las
escaleras con el maletín en la mano. Toni no tenía
ni idea de si Kit seguiría las instrucciones que le
había dado. Llevaba más de veinticuatro horas sin
pegar ojo, había sobrevivido a un aparatoso accidente de
coche y estaba emocionalmente destrozado. Su comportamiento era
imprevisible.

Había dos hombres en la cabina de mando del
helicóptero. Uno de ellos, supuestamente el copiloto,
abrió una puerta y se apeó del aparato, cargando
una gran maleta. Era un hombre fornido de estatura mediana y
llevaba gafas de sol. Se alejó del helicóptero con
la cabeza agachada.

Instantes después, Kit salió de la torre y
echó a caminar por la nieve en dirección al
helicóptero.

-Tranquilo, Kit -dijo Toni en voz alta. Frank
emitió un gruñido.

Los dos hombres se encontraron a medio camino.
Intercambiaron algunas palabras. ¿Le estaría
preguntando el copiloto dónde se había metido
Nigel? Kit señaló la torre de control.
¿Qué estaría diciendo? Quizá algo del
tipo «Nigel me ha enviado a hacer la entrega». Pero
también podía estar diciendo «La pasma
está allá arriba, en la torre de control». El
desconocido formuló más preguntas, a las que Kit
contestó encogiéndose de hombros.

El móvil de Toni empezó a sonar. Era
Odette.

-El helicóptero está registrado a nombre
de Adam Hallan, un banquero de Londres -dijo-, pero él no
va a bordo.

-Lástima.

-No te preocupes, tampoco esperaba que lo hiciera. El
piloto y el copiloto trabajan para él. En el plan de vuelo
pone que su destino es el helipuerto de Battersea, justo enfrente
de la casa que el señor Hallan posee en Cheyne Walk, al
otro lado del río.

-Entonces ¿es nuestro hombre?

-Me jugaría el cuello a que sí. Llevamos
mucho tiempo detrás de él.

El copiloto señaló el maletín
granate. Kit lo abrió y le enseñó un frasco
de Diablerie que descansaba sobre una capa de perlas de
poliestireno expandido. El copiloto dejó la maleta en el
suelo y la abrió. En su interior se apilaban,
estrechamente alineados, gruesos fajos de billetes de cincuenta
libras envueltos en cintas de papel. Allí tenía que
haber por lo menos un millón de libras, pensó Toni,
quizás dos. Tal como se le había ordenado, Kit
sacó uno de los fajos y lo inspeccionó pasando los
billetes rápidamente con el dedo.

-Han hecho el intercambio -informó Toni a
Odette-. Kit está comprobando los billetes.

Los dos hombres se miraron, asintieron y se estrecharon
la mano. Kit hizo entrega del maletín granate y luego
cogió la maleta, que parecía pesar lo suyo. El
copiloto echó a andar hacia el helicóptero y Kit
volvió a la torre de control.

Tan pronto como el copiloto subió a bordo, el
helicóptero despegó.

Toni seguía al teléfono.

-¿Recibes la señal del transmisor que
hemos puesto en el frasco? -le preguntó a
Odette.

-Perfectamente -contestó esta-. Ya tenemos a esos
cabrones.

26 DE DICIEMBRE

19.00

Hacía frío en Londres. No había
nevado, pero un viento gélido barría los edificios
antiguos y las sinuosas calles. Los transeúntes caminaban
con los hombros encogidos y se ceñían las bufandas
alrededor del cuello mientras buscaban apresuradamente la calidez
de los pubs y restaurantes, de los hoteles y salas de
cine.

Toni Gallo iba en el asiento trasero de un Audi gris
junto a Odette Cressy, una rubia de cuarenta y pocos años
que lucía un traje chaqueta oscuro y una camisa rojo
escarlata. En la parte delantera del vehículo iban dos
agentes de policía; uno conducía mientras el otro
seguía la señal de un receptor de radio
inalámbrico y le indicaba adonde debía
dirigirse.

La policía llevaba treinta y tres horas siguiendo
la pista del frasco de perfume. El helicóptero
había aterrizado en el suroeste de Londres, tal como se
esperaba. El piloto se había subido a un coche y
había cruzado el puente de Battersea hasta la casa que
poseía Adam Hallan a orillas del río. A lo largo de
toda la noche, el transmisor de radio había permanecido
fijo, enviando la señal regularmente desde algún
punto de la elegante mansión dieciochesca. Odette no
quería detener a Hallan todavía, pues deseaba
atrapar en sus redes no solo al magnate, sino también al
máximo número de terroristas que
pudiera.

Toni había pasado la mayor parte del tiempo
durmiendo. Se había acostado poco antes del
mediodía del día de Navidad, creyendo que no
lograría conciliar el sueño. No dejaba de pensar en
el helicóptero que sobrevolaba Gran Bretaña en
aquellos precisos instantes, y le preocupaba que el diminuto
transmisor de radio pudiera fallar. Sin embargo, pese a todos sus
temores, a los pocos segundos había caído en un
profundo sueño.

Por la noche había ido hasta Steepfall para
encontrarse con Stanley. Se habían dado la mano y
habían estado hablando durante una hora en su estudio.
Luego, ella había cogido un avión con destino a
Londres y había dormido de un tirón hasta el
día siguiente en el piso de Odette, en Camden
Town.

Además de seguir la señal de radio, la
policía londinense había mantenido bajo estrecha
vigilancia a Adam Hallan, a su piloto y al copiloto. Por la
mañana, Toni y Odette se habían unido al equipo que
vigilaba la casa de Hallan.

Toni había alcanzado su principal objetivo -las
muestras del virus mortal volvían a estar a salvo en el
Kremlin-, pero también deseaba atrapar a los responsables
de la pesadilla que acababa de vivir. Quería
justicia.

Hallan había dado una fiesta a mediodía
que había congregado en su casa a unas cincuenta personas
de las más variopintas procedencias y edades, todas ellas
ataviadas con ropa informal de aspecto caro. Uno de los invitados
se había marchado con el frasco de perfume. Toni, Odette y
el equipo de rastreo habían seguido la señal de
radio hasta Bayswater y se habían pasado toda la tarde
montando guardia frente a una residencia de
estudiantes.

A las siete de la tarde, el radiotransmisor acusó
un nuevo movimiento.

Una joven salió de la residencia. A la luz de las
farolas de la calle, Toni alcanzó a ver que tenía
una preciosa cabellera oscura, abundante y reluciente, y que
llevaba un bolso al hombro. La joven se levantó el cuello
del abrigo y echó a caminar por la acera. Un agente de
policía vestido de paisano se apeó de un Rover
marrón y la siguió.

-Creo que ya los tenemos -apuntó Toni-.Va a
propagar el virus.

-Quiero verlo -repuso Odette-. De cara al juicio,
necesito que haya testigos del intento de homicidio.

Toni y Odette perdieron de vista a la joven, que se
metió en una boca de metro. La señal de radio se
debilitó de modo alarmante cuando bajó al subsuelo,
permaneció estática durante un rato y luego
volvió a señalar movimiento, seguramente porque la
sospechosa se había subido al metro. Siguieron la
débil señal, temiendo que se desvaneciera y que la
joven se las arreglara para despistar al agente vestido de
paisano que la seguía. Pero volvió a la superficie
en la parada de Piccadilly Circus, y el agente seguía tras
ella. Perdieron contacto visual por unos segundos, cuando la
joven dobló por una calle de sentido único, pero
poco después el agente de policía llamó a
Odette desde el móvil para informarla de que la mujer
había entrado en un teatro.

-Ahí es donde va a soltarlo -predijo
Toni.

Los coches de la policía secreta se detuvieron
frente al teatro. Odette y Toni entraron en el edificio seguidas
por dos hombres que viajaban en el segundo coche. El
espectáculo en cartel, una historia de fantasmas
convertida en musical, gozaba de gran popularidad entre los
estadounidenses que visitaban Londres. La chica de la melena
exuberante se había puesto en la cola de recogida de
entradas.

Mientras esperaba, sacó del bolso un frasco de
perfume. Con un ademán rápido y de lo más
natural, se roció la cabeza y los hombros. Nadie a su
alrededor se fijó en el gesto. A lo sumo,
supondrían que quería oler bien para el hombre con
el que había quedado. Un pelo tan hermoso tenía que
oler bien. Curiosamente, el perfume era inodoro, aunque nadie
pareció caer en ese detalle.

-Eso ha estado bien -dijo Odette-. Pero dejaremos que lo
haga de nuevo.

El frasco contenía agua del grifo, pero aun
así Toni se estremeció. Si no hubiera podido dar el
cambiazo a tiempo, aquel frasco estaría repleto de
Madoba-2, y el mero hecho de inspirar habría acabado con
su vida.

La mujer recogió su entrada y accedió al
interior del teatro. Odette se dirigió al acomodador y le
enseñó sus credenciales. Acto seguido, los agentes
de policía siguieron a la mujer, que entró en el
bar y volvió a rociarse con el spray. Luego repitió
el ademán en el lavabo de señoras. Por
último, se acomodó en el patio de butacas y
volvió a esparcir el contenido del frasco a su alrededor.
Su plan, supuso Toni, era hacer uso del vaporizador varias veces
más durante el entreacto, y luego en los pasillos
atestados de espectadores que abandonaban el teatro al
término de la función. Hacia el final de la velada,
casi todas las personas presentes en el edificio habrían
respirado la esencia letal.

Mientras observaba la escena desde el fondo del
auditorio, Toni distinguió varios acentos a su alrededor:
había una mujer del sur de Estados Unidos que había
comprado un precioso pañuelo de cachemira, alguien de
Boston explicaba dónde había aparcado el coche, un
neoyorquino comentaba indignado que había pagado cinco
«dólares» por una taza de café. Si el
frasco de perfume hubiera contenido realmente el virus, tal como
estaba planeado, todas aquellas personas habrían quedado
infectadas por el Madoba-2. Habrían vuelto a su
país, abrazado a los suyos, saludado a los vecinos y
regresado al trabajo, y les habrían hablado a todos de sus
vacaciones en Europa como si nada.

Diez o doce días después, habrían
caído enfermas. «Cogí un catarro en Londres y
todavía no me lo he quitado de encima»,
habrían dicho. Al estornudar, habrían infectado a
sus allegados, amigos y compañeros. Lo síntomas
habrían ido a más, y sus médicos les
habrían diagnosticado gripe. Solo cuando empezaran a
morir, se darían cuenta de que se trataba de algo mucho
más grave que una simple gripe. A medida que el virus
mortal se fuera extendiendo rápidamente de barrio en
barrio y de ciudad en ciudad, los médicos
empezarían a comprender a qué se enfrentaban, pero
para entonces ya sería demasiado tarde.

Nada de todo eso iba a pasar, pero Toni sentía un
escalofrío cada vez que pensaba en lo cerca que
había estado de ocurrir.

Un hombre ataviado con esmoquin las abordó,
visiblemente nervioso.

-Soy el gerente del teatro -dijo-. ¿Qué
ocurre?

-Estamos a punto de efectuar una detención -le
informó Odette-. Quizá sea buena idea no levantar
el telón hasta entonces. Solo será un
minuto.

-Espero que no haya ningún altercado.

-Yo también, se lo aseguro. -El público ya
se había acomodado en sus butacas-. De acuerdo -dijo
Odette, volviéndose hacia los dos agentes de
policía-: ya hemos visto suficiente. Id a por ella, pero
sed discretos.

Los dos hombres que habían viajado en el segundo
coche bajaron por los pasillos laterales del teatro y se
detuvieron cada uno en un extremo de la fila que ocupaba la mujer
de hermosa melena. Esta miró a uno de los agentes, luego
al otro.

-Haga el favor de acompañarme, señorita
-le dijo el agente que estaba más cerca.

El silencio se adueñó del patio de butacas
mientras el público observaba la escena,
preguntándose si aquello formaría parte del
espectáculo.

La mujer permaneció sentada, pero sacó el
frasco de perfume y volvió a rociarse. El agente, un
hombre joven que lucía una americana corta, se
abrió paso como pudo entre los espectadores hasta llegar a
su butaca.

-Por favor, acompáñeme ahora mismo
-repitió. La joven se levantó, alzó el
frasco y roció de nuevo el aire a su alrededor-. No se
moleste -le indicó el agente-. Solo es agua.

Luego la cogió del brazo, la condujo hasta el
pasillo y la escoltó hasta el fondo de la sala.

Toni no podía apartar los ojos de la detenida.
Era joven y hermosa, y sin embargo había estado dispuesta
a suicidarse. Toni se preguntó por qué.

Odette cogió el frasco de perfume y lo
dejó caer en el interior de una bolsa de plástico
transparente.

-Diablerie… -dijo-. Es una palabra francesa,
¿sabes qué significa?

La mujer movió la cabeza en señal de
negación.

-Obra del demonio. -Odette se volvió hacia el
agente de policía-. Espósala y llévatela de
aquí.

DÍA DE NAVIDAD, UN AÑO
MÁS TARDE

17.50

Toni salió del cuarto de baño desnuda y
cruzó la habitación de hotel para coger el
teléfono.

-Dios, qué guapa eres -le dijo Stanley desde la
cama.

Toni sonrió a su marido. Llevaba puesto un
albornoz azul demasiado pequeño para él que dejaba
entrever sus largas y musculosas piernas.

-Tú tampoco estás nada mal -replicó
ella, sosteniendo el auricular. Era su madre-. Feliz Navidad
-dijo.

-Tu antiguo novio está en la tele -informó
la señora Gallo.

-¿Qué hace, cantar villancicos con el coro
de la policía?

-Carl Osborne le está haciendo una entrevista, y
Frank está explicando cómo atrapó a aquellos
terroristas el año pasado por estas fechas.

-¿Que él los atrapó? -Por un
momento,Toni se sintió indignada, pero luego pensó
«¿qué más da?»-. Bueno, necesita
venderse, anda detrás de un ascenso. ¿Cómo
está mi hermana?

-Preparando la comida de Navidad.

Toni consultó su reloj de muñeca.
Allí, en el Caribe, faltaban unos minutos para las ocho de
la noche. En Inglaterra eran casi las tres de la tarde, pero en
casa de Bella siempre se comía a deshora.

-¿Qué te ha regalado por
Navidad?

-Iremos a comprar algo en las rebajas de enero, que sale
más a cuenta.

-¿Te ha gustado mi regalo? -Toni había
ofrecido a su madre una rebeca de cachemira de color
salmón.

-Es precioso. Gracias, cariño.

-¿Cómo está Osborne?

Se refería al cachorro de pastor inglés.
La señora Gallo lo había adoptado, y desde entonces
había crecido hasta convertirse en un perrazo cuyo lanudo
pelo blanquinegro le cubría los ojos.

-Se porta muy bien, y desde ayer no ha tenido
ningún desliz.

-¿Y los niños?

-Correteando por la casa, destrozando sus regalos. Tengo
que dejarte, querida, la reina está en la tele.

-Hasta luego, madre. Gracias por llamar.

En cuanto colgó el teléfono, Stanley
dijo:

-Supongo que no hay tiempo para… ya sabes, antes de
cenar.

Toni fingió escandalizarse.

-¡Pero si acabamos de… ya sabes!

-¡De eso hace horas! Pero si estás
cansada… comprendo que una mujer de tu edad…

-¿De mi edad? -Toni se subió a la cama de
un salto y se sentó a horcajadas sobre él-. Con que
de mi edad, ¿eh? -Cogió una almohada y lo
azotó con ella.

Stanley reía sin parar, suplicando clemencia.
Toni apartó la almohada y lo besó.

Había supuesto que Stanley era un buen amante,
pero jamás habría imaginado que fuera tan
apasionado. Nunca olvidaría sus primeras vacaciones
juntos. En una suite del Ritz de París, él le
había vendado los ojos y le había atado las manos a
la cabecera de la cama. Mientras ella yacía allí,
desnuda e indefensa, él le había rozado los labios
con una pluma, luego con una cucharilla de plata, y
después con una fresa. Toni nunca hasta entonces se
había concentrado con tanta intensidad en percibir las
sensaciones de su cuerpo. Stanley le había acariciado los
senos con un pañuelo de seda, un chai de cachemira y unos
guantes de piel. Ella se había sentido como si estuviera
flotando en el mar, suavemente mecida por oleadas de placer.
Él le había besado las corvas de las rodillas, la
cara interna de los muslos, la delicada piel interior de los
brazos, la garganta. Lo había hecho todo muy despacio,
demorándose en cada caricia hasta que ella se había
sentido a punto cíe estallar de deseo. Le había
rozado los pezones con cubitos de hielo y la había untado
por dentro con aceite tibio. Había seguido así
hasta que ella le había suplicado que la penetrara, y
entonces la había hecho esperar un poquito más.
Después, Toni le había dicho:

-No lo sabía, pero llevaba toda la vida deseando
que un hombre me hiciera algo así.

-Lo sé -había replicado
él.

Y ahora se sentía juguetón.

-Venga, uno rapidito -sugirió-.Te dejaré
ponerte encima.

-Bueeno, vaale -había dicho ella, fingiendo un
suspiro de resignación-. Hay que ver lo que tiene que
hacer una chica hoy día solo para…

Alguien llamó a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó
Stanley.

-Olga. Toni iba a prestarme un collar.

Toni sabía que Stanley estaba a punto de decirle
a su hija que se fuera, pero lo detuvo poniendo una mano sobre
sus labios.

-Espera un segundo, Olga -dijo en voz alta.

Se apartó de Stanley. Olga y Miranda se estaban
tomando muy bien lo de tener una madrastra de su propia edad,
pero Toni no quería abusar de su suerte. No le
parecía buena idea recordarles que su padre tenía
una vida sexual de lo más activa.

Stanley se levantó de la cama y se fue al cuarto
de baño. Toni se puso una bata de seda verde y fue a abrir
la puerta. Olga entró a grandes zancadas en la
habitación, arreglada para cenar. Lucía un vestido
de algodón negro con un pronunciado escote.

-¿Me prestas tu collar de azabache?

-Claro. Espera, que lo busco.

Desde el cuarto de baño se oía el agua de
la ducha.

Olga bajó la voz, algo insólito en
ella.

-Quería preguntarte algo… ¿sabes si
papá ha visto a Kit?

-Sí. Fue a visitarlo a la cárcel el
día antes de venirnos aquí.

-¿Cómo está?

-Incómodo, frustrado y aburrido, como era de
esperar, pero no le han dado ninguna paliza, ni lo han violado, y
tampoco se pincha. -Toni encontró el collar y lo puso
alrededor del cuello de Olga-.Te sienta mejor que a mí.
Está claro que el negro no es mi color. ¿Por
qué no le preguntas directamente a tu padre sobre
Kit?

-Se le ve tan feliz… no quería aguarle la
fiesta. No te importa, ¿verdad?

-Para nada. -Al contrario, Toni se sentía
halagada por el hecho de que Olga recurriera a ella como lo
habría hecho con su madre, para comprobar si Stanley
estaba bien sin tener que importunarlo con el tipo de preguntas
que los hombres detestaban-. ¿Sabías que Elton y
Hamish están en la misma cárcel que él?
-comentó Toni.

-¡No! ¡Qué horror!

-No te creas. Kit está enseñando a leer a
Elton.

-¿No sabe leer?

-Apenas. Sabe reconocer unas pocas palabras: autopista,
Londres, centro, aeropuerto. Kit ha empezado con «Mi
mamá me mima».

-Dios santo, la de vueltas que da la vida. ¿Te
has enterado de lo de Daisy?

-No, ¿qué ha pasado?

-Mató a otra reclusa de la cárcel donde
cumplía condena, y la juzgaron por homicidio en primer
grado. Le tocó defenderla una compañera mía,
una chica joven, pero le cayó la perpetua, añadida
a la pena que ya estaba cumpliendo. No saldrá de la
cárcel hasta que cumpla los setenta. Ojalá siguiera
existiendo la pena de muerte.

Toni comprendía el odio de Olga. Hugo nunca se
había recuperado del todo de la brutal paliza que Daisy le
había propinado. Había perdido la visión en
un ojo, y lo que era peor aún, su carácter
vivaracho. Ahora se le veía más tranquilo, menos
calavera, pero también menos divertido, y aquella sonrisa
suya de chico malo ya no era más que un
recuerdo.

-La lástima es que su padre siga suelto -repuso
Toni. Harry Mac había sido acusado de complicidad en el
robo, pero la declaración de Kit no había sido
suficiente para condenarlo y el jurado lo había declarado
inocente, así que había vuelto tranquilamente a las
andadas.

-También he sabido algo de él
últimamente. Tiene cáncer. Empezó por los
pulmones, pero se le ha extendido a todo el cuerpo. Le han dado
tres meses de vida.

-Vaya, vaya -comentó Toni-. Al final va a
resultar que existe la justicia.

* * *

Miranda sacó del armario una muda limpia para
Ned: pantalón de lino negro y camisa a cuadros. No es que
él lo esperara de ella, pero si no lo hacía, Ned
era muy capaz de bajar a cenar en pantalón corto y
camiseta. No era un inútil, pero sí muy despistado.
Miranda había aprendido a aceptarlo.

Y ese no era el único rasgo de su carácter
que había aprendido a aceptar. Ahora comprendía que
Ned nunca entraría al trapo a la primera de cambio, ni
siquiera para defenderla, pero en cambio podía estar
segura de que nunca le fallaría en los momentos realmente
difíciles. El modo en que había encajado uno tras
otro los golpes de Daisy para proteger a Tom se lo había
demostrado más allá de toda duda.

Miranda estaba lista. Se había puesto una camisa
de algodón rosa sin mangas y una falda plisada. El
conjunto la hacía un poco ancha de caderas, pero en
realidad era un poco ancha de caderas, y Ned le aseguraba que le
gustaba así.

Pasó al cuarto de baño. Ned estaba sentado
en la bañera, leyendo una biografía de Moliere en
francés. Le quitó el libro de las manos.

-El asesino es el mayordomo.

-Vaya, me has fastidiado el final -bromeó
él, al tiempo que se levantaba.

Miranda le tendió una toalla.

-Voy a ver si los chicos están listos.

Antes de salir de la habitación, cogió un
pequeño paquete de la mesilla de noche y lo guardó
en su bolso de fiesta.

Las habitaciones del hotel eran cabanas individuales que
se alzaban frente a la playa. Una cálida brisa
acarició los brazos desnudos de Miranda mientras se
dirigía a la cabana que su hijo Tom compartía con
Craig.

Este último se estaba poniendo gel en el pelo
mientras Tom se ataba los zapatos.

-¿Cómo estáis, chicos?
-preguntó Miranda.

Era una pregunta ociosa. Se les veía bronceados y
felices después de haber pasado el día practicando
windsurf y esquí acuático.

Tom estaba dejando de ser un niño. Había
crecido seis centímetros a lo largo de los últimos
seis meses, y ya no se lo contaba todo a su madre. En cierto
modo, eso la entristecía. Durante doce años, lo
había sido todo para él, y sabía que su hijo
seguiría dependiendo de ella algunos años
más, pero la inevitable separación había
empezado.

Miranda dejó a los chicos y se fue a la siguiente
cabana, donde dormían Sophie y Caroline. Esta ya se
había ido, por lo que encontró a Sophie a solas.
Estaba de pie frente al armario, en ropa interior, tratando de
elegir modelito. No le hizo ninguna gracia descubrir que llevaba
puesto un sensual conjunto de tanga y sostén negro de copa
muy baja, que le dejaba los pezones al aire.

-¿Ha visto tu madre ese disfraz?
-preguntó.

-Mi madre me deja ponerme lo que quiera -replicó
Sophie con aire suficiente.

Miranda se sentó en una silla.

-Ven un momento, quiero hablar contigo.

Sophie se acercó a regañadientes y se
sentó en la cama. Cruzó las piernas y miró
hacia otro lado.

-Preferiría mil veces que fuera tu madre la que
te dijera esto, pero puesto que no está aquí,
tendré que hacerlo yo.

-¿Decirme el qué?

-Creo que eres demasiado joven para tener relaciones
sexuales. Solo tienes quince años, y Craig solo tiene
dieciséis.

-Tiene casi diecisiete.

-Aun así, lo que estáis haciendo es
incluso ilegal.

-No en este país.

Miranda había olvidado que no estaban en el Reino
Unido.

-Bueno, vale, pero de todas formas sois demasiado
jóvenes.

Sophie hizo una mueca de hastío y puso los ojos
en blanco.

-Por el amor de Dios.

-Sabía que no me ibas a dar las gracias, pero
tenía que decírtelo -insistió
Miranda.

-Bueno, pues ya lo has dicho -replicó Sophie con
brusquedad.

-Sin embargo, también sé que no te puedo
obligar a hacer lo que yo te diga.

Sophie parecía sorprendida. No esperaba
oír ningún tipo de concesión.

Miranda sacó del bolso el paquetito que
había guardado antes.

-Así que, si pese a todo te empeñas en
desobedecerme, quiero que uses esto -añadió,
tendiéndole una caja de preservativos.

Sophie la cogió sin pronunciar palabra. Su rostro
era el vivo retrato de la perplejidad.

Miranda se levantó.

-No quiero que te quedes embarazada estando bajo mi
responsabilidad.

Se dirigió a la puerta.

-Gracias -oyó decir a Sophie mientras
salía.

* * *

El abuelo había reservado un salón en el
restaurante del hotel para los diez miembros de la familia
Oxenford. Un camarero rodeó la mesa sirviendo
champán. Solo faltaba Sophie. La esperaron un rato, pero
luego el abuelo se levantó, y todos guardaron
silencio.

-Hay filete de ternera para cenar -anunció-.
Había encargado un pavo, pero al parecer se ha dado a la
fuga.

Todos rieron al unísono.

Stanley prosiguió, ahora en un tono más
serio.

-El año pasado no llegamos a celebrar la Navidad
como Dios manda, así que he pensado que la de este
año debía ser especial.

-Gracias por invitarnos, papá -apuntó
Miranda.

-Estos últimos doce meses han sido los peores de
mi vida, pero también los mejores -continuó-.
Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo después
de lo que ocurrió en Steepfall hace ahora un
año.

Craig miró a su padre. Hugo, desde luego, no
volvería a ser el mismo. Uno de sus ojos permanecía
semicerrado todo el tiempo, y en su rostro había una
expresión apática y vagamente amistosa. A menudo
parecía ajeno a cuanto ocurría a su
alrededor.

El abuelo siguió hablando:

-De no haber sido por Toni, solo Dios sabe cómo
podía haber acabado todo aquello.

Craig miró a Toni. Estaba guapísima, con
un vestido de seda marrón que realzaba su melena
pelirroja. El abuelo estaba loco por ella. «Debe de sentir
casi lo mismo que siento yo por Sophie»,
pensó.

-Luego tuvimos que revivir toda la pesadilla dos veces
-recordó el abuelo-. Primero con la policía. Por
cierto, Olga, ¿qué forma es esa de tomarle
declaración a la gente? Te hacen preguntas, anotan las
respuestas y luego las convierten en algo que no tiene nada que
ver con lo que tú has dicho, que está plagado de
errores y que ni siquiera suena a lo que diría un ser
humano, y a eso lo llaman tu declaración.

-A los abogados de la acusación les gusta decir
las cosas a su manera -contestó Olga.

-¿«Me hallaba circulando por la vía
pública en dirección oeste» y todo
eso?

-Exacto.

El abuelo se encogió de hombros.

-Bueno, luego tuvimos que volver a pasar por el mismo
calvario durante el juicio, y para colmo hubo quien tuvo la
desfachatez de sugerir que nosotros merecíamos ser
castigados por haber herido a unos tipos que se habían
colado en nuestra casa, nos habían atacado y nos
habían atado de pies y manos. Y para postre tuvimos que
leer las mismas insinuaciones absurdas en los diarios.

Craig nunca lo olvidaría. El abogado de Daisy
había insinuado que él había intentado
matarla porque la había atropellado mientras ella le
disparaba. Era ridículo, pero por unos momentos, en la
sala de juicio, aquella versión de los hechos había
sonado casi plausible.

El abuelo prosiguió:

-Toda aquella pesadilla me recordó que la vida es
corta, y me hizo darme cuenta de que tenía que compartir
con todos vosotros lo que sentía por Toni y dejar de
perder el tiempo. No hace falta que os diga lo felices que somos.
Y luego mi nuevo fármaco recibió luz verde para la
experimentación con seres humanos, gracias a lo cual el
futuro de la empresa quedó asegurado y yo pude comprarme
otro Ferrari… y pagarle a Craig el carnet de
conducir.

Todos rieron, y Craig se sonrojó. No le
había hablado a nadie de la primera abolladura que
había hecho en el coche del abuelo. Solo Sophie lo
sabía. Seguía sintiéndose avergonzado y
culpable por ello. Se dijo a sí mismo que a lo mejor lo
confesaba cuando llegara a viejo, «a los treinta o
así».

-Pero basta ya de hablar del pasado -concluyó el
abuelo-. Propongo un brindis: Feliz Navidad a todos.

-Feliz Navidad -repitieron los presentes al
unísono.

Sophie llegó mientras servían los
entrantes. Estaba deslumbrante. Se había recogido el pelo
en la nuca y llevaba unos delicados pendientes largos.
Parecía tener por lo menos veinte años. Craig se
quedó sin aliento al pensar que aquella era su
chica.

Mientras pasaba por detrás de su silla, Sophie se
inclinó y le susurró al oído:

-Miranda me ha dado condones.

Craig se sobresaltó de tal modo que
derramó el champán.

-¿Qué?

-Ya lo has oído -repuso ella, tomando
asiento.

Craig le sonrió, aunque había llevado sus
propias provisiones. «Caray con la tía Miranda,
quién lo hubiera dicho…»

-¿A qué viene esa sonrisa, Craig?
-preguntó Stanley.

-Nada, abuelo -contestó-. Me siento feliz, eso es
todo.

AGRADECIMIENTOS

He tenido el privilegio de visitar dos laboratorios de
alta seguridad. En el Canadian Science Center for Animal and
Human Health de Winnipeg, Manitoba, Stefan Wagener, Laura Douglas
y Kelly Keith me ofrecieron su inestimable ayuda. En la Health
Protection Agency de Colindale, Londres, fueron David Brown y
Emily Collins quienes me brindaron su colaboración. Sandy
Ellis y George Korch también me han asesorado sobre
laboratorios de alta seguridad y procedimientos
clínicos.

En materia de seguridad y bioseguridad, he contado con
la inestimable ayuda de Keith Crowdy Mike Bluestone y Neil
McDonald. Para tratar de comprender cómo
reaccionarían las fuerzas de seguridad en caso de peligro
biológico, he contado con la experiencia de la
subinspectora jefe Norma Graham, así como del comisario
Andy Barker y la inspectora Piona Barker, todos ellos
pertenecientes a la Central Scotland Police de
Stirling.

Anthony Holden y Daniel Meinertzhagen han esclarecido
mis dudas en torno al juego, y además tuve el honor de
leer el mecanoscrito del libro de David Antón Stacking
the Deck: Beating America"s Casinos at their own
Game.

Daniel Starer, de la agencia Research for Writers de
Nueva York, se encargó de localizar a muchos de los
expertos que acabo de mencionar.

Por último, deseo dar las gracias a mis editores,
Leslie Gelbman, Phyllis Grann, Neil Nyren e Imogen Tate por sus
comentarios sobre los distintos borradores de esta novela, a mis
agentes Al Zuckerman y Amy Berkower, a Karen Studsrud y a toda mi
familia, en especial a Barbara Follett, Emanuele Follett, Greig
Stewart, Jann Turner y Kim Turner.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD
DE INFORMACION"®

Monografias.com

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH -POR
SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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