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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-No hay nadie aquí excepto los miembros de mi
equipo, y todos llevan puestos trajes de seguridad
biológica.

-No me gusta este protocolo. Pone a un puñado de
civiles al frente de la escena del crimen.

-Qué te hace pensar que estás ante una
escena del crimen?

Alguien ha robado muestras de un
fármaco.

Sí, pero no las robó de
aquí.

Frank hizo caso omiso de su
observación.

-Por cierto, ¿cómo se las arregló
vuestro hombre para contraer el virus? Todos vosotros
usáis esos trajes en el laboratorio,
¿no?

Eso es algo que la consejería de Salud
Pública deberá determinar -contestó Toni en
tono evasivo-. De nada sirve especular.

-¿Había algún animal aquí
cuando llegasteis?

Toni dudó unos segundos, y eso fue cuanto
necesitó Frank, que si por algo era un buen policía
era porque no se le escapaba una.

-¿Así que un animal salió del
laboratorio e infectó al técnico mientras este
trabajaba sin traje de aislamiento?

-No sé qué ocurrió, y no quiero que
empiecen a circular rumores sin fundamento.
¿Podríamos concentrarnos en la salud
pública, al menos de momento?

-A la orden. Pero la salud pública no es lo
único que te preocupa. También quieres proteger a
la empresa y a tu querido profesor Oxenford.

Toni se preguntó por qué había
elegido aquel calificativo para el profesor, pero antes de que
pudiera reaccionar empezó a sonar un teléfono
dentro de su casco.

-Tengo una llamada -le dijo a Frank-.
Perdona.

Sacó el intercomunicador del casco y se lo puso.
Volvió a sonar el tono de llamada, luego un silbido que
indicaba el establecimiento de la comunicación, y entonces
oyó la voz de un guardia de seguridad que le hablaba desde
la centralita del Kremlin.

-La doctora Solomons para la señora
Gallo.

-¿Sí? -dijo Toni.

La doctora se puso al teléfono.

-Michael ha muerto.

Toni cerró los ojos.

-Dios, Ruth, cuánto lo siento.

-Habría muerto aunque lo hubiéramos
encontrado veinticuatro horas antes. Estoy casi segura de que
tenía el Madoba-2.

-Hemos hecho cuanto hemos podido -dijo Toni, la voz
embargada de dolor.

-¿Tienes idea de cómo ha podido
pasar?

Toni no quería revelar mucha información
delante de Frank.

-Estaba preocupado por la crueldad hacia los animales, y
creo que seguía afectado por la muerte de su madre, hace
un año.

-Pobre chico.

-Ruth, tengo aquí a la policía. Luego te
llamo.

-Vale.

La comunicación se cortó. Toni se
quitó el intercomunicador.

-Así que ha muerto -observó
Frank.

-Se llamaba Michael Ross, y al parecer contrajo un virus
llamado Madoba-2.

-¿Qué clase de animal encontrasteis en la
casa?

Sin apenas pensarlo,Toni decidió tender una
pequeña trampa a Frank:

-Un hámster -dijo-. Se llamaba Fluffy.

-¿Es posible que haya más personas
infectadas?

-Esa es la gran pregunta. Michael vivía solo en
esta casa. No tenía familia y muy pocas amistades.
Cualquiera que lo hubiera visitado antes de que enfermara
estaría a salvo, a menos que hiciera algo muy
íntimo, como compartir una aguja hipodérmica.
Así que existen bastantes posibilidades de que el virus no
se haya propagado. -Toni estaba minimizando deliberadamente la
gravedad de la situación. Si su interlocutor hubiera sido
Kincaid, habría sido más sincera, pues sabía
que él no haría cundir el pánico. Con Frank
era distinto-. Pero evidentemente nuestra prioridad debe ser
establecer contacto con todas las personas a las que Michael
pueda haber visto en los últimos dieciséis
días.

Frank intentó un nuevo acercamiento.

-Te he oído decir que estaba preocupado por la
crueldad hacia los animales. ¿Pertenecía a alguna
asociación de defensa de los animales?

-Sí, a Amigos de los Animales.

-¿Cómo lo sabes?

-He echado un vistazo a sus objetos
personales.

-Eso es trabajo de la policía.

-Estoy de acuerdo, pero tú no puedes entrar en la
casa.

-Podría ponerme uno de esos trajes.

-No se trata solo del traje. Tienes que poseer
formación específica sobre cómo proceder en
caso de accidente biológico para poder ponerte un traje de
aislamiento.

Frank volvía a dar señales de
enfado.

-¡Entonces sácame las cosas para que las
vea!

-¿Por qué no hago que alguien de mi equipo
te envíe todos sus documentos por fax? También
podríamos descargar todo el disco duro de su ordenador
desde Internet.

-¡Quiero los originales! ¿Qué tratas
de ocultarme?

-Nada, te lo prometo. Pero tenemos que descontaminar
todo lo que hay en la casa, ya sea con líquido
desinfectante o con vapor a alta presión. Ambos procesos
destruyen el papel, y podrían dañar el
ordenador.

-Voy a hacer cambiar este protocolo. Me pregunto si el
inspector jefe está al tanto del gol que Kincaid se ha
dejado colar.

Toni empezaba a estar harta. Eran las tantas de la
madrugada, se enfrentaba a una crisis de las gordas y para colmo
tenía que intentar no herir los sentimientos de un ex
amante resentido.

-Ay, Frank, por el amor de Dios… puede que tengas
razón, pero esto es lo que hay, así que
podríamos intentar olvidar el pasado y trabajar en equipo,
¿no crees?

-Tu idea del trabajo en equipo es que todo el mundo haga
lo que tú dices.

Toni soltó una carcajada.

-Vale. ¿Cuál crees que debería ser
nuestro siguiente paso?

-Informaré a la consejería de Salud
Pública, que según el protocolo es la que debe
llevar la voz cantante. Me imagino que en cuanto hayan localizado
a su asesor en materia de peligro biológico,
querrán concertar una reunión aquí con
él a primera hora de la mañana. Mientras tanto,
deberíamos empezar a buscar a todo aquel que pueda haber
estado en contacto con Michael Ross. Haré que un par de
agentes empiece a llamar a todos los teléfonos de esa
libreta de direcciones. Sugiero que te encargues de interrogar a
los empleados del Kremlin. Lo ideal sería disponer de esa
información cuando nos reunamos con los de la
consejería de Salud Pública.

-De acuerdo. -Toni dudó un instante.
Quería preguntarle algo a Frank. Su mejor amigo era Carl
Osborne, periodista de una cadena de televisión local que
valoraba más el impacto de las noticias que la
precisión informativa. Si Carl se enteraba de aquello,
podía organizar un lío formidable.

Toni sabía que la forma de sacarle algo a Frank
era hablándole con toda naturalidad, sin parecer
autoritaria ni necesitada. -Hay un apartado del protocolo que
debo comentarte -empezó-. Dice que no se harán
declaraciones a la prensa sin antes hablar con todas las partes
interesadas, lo que incluye la policía, la
consejería de Salud Pública y la
empresa.

-Por mí, perfecto.

-Te lo comento porque esto no tiene por qué
convertirse en motivo de alarma para la población. Lo
más probable es que nadie se halle en peligro.

-Bien.

-No queremos ocultar información, pero las
declaraciones deben ser muy medidas y transmitir tranquilidad. No
tiene por qué cundir el pánico.

Frank esbozó una sonrisa burlona.

-Temes que empiecen a circular artículos
sensacionales sobre un grupo de hámsters asesinos que
asolan Escocia?

Estás en deuda conmigo, Frank. Espero que lo
recuerdes.

La sonrisa desapareció del rostro de
Frank.

-Yo a ti no te debo nada.

Toni bajó la voz, aunque no había nadie
cerca.

-¿Ya te has olvidado de Johnny Kirk, el
Granjero?

Kirk era un traficante de cocaína a gran escala.
Había nacido en el conflictivo barrio de Glasgow conocido
como Garscube Road y nunca había visto una granja en su
vida, pero se había ganado ese apodo debido a las enormes
botas de caucho verde que siempre llevaba puestas para mitigar el
dolor de los callos que tenía en los pies. Frank
había logrado reunir pruebas suficientes para llevarlo
ante los tribunales. Durante el juicio, por casualidad, Toni
había encontrado una prueba que podía haber ayudado
a la defensa. Se lo comentó a Frank, pero este nunca
llegó a informar al tribunal. Johnny era a todas luces
culpable y Frank había conseguido que lo enviaran a la
cárcel, pero si la verdad salía a la luz
algún día su carrera se iría al
garete.

-¿Me estás amenazando con sacar eso otra
vez si no hago lo que quieres? -replicó Frank,
visiblemente irritado.

-No, solo te recuerdo que cuando necesitaste que yo
guardara silencio sobre algo, lo hice.

Frank volvió a cambiar de actitud. Por un momento
había llegado a parecer asustado, pero ahora volvía
a ser el mismo Frank arrogante de siempre.

Todos nos saltamos las reglas de vez en cuando. Es ley
de vida.

Claro. Y yo te estoy pidiendo que no filtres esto a tu
amigo Carl Osborne, ni a nadie de la prensa. Frank
sonrió.

-Toni, por Dios -dijo, fingiendo una indignación
que estaba lejos de sentir-. Yo nunca haría algo
así.

07.00

Kit Oxenford se despertó temprano,
sintiéndose expectante y angustiado a la vez. Era una
sensación extraña.

Se disponía a asaltar Oxenford
Medical.

La sola idea lo llenaba de euforia. Sería su
mejor jugada de todos los tiempos. Pasaría a la posteridad
bajo titulares del tipo «El crimen perfecto». Mejor
aún, le permitiría vengarse de su padre. La empresa
se vendría abajo y Stanley Oxenford acabaría
arruinado. De algún modo, la certeza de que el viejo nunca
llegaría a enterarse de quién le había hecho
aquello le generaba más placer aún. Sería
una satisfacción secreta que Kit podría saborear
durante el resto de su vida.

Pero Kit también se notaba angustiado, algo poco
habitual en él. No era muy dado a las cavilaciones. Fuera
cual fuese el lío en que estuviera metido, por lo general
le bastaba con un poco de labia para salir indemne. Rara vez
hacía planes.

Aquello sí lo había planeado. Quizá
fuera ese el problema.

Se quedó en la cama con los ojos cerrados,
pensando en los obstáculos que debía
superar.

Primero, estaban los elementos físicos de
seguridad que rodeaban el Kremlin: la doble valla, el alambre de
espino, las luces, las alarmas contra intrusos. Esas alarmas
estaban protegidas por interruptores antisabotaje, sensores de
impactos y complejas redes eléctricas capaces de detectar
el menor cortocircuito.

Las alarmas estaban directamente conectadas con el
cuartel general de la policía regional, situado en
Inverburn, a través de una línea telefónica
que el sistema comprobaba de forma rutinaria para asegurar su
correcto funcionamiento.

Ninguna de todas esas medidas de seguridad iba a impedir
que Kit y sus compinches entraran en los laboratorios.

Luego estaban los guardias, que supervisaban las zonas
más importantes a través de un circuito cerrado de
cámaras de televisión que barrían el recinto
cada hora. Los monitores estaban equipados con interruptores
polarizados de alta seguridad capaces de detectar cualquier
cambio en el equipo, como por ejemplo si alguien reemplazara la
señal de una de las cámaras por la de un aparato de
vídeo.

Kit también había pensado en la manera de
sortear ese obstáculo.

Por último, estaba el complejo sistema de control
de acceso, que incluía tarjetas magnéticas con la
foto del usuario autorizado y un chip con pormenores de su huella
digital.

Burlar el sistema no era tarea sencilla, pero Kit
sabía cómo hacerlo.

Era analista de sistemas y había sido el primero
de su promoción, pero contaba con una ventaja
todavía más importante: había
diseñado el software que controlaba todo el sistema de
seguridad del Kremlin. Era obra suya de principio a fin.
Había hecho un trabajo magnífico para el ingrato de
su padre, y el sistema era prácticamente inexpugnable para
cualquier intruso, pero Kit conocía sus
secretos.

Hacia la medianoche de aquel día, entraría
en el templo sagrado, el laboratorio NBS4, el lugar más
seguro de toda Escocia. Con él entrarían su
cliente, un londinense discretamente amenazador llamado Nigel
Buchanan, y dos colaboradores. Una vez dentro, Kit abriría
la cámara refrigerada con un sencillo código de
cuatro dígitos. Entonces Nigel podría robar las
muestras del nuevo y precioso fármaco antiviral de Stanley
Oxenford.

Las muestras no seguirían en su poder mucho
tiempo. Nigel tenía un plazo de entrega muy ajustado. A
las diez de la mañana del día siguiente, día
de Navidad, tenía que hacérselas llegar al cliente.
Kit no conocía el motivo del plazo límite. Tampoco
sabía quién era el cliente, aunque lo
suponía. Tenía que ser alguna multinacional
farmacéutica. Disponer de una muestra para analizar les
ahorraría años de investigación.
Podían fabricar su propia versión del
fármaco en cuestión en lugar de pagar millones a
Oxenford a cambio de una licencia de patente. Era un fraude en
toda regla, pero cuando había tanto dinero en juego eran
pocos los que conservaban sus escrúpulos. Kit imaginaba al
distinguido presidente de la multinacional en cuestión,
con su pelo plateado y su traje de raya diplomática,
preguntando con la mayor de las hipocresías:
«¿Puede usted asegurarme sin sombra de duda que
ningún empleado de nuestra empresa ha violado la ley para
obtener esta muestra?».

En opinión de Kit, lo mejor de su plan era que la
intrusión pasaría desapercibida hasta mucho
después de que Nigel y él hubieran abandonado el
Kremlin. Estaban a martes, día de Nochebuena. Los dos
días siguientes serían festivos. Como muy pronto,
la alarma saltaría el viernes, cuando uno o dos
científicos adictos al trabajo se presentaran en el
laboratorio. Pero había bastantes probabilidades de que
nadie se percatara del robo entonces, y menos durante el fin de
semana, lo que significaba que Kit y su banda tenían hasta
el lunes de la semana siguiente para borrar las huellas de su
paso por el Kremlin. Era más que suficiente.

Pero entonces, ¿por qué se sentía
tan asustado? Le vino a la mente el rostro de Toni Gallo, la jefa
de seguridad nombrada por su padre. Era una pelirroja pecosa, muy
atractiva si a uno le iban las mujeres atléticas, aunque
tenía demasiada personalidad para el gusto de Kit.
¿Era ella el motivo de sus temores? En el pasado la
había subestimado, y el resultado había sido
nefasto.

Pero ahora tenía un plan perfecto.

-Genial -dijo en voz alta, intentando convencerse a
sí mismo.

-¿Qué es genial? -preguntó una voz
femenina a su lado.

Kit se sobresaltó. Había olvidado que no
estaba solo. Abrió los ojos. El piso estaba oscuro como
boca de lobo.

-¿Qué es genial? -insistió la misma
voz.

-Tu forma de bailar -contestó él,
improvisando. La había conocido la noche anterior en una
discoteca.

-Tú tampoco lo haces nada mal -repuso ella con un
fuerte acento de Glasgow-. Mueves los pies que da
gusto.

Kit se estrujó la sesera intentando recordar su
nombre.

-Maureen… -dijo. Con semejante nombre, solo
podía ser católica. Se volvió sobre un
costado y la rodeó con el brazo mientras trataba de
recordar su aspecto. Tenía buenas curvas. No le gustaban
las chicas demasiado delgadas. Maureen se pegó a él
de buen grado. ¿Rubia o morena?, se preguntó.
Tenía su morbo, montárselo con una chica sin saber
qué aspecto tenía. Se disponía a acariciarle
los senos cuando recordó qué día era, y las
ganas se le pasaron de golpe-. ¿Qué hora es?
-preguntó.

-Es hora de follar -contestó Maureen,
expectante.

Kit se apartó de ella. El reloj digital del
aparato de música señalaba las 07.10.

-Tengo que levantarme -dijo-. Me espera un día
movidito.

Quería llegar a casa de su padre a tiempo para
almorzar. Iba a verlo con el pretexto de celebrar el día
de Navidad, pero en realidad lo hacía para robar algo que
necesitaba para ejecutar su plan aquella misma noche.

-¿Cómo puedes estar tan ocupado en
Nochebuena?

-A lo mejor es que soy Santa Claus.

Kit se sentó en el borde de la cama y
encendió la luz.

Maureen no ocultó su decepción:

-Bueno, pues este duende va a seguir durmiendo un poco
más, si a Santa Claus no le importa -replicó,
malhumorada.

Kit se volvió para mirarla, pero la chica se
había tapado la cabeza con el edredón.
Seguía sin saber qué aspecto
tenía.

Se encaminó desnudo a la cocina y empezó a
preparar café.

Su loft estaba dividido en dos grandes zonas. Por un
lado se hallaba el salón con cocina americana y por el
otro la habitación. El salón estaba repleto de
aparatos electrónicos: una gran pantalla plana de
televisión, un avanzado sistema de sonido y una pila de
ordenadores y accesorios conectados entre sí por una
maraña de cables. Kit siempre había disfrutado
descubriendo el modo de burlar los sistemas de seguridad de los
ordenadores ajenos. Sabía que la única forma de
llegar a ser un experto en seguridad de software era convertirse
primero en un hacker.

Mientras trabajaba para su padre en el diseño e
instalación del sistema de seguridad del NBS4,
había puesto en marcha uno de sus mejores chanchullos. Con
la ayuda de Ronnie Sutherland, a la sazón jefe de
seguridad de Oxenford Medical, había ideado una forma de
desviar dinero de la compañía. Había
manipulado el software de contabilidad para que, al sumar una
serie de facturas de los proveedores habituales, el ordenador
añadiera un uno por ciento al total, y luego hiciera una
transferencia de esa cantidad a la cuenta de Ronnie mediante una
transacción que no constaba en ningún informe o
extracto. El plan dependía de que a nadie se le ocurriera
cornprobar los cálculos del ordenador, y nadie lo
había hecho hasta que un día Toni Gallo
había visto a la mujer de Ronnie aparcando un flamante
Mercedes cupé delante del Marks & Spencer"s de
Inverburn.

La empecinada insistencia con la que Toni había
investigado el asunto había asombrado y aterrado a Kit.
Una vez descubierta la discrepancia, no pararía hasta dar
con la causa. Sencillamente nunca se rendía. Peor
aún, cuando averiguara lo que estaba pasando, nada en el
mundo le impediría contárselo al jefe, que no era
otro que su padre. Kit le había suplicado que no le diera
semejante disgusto al viejo. Había intentado convencerla
de que, en su ira, Stanley Oxenford la despediría a ella,
no a su propio hijo. Como último recurso, había
apoyado una mano en su cadera, le había dedicado su mejor
sonrisa de chico malo y le había dicho en un tono
explícitamente sexual: «Tú y yo
deberíamos ser amigos, no enemigos». Pero todo
había sido en vano.

Kit no había encontrado otro empleo desde que su
padre lo había despedido. Por desgracia, tampoco
había abandonado el juego. Ronnie le había abierto
las puertas de un casino ilegal donde había conseguido que
le concedieran un crédito ilimitado, sin duda porque su
padre era un científico famoso y millonario. Kit intentaba
no pensar en la cantidad de dinero que ahora debía. La
cifra lo hacía temblar de pánico y despreciarse a
sí mismo hasta el punto de que lo único que
quería era tirarse desde el Forth Bridge. Pero la
recompensa por el trabajo de aquella noche le permitiría
saldar totalmente su deuda y volver a empezar de cero.

Se llevó la taza de café al cuarto de
baño y se miró en el espejo. Años
atrás había formado parte del equipo
olímpico británico de deportes de invierno, y se
pasaba todos los fines de semana esquiando o entrenando. Entonces
estaba en perfecta forma y no le sobraba un solo gramo, pero
ahora se notaba las carnes un poco blandas. «Estás
echando barriga», se dijo a sí mismo. Pero
seguía conservando su grueso pelo negro, que le
caía sobre la frente prestándole un indudable
atractivo. Su rostro acusaba la tensión del momento.
Ensayó su expresión a lo Hugh Grant: con la cabeza
ligeramente baja en señal de timidez, miró hacia
arriba por el rabillo de los ojos azules al tiempo que esbozaba
una sonrisa irresistible. Sí, todavía sabía
hacerlo. Toni Gallo quizá fuera inmune a sus encantos,
pero la noche anterior Maureen había caído rendida
ante ellos.

Mientras se afeitaba, encendió la tele del cuarto
de baño. Estaban poniendo un informativo local. El primer
ministro británico había llegado a su distrito
electoral escocés para pasar la Navidad. El Glasgow
Rangers había pagado nueve millones de libras por un
delantero llamado Giovanni Santangelo. «Nada como un
escocés de pura cepa», ironizó Kit para sus
adentros. El tiempo iba a seguir frío pero despejado. Una
fuerte tormenta de nieve procedente del mar de Noruega se
desplazaba hacia el sur, pero se esperaba que pasara de largo
frente a la costa occidental de Escocia. Entonces vino la noticia
local que heló la sangre de Kit.

Oyó la voz familiar de Carl Osborne,
célebre presentador de la televisión escocesa
conocido por su estilo sensacionalista. Kit volvió los
ojos hacia la pantalla y vio el mismo edificio que pensaba robar
aquella noche. Osborne informaba en directo desde el exterior de
Oxenford Medical. Aún no había amanecido, pero los
poderosos focos de seguridad iluminaban la recargada arquitectura
victoriana. «¿Qué demonios ha pasado?»,
se preguntó Kit.

Entonces Osborne dijo:

-Justo aquí, en el edificio que ven ustedes a mis
espaldas, al que los lugareños se refieren como «el
castillo de Frankenstein», los científicos
experimentan con algunos de los virus más peligrosos del
mundo.

Kit nunca había oído a nadie referirse
así a los laboratorios. Osborne se lo estaba inventando.
El apodo del edificio era «el Kremlin».

-Pero hoy, en lo que algunos observadores no dudan en
calificar como una venganza de la madre naturaleza ante la
osadía del hombre, un joven técnico del laboratorio
ha muerto a causa de uno de esos virus.

Kit dejó a un lado la maquinilla de afeitar.
Aquello supondría un serio revés para Oxenford
Medical, se percató al instante. En otras circunstancias
se habría regocijado con las desgracias de su padre, pero
en aquel momento estaba más preocupado por el efecto que
aquella noticia podía tener en sus propios
planes.

-Michael Ross, un técnico de treinta y un
años, ha caído fulminado por un virus conocido como
Ebola, nombre de la aldea africana donde se cree que
empezó a propagarse. Esta terrible enfermedad causa la
aparición de dolorosos forúnculos purulentos por
todo el cuerpo de las víctimas.

Kit estaba bastante seguro de que Osborne no
sabía de qué hablaba, pero los telespectadores se
lo creerían a pies juntillas. Así era el
sensacionalismo televisivo. Pero ¿podía la muerte
de Michael Ross perjudicar los planes de Kit?

-Oxenford Medical siempre ha asegurado que sus
investigaciones no suponen amenaza alguna para la
población ni para su entorno natural, pero la muerte de
Michael Ross pone esa afirmación en entredicho.

Osborne llevaba puesto un grueso anorak y un gorro de
lana, y daba la impresión de no haber dormido demasiado la
noche anterior. Alguien lo había despertado en plena
madrugada con una primicia, supuso Kit.

-Es posible que Ross fuera mordido por un animal que
robó del laboratorio y se llevó a su casa, a pocos
kilómetros de aquí -prosiguió
Osborne.

-Oh, no -se lamentó Kit. Aquello iba de mal en
peor. No quería ni pensar en lo que pasaría si se
viera obligado a abandonar su plan. No lo
soportaría.

-¿Trabajaba Michael Ross a solas o formaba parte
de un grupo organizado que puede intentar robar más
animales infectados de los laboratorios de alta seguridad de
Oxenford Medical? ¿Nos enfrentamos a la posibilidad de que
perros y conejos aparentemente inofensivos campen a sus anchas
por Escocia propagando un virus mortal? De momento, no hay
respuesta oficial por parte de Oxenford Medical.

Al margen de lo que pudieran o no decir, Kit
sabía perfectamente qué estarían haciendo
los responsables del Kremlin: redoblando las medidas de seguridad
a toda prisa. Toni Gallo ya estaría allí,
asegurándose de que los procedimientos se seguían a
rajatabla, comprobando alarmas y cámaras, impartiendo
órdenes a los guardias de seguridad. Aquello era lo peor
que podía pasarle a Kit en aquel momento. Estaba
indignado.

-¿Por qué tengo tan mala pata? -se
preguntó en voz alta.

-Sea como fuere -añadió Carl Osborne-,
todo apunta a que Michael Ross perdió su vida por defender
la de un hámster llamado Fluffy.

Su tono de voz era tan trágico que Kit casi
esperaba ver a Osborne secándose una lagrimita, pero no
llegó a tanto.

Entonces intervino la presentadora del informativo, una
atractiva rubia con el pelo cardado:

-Carl, ¿ha hecho Oxenford algún comentario
en torno a este lamentable suceso?

-Sí. -Carl consultó un cuaderno de notas-.
Han dicho que lamentan profundamente la muerte de Michael Ross,
pero afirman que nadie más se verá afectado por el
virus. No obstante, han manifestado interés por hablar con
cualquier persona que haya visto a Ross en los últimos
quince días.

-Es posible que las personas que han estado en contacto
con él hayan contraído el virus.

-Sí, y quizá hayan infectado a otros.
Así que la afirmación de la empresa de que nadie
más está infectado suena más a una esperanza
bienintencionada que a una aseveración con base
científica.

-Se trata, sin duda, de una noticia inquietante
-concluyó la presentadora, volviéndose de nuevo
hacia la cámara-. Nos la ha contado Carl Osborne. Y ahora,
el fútbol.

Enfurecido, Kit cogió el mando a distancia e
intentó apagar la tele, pero estaba tan nervioso que
aporreaba los botones equivocados. Al final tiró del cable
y arrancó la clavija del enchufe. Tenía ganas de
arrojar el aparato por la ventana. Aquello era un
desastre.

Los apocalípticos augurios de Osborne sobre la
posible propagación del virus podían no ser
ciertos, pero de lo que no cabía duda era que las medidas
de seguridad serían más estrictas que nunca.
Aquella noche era el peor momento imaginable para intentar
asaltar Oxenford Medical. Kit tendría que cancelar la
operación. Era un jugador nato: si tenía una buena
mano, se lanzaba al todo o nada, pero sabía que cuando las
cartas no le favorecían lo mejor que podía hacer
era retirarse.

«Por lo menos no tendré que pasar la
Navidad con mi padre», pensó con
amargura.

Quizá pudiera llevar a cabo su plan más
adelante, cuando las aguas hubieran vuelto a su cauce y la
seguridad en Oxenford Medical a su nivel normal. Tal vez lograra
convencer a su cliente de que lo mejor era posponer el plazo de
entrega. Kit se estremeció al pensar en la enorme suma de
dinero que seguía debiendo. Pero no tenía sentido
seguir adelante cuando las posibilidades de fracaso eran tan
abrumadoras.

Salió del cuarto de baño. El reloj del
aparato de música señalaba las 07.28. Era pronto
para llamar, pero se trataba de algo urgente. Descolgó el
auricular y marcó un número.

Contestaron enseguida.

-¿Sí? -se limitó a decir una voz
masculina.

-Soy Kit. ¿Está el jefe?

-¿Qué quieres?

-Necesito hablar con él. Es
importante.

-Aún no se ha levantado.

-Mierda. -Kit no quería dejar recado. Y,
pensándolo bien, tampoco quería que Maureen oyera
lo que tenía que decir-. Dile que voy a ir a verle
-anunció, y colgó sin esperar respuesta.

07.30

Toni Gallo estaba convencida de que a la hora de comer
la habrían puesto en la calle.

Echó un vistazo a su despacho. No llevaba
allí mucho tiempo. Apenas había empezado a hacerlo
suyo. Sobre el escritorio había una foto suya con su madre
y su hermana Bella. La habían sacado hacía unos
pocos años, antes de que su madre enfermara. Junto a la
fotografía descansaba su viejo y maltrecho diccionario. La
ortografía nunca había sido su fuerte. Justo la
semana anterior había colgado en la pared una foto tomada
diecisiete años atrás en la que Toni
aparecía con su uniforme de policía, joven y
ambiciosa.

No podía creer que se había vuelto a
quedar sin trabajo. Ahora sabía lo que Michael Ross
había hecho. Había concebido un ingenioso y
complejo plan para burlar todos los controles de seguridad.
Había encontrado los puntos flacos del sistema y los
había aprovechado. Nadie tenía la culpa, excepto
ella.

Dos horas antes, cuando había llamado a Stanley
Oxenford, presidente y principal accionista de Oxenford Medical,
aún no lo sabía.

Habría dado cualquier cosa por no tener que hacer
aquella llamada. Tenía que darle la peor noticia
imaginable y asumir la responsabilidad de lo ocurrido. Se
armó de valor para enfrentarse a la decepción,
indignación o quizá incluso la furia de su
jefe.

-¿Te encuentras bien? -le había preguntado
él.

Toni estuvo a punto de romper a llorar. Ni en
sueños se le habría ocurrido pensar que lo primero
que haría Stanley Oxenford sería interesarse por su
bienestar. No merecía tanta amabilidad.

-Estoy bien -había contestado-. Todos nos pusimos
los trajes de buzo antes de entrar en la casa.

-Pero estarás agotada.

-Eché una cabezadita a eso de las
cinco.

-Bien -dijo Stanley, y siguió adelante sin
más preámbulos-. Conozco a Michael Ross. Es un tipo
tranquilo, treinta y pico años, lleva bastante tiempo con
nosotros, es un técnico con experiencia.
¿Cómo demonios ha podido pasar algo
así?

-He encontrado un conejo muerto en el cobertizo de su
jardín. Creo que se llevó a casa una cobaya del
laboratorio, y que esta le mordió.

-Lo dudo -objetó Stanley en tono seco-. Lo
más probable es que se cortara con un cuchillo
contaminado. Hasta el científico más experimentado
puede volverse negligente. Seguramente el conejo es una mascota
normal y corriente que se murió de hambre después
de que Michael cayera enfermo.

Toni deseó poder fingir que creía en su
teoría, pero debía informar a su jefe de los
hechos.

-Encontré al animal en una improvisada cabina de
bioseguridad -observó.

-Aun así, lo dudo. Michael no puede haber
trabajado solo en el NBS4. Incluso si su acompañante no
estaba mirando, hay cámaras de televisión en cada
sala del laboratorio. No podía haber robado un conejo sin
que quedara registrado en los monitores. Y luego se habría
encontrado con varios guardias de seguridad al salir, y ellos lo
habrían pillado si hubiera intentado llevarse un conejo.
Además, a la mañana siguiente los
científicos que trabajan en el laboratorio se
habrían dado cuenta enseguida de que faltaba un animal.
Quizá no sepan distinguir a unos conejos de otros, pero
seguro que saben cuántos forman parte del
experimento.

Era muy pronto, pero su cerebro se había puesto
en marcha como el motor de su Ferrari, pensó Toni. Sin
embargo, se equivocaba.

-He sido yo la que ha montado todos esos controles de
seguridad -señaló-, y te aseguro que no existe el
sistema perfecto.

-En eso tienes toda la razón, desde luego. -Si se
le daban argumentos de peso, Stanley era capaz de recapacitar y
cambiar de opinión con sorprendente facilidad-. Supongo
que tenemos la grabación en vídeo de la
última vez que Michael estuvo en el NBS4.

-Es el siguiente paso en mi lista de
comprobaciones.

-Llegaré ahí a eso de las ocho.
Confío en que para entonces puedas darme algunas
respuestas.

-Una cosa más. En cuanto empiece a llegar el
personal, los rumores correrán como la pólvora.
¿Puedo decirles que harás una declaración
oficial?

-Buena idea. Reúnelos a todos en el
vestíbulo principal, pongamos… a las nueve y
media.

El gran vestíbulo de acceso a la antigua
mansión era la mayor estancia del edificio, y el lugar
elegido habitualmente para las reuniones
multitudinarias.

Toni había convocado en su despacho a Susan
Mackintosh, una de las guardias de seguridad. Era una atractiva
joven de veintipocos años que lucía un corte de
pelo masculino y un piercing en la ceja. Susan se fijó
enseguida en la foto que colgaba de la pared.

-Te sienta bien el uniforme -dijo.

-Gracias. Sé que falta poco para que se acabe tu
turno, pero necesito a una mujer para esto.

Susan enarcó una ceja con
coquetería.

-A mí me pasa a todas horas.

Toni recordó la fiesta de Navidad de la empresa,
el viernes anterior. Susan se había presentado vestida
como John Travolta en la película Grease, con el
pelo engominado, pantalones de pitillo y zapatones con suela de
caucho, y la había invitado a bailar. Toni le había
sonreído amablemente y había dicho:

-Creo que no.

Un poco más tarde, después de haber tomado
unas cuantas copas más, Susan le había preguntado
si se acostaba con hombres.

-No tanto como me gustaría -había
contestado ella.

Toni se sentía halagada por el hecho de que una
chica tan joven y guapa se sintiera atraída por ella, pero
había fingido no darse cuenta.

-Necesito que retengas a todos los empleados en cuanto
lleguen. Coloca un escritorio en el vestíbulo principal y
no los dejes ir a sus despachos o laboratorios hasta que hayas
hablado con ellos.

-¿Qué les digo?

-Diles que alguien ha violado el sistema de seguridad, y
que el profesor Oxenford los pondrá al corriente de todo
esta misma mañana. Procura tranquilizarlos, pero no entres
en detalles. Eso es cosa de Stanley.

-Vale.

-Pregúntales cuándo vieron a Michael Ross
por última vez. Los hay que ya contestaron a esa pregunta
anoche, por teléfono, pero solo los que tienen permiso
para entrar en el NBS4, y no pasa nada por volver a
preguntárselo. Si alguien vio a Michael después de
que se marchara de aquí hace dos semanas,
comunícamelo enseguida.

-Muy bien.

Toni quería hacerle una pregunta un tanto
delicada pero no acababa de atreverse, hasta que se
decidió y la soltó sin preámbulo
alguno:

-¿Crees que Michael era gay?

-No. Si lo era, lo llevaba muy en secreto.

-¿Estás segura?

-Inverburn es una ciudad pequeña. Hay dos bares
gay, una discoteca, un par de restaurantes, una iglesia
Conozco todos esos sitios y nunca lo vi en ninguno de
ellos.

-De acuerdo. Espero no haberte molestado al dar por
sentado que tú lo sabrías, solo
porque…

-No pasa nada. -Susan sonrió, y mirando a Toni
directamente a los ojos, añadió-: Tendrás
que esforzarte bastante más para ofenderme.

-Gracias.

Habían transcurrido casi dos horas desde aquella
conversación. Toni había pasado la mayor parte de
ese tiempo viendo las imágenes en vídeo de la
última visita de Michael Ross al NBS4. Ahora tenía
las respuestas que Stanley quería. Iba a decirle lo que
había ocurrido, y entonces seguramente él le
pediría que presentara la dimisión.

Recordó su primera reunión con Stanley.
Había coincidido con el bajón más fuerte de
toda su vida. Se hacía pasar por una consultora de
seguridad independiente, pero no tenía un solo cliente.
Frank, su compañero desde hacía ocho años,
la había abandonado y su madre se estaba volviendo senil.
Se sentía como Job después de que Dios le hubiera
vuelto la espalda.

Stanley la había llamado a su despacho y le
había ofrecido un contrato a corto plazo. Había
inventado un fármaco tan valioso que temía ser
víctima de espionaje industrial, y quería que ella
se encargara de impedirlo. Toni no le había dicho que en
realidad aquel era su primer encargo.

Tras peinar las instalaciones en busca de
micrófonos ocultos, había comprobado que ciertos
empleados clave no estuvieran viviendo por encima de sus
posibilidades. Nadie estaba espiando a Oxenford Medical, pero
para su asombro Toni descubrió que el hijo de Stanley,
Kit, robaba dinero a la empresa.

No podía creerlo. Kit le había parecido
encantador y poco de fiar, pero ¿qué clase de
hombre robaría a su propio padre? «El viejo se lo
puede permitir, tiene dinero de sobra», se había
limitado a decir Kit. Y Toni sabía, por su experiencia en
la policía, que no había nada de profundo en la
maldad. Los delincuentes no eran más que gente superficial
y avariciosa que justificaba sus actos con excusas
baratas.

Kit había intentado convencerla para que echara
tierra sobre el asunto. Le había prometido que no
volvería a hacerlo si ella le guardaba el secreto. Toni
había sentido la tentación de ceder. No
quería tener que decirle a un hombre que acababa de perder
a su esposa que su hijo era un ladrón. Pero guardar
silencio habría sido indecente por su parte.

Así que al final había hecho acopio de
valor y se lo había contado todo a Stanley.

Nunca olvidaría la expresión de su rostro.
Stanley palideció, torció el gesto y de sus labios
brotó un gemido, como si un súbito dolor le
traspasara las entrañas. En aquel momento, mientras
Stanley Oxenford luchaba por dominar sus emociones, Toni se
percató a la vez de su fuerza y su fragilidad, y se
sintió fuertemente atraída por
él.

Había hecho lo correcto diciéndole la
verdad. Su integridad se había visto recompensada. Stanley
había despedido a Kit y había ofrecido a Toni un
puesto fijo. Siempre estaría en deuda con él. Le
había jurado lealtad y estaba decidida a recompensar la
confianza que había depositado en ella.

Desde entonces, la vida había vuelto a
sonreírle. Stanley no tardó en ascenderla del
puesto de jefe de seguridad a subdirectora de Oxenford Medical,
con el correspondiente aumento de sueldo. Toni se había
comprado un Porsche rojo.

Un día, tras mencionar que solía jugar al
squash con el equipo nacional de la policía, Stanley la
había retado a una partida en la pista de la empresa. Toni
le había ganado, pero por los pelos, y a partir de
entonces habían empezado a jugar todas las semanas.
Stanley estaba en forma y golpeaba la pelota con más
fuerza, pero ella tenía veinte años menos y buenos
reflejos. De vez en cuando Stanley conseguía alguna
victoria, sobre todo cuando Toni perdía la
concentración, pero por lo general era ella quien
ganaba.

Con el tiempo, fue conociéndolo mejor. Stanley
era astuto y asumía riegos que a menudo le recompensaban
con creces. Era competitivo, pero sabía perder con
elegancia. La mente rápida de Toni era como la horma de su
zapato, y ella disfrutaba con el toma y daca del juego
dialéctico. Cuanto más lo conocía,
más lo apreciaba. Hasta que, un buen día, se dio
cuenta de que no era solo aprecio lo que sentía por
él. Había algo más.

Ahora sentía que lo peor de perder su trabajo
sería no poder seguir viéndolo.

Estaba a punto de bajar hacía el vestíbulo
principal para ir a su encuentro cuando sonó el
teléfono de su despacho.

Una voz de mujer con acento del sur dijo:

-Soy Odette.

-¡Hola! -saludó Toni, alegrándose de
oír su voz. Odette Cressy era agente de la policía
londinense. Se habían conocido en un curso en Hendon cinco
años atrás. Tenían la misma edad. Odette
estaba soltera y, desde que Toni había roto con Frank, se
habían ido de vacaciones juntas dos veces. De no ser
porque vivían tan lejos una de la otra, habrían
sido amigas íntimas. Aun así, se hablaban por
teléfono un par de veces al mes.

-Te llamo por lo del virus -dijo Odette.

-¿Qué interés puede tener para
vosotros? -Toni sabía que Odette estaba en la brigada
antiterrorista-. Supongo que no debería preguntarte
eso.

-Exacto. Solo te diré que la palabra Madoba-2 ha
hecho saltar la alarma por aquí. Imagínate el
resto.

Toni frunció el ceño. Como ex
policía, no le costaba imaginar lo que estaba pasando. El
servicio de inteligencia habría informado a Odette de que
había un grupo terrorista interesado en obtener el
Madoba-2. Quizá algún sospechoso lo hubiera
mencionado durante un interrogatorio, o tal vez la palabra
hubiera surgido en una conversación pinchada, o alguien
cuyas líneas de teléfono estaban bajo vigilancia la
había tecleado en un buscador de Internet. Si se
extraviaba una muestra del virus, la brigada antiterrorista
sospecharía automáticamente que había sido
robada por un grupo de fanáticos.

-No creo que Michael Ross fuera un terrorista
-observó Toni-. Para mí que sencillamente se
encariñó con una cobaya del laboratorio.

-¿Y qué me dices de sus
amistades?

-He encontrado su libreta de direcciones, y la
policía de Inverburn está comprobando los nombres
que aparecen en ella.

-¿Te has quedado una copia?

Estaba sobre su escritorio.

-Te la puedo enviar por fax ahora mismo.

-Gracias, eso me ahorrará tiempo. -Toni
apuntó el número de teléfono que le
cantó Odette-. ¿Qué tal te va con el
guaperas de tu jefe?

Toni no había dicho a nadie lo que sentía
por Stanley, pero Odette parecía leerle los
pensamientos.

-No me gusta mezclar el placer con los negocios, ya lo
sabes. De todas formas, hace poco que se murió su
mujer…

-Dieciocho meses, si no recuerdo mal.

-Lo que no es mucho después de casi cuarenta
años de matrimonio. Además, está muy unido a
sus hijos y nietos, que seguramente odiarían a muerte a
cualquiera que intentara reemplazar a su difunta
esposa.

-¿Sabes qué es lo bueno de
montártelo con un hombre mayor? Que están tan
preocupados por el hecho de que ya no son jóvenes y
vigorosos que se esfuerzan el doble por complacerte.

-Si tú lo dices…

-¿Y qué más te iba a decir?… Ah,
sí, casi se me olvida… -Ja, ja, además resulta
que es millonario. Escucha, solo te digo una cosa: si al final
decides que no quieres nada con él, preséntamelo.
Mientras tanto, tenme al corriente de todo lo que averigües
sobre Michael Ross.

-Descuida. -Toni colgó y miró por la
ventana. El Ferrari F50 azul oscuro de Stanley Oxenford acababa
de detenerse en la plaza de aparcamiento reservada para el
presidente de la empresa. Toni puso la copia de la libreta de
direcciones de Michael en la bandeja del fax y marcó el
número que Odette le había dado.

Luego, sintiéndose corno un reo a punto de
oír sentencia, salió al encuentro de su
jefe.

08.00

El vestíbulo principal recordaba la nave de una
iglesia, con sus altas ventanas en forma de arco por las que el
sol se colaba y dibujaba caprichosas formas en el suelo de
piedra. Dominaba la estancia una imponente bóveda de
abanico con exuberantes nervaduras de madera. En medio de aquel
espacio etéreo descansaba, en flagrante incoherencia, un
moderno mostrador de recepción, alto y de forma ovalada,
en cuyo interior había un guardia de seguridad
uniformado.

Stanley Oxenford entró por la puerta principal.
Era un hombre alto de sesenta años, con abundante pelo
gris y ojos azules. No parecía un científico: no
tenía calva, no caminaba encorvado, no usaba gafas. Toni
pensó que más bien parecía la clase de actor
que encarnaría a un general en una película sobre
la Segunda Guerra Mundial. Vestía con elegancia sin
parecer acartonado. Aquel día, se había puesto un
traje de suave tweed gris con chaleco a juego, una camisa azul
claro y -quizá en señal de duelo- una corbata de
punto negra.

Susan Mackintosh había colocado una mesa de
caballetes cerca de la puerta principal. En cuanto Stanley
entró se dirigió a él. Este contestó
brevemente a sus preguntas y luego se volvió hacia
Toni.

-Bien pensado, esto de interrogar a todo el que entra
por la puerta y preguntarle cuándo vio a Michael por
última vez.

-Gracias. -«Algo he hecho bien»,
pensó Toni.

-¿Qué pasa con los que siguen de
vacaciones? -prosiguió Stanley.

-Esta mañana los llamaremos a todos.

-Bien. ¿Has averiguado qué
pasó?

-Sí. Yo estaba en lo cierto y tú estabas
equivocado. Fue el conejo.

Pese a lo trágico de las circunstancias, Stanley
esbozó una sonrisa. Le gustaba que lo desafiaran, sobre
todo si quien lo hacía era una mujer atractiva.

-¿Cómo lo sabes?

-Por las imágenes del vídeo.
¿Quieres verlas?

-Sí.

Enfilaron un amplio pasillo revestido con paneles de
roble tallado y luego tomaron un pasaje lateral que los condujo
hasta la Unidad Central de Monitorización, más
conocida como sala de control. Desde allí se supervisaba
la seguridad del edificio. En tiempos había albergado una
sala de billar, pero las ventanas se habían tapiado por
motivos de seguridad y se había construido un falso techo
que ocultaba una intrincada maraña de cables. Una de las
paredes de la habitación permanecía oculta tras una
serie de pantallas de televisión que mostraban las zonas
clave de los laboratorios, incluyendo todas y cada una de las
salas del NBS4. Sobre una larga mesa se alineaban pantallas
táctiles que permitían controlar las alarmas. Miles
de mandos electrónicos controlaban la temperatura, la
humedad y los sistemas de tratamiento del aire en todos los
laboratorios. Si una puerta permanecía abierta demasiado
tiempo, la alarma se disparaba automáticamente. Frente a
la terminal de trabajo que daba acceso al ordenador central de
seguridad había un guardia con el uniforme impecablemente
planchado.

-Este sitio ha mejorado mucho desde la última vez
que estuve aquí -comentó Stanley,
sorprendido.

Cuando Toni se había hecho cargo de la seguridad,
la sala de control era una leonera repleta de tazas de
café usadas, diarios viejos, bolígrafos rotos y
tupperwares con restos de comida. Ahora estaba limpio y ordenado,
sin nada sobre el escritorio excepto el archivo que el guardia
estaba revisando. Toni se alegró de que Stanley se
percatara del cambio.

Este echó un vistazo a la estancia contigua,
fuertemente iluminada, que en tiempos había sido la sala
de armas de la mansión y que ahora albergaba toda suerte
de dispositivos de apoyo, incluida la unidad central de
procesamiento del sistema telefónico. Cada uno de los
miles de cables que allí se veían estaba claramente
identificado mediante etiquetas indelebles y claras que
permitían minimizar el tiempo de inactividad en caso de
fallo técnico. Stanley asintió en señal de
aprobación.

Todo aquello estaba muy bien, pensó Toni, pero
Stanley ya sabía que se le daban bien las tareas de
organización. La parte más importante de su trabajo
era asegurarse de que nada peligroso salía del NBS4, y en
eso había fallado.

Había momentos en los que no tenía ni idea
de lo que estaba pensando Stanley, y aquel era uno de esos
momentos. ¿Lamentaba la muerte de Michael Ross,
temía por el futuro de la empresa o estaba furioso por el
fallo de seguridad? Si así fuera, ¿la
pagaría con ella, con el fallecido o con Howard McAlpine?
Cuando Toni le enseñara lo que Michael había hecho,
¿la felicitaría por su rápida
deducción o la despediría por haber consentido que
ocurriera?

Se sentaron juntos delante de una pantalla, y Toni
tecleó las instrucciones necesarias para reproducir las
imágenes que quería enseñarle. La potente
memoria del ordenador almacenaba las imágenes de
veintiocho días consecutivos antes de borrarlas. Toni
conocía el programa como la palma de su mano y lo manejaba
con soltura.

Estando allí, sentada junto a Stanley, le vino a
la memoria un absurdo recuerdo de cuando tenía catorce
años. Había ido al cine con su novio y le
había consentido que deslizara la mano por debajo de su
jersey. El recuerdo le produjo una sensación de bochorno y
se sintió ruborizar. Deseó que Stanley no se diera
cuenta.

En la pantalla apareció la imagen de Michael
llegando a la entrada del recinto y enseñando su pase al
guardia de turno.

-La fecha y hora figuran a pie de pantalla
-explicó Toni-. Eran las 14.27 del ocho de diciembre.
-Toni tecleó nuevas instrucciones y la pantalla
mostró un Volkswagen Golf de color verde
deteniéndose en una plaza de aparcamiento. Un hombre
delgado se apeó del coche y sacó una bolsa de
deporte del asiento trasero-. Fíjate en esa bolsa
-señaló Toni.

-¿Por qué?

-Hay un conejo en su interior.

-¿Cómo puede ser?

-Supongo que está sedado, y seguramente atado con
firmeza. Recuerda que Michael Ross llevaba años trabajando
con animales de laboratorio. Sabía cómo tenerlos
tranquilos.

La siguiente secuencia mostraba a Michael
enseñando su pase de nuevo en recepción. Una
atractiva mujer paquistaní de unos cuarenta años
entró en el vestíbulo principal.

-Esa es Mónica Ansari -dijo Stanley.

-Era su compañera ese día. Tenía
que entrar a trabajar con los cultivos de tejidos, y él
iba a hacer un chequeo rutinario de los animales.

Ambos enfilaron el pasillo que Toni y Stanley
habían recorrido poco antes, pero en lugar de doblar a la
altura de la sala de control siguieron de largo hasta la puerta
del fondo. Era una puerta idéntica a todas las
demás del edificio, con cuatro entrepaños y un pomo
de cobre, salvo que por dentro era de acero. En la pared
adyacente colgaba el símbolo internacional de peligro
biológico, en amarillo y negro.

La doctora Ansari sostuvo una tarjeta de plástico
ante el lector de bandas magnéticas y luego apoyó
el índice de la mano izquierda en una pequeña
pantalla. Hubo una pausa, mientras el ordenador comprobaba que su
huella coincidía con la información del microchip
incorporado a la tarjeta magnética. Así se
aseguraban de que ninguna persona sin autorización
utilizaba una tarjeta extraviada o robada. Mientras esperaba, la
doctora Ansari miró a la cámara de
televisión y remedó un saludo militar. Luego la
puerta se abrió y cruzó el umbral, seguida por
Michael.

Otra cámara los mostraba ahora en el interior de
un pequeño vestíbulo. En la pared, una hilera de
cuadrantes permitía controlar la presión
atmosférica en el interior del laboratorio. Cuanto
más se adentraba uno en el NBS4, más baja era la
presión atmosférica. Este gradiente aseguraba que
cualquier fuga de aire se produciría de fuera adentro, no
al revés. Desde el vestíbulo, se dirigieron cada
uno a sus respectivos vestuarios.

-Aquí es cuando saca el conejo de la bolsa
-observó Toni-. Si su compañero de aquel día
hubiese sido un hombre, el plan no habría funcionado. Pero
le había tocado Mónica y, huelga decirlo, no hay
cámaras en los vestuarios.

-Maldita sea, no podemos poner cámaras de
seguridad en los vestuarios -protestó Stanley-. Nadie
querría trabajar aquí.

-Exacto -asintió Toni-. Tendremos que pensar en
otra cosa. Mira esto.

La siguiente toma provenía de una cámara
situada en el interior del laboratorio y mostraba varias jaulas
de conejos superpuestas y cubiertas por una funda de
plástico aislante transparente. Toni congeló la
imagen.

-¿Podrías explicarme a qué se
dedican exactamente los científicos en este
laboratorio?

-Claro. Nuestro nuevo fármaco combate eficazmente
muchos virus, pero no todos. En este experimento lo
estábamos probando contra el Madoba-2, una variante del
Ébola que causa una fiebre hemorrágica letal en los
conejos y los seres humanos. Primero inoculamos el virus a dos
grupos de conejos, y luego inyectamos el fármaco a uno de
esos grupos.

-¿Qué habéis
descubierto?

-Que en el caso de los conejos el fármaco no
vence al Madoba-2. Ha sido un pequeño chasco, y es casi
seguro que tampoco podrá curar este tipo de virus en los
humanos.

-Pero eso no lo sabíais hace dieciséis
días.

-Exacto.

-En tal caso, creo que entiendo qué estaba
intentando hacer Michael.

Toni presionó una tecla para descongelar la
imagen. Una silueta enfundada en un traje de aislamiento azul
claro y casco con pantalla entró en el campo visual y se
detuvo junto a la puerta para embutir los pies en un par de botas
de goma. Luego estiró el brazo para coger una manguera
amarilla enroscada sobre sí misma que colgaba del techo y
la conectó a una entrada de aire acoplada a su
cinturón. La manguera empezó a bombear aire y el
traje se fue inflando hasta parecer el muñeco de
Michelin.

-Ese es Michael -informó Toni-. Se cambió
antes que Mónica, así que de momento está
solo en el laboratorio.

-No debería pasar, pero pasa -observó
Stanley-. La regla de las dos personas se respeta, pero no en
todo momento. Merda. -Stanley tenía la costumbre
de decir palabrotas en italiano, lengua que había
aprendido de su mujer. Toni hablaba español, y por lo
general entendía lo que él decía.

En la pantalla, Michael se acercó a las jaulas de
los conejos, moviéndose con deliberada lentitud en el
incómodo traje de aislamiento. Le daba la espalda a la
cámara y, por unos instantes, el traje inflado
ocultó lo que estaba haciendo. Luego se apartó de
las jaulas y dejó caer algo sobre una de las mesas de
acero inoxidable del laboratorio.

-¿Has notado algo raro? -preguntó
Toni.

-No.

-Tampoco lo hicieron los guardias de seguridad que
controlaban los monitores. -Toni trataba de defender a su
gente.

Si Stanley no había visto lo que había
pasado, difícilmente podría culpar a los guardias
por no haberlo hecho-.Vuelve a mirar la secuencia. -Toni
retrocedió un par de minutos y congeló la imagen en
el momento en que Michael entraba en escena- Hay un conejo en esa
jaula de arriba a la derecha.

-Sí, lo veo.

-Fíjate bien en Michael. Lleva algo debajo del
brazo.

-Sí… envuelto en la misma tela azul de los
trajes.

Toni pasó las imágenes deprisa y
volvió a detenerse en el preciso instante en que Michael
se apartaba de las jaulas.

-¿Cuántos conejos ves ahora en la jaula de
arriba a la derecha?

-Dos, maldita sea. -Stanley no daba crédito a sus
ojos-. Creía que tu teoría era que Michael se
había llevado un conejo del laboratorio. ¡Lo que me
acabas de enseñar es cómo introduce uno!

-Un sustituto. De lo contrario, sus compañeros se
habrían dado cuenta de que faltaba un conejo.

-Vale, pero entonces ¿por qué lo hace?
¡Para salvar a un conejo, tiene que condenar a otro a una
muerte segura!

-Suponiendo que pensara de modo coherente, y
quizá sea mucho suponer, me imagino que creería que
el conejo al que salvó tenía algo
especial.

-Por el amor de Dios, todos los conejos son
iguales.

-No para Michael, sospecho.

Stanley asintió.

-Tienes razón. Quién sabe qué le
estaría pasando por la cabeza a estas alturas del
campeonato.

Toni volvió a avanzar las
imágenes.

-Cumplió con sus funciones como de costumbre:
comprobó que hubiera agua y comida en las jaulas, se
aseguró de que los animales siguieran vivos y fue tachando
las tareas realizadas de su lista. Mónica entró
poco después, pero se fue a un laboratorio aparte, a
trabajar en sus cultivos de tejidos, así que no
podía verlo. Michael se fue a la sala contigua, al
laboratorio principal, para ocuparse de los macacos y luego
regresó. Ahora fíjate bien.

Michael desconectó su manguera de aire, corno era
natural antes de trasladarse de una sala a otra dentro del NBS4.
El traje retenía aire fresco suficiente para tres o cuatro
minutos, y si empezaba a agotarse la pantalla del casco se
empañaba, advirtiendo así al usuario. Michael
entró en la pequeña habitación que albergaba
la cámara refrigeradora, donde se conservaban las muestras
vivas de virus. Al ser la zona más segura de todo el
edificio, era asimismo el lugar donde se guardaban todas las
existencias del valiosísimo nuevo fármaco
antiviral. Michael marcó una combinación de
números en el panel digital de la cámara
refrigeradora. Gracias a la cámara de seguridad instalada
en el interior de la misma, vieron cómo seleccionaba dos
dosis de fármaco antiviral, previamente medidas e
introducidas en jeringas desechables.

-Supongo que la dosis pequeña debía de ser
para el conejo, y la grande para él -puntualizó
Tony-. Al igual que tú, esperaba que el fármaco
resultara eficaz para combatir el Madoba-2.Tenía
intención de curar al conejo y de paso inmunizarse a
sí mismo.

-Los guardias podían haber visto cómo se
llevaba el fármaco de la cámara.

-Pero no tenía por qué parecerles
sospechoso. Michael tenía permiso para manipular su
contenido.

-Podían haberse dado cuenta de que no apuntaba
nada en el libro de registro.

-Quizá, pero recuerda que hay un solo guardia
para treinta y siete pantallas, y no tienen experiencia en
procedimientos de laboratorio.

Stanley masculló algo ininteligible.

-Michael debió pensar que nadie se daría
cuenta de la discrepancia hasta la auditoría anual, y que
incluso entonces la achacarían a un error administrativo.
No sabía que yo planeaba hacer una inspección
aleatoria.

En la pantalla de televisión, Michael
cerró la cámara refrigeradora y volvió al
laboratorio de los conejos, donde volvió a conectarse a la
manguera.

-Ha terminado sus tareas -explicó Toni-. Ahora
vuelve a las jaulas de los conejos. -Una vez más, la
espalda de Michael no permitía ver lo que estaba
haciendo-. Aquí es cuando saca a su conejo preferido de la
jaula. Creo que lo mete en un traje hecho a medida para
él, seguramente a partir de otro viejo.

Michael se volvió a medias, ofreciendo su perfil
izquierdo a la cámara. Mientras se dirigía a la
salida parecía llevar algo debajo del brazo derecho, pero
no se veía con claridad.

Todo el que salía del NBS4 tenía que pasar
por una ducha química que descontaminaba el traje, y luego
darse una ducha normal antes de vestirse.

-El traje habría protegido al conejo de la ducha
química -observó Toni-. Supongo que después
tiraría el traje del conejo al incinerador. La ducha de
agua no podía hacer ningún daño al animal.
Luego, en el vestuario, metería al conejo en la bolsa de
deporte. Cuando salió del edificio, los guardias lo vieron
con la misma bolsa con la que había entrado, y no
sospecharon nada.

Stanley se recostó en su silla.

-Maldita sea -dijo-. Habría jurado que era
imposible.

-Se llevó el conejo a casa. Creo que el animal
pudo morderle cuando le inyectó el fármaco.
Entonces se lo inyectó a sí mismo pensando que
estaría a salvo. Pero se equivocó.

Stanley parecía abatido.

-Pobre chico -se lamentó-. Pobre
insensato.

-Ahora ya sabes tanto como yo -concluyó Toni. Lo
observaba, a la espera del veredicto. ¿Habría
llegado a su fin aquella etapa de su vida? ¿La
pondría de patitas en la calle en plena
Navidad?

Stanley la miró con franqueza.

-Hay una medida de seguridad obvia que habría
impedido que esto ocurriera.

-Lo sé -se adelantó ella-. Registrar los
objetos personales de todo el que entra y sale del
NBS4.

-Exacto.

-He dado orden de que se haga desde esta
mañana.

-A buenas horas.

-Lo siento -se disculpó Toni. Seguro que la
echaba, lo veía claro-. Me pagas para impedir que ocurran
estas cosas. Te he fallado. Supongo que querrás que
dimita.

Stanley parecía irritado.

-El día que quiera despedirte, lo sabrás
enseguida.

Toni se lo quedó mirando de hito en hito.
¿La había indultado?

El rostro de Stanley se destensó.

-De acuerdo, eres una persona concienzuda y te sientes
responsable de lo ocurrido, aunque ni tú ni nadie
más podía haber previsto algo
así.

-Podía haber establecido el control obligatorio
de los objetos personales.

-Seguramente yo lo habría vetado, con el
argumento de que molestaría al personal.

-Ah.

-Así que te lo diré una sola vez. Desde
que has entrado a trabajar aquí, este lugar es más
seguro que nunca. Eres condenadamente buena, y no pienso dejarte
escapar. Así que, por favor, basta ya de
flagelarte.

De pronto, Toni se sintió desfallecer de
alivio.

-Gracias -acertó a decir.

-Tenemos por delante un día de mucho ajetreo,
así que pongámonos manos a la obra cuanto
antes.

Stanley salió de la habitación.

Toni cerró los ojos y suspiró de alivio.
Se había salvado. «Gracias»,
pensó.

08.30

Miranda Oxenford pidió un capuchino vienes
coronado por una pirámide de nata montada. En el
último momento, pidió también un trozo de
pastel de zanahoria. Metió el cambio como pudo en el
bolsillo de la falda y llevó su desayuno hasta la mesa
donde su delgada hermana Olga la esperaba sentada ante un doble
exprés y un cigarrillo. El local estaba decorado con
guirnaldas de papel y un árbol de Navidad titilaba por
encima de la tostadora eléctrica, pero alguien con un
aguzado sentido irónico había puesto los Beach Boys
como música ambiental, y sonaba «Surfin"
USA».

Miranda solía coincidir con Olga a primera hora
de la mañana en aquella cafetería de Sauciehall
Street, en el centro de Glasgow. Ambas trabajaban en las
inmediaciones. Miranda era la directora ejecutiva de una agencia
de colocación de personal especializada en
informática y tecnologías de la información,
y Olga era abogada. A ambas les gustaba tomarse cinco minutos
para poner los pensamientos en orden antes de entrar a
trabajar.

No parecían hermanas, pensó Miranda,
mirándose de reojo en el espejo. Ella era baja de
estatura, tenía el pelo rubio y ensortijado y una silueta
más bien rechoncha. Olga, por el contrario, era alta como
su padre y había heredado las cejas negras de la madre de
ambas, italiana de nacimiento, a la que todos conocían en
vida como mamma Marta. Olga lucía un traje sastre
gris oscuro y unos zapatos de puntera afilada con los que bien
podría haber encarnado a Cruella de Vil. Seguramente el
jurado temblaba solo de verla.

Miranda se quitó el abrigo y la bufanda. Llevaba
una falda plisada y un jersey con pequeñas flores
bordadas. Se vestía para ganarse a las personas, no para
intimidarlas. Mientras tomaba asiento, Olga dijo:

-¿Trabajas en Nochebuena?

-Solo una hora -respondió Miranda-. Más
que nada para asegurarme de que no queden demasiados temas
pendientes estos días de fiesta.

-Lo mismo me pasa a mí.

-¿Te has enterado? Uno de los técnicos del
Kremlin se ha muerto de un virus -dijo Miranda.

-Pues no podía haber elegido mejor fecha
-ironizó Olga.

Su hermana podía llegar a parecer cruel, pero en
el fondo no lo era, pensó Miranda.

-Lo he oído por la radio. Aún no he
hablado con papá, pero parece ser que el pobre chico se
encariñó con un hámster del laboratorio y se
lo llevó a casa.

-¿Y qué hizo con él,
tirárselo?

-Lo más probable es que el hámster le
mordiera. Vivía solo, así que nadie pudo acudir en
su ayuda. Pero por lo menos eso significa que es poco probable
que infectara a nadie más. De todas formas, es una
desgracia para papá. No lo dirá, pero seguro que se
siente responsable de lo ocurrido.

-Debería haber elegido una rama científica
menos peligrosa, como las armas atómicas o algo
así.

Miranda sonrió. Aquella mañana se alegraba
especialmente de ver a Olga y poder hablar con ella a solas un
momento. La familia al completo se reuniría en Steepfall,
la casa paterna, para pasar la Navidad. Miranda acudiría a
la cita con su prometido, Ned Hanley, y quería asegurarse
de que Olga lo trataría bien, pero no se atrevía a
abordar el tema de forma directa:

-Espero que esto no nos estropee las fiestas. Me hace
mucha ilusión. ¿Sabes que va a venir
Kit?

-Qué gran honor por parte de nuestro hermanito.
Estoy conmovida.

-No iba a venir, pero yo lo convencí.

-Papá estará contento -observó Olga
con un punto de sarcasmo.

-Pues sí que lo estará -repuso Miranda en
tono de reproche-. Sabes lo que le dolió tener que
despedir a Kit.

-Sé que nunca lo había visto tan enfadado.
Pensé que iba a matar a alguien.

-Pero luego lloró.

-Yo no lo vi.

-Ni yo tampoco. Me lo dijo Lori. -Lori era el ama de
llaves de Stanley-. Pero ahora quiere hacer las paces con
él y olvidar lo que pasó.

Olga aplastó el cigarrillo en el
cenicero.

-Lo sé. La generosidad de papá no tiene
límites. ¿Kit ha encontrado trabajo?

-No.

-¿No puedes buscarle algo? Es tu campo, y
él es bueno.

-Ahora mismo la cosa está muy floja.
Además, la gente sabe que su padre lo puso de patitas en
la calle.

-¿Ha dejado el juego?

-Supongo que sí. Prometió a papá
que lo haría, y además no tiene dinero.

-Papá pagó sus deudas,
¿verdad?

-No creo que eso sea asunto nuestro.

-Venga ya, Mandy -replicó Olga, llamando a su
hermana por el diminutivo que usaba de niña-.
¿Cuánto?

-Mejor pregúntaselo a papá, o a
Kit.

-¿Diez mil libras?

Miranda apartó la mirada.

-¿Más todavía? ¿Veinte
mil?

-Cincuenta -susurró Miranda.

-¡La madre que lo parió! ¿Ese
pequeño cabrón se ha pulido cincuenta mil libras de
nuestra herencia? Ya verás cuando lo vea.

-Bueno, basta ya de hablar de Kit. Esta Navidad vas a
poder conocer mucho mejor a Ned. Quiero que lo trates como a uno
más de la familia.

-A estas alturas del campeonato, Ned ya tendría
que ser uno más de la familia. ¿Cuándo os
casáis? Sois demasiado mayores para un noviazgo a la
antigua. Además, ya habéis estado casados los dos,
así que tampoco tenéis que ahorrar para el ajuar ni
nada por el estilo.

Aquella no era la respuesta que Miranda estaba
esperando. Quería que Olga se mostrara amable con
Ned.

-Ya sabes cómo es Ned -contestó en tono
evasivo-. Vive en su propio mundo.

Ned era editor del Glasgow Review of Books, una
prestigiosa publicación de cultura y política, pero
no era el más pragmático de los hombres.

-No sé cómo lo aguantas. Yo no soporto la
indecisión.

La conversación no estaba tomando el rumbo que
Miranda había deseado.

-Después de Jasper, es una bendición del
cielo, créeme. -El primer marido de Miranda era un
bravucón y un tirano. Ned era todo lo contrario, y esa era
una de las razones por las que lo quería-. Ned nunca
será lo bastante organizado para intentar controlar mi
vida. Bastante le cuesta recordar qué día
es.

-Aun así, te las arreglaste perfectamente sin un
hombre durante cinco años.

-Es verdad, y estaba orgullosa de mí misma, sobre
todo cuando vino el bache económico y dejaron de pagarme
aquellas primas tan grandes.

-¿Y para qué quieres a otro
hombre?

-Pues… ya sabes…

-¿Te refieres al sexo? ¿Por Dios, no has
oído hablar de los vibradores?

Miranda soltó una tímida
risita.

-No es lo mismo.

-No, desde luego. El vibrador es más grande,
más duro y más fiable. Además, cuando has
terminado puedes volver a dejarlo en la mesilla de noche y
olvidar que existe.

Miranda empezaba a sentirse agredida, como solía
pasar cuando hablaba con su hermana.

-Ned es muy bueno con Tom -observó. Se
refería a su hijo de once años-Jasper apenas
hablaba con Tom, a no ser para darle órdenes. Ned se
interesa por él, le hace preguntas y lo
escucha.

-Hablando de hijastros, ¿qué tal se lleva
Tom con Sophie? -Ned también tenía una hija de su
matrimonio anterior, una adolescente de catorce
años.

-Va a venir a Steepfall. La iré a recoger
más tarde. Tom ve a Sophie como los griegos veían a
los dioses: seres sobrenaturales y muy peligrosos a menos que se
les apacigüe con sacrificios constantes. Siempre le
está ofreciendo golosinas, aunque a ella le
gustaría más que le ofreciera tabaco. Está
delgada como un palillo, y dispuesta a morir con tal de seguir
así.

Miranda lanzó una elocuente mirada al paquete de
Marlboro Light de su hermana Olga.

-Todos tenemos nuestras debilidades -se excusó
esta-. Anda, come un poco más de pastel de
zanahoria.

Miranda dejó el tenedor en el plato y
bebió un sorbo de café.

-Sophie puede llegar a ser difícil, pero no es
culpa suya. Su madre no puede ni verme, y es normal que la
niña imite su actitud.

-Apuesto a que Ned prefiere dejar el problema en tus
manos.

-No me importa.

-Ahora que está viviendo en tu piso,
pagará una parte del alquiler, supongo.

-No se lo puede permitir. En la revista le dan una
miseria, y todavía tiene que acabar de pagar la hipoteca
de la casa en la que vive su ex. No le hace ninguna gracia
depender económicamente de mí, eso te lo puedo
asegurar.

-No imagino por qué no. Puede echar un polvo
siempre que le apetezca, te tiene a ti para ocuparte de su
problemática hija y vive en tu piso de gorra.

Miranda se sintió dolida.

-Eres un poco dura, ¿no crees?

-No deberías haber dejado que se mudara a tu piso
sin antes haber fijado una fecha para la boda.

Miranda pensaba lo mismo, pero no iba a reconocerlo ante
su hermana.

-Lo que pasa es que Ned cree que todos deberíamos
darnos un poco más de tiempo para acostumbrarnos a la idea
de volver a estar casados.

-¿Todos, quiénes?

-Pues… Sophie, para empezar.

-Y ella no hace más que repetir las actitudes de
su madre, tú misma lo has dicho. Así que lo que
estás diciendo es que Ned no se casará contigo
hasta que su ex le dé permiso.

-Olga, por favor, quítate la toga de abogada
cuando hables conmigo.

-Alguien tiene que decirte estas cosas.

-Sí, pero tú lo simplificas todo
demasiado. Ya sé que es deformación profesional,
pero yo soy tu hermana, no un testigo de cargo.

-Perdón por abrir la boca.

-No, si en el fondo me alegro de que lo hayas hecho,
porque ese es justo el tipo de cosas que no quiero que digas
delante de Ned. Es el hombre al que quiero, y voy a casarme con
él, así que lo único que te pido es que seas
amable con él estas navidades.

-Haré todo lo que pueda -repuso Olga sin
demasiado afán.

Miranda quería que su hermana entendiera lo
importante que era para ella.

-Necesito que vea que podemos construir una nueva
familia juntos, él y yo, para nosotros y los chicos. Te
estoy pidiendo que me ayudes a convencerlo de que podemos
hacerlo.

-Vale, vale. De acuerdo.

-Si todo va bien esta Navidad, creo que podremos fijar
una fecha para la boda.

Olga tocó la mano de Miranda.

-He captado el mensaje. Sé lo mucho que esto
significa para ti. Me portaré bien.

Miranda había dejado clara su postura.
Complacida, centró su atención en otro tema
espinoso.

-Espero que todo vaya bien entre papá y
Kit.

-Yo también, pero ahí no hay mucho que
podamos hacer tú y yo.

-Kit me llamó hace unos días. No sé
por qué, pero está empeñado en dormir en el
chalet de invitados cuando vayamos a Steepfall.

Olga torció el gesto.

-¿Por qué se tiene que quedar él
solo en el chalet? ¡Eso significa que nosotras tendremos
que dormir apretujadas con Ned y Hugo en dos cuartuchos de la
casa vieja!

Miranda contaba con la oposición de Olga en este
punto.

-Ya sé que se pasa un poco, pero le he dicho que
por mí no hay problema. Bastante me costó
convencerlo para que viniera. No quería darle una excusa
para echarse atrás.

-Es un egoísta de mierda. ¿Qué
explicación te dio?

-No se la pedí.

-Pues yo sí lo haré. -Olga sacó el
móvil de la cartera y marcó un
número.

-No hagas un drama de esto -le rogó
Miranda.

-Solo quiero preguntárselo -replicó Olga,
y volviéndose hacia el aparato, elijo-: Oye, Kit,
¿qué es eso de que tú te quedas en el
chalet? No crees que es un poco… -Hubo una pausa-. Ah.
¿Por qué no? Ya veo… pero ¿por qué
no…? -Olga enmudeció de pronto, como si él le
hubiera colgado el teléfono.

Miranda pensó, muy a su pesar, que sabía
lo que Kit acababa de decir.

-¿Qué pasa?

Olga volvió a guardar el teléfono en su
bolso.

-No hará falta discutir por el chalet. Kit ha
cambiado de planes. No va a venir a Steepfall.

09.00

Las instalaciones de Oxenford Medical estaban
completamente sitiadas. Periodistas, fotógrafos y equipos
de televisión se agolpaban por fuera de la verja, acosando
a los empleados que se dirigían a sus puestos de trabajo,
arracimándose en torno a sus coches y bicicletas,
plantándoles cámaras y micrófonos ante las
narices, haciéndoles preguntas a voz en grito. Los
guardias de seguridad intentaban por todos los medios apartar a
los periodistas del flujo habitual de vehículos para
evitar accidentes, pero estos no parecían demasiado
interesados en colaborar con ellos. Para colmo, un grupo de
defensa de los derechos de los animales había aprovechado
la oportunidad para organizar una manifestación ante la
verja. Allí estaban, agitando pancartas y coreando
consignas de protesta ante las cámaras, que a falta de
algo mejor se centraban en los manifestantes. Toni Gallo
contemplaba la escena con una mezcla de irritación e
impotencia. Estaba en el despacho de Stanley Oxenford, una gran
habitación esquinera que en tiempos había albergado
el dormitorio principal de la casa. A Stanley le gustaba mezclar
lo antiguo y lo moderno en su lugar de trabajo: el ordenador
descansaba sobre un escritorio de madera con el tablero rayado
por el uso que lo acompañaba desde hacía treinta
años, y en una mesa auxiliar había un microscopio
óptico de los años sesenta que aún utilizaba
de tarde en tarde. Aquellos días, el microscopio estaba
rodeado de tarjetas de Navidad, una de ellas de Toni. Sobre la
pared, un grabado Victoriano de la tabla periódica de los
elementos colgaba junto a la foto de una deslumbrante joven de
pelo oscuro vestida de novia. Era su difunta esposa,
Marta.

Stanley hablaba a menudo de ella.

«Frío como una iglesia, como solía
decir Marta», «Marta y yo solíamos ir a Italia
cada dos años», «A Marta le encantaban los
lirios». Pero solo en una ocasión había
hablado de sus sentimientos hacia ella, el día en que Toni
le había dicho lo hermosa que se veía en aquella
fotografía.

-El dolor se hace más soportable, pero no
desaparece -había confesado Stanley-. Creo que la
seguiré llorando todos y cada uno de los días que
me quedan de vida.

Al escucharlo, Toni se había preguntado si
alguien la querría alguna vez del modo en que Stanley
había querido a Marta.

Ahora Stanley estaba de pie junto a Toni, frente a la
ventana, y sus hombros se rozaban. Observaban desolados
cómo un número creciente de Volvo y Subaru aparcaba
en la zona ajardinada que rodeaba el recinto de Oxenford Medical,
engrosando una multitud cada vez más ruidosa y
agresiva.

-Lamento mucho todo esto -se disculpó Toni,
desolada.

-No es culpa tuya.

-Ya sé que no quieres que me flagele, pero yo
dejé que se nos colara un conejo debajo de mis narices, y
encima el capullo de mi ex ha filtrado la historia a Carl
Osborne, el reportero de la tele.

-Deduzco que no te llevas demasiado bien con
él.

Toni nunca había hablado abiertamente del tema
con Stanley, pero ahora Frank se había inmiscuido en su
vida profesional, y agradeció la oportunidad de
explicarlo.

-De verdad que no sé por qué me odia. Yo
nunca lo aparté de mi lado. Fue él quien me
dejó, y lo hizo en el momento en que más necesitaba
su ayuda. Creía que ya me había castigado bastante
por lo que hice mal, fuera lo que fuese, pero ahora me sale con
esto.

-A mí no me parece tan extraño.
Seguramente no puede mirarte a la cara sin sentir remordimientos.
Es verte y recordar lo débil y cobarde que fue cuando
tú más lo necesitabas.

Toni nunca había pensado en Frank de ese modo,
pero de pronto su comportamiento parecía cobrar sentido.
Sintió una cálida sensación de gratitud.
Procurando no descubrir demasiado sus sentimientos,
dijo:

-No está mal visto.

Stanley se encogió de hombros.

-Nunca perdonamos a aquellos a los que hemos
fallado.

Toni sonrió ante la paradoja. Stanley no solo era
bueno desentrañando la naturaleza de los virus, sino
también de las personas.

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