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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Descansó una mano suavemente sobre el hombro de
Toni en un gesto tranquilizador. ¿O acaso era algo
más? Stanley rara vez establecía contacto
físico con sus empleados. Toni había notado su
tacto exactamente tres veces en el año que llevaba
trabajando para él. Le había estrechado la mano
cuando habían firmado el contrato inicial, cuando
él la había incorporado a la plantilla fija de la
empresa y cuando la había ascendido. En la fiesta de
Navidad, Stanley había bailado con su secretaria, Dorothy,
una mujer fornida que desprendía el aire maternal y
eficiente de una atenta mamá ganso. Aparte de
ella, Stanley no había bailado con nadie más. Toni
habría querido sacarlo a bailar, pero temía que sus
sentimientos resultaran demasiado evidentes. Más tarde
lamentaría no haberse mostrado más desinhibida,
como Susan Mackintosh.

-Puede que Frank no haya filtrado la historia solo para
fastidiarte -apuntó Stanley-. Sospecho que lo
habría hecho de todas formas. No me cabe duda de que
Osborne sabrá agradecérselo hablando favorablemente
de la policía de Inverburn en general y del comisario
Frank Hackett en particular.

Toni notaba el calor que transmitía la mano de
Stanley a través de su blusa de seda. ¿Sería
aquel un gesto casual, hecho sin pensar? Toni experimentó
una vez más la familiar frustración de no saber
qué le estaría pasando por la cabeza. Se
preguntó si notaría el tirante de su sostén.
Deseó que no se diera cuenta de lo mucho que le gustaba
que la tocara.

No estaba segura de que Stanley estuviera en lo cierto
respecto a Frank y Carl Osborne.

-Es generoso por tu parte verlo de ese modo
-observó.

De todas formas, decidió asegurarse de que la
empresa no salía perjudicada por culpa de
Frank.

Alguien llamó a la puerta, y Cynthia Creighton,
la relaciones públicas de la empresa, entró en el
despacho. Stanley apartó rápidamente la mano del
hombro de Toni.

Cynthia era una mujer delgada de cincuenta años
que lucía falda de tweed y medias de punto. Era una
auténtica santa. En cierta ocasión,Toni
había hecho reír a Stanley diciendo que Cynthia era
la clase de persona que se hacía su propio muesli. Por lo
general parecía insegura, pero ahora estaba al borde de un
ataque de nervios. Tenía el pelo alborotado, la
respiración acelerada y hablaba demasiado
deprisa.

-¡Esa gente me ha zarandeado! -declaró-.
¡Qué bestias! ¿Dónde está la
policía?

-Hay un coche patrulla de camino -informó Toni-.
Debería llegar en diez o quince minutos.

-Pues tendrían que detener a toda esa
gentuza.

Toni se percató con gran pesar de que Cynthia no
estaba a la altura de la crisis. Su principal cometido era
administrar un pequeño presupuesto destinado a obras de
caridad, a conceder ayudas a equipos de fútbol escolar y a
carreras benéficas, con tal de que el nombre de Oxenford
Medical apareciera a menudo en el Inverburn Courier
relacionado con asuntos que nada tenían que ver con virus
ni experimentos con animales. Era un trabajo importante y Toni lo
sabía, pues los lectores creían en la prensa local,
mientras que desconfiaban de los diarios nacionales. De esta
manera, la sutil publicidad que Cynthia se encargaba de hacer en
nombre de la empresa la inmunizaba contra los virulentos y
alarmistas artículos de Fleet Street,* capaces de
comprometer cualquier proyecto científico. Pero Cynthia
nunca se las había tenido que ver con la jauría
enfurecida en que se podía convertir la prensa
británica, y estaba demasiado afectada para tomar las
decisiones correctas.

Stanley estaba pensando exactamente lo mismo.

-Cynthia, quiero que Toni y tú os
enfrentéis a esto juntas -dijo-. Ella tiene experiencia en
tratar con los medios de comunicación.

Cynthia parecía aliviada y agradecida.

-¿De verdad?

-Estuve un año destinada en la oficina de prensa
de la policía, aunque nunca me tocó llevar un
asunto tan grave como este.

-¿Qué crees que debemos hacer?

-Bueno… -Toni no creía estar capacitada para
hacerse con el mando de la situación, pero aquello era una
emergencia, y al parecer era la mejor candidata disponible.
Decidió atenerse a los principios básicos-. Hay una
regla de oro para tratar con los medios. -Quizá fuera
demasiado simple para aquella situación, pensó,
pero se abstuvo de decirlo-. Primero, decidimos cuál es
nuestro mensaje. Segundo, nos aseguramos de que es verdad, para
no tener que desdecirnos más adelante. Tercero, repetimos
ese mensaje una y otra vez.

-Mmm… -Stanley parecía escéptico, pero
no daba la impresión de tener una idea mejor.

-¿Crees que deberíamos pedir disculpas?
-preguntó Cynthia.

-No -se apresuró a contestar Toni-. Lo
interpretarían como la confirmación de que hemos
sido descuidados. Y eso no es verdad. Nadie es perfecto, pero el
sistema de seguridad de Oxenford Medical es
irreprochable.

-¿Ese es nuestro mensaje? -preguntó
Stanley.

-No creo. Parecería que estamos a la defensiva.
-Toni reflexionó unos instantes-. Deberíamos
empezar diciendo que lo que hacemos aquí es de vital
importancia para el futuro de la humanidad. No, eso suena
demasiado apocalíptico. La labor de investigación
médica que aquí llevamos a cabo nos
permitirá salvar vidas en el futuro, eso suena mejor. Y
esa investigación entraña ciertos riesgos, pero
nuestro sistema de seguridad es todo lo infalible que puede
llegar a ser cualquier cosa creada por el hombre. Lo cierto es
que muchas personas morirían innecesariamente si
cesáramos nuestra actividad.

-Eso me gusta -aplaudió Stanley.

-¿Es verdad?

-Sin duda. Cada año un nuevo virus se propaga
desde China y mata a miles de personas. Nuestro fármaco
salvará sus vidas.

Toni asintió.

-Eso es perfecto. Sencillo y contundente.

Stanley seguía sin tenerlas todas
consigo.

-¿Cómo nos las vamos a arreglar para hacer
llegar el mensaje?

-Creo que deberías convocar una rueda de prensa
para dentro de un par de horas. Hacia mediodía, las
redacciones estarán buscando un nuevo enfoque para la
noticia, así que se alegrarán de poder sacar algo
más de nosotros. Y la mayoría de la gente que se ha
apiñado ahí fuera se marchará en cuanto eso
haya ocurrido. Sabrán que es poco probable que se
produzcan más novedades, y quieren irse a casa para
celebrar la Navidad como el resto de los mortales.

-Espero que estés en lo cierto -observó
Stanley-. Cynthia, ¿te encargas de los preparativos, por
favor?

Cynthia seguía algo desorientada.

-Pero… ¿qué debo hacer?

Toni asumió el mando.

Daremos la rueda de prensa en el vestíbulo
principal. Es el único sitio lo bastante grande para
hacerlo, y ya se están colocando las sillas para el
comunicado que el profesor Oxenford dará a las nueve y
media ante los empleados. Lo primero que debes hacer es decirle a
toda esa gente de ahí fuera que habrá una rueda de
prensa. Eso les dará algo con lo que acallar a sus
editores, y puede que los tranquilice un poco. Luego llama a la
Asociación de Prensa y a Reuters y pídeles que
hagan circular la convocatoria, y que informen a cualquier medio
de comunicación que todavía no haya mandado a
nadie.

-Bien -dijo Cynthia sin demasiada convicción-,
bien.

Luego se dio la vuelta y salió del despacho. Toni
se dijo que no debía perderla de vista durante demasiado
tiempo.

En cuanto Cynthia salió, Dorothy llamó a
Stanley por el interfono y dijo:

-Laurence Mahoney, de la embajada de Estados Unidos en
Londres, por la línea uno.

-Me acuerdo de él -comentó Toni-. Estuvo
aquí hace unos meses. Le di una vuelta por las
instalaciones.

El ejército estadounidense financiaba buena parte
de la investigación de Oxenford Medical. El ministerio de
Defensa de dicho país estaba muy interesado en el nuevo
fármaco antiviral de Stanley, que prometía ser un
poderoso recurso contra las armas biológicas. Stanley
había tenido que recabar fondos para costear el largo
proceso de experimentación, y el gobierno estadounidense
no había dudado en invertir en su proyecto. Mahoney era el
encargado de mantener las cosas bajo control en nombre del
ministerio de Defensa.

-Dame un segundo, Dorothy. -En lugar de descolgar el
teléfono, Stanley se volvió hacia Toni y dijo-:
Mahoney es más importante para nosotros que todos los
medios de comunicación británicos juntos. No quiero
hablar con él así, en frío. Necesito saber
qué tal se lo ha tomado, para poder pensar en la mejor
forma de abordar la cuestión.

-¿Quieres que le dé largas?

-Intenta averiguar por dónde van los
tiros.

Toni cogió el auricular y presionó un
botón.

-Hola, Larry. Soy Toni Gallo, nos conocimos en
septiembre. ¿Cómo estás?

Mahoney era un secretario de prensa con malas pulgas y
voz quejumbrosa que siempre le recordaba al Pato
Donald.

-Preocupado -contestó.

-¿Por qué?

-Esperaba poder hablar con el profesor Oxenford -repuso
en tono cortante.

-Y él está deseando hablar contigo. Lo
hará en cuanto tenga ocasión -dijo Toni, tratando
de sonar lo más sincera posible-. Ahora mismo está
reunido con el subdirector. -En efecto, Stanley estaba sentado en
el borde de su propio escritorio, observándola con una
expresión en el rostro que podía ser afectuosa o
simplemente atenta. Sus miradas se cruzaron y Toni apartó
los ojos-. Te llamará en cuanto haya podido hacerse una
idea más precisa de lo ocurrido, seguramente antes del
mediodía.

-¿Cómo demonios has dejado que ocurriera
algo así?

-El joven que ha muerto se llevó un conejo del
laboratorio a escondidas, en una bolsa de deporte. A partir de
ahora haremos un control exhaustivo de todos los bultos que
entren o salgan del NBS4 para asegurarnos de que no vuelve a
pasar.

-Lo que me preocupa es la mala publicidad que esto
representa para el gobierno estadounidense. No queremos que nos
culpen de la propagación de un virus mortal entre la
población escocesa.

-No hay ningún peligro de que eso ocurra -dijo
Toni, cruzando los dedos.

-¿Alguno de los medios locales ha sacado a
relucir el hecho de que esta investigación se hace con
fondos estadounidenses?

-No.

-Lo harán antes o después.

-Estaremos preparados para contestar a cualquier
pregunta que hagan sobre el tema.

-La línea argumental que más daño
puede hacernos, a nosotros, y a vosotros, es la que sostiene que
esta investigación se hace en suelo escocés porque
los estadounidenses pensamos que es demasiado peligrosa para
hacerla en nuestro país.

-Gracias por la advertencia. Creo que tenemos una
respuesta muy convincente para rebatir ese argumento. Al fin y al
cabo, el fármaco lo inventó el profesor Oxenford
aquí mismo, en Escocia, así que lo lógico es
que se experimente aquí.

-Lo único que trato de evitar es que lleguemos a
un punto en el que la única manera de probar nuestra buena
voluntad sea trasladar la investigación a Fort
Detrick.

Toni se quedó sin palabras. Fort Detrick, en la
ciudad de Frederick, estado de Maryland, era el Centro de
Investigación de Enfermedades Infecciosas del
ejército estadounidense. ¿Cómo podía
trasladarse allí el proyecto? Eso significaría el
fin del Kremlin. Tras una larga pausa,Toni dijo:

-No hemos llegado a ese punto, ni mucho menos
-aseguró, deseando que se le ocurriera una
expresión más contundente.

-Eso espero, la verdad. Dile a Stanley que me llame
cuanto antes.

-Gracias, Larry. -Toni colgó el teléfono y
se volvió hacia Stanley-. No pueden trasladar el proyecto
a Fort Detrick, ¿verdad que no?

Stanley estaba pálido.

-En el contrato no consta ninguna disposición que
así lo indique, desde luego -empezó-. Pero estamos
hablando del gobierno del país más poderoso del
mundo, y puede hacer cualquier cosa que se le antoje.
¿Qué podría hacer yo, llegado el caso?
¿Demandarlos? Me pasaría el resto de la vida en los
tribunales, suponiendo que pudiera
permitírmelo.

Toni se estremeció al comprobar que Stanley
también era vulnerable. Él, que siempre conservaba
la calma, que tranquilizaba a los demás y siempre
sabía cómo solucionar un problema. De pronto,
parecía asustado. Toni reprimió el impulso de
abrazarlo.

-¿Crees que lo harían?

-Estoy seguro de que los microbiólogos de Fort
Detrick preferirían llevar las riendas de la
investigación, si pudieran.

-¿Y eso dónde te dejaría a
ti?

-En la bancarrota.

-¿Qué? -Toni estaba
consternada.

-Lo he invertido todo en el nuevo laboratorio
-confesó Stanley-. He pedido un crédito personal de
un millón de libras. En principio, el contrato con el
ministerio de Defensa estadounidense me permitiría cubrir
el coste del laboratorio en un plazo de cuatro años. Pero
como les dé por echarse atrás ahora, no tengo
manera de pagar las deudas, ni las mías ni las de la
empresa.

Toni no daba crédito a sus oídos.
¿Cómo era posible que de golpe y porrazo todo el
futuro de Stanley -por no mencionar el suyo propio- colgara de un
hilo?

-Pero el nuevo fármaco vale millones.

-Los valdrá, a la larga. Estoy seguro de su valor
científico, y por eso me dejé empeñar de
esta manera. Pero nunca se me ocurrió que el proyecto
pudiera venirse abajo por algo tan banal como la mala
publicidad.

Toni puso una mano sobre su brazo.

-Y todo porque una estrella de la tele con cerebro de
mosquito necesitaba una buena primicia -apostilló Toni-.
No me lo puedo creer.

Stanley dio unas palmaditas en la mano que descansaba
sobre su brazo, y luego apartó su propia mano y se
levantó.

-De nada sirve quejarnos. Lo que hay que hacer es
encontrar el modo de salir de esta.

-Claro. Los empleados te esperan. ¿Estás
listo?

-Sí. -Salieron de su despacho juntos-. Así
me voy curtiendo para la rueda de prensa.

Cuando pasaban por delante del escritorio de Dorothy,
esta levantó la mano para detenerlos.

-Un momento, por favor -dijo por el auricular. Luego
presionó un botón y se dirigió a Stanley-:
Es el primer ministro escocés -anunció-. En persona
-añadió, a todas luces impresionada-. Quiere hablar
con usted.

-Baja tú al vestíbulo y entretenlos -dijo
Stanley a Toni-. Iré tan pronto como pueda.

Dicho lo cual, volvió a entrar en su
despacho.

09.30

Kit Oxenford llevaba más de una hora esperando a
Harry McGarry.

McGarry, más conocido por todos como Harry Mac,
había nacido en Govan, un barrio obrero de la ciudad de
Glasgow, y se había criado en un humilde bloque de
viviendas cercano a Ibrox Park, cuna de los Rangers, el equipo de
fútbol protestante de la ciudad. Con los beneficios que
extraía del tráfico de drogas, el juego ilegal, el
robo y la prostitución, había logrado mudarse a
Dumbreck, al otro lado de Paisley Road. Físicamente,
seguía a poco más de un kilómetro de su
antiguo barrio, pero el cambio suponía un gran salto en la
escala social. Ahora vivía en un amplio chalet de nueva
planta con todas las comodidades, incluida piscina.

La casa estaba decorada como un hotel de lujo, con
réplicas de muebles de época y litografías
enmarcadas en las paredes, pero sin ningún toque personal:
ni fotos de familiares, ni objetos de adorno, ni flores, ni
mascotas. Kit esperaba nervioso en el amplio vestíbulo,
los ojos puestos en el papel pintado a rayas amarillas o las
afiladas patas de alguna mesa, observado de cerca por un
guardaespaldas sobrado de carnes que lucía un traje negro
de mala calidad.

El imperio de Harry Mac abarcaba todo el territorio
escocés y el norte de Inglaterra. Trabajaba con su hija,
Diana, a la que siempre llamaba Daisy,* lo que no dejaba de ser
irónico, teniendo en cuenta que era todo un ejemplo de
violencia y sadismo.

Harry era el propietario del casino ilegal en el que Kit
solía jugar. En Gran Bretaña, los establecimientos
de juego autorizados estaban sometidos a una serie de medidas
restrictivas que limitaban sus beneficios: no podían
cargar un porcentaje sobre las apuestas ni cobrar una tarifa fija
por el uso de las mesas de juego, no se admitían propinas,
no se podía beber alcohol en las mesas de juego y
había que ser socio del casino desde hacía por lo
menos veinticuatro horas para poder jugar. Harry hacía
caso omiso de las leyes, y a Kit le gustaba el ambiente
clandestino del juego ilegal.

Kit estaba convencido de que la mayor parte de los
jugadores eran estúpidos. Y la gente que controlaba los
casinos no era mucho más brillante. Un jugador inteligente
tenía todas las de ganar. En el caso del blackjack
había una forma correcta de jugar todas las manos -el
denominado «sistema básico»- que él
dominaba a la perfección. Luego, mejoraba sus
probabilidades memorizando las cartas que iban saliendo del juego
de seis barajas. Empezando de cero, sumaba un punto por cada
carta baja -el dos, el tres, el cuatro, el cinco y el seis- y lo
restaba por cada carta alta: el diez, la jota, la reina, el rey y
el as. No contaba el siete, el ocho ni el nueve. Cuando el
número resultante era positivo, significaba que la pila de
naipes restante contenía más cartas altas que
bajas, así que tenía bastantes posibilidades de
sacar un diez. Un número negativo le permitía
albergar esperanzas de sacar una carta baja. Conociendo las
probabilidades, sabía cuándo apostar fuerte y
cuándo no.

Pero Kit había tenido una mala racha más
prolongada de lo habitual, y cuando su deuda alcanzó las
cincuenta mil libras, Harry quiso cobrar.

Kit había acudido a su padre y, en lo que sin
duda habría sido para él una experiencia
humillante, le había suplicado que saldara su deuda. Poco
antes, cuando Stanley lo había despedido, Kit lo
había acusado de no preocuparse por él, pero
entonces se había visto obligado a reconocer la verdad: su
padre sí lo quería. De hecho, estaba dispuesto a
hacer casi cualquier cosa por él, y Kit lo sabía
perfectamente. Su farsa había quedado al descubierto,
dejándolo a la altura del betún, pero había
valido la pena. Stanley había pagado.

Kit había prometido no volver a las andadas y lo
había dicho en serio, pero la tentación pudo
más que él. Era una locura, una enfermedad, era
vergonzoso y humillante, pero era lo más excitante del
mundo, y no podía resistirse.

Cuando su deuda volvió a alcanzar las cincuenta
mil libras, recurrió de nuevo a su padre, pero esta vez
Stanley se negó a hacerse cargo de la deuda.

-No tengo tanto dinero -le había dicho-. A lo
mejor podría pedirlo prestado, pero ¿de qué
serviría? Lo perderías y acabarías volviendo
a por más hasta arruinarnos a los dos.

Kit lo había acusado de no tener corazón,
de ser un avaricioso. Lo llamó usurero, tacaño y
judío de mierda, juró que nunca volvería a
dirigirle la palabra. Sus palabras habían hecho mella
-siempre podía herir a su padre, eso lo sabía-,
pero Stanley se había mantenido firme.

Llegados a este punto, Kit habría hecho bien en
abandonar el país.

Soñaba con marcharse a Italia e instalarse en la
ciudad natal de su madre, Lucca. La familia la había
visitado varias veces durante su infancia, antes de que los
abuelos se murieran. Era una hermosa ciudad amurallada, antigua y
pacífica, con pequeñas plazas en las que se
podía tomar un exprés a la sombra. Kit chapurreaba
el italiano, pues mamma Marta se dirigía a sus
hijos en esta lengua cuando eran pequeños. Podía
alquilar una habitación en una de aquellas antiguas casas
señoriales y trabajar ayudando a la gente con sus
problemas informáticos, algo que para él era como
coser y cantar. Creía que podía ser muy feliz
llevando una vida así.

Pero en lugar de marcharse a Italia había
intentado recuperar jugando el dinero que debía. Con eso,
su deuda se había elevado a un cuarto de
millón.

Por esa cantidad de dinero, Harry Mac lo habría
perseguido hasta el fin del mundo. Pensó en suicidarse, y
llegó incluso a estudiar los rascacielos del centro de
Glasgow, preguntándose si podría llegar hasta la
azotea de uno de ellos para lanzarse al vacío.

Tres semanas atrás, lo habían citado en
aquella casa. Había sentido un pánico atroz. Estaba
seguro de que iban a darle una paliza. Cuando lo guiaron hasta el
salón, con sus sofás de seda amarilla, se
había preguntado cómo se las arreglarían
para impedir que la sangre manchara las
tapicerías.

-Tengo aquí a un caballero que desea hacerte una
pregunta -le había dicho Harry. Kit no podía
imaginar qué clase de pregunta podría querer
hacerle ninguno de los amigos de Harry, a no ser
«¿Dónde está el puto
dinero?».

El caballero en cuestión era Nigel Buchanan, un
tipo de cuarenta y pocos años y aspecto reservado que
lucía ropa informal de aspecto caro: chaqueta de
cachemira, pantalones de sport oscuros y camisa con el cuello
desabrochado.

-¿Puedes colarme en el Nivel Cuatro de Oxenford
Medical?

Había otras dos personas en el salón
amarillo en aquel momento. Una de ellas era Daisy, una chica
musculosa de unos veinticinco años con la nariz rota, piel
acneica y un piercing en el labio inferior. Llevaba puestos unos
guantes de piel. La otra persona era Elton, un apuesto hombre
negro más o menos de la misma edad que Daisy, al parecer
compañero de Nigel.

Kit se sintió tan aliviado de saber que no le
iban a pegar una paliza que habría accedido a cualquier
cosa.

Nigel le ofreció una recompensa de trescientas
mil libras por el trabajo de una noche.

Kit no podía creer que tuviera tanta suerte.
Aquella cantidad sería suficiente para pagar sus deudas y
más. Podía abandonar el país. Podía
irse a Lucca y convertir su sueño en realidad. Se
sentía exultante. Todos sus problemas se habían
resuelto como por arte de magia.

Más tarde, Harry le había hablado de Nigel
en tono encomiástico. Al parecer, era un ladrón
profesional que solo robaba por encargo y tras haber acordado el
precio.

-Es el mejor -dijo Harry-. ¿Que quieres comprar
un cuadro de Miguel Ángel? Ningún problema.
¿Una ojiva nuclear? Él te la consigue, siempre que
puedas permitírtelo. ¿Te acuerdas de Shergar, el
caballo de carreras al que secuestraron? Ahí estaba Nigel.
-Y añadió-: Vive en Licchtenstein -como si
Licchtenstein fuera un lugar de residencia más
exótico que Marte.

Kit había pasado las siguientes tres semanas
planeando el robo del fármaco antiviral. Había
sentido alguna que otra punzada de culpa mientras perfeccionaba
el plan para robar a su padre, pero por encima de todo
experimentaba un profundo regocijo ante la oportunidad de
vengarse de papá, que primero lo había despedido y
luego se había negado a salvarlo de las garras de los
matones. Y de paso le metería el dedo en el ojo a Toni
Gallo.

Nigel había repasado el plan con él punto
por punto, cuestionándolo todo. A veces consultaba a
Elton, que estaba a cargo del equipo logístico, en
especial de los vehículos. Kit tenía la
impresión de que era un valioso experto en cuestiones
técnicas que había trabajado con Nigel en ocasiones
anteriores. Daisy se uniría a ellos en el momento de la
incursión, en teoría para asegurar un plus de
fuerza bruta en caso de necesidad, aunque Kit sospechaba que su
verdadero propósito era arrebatarle las 250.000 libras que
debía a su padre en cuanto cobrara de Nigel.

Kit había propuesto que se dieran cita en un
aeródromo abandonado cerca del Kremlin. Nigel miró
a Elton.

Eso está bien -aprobó este. Hablaba con un
marcado acento londinense-. Podríamos quedar allí
con el comprador más tarde. Puede que quiera venir en
avión.

Al final, para alegría de Kit, Nigel había
declarado que su plan era brillante.

Ahora, se veía en el penoso deber de decirle a
Harry que tenían que cancelarlo todo. Estaba destrozado.
En su interior se mezclaban la decepción, el abatimiento y
el miedo.

Finalmente lo llevaron hasta Harry. Nervioso,
siguió los pasos del guardaespaldas y cruzó el
cuarto de la lavadora, situado en la parte trasera de la casa,
hasta salir al exterior. Desde allí, el guardaespaldas lo
guió hasta el pabellón de la piscina, construido a
imagen y semejanza de un invernadero eduardiano, con azulejos
vidriados en tonos oscuros y mortecinos. La propia piscina era de
un desagradable verde oscuro. Algún interiorista
había aconsejado aquello, adivinó Kit, y Harry le
había dado su aprobación sin ni siquiera mirar los
planos.

Harry era un hombre bajo y fornido de cincuenta
años, con la piel grisácea de un fumador
empedernido. Estaba sentado a una mesa de hierro forjado,
envuelto en un albornoz púrpura de rizo americano, tomando
café solo en una pequeña taza de porcelana y
leyendo el Sun. El diario estaba abierto por la
página de los horóscopos. Daisy estaba en el agua,
nadando infatigablemente de un lado a otro de la piscina. Kit se
sobresaltó al ver que iba completamente desnuda, a no ser
por los guantes de submarinista. Siempre llevaba
guantes.

-No necesito verte, chaval -dijo Harry-. No quiero
verte. No sé nada de ti ni de lo que vas a hacer esta
noche. Y nunca he conocido a nadie llamado Nigel Buchanan.
¿Vas pillando la indirecta?

No ofreció a Kit una taza de
café.

El ambiente era bochornoso. Kit lucía su mejor
traje de lana de mohair en tono azul de Prusia sobre una camisa
blanca con el cuello desabrochado. Le costaba trabajo respirar y
notaba una incómoda sensación de humedad en la
piel. Se dio cuenta de que había roto alguna regla sagrada
del protocolo criminal al acudir a Harry el mismo día del
robo, pero no tenía alternativa.

-Necesitaba hablar contigo -dijo-. ¿No has visto
las noticias?

-¿Y qué si lo he hecho?

Kit reprimió un gesto de irritación. Los
hombres como Harry jamás reconocían que ignoraban
algo, por insignificante que fuera.

-Se ha montado una buena en Oxenford Medical -le
informó Kit-. Uno de los técnicos de laboratorio se
ha muerto de un virus.

-¿Y qué quieres que haga yo, enviarle un
ramo de flores?

-Habrán extremado las medidas de seguridad. Hoy
es el peor día imaginable para entrar a robar en el
laboratorio. En condiciones normales ya es bastante
difícil. Tienen un sistema de alarmas supercomplicado y la
tía que han puesto al frente de la seguridad es un hueso
duro de roer.

-Pero qué quejica eres.

Harry no lo había invitado a tomar asiento,
así que Kit se apoyó en el respaldo de una silla,
sintiéndose fuera de lugar.

-Hay que cancelar el golpe.

-Deja que te explique algo. -Harry sacó un
cigarrillo de un paquete que descansaba sobre la mesa y lo
encendió con un mechero de oro. A la primera calada tuvo
un ataque de tos, una tos cavernosa que parecía brotarle
del fondo de los pulmones. Cuando se le pasó,
escupió en la piscina y le dio un sorbo al café
antes de proseguir-: Para empezar, yo he dado mi palabra de que
el plan se llevará a cabo. Puede que eso no signifique
nada para ti, siendo como eres un hijo de papá, pero
cuando un hombre hecho y derecho dice que algo va a ocurrir y
luego no ocurre, queda como un perfecto
imbécil.

-Sí, pero…

-Ni se te ocurra interrumpirme.

Kit enmudeció.

-En segundo lugar, Nigel Buchanan no es un colgado
cualquiera que decide entrar a robar en el Woolworth"s de la
esquina. Es una leyenda viva, y más importante aún,
se relaciona con gente muy respetada en Londres. Cuando tratas
con gente de ese nivel, lo último que quieres es quedar
como un imbécil.

Hizo una pausa, como retando a Kit a llevarle la
contraria.

Este no abrió la boca. ¿Cómo
había llegado a involucrarse con semejante gentuza? Se
había metido en la boca del lobo y ahora estaba
completamente paralizado, esperando a que la jauría se
cebara con él.

-Y en tercer lugar, me debes un cuarto de millón.
Nadie me ha debido tanto dinero durante tanto tiempo sin tener
que comprarse unas muletas. No sé si me
explico.

Kit asintió en silencio. Estaba tan asustado que
creía que iba a vomitar.

-Así que no me vengas con que hay que cancelar el
golpe.

Harry cogió el Sun, dando por finalizada
la conversación.

Kit se obligó a romper su mutismo.

-Quería decir posponer, no cancelar
-aventuró-. Podemos hacerlo otro día, cuando haya
pasado todo este follón.

Harry no apartó la mirada del diario.

-A las diez de la mañana del día de
Navidad, eso es lo que dijo Nigel. Y yo quiero mi
dinero.

-¡Es absurdo hacerlo sabiendo que nos van a coger!
-replicó Kit, desesperado. Harry no respondió-.
Todos podemos esperar un poquito, ¿no? -Era como hablarle
a una pared-. Más vale tarde que nunca.

Harry miró fugazmente hacia la piscina, haciendo
una seña. Daisy debía de estar atenta a todos sus
gestos, pues salió del agua al instante. No se
quitó los guantes. Tenía hombros y brazos fornidos.
Sus senos rasos apenas se movían mientras caminaba. Kit se
fijó en que tenía un tatuaje en un pecho y un
piercing en el pezón del otro. Cuando se acercó
más, se dio cuenta de que iba afeitada de la cabeza a los
pies. Tenía el vientre plano, los muslos delgados y el
pubis prominente. Cada detalle de su cuerpo estaba expuesto a la
vista, no solo de Kit, sino también de su padre, si es que
este se molestaba en mirar. Kit se sintió
incómodo.

Harry seguía impasible.

-Kit quiere que esperemos para cobrar el dinero que nos
debe, Daisy. -Se levantó y ciñó el
cinturón del albornoz-. Explícale qué
opinamos nosotros al respecto. Yo estoy demasiado
cansado.

Harry se colocó el periódico debajo del
brazo y se fue.

Daisy cogió a Kit por las solapas de su mejor
traje.

-Escucha -suplicó él-, solo quiero
asegurarme de que esto no sea un desastre para todos.

Daisy lo zarandeó bruscamente. Kit perdió
el equilibrio y se habría caído al suelo si ella no
lo hubiera impedido. Entonces lo arrojó a la
piscina.

Kit se llevó un buen susto, pero si lo peor que
le hacía Daisy era estropear su mejor traje, se
consideraría un hombre afortunado. Entonces, justo cuando
sacaba la cabeza del agua, ella saltó sobre él,
golpeándole la espalda con las rodillas. Kit gritó
de dolor y tragó agua mientras volvía a sumergirse
en contra de su voluntad.

Estaban en la parte menos profunda de la piscina. Cuando
sus pies tocaron el fondo, Kit intentó incorporarse, pero
el brazo de Daisy le sujetó la cabeza y volvió a
perder el equilibrio. Entonces ella lo sujetó boca abajo,
obligándole a mantener la cabeza sumergida.

Kit contuvo la respiración, esperando que Daisy
le asestara un puñetazo o algo similar, pero nada
ocurrió. Angustiado por la falta de aire, empezó a
forcejear, intentando zafarse, pero ella era más fuerte
que él. Furioso, la emprendió a patadas y manotazos
que no eran sino débiles aspavientos debajo del agua. Se
sentía como un niño con un berrinche que se
debatía impotente mientras su madre lo
sujetaba.

Su necesidad de aire era ahora desesperada, y
procuró no dejarse vencer por el pánico mientras
reprimía el impulso de abrir la boca para respirar. Se dio
cuenta de que Daisy lo sujetaba con el brazo izquierdo y se
apoyaba en una rodilla, por lo que su propia cabeza apenas
asomaba por encima del agua. Kit se quedó inmóvil,
para que sus pies flotaran hacia abajo, pensando que quizá
así Daisy creería que había perdido el
conocimiento. Sus pies tocaron el fondo de la piscina, pero ella
no aflojó la presión. Entonces afianzó bien
los pies y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas
en un desesperado intento de desplazarla. Pero Daisy apenas se
movió, y se limitó a sujetarlo con más
fuerza. Era como si alguien le exprimiera la cabeza con unas
tenazas de acero.

Kit abrió los ojos debajo del agua. Tenía
la barbilla aplastada contra las huesudas costillas de Daisy.
Ladeó un poco la cabeza, abrió la boca y le
hincó los dientes con todas sus fuerzas. Notó que
se estremecía, y la mano que le sujetaba la cabeza
aflojó un poco. Kit apretó las mandíbulas,
intentando traspasar con los dientes el pliegue de piel que
había aprisionado. Entonces sintió la mano
enguantada de Daisy en el rostro y sus dedos presionándole
los ojos. Retrocedió instintivamente, relajando las
mandíbulas y soltando la presa.

El pánico se adueñó de él.
No podía contener la respiración por mucho
más tiempo. Su cuerpo privado de oxígeno lo
obligó a abrir la boca en busca de aire, y el agua
encharcó sus pulmones. Empezó a toser y a vomitar
al mismo tiempo. Con cada nuevo espasmo, el agua entraba a
borbotones por su garganta. Supo que no tardaría en
morir.

Entonces Daisy pareció ceder un poco. Tiró
con fuerza de su cabeza hasta sacarla del agua. Kit abrió
la boca e inspiró una bocanada de aire, de bendito aire
puro, que le hizo expulsar un chorro de agua de los pulmones.
Entonces, antes de que pudiera volver a inspirar, ella le
hundió de nuevo la cabeza, y en lugar de aire tragó
agua.

El pánico se convirtió en algo peor.
Desesperado, Kit se debatía con todas sus fuerzas. El
terror le dio nuevos bríos y Daisy hubo de emplearse a
fondo para sujetarlo, pero no logró sacar la cabeza del
agua. Ya no intentaba mantener la boca cerrada, sino que dejaba
que el agua lo inundara. Cuanto antes se ahogara, antes se
acabaría aquel suplicio.

Daisy volvió a sacar su cabeza del
agua.

Kit escupió agua e inspiró una preciosa
bocanada de aire. Luego su cabeza volvió a
sumergirse.

Gritó, pero de su boca no brotó sonido
alguno. Sus forcejeos se debilitaron. Sabía que Harry no
quería que Daisy lo matara, pues eso daría al
traste con el plan, pero Daisy no parecía demasiado
cuerda, y todo hacía pensar que se le estaba yendo la
mano. Kit decidió que iba a morir. Sus ojos abiertos no
veían más que un borrón verdoso. Entonces
todo empezó a oscurecerse, como si anocheciera de
pronto.

Y al fin perdió el conocimiento.

10.00

Ned no sabía conducir, así que Miranda se
sentó al volante del Toyota Previa. Su hijo Tom iba
sentado en el asiento de atrás con la Game Boy.
Habían abatido la última fila de asientos para
hacer sitio a una pila de regalos envueltos en papel rojo y
dorado y atados con cinta verde.

Mientras se alejaban de las casas adosadas de estilo
georgiano cercanas a Great Western Road donde Miranda
tenía su piso, empezó a nevar ligeramente. Se
había desatado una tormenta sobre el mar, hacia el norte,
pero los meteorólogos aseguraban que pasaría de
largo por Escocia.

Miranda se sentía satisfecha. Se dirigía a
la casa paterna junto a los dos hombres de su vida para pasar la
Navidad en familia. Le vino a la mente la época en que,
como ahora, cogía el coche y volvía a casa desde la
universidad para celebrar las fiestas soñando con la
comida casera, los cuartos de baño limpios, las sabanas
planchadas y el sentirse querida y cuidada.

Su primer destino era el barrio de la periferia donde
vivía la ex mujer de Ned. Tenían que pasar a
recoger a su hija, Sophie, antes de seguir hacia
Steepfall.

La consola de Tom emitía una melodía
descendente, lo que seguramente indicaba que se había
estrellado con su nave espacial o que un gladiador lo
había decapitado. El chico suspiró:

-He visto en una revista de coches unas pantallas
superguays que se ponen en los reposacabezas para que la gente
que va detrás pueda ver pelis y todo eso.

-Un accesorio realmente indispensable -ironizó
Ned con una sonrisa.

-Deben de costar un ojo de la cara -apuntó
Miranda.

-No creas -repuso Tom.

Miranda lo miró por el espejo
retrovisor.

-¿Cuánto?

-No lo sé, es solo que no parecían
demasiado caras, ya sabes.

-¿Por qué no averiguas el precio, y
veremos si nos podemos permitir una pantalla de esas?

-¡Vale, genial! Y si es demasiado cara para ti, se
la pediré al abuelo.

Miranda sonrió. Nada como pillar al abuelo de
buenas para conseguir cualquier cosa.

Miranda siempre había albergado la esperanza de
que Tom heredara el talento científico de su abuelo. Por
el momento, nada permitía adivinarlo. Era buen estudiante,
pero no sobresaliente. Miranda tampoco estaba segura de saber en
qué consistía exactamente el talento de su padre.
Era un brillante microbiólogo, por supuesto, pero
había algo más. En parte la imaginación para
adivinar en qué dirección avanzaría el
progreso, en parte la capacidad de liderazgo para ilusionar a un
grupo de científicos y animarlos a trabajar en equipo.
¿Cómo saber si un chico de once años
poseía ese tipo de habilidades? Mientras tanto, nada
atrapaba la atención de Tom como un nuevo juego de
ordenador.

Miranda puso la radio. Había un coro cantando un
villancico.

-Si vuelvo a escuchar «Away in a Manger» una
vez más, me veré obligado a suicidarse
empalándome a mí mismo en un árbol de
Navidad -rezongó Ned. Miranda cambió de emisora y
dio con John Lennon cantando «War is Over». Ned
gimió y dijo:

-¿Sabías que en el infierno suenan
villancicos durante todo el año? Es un hecho
conocido.

Miranda soltó una carcajada. Segundos
después encontró una emisora de música
clásica en la que sonaba un trío de
piano.

– ¿Qué te parece esto?

– Haydn. Perfecto.

Ned se comportaba como un cascarrabias ante todo lo
relacionado con la cultura popular. Era algo que formaba parte de
su pose de intelectual, como el hecho de no saber conducir. A
Miranda le daba igual. Tampoco le gustaban la música pop,
los culebrones y las reproducciones baratas de cuadros famosos.
Pero sí los villancicos.

Aceptaba las rarezas de Ned, pero la conversación
de aquella mañana con Olga le había dado que
pensar. ¿Era Ned una persona débil? A veces
desearía que se mostrara más firme y
enérgico. Su ex marido, Jasper, lo era en exceso, pero a
veces Miranda añoraba el tipo de relación sexual
que había tenido con él. Jasper era egoísta
en la cama, la poseía sin delicadeza alguna, sin pensar en
otra cosa que en su propio placer; y para su vergüenza,
Miranda había descubierto que eso la hacía sentirse
liberada y le permitía disfrutar a sus anchas. Con el
tiempo, la pasión de aquellos encuentros se había
ido apagando y ella había terminado harta de su
egoísmo y su nula consideración por nada que no
fuera él mismo. No obstante, deseaba que Ned pudiera
comportarse así de vez en cuando.

Sus pensamientos se volvieron hacia Kit. Estaba desolada
por el hecho de que se hubiera echado atrás. Se
había esforzado mucho para convencerlo de que se uniera al
resto de la familia en Navidad. Había acabado cediendo
tras negarse en un principio, así que tampoco le
sorprendía demasiado que hubiera vuelto a cambiar de idea.
De todas formas era un golpe duro, pues Miranda deseaba con todas
sus fuerzas ver a la familia reunida, como ocurría casi
siempre en Navidad hasta la muerte de la mamma. El
distanciamiento entre papá y Kit la asustaba. El que
hubiera ocurrido tan poco tiempo después de la muerte de
su madre hacía que la familia pareciera peligrosamente
frágil. Y si su familia era vulnerable, ¿de
qué podía estar segura?

Tomó una calle flanqueada por pequeñas
casas de piedra adosadas, construidas en la era industrial para
albergar a los obreros, y aparcó delante de una vivienda
algo más grande que las demás que bien podía
haber pertenecido a un capataz de la época. Ned
había vivido allí con Jennifer hasta que se
habían separado, dos años antes. Habían
reformado la casa con gran sacrificio, y Ned aún
seguía pagando las obras. Cada vez que Miranda pasaba por
aquella calle se enfurecía al recordar la cantidad de
dinero que le pasaba a su ex mujer.

Puso el freno de mano pero dejó el motor en
marcha. Tom y ella se quedaron en el coche mientras Ned enfilaba
el camino de acceso a la casa. Miranda nunca había estado
en aquella casa. Aunque Ned había abandonado el hogar
conyugal antes de conocerla, Jennifer se comportaba como si ella
fuera la culpable de que su matrimonio se viniera abajo. Evitaba
verla, le hablaba en un tono cortante por teléfono y
según su hija Sophie, que no conocía el significado
de la palabra discreción, se refería a ella como
«esa vaca burra» delante de sus amigas. Jennifer, por
su parte, era delgada como un palillo y tenía una gran
nariz aguileña.

Sophie, una adolescente de catorce años ataviada
con vaqueros y un jersey ajustado, salió a abrir la
puerta. Ned la besó y pasó al interior de la
casa.

En la radio del coche sonaba una de las Danzas
eslavas
de Dvorak. En el asiento trasero, la Game Boy de Tom
pitaba a intervalos irregulares. Fuera, las ráfagas de
nieve azotaban el coche. Miranda subió la
calefacción. Ned salió de la casa con cara de pocos
amigos.

Se acercó a la ventanilla de Miranda.

-Jennifer ha salido -dijo-. Sophie ni siquiera ha
empezado a preparar la maleta. ¿Puedes venir y echarle una
mano?

-Francamente, Ned, no creo que deba -contestó
Miranda contrariada. No le apetecía lo más
mínimo entrar en la casa en ausencia de
Jennifer.

Ned parecía desesperado.

-Si quieres que te diga la verdad, no estoy seguro de
saber qué necesita una chica cuando se va de
viaje.

Miranda no lo puso en duda. Para Ned, hacer su propia
maleta era todo un reto. Nunca lo había hecho mientras
vivía con Jennifer. Cuando Miranda y él estaban a
punto de irse de vacaciones juntos por primera vez -una visita a
los museos de Florencia- ella se había negado por
principio a hacerle la maleta y él se había visto
obligado a aprender. Sin embargo, en los viajes siguientes -un
fin de semana en Londres, cuatro días en Viena-, ella se
había encargado de revisar su equipaje, y siempre
descubría que había olvidado algo importante. Hacer
la maleta de otra persona era algo que estaba más
allá de sus posibilidades.

Miranda suspiró y apagó el
motor.

-Tom, tú también tendrás que
venir.

La decoración de la casa era todo un acierto,
pensó Miranda mientras entraba en el vestíbulo.
Jennifer tenía buen ojo. Había combinado muebles
rústicos sencillos con telas coloridas, tal como lo
habría hecho cien años atrás la hacendosa
esposa de un capataz. Las tarjetas de Navidad se alineaban sobre
la repisa de la chimenea, pero al parecer no habían puesto
árbol.

Le resultaba extraño pensar que Ned había
vivido allí y que había vuelto a aquella casa
día tras día al finalizar la jornada laboral, tal
como ahora volvía a su propio piso. Había escuchado
las noticias en la radio, se había sentado a cenar,
había leído novelas rusas, se había lavado
los dientes con gesto ausente y se había metido en la cama
del mismo modo maquinal para estrechar a otra mujer entre sus
brazos.

Sophie estaba en el salón, tumbada en un
sofá delante de la televisión. Lucía un
piercing de bisutería barata en el ombligo. Miranda
reconoció el olor a tabaco.

-Sophie -dijo Ned-, Miranda te ayudará a hacer la
maleta, ¿vale, tesoro? -Había en su voz un tono de
súplica que hizo que Miranda sintiera vergüenza
ajena.

-Estoy viendo una peli -replicó la joven,
enfurruñada.

Miranda sabía que Sophie no reaccionaría
con súplicas, sino con firmeza. Cogió el mando a
distancia y apagó la televisión.

-Enséñame tu habitación, por favor
-dijo en un tono que no admitía réplica.

Sophie parecía indignada.

-Date prisa, no tenemos mucho tiempo.

Sophie se levantó a regañadientes y se
encaminó lentamente a la habitación. Miranda la
siguió escaleras arriba hasta un dormitorio de aspecto
caótico decorado con pósters de adolescentes que
lucían extraños cortes de pelo y pantalones
ridiculamente anchos.

-Vamos a pasar cinco días en Steepfall,
así que para empezar necesitas diez bragas.

-No tengo tantas.

Miranda no se lo creía, pero le dijo:

-Entonces nos llevaremos las que tengas, y podrás
ir lavándolas tú misma.

Sophie estaba de pie en medio de la habitación, y
había un aire desafiante en su hermoso rostro.

-Venga -dijo Miranda-. Yo no soy tu criada. Saca unas
cuantas bragas.

La miró a los ojos. Sophie no pudo sostener su
mirada. Bajó la vista, se dio la vuelta y abrió el
cajón superior de una cómoda. Estaba repleto de
ropa interior.

-Saca también cinco sostenes -ordenó
Miranda.

Sophie empezó a sacar las prendas.

«Crisis superada», pensó Miranda.
Abrió la puerta del armario.

-Vas a necesitar un par de vestidos para cenar.
-Sacó un vestido rojo con tirantes finos, demasiado sexy
para una adolescente de catorce años-. Este es bonito
-mintió.

Sophie se relajó un poco.

-Es nuevo.

-Deberíamos envolverlo para que no se arrugue.
¿Sabes si hay papel de seda?

-En un cajón de la cocina, creo.

-Yo iré a por él. Tú, mientras,
busca un par de vaqueros limpios.

Miranda bajó las escaleras, sintiendo que
empezaba a encontrar el punto justo entre la amabilidad y la
autoridad en su relación con Sophie. Ned y Tom estaban en
el salón, viendo la tele. Miranda entró en la
cocina y le preguntó elevando la voz:

-Ned, ¿sabes dónde está el papel de
seda?

-Lo siento, no tengo ni idea.

-No sé por qué me molesto en
preguntártelo -farfulló Miranda, y empezó a
abrir cajones.

Al final encontró un poco de papel de seda en el
fondo de un aparador, junto con varios objetos de costura. Tuvo
que arrodillarse en el suelo embaldosado para sacar el fajo de
papel de debajo de una caja de cintas. Le costó trabajo
hurgar en el interior del mueble, y notó como la sangre se
le agolpaba en la cabeza. «Esto es ridículo
-pensó-. Solo tengo treinta y cinco años,
debería poder agacharme sin esfuerzo. Tengo que perder
cinco kilos. Adiós a las patatas asadas con el pavo de
Navidad.»

Mientras sacaba el papel de seda del aparador, se
abrió la puerta trasera y se oyeron pasos de mujer.
Miranda levantó los ojos y se encontró con
Jennifer.

¿Qué demonios crees que estás
haciendo? -preguntó esta. Era una mujer menuda, pero se
las arreglaba para parecer temible, con su ancha frente y la
prominente nariz. Iba muy elegante, con un traje sastre entallado
y botas de tacón.

Miranda se incorporó, jadeando ligeramente. Para
su vergüenza, notó que una gota de sudor le resbalaba
por el cuello.

-Estaba buscando papel de seda.

-Eso ya lo veo. Quiero saber qué haces en mi casa
para empezar.

Ned apareció en el umbral de la
puerta.

-Hola, Jenny. No te he oído entrar.

-Salta a la vista que no te ha dado tiempo de hacer
sonar la alarma -replicó con sarcasmo.

-Lo siento -dijo él-, pero le he pedido a Miranda
que entrara y…

-¡Pues no tendrías que haberlo hecho!
-interrumpió Jennifer-. No quiero a tus mujeres en mi
casa.

Lo había dicho como si Ned tuviera un
harén, cuando lo cierto era que solo había salido
con dos mujeres desde que había roto con ella. Con la
primera solo había quedado una vez, y la segunda
había sido Miranda. Pero habría parecido infantil
recordárselo en aquel momento. En lugar de eso, Miranda
dijo:

-Solo intentaba ayudar a Sophie.

-Mi hija es cosa mía. Por favor, vete de mi
casa.

Ned intervino:

-Lo siento si te hemos asustado, Jenny,
pero…

-No te molestes en pedir disculpas, solo sácala
de aquí.

Miranda se puso roja como un tomate. Nadie había
sido tan grosero con ella en toda su vida.

-Será mejor que me vaya
-musitó.

-Eso es -repuso Jennifer.

-Saldré con Sophie tan pronto como pueda -dijo
Ned.

Miranda estaba tan enfurecida con él como con
Jennifer, aunque todavía no sabía muy bien por
qué. Se encaminó al vestíbulo.

-Puedes usar la puerta de atrás -le espetó
Jennifer.

Para su vergüenza, Miranda dudó un segundo.
Miro a Jenifer y vio en su rostro un amago de sonrisa. Eso le dio
el valor que necesitaba.

-No lo creo -respondió serenamente. Y
siguió caminando hasta la puerta delantera.

-Tom, nos vamos -dijo, alzando la voz.

-Un segundo! -contestó el niño a voz en
grito.

Miranda entró en el salón, donde su hijo
estaba viendo la televisión. Lo cogió por la
muñeca, lo obligó a levantarse y lo sacó a
rastras.

-Me haces daño! -protesto.

Miranda salió dando un portazo.

-La próxima vez, ven cuando te llame.

Cuando se subió al coche, tenía ganas de
llorar. Ahora tenía que quedarse allí esperando,
como una criada, mientras Ned estaba en la casa con su ex mujer.
¿Habría planeado Jennifer aquella escenita solo
para humillarla? Era posible. Ned se había comportado como
un verdadero calzonazos. Ahora sabía por qué estaba
tan furiosa con él. Había consentido que Jennifer
la insultara sin decir una sola palabra en su defensa. Lo
único que hacía era disculparse una y otra vez.
¿Y por qué? Si Jennifer se hubiera molestado en
prepararle el equipaje a su hija, o si por lo menos la hubiera
puesto a ella a hacerlo, Miranda no habría tenido que
entrar en la casa. Y lo peor de todo era que se había
desquitado con su hijo. Debería haberle gritado a
Jennifer, no a Tom.

Lo miró por el espejo retrovisor.

-Tommy, siento haberte hecho daño
-dijo.

No pasa nada -contestó el chico sin apartar los
ojos de la Game Boy. -Siento no haber venido cuando me has
llamado.

-Entonces estamos en paz -concluyó
Miranda.

Una lágrima rodó por su mejilla, y la
secó rápidamente.

11.00

-Los virus matan a miles de personas todos los
días -empezó Stanley Oxenford-. Cada diez
años, aproximadamente, una epidemia de gripe mata a cerca
de veinticinco mil personas en el Reino Unido. En 1918, la gripe
causó más bajas que la Primera Guerra Mundial. En
el año 2002, tres millones de personas murieron a causa
del sida, provocado por el virus de inmunodeficiencia humano. Y
los virus están presentes en el diez por ciento de los
casos de cáncer.

Toni escuchaba atentamente, sentada junto a él en
el vestíbulo principal, bajo las vigas barnizadas de la
bóveda neogótica. Stanley parecía tranquilo
y dueño de sí mismo, pero ella lo conocía lo
bastante bien para percibir el temblor apenas audible que la
tensión imprimía a su voz. La amenaza de Laurence
Mahoney le había sentado como un mazazo, y el temor a
perder cuanto tenía era tan grande que a duras penas
lograba ocultarlo bajo aquella apariencia de
serenidad.

Observó los rostros de los periodistas
allí congregados. ¿Escucharían lo que
tenía que decirles y comprenderían la importancia
de su trabajo? Conocía bien a los periodistas. Algunos
eran inteligentes, muchos estúpidos. Unos pocos
creían en la verdad, pero la mayoría se limitaba a
escribir la historia más sensacionalista que podía
sin pillarse demasiado los dedos. Le indignaba que tuvieran en
sus manos el destino de un hombre como Stanley. Sin embargo, el
poder de los tabloides era un hecho indiscutible de la vida
moderna. Si un número suficiente de aquellos gacetilleros
decidía retratar a Stanley como un científico loco
en su castillo de Frankenstein, los estadounidenses
podrían sentirse lo bastante incómodos con la
situación para retirarle su apoyo
económico.

Y eso sería trágico, no solo para Stanley,
sino para la toda humanidad. Sin duda, otra persona se
encargaría de concluir el proceso de
experimentación del fármaco antiviral, pero un
Stanley arruinado y destrozado no podría inventar
más panaceas. Toni pensó con rabia que le
gustaría abofetear la cara de tontos de los periodistas y
decirles: «¡Eh, despertad, también es vuestro
futuro el que está en juego!».

-Los virus forman parte de la vida, pero no tenemos por
qué aceptarlos resignadamente -prosiguió Stanley.
Toni admiraba su forma de hablar. Su voz sonaba ponderada y
relajada a la vez. También utilizaba aquel tono cuando
quería explicar algo a sus colegas más
jóvenes. Por eso sus disertaciones sonaban más bien
como una conversación amistosa-. Los científicos
podemos vencer a los virus. Antes del sida, la enfermedad
más temida por el hombre era la viruela, hasta que un
científico llamado Edward Jenner descubrió la
vacuna en el año 1796. Hoy la viruela se ha erradicado.
Del mismo modo, la incidencia de la polio es nula en grandes
zonas del mundo. Algún día derrotaremos a la gripe,
el sida e incluso el cáncer, y lo harán
científicos como nosotros, que trabajarán en
laboratorios como este.

Una mujer levantó la mano y
preguntó:

-¿A qué campo de investigación se
dedican ustedes exactamente?

Toni se adelantó a Stanley:

-¿Le importaría identificarse, por
favor?

-Edie McAllan, corresponsal para temas
científicos del Scotland on Sunday.

Cynthia Creighton, que estaba sentada al otro lado de
Stanley, tomó nota del nombre.

-Hemos desarrollado un fármaco antiviral
-contestó Stanley-. No es algo frecuente. Existen muchos
fármacos antibióticos, que eliminan a las
bacterias, pero pocos atacan a los virus.

-¿Cuál es la diferencia? -preguntó
un hombre, y añadió-: Clive Brown, del Daily
Record.

El Record era un diario sensacionalista. Toni
estaba satisfecha con el rumbo que iban tomando las preguntas.
Quería que la prensa se concentrara en los aspectos
científicos de la cuestión. Cuanto mejor
entendieran lo que allí se hacía, menos
probabilidades había de que publicaran disparates capaces
de perjudicar a la empresa.

-Las bacterias o gérmenes -contestó
Stanley- son seres diminutos que pueden observarse con un
microscopio normal. Cada uno de nosotros es el anfitrión
de millones de bacterias. Muchas de ellas son útiles, como
por el ejemplo las que nos ayudan a digerir la comida o a
deshacernos de las células cutáneas muertas. Unas
pocas son causantes de enfermedades, y algunas de estas pueden
tratarse con antibióticos. Los virus son seres vivos
más pequeños y simples que las bacterias. Hace
falta un microscopio de electrones para verlos. Los virus no se
pueden reproducir a sí mismos, así que lo que hacen
es apropiarse de la maquinaria bioquímica de una
célula viva y obligarla a fabricar copias del virus.
Ninguno de los virus conocidos posee utilidad alguna para el ser
humano, y disponemos de pocas medicinas para combatirlos. Por
eso, el descubrimiento de un nuevo fármaco antiviral es
una gran noticia para la humanidad.

-Concretamente ¿qué virus combate vuestro
fármaco? -preguntó Edie McAllan.

Otra pregunta científica. Toni empezaba a creer
que la conferencia de prensa iba a ser exactamente lo que Stanley
y ella deseaban que fuera. Reprimió su propio optimismo a
regañadientes. Sabía, por su experiencia en la
oficina de prensa de la policía, que un periodista
podía formular preguntas serias e inteligentes para luego
volver a la redacción y escribir una sarta de infundios
incendiarios. Incluso si el redactor de turno entregaba un
artículo veraz y cabal, algún editor ignorante o
irresponsable podía venir después y
reescribirlo.

-Esa es la pregunta a la que intentamos dar respuesta
-contestó Stanley-. Estamos experimentando el
fármaco con una serie de virus para determinar su
alcance.

-¿Incluye eso a los virus peligrosos?
-preguntó Clive Brown.

-Sí -contestó Stanley-. Nadie está
interesado en combatir a los virus inofensivos.

Se oyeron risas entre los periodistas. Era una respuesta
ingeniosa a una pregunta tonta. Pero Brown parecía
molesto, y Toni sintió que el corazón le daba un
vuelco en el pecho. Un periodista humillado no se
detendría ante nada para tomar revancha. Toni intervino
rápidamente:

-Me alegro de que haya hecho esa pregunta, Clive
-empezó, en un intento de apaciguarlo-. En Oxenford
Medical aplicamos los máximos criterios de seguridad
existentes a los laboratorios donde se utilizan materiales
especiales. En el NBS4, cuyas siglas corresponden a Nivel de
Bioseguridad Cuatro, el sistema de alarma está
directamente conectado con la jefatura de la policía
regional, situada en Inverburn. Hay guardias de seguridad
custodiando los laboratorios veinticuatro horas al día, y
esta mañana he dado orden de duplicar el número de
efectivos. Como medida de precaución adicional, los
guardias de seguridad no pueden acceder al NBS4, pero controlan
cuanto ocurre en su interior a través de un circuito
cerrado de cámaras de televisión.

Brown no parecía dispuesto a enterrar el hacha de
guerra.

-Si vuestro sistema de seguridad es tan perfecto,
¿cómo se las arregló ese hámster para
escapar del laboratorio?

Toni estaba preparada para aquella pregunta.

-Permítame algunas aclaraciones. En primer lugar,
no se trataba de un hámster. Esa información se la
habrá facilitado la policía, y no es correcta.
-Toni había pasado información falsa a Frank para
ponerlo a prueba, y este había caído en su trampa,
delatándose como la fuente que había filtrado la
noticia-. Por favor, recurran a nosotros para saber lo que ocurre
aquí dentro. El animal en cuestión era un conejo, y
desde luego no se llamaba Fluffy.

Una carcajada general acogió estas últimas
palabras, y hasta Brown esbozó una sonrisa.

-En segundo lugar, alguien se llevó al conejo del
laboratorio a escondidas en el interior de una bolsa de deportes,
y esta misma mañana hemos establecido el registro
obligatorio de todos los bultos a la entrada del NBS4 para
asegurarnos de que no vuelva a ocurrir. En tercer lugar, yo no he
dicho que nuestro sistema de seguridad sea perfecto. He dicho que
aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes.
Es lo mejor que podemos hacer hoy por hoy los seres
humanos.

-Entonces admiten ustedes que su laboratorio es una
amenaza para los ciudadanos escoceses.

-De ningún modo. Están ustedes más
seguros aquí de lo que estarían conduciendo por la
M8 o viajando en avión desde Prestwick. Los virus matan a
muchas personas todos los días, pero solo una persona ha
muerto a causa de un virus procedente de nuestro laboratorio, y
no era un ciudadano escocés de a pie, sino un empleado que
quebrantó las reglas y puso su vida en peligro de forma
consciente y deliberada.

En general, la rueda de prensa marchaba bastante bien,
pensó Toni, atenta a la siguiente pregunta. Las
cámaras de televisión filmaban sin cesar, los
destellos de los flashes se sucedían y Stanley se
expresaba como lo que era, un brillante científico con un
fuerte sentido de la responsabilidad. Pero Toni temía que
los noticiarios descartaran las imágenes desdramatizadoras
de la rueda de prensa en favor de los jóvenes que se
habían congregado a las puertas de Oxenford Medical y que
coreaban consignas en contra de la experimentación con
animales. Deseaba poder ofrecer a los cámaras algo
más interesante.

Carl Osborne, el amigo de Frank, tomó entonces la
palabra. Era un hombre atractivo, más o menos de la misma
edad que Toni, con rasgos de estrella del celuloide y un pelo
demasiado rubio para ser natural.

-¿Exactamente qué clase de peligro
suponía ese animal para los ciudadanos
escoceses?

Esta vez fue Stanley quien contestó:

-El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos
que para que Michael se infectara el conejo tuvo que haberle
mordido.

-¿Y si el conejo se hubiera escapado?

Stanley miró por la ventana. Caía una
ligera nevada.

-Habría muerto congelado.

-Suponiendo que otro animal se lo hubiera comido, un
zorro, por ejemplo, ¿es posible que lo hubiera
infectado?

-No. Los virus se adaptan a un pequeño
número de especies, por lo general una, a veces dos o
tres. Que nosotros sepamos, este virus no puede infectar a los
zorros, ni a ningún otro animal de la fauna
autóctona escocesa. Solo a los humanos, los macacos y
cierto tipo de conejos.

-Pero Michael podía haber contagiado a otras
personas.

-Así es, a través de los estornudos. Esa
era la posibilidad que más nos atemorizaba. Sin embargo,
parece ser que Michael no vio a nadie durante la fase
crítica de contagio. Ya nos hemos puesto en contacto con
sus colegas y amigos. No obstante, les estaríamos
agradecidos si pudieran ustedes transmitir a través de sus
respectivos diarios y programas de televisión un
llamamiento a cualquier persona que pudiera haber estado con
él para que se ponga en contacto con nosotros lo antes
posible.

-Quisiera aclarar que no estamos intentando restar
importancia a este incidente -se apresuró a añadir
Toni-. Lo ocurrido nos preocupa profundamente y, como he
explicado, hemos redoblado las medidas de seguridad. Pero, al
mismo tiempo, debemos intentar no sacar las cosas de quicio.
-Decirle a un periodista que no sacara las cosas de quicio era
como decirle a un abogado que no se mostrara belicoso,
pensó con ironía-. La verdad es que la
ciudadanía no ha estado en peligro en ningún
momento.

Osborne aún no había terminado.

-Suponiendo que Michael se lo hubiera contagiado a un
amigo, que a su vez se lo hubiera transmitido a otra persona…
¿cuántas personas podían haber
muerto?

-No debemos lanzarnos a hacer conjeturas descabelladas
que no nos llevarán a ninguna parte -contestó
Toni-. El virus no se ha extendido. Ha muerto una sola persona.
No debería haber muerto nadie, pero tampoco nos pongamos
ahora a pensar en los cuatro jinetes del Apocalipsis. -No bien lo
dijo, se arrepintió de haberlo hecho. Menuda estupidez.
Seguro que alguien tendría la ocurrencia de citar sus
palabras fuera de contexto, para que pareciera que estaba
augurando el día del Juicio Final.

Osborne volvió a tomar la palabra:

-Tengo entendido que su proyecto se desarrolla gracias
al apoyo económico del ejército
estadounidense.

-Del ministerio de Defensa, sí -matizó
Stanley-. Como es natural, están interesados en nuevas
formas de combatir la guerra biológica.

-¿No es verdad que los americanos han querido que
la experimentación se hiciera en Escocia porque creen que
es demasiado peligrosa para llevarla a cabo en suelo
estadounidense?

-Muy al contrario. La mayoría de los proyectos de
este tipo se desarrollan en Estados Unidos, en el Centro para el
Control de las Enfermedades de Atlanta, en el estado de Georgia,
y en el Centro de Investigación de Enfermedades
Infecciosas del ejército estadounidense, en Fort
Detrick.

Entonces ¿por qué se eligió
Escocia?

-Porque el fármaco se descubrió
aquí, en Oxenford Medical.

Toni decidió que lo más prudente era
retirarse mientras la suerte les sonreía. Había
llegado el momento de poner fin a la rueda de prensa.

-No quisiera dejarles con la palabra en la boca, pero
sé que algunos de ustedes todavía tienen que cerrar
la edición de mediodía -observó-. Se les
entregará un dossier de prensa a cada uno, y Cynthia
dispone de más ejemplares en caso de que los
necesiten.

-Una última pregunta -apuntó Clive Brown,
del Record-. ¿Qué opinión les
merece la manifestación de ahí fuera?

Toni cayó en la cuenta de que aún no se le
había ocurrido nada interesante que ofrecer a los
cámaras del exterior.

Fue Stanley quien contestó:

-Proponen una respuesta simple a un problema
ético complejo. Como la mayoría de las respuestas
simples, la suya es equivocada.

Era la réplica correcta, pero sonaba un poco
despiadada, así que Toni añadió:

-Y esperamos que no cojan la gripe.

Los periodistas todavía se reían cuando
Toni se levantó para poner fin a la rueda de prensa.
Entonces tuvo una idea. Llamó a Cynthia Creighton por
señas y, dando la espalda a los presentes, le
susurró en tono urgente:

-Necesito que bajes enseguida al comedor. Haz que dos o
tres empleados salgan con bandejas de café y té
caliente y las repartan entre los manifestantes.

-Qué amable por tu parte -comentó
Cynthia.

Toni no estaba siendo amable. De hecho, estaba siendo
cínica, pero no había tiempo para
explicárselo.

-Tienen dos minutos para hacerlo -añadió-.
¡Venga, date prisa!

Cynthia se fue.

Toni se volvió hacia Stanley.

-Muy bien. Lo has hecho estupendamente.

Stanley sacó del bolsillo de la chaqueta un
pañuelo rojo de lunares y se secó la frente con
discreción.

-Espero que haya funcionado.

-Lo sabremos cuando veamos el telediario del
mediodía. Ahora tendrías que irte, porque si no
intentarán arrinconarte por todos los medios para
conseguir una entrevista exclusiva. -Stanley estaba sometido a
mucha presión, y ella quería protegerlo.

-Buena idea. De todas formas, tengo que irme a casa.
-Stanley vivía en una antigua casa de campo levantada al
borde de un precipicio, a unos ochos kilómetros del
laboratorio-. Me gustaría llegar a tiempo para recibir a
mi familia.

Toni se sintió decepcionada. Había dado
por sentado que verían juntos la retransmisión de
la rueda de prensa.

-De acuerdo -dijo-. Yo me encargo de comprobar el
resultado.

-Por lo menos nadie me ha hecho la pregunta que
más temía.

-¿Qué pregunta es esa?

-La tasa de supervivencia del Madoba-2.

-¿A qué te refieres?

-Por muy grave que sea una infección, normalmente
hay unos pocos individuos que logran sobreviviría. La tasa
de supervivencia indica la peligrosidad de un virus.

-¿Y cuál es la tasa de supervivencia del
Madoba-2?

-Cero -contestó Stanley.

Toni se lo quedó mirando fijamente,
alegrándose de haber ignorado aquel dato hasta
entonces.

Stanley miró por encima del hombro de Toni y
asintió con la cabeza.

-Ahí viene Osborne.

-Yo me encargo de él. -Se volvió para
cortarle el paso al periodista, y Stanley salió por una
puerta lateral-. Hola, Carl. Confío en que tengas toda la
información que necesitas.

Eso creo. Me preguntaba cuál había sido el
primer éxito de Stanley.

Formaba parte del equipo que desarrolló el
acyclovir.

-¿Qué es?

Una crema para los herpes. Se comercializa con el nombre
de Zovirax. Es un fármaco antiviral.

-¿De veras? Interesante.

Toni no creía que Carl estuviera realmente
interesado en lo que ella le estaba explicando. Se
preguntó qué tendría en mente.

-¿Podemos confiar en que harás un
artículo sensato, que refleje la realidad sin exagerar el
peligro?

-¿Quieres saber si hablaré de los cuatro
jinetes del Apocalipsis?

Toni hizo una mueca.

-Fue una tontería por mi parte dar un ejemplo del
tipo de hipérbole que pretendía evitar.

-No te preocupes, no pienso citarte.

-Gracias.

-No se merecen. Lo haría encantado, pero mis
espectadores no tendrían ni la más remota idea de
lo que significa. -Osborne cambió de tono-. Apenas te he
visto desde que rompiste con Frank. ¿Cuánto tiempo
ha pasado?

-Por Navidad hará dos años.

-¿Qué tal lo llevas?

-Ha habido momentos duros, la verdad. Pero las cosas
empiezan a remontar, o al menos eso creía hasta
hoy.

-Tendríamos que quedar un día de estos, y
ponernos al día.

Toni no tenía ningunas ganas de intimar con
Osborne, pero optó por la respuesta más
cortés:

-Claro, por qué no.

Para su sorpresa, Carl Osborne le tomó la
palabra. -¿Te apetece salir a cenar?

-¿A cenar? -repuso ella.

-Sí

-¿Te refieres a una cita?

-Sí.

Aquello era lo último que hubiera esperado de
él.

-¡No! -contestó sin pensarlo. Entonces
recordó lo peligroso que aquel hombre podía llegar
a ser y trató de suavizar su rechazo-. Lo siento, Carl. Me
has pillado por sorpresa. Te conozco desde hace tanto tiempo que
sencillamente no puedo pensar en ti de ese modo.

-Podría hacer que cambiaras de opinión.
-Parecía vulnerable como un adolescente-. Dame una
oportunidad.

La respuesta seguía siendo no, pero Toni
dudó un momento. Carl era guapo, encantador, solvente, una
celebridad local. Cualquier soltera que rondara los cuarenta se
arrojaría a sus brazos sin pestañear. Pero daba la
casualidad de que no la atraía lo más
mínimo. Aunque no se hubiera enamorado de Stanley, no se
habría sentido tentada a salir con Carl. ¿Por
qué?

No tardó más de un segundo en averiguar la
respuesta. Carl carecía de integridad moral. Un hombre
capaz de distorsionar la verdad con tal de conseguir un titular
sensacionalista podía ser igual de mentiroso en otros
aspectos de la vida. Eso no lo convertía en un monstruo;
había bastantes hombres como él, y unas cuantas
mujeres también. Pero Toni no se imaginaba manteniendo una
relación íntima con alguien tan superficial.
¿Cómo podía nadie besar, confesar sus
secretos, olvidar sus inhibiciones y abrir su cuerpo a una
persona en la que no podía confiar? La sola idea le
parecía repugnante.

-Me halagas -mintió-, pero la respuesta es
no.

Osborne no parecía dispuesto a rendirse
fácilmente.

-La verdad es que siempre me has gustado. No me digas
que no lo sabías.

-Solías coquetear conmigo, pero lo hacías
con la mayoría de las chicas.

-No era lo mismo.

-¿No estabas saliendo con aquella chica del
tiempo? Creo que he visto alguna foto vuestra en el
diario.

-¿Te refieres a Marnie? Lo nuestro nunca fue en
serio. Lo hice más que nada por la publicidad.

El recuerdo pareció molestarlo, y Toni dedujo que
la tal Marnie le había dado calabazas.

-Vaya, sí que lo siento -dijo Toni, intentando
ser amable.

-Pues demuéstralo cenando conmigo esta noche.
Tengo mesa reservada en La Chaumiére.

Se refería a un restaurante de lo más
selecto. Tendría la reserva hecha desde hacía
tiempo, seguramente desde que salía con Marnie.

-Esta noche no puedo.

-No seguirás colgada de Frank,
¿verdad?

Toni rió con amargura.

-Lo hice durante un tiempo, tonta de mí, pero ya
lo he superado. Completamente.

-¿Hay otra persona, entonces?

-No estoy saliendo con nadie.

-Pero hay alguien que te hace tilín. No
será el bueno del profesor, ¿verdad?

-No seas ridículo -replicó
Toni.

-No te estarás sonrojando,
¿verdad?

-Espero que no, aunque cualquier mujer lo haría
si la sometieran a semejante interrogatorio.

-¡Dios santo, te gusta Stanley Oxenford! -Carl no
sabía encajar el rechazo, y su rostro se torció en
una mueca de rencor-. Stanley es viudo, ¿verdad? Sus hijos
ya son mayores, y tendríais todo ese dinero solo para
vosotros dos…

-Te estás poniendo desagradable, Carl.

-La verdad lo es a menudo. Te van los peces gordos,
¿eh? Primero fue Frank, el agente de policía con la
carrera más prometedora de la historia de la
policía escocesa, y ahora un científico y
millonario. ¡Menuda cazafortunas!

Toni tenía que poner fin a aquella
conversación antes de que Carl la sacara de sus
casillas.

-Gracias por haber venido a la rueda de prensa -dijo,
alargando la mano, que él estrechó con gesto
mecánico-. Adiós.

Se dio la vuelta y se alejó.

Estaba temblando de rabia. Carl Osborne había
hecho que sus sentimientos más profundos sonaran indignos.
Le apetecía estrangularlo, no salir con él.
Intentó tranquilizarse. Tenía una crisis
profesional entre manos, y no podía consentir que sus
emociones interfirieran con el trabajo.

Se dirigió al mostrador de recepción
situado junto a la puerta y habló con el jefe de
seguridad, Steve Tremlett.

-Quédate aquí hasta que todos se hayan
marchado, y asegúrate de que ninguno de ellos intenta
visitar las instalaciones por su cuenta.

Un fisgón lo bastante determinado podría
intentar acceder a las zonas de alta seguridad esperando a que
pasara alguien con un pase para colarse sin ser visto.

-Descuida -dijo Steve.

Toni empezó a tranquilizarse. Se puso la chaqueta
y salió fuera. La nieve caía con más fuerza,
pero no le impedía ver la manifestación. Se
acercó a la garita del guardia que custodiaba la verja.
Tres empleados de la cantina repartían bebidas calientes.
Los manifestantes habían dejado de corear consignas y
agitar pancartas para charlar unos instantes entre
sonrisas.

Y las cámaras los estaban enfocando.

«Todo ha salido a pedir de boca»,
pensó. Pero entonces ¿por qué se
sentía tan abatida?

Volvió a su despacho. Cerró la puerta y se
quedó inmóvil, saboreando aquel momento a solas.
Había llevado bien la rueda de prensa, pensó.
Había protegido a su jefe de Osborne, y la idea de
repartir bebidas calientes entre los manifestantes había
funcionado a la perfección. No sería prudente
celebrarlo hasta haber visto las imágenes que
retransmitían los telediarios, por supuesto, pero
tenía la impresión de haber tomado las decisiones
correctas.

Y entonces ¿por qué se sentía tan
mal?

En parte se debía a Osborne. Un encuentro con
él podía deprimir a cualquiera. Pero sobre todo, se
dio cuenta, era por Stanley. Después de todo lo que
había hecho por él aquella mañana, se
había marchado sin apenas darle las gracias. En eso
consistía ser el jefe, supuso. Y hacía mucho tiempo
que sabía lo importante que era la familia para él.
Ella, en cambio, no era más que una compañera de
trabajo, valorada, apreciada, respetada… pero no
querida.

El teléfono sonó. Toni se lo quedó
mirando unos segundos, molesta por su alegre tintineo. No le
apetecía hablar. Luego descolgó.

Era Stanley, que llamaba desde el coche.

-¿Por qué no te pasas por casa dentro de
una hora, más o menos? Podríamos ver las noticias y
conocer nuestro destino juntos.

El estado de ánimo de Toni cambió al
instante. Se sentía como si de pronto hubiera salido el
sol.

-Claro -contestó-. Me
encantaría.

-Ya puestos, que nos crucifiquen juntos
-añadió él.

-Sería un honor.

12.00

La nieve empezó a caer con más fuerza
mientras Miranda se dirigía al norte. Grandes copos
blancos se depositaban sobre la luna delantera del Toyota Previa,
donde los limpiaparabrisas se encargaban de barrerlos hacia los
lados. Miranda se vio obligada a reducir la marcha a causa de la
escasa visibilidad. La nieve parecía insonorizar el coche
y, aparte del ligero rumor de los neumáticos, no se
oía nada excepto la música clásica que
sonaba en la radio.

Dentro del coche, el ambiente no era precisamente
festivo. En el asiento de atrás, Sophie iba escuchando su
propia música por los auriculares, mientras Tom
seguía absorto en el mundo de la Game Boy y sus
intermitentes pitidos. Ned guardaba silencio, y de vez en cuando
alzaba el dedo índice para dirigir la orquesta. Mientras
él contemplaba la nieve y escuchaba el concierto de
violoncelo de Elgar, Miranda observó su rostro sereno, la
sombra de la barba, y concluyó que no tenía ni idea
de lo mucho que la había decepcionado.

Ned intuía su enfado.

-Siento mucho que Jennifer se haya puesto así -se
disculpó.

Miranda miró por el espejo retrovisor y vio que
Sophie movía la cabeza al compás de la
música que sonaba en su reproductor multimedia.
Habiéndose asegurado de que la chica no podía
oírla, dijo:

-Su grosería no tiene perdón.

-De verdad que lo siento -repitió
él.

Era evidente que no sentía ninguna necesidad de
explicar su propio comportamiento ni de pedir perdón por
el mismo.

Miranda tenía que echar por tierra esa
cómoda ilusión.

-No es la actitud de Jennifer la que me molesta
-observó-, sino la tuya.

-Sé que ha sido un error invitarte a entrar en la
casa sin que ella estuviera presente.

-No es eso. Todos nos podemos equivocar.

Ned parecía confuso e irritado.

-¿A qué te refieres, entonces?

-¡Por Dios Ned! ¡No has movido un dedo para
defenderme!

-Creo que eres perfectamente capaz de hacerte valer por
ti misma.

-¡No es eso lo que está en causa! Por
supuesto que sé valerme por mí misma. No necesito
que me protejan. Pero tú deberías haber salido en
mi defensa.

-Cual caballero andante.

-¡Pues sí!

-Me ha parecido que era más importante intentar
apaciguar los ánimos.

-Pues te has equivocado. Cuando el mundo se vuelve
hostil, no quiero que te conviertas en arbitro imparcial de la
situación, sino que te pongas de mi parte.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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