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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-Me temo que discutir no es lo mío.

-Ya -repuso ella, y ambos volvieron a su
mutismo.

Avanzaban por una angosta carretera que discurría
paralela a un brazo de mar. Dejaron atrás pequeñas
granjas salpicadas de caballos que pacían abrigados bajo
gruesas mantas y cruzaron aldeas con iglesias encaladas de blanco
e hileras de casas levantadas a orillas del río. Miranda
se sentía abatida. Incluso si los suyos acogían a
Ned tal como ella les había pedido que hicieran, no estaba
segura de querer casarse con un hombre tan pusilánime.
Llevaba tiempo deseando encontrar a alguien que fuera tierno,
culto e inteligente, pero ahora se daba cuenta de que
también quería que fuera fuerte. ¿Acaso
pedía demasiado? Pensó en su padre. Siempre
mostraba su cara más amable, rara vez se enfadaba, nunca
se metía con los demás, pero nadie en su sano
juicio lo habría tachado de débil.

A medida que se acercaban a Steepfall se fue sintiendo
un poco más animada. Para llegar a la casa había
que recorrer una larga carretera secundaria que serpenteaba entre
árboles y luego emergía del bosque para bordear una
lengua de tierra que se alzaba abruptamente sobre el
mar.

Lo primero que avistó fue el garaje. La
construcción, que quedaba a un lado de la carretera, era
un antiguo establo reformado y dotado de tres puertas
automáticas. Miranda pasó de largo y siguió
en dirección a la casa.

Al ver la vieja casa de campo asomada a la costa, con
sus gruesos muros de piedra, sus pequeñas ventanas y el
empinado tejado de pizarra a dos aguas, los recuerdos de la
niñez se agolparon en su mente. Había visto aquella
casa por primera vez cuando tenía cinco años, y
siempre que regresaba se convertía por unos instantes en
una niña con calcetines blancos sentada al sol en los
escalones de granito, jugando a ser maestra ante una clase
compuesta por tres muñecas, dos conejillos de Indias
encerrados en una jaula y un viejo perro soñoliento. La
sensación era intensa pero fugaz. Por unos instantes,
recordaba exactamente cómo se había sentido a los
cinco años, pero intentar aferrarse al recuerdo era como
pretender retener el humo entre los dedos.

El Ferrari azul oscuro de su padre estaba parado delante
de la casa, donde siempre lo dejaba para que Luke, el encargado
de mantenimiento y chico para todo, lo aparcara en el garaje. Era
un coche peligrosamente veloz, obscenamente curvilíneo y
absurdamente caro para el trayecto de ocho kilómetros que
Stanley hacía a diario para ir al laboratorio. Aparcado
allí, en lo alto de un inhóspito acantilado
escocés, parecía tan fuera de lugar como una
cortesana con tacones en un corral enfangado. Pero su padre no
tenía yate, ni bodega, ni caballos de carreras. No se iba
a esquiar a Gstaad ni a jugar a Montecarlo. El Ferrari era su
único capricho.

Miranda estacionó el monovolumen. Tom
entró corriendo en la casa y Sophie lo siguió
más despacio. Nunca había estado allí,
aunque había coincidido con Stanley pocos meses antes, en
la fiesta de cumpleaños de Olga. Miranda decidió
olvidar lo sucedido con Jennifer, al menos de momento.
Cogió la mano de Ned y se encaminaron juntos a la
casa.

Entraron como siempre por la puerta de la cocina,
situada en un costado de la casa. Dicha puerta daba a un
pequeño recibidor con un armario donde se guardaban las
botas de agua, y desde allí una segunda puerta
permitía pasar a la espaciosa cocina propiamente dicha.
Para Miranda, aquel era el momento que simbolizaba la vuelta a
casa. Los efluvios familiares acudían en tropel a su
memoria: el asado de la cena, el café molido, las manzanas
y el persistente aroma de los cigarrillos franceses que
mamma Marta solía fumar. Aquella casa
representaba para ella el hogar por antonomasia, un lugar que
ningún otro había podido desplazar en su recuerdo:
ni el apartamento de Camden Town donde había corrido sus
juergas juveniles, ni la moderna casa de extrarradio que
había sido escenario de su efímero matrimonio con
Jasper Casson, ni el piso en el barrio georgiano de Glasgow en el
que había criado a Tom, primero a solas y más tarde
con Ned.

Nellie, una caniche de color negro, se contoneaba loca
de alegría y lamía a todo el mundo. Miranda
saludó a Luke y Lori, la pareja filipina que estaba
preparando el almuerzo.

-Su padre acaba de llegar. Ha subido a asearse -le
informó Lori.

Miranda pidió a Tom y Sophie que pusieran la
mesa. No quería que los chicos se sentaran delante de la
tele y pasaran allí toda la tarde.

-Tom, enséñale a Sophie dónde
está todo. Tener algo que hacer ayudaría a Sophie a
sentirse parte de la familia.

En la nevera había varias botellas del vino
preferido de Miranda. Papá no apreciaba demasiado el vino,
pero la mamma siempre tomaba una copita, y él se
aseguraba de que nunca faltara en casa. Miranda abrió una
botella y le sirvió una copa a Ned.

Aquello prometía, pensó Miranda, viendo a
Sophie entretenida ayudando a Tom a sacar los cubiertos y a Ned
saboreando una copa de Sancerre. Quizá aquella escena, y
no la que había tenido lugar en casa de Jennifer,
marcaría el tono general de las fiestas.

Si Ned iba a formar parte de la vida de Miranda,
tenía que querer aquella casa y a la familia que
había crecido entre sus paredes. Ya había estado
allí antes, pero nunca se había llevado a Sophie ni
se había quedado a pasar la noche, así que aquella
era su primera visita de verdad. Por encima de todo, Miranda
deseaba que pasara un buen rato y se llevara bien con todos. Su
ex marido, Jasper, nunca se había sentido a gusto en
Steepfall. Al principio se había desvivido por caer en
gracia a todo el mundo, pero en las visitas sucesivas se
había mostrado ensimismado, y su retraimiento se
convertía en irritación tan pronto abandonaban la
casa. Parecía no soportar a Stanley y lo acusaba de ser
autoritario, lo que era poco menos que ridículo, ya que
este rara vez se tomaba la libertad de decirle a nadie lo que
tenía que hacer, mientras que Marta era tan mandona que a
veces la llamaban mamma Mussolini. Ahora, con la
perspectiva del tiempo, Miranda se daba cuenta de que la
presencia de otro hombre que la quería representaba una
amenaza para el dominio que Jasper ejercía sobre ella. No
podía mangonearla estando su padre cerca.

Sonó el teléfono. Miranda cogió la
llamada desde el aparato supletorio colgado junto a la gran
nevera.

-¿Sí?

-Miranda, soy Kit.

Se alegró de oír su voz.

-¡Hola, hermanito! ¿Cómo
estás?

-Hecho polvo, la verdad.

-¿Qué te pasa?

-Me caí en una piscina. Es una larga historia.
¿Cómo va todo por ahí?

-Pues aquí nos tienes, bebiéndonos el vino
de papá, deseando que estuvieras con nosotros.

-Pues al final voy a ir.

-¡Qué bien!

Miranda decidió no preguntarle qué le
había hecho cambiar de idea. Seguramente le
volvería a decir que era una larga historia.

-Estaré ahí en una hora, más o
menos. Oye, ¿todavía me puedo quedar en el chalet
de invitados?

Seguro que sí. Papá tiene la
última palabra, pero hablaré con
él.

Mientras Miranda colgaba el teléfono, su padre
entró en la cocina. Aún llevaba puesto el chaleco y
los pantalones del traje, pero se había arremangado los
puños de la camisa. Estrechó la mano de Ned y
besó a Miranda y a los chicos.

-Has adelgazado, ¿no? -le preguntó
Miranda.

-He vuelto a jugar al squash. ¿Quién ha
llamado?

-Kit. Dice que al final va a venir.

Miranda escrutó el rostro de su padre en busca de
una reacción.

-Me lo creeré cuando lo vea.

-Venga, papá… podrías mostrarte un
poquito más entusiasta.

Stanley le dio unas palmaditas en la mano.

-Todos queremos a Kit, pero ya sabemos cómo es.
Espero que venga, pero no cuento con ello. -Su tono era
despreocupado, pero Miranda sabía que intentaba ocultar un
profundo disgusto.

-Se muere de ganas de quedarse en el chalet de
invitados.

-¿Ha dicho por qué?

-No.

Entonces, Tom soltó:

-Seguramente se trae a su novia, y no quiere que oigamos
sus gritos de placer.

Se hizo un silencio sepulcral en la cocina. Miranda
estaba atónita. ¿De dónde habría
sacado aquello? Tom tenía once años y nunca hasta
entonces lo había oído hablar de sexo. Al cabo de
unos instantes, todos rompieron a reír al unísono.
Tom parecía avergonzado, y se excusó:

-Lo he leído en un libro.

Miranda llegó a la conclusión de que su
hijo trataba de parecer mayor a los ojos de Sophie. Seguía
siendo un niño, pero no por mucho tiempo.

-A mí me da igual dónde durmáis, ya
lo sabes -apuntó Stanley, al tiempo que consultaba su
reloj de muñeca-. Tengo que ver las noticias del
mediodía.

-Siento mucho lo de ese chico que se ha muerto -dijo
Miranda-. ¿Qué le llevó a hacer algo
así?

-A todos se nos meten ideas absurdas en la cabeza de vez
en cuando, pero una persona solitaria no tiene a nadie para
decirle que se deje de locuras.

En ese momento se abrió la puerta y Olga
entró en la cocina. Venía hablando, como
siempre.

-¡Qué pesadilla de tiempo! Los coches
derrapan que da gusto. ¿Es vino lo que estáis
bebiendo? Ponedme una copa antes de que explote. Nellie, por
favor, no me olisquees, entre los humanos eso se considera una
vulgaridad. Hola, papá, ¿cómo
estás?

Nella merda -contestó
él.

Miranda reconoció una de las expresiones
típicas de su madre. Con toda su ingenuidad,
mamma Marta había supuesto que si decía
palabrotas en italiano sus hijos no la
entenderían.

He oído lo del tipo que se ha muerto. ¿Te
afecta mucho? -preguntó Olga.

-Lo sabremos cuando veamos las noticias.

Justo después de Olga entró su esposo,
Hugo, un hombre menudo con un aire picarón no exento de
encanto. Cuando besó a Miranda, sus labios se demoraron en
la mejilla de esta un segundo más de la cuenta.

-¿Dónde le digo a Hugo que deje el
equipaje? -preguntó Olga.

-Arriba -contestó Miranda.

-Deduzco que has reclamado para ti el chalet de
invitados.

-No, se lo queda Kit.

-¡Venga ya! -protestó Olga-. ¿Esa
gran cama de matrimonio, un baño estupendo y una barra
americana, todo para una sola persona, mientras nosotros cuatro
compartimos el viejo y diminuto baño de arriba?

-Él lo pidió expresamente.

-Bueno, pues yo también lo pido
expresamente.

Miranda no pudo ocultar su
indignación.

-Por el amor de Dios, Olga, podrías pensar en
alguien más aparte de ti misma para variar. Sabes
perfectamente que Kit no ha vuelto a pisar esta casa desde…
desde que pasó todo aquello. Solo quiero asegurarme de que
se sienta a gusto.

-O sea, que se queda la mejor habitación porque
robó a papá, ¿es ese tu
argumento?

-Ya vuelves a hablar como un abogado. Ahórrate
toda esa jerga para tus eruditas amistades.

-Basta ya, chicas -intervino Stanley, empleando el mismo
tono que utilizaba cuando discutían de pequeñas-.
En este caso, creo que Olga tiene razón. Es egoísta
por parte de Kit exigir el chalet de invitados para él
solo. Miranda y Ned pueden dormir allí.

-Y así nadie tiene lo que quiere
-puntualizó Olga.

Miranda suspiró. ¿Por qué se
empeñaba Olga en discutir? Conocían de sobra a su
padre. La mayor parte de las veces decía que sí a
todo, pero cuando decía que no era imposible hacerle
cambiar de idea. Quizá fuera indulgente, pero no se dejaba
mangonear.

-Así aprenderás a no discutir -repuso
Stanley.

-De eso nada. Llevas treinta años
imponiéndonos esos juicios salomónicos, y
todavía no hemos aprendido.

Stanley sonrió.

-En eso tienes razón. Mi forma de educaros ha
sido equivocada desde el principio. ¿Crees que debo
empezar de nuevo?

-Demasiado tarde.

-Menos mal.

Miranda solo esperaba que Kit no se enfadara hasta el
punto de dar media vuelta. La discusión quedó
zanjada en el momento en que entraron Caroline y Craig, los hijos
de Hugo y Olga.

Caroline, que tenía diecisiete años,
cargaba una jaula con varios ratones blancos. Nellie los
olfateó con gran interés. Caroline se relacionaba
con los animales como forma de evitar el trato con sus
congéneres. Era una fase que atravesaban muchas chicas,
pero Miranda opinaba que a sus diecisiete años ya se le
debería haber pasado.

Craig, de quince años, cargaba dos bolsas de
basura atiborradas de paquetes envueltos en papel de regalo.
Había heredado la sonrisa traviesa de su padre y la
elevada estatura de su madre. Dejó las bolsas en el suelo,
saludó a la familia con gesto mecánico y se fue
derecho a Sophie. Ya se conocían, recordó Miranda,
de la fiesta de cumpleaños de Olga.

-¡Te has hecho un piercing en el ombligo!
-exclamó el joven nada más verla-.
¡Qué pasada! ¿Te dolió?

Fue entonces cuando Miranda se dio cuenta de que
había una desconocida en la habitación. La
recién llegada se había detenido junto a la puerta
que daba al vestíbulo, así que debía haber
entrado por la puerta delantera. Era alta, y tan atractiva que
era imposible no fijarse en ella: pómulos altos, nariz
ligeramente aguileña, exuberante melena cobriza y
deslumbrantes ojos verdes. Llevaba un traje sastre de color
marrón con rayas blancas que se veía algo arrugado,
y el maquillaje aplicado con mano experta no alcanzaba a
disimular las huellas de cansancio bajo sus ojos. Observaba con
aire divertido la escena en la concurrida cocina. Miranda se
preguntó cuánto tiempo llevaría
allí.

Los demás también se fueron dando cuenta
de su presencia, y poco a poco se hizo silencio en la
habitación, hasta que al final Stanley se dio la
vuelta.

-¡Ah,Toni! -exclamó, levantándose de
un brinco, y Miranda se sorprendió de lo contento que
parecía-. Gracias por venir. Chicos, os presento a una
compañera, Antonia Gallo.

La aludida sonrió como si opinara que no
había nada más maravilloso que una gran familia
bulliciosa. Tenía una sonrisa amplia, generosa, y labios
carnosos. Miranda cayó en la cuenta de que era la ex
policía que había pillado a Kit robando a la
empresa familiar. Y pese a ello, su padre parecía tenerla
en gran estima.

Stanley los presentó a todos, y Miranda se
percató del orgullo con que lo hacía.

-Toni, te presento a mi hija Olga, su marido Hugo y los
hijos de ambos: Caroline es la de las mascotas, y Craig es el
alto. Mi otra hija, Miranda, su hijo Tom, su prometido Ned y la
hija de Ned, Sophie. -Toni miró uno por uno a los miembros
de la familia, asintiendo con simpatía y lo que
parecía sincero interés. No era fácil
memorizar ocho nombres de golpe, pero Miranda sospechaba que los
recordaría todos sin esfuerzo-. Ese que está
pelando zanahorias es Luke, y en los fogones tenemos a Lori.
Nellie, a la señorita no le apetece roer tu hueso de
ternera, aunque estoy seguro de que tu generosidad la
habrá conmovido.

-Encantada de conoceros a todos -dijo Toni. Sonaba
sincera, aunque parecía estar sometida a una
presión.

-Menudo día, ¿no? -apuntó Miranda-.
Siento mucho lo del técnico que se ha muerto.

-Fue Toni quien lo encontró -apuntó
Stanley.

-¡Qué horror!

Toni asintió.

-Estamos bastante seguros de que no infectó a
nadie más, gracias a Dios. Ahora solo nos queda esperar
que la prensa no nos crucifique.

Stanley consultó su reloj.

-Perdonad -dijo volviéndose hacia su familia-.
Vamos a ver las noticias en mi estudio.

Sostuvo la puerta para que Toni saliera y se fueron los
dos.

Los chicos empezaron a hablar de sus cosas y Hugo le
comentó algo a Ned sobre la selección de rugby
escocesa. Miranda buscó la mirada de Olga. Habían
olvidado por completo la discusión de antes.

-Es muy guapa… -comentó con aire
pensativo.

-Sí -asintió Olga-. ¿Qué
edad le echas? Yo diría que es más o menos como
yo.

-Treinta y siete, treinta y ocho, sí. Y
papá está más delgado.

-Ya me he fijado.

-Nada como una crisis para unir a dos
personas.

-¿Verdad que sí?

-¿Tú qué opinas?

-Lo mismo que tú.

Miranda apuró su copa de vino.

-Eso me parecía.

13.00

Toni se sentía abrumada por la escena que acababa
de presenciar en la cocina: adultos y niños, sirvientes y
mascotas, bebiendo vino y preparando la comida, discutiendo y
haciendo bromas. Había sido como llegar a una fiesta
estupenda en la que no conocía a nadie. Quería
unirse a ellos, pero se sentía excluida. Aquella era la
vida de Stanley, pensó. Él y su mujer habían
construido aquella familia, aquel hogar, aquella calidez. Toni lo
admiraba por eso, y envidiaba a sus hijos. Seguramente no
tenían ni idea de lo privilegiados que eran. Toni los
había observado durante varios minutos, desconcertada y
fascinada a la vez. Con razón estaba tan unido a su
familia.

Constatarlo la entusiasmaba y la deprimía a un
tiempo. Si se lo permitía, podía alimentar la
fantasía de llegar a formar parte de aquella familia, de
verse convertida en la mujer de Stanley, de quererlo a él
y a sus hijos, de compartir el calor de aquella unión.
Pero alejó ese sueño de su mente. Era imposible, y
no debía torturarse. La misma fuerza de aquellos lazos
familiares la mantenía excluida.

Cuando por fin se percataron de su presencia, las dos
hijas, Olga y Miranda, la habían observado sin disimulo y
la habían sometido a un cuidadoso examen: minucioso,
descarado, hostil. Lori, la cocinera, la había mirado de
un modo similar, aunque más discretamente.

Toni no podía sino comprender su reacción.
Durante treinta años Marta había reinado en aquella
cocina. Se habrían sentido desleales hacia ella si no se
hubieran mostrado hostiles. Cualquier mujer por la que Stanley se
sintiera atraído era una amenaza en potencia. Podía
dividir a la familia; podía cambiar la actitud de su
padre, desplazar sus afectos; podía darle hijos,
hermanastros y hermanastras a los que la historia de la familia
original apenas importaría, que no estarían unidos
a ellos por los inquebrantables lazos de una infancia compartida.
También podía quitarles parte de la herencia, y eso
en el mejor de los casos. ¿Se habría percatado
Stanley de aquella tensión latente? Mientras lo
seguía hacia el estudio, sintió de nuevo la
exasperante frustración de no saber qué
estaría pensando.

El estudio era una habitación de aire masculino
en la que había un escritorio de estilo Victoriano con
cajoneras a ambos lados, una librería repleta de
voluminosos tratados de microbiología y un sofá de
cuero desgastado frente a la chimenea encendida. El perro los
siguió y se estiró delante del fuego.
Parecía una alfombra negra y rizada. Sobre la repisa de la
chimenea descansaba la fotografía enmarcada de una
adolescente de pelo oscuro con zapatillas de tenis, la misma
chica que aparecía vestida de novia en la foto del
despacho de Stanley. Sus breves pantalones cortos
descubrían unas piernas largas y atléticas. El
recargado maquillaje de los ojos y la diadema permitían
deducir que la foto se había hecho en los años
sesenta.

-¿Marta también era de ciencias?
-preguntó Toni.

-No. Se licenció en filología inglesa.
Cuando yo la conocí, daba clases de italiano en un
instituto de Cambridge.

La respuesta sorprendió a Toni. Había dado
por sentado que Marta compartía la pasión de
Stanley por su trabajo. «Así que no hace falta tener
un doctorado en biología para casarse con
él», pensó.

-Qué guapa era.

-Deslumbrante -precisó Stanley-. Preciosa, alta,
sexy, extranjera, un demonio con faldas, una rompecorazones en
toda regla-. Yo caí fulminado nada más verla. Cinco
minutos después de conocerla, ya estaba
enamorado.

-¿Y ella de ti?

-Eso tardó un poco más. Vivía
rodeada de admiradores. Los hombres hacían cola ante su
puerta. Nunca llegué a entender por qué
acabó eligiéndome a mí. Ella solía
decir que no había nada más sexy que un buen
ratón de biblioteca.

«Yo sí lo entiendo», pensó
Toni. A Marta le había seducido lo mismo que a ella: la
fortaleza de Stanley. Uno sabía enseguida que era la clase
de hombre que hacía lo que decía y que era lo que
aparentaba ser, un hombre en el que se podía confiar. Y
eso por no hablar de sus otros encantos: era cercano, inteligente
y hasta tenía buen gusto en el vestir.

Toni quería preguntarle «Pero
¿cómo te sientes ahora? ¿Sigues casado con
su recuerdo?», pero Stanley era su jefe. No tenía
derecho a preguntarle por sus sentimientos más
íntimos. Y allí estaba Marta, sobre la repisa de la
chimenea, blandiendo la raqueta de tenis como si fuera un
garrote.

Mientras se sentaba en el sofá junto a Stanley,
Toni trató de dejar las emociones a un lado y concentrarse
en la crisis que tenían entre manos.

¿Has llamado a la embajada estadounidense? -le
preguntó.

Sí. De momento he logrado tranquilizar a Mahoney,
pero estará viendo las noticias como nosotros.

Muchas cosas dependían de lo que iba a suceder en
los próximos minutos, pensó Toni. La empresa se
salvaría o se iría al garete, y en función
de lo que pasara Stanley podía acabar en bancarrota, ella
podía quedarse sin trabajo y el mundo podía perder
las aportaciones de un gran científico. «Que no
cunda el pánico -se dijo a sí misma-. Sé
práctica.» Sacó un bloc de notas de su
cartera. Cynthia Creighton estaría grabando el telediario
desde la oficina, así que podría volver a verlo
más tarde, pero no quería perder la oportunidad de
apuntar cualquier reflexión que se le ocurriera en aquel
momento.

Las noticias locales se transmitían justo antes
del telediario nacional.

La muerte de Michael Ross seguía acaparando los
titulares, pero el seguimiento de la noticia no corría a
cargo de Carl Osborne, sino de un locutor de la casa. Era una
buena señal, pensó Toni esperanzada. Se
habían acabado las risibles imprecisiones
científicas de Carl. El presentador llamó al virus
por su nombre, Madoba-2, y tuvo el detalle de señalar que
el juez principal del distrito abriría una
investigación para estudiar las circunstancias que
habían rodeado la muerte de Michael.

-De momento, la cosa pinta bien -murmuró
Stanley.

-Me da la impresión de que algún jefe de
informativos vio el lamentable reportaje de Carl Osborne esta
mañana mientras desayunaba y decidió asegurarse de
que a partir de ahora se hacía una cobertura más
seria de la noticia -observó Toni.

En la pantalla aparecieron las puertas del
Kremlin.

-Los defensores de los derechos de los animales han
aprovechado esta tragedia para organizar una manifestación
delante de Oxenford Medical -dijo el locutor.

Toni se sintió gratamente sorprendida. Aquella
afirmación era más favorable a sus intereses de lo
que habría esperado, pues daba a entender que los
manifestantes eran unos cínicos que manipulaban a los
medios de comunicación.

Tras una breve toma de la manifestación, el
reportaje ofrecía un plano del vestíbulo principal.
Toni se oyó a sí misma, con un acento
escocés más fuerte de lo que habría
esperado, describiendo el sistema de seguridad del laboratorio.
Aquello no era demasiado eficaz, pensó. No era más
que una cabeza parlante disertando sobre alarmas y guardias de
seguridad. Habría sido mejor dejar que filmaran la
cámara de acceso al NBS4, con su sistema de reconocimiento
de huellas digitales y aquellas pesadas puertas de cierre
hermético que recordaban las escotillas de un submarino.
Las imágenes siempre resultaban más elocuentes que
las palabras.

Entonces se vio a Carl Osborne preguntando:
-¿Exactamente qué clase de peligro suponía
ese animal para los ciudadanos escoceses?

Toni se inclinó hacia delante. Había
llegado la hora de la verdad.

A continuación se vio el diálogo entre
Carl y Stanley, en el que el primero se dedicaba a plantear
desenlaces catastróficos y Stanley a asegurar su
escasísima probabilidad. Aquello les perjudicaba,
pensó Toni. Los espectadores retendrían la idea de
que la fauna local podía haberse infectado, por más
que Stanley negara rotundamente esa posibilidad.

-Pero Michael podía haber contagiado a otras
personas -sugirió Osborne.

A lo que Stanley repuso en tono grave: -Así es, a
través de los estornudos.

Por desgracia, cortaron el diálogo justo en ese
punto.

-Maldita sea -masculló Stanley.

-Todavía no se ha acabado -observó Toni.
La cosa podía ir a mejor… o a peor.

Toni deseó que mostraran la apresurada
intervención con la que había intentado
contrarrestar la imagen de autocomplacencia de la empresa
asegurando que Oxenford Medical no estaba intentando minimizar
los riesgos. Pero en lugar de eso pusieron una toma de Susan
Mackintosh hablando por teléfono, con una voz en off que
explicaba que la empresa estaba llamando a todos sus empleados
para averiguar si habían estado en contacto con Michael
Ross. Aquello estaba mejor, pensó Toni con alivio. El
peligro se había planteado sin rodeos, pero al menos se
veía que la empresa se esforzaba por hacer cuanto estaba a
su alcance para remediar la situación. La última
toma de la rueda de prensa era un primer plano de Stanley en el
que afirmaba en tono grave y rotundo:

-Algún día derrotaremos a la gripe, el
sida e incluso el cáncer y lo harán
científicos como nosotros, que trabajarán en
laboratorios como este.

-Eso ha estado bien -dijo Toni.

-¿Crees que bastará para contrarrestar el
diálogo con Osborne sobre la posibilidad de que la fauna
local se viera infectada?

-Creo que sí. Suenas muy
tranquilizador.

Entonces se vio a los empleados del comedor repartiendo
bebidas humeantes entre los manifestantes congregados en la
nieve.

-¡Genial, lo han sacado! -exclamó
Toni.

-Yo no había visto esto -dijo Stanley-.
¿De quién ha sido la idea?

-Mía.

Carl Osborne plantó su micrófono ante las
narices de una empleada del comedor y dijo:

-Estas personas se están manifestando contra su
empresa. ¿Por qué les ofrecen
café?

-Porque aquí hace un frío que pela -le
espetó la mujer.

Toni y Stanley soltaron una carcajada, encantados con el
desparpajo de la empleada y el espaldarazo que suponía
para la empresa.

Entonces volvió a aparecer el locutor en pantalla
y dijo:

-Esta mañana el primer ministro escocés ha
hecho pública una declaración oficial. Leemos sus
palabras: «Hoy he hablado con representantes de Oxenford
Medical, la policía de Inverburn y las autoridades
sanitarias locales, y me complace comunicar que se está
haciendo todo lo posible para garantizar que la población
no se vea expuesta a nuevos peligros de este tipo». Y
ahora, otros titulares.

-Dios mío, creo que nos hemos salvado
-suspiró Toni.

-Eso de repartir bebidas calientes ha sido una idea
genial. ¿Cuándo se te ha ocurrido?

-En el último momento. Veamos qué dice el
telediario nacional.

En el boletín informativo del Reino Unido, un
terremoto que había tenido lugar en Rusia relegó a
un segundo plano la noticia de la muerte de Michael Ross. Se
emitieron algunas de las imágenes que ya se habían
visto en las noticias locales, pero sin la intervención de
Carl Osborne, que solo era conocido en Escocia. En un momento
dado, apareció Stanley diciendo: «El virus no es muy
contagioso entre especies. Creemos que, para que Michael se
infectara, el conejo tuvo que haberle mordido». Luego le
llegó el turno al ministro británico de Medio
Ambiente, que en sus declaraciones empleó un tono
comedido. El seguimiento de la noticia en los informativos
nacionales estaba siendo tan mesurado y poco alarmista como en la
televisión escocesa. Toni experimentó una enorme
sensación de alivio.

-Bueno es saber que no todos los periodistas son como
Carl Osborne -dijo Stanley.

-Me ha pedido que salga a cenar con él. -No bien
lo dijo, Toni se preguntó por qué lo había
hecho.

Stanley parecía sorprendido.

Ha la faceta peggio del culo!
-masculló-. Pero qué morro tiene.

Toni soltó una carcajada. En realidad, lo que
Stanley había dicho era que Carl tenía la cara
más fea que el culo. Seguramente era una de las
expresiones que Marta empleaba con frecuencia.

-Es un hombre atractivo -apuntó ella.

-No lo dirás en serio, ¿verdad?

-Es guapo, eso es innegable. -Toni se dio cuenta de que
estaba intentando darle celos. «No juegues con
fuego», se dijo.

-¿Y qué le has dicho? -preguntó
él.

-Que no, por supuesto.

-Es lo mejor que podías hacer. -Stanley
parecía algo azorado, y añadió-: No es que
sea asunto mío, pero ese tipo no es digno de
ti.

Dicho esto, volvió a centrar su atención
en el televisor y cambió a una cadena de las que
emitían noticias las veinticuatro horas.

Durante un par de minutos estuvieron viendo
imágenes de las víctimas del terremoto en Rusia y
de los equipos de rescate. Toni se sentía un poco tonta
por haber contado a Stanley lo de Osborne, pero le había
gustado su reacción.

A continuación vino la noticia de la muerte de
Michael Ross, y una vez más el reportaje se atenía
estrictamente a los hechos. Stanley apagó el
televisor.

-Bueno, en la tele no nos han crucificado.

-Y mañana es día de Navidad, así
que no habrá diarios -observó Toni-. El jueves la
noticia ya será vieja. Creo que podemos dormir tranquilos,
a menos que surja algún imprevisto.

-Desde luego. Si perdiéramos otro conejo,
volveríamos a estar en el ojo del huracán en menos
que canta un gallo.

-No habrá más problemas de seguridad en el
laboratorio -afirmó Toni con rotundidad-. Me
aseguraré de que así sea.

Stanley asintió.

-Debo decir que has llevado todo esto de un modo
extraordinario. Te estoy muy agradecido.

Toni no cabía en sí de
felicidad.

-Hemos dicho la verdad y nos han creído
-repuso.

Se sonrieron el uno al otro. Era un momento
íntimo y feliz. Entonces sonó el teléfono.
Stanley alargó el brazo por encima del escritorio para
cogerlo.

-Oxenford al habla -dijo-. Sí, pásamelo
aquí, por favor. Estoy deseando hablar con él.
-Buscó la mirada de Toni y articuló el nombre de su
interlocutor sin pronunciarlo-: Mahoney.

Toni se levantó, nerviosa. Stanley y ella estaban
convencidos de que habían controlado bien la
situación, pero ¿opinaría lo mismo el
gobierno estadounidense? Escrutó el rostro de Stanley, que
en ese momento rompió a hablar:

-Hola de nuevo, Laurence. ¿Has visto las
noticias? Me alegro de que lo veas así… Hemos evitado el
tipo de reacción histérica que temías… Ya
conoces a la subdirectora de Oxenford Medical, Antonia Gallo.
Ella se ha encargado de la prensa… un gran trabajo, yo
también lo creo… Totalmente de acuerdo, a partir de
ahora tendremos que extremar las medidas de precaución.
Sí, sí. Gracias por llamar.
Adiós.

Stanley colgó y se volvió hacia Toni con
una sonrisa de oreja a oreja.

-Nos hemos salvado.

Eufórico, rodeó a Toni con los brazos y la
estrechó con fuerza.

Toni hundió la cara en su hombro. El tweed de su
chaleco era sorprendentemente suave al tacto. Inspiró su
tibio y discreto olor corporal, y se dio cuenta de que
hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre.
Le devolvió el abrazo, notando la presión que sus
senos ejercían sobre el pecho de Stanley.

Se hubiera quedado así para siempre, pero al cabo
de unos segundos él se apartó suavemente.
Parecía avergonzado, y le estrechó la mano como si
así pretendiera recuperar la formalidad
perdida.

-El mérito es todo tuyo
-afirmó.

El breve momento de contacto físico la
había excitado. «Por Dios -pensó-, estoy toda
mojada.» ¿Cómo podía pasar tan
deprisa?

-¿Te gustaría ver la casa?
-preguntó Stanley.

-Me encantaría.

Toni se sentía halagada. Los hombres no
solían ofrecerse para enseñar su casa a los
invitados. Era otra muestra de intimidad.

Las dos habitaciones que ya había visto, la
cocina y el estudio, se encontraban en la parte trasera de la
casa y daban a un patio en torno al cual se alzaban varias
construcciones anexas. Stanley guió a Toni hasta la parte
delantera de la vivienda y le enseñó el comedor con
vistas al mar. Aquella zona parecía una ampliación
reciente de la antigua casona. En un rincón había
una vitrina con grandes copas plateadas.

-Los trofeos de tenis de Marta -informó Stanley
con orgullo-. Tenía un revés que era pura
dinamita.

-¿Se dedicaba profesionalmente al
tenis?

-Llegó a clasificarse para Wimbledon, pero nunca
compitió a nivel profesional porque se quedó
embarazada de Olga.

Al otro lado del vestíbulo, también con
vistas al mar, quedaba el salón. Allí, debajo del
árbol de Navidad, los regalos apilados se desparramaban
por el suelo. En aquella habitación había otra
imagen de Marta, un retrato de cuerpo entero en el que rondaba
los cuarenta, con una silueta algo más rechoncha y el
contorno del rostro ligeramente desdibujado. Era una estancia
acogedora y agradable, pero no había nadie en ella, y Toni
supuso que el verdadero corazón de la casa era la
cocina.

La distribución era sencilla: el comedor y la
sala de estar en la parte delantera, la cocina y el estudio en la
parte de atrás.

-Arriba no hay mucho que ver -le advirtió
Stanley, pero subió de todos modos, y Toni lo
siguió.

¿Le estaban enseñando su futura casa?, se
preguntó a sí misma. Era una fantasía
absurda, y la alejó de su mente con brusquedad. Stanley
solo intentaba ser amable.

Pero la había abrazado.

En la parte más antigua de la casa, por encima
del estudio y el salón, había tres pequeños
dormitorios y un cuarto de baño. Las habitaciones
seguían conservando el recuerdo de los niños que
habían crecido en ellas. En una pared colgaba un
póster de los Clash, más allá descansaba un
viejo bate de criquet con la empuñadura desgastada, y
alineados sobre un anaquel languidecían los
volúmenes completos de Las crónicas de
Narnia.

En la parte nueva de la casa quedaba el dormitorio
principal, una suite con vestidor y cuarto de baño
propios. La gran cama de matrimonio estaba hecha y las
habitaciones en general eran un primor de orden y limpieza. Toni
se sintió emocionada y a la vez incómoda por entrar
en la habitación de Stanley. Sobre la mesilla de noche
había otra foto de la omnipresente Marta, esta vez en
color, en la que tendría cincuenta y pocos años, el
pelo de un gris mortecino y el rostro descarnado, sin duda a
causa del cáncer que había acabado con su vida. No
era una foto favorecedora, ni mucho menos. Toni pensó lo
mucho que Stanley debía quererla aún para seguir
atesorando incluso los recuerdos más amargos.

No sabía qué esperar a
continuación. ¿Intentaría él
algún tipo de acercamiento, con su mujer
observándolos desde la mesilla de noche y sus hijos en el
piso de abajo? Algo le decía que ese no era su estilo.
Quizá se le hubiera pasado por la cabeza, pero nunca
abordaría a una mujer de un modo tan brusco. Seguramente
creía que primero estaba obligado a cortejarla a la
antigua usanza. «A la porra la cena y el cine -pensó
Toni-. Tú solo cógeme, por lo que más
quieras.» Pero él seguía en silencio, y
después de enseñarle el baño de
mármol la llevó de vuelta al piso
inferior.

Aquella visita guiada era un privilegio, sin duda
alguna, y debería haberla acercado a Stanley, pero en
realidad la hacía sentirse excluida, como si espiara desde
la calle a una familia sentada alrededor de la mesa, absorta en
sus cosas y ajena a todo lo demás. De pronto, se
sintió abatida.

Ya en el vestíbulo, el gran caniche se
acercó a Stanley y restregó el hocico contra su
mano.

-Nellie quiere ir a dar una vuelta -dijo él, y
miró hacia fuera por la pequeña ventana que
había junto a la puerta-. Ha dejado de nevar. ¿Te
apetece salir a tomar un poco el aire?

-Claro.

Toni se puso su chaqueta y Stanley cogió un viejo
anorak azul. En cuanto cruzaron el umbral se encontraron en un
mundo pintado de blanco. El Porsche Boxster de Toni estaba
aparcado junto al Ferrari F50 de Stanley y a otros dos coches,
todos ellos cubiertos por una blanca capa de nieve, como pasteles
glaseados. La perra se dirigió al acantilado en la que a
todas luces era su ruta habitual. Stanley y su invitada la
siguieron. Toni se dio cuenta de que el animal, con su pelaje
negro rizado, guardaba un innegable parecido con la malograda
Marta.

Sus pies levantaban la nieve polvorienta, descubriendo
la resistente maleza, que crecía debajo. Cruzaron una
larga extensión de césped. Unos pocos
árboles raquíticos se alzaban a los lados,
doblegados por el infatigable azote del viento. Se cruzaron con
dos jóvenes que volvían del acantilado, el chico de
la sonrisa pícara y la chica enfurruñada con un
piercing en el ombligo. Toni recordó sus nombres: Craig y
Sophie. Cuando Stanley los había presentado a todos, en la
cocina, había memorizado cada detalle con avidez. Era
evidente que Craig se empleaba a fondo para seducir a Sophie,
pero la chica caminaba junto a él con los brazos cruzados,
la mirada fija en el suelo. Toni envidió la sencillez de
las elecciones a las que se enfrentaban. Eran jóvenes y
sin compromiso, estaban en el umbral de la edad adulta, sin nada
que hacer aparte de lanzarse a la aventura de vivir.
Sintió ganas de decirle a Sophie que no se hiciera de
rogar. «Aprovecha el amor mientras puedes -pensó-.
No siempre vendrá a ti sin que lo
busques.»

-¿Qué planes tienes para la Navidad?
-preguntó Stanley.

-Pues… no podrían ser más distintos de
los tuyos. Me voy a un balneario con unos cuantos amigos, solo
parejas solteras y sin hijos, a pasar la Navidad como personas
adultas. Nada de pavo, ni crackers, ni calcetines
colgados, ni Santa Claus. Buena vida y charlas entre amigos, eso
es todo.

-Suena fantástico. Creía que normalmente
venía tu madre a pasar la Navidad contigo.

-Así ha sido estos últimos años,
pero esta vez mi hermana Bella ha dicho que se la quedaba, lo que
me sorprende.

-¿Y eso?

Toni torció el gesto.

-Bella tiene tres hijos, y cree que eso la exime de
cualquier otra responsabilidad familiar. No creo que sea justo,
pero quiero a mi hermana y lo acepto.

-¿Y tú, has pensado en tener hijos
algún día?

Toni contuvo la respiración. Era una pregunta muy
íntima. Se preguntó qué respuesta
preferiría oír él. No podía saberlo,
así que se limitó a decir la verdad.

-Puede. Es algo con lo que mi hermana siempre
soñó. El deseo de tener hijos ha regido su vida. Yo
no soy como ella. Envidio tu familia, es evidente que te quieren
y respetan, y que les gusta estar contigo, pero no estoy segura
de querer sacrificar todo lo demás para ser
madre.

-No creo que haya que sacrificarlo todo -observó
Stanley.

«Tú no lo hiciste -pensó Toni-, pero
¿qué me dices de Marta y su carrera de
tenista?» Esto fue lo que pensó, pero de sus labios
salió algo muy distinto:

-¿Y tú? Podrías empezar una nueva
familia.

-No -repuso él-. Mis hijos nunca me lo
perdonarían.

Toni se sintió un poco decepcionada. No esperaba
que lo tuviera tan claro.

Llegaron al acantilado. Hacia la izquierda, el
promontorio se deslizaba en pendiente hasta una playa, ahora
alfombrada de nieve. Hacia la derecha, la costa describía
un corte vertical hasta el mar. Allí, una sólida
valla de madera de poco más de un metro de altura bordeaba
el acantilado. Era lo bastante alta para impedir el paso de los
niños sin estropear el paisaje. Se asomaron a la valla y
contemplaron las olas que rompían treinta metros
más abajo. El fuerte oleaje subía y bajaba como el
pecho de un gigante dormido.

-Qué rincón tan maravilloso -dijo
Toni.

-Hace cuatro horas pensé que iba a
perderlo.

-¿Te refieres a tu casa?

Stanley asintió.

-He tenido que usarla como aval para el crédito
bancario. Si la cosa se viene abajo, el banco se queda con la
casa.

-Pero tus hijos…

-Les daría el disgusto de su vida. Y ahora, desde
que Marta ya no está, son lo único que realmente me
importa.

-¿Lo único? -preguntó
Toni.

Stanley se encogió de hombros.

-En el fondo, sí.

Toni escrutó su rostro. Había en él
una expresión seria, pero nada sentimental. ¿Por
qué le contaba aquello? Dio por sentado que se trataba de
una indirecta. No era verdad que sus hijos fueran lo único
que le importaba; el trabajo ocupaba un lugar destacado en su
vida. Pero quería que ella comprendiera lo fundamental que
era para él preservar la unidad familiar. Tras haberlos
visto juntos en la cocina, Toni no podía sino
comprenderlo. Pero ¿por qué había elegido
aquel momento para decírselo? Quizá temía
haberle transmitido una impresión equivocada.

Toni necesitaba salir de dudas. En las últimas
horas habían pasado muchas cosas, pero todo resultaba
ambiguo. Stanley la había tocado, abrazado, le
había enseñado su casa y le había preguntado
si quería tener hijos. ¿Todo aquello significaba
algo o no? Tenía que saberlo.

-Te refieres a que nunca harías nada que pusiera
en peligro eso que he visto en la cocina, la unidad de tu
familia.

-Exacto. Mis hijos sacan toda su fuerza de ahí,
aunque no se den cuenta.

Toni se volvió hacia él y lo miró a
los ojos.

-Y eso es tan importante para ti que nunca
empezarías otra familia.

-Sí.

«Más claro, agua», pensó Toni.
Stanley se sentía atraído por ella, pero no pensaba
ir más allá. El abrazo en el estudio había
sido una espontánea expresión de regocijo; la
visita guiada a la casa, un momento de intimidad en que lo
había pillado con la guardia bajada. Pero ahora se estaba
echando atrás. La razón había prevalecido.
Toni notó que las lágrimas humedecían sus
ojos. Horrorizada ante la idea de revelar sus emociones, se dio
la vuelta diciendo:

-Este viento…

La salvó el joven Tom, que venía corriendo
por la nieve y anunciando a voz en grito:

-¡Abuelo, abuelo! ¡Ha llegado el tío
Kit!

Volvieron a la casa con el niño en medio de un
embarazoso silencio.

La huella fresca de unos neumáticos sobre la
nieve conducía hasta un Peugeot negro de dos puertas. No
era ninguna maravilla de coche, pero tenía un
diseño muy atractivo. «Perfecto para Kit»,
pensó Toni con amargura. No quería encontrarse con
él. No le habría hecho ninguna ilusión en la
mejor de las circunstancias, pero en aquel momento se
sentía demasiado vulnerable para hacer frente a un
encuentro desagradable. Sin embargo, su cartera estaba en la
casa, así que se vio obligada a seguir a Stanley hasta el
interior de la vivienda.

Kit estaba en la cocina, donde el resto de la familia le
daba la bienvenida. «El regreso del hijo
pródigo», pensó Toni. Miranda lo abrazaba,
Olga lo besaba, Luke y Lori sonreían de oreja a oreja y
Nellie ladraba para llamar su atención. Toni se detuvo
junto a la puerta de la cocina y vio cómo Stanley saludaba
a su hijo. Kit parecía receloso, mientras que su padre
parecía contento y apenado a la vez, como cuando hablaba
de Marta. Kit alargó la mano hacia él, pero Stanley
lo abrazó.

-Me alegro mucho de que hayas venido, hijo -dijo
Stanley-. Pero que mucho.

-Voy a sacar la maleta del coche. Me quedo en el chalet,
¿verdad?

-No, te quedas arriba -contestó Miranda,
visiblemente nerviosa.

-Pero…

Olga lo interrumpió.

-No montes una escena. Papá lo ha decidido, y es
su casa.

Toni advirtió en los ojos de Kit un destello de
ira que este se apresuró a reprimir.

-Como queráis -cedió.

Kit intentaba aparentar que no pasaba nada, pero aquella
primera reacción instintiva decía todo lo
contrario; Toni se preguntó qué secreto anhelo lo
obligaba a querer dormir lejos de la casa principal aquella
noche.

Subió discretamente al estudio de Stanley. El
recuerdo del abrazo acudió con fuerza a su memoria.
Aquello era lo más cerca que estaría nunca de hacer
el amor con él, pensó. Se secó los ojos con
la manga.

Su bloc de notas y la cartera descansaban sobre el
escritorio Victoriano, donde los había dejado.
Metió el bloc en la cartera, se lo colgó al hombro
y volvió al vestíbulo.

Al pasar por delante de la cocina, vio que Stanley le
decía algo a la cocinera. Se despidió con un
ademán. Stanley interrumpió la conversación
y se acercó a ella.

-Gracias por todo, Toni.

-Feliz Navidad.

-Lo mismo digo.

Toni salió de la casa.

Kit estaba fuera, abriendo el maletero del coche. Toni
echó un vistazo a su interior y vio un par de cajas
grises, sin duda material informático de algún
tipo. Sabía que Kit era analista de sistemas, pero
¿por qué necesitaba todos aquellos cacharros para
pasar la Navidad en casa de su padre?

Toni deseó poder pasar por delante de él
sin saludarlo, pero mientras abría la puerta del coche Kit
levantó los ojos y sus miradas se cruzaron.

-Feliz Navidad, Kit -dijo educadamente.

Él sacó una pequeña maleta del
maletero y lo cerró de golpe.

-Anda y que te den, zorra -replicó, y se
encaminó a la casa.

14.00

Craig estaba encantado de volver a ver a Sophie.
Había caído rendido a sus pies en la fiesta de
cumpleaños de su madre. Era guapa, de ojos y pelo oscuro,
y pese a ser delgada y menuda tenía una silueta suavemente
redondeada. Pero no era su físico lo que lo volvía
loco, sino su actitud. Se comportaba como si nada le importara, y
eso lo tenía fascinado. Nada parecía impresionarla:
ni el Ferrari del abuelo, ni las habilidades futbolísticas
de Craig -jugaba en la selección subdieciséis de
Escocia- ni el hecho de que su madre fuera consejera real.*
Sophie vestía como le daba la gana, hacía caso
omiso de los letreros que prohibían fumar y si alguien la
aburría se largaba sin más, dejando a su
interlocutor con la palabra en la boca. En la fiesta la
había oído discutiendo con su padre sobre el
piercing que quería hacerse en el ombligo. El se lo
había prohibido terminantemente, y ahora allí
estaba, luciendo una argolla en el vientre.

Pero el trato con Sophie no era fácil. Mientras
la llevaba a dar una vuelta por Steepfall, Craig descubrió
que nunca estaba contenta con nada. Al parecer, el silencio era
lo más parecido a un elogio que sabía articular.
Solo abandonaba su mutismo para proferir alguna breve
descalificación: «qué asco», o
«vaya tontería», o «qué
grima». Pero de momento no lo había dejado con la
palabra en la boca, así que Craig sabía que no la
estaba aburriendo.

La llevó a ver el granero. Databa del siglo XVIII
y era la construcción más antigua de la propiedad.
El abuelo había hecho instalar calefacción,
electricidad y agua corriente en su interior, pero se conservaban
las vigas originales. La planta baja era una sala de juego en la
que había una mesa de billar, un futbolín y un gran
televisor.

-Este lugar está bien para pasar el rato
-comentó Craig.

-Guay -asintió Sophie, en la que era su mayor
muestra de entusiasmo hasta el momento. Señaló una
tarima elevada-. ¿Qué es eso?

-Un escenario.

-¿Para qué queréis un
escenario?

-Mi tía Miranda y mi madre solían hacer
obras de teatro cuando eran jóvenes. Una vez montaron
Antonio y Cleopatra con un reparto de cuatro en este
granero.

-Raritas, ellas.

Craig señaló dos camas
plegables.

-Tom y yo vamos a dormir aquí -dijo-. Ven arriba,
te enseñaré tu dormitorio.

Una escalera conducía al antiguo pajar. No
había pared, solo una barandilla para impedir
caídas accidentales. Arriba había dos camas
individuales primorosamente hechas. El único mobiliario de
la estancia era un perchero de pared y un espejo de pie. La
maleta de Caroline estaba en el suelo, abierta.

-No hay mucha intimidad -observó
Sophie.

Craig ya se había dado cuenta, y se las
prometía felices con aquella disposición de las
habitaciones. Inevitablemente, su hermana mayor y su primo
pequeño estarían rondando por allí, pero
pese a todo disfrutaba de la vaga aunque excitante
sensación de que podía pasar cualquier
cosa.

-Mira. -Craig desplegó un viejo biombo-. Si te da
corte, puedes abrirlo para cambiarte.

Un destello de ira iluminó los ojos de
Sophie.

-No me da corte -replicó, como si la mera
sugerencia resultara insultante.

A Craig aquella reacción le pareció
extrañamente excitante.

-Lo decía por si acaso -se disculpó,
sentándose en una de las camas-. Son bastante
cómodas. Más que nuestras camas
plegables.

Sophie se encogió de hombros.

En la fantasía de Craig, aquel era el momento en
que ella se sentaba en la cama junto a él. En una
versión de esa misma fantasía, lo empujaba hacia
atrás violentamente, fingiendo buscar pelea, y empezaban
forcejeando pero acababan besándose. En otra
versión, ella le cogía la mano y le decía lo
mucho que su amistad significaba para ella, y luego lo besaba.
Pero en la vida real Sophie no parecía estar para
jueguecitos, ni mucho menos para avances románticos. Se
dio la vuelta y contempló la estancia despojada con gesto
de desagrado, y entonces Craig supo que no estaba pensando
precisamente en darle un beso.

-Navidad, Navidad, puta Navidad… -canturreó
Sophie.

-El baño está abajo, detrás del
escenario. No hay bañera, pero la ducha funciona
bien.

-Qué lujo. -Sophie se levantó de la cama y
bajó la escalera, todavía cantando su
versión obscena del tradicional villancico.

«Bueno -pensó Craig-, solo llevamos
aquí un par de horas. Me quedan cinco días enteros
para ganármela.»

La siguió hasta el piso de abajo. Había
una última cosa que quizá pudiera
gustarle.

-Quiero enseñarte algo -dijo,
encaminándose a la puerta.

Salieron a un gran patio cuadrado en torno al cual se
alzaban cuatro edificios: la casa principal, el chalet de
invitados, el granero del que acababan de salir y el garaje de
tres plazas. Craig guió a Sophie alrededor de la casa
hasta la puerta principal, Citando la cocina, donde quizá
les dieran cosas que hacer. Cuando entraron en la casa, Craig se
percató de que había copos de nieve atrapados en el
reluciente pelo negro de Sophie. Se la quedó mirando
fijamente.

-¿Qué pasa? -preguntó
ella.

-Tienes nieve en el pelo -contestó-. Se ve
precioso.

Sophie sacudió la cabeza con brusquedad, y los
copos desaparecieron.

-Eres más raro que un perro verde -le
espetó.

«Vale -pensó él-. No te gustan los
piropos.»

La condujo hasta el piso de arriba. En la parte
más antigua de la casa había tres pequeños
dormitorios y un cuarto de baño decorado a la antigua. La
suite del abuelo estaba en la parte nueva. Craig llamó a
la puerta, por si acaso había alguien dentro. No hubo
respuesta, así que entró.

Cruzó la habitación rápidamente,
dejando atrás la gran cama de matrimonio y el vestidor que
había más allá de esta. Abrió una de
las puertas del armario y corrió una hilera de trajes
masculinos -a rayas, de tweed, a cuadros-, en su mayoría
de color gris o azul. Se arrodilló, estiró el brazo
en el interior del armario y presionó la pared del fondo.
Una portezuela de unos sesenta centímetros cuadrados se
abrió hacia dentro, basculando sobre una bisagra, y Craig
se metió por la apertura.

Sophie lo siguió.

Craig alargó el brazo a través del agujero
para cerrar la puerta del armario y la portezuela secreta.
Tanteando en la oscuridad encontró un interruptor y
encendió la luz, una única bombilla desnuda que
colgaba de una viga del techo.

Estaban en un desván. Había un gran
sofá destartalado cuyo relleno asomaba por los agujeros de
la tapicería. Junto a este, una pila de álbumes
fotográficos enmohecidos descansaban sobre los tablones
del suelo, junto a varias cajas de cartón y arcenes que,
según había descubierto Craig en visitas
anteriores, contenían los boletines de notas de su madre,
novelas de Enid Blyton con inscripciones del tipo «Este
libro pertenece a Miranda Oxenford, de nueve años y
medio» garabateadas en letra infantil y una
colección de horribles ceniceros, cuencos y jarrones que
solo podían ser regalos indeseados o compras impulsivas.
Sophie pasó los dedos por las cuerdas de una guitarra
polvorienta. Estaba desafinada.

-Aquí arriba puedes fumar todo lo que quieras
-dijo Craig. Unos pocos paquetes vacíos de marcas de
tabaco ya olvidadas, como Woodbines, Players o Senior Service, lo
hacían suponer que entre aquellas paredes había
empezado la adicción de su madre. También
había envoltorios de tabletas de chocolate que
había que achacar quizá a la rolliza tía
Miranda, y sin duda había sido su tío Kit quien
había reunido aquella nutrida colección de revistas
pornográficas con títulos como Men Only, Panty
Play o Barely Legal.

Craig esperaba que Sophie no se fijara en las revistas,
pero fue lo primero que llamó su
atención.

-¡Guau, mira esto! ¡Revistas porno!
-exclamó, más animada de lo que había estado
en toda la mañana. Se sentó en el sofá y
empezó a hojear la revista.

Craig apartó la mirada. Había hojeado
aquellas revistas una a una, aunque nunca lo reconocería.
El porno era cosa de chicos, y algo muy íntimo. Pero
Sophie estaba hojeando Hustler delante de sus narices,
escrutando las páginas como si fueran a examinarla sobre
el tema.

Para distraerla, Craig dijo:

-Antes, cuando esto era una granja, esta parte de la
casa era una lechería. El abuelo la transformó en
la cocina, pero el tejado era demasiado alto, así que
mandó construir un altillo para usarlo como espacio de
despensa.

Sophie ni siquiera levantó los ojos de la
revista.

-¡Todas estas tías están afeitadas!
-observó, para mayor bochorno de Craig-. Qué
asco.

-Desde aquí se puede ver la cocina
-insistió él-. Fíjate, donde la salida de
humos sube hasta el tejado. -Se tumbó en el suelo y
miró por el hueco que había entre los tablones y un
grueso tubo metálico. Desde allí se veía
toda la cocina: la puerta del fondo que daba al vestíbulo,
la larga mesa de pino macizo, los aparadores a ambos lados de
esta, las puertas laterales que daban al comedor y al cuartito de
la lavadora. Junto a este, la placa de cocina flanqueada por dos
puertas, una que daba a una gran despensa y la otra al recibidor
de las botas y la entrada lateral. La mayor parte de la familia
estaba reunida en torno a la mesa. La hermana de Craig, Caroline,
estaba dando de comer a sus hámsters, Miranda se
servía más vino, Ned leía el
Guardian y Lori se disponía a asar un
salmón entero en una larga besuguera.

-A este paso la tía Miranda va a coger una buena
curda -observó Craig.

Este comentario captó el interés de
Sophie. Soltó la revista y se tumbó junto a
Craig.

-¿No nos pueden ver? -preguntó en voz
baja.

Craig la contemplaba mientras ella miraba por el hueco.
Se había recogido el pelo detrás de las orejas, y
la piel de su mejilla parecía irresistiblemente
suave.

-Prueba a echar un vistazo la próxima vez que
bajes a la cocina -sugirió él-. Verás que
hay una lámpara colgando del techo justo por debajo de
este hueco que te impide verlo por más que sepas que
existe.

-Entonces ¿nadie sabe que estamos
aquí?

-Bueno, todo el mundo sabe que hay un desván. Y
hay que tener cuidado con Nellie. En cuanto te muevas,
mirará hacia arriba atenta a cualquier ruido. Ella
sí sabe que estamos aquí, y cualquiera que se fije
en sus reacciones puede deducirlo.

-Aun así, este sitio está genial. Mira a
mi padre. Finge leer el diario, pero no para de lanzarle
miraditas a Miranda. Qué asco. -Sophie rodó en el
suelo hasta quedarse de costado, se incorporó a medias
apoyándose en un codo y sacó un paquete de
cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros-. ¿Quieres
uno?

Craig negó con la cabeza.

-Si te tomas el fútbol en serio, el tabaco no
puedes ni olerlo.

-¿Cómo puedes tomarte el fútbol en
serio? ¡No es más que un juego!

-Los deportes son más divertidos cuando se te dan
bien.

-En eso tienes razón. -Sophie soltó una
bocanada de humo. Craig observaba sus labios-. Seguramente por
eso no me gusta el deporte. Soy muy patosa.

Craig se dio cuenta de que había vencido
algún tipo de barrera. Por fin Sophie hablaba con
él, y lo que decía sonaba bastante
cabal.

-¿Qué se te da bien?
-preguntó.

-Poca cosa.

Craig vaciló un momento, y luego
soltó:

-Una vez, en una fiesta una chica me dijo que besaba
bien.

Contuvo la respiración. Tenía que romper
el hielo con ella de alguna manera, pero ¿no se
estaría precipitando?

-¿De verdad? -Sophie parecía interesada en
el tema, pero desde un punto de vista puramente teórico-.
¿Cómo lo haces?

-Podría enseñártelo.

Una expresión de pánico cruzó su
rostro.

-¡Ni hablar! -exclamó al tiempo que
levantaba la mano en un gesto defensivo, aunque él no
había movido un dedo.

Craig se dio cuenta de que había sido demasiado
impetuoso. Le entraron ganas de abofetearse.

-No temas -dijo, sonriendo para disimular su
decepción-. No haré nada que no quieras, te lo
prometo.

-Es que, verás, estoy saliendo con
alguien.

-Ah, entiendo.

-Sí, pero no se lo digas a nadie.

-¿Cómo es él?

-¿Mi novio? Va a la universidad. -Sophie
apartó la mirada Y se frotó los ojos, irritados por
el humo del cigarrillo.

-¿A la de Glasgow?

-Sí. Tiene diecinueve años. Yo le he dicho
que tengo diecisiete.

Craig no sabía si creerle.

-¿Y qué estudia?

-¿Qué más da? Algo aburrido.
Derecho, creo.

Craig volvió a mirar por el hueco del suelo. Lori
estaba espolvoreando un cuenco de patatas humeantes con perejil
picado. De pronto, sintió hambre.

-La comida está lista -anunció-. Te
enseñaré la otra salida.

Se dirigió al fondo del desván y
abrió una gran puerta. Una estrecha cornisa
sobresalía de la fachada; cinco metros más abajo
quedaba el patio. Por encima de la puerta, en la parte exterior
del edificio, había una polea, la misma que se
había utilizado para subir hasta allí el
sofá y los arcones.

-No pienso saltar desde aquí arriba.

-No hace falta. -Craig barrió la nieve de la
cornisa con las manos y avanzó por ella hasta el extremo.
Desde allí al cobertizo adosado del recibidor de las botas
había una distancia de medio metro-. ¿Ves
qué fácil?

Sophie lo siguió a regañadientes. Cuando
llegó al final de la cornisa, Craig le tendió la
mano y ella la aceptó sin dudarlo, agarrándose con
todas sus fuerzas.

La ayudó a bajar hasta el cobertizo y luego
subió de nuevo por la cornisa para cerrar la gran puerta
antes de volver con Sophie. Descendieron con cautela por el
tejado resbaladizo. Craig se deslizó boca abajo, se
colgó del borde del cobertizo y luego salvó de un
salto la corta distancia que lo separaba del suelo.

Sophie siguió sus pasos. Cuando tenía las
dos piernas colgando del tejado, Craig levantó los brazos,
la cogió por la cintura y la bajó a pulso. Apenas
pesaba.

-Gracias -dijo ella. Tenía una expresión
triunfal, como si acabara de superar una dura prueba.

«Tampoco hay para tanto -pensó Craig
mientras entraban en la casa-.A lo mejor no es tan segura como
aparenta.»

15.00

El Kremlin se veía hermoso. La nieve
cubría las gárgolas y los motivos ornamentales, los
marcos de las puertas y las repisas de las ventanas, perfilando
en blanco la fachada victoriana. Toni aparcó el coche y
entró en el edificio. Dentro reinaba la tranquilidad. Casi
todos los empleados se habían ido a casa por temor a
quedarse atrapados en la nieve, aunque cualquier excusa era buena
para marcharse antes de tiempo el día de
Nochebuena.

Toni se sentía dolida y vulnerable. Acababa de
encajar una paliza emocional. Pero tenía que apartar los
pensamientos románticos de su mente. Quizá
más tarde, cuando estuviera a solas en la cama, le
daría vueltas a las cosas que Stanley había dicho y
hecho. Pero ahora tenía mucho trabajo por
delante.

Se había apuntado un buen tanto -por eso la
había abrazado Stanley-, pero aun así había
algo que la inquietaba. Las palabras de Stanley resonaban en su
mente: «Si perdiéramos otro conejo
volveríamos a estar en el ojo del huracán».
Tenía razón. Un nuevo incidente de aquel tipo
volvería a ponerlos en el punto de mira, pero esta vez
sería diez veces peor. Ni el mejor relaciones
públicas del mundo podría impedir que la cosa se le
fuera de las manos. «No habrá más problemas
de seguridad en el laboratorio -le había dicho ella-. Me
aseguraré de que así sea.» Había
llegado el momento de cumplir su palabra.

Se fue a su despacho. Solo se le ocurría una
amenaza, inminente, la que podían representar los
defensores de los derechos de los animales. La muerte de Michael
Ross podía servir de inspiración a otros que,
movidos por su ejemplo, intentaran «liberar» a los
animales retenidos en los laboratorios. También
cabía la posibilidad de que Michael trabajara en
colaboración con un grupo de activistas y que estos
tuvieran otro plan. Era posible incluso que les hubiera
facilitado la clase de información confidencial que les
podía ayudar a burlar el sistema de seguridad del
Kremlin.

Toni marcó el número de teléfono de
la jefatura de la policía regional, que se encontraba en
Inverburn, y preguntó por el comisario jefe Frank Hackett,
su ex.

-Te has salido con la tuya, ¿eh? -comentó
él-. Vaya potra. Tendrías que estar en la
calle.

-Hemos sido sinceros, Frank. Lo mejor en estos casos es
ir con la verdad por delante, ya lo sabes.

-A mí no me dijiste la verdad. ¡Un
hámster llamado Fluffy! Me has hecho quedar como un
imbécil.

-Fue un poco cruel por mi parte, lo reconozco. Pero
tú no tendrías que haberle filtrado la noticia a
Carl. Yo diría que estamos en paz, ¿no
crees?

-¿Qué quieres de mí?

-¿Crees que había alguien más
involucrado en el robo del conejo, aparte de Michael
Ross?

-Sin comentarios.

-Yo te pasé su libreta de direcciones. Supongo
que has investigado los nombres que aparecían en ella.
¿Qué me dices, por ejemplo, de Amigos de los
Animales? ¿Son gente que se limita a manifestarse
pacíficamente o es posible que pasen a la acción
directa?

-Mis investigaciones todavía no han
concluido.

-Venga, Frank, solo te estoy pidiendo que me des una
pista. ¿Debo preocuparme porque vuelva a pasar algo
parecido?

-Me temo que no puedo ayudarte.

-Frank, hubo un tiempo en que nos quisimos. Fuimos
compañeros durante ocho años. ¿No crees que
esto es absurdo?

-¿Tratas de utilizar nuestra antigua
relación para convencerme de que te pase
información confidencial?

-No. A la mierda la información. La puedo obtener
por otros medios. Lo único que trato de decirte es que no
quiero ser tratada como un enemigo por alguien que en el pasado
significó mucho para mí. ¿Por qué no
podemos llevarnos bien?

Se oyó un clic, y luego el tono de llamada. Frank
le había colgado el teléfono.

Toni suspiró. ¿Entraría Frank en
razón algún día? Deseó que encontrara
otra novia. Quizá eso lo tranquilizara.

Entonces llamó a Odette Cressy, su amiga de
Scotland Yard.

-Te he visto en las noticias -comentó
Odette.

-¿Qué pinta tenía?

-Autoritaria -contestó Odette, reprimiendo la
risa-. El tipo de persona que jamás se presentaría
en una discoteca con un vestido transparente. Pero yo sé
la verdad.

-Hazme un favor, no se la cuentes a nadie.

-En fin, el caso es que vuestro incidente con el
Madoba-2 no parece guardar ninguna relación con… mi
campo de investigación.

Se refería al terrorismo.

-Me alegro -dijo Toni-. Pero me gustaría
preguntarte algo, desde un plano puramente
teórico…

-Adelante.

-Los terroristas podrían conseguir muestras de
virus como el Ebola de forma relativamente sencilla entrando en
un hospital cualquiera de África central, donde no
encontrarían más medidas de seguridad que el
guardia de turno, seguramente un chaval de diecinueve años
que se pasa el día repantigado en el vestíbulo
fumando cigarrillos. ¿Por qué iban a embarcarse en
la azarosa aventura de asaltar un laboratorio de alta
seguridad?

-Por dos motivos. En primer lugar, ignoran lo
fácil que es conseguir el Ébola en África.
En segundo lugar, el Madoba-2 no es lo mismo que el Ébola.
Es peor.

Toni recordó lo que Stanley le había
dicho, y se estremeció.

-Tasa de supervivencia cero.

-Exacto.

-¿Y qué me dices de Amigos de los
Animales? ¿Los has investigado?

-Por supuesto. Son inofensivos. Lo más que
podemos esperar de ellos es que corten una carretera.

-Estupendo. Solo quiero asegurarme de que no vuelva a
ocurrir algo parecido.

-No me parece probable.

-Gracias, Odette. Eres una buena amiga. No quedan muchas
como tú.

-Suenas un poco baja de ánimos.

-Bueno, mi ex me está poniendo las cosas
difíciles.

-¿Solo eso? Ya tendrías que estar
acostumbrada. ¿Ha pasado algo con el profesor?

Toni no podía engañar a Odette, ni
siquiera por teléfono.

-Me ha dicho que su familia es lo más importante
para él en este mundo, y que nunca haría nada que
pudiera perjudicarla.

-Qué tonto.

-Si alguna vez conoces a un hombre que no lo sea,
pregúntale si tiene un hermano.

-¿Qué vas a hacer por Navidad?

-Me largo a un balneario. Masajes, limpieza de cutis,
manicura, largos paseos.

-¿Te vas tú sola?

Toni sonrió.

-Te agradezco que te preocupes por mí, pero no
estoy tan desesperada.

-¿Con quién te vas?

-Con un montón de gente. Bonnie Grant, una vieja
amiga con la que fui a la universidad. Eramos las dos
únicas chicas de la facultad de ingeniería. Se
acaba de divorciar. También vendrán Charles y
Damien, a ellos ya los conoces, y dos parejas con las que no creo
que hayas coincidido.

-Las locas de Charles y Damien te
animarán.

-Eso seguro. -Cuando los chicos se soltaban la melena,
eran capaces de hacer reír a Toni hasta que se le saltaban
las lágrimas-. ¿Y tú qué planes
tienes?

-No estoy segura. Ya sabes cómo odio hacer
planes.

-Pues nada, a disfrutar de la espontaneidad.

-Feliz Navidad.

Colgaron, y Toni llamó a Steve Tremlett, jefe de
seguridad.

Toni se la había jugado con Steve, pues era amigo
de Ronme Sutherland, el antiguo responsable de seguridad que se
había conchabado con Kit Oxenford para robar a la empresa.
No había pruebas de que Steve estuviera al tanto del
fraude, pero Toni temía que le guardara rencor por haber
despedido a su amigo. Pese a todo, había decidido
concederle el beneficio de la duda y lo había nombrado
jefe de seguridad. Él, a su vez, había recompensado
su confianza con lealtad y eficiencia.

Steve se presentó en su despacho al cabo de un
minuto. Era un hombre de treinta y cinco años, menudo y de
aspecto pulcro, con sus buenas entradas y el pelo rubio cortado
al rape, como mandaba la moda. Llevaba una carpeta de
cartón en la mano. Toni señaló una silla y
Steve tomó asiento.

-La policía cree que Michael Ross trabajaba solo
-dijo.

-Yo también lo tenía por un
solitario.

-De todas formas, esta noche no se nos puede colar ni un
mosquito.

-Eso está hecho.

-Vamos a asegurarnos de que así sea.
¿Tienes por ahí la distribución de los
turnos?

Steve le tendió una hoja de papel. Por lo general
había tres guardias de turno durante la noche, así
como los fines de semana y festivos: uno apostado en la garita de
la verja, otro en la recepción y el tercero en la sala de
control, pendiente de los monitores. Si por cualquier motivo
tenían que ausentarse de sus puestos, llevaban encima
teléfonos inalámbricos que funcionaban como
extensiones del sistema general. Cada hora, el guardia de la
recepción hacía una ronda por el edificio
principal, y el de la garita lo rodeaba por fuera. Al principio,
Toni no estaba segura de que tres hombres fueran suficientes para
una operación tan delicada, pero pronto se dio cuenta de
que la seguridad dependía más de los sofisticados
medios tecnológicos que del factor humano, que se limitaba
a servir de apoyo. De todos modos, había duplicado los
efectivos disponibles aquellas navidades, así que
habría dos personas en cada uno de los tres puestos
citados y efectuarían una ronda cada media
hora.

-Veo que vas a estar de guardia esta noche.

-Me vienen bien las horas extra.

-De acuerdo. -Era habitual que los guardias de seguridad
hicieran turnos de doce horas, y estaban acostumbrados a
convertirlos en jornadas de veinticuatro horas siempre que
había escasez de personal o, como era el caso, cuando se
producía una emergencia-. Déjame echarle un vistazo
a tu lista de contactos.

Steve sacó de la carpeta una hoja plastificada
con una relación de los números de teléfono
a los que tenía que llamar en caso de incendio,
inundación, corte del suministro eléctrico,
caída del sistema informático, avería
telefónica y otros problemas.

-Quiero que llames a cada uno de estos números a
lo largo de la próxima hora -dijo Toni-.
Pregúntales si van a estar disponibles durante la
Navidad.

-Muy bien.

Toni le devolvió la hoja plastificada.

Y no dudes en llamar a la policía de Inverburn si
tienes la menor sospecha de que algo va mal.

El interpelado asintió.

Da la casualidad de que mi cuñado, Jack,
estará allí de guardia esta noche. Mi señora
se ha llevado a los niños a su casa para pasar la
Nochebuena.

-¿Tienes idea de cuántas personas
habrá en la jefatura de policía esta
noche?

-¿En el turno de noche? Un inspector, dos
sargentos y seis agentes de policía. Y también
habrá un comisario de guardia.

No era una dotación muy numerosa, pero tampoco
habría mucho que hacer una vez que los pubs hubieran
cerrado sus puertas y los borrachos se hubieran ido a sus
casas.

-¿Por casualidad no sabrás quién es
el comisario de guardia?

-Sí. Le ha tocado a tu Frank.

Toni no hizo ningún comentario.

-Llevaré el móvil encima día y
noche, y estaré en un sitio con cobertura. Quiero que me
llames enseguida si pasa algo fuera de lo normal, sea la hora que
sea, ¿de acuerdo?

-Por descontado.

-Me da igual que me despiertes en mitad de la noche.
-Iba a dormir sola, pero se abstuvo de comentarlo delante de
Steve, que podía haberlo considerado una confidencia
embarazosa.

-Entiendo -repuso él, y quizá, lo
había entendido de veras.

-De momento, eso es todo. Me marcho en unos minutos.
-Consultó su reloj de muñeca; eran casi las
cuatro-. Feliz Navidad, Steve.

-Lo mismo digo.

Steve se fue. Empezaba a anochecer, y Toni podía
ver su rostro reflejado en el cristal de la ventana.
Parecía cansada y desanimada. Apagó el ordenador y
cerró el archivador con llave.

No podía demorarse mucho más. Tenía
que volver a casa, cambiarse y conducir ochenta kilómetros
hasta el balneario. Cuanto antes se pusiera en marcha, mejor. Las
previsiones decían que el tiempo no iba a empeorar, pero
no sería la primera vez que se equivocaban.

Le costaba abandonar el Kremlin. La seguridad del
recinto era responsabilidad suya. Había tomado todas las
precauciones que se le habían ocurrido, pero detestaba
tener que delegar.

Se obligó a levantarse de la silla. Era la
subdirectora de los laboratorios, no una guardia de seguridad. Si
había hecho todo lo que estaba a su alcance para
salvaguardar la integridad del laboratorio, podía
marcharse tranquila. De lo contrario, era una incompetente y
debía dimitir.

Pero en el fondo sabía por qué le costaba
tanto marcharse. Tan pronto como dejara atrás el trabajo,
tendría que ponerse a pensar en Stanley.

Se echó el bolso al hombro y salió del
edificio.

La nieve caía ahora con más
fuerza.

16.00

Kit estaba furioso por tener que dormir en la casa
principal.

Se había sentado en el salón con su padre,
su sobrino Tom, su cuñado Hugo y el prometido de Miranda,
Ned. Mamma Marta los miraba desde el retrato que colgaba
de la pared. Kit siempre había pensado que tenía
una expresión impaciente en aquel cuadro, como si se
muriera de ganas de quitarse el vestido de fiesta, ponerse un
delantal y empezar a hacer lasaña.

Las mujeres de la familia estaban preparando la cena del
día siguiente, y los chicos estaban en el granero. Los
hombres veían una película en la tele. El
protagonista, encarnado por John Wayne, era un matón de
miras estrechas, un poco como Harry Mac, pensó Kit. Le
costaba seguir la película. Estaba demasiado
tenso.

Le había dicho expresamente a Miranda que
necesitaba quedarse en el chalet de invitados. Su hermana se
había puesto tan ñoña con la cosa de la
Navidad en familia que solo le había faltado suplicarle de
rodillas que se uniera a ellos. Pero luego, una vez que él
había accedido a sus ruegos, se había mostrado
incapaz de hacer cumplir la única condición que
él había impuesto. Mujeres…

El viejo, en cambio, no estaba para
ñoñerías. Era tan proclive al
sentimentalismo como un policía de Glasgow el
sábado por la noche. Saltaba a la vista que había
desautorizado a Miranda con la ayuda de Olga. Kit pensó
que sus hermanas tendrían que haberse llamado Goneril y
Regan, como las rapaces hijas del rey Lear.

Tenía que marcharse de Steepfall aquella noche y
regresar a la mañana siguiente sin que nadie supiera que
se había ausentado. Si hubiera podido quedarse a dormir en
el chalet, todo habría sido más fácil.
Podía haber fingido que se iba a dormir, apagar las luces
y escabullirse sin que nadie se diera cuenta. Ya había
movido su coche hasta el antiguo establo reconvertido en garaje,
lejos de la casa, para que no se oyera el motor al arrancar.
Estaría de vuelta a media mañana, antes de que
nadie se extrañara de que siguiera durmiendo, y entonces
podía colarse de nuevo en el chalet y meterse en la cama
como si nada hubiera pasado.

Pero ahora todo iba a resultar mucho más
difícil. Su habitación quedaba en la parte antigua
de la casa, junto a la de Olga y Hugo, donde el suelo
crujía al menor paso. Para empezar, tendría que
esperar a que todos se hubieran ido a la cama para salir. Cuando
la casa estuviera en silencio, tendría que salir de su
habitación a escondidas, bajar las escaleras de puntillas
y salir sin hacer el menor ruido. Y sí de pronto se
abriera una puerta y alguien lo sorprendiera -Olga, por ejemplo,
para ir al lavabo-, ¿qué diría? «Voy a
salir un rato a tomar el aire.» ¿En mitad de la
noche, con la que estaba cayendo? ¿Y qué
haría por la mañana? Era casi seguro que alguien lo
vería entrar. Tendría que decir que había
salido a dar un paseo, o una vuelta en coche. Y más tarde,
cuando la policía empezara a hacer preguntas,
¿recordaría alguien su estrafalario paseo
matutino?

Intentó no pensar en eso. Tenía un
problema más urgente entre manos. Debía robar la
tarjeta magnética que su padre utilizaba para acceder al
NBS4.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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