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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Podía haber comprado todas las tarjetas del mundo
a un proveedor cualquiera, pero las tarjetas magnéticas
salían de fabrica con un código de área
incorporado, y solo funcionaban en ese lugar preestablecido.
Ninguna de las tarjetas que hubiera comprado a los proveedores
habituales habría tenido el código del
Kremlin.

Nigel Buchanan lo había interrogado a fondo sobre
el robo de la tarjeta.

-¿Dónde la guarda tu padre?

-Normalmente la lleva en el bolsillo de la
chaqueta.

-¿Y si no está allí?

-En su cartera o en el maletín,
supongo.

-¿Cómo podrás quitársela sin
que te vea?

-Es una casa grande. Lo haré mientras se
esté duchando, o cuando salga a dar una vuelta.

-¿No se dará cuenta de que no
está?

-No hasta que la necesite, lo que no ocurrirá
hasta el viernes, como muy pronto. Para entonces ya la
habré vuelto a dejar en su sitio.

-¿Puedes estar seguro de eso?

Llegados a este punto, Elton había intervenido en
la conversación. Con su inconfundible acento del sur de
Londres, había dicho:

-¡Joder, Nigel! Kit nos tiene que colar en un
laboratorio de alta seguridad. Mal iríamos si no pudiera
birlarle una puta tarjeta a su viejo.

La tarjeta de Stanley tendría el código de
área correcto, pero en su chip estarían grabadas
las huellas digitales de Stanley, no las de su hijo. Kit
también había pensado en la manera de sortear este
obstáculo.

La película se acercaba a su climax. John Wayne
se disponía a vaciar el cargador de su pistola. Era una
buena ocasión para que Kit pusiera en marcha su
plan.

Se levantó, farfulló algo sobre el lavabo
y abandonó el salón. Desde el vestíbulo,
echó un vistazo a la cocina. Olga estaba rellenando un
enorme pavo mientras Miranda limpiaba coles de Bruselas. En una
de las paredes del vestíbulo había dos puertas, una
que daba al lavadero y otra al comedor. Justo entonces Lori
salió del lavadero cargando un mantel doblado y lo
llevó al comedor.

Kit entró en el estudio de su padre y
cerró la puerta.

El lugar donde tenía más probabilidades de
encontrar la tarjeta era, tal como le había dicho a Nigel,
uno de los bolsillos de la chaqueta de su padre. Esperaba
encontrar la chaqueta en la percha de la puerta o doblada sobre
el respaldo de la silla del escritorio, pero enseguida se dio
cuenta de que la prenda no estaba en aquella
habitación.

Ya puestos, decidió probar otras posibilidades.
Era arriesgado -podía entrar alguien, y no sabía
qué decir si eso ocurría- pero tenía que
intentarlo. De lo contrario, no habría robo, no
conseguiría sus trescientas mil libras ni el billete a
Lucca y -lo que era peor- seguiría en deuda con Harry Mac.
Recordó lo que Daisy le había hecho aquella
mañana y se estremeció.

El maletín del viejo estaba en el suelo, junto al
escritorio. Kit lo registró rápidamente.
Había una carpeta con una serie de gráficos, todos
ellos carentes de significado para Kit, el Times del
día con el crucigrama a medio terminar, un trozo de
chocolate y la pequeña libreta con tapas de piel en la que
su padre iba anotando las cosas que tenía que hacer. La
gente mayor siempre hacía listas, pensó Kit.
¿Por qué les daba tanto pánico olvidarse de
algo?

El escritorio Victoriano estaba perfectamente ordenado y
no había ninguna tarjeta a la vista ni nada que pudiera
contenerla. Solo una pequeña pila de carpetas, un cubilete
portalápices y un volumen titulado Séptimo
Informe de la Comisión Internacional de Taxonomía
Vírica.

Empezó a abrir los cajones. La respiración
se le aceleró, el corazón le latía con
fuerza. ¿Y qué si le cogían?
¿Qué harían, llamar a la policía? Se
dijo a sí mismo que no tenía nada que perder y
siguió adelante. Pero le temblaban las manos.

Aquel era el escritorio de su padre desde hacía
treinta años, la acumulación de objetos
inútiles era impresionante: souven¡rs en forma de
llavero, bolígrafos sin gota de tinta, una anticuada
calculadora de sobremesa, papel de carta con prefijos
telefónicos desfasados, tinteros, manuales de software
obsoleto (cuánto hacía que nadie utilizaba el
PlanPerfect?), pero ni rastro de la tarjeta.

Kit salió de la habitación. Nadie lo
había visto entrar, y nadie lo vio salir.

Subió las escaleras sin hacer ruido. Su padre era
un hombre ordenado y rara vez perdía algo. No
habría dejado la cartera en cualquier sitio, como el
armario de las botas. Si no estaba en el estudio, solo
podía estar en su dormitorio.

Kit entró en la habitación y cerró
la puerta tras de sí.

La presencia de su madre se iba desvaneciendo
paulatinamente. La última vez que había estado
allí, sus objetos personales aún llenaban la
habitación: un recado de escribir en piel, un conjunto de
tocador de plata, una foto de Stanley en un marco antiguo. Todo
aquello había desaparecido. Pero las cortinas y la
tapicería seguían siendo las mismas, confeccionadas
con una atrevida tela azul y blanca muy al gusto de la
mamma.

A cada lado de la cama había una cómoda
victoriana de pesada madera de caoba que hacía las veces
de mesilla de noche. Su padre siempre había dormido en el
lado derecho de la gran cama de matrimonio. Kit registró
los cajones de ese lado. Encontró una linterna,
seguramente para los apagones, y una novela de Proust,
quizá para las noches de insomnio. Luego miró en
los cajones del lado de su madre, pero estaban
vacíos.

La suite se dividía en tres zonas diferenciadas:
el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño. Kit
entró en el vestidor, una estancia cuadrada revestida de
armarios, algunos lacados en blanco, otros con puertas espejadas.
El sol se estaba poniendo pero Kit no necesitaba más luz
de la que tenía, así que no encendió ninguna
lámpara.

Abrió la puerta del armario en el que Stanley
guardaba sus trajes. La chaqueta del traje que llevaba puesto
colgaba de una percha. Kit hundió la mano en el bolsillo y
sacó una gran cartera de piel negra desgastada por el uso.
En su interior había un pequeño fajo de billetes y
una serie de tarjetas, entre ellas la que buscaba.

-Bingo -murmuró Kit.

Justo entonces, se abrió la puerta de la
habitación.

Kit no había cerrado la puerta del vestidor,
así que pudo ver a través del vano a su hermana
Miranda, que entró en la habitación con un cesto de
plástico naranja de la colada.

Kit estaba en su campo visual, de pie ante la puerta
abierta del armario de la suite, pero la penumbra impidió
que lo distinguiera al instante, y él se escondió
rápidamente tras la puerta del vestidor. Si asomaba la
cabeza por el canto de la puerta, podía ver a su hermana
reflejada en el gran espejo que colgaba de una pared de la
habitación.

Miranda encendió la luz y empezó a
deshacer la cama. Era evidente que Olga y ella estaban ayudando a
Lori con las tareas domésticas. Kit se resignó a
esperar.

De pronto, se sintió despreciable. Allí
estaba, comportándose como un intruso en su propia casa,
robando a su padre y escondiéndose de su hermana.
¿Cómo había podido caer tan bajo?

Conocía la respuesta. Su padre le había
fallado. Cuando más lo necesitaba, Stanley le había
vuelto la espalda. Él tenía la culpa de
todo.

Pero no tardaría en dejarlos atrás, a
todos ellos. Ni siquiera les diría adonde se iba.
Empezaría una nueva vida en un país distinto.
Desaparecería en el plácido día a día
de una pequeña población como Lucca. Se
dedicaría a comer tomates y pasta, a beber vino de la
Toscana, a jugar al pinacle por las noches, apostando cantidades
modestas. Sería como uno de esos personajes que pueblan el
telón de fondo de los grandes cuadros, un
transeúnte que no se detiene a contemplar el mártir
moribundo, por fin hallaría la paz que tanto
anhelaba.

Miranda empezó a hacer la cama con sábanas
limpias, y en ese momento entró Hugo.

Se había puesto un jersey rojo y unos pantalones
de pana verdes que le daban el aspecto de un duende
navideño. Cerró la puerta tras de sí. Kit
frunció el ceño. ¿Qué secretitos
podía haber entre Miranda y su cuñado?

-Hugo, ¿qué quieres? -preguntó
ella. Sonaba recelosa.

Él esbozó una sonrisa maliciosa, pero se
limitó a decir:

-He pensado que podía echarte una
mano.

Entonces se dirigió al otro lado de la cama y
empezó a remeter la sábana debajo del
colchón.

Kit seguía oculto tras la puerta del vestidor,
con la cartera de su padre en una mano y la tarjeta del Kremlin
en la otra. No podía moverse sin arriesgarse a ser
visto.

Miranda lanzó a Hugo una funda de almohada limpia
por encima de la cama, y este embutió la almohada en su
interior. Juntos, estiraron la colcha sobre la cama.

-Hace siglos que no nos vemos -dijo Hugo-.Te echo de
menos.

-No digas tonterías -le espetó Miranda en
tono seco.

Kit estaba perplejo y fascinado a un tiempo. ¿De
qué iba todo aquello?

Miranda alisó la colcha. Hugo rodeó la
cama y se acercó a ella. Miranda cogió el cesto de
la ropa sucia y lo sostuvo ante sí como si se tratara de
un escudo. Hugo esbozó su mejor sonrisa y dijo:

-¿Qué tal si me das un beso, por los
viejos tiempos?

Kit no salía de su asombro. ¿A qué
viejos tiempos se refería Hugo? Llevaba casi doce
años casado con Olga. ¿Habría besado a
Miranda a los catorce?

-Déjate de tonterías, lo digo en serio
-replicó Miranda con firmeza.

Hugo cogió el cesto de la ropa sucia y lo
empujó. Las corvas de Miranda golpearon el borde la cama,
obligándola a sentarse. Soltó el cesto y
utilizó las manos para recobrar el equilibrio. Hugo
apartó el cesto de un manotazo, se inclinó sobre
ella y la empujó hacia atrás al tiempo que se
arrodillaba en la cama, aprisionando el cuerpo de Miranda entre
sus piernas. Kit estaba atónito. No le extrañaba
descubrir que Hugo era un Don Juan, a juzgar por el modo en que
flirteaba con todas las mujeres que se cruzaban en su camino,
pero jamás habría imaginado que se lo montaba con
Miranda.

Hugo le levantó la holgada falda plisada. Miranda
tenía caderas y muslos rollizos. Llevaba bragas de encaje
negro y un liguero, que para Kit fue la revelación
más sorprendente de todas.

-Quítate de encima -le advirtió
Miranda.

Kit no sabía qué hacer. Aquello no era
asunto suyo, así que se inclinaba por no intervenir, pero
tampoco podía quedarse allí como un pasmarote
asistiendo a semejante escena. Aunque se diera la vuelta, no
podía evitar oír lo que estaba pasando.
¿Podría escabullirse de la habitación
mientras forcejeaban? No, era demasiado pequeña para eso.
Recordó la portezuela secreta del armario que
permitía acceder al desván, pero no podía
llegar hasta allí sin arriesgarse a ser visto. Optó
por quedarse donde estaba, observando sin moverse.

-Uno rapidito -insistió Hugo-. Nadie se va a
enterar.

Miranda llevó el brazo derecho hacia atrás
para tomar impulso y le propinó un sonoro bofetón.
Luego levantó la rodilla bruscamente, golpeando a Hugo en
algún punto de la entrepierna. Rodó hacia un lado,
lo apartó de un empujón y se
levantó.

Hugo seguía tumbado en la cama.

-¡Me has hecho daño!
-protestó.

-Me alegro -replicó ella-. Ahora
escúchame: ni se te ocurra volver a intentar algo
así.

Hugo se subió la cremallera y se puso en
pie.

-¿Por qué no? ¿Qué
harás, decírselo a Ned?

-Debería decírselo, pero me falta valor.
Me acosté contigo una vez, me sentía sola y
deprimida, y desde entonces no ha pasado un solo día sin
que lo lamente.

Así que eso era, pensó Kit. Miranda se
había acostado con el marido de Olga. Quién lo iba
a decir. El comportamiento de Hugo no le sorprendía lo
más mínimo; follarse a su cuñada a
escondidas era el tipo de apaño cómodo que a muchos
hombres les gustaría tener. Pero Miranda era muy remilgada
en ese aspecto. Kit habría jurado que nunca se
acostaría con el marido de otra mujer, y mucho menos el de
su propia hermana.

Miranda prosiguió:

-Es lo más vergonzoso que he hecho en mi vida, y
no quiero que Ned se entere nunca.

-No pretenderás hacerme creer que serías
capaz de contárselo a Olga, ¿verdad?

-Si se enterara, se divorciaría de ti y nunca me
volvería a dirigir la palabra. Sería el fin de esta
familia.

«Pues eso no estaría mal»,
pensó Kit. Pero Miranda se desvivía por mantener a
la familia unida.

-¿Eso te deja las manos atadas, no crees? -le
espetó Hugo, relamiéndose de satisfacción-.
Ya que no podemos ser enemigos, ¿por qué no me das
un besito y hacemos las paces?

-Porque me das asco -replicó Miranda en tono
seco.

-Ah, bueno. -Hugo sonaba resignado, pero no
arrepentido-. Pues ódiame si eso es lo que quieres. Yo te
seguiré adorando.

Le dedicó su sonrisa más seductora y se
fue de la habitación cojeando ligeramente.

-Hijo de la gran puta -dijo Miranda cuando la puerta se
cerró de golpe.

Kit nunca la había oído hablar
así.

Entonces Miranda cogió el cesto de la ropa, y en
lugar de salir como esperaba, se volvió hacia él.
«Debe de traer toallas limpias para el baño»,
pensó de pronto. No tenía tiempo de moverse. Con
tres pasos, Miranda alcanzó la puerta del vestidor y
encendió la luz.

Kit apenas tuvo tiempo de deslizar la tarjeta
magnética en el bolsillo de su pantalón. Un segundo
más tarde, ella lo vio y soltó un grito.

-¡Kit! ¿Qué haces ahí?
¡Menudo susto me has dado! -Entonces se puso pálida
y añadió-: Lo habrás oído
todo.

-Lo siento -dijo él, encogiéndose de
hombros-. No era mi intención.

Su rostro pasó de la palidez al rubor.

-No se lo dirás a nadie,
¿verdad?

-Claro que no.

-Lo digo en serio, Kit. No se lo puedes contar a nadie,
nunca. Sería terrible. Podría ser el fin de dos
matrimonios.

-Lo sé, lo sé.

Entonces Miranda vio la cartera en su mano.

-¿Qué andas tramando?

Kit dudó un instante, pero de pronto tuvo una
idea.

-Necesito dinero.

Le enseñó los billetes que había en
la cartera.

-¡Kit, por el amor de Dios! -Su tono no era de
reproche, sino de pura y llana consternación-. ¿Por
qué siempre buscas dinero fácil?

Kit iba a replicar pero se mordió la lengua.
Miranda se había tragado su historia, eso era lo
importante. Guardó silencio e intentó aparentar
vergüenza.

-Olga siempre dice que prefieres robar a ganarte la vida
de una forma decente -prosiguió Miranda.

-Vale, vale, no hace falta que me lo
restriegues.

-Pero ¿cómo has podido cogerle la cartera
a papá? ¡Es horrible!

-Estoy un poco desesperado.

-Yo te daré dinero. -Dejó el cesto de la
ropa en el suelo. Había dos bolsillos en la parte
delantera de su falda. Hurgó en uno y sacó unos
pocos billetes arrugados. Separó dos de cincuenta libras,
los alisó y se los dio-. Pídemelo cuanto te haga
falta, yo nunca te daré la espalda.

-Gracias, Mandy -dijo él.

-Pero no vuelvas a quitarle dinero a
papá.

-Vale.

-Y por el amor de Dios, no le cuentes a nadie lo
mío con Hugo.

-Te lo prometo -dijo él.

17.00

Toni llevaba una hora durmiendo profundamente cuando
sonó el despertador.

Solo entonces se dio cuenta de que se había
acostado completamente vestida. No había tenido fuerzas ni
para quitarse la chaqueta y los zapatos. Pero la siesta le
había sentado bien. Estaba acostumbrada a los horarios
extraños desde que le había tocado hacer turnos de
noche en la policía, y era capaz de quedarse dormida en
cualquier sitio y despertar de forma repentina.

Su apartamento ocupaba una de las plantas de una antigua
casa victoriana. Disponía de una habitación, una
sala de estar, una pequeña cocina y un cuarto de
baño. Inverburn era una ciudad portuaria, pero desde su
casa no se veía el mar. Toni no le tenía un gran
cariño. Era el lugar en el que se había refugiado
después de romper con Frank, y no guardaba recuerdos
felices de su estancia en él. Llevaba dos años
viviendo allí, pero lo seguía considerando una
solución provisional.

Se levantó. Se quitó el traje que llevaba
puesto desde hacía dos días y una noche y lo
dejó en el cesto de la ropa sucia. Se puso un salto de
cama por encima de la ropa interior y empezó a moverse
rápidamente por el piso, haciendo la maleta para pasar
cinco noches en un balneario. Había planeado hacerla la
noche anterior y salir a mediodía, así que
tenía que darse prisa.

Apenas veía la hora de llegar al balneario. Era
justo lo que necesitaba. Un buen masaje para quitarse las penas,
una sauna para eliminar toxinas, una pedicura, un corte de pelo y
una permanente de pestañas. Y lo mejor de todo: pasar el
rato jugando y charlando con un puñado de viejos amigos y
olvidar sus cuitas.

Su madre ya debía de estar en casa de Bella. La
señora Gallo era una mujer inteligente que estaba
perdiendo paulatinamente la cordura. Había sido profesora
de matemáticas en un instituto y siempre había
ayudado a Toni con sus estudios, incluso cuando estaba en el
último año de la carrera de ingeniería. Pero
ahora no podía siquiera comprobar el cambio que le daban
en las tiendas. Toni la quería mucho, y su creciente
decrepitud le producía una gran tristeza.

Bella era un poco dejada. Limpiaba la casa cuando le
daba la gana, cocinaba cuando tenía hambre y a veces se
olvidaba de llevar a los niños al colegio. Su marido,
Bernie, era peluquero pero pasaba largas temporadas de baja a
causa de una vaga afección respiratoria. «El
médico me ha dado otras cuatro semanas de baja»,
solía decir en respuesta a la rutinaria pregunta
«¿Cómo te encuentras?».

Toni esperaba que su madre se encontrara a gusto en casa
de Bella. Su hermana era una simpática holgazana, algo que
a la señora Gallo nunca parecía haberle molestado
demasiado. Se diría que le encantaba visitar la ventosa
urbanización de protección oficial de Glasgow donde
vivía su hermana y compartir patatas fritas medio crudas
con sus nietos. Pero ahora estaba en las primeras fases de una
senilidad que iba a más. ¿Se mostraría tan
comprensiva como siempre con la precaria intendencia
doméstica de Bella? ¿Y estaría Bella
preparada para enfrentarse a la creciente rebeldía de su
madre?

En cierta ocasión, Toni había dejado
escapar un comentario mordaz sobre Bella y la señora Gallo
le había replicado con dureza:

-No se esfuerza tanto como tú, y por eso es
más feliz.

Su madre había perdido toda noción del
tacto, pero sus comentarios podían ser dolorosamente
certeros.

Después de hacer la maleta, Toni se lavó
el pelo y se dio un baño para deshacerse de la
tensión acumulada en los últimos dos días.
Se quedó dormida en la bañera. Se despertó
sobresaltada aunque no podía llevar mucho tiempo
durmiendo, pues el agua seguía caliente. Salió de
la bañera y se secó
enérgicamente.

Mirándose en el espejo de cuerpo entero,
pensó: «Sigo teniendo todo lo que tenía hace
veinte años, solo que siete centímetros más
abajo». Una de las cosas buenas que tenía Frank, por
lo menos al principio de su relación, era lo mucho que
disfrutaba con su cuerpo. «Tienes unas tetas
perfectas», solía decirle. Ella las veía
demasiado grandes para su constitución, pero él las
veneraba. «Nunca había visto un coño de este
color -le dijo en cierta ocasión, mientras descansaba
entre sus piernas-. Es como una galleta de jengibre.» Toni
se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que
otro hombre se maravillara ante el color de su vello
púbico.

Se puso unos vaqueros desgastados y un jersey verde
oscuro. Mientras cerraba la maleta, sonó el
teléfono. Era su hermana.

-Hola, Bella –saludó Toni-. ¿Cómo
está mamá?

-No está aquí.

-¿Qué? ¡Se supone que tenías
que recogerla a la una!

-Lo sé, pero Bernie se ha llevado el coche y no
he podido escaparme.

-¿Y todavía estás ahí? -Toni
miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Se
imaginó a su madre en el hogar de ancianos, sentada en el
vestíbulo con el abrigo y el sombrero puestos, la maleta
junto a la silla, esperando hora tras hora. Se puso hecha una
furia-. Pero ¿dónde tienes la cabeza?

-Verás, lo que pasa es que el tiempo ha
empeorado.

-Está nevando en todo el territorio
escocés, pero no es una nevada importante.

-Ya, pero Bernie no quiere que recorra una distancia de
cien kilómetros en plena noche.

-¡No tendrías que hacerlo en plena noche si
la hubieras ido a recoger a la hora acordada!

-Vaya, estás enfadada. Sabía que esto
pasaría.

-No estoy enfadada. -Toni hizo una pausa. No era la
primera vez que su hermana le tendía aquella trampa. En
menos de nada estarían hablando del mal genio de Toni, y
el hecho de que Bella hubiera roto su promesa pasaría a un
segundo plano-. Pero eso ahora no importa -añadió-.
¿Qué hay de mamá? ¿No crees que se
sentirá decepcionada?

-Por supuesto, pero no puedo cambiar el
tiempo.

-¿Qué vas a hacer?

-No puedo hacer nada.

-¿O sea, que vas a dejarla en la residencia toda
la Navidad?

-A menos que tú la vayas a recoger. Solo
estás a dieciséis kilómetros.

-¡Bella, tengo una reserva hecha en un balneario,
y siete personas esperando que me reúna con ellas para
pasar los próximos cinco días. He pagado
cuatrocientas libras por adelantado y necesito tomarme un
respiro.

-Eso suena un poco egoísta.

-Un momento. ¿Mamá se ha venido a pasar
conmigo las últimas tres navidades y resulta que yo soy la
egoísta?

-No sabes lo dura que es la vida con tres hijos
pequeños y un marido demasiado enfermo para trabajar. A ti
te sobra el dinero, y solo tienes que ocuparte de ti
misma.

«Y no soy tan estúpida como para casarme
con un perfecto holgazán y tener tres hijos con
él», pensó Toni, aunque se abstuvo de
decirlo. No tenía sentido discutir con Bella. Su forma de
vida era su propio castigo.

-Es decir, me estás pidiendo que me olvide de mis
vacaciones, vaya hasta la residencia, recoja a mamá y me
encargue de ella durante la Navidad.

-Allá tú… -replicó Bella en tono
de moralina-. Cada cual actúa según el dictado de
su conciencia.

-Gracias por el consejo. -La conciencia de Toni le
decía que debía estar con su madre, y Bella lo
sabía. No podía imaginarla pasando la Navidad en el
geriátrico, sola en su habitación, o comiendo un
trozo de pavo insípido y coles de Bruselas medio
frías en el comedor colectivo, o recibiendo un regalo
cutre envuelto en un papel chabacano de manos del empleado de
turno, vestido de Santa Claus para la ocasión. Ni siquiera
le hacía falta imaginárselo-. De acuerdo, ahora
salgo hacia allá.

-Lástima que lo hagas de tan mala
gana.

-Que te den por el culo, Bella -le espetó, y
colgó el teléfono.

Más deprimida que nunca, Toni llamó al
balneario y canceló su reserva. Luego pidió que le
pasaran con alguien de su grupo de amigos. Tras unos minutos de
espera, Charlie se puso al teléfono.

-¿Dónde te has metido? -preguntó
con su inconfundible acento de Lancashire-. Estamos todos en el
jacuzzi, ¡te estás perdiendo lo mejor!

-No voy a poder ir -dijo con voz lastimera, y
explicó por qué.

Charlie estaba indignado.

-No es justo -dijo-. Necesitas un descanso.

-Lo sé, pero no soporto imaginármela sola
en ese sitio mientras todos los demás están con sus
familias.

-Y además me consta que no has tenido un
día fácil en el trabajo.

-Sí. Todo el asunto es muy triste, pero creo que
Oxenford Medical se saldrá de esta, siempre que no pase
nada más.

-Te he visto en la tele.

-¿Qué tal estaba?

-Preciosa, pero el que me tiene robado el corazón
es tu jefe.

-A mí también, pero tiene tres hijos
adultos a los que no quiere molestar por nada del mundo,
así que me parece que es un caso perdido.

-Vaya, sí que has tenido un mal
día.

-Siento mucho rajarme de esta manera.

-Esto no será lo mismo sin ti.

-Tengo que colgar, Charlie. Será mejor que vaya a
recoger a mi madre lo antes posible. Feliz Navidad. -Sostuvo el
auricular contra el pecho y se quedó mirando el
teléfono-. Qué asco de vida -se dijo en voz
alta.

18.00

La relación de Craig y Sophie progresaba muy
lentamente.

Había pasado toda la tarde con ella. Le
había ganado al pingpong y había perdido al billar.
Habían coincidido en cuanto a gustos musicales: ambos
preferían los grupos guitarreros al drumand-bass.
Ambos eran aficionados a las novelas de terror, aunque ella
adoraba a Stephen King, mientras que él prefería a
Anne Rice. Craig le había hablado del matrimonio de sus
padres, que era tempestuoso pero apasionado, y ella le
había contado cosas sobre el divorcio de Ned y Jennifer,
que al parecer había sido una pesadilla.

Pero Sophie no le daba pie a nada. No le tocaba el brazo
distraídamente ni lo miraba fijamente a los ojos mientras
hablaba con ella, ni sacaba a colación temas de
conversación románticos, como las citas o los
besuquees. En lugar de eso, hablaba de un mundo que lo
excluía, un mundo de discotecas -¿cómo se
las arreglaba para que la dejaran entrar con solo catorce
años?-, amigos que tomaban drogas y chicos que
tenían motos.

A medida que se acercaba la hora de la cena, Craig
empezó a sentirse desesperado. No quería pasarse
cinco días persiguiéndola para acabar
robándole un beso. Su intención era
ganársela el primer día y dedicar el resto de las
fiestas a conocerla «de verdad». Pero resultaba
evidente que Sophie llevaba otro ritmo. Tenía que
encontrar un atajo hasta su corazón.

Ella parecía considerarlo más allá
de todo interés romántico. Tanto hablar de gente
mayor era como insinuar que él no era más que un
crío, aunque fuera un año y siete meses mayor que
Sophie. Tenía que encontrar el modo de demostrarle que era
tan maduro y sofisticado como ella.

Sophie no sería la primera chica a la que besaba.
Había salido con Caroline Stratton, que estaba en
décimo curso, durante seis semanas pero, aunque era guapa,
se aburría con ella. Lindy Riley, la rolliza hermana de un
amigo del fútbol, había resultado más
emocionante y le había dejado hacer varias cosas que no
había hecho hasta entonces, aunque después
había desplazado sus afectos hacia el teclista de un grupo
de rock de Glasgow. Y había besado una o dos veces a otras
chicas.

Pero aquello era distinto. Después de conocer a
Sophie en la fiesta de cumpleaños de su madre, no
había podido dejar de pensar en ella todos los días
durante cuatro meses seguidos. Se había descargado una de
las fotos que su padre había hecho en la fiesta, en la que
él aparecía haciendo señas y Sophie riendo,
y la había puesto de salvapantallas en el ordenador.
Seguía mirando a otras chicas, pero solo para compararlas
con Sophie, y siempre llegaba a la conclusión de que, al
lado de ella, eran demasiado pálidas, demasiado gordas o
sencillamente carentes de atractivo; en general, todas le
parecían de lo más convencional. Le daba igual que
Sophie tuviera un carácter difícil. Estaba
acostumbrado a las mujeres difíciles, empezando por su
madre, pero había algo en ella que lo conmovía
profundamente.

A las seis de la tarde, repantigado en el sofá
del granero, decidió que ya había visto bastante
MTV por un día.

-¿Te apetece que nos vayamos a la casa? -le
preguntó.

-¿Para qué?

-Estarán todos sentados alrededor de la mesa de
la cocina.

-¿Y…?

«Bueno -pensó Craig-, se está bien.
La cocina está calentita, la cena huele que alimenta, mi
padre cuenta unas anécdotas que son para partirse, la
tía Miranda sirve vino y sencillamente te encuentras a
gusto.» Pero sabía que nada de aquello
impresionaría a Sophie, así que dijo:

-Puede que haya bebidas.

Sophie se levantó al instante.

-Bien. Me apetece un cóctel.

«Eso ni en sueños», pensó
Craig. El abuelo no iba a servir bebidas alcohólicas a una
chica de catorce años. Como mucho, si estaban tomando
champán, quizá le dieran media copa. Pero no
quería aguarle la fiesta. Se pusieron las chaquetas y
salieron.

Se había hecho de noche, pero el patio estaba
bien iluminado por las luces externas de los edificios
circundantes. La nieve caía con fuerza, formando remolinos
en el aire, y el suelo estaba resbaladizo. Cruzaron el patio
hasta la casa principal y se dirigieron a la puerta trasera.
Justo antes de que entraran, Craig se asomó al otro lado
de la casa y vio el Ferrari de su abuelo, todavía aparcado
frente a la puerta, con una capa de nieve que ahora medía
unos cinco centímetros sobre el amplio arco del
alerón trasero. Luke aún no habría tenido
tiempo de llevarlo al garaje.

-La última vez que estuve aquí, el abuelo
me dejó llevar su coche hasta el garaje.

-Pero si tú no sabes conducir -replicó
Sophie en tono escéptico.

-No tengo carnet, pero eso no significa que no sepa
conducir.

Sabía que estaba exagerando. Había cogido
el Mercedes de su padre en un par de ocasiones, una en la playa y
otra en un aeródromo abandonado, pero nunca había
conducido por una carretera normal.

-Vale, pues apárcalo ahora -lo retó
Sophie.

Craig sabía que debía pedir permiso. Pero
si lo hiciera parecería que estaba intentando escaquearse.
Además, el abuelo podía decir que no, y entonces
habría perdido la oportunidad de impresionar a Sophie,
así que contestó:

-Vale, venga.

El coche estaba abierto, las llaves puestas.

Sophie se apoyó en la pared de casa, junto a la
puerta trasera con los brazos cruzados y un aire de suficiencia
qué veía a decir: «Muy bien,
demuéstrame qué sabes hacer». Craig no
pensaba dejar que se saliera con la suya.

-¿Por qué no te vienes conmigo?
-preguntó-. ¿O es que tienes miedo?

Subieron los dos al coche.

Aquello era más complicado de lo que
parecía a primera vista. Los asientos eran muy bajos
-estaban casi al mismo nivel que las soleras de las puertas-, por
lo que Craig hubo de introducir una pierna y luego deslizar el
trasero por encima del apoyabrazos. Una vez sentado, cerró
dando un portazo.

La palanca de cambios era estrictamente utilitaria: una
barra de aluminio con un pomo en el extremo. Craig
comprobó que estuviera en punto muerto y luego giró
la llave en el contacto. El coche empezó a rugir como un
Boeing a punto de despegar.

Craig casi deseó que el ruido hiciera salir a
Luke protestando con los brazos en alto. Pero el Ferrari estaba
parado frente a la parte delantera de la casa y la familia estaba
reunida en la cocina, que daba a la parte trasera. El ruido del
motor no traspasaba los gruesos muros de piedra de la vieja casa
de campo.

Todo el coche parecía temblar, como si lo
sacudiera un terremoto, mientras el gran motor se ponía en
marcha con indolente potencia. Craig sentía las
vibraciones a través del asiento tapizado en
piel.

-¡Qué guay! -exclamó Sophie,
emocionada.

Craig encendió los faros. Dos fuertes haces de
luz se proyectaron sobre el jardín cubierto por la nieve.
Apoyó la mano en el pomo de la palanca de cambios,
pisó el pedal del embrague y miró hacia
atrás. El camino de acceso a la casa se extendía en
línea recta hasta el garaje antes de describir una curva
para rodear la cima del acantilado.

-Venga, ¿a qué esperas? -protestó
Sophie-. Arranca de una vez.

Craig la miró con fingida indiferencia, tratando
de ocultar su temor.

-Relájate -dijo, al tiempo que quitaba el freno
de mano-. Disfruta del paseo. -Presionó la palanca de
cambios hacia abajo y la desplazó a un lado para poner la
marcha atrás Rozó el pedal del acelerador tan
suavemente como pudo. El motor rugió, amenazador.
Liberó el embrague muy poco a poco. El coche empezó
a retroceder lentamente.

Craig sostenía el volante sin apenas ejercer
presión y sin moverlo a ninguno de los dos lados, y el
coche retrocedió en línea recta. Ya sin pisar el
embrague, volvió a rozar el acelerador con el pie. El
vehículo salió disparado hacia atrás,
pasando de largo por delante del garaje. Sophie soltó un
grito de miedo. Craig desplazó el pie del acelerador al
freno. El coche derrapó en la nieve pero, para su alivio,
no se salió de la calzada. Estaba a punto de detenerse por
sí solo cuando Craig se acordó de pisar el embrague
para impedir que se calara.

Se sentía orgulloso de sí mismo. No
había perdido el control, aunque poco le había
faltado. Mejor aún, Sophie se había asustado,
mientras que él había conservado la calma en todo
momento. Quizá eso sirviera para que dejara a un lado su
actitud altanera.

El garaje quedaba a la derecha de la casa, y ahora sus
puertas estaban adelantadas y a la izquierda del Ferrari. El
coche de Kit, un Peugeot negro de dos puertas, estaba aparcado
delante del garaje, pero en el extremo más alejado de la
casa. Craig encontró un mando a distancia guardado debajo
del salpicadero y lo accionó. La más distante de
las tres puertas del garaje empezó a abrirse.

El acceso al garaje estaba asfaltado y cubierto por una
suave capa de nieve. Había un macizo de arbustos junto a
la esquina más cercana del edificio y un gran árbol
en el extremo más alejado. Lo único que
tenía que hacer Craig era evitar ambos obstáculos e
introducir el coche en su plaza del garaje.

Ya más seguro de sí mismo, puso la primera
marcha, pisó levemente el acelerador y liberó el
embrague. El coche se movió hacia delante. Giró el
volante, que al no tener dirección asistida resultaba
pesado a tan poca velocidad. El coche giró obedientemente
hacia la izquierda. Craig pisó el pedal del acelerador
otro milímetro y el coche ganó velocidad, la justa
para que la maniobra resultara emocionante. Entonces giró
a la derecha para encararlo hacia la puerta abierta, pero iba
demasiado deprisa. Pisó el freno.

Craso error.

El coche se deslizaba deprisa por la nieve con las
ruedas delanteras giradas hacia la derecha. Tan pronto como Craig
apretó el freno, las ruedas traseras perdieron adherencia.
En lugar de seguir girando a la derecha, hacia la puerta abierta
del garaje, el vehículo derrapó de lado en la
nieve. Craig sabía lo que estaba pasando, pero no
tenía ni idea de cómo detenerlo. Giró el
volante hacia la derecha, pero eso no hizo más que
empeorar la situación, y el coche patinó
inexorablemente sobre la superficie resbaladiza, como un barco
zarandeado por la tormenta. Craig pisó a fondo el freno y
el embrague a la vez, pero de nada sirvió.

El edificio del garaje se desplazaba ante sus ojos hacia
la parte derecha del parabrisas. Craig pensó que se
estamparían contra el Peugeot de Kit, pero para su alivio
el Ferrari esquivó el otro vehículo por los pelos.
Pasado el impulso inicial, el coche fue perdiendo velocidad. Por
un momento, Craig pensó que se había salido con la
suya pero, justo antes de que el coche se detuviera por completo,
el guardabarros delantero del lado izquierdo rozó el gran
árbol.

-¡Ha sido genial! -exclamó
Sophie.

-No, no ha sido genial. -Craig puso el coche en punto ,
soltó el embrague y salió precipitadamente del
coche.

Rodeó el vehículo por delante. El golpe
había sido suave, pero a la luz del garaje comprobó
para su desesperación que había una abolladura de
dimensiones considerables en la reluciente superficie azul del
guardabarros.

-Mierda -masculló.

Sophie salió a echar un vistazo.

-No es muy grande -opinó.

-No digas tonterías. -El tamaño no
importaba. La carrocería estaba dañada, y la culpa
era suya. Sintió un nudo en la boca del estómago.
Menudo regalo de Navidad para el abuelo.

-Puede que no se den cuenta -aventuró
Sophie.

-Claro que se darán cuenta -replicó
irritado-. El abuelo lo sabrá en cuanto vea el
coche.

-Bueno, pero puede que eso no ocurra hasta que pase
algún tiempo. No creo que vaya a salir con la que
está cayendo.

-¿Y qué más da cuándo lo
vea? -le espetó Craig con impaciencia. Sabía que
estaba siendo arisco, pero ya casi le daba igual-. Tendré
que dar la cara.

-Ya, pero mejor si no estás aquí cuando se
entere. -No entiendo cómo… -Enmudeció de pronto.
Sí que lo entendía. Si confesaba ahora,
estropearía las navidades. Mamma Marta
habría dicho: «Menudo bordello se va a
liar». Si callaba ahora pero confesaba más tarde,
quizá hubiera menos follón. De todos modos, la idea
de posponer su asunción de culpa le resultaba
tentadora.

-Tendré que meterlo en el garaje -dijo, pensando
en alto.

-Apárcalo con el lado de la abolladura pegado a
la pared -sugirió Sophie-. Eso impedirá que lo vea
alguien que sencillamente pase por delante.

Lo que decía Sophie no era tan descabellado,
pensó Craig. Había otros dos coches en el garaje:
el inmenso Toyota Land Cruiser Amazon, un todoterreno con
tracción a las cuatro ruedas que el abuelo solía
usar en días como aquel, y el viejo Ford Mondeo de Luke,
en el que Lori y él se desplazaban de la casa a su
pequeño chalet, que quedaba a kilómetro y medio de
distancia. Si el tiempo empeoraba, quizá pidiera prestado
el Land Cruiser y dejara su Ford allí. En cualquier caso,
tendría que entrar en el garaje. Pero si el Ferrari
estuviera bien arrimado a la pared no podría ver la
abolladura.

El motor seguía en marcha. Craig se sentó
al volante. Puso la primera y avanzó lentamente. Sophie
entró corriendo en el garaje y se puso delante de los
faros del coche. Mientras Craig lo introducía en el
garaje, ella le iba indicando por señas lo cerca que
estaba de la pared.

En su primer intento no pudo dejar menos de medio metro
de separación entre el coche y la pared. Era demasiado.
Tenía que intentarlo de nuevo. Miró nerviosamente
por el espejo retrovisor, pero no había nadie a la vista.
Dio las gracias por el mal tiempo, que hacía que todos se
quedaran en casa.

En su tercer intento logró dejar el coche a diez
o doce centímetros de la pared. Se apeó y
comprobó el resultado. Era imposible ver la abolladura
desde ningún ángulo.

Cerró la puerta del garaje, y luego Sophie y
él se dirigieron a la cocina. Craig se sentía
nervioso y culpable, pero Sophie parecía
eufórica.

-Ha sido increíble -dijo.

Craig se dio cuenta de que por fin había logrado
impresionarla.

19.00

Kit instaló el ordenador en el trastero, un
cuartucho al que solo se podía acceder cruzando su
dormitorio. Enchufó el portátil, un escáner
de huellas digitales y un lector-reproductor de tarjetas
magnéticas de segunda mano que había comprado en
eBay por 270 libras.

Aquella habitación siempre había sido su
refugio. Cuando era pequeño, solo existían tres
dormitorios: la suite donde dormían sus padres, la
habitación que compartían Olga y Miranda y el
trastero de la habitación de estas, donde habían
colocado su cuna. Después de la ampliación de la
casa y de que Olga se fuera a la universidad, Kit se había
adueñado de la habitación del trastero, pero este
nunca dejó de ser su santuario.

La diminuta habitación seguía amueblada
como el rincón de estudio de un colegial: un sencillo
escritorio, una estantería, un pequeño televisor y
un sillón plegable que se convertía en cama
individual y en la que se habían quedado a dormir sus
compañeros de clase alguna que otra noche. Sentado al
escritorio, pensó con nostalgia en las tediosas horas que
había pasado allí haciendo deberes de
geografía y biología, las dinastías
medievales y los verbos irregulares, «¡Ave,
César!». Había aprendido tantas cosas, y las
había olvidado todas.

Cogió la tarjeta que había hurtado a su
padre y la introdujo en el lector-reproductor. La parte superior
de la tarjeta asomaba por la ranura, dejando claramente a la
vista la inscripción «Oxenford Medical».
Deseó que nadie entrara en la habitación en aquel
momento. Estaban todos en la cocina. Lori estaba preparando un
ossobucco según la famosa receta de
mamma Marta. Le llegaba el olor a orégano.
Papá había descorchado una botella de
champán, y Kit supuso que para entonces estarían
contando anécdotas que empezaban invariablemente con un
«¿Te acuerdas cuando…?».

El chip de la tarjeta contenía información
detallada sobre la huella dactilar de su padre. No se trataba de
una simple imagen, pues eso habría sido demasiado
fácil de falsificar. De hecho, una foto del dedo
habría bastado para engañar a un escáner
normal. Por eso, Kit había diseñado un artefacto
que medía veinticinco puntos distintos de la huella
dactilar, captando las infinitesimales diferencias entre los
surcos digitales. También había desarrollado un
programa informático que permitía codificar y
almacenar estos detalles. En su piso tenía varios
prototipos del escáner de huellas dactilares y, por
supuesto, conservaba una copia de todo el software que
creaba.

Se dispuso a leer la tarjeta magnética desde el
portátil. Aquello era pan comido, a menos que alguien en
Oxenford Medical -Toni Gallo, quizá- hubiese modificado el
software de algún modo, por ejemplo, exigiendo un
código de acceso antes de proceder a la lectura de la
tarjeta. Era harto improbable que alguien se hubiera tomado
tantas molestias para precaverse contra una posibilidad
aparentemente descabellada, pero tampoco podía descartarlo
del todo. Y no le había dicho nada a Nigel sobre aquel
posible obstáculo.

Esperó unos segundos mirando la pantalla del
ordenador con angustia.

Finalmente, tras un breve parpadeo, la pantalla
mostró una página codificada con los detalles de la
huella dactilar de Stanley. Kit suspiró de alivio y
guardó el archivo.

Justo entonces Caroline, su sobrina, entró en la
habitación con un hámster en las manos.

Llevaba un vestido de estampado floral y unos calcetines
blancos demasiado infantiles para su edad. El hámster
tenía el pelo blanco y los ojos rosados. Caroline se
sentó en el sillón cama, acariciando a su
mascota.

Kit reprimió una maldición. No
podía decirle que estaba haciendo algo secreto y que
prefería quedarse a solas, pero tampoco podía
seguir adelante mientras ella estuviera allí.

Aquella niña siempre había sido un
estorbo. Veneraba a su joven tío Kit desde que
tenía uso de razón, y este no había tardado
en cansarse de ella y del modo en que lo seguía a todas
partes. Pero deshacerse de Caroline no era tarea
fácil.

Intentó mostrarse amable.

-¿Cómo está tu ratón?
-preguntó.

-Se llama Leonard -replicó ella con un tono de
ligero reproche.

-Leonard. ¿De dónde lo sacaste?

-De Mis Queridas Mascotas, en Sauchiehall Street.
-Caroline soltó el ratón, que correteó por
su brazo hasta encaramarse en el hombro.

Kit pensó que aquella chica no podía estar
bien de la cabeza para ir por ahí con un ratón
entre los brazos como si fuera un bebé. Se parecía
físicamente a Olga, su madre, de la que había
heredado la melena oscura y las cejas pobladas, pero mientras
aquella tenía un carácter dominante y autoritario,
esta era tímida y apocada. Pero solo tenía
diecisiete años, aún podía cambiar
mucho.

Kit deseó que Caroline estuviera demasiado
absorta en sí misma y en su mascota para fijarse en la
tarjeta que asomaba por fuera del lector y en las palabras
«Oxenford Medical» impresas en la misma. Incluso ella
se daría cuenta de que su tío no debería
tener un pase para el Kremlin nueve meses después de que
lo despidieran.

-¿Qué haces? -preguntó
ella.

-Estoy trabajando. Tengo que acabar esto hoy.

Kit deseaba sacar la tarjeta delatora del lector, pero
temía llamar su atención si lo
hacía.

-No te estorbaré, tú sigue como si yo no
estuviera aquí.

-¿Qué se cuece allá
abajo?

-Mamá y la tía Miranda están
rellenando los calcetines en el salón, así que me
han echado.

-Ah. -Kit se volvió de nuevo hacia la pantalla y
activó el modo de lectura del programa. El siguiente paso
sería escanear su propia huella digital, pero no
podía dejar que Caroline lo viera haciéndolo.
Quizá no le diera la importancia que merecía, pero
podía mencionárselo a alguien que sí se la
daría. Fingió observar atentamente la pantalla
mientras se estrujaba la sesera en busca de una forma de
deshacerse de ella. Al cabo de un minuto le vino la
inspiración. Simuló un estornudo.

-Salud -dijo Caroline.

-Gracias. -Volvió a estornudar-. Sabes, creo que
es el bueno de Leonard el que me está haciendo
estornudar.

-¿Qué dices? -replicó ella,
indignada.

-Soy un poco alérgico, y esta habitación
es muy pequeña.

Caroline se levantó.

-No queremos molestar a nadie, ¿verdad, Lennie?
-dijo Caroline, y se fue.

Kit cerró la puerta con alivio. Luego se
sentó y apoyó la yema del índice de la mano
derecha sobre el cristal del escáner. El programa
escaneó su huella dactilar y codificó los detalles.
Kit guardó el archivo.

Por último, grabó sus propios detalles
dactilares en la tarjeta magnética, sobreescribiendo los
de su padre. Nadie más podía haber hecho aquello, a
menos que tuviera copias del software de Kit, además de
una tarjeta robada con el código de área correcto.
Aunque tuviera que volver a crear un sistema de seguridad, no se
molestaría en proteger las tarjetas magnéticas
contra posibles reescrituras. Pero Toni Gallo podía
haberlo hecho. Observó la pantalla con ansiedad, casi
esperando que apareciera un mensaje de error con las palabras
«Usuario no autorizado».

Pero no apareció ningún mensaje de ese
tipo. Esta vez Toni no se le había adelantado.
Volvió a leer la información del chip para
asegurarse de que la operación se había realizado
correctamente. Así era: ahora la tarjeta contenía
los detalles de su huella dactilar, no la de Stanley.

-¡Genial! -exclamó en voz alta, tratando de
contener su entusiasmo.

Sacó la tarjeta del aparato y la metió en
el bolsillo. Ahora podía acceder al NBS4. Cuando pasara la
tarjeta por el lector del laboratorio y presionara el dedo contra
la pantalla táctil, el ordenador leería la
información grabada en la tarjeta, la cotejaría con
su huella dactilar y, tras haber concluido que coincidían,
abriría la puerta.

Cuando volviera del laboratorio repetiría el
proceso pero al revés, borrando del chip la
información de su propia huella dactilar y volviendo a
grabar la de Stanley antes de devolver la tarjeta a su sitio, lo
que haría en algún momento del día
siguiente. En el ordenador del Kremlin quedaría registrado
que Stanley Oxenford había entrado en el NBS4 en la
madrugada del día 25 de diciembre. Stanley lo
negaría diciendo que a esas horas estaba en su casa
durmiendo, mientras que Toni Gallo aseguraría a la
policía que nadie más podía haber usado la
tarjeta de Stanley debido al control de la huella
dactilar.

-Inocentes… -dijo Kit, pensando en alto.

Le encantaba imaginar lo desconcertados que se
quedarían todos.

Algunos sistemas de seguridad biométrica
comparaban la huella dactilar con la información
almacenada en un ordenador central. Si el Kremlin hubiera
establecido una configuración de ese tipo, Kit
habría tenido que acceder a dicha base de datos. Pero los
empleados tenían una aversión irracional a la idea
de que sus detalles personales quedaran almacenados en los
ordenadores de la empresa, y los científicos en particular
solían leer The Guardian y eran bastante
melindrosos respecto a sus derechos. Kit había decidido
almacenar la información de las huellas digitales en las
tarjetas magnéticas y no en una base de datos centralizada
para que el nuevo sistema de seguridad resultara más
atractivo de cara al personal, sin imaginar que algún
día intentaría burlar su propio sistema de
control.

Estaba contento. Había completado con
éxito la primera fase del plan. Tenía un pase para
entrar en el NBS4. Pero para poder usarlo había que entrar
en el Kremlin.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó
el número de Hamish McKinnon, uno de los agentes de
seguridad que estaban de guardia aquella noche en el Kremlin.
Hamish era el camello oficial de la empresa, el que suministraba
marihuana a los científicos más jóvenes y
éxtasis a las secretarias con ganas de marcha. Nunca
traficaba con heroína ni crack, pues sabía que un
drogadicto de verdad acabaría traicionándolo
más pronto que tarde. Kit había pedido a Hamish que
fuera su infiltrado aquella noche, confiando en que no se
iría de la lengua por la cuenta que le
traía.

-Soy yo -dijo Kit en cuanto Hamish contestó-.
¿Puedes hablar?

-Feliz Navidad, lan, viejo granuja -saludó Hamish
en tono alegre-. Espera un segundo que salgo fuera… así
está mejor.

-¿Va todo bien?

El tono de Hamish cambió radicalmente.

-Sí, pero la tía ha doblado los turnos,
así que tengo a Willie y Crawford conmigo.

-¿Dónde te ha tocado?

-En la garita de la entrada.

-Perfecto. ¿Está todo
tranquilo?

-Como un cementerio.

-¿Cuántos guardias hay en
total?

-Seis. Dos aquí, dos en recepción y otros
dos en la sala de control.

-Vale, ningún problema. Avísame si ves
algo fuera de lo normal.

-De acuerdo.

Kit colgó y marcó un número que le
permitía acceder al ordenador que controlaba las
líneas telefónicas del Kremlin. Era el mismo
número que utilizaba Hibernian Telecom, la empresa que
había hecho la instalación telefónica, para
el diagnóstico a distancia de fallos en el sistema. Kit
había colaborado estrechamente con Hibernian, ya que las
alarmas que había instalado dependían de la
línea telefónica. Conocía el número y
el código de acceso. Una vez más, vivió un
momento de tensión mientras se preguntaba si
habrían cambiado el código en los nueve meses que
habían pasado desde su partida. Pero no lo habían
hecho.

Su teléfono móvil se mantenía en
comunicación con el portátil mediante una
conexión inalámbrica cuyo alcance era de
aproximadamente quince metros, aunque hubiera paredes de por
medio, lo que podía serle de gran utilidad más
adelante. Kit utilizó el portátil para acceder a la
unidad de procesamiento central del sistema telefónico del
Kremlin. Este contaba con detectores de manipulación de
las líneas, pero no harían saltar la alarma si el
acceso se hacía utilizando la línea y el
código de la propia empresa.

Primero desconectó todos los teléfonos de
la zona, excepto el que había en el mostrador de
recepción.

A continuación, desvió las llamadas que
entraban y salían del Kremlin a su propio teléfono
móvil. Había programado su portátil para
reconocer los números más previsibles, como el de
Toni Gallo. Podría contestar él mismo a las
llamadas, reproducir un mensaje grabado o incluso redirigir las
llamadas y escuchar las conversaciones sin que nadie se diera
cuenta.

Por último, hizo que todos los teléfonos
del edificio sonaran durante cinco segundos, solo para llamar la
atención de los guardias de seguridad.

Luego se desconectó y se sentó en el borde
de la silla, a la espera.

Estaba bastante seguro de lo que pasaría a
continuación. Los guardias tenían una lista de las
personas a las que debían llamar en caso de emergencia. Lo
primero que harían sería ponerse en contacto con la
compañía telefónica.

No hubo de esperar demasiado para que su móvil
empezara a sonar. En lugar de contestar, volvió los ojos
hacia el portátil. Al cabo de unos instantes,
apareció un mensaje en pantalla: «Kremlin llamando a
Toni».

Aquello sí que no se lo esperaba. Tendrían
que haber llamado primero a Hibernian. Pero Kit estaba preparado
para un imprevisto de este tipo. Sin perder un segundo,
activó un mensaje pregrabado. Al otro lado del
teléfono, una voz femenina anunció al guardia de
seguridad que el número marcado estaba apagado o fuera de
cobertura. El guardia colgó.

El teléfono de Kit volvió a sonar casi al
instante. Estaba seguro de que, ahora sí, llamarían
a la compañía telefónica, pero se
equivocó de nuevo. En la pantalla apareció el
mensaje: «Kremlin llamando a Inverburn». Los guardias
estaban tratando de ponerse en contacto con el cuartel general de
la policía regional escocesa. Kit era el primer interesado
en que la policía tuviera constancia de lo ocurrido.
Redirigió la llamada al número correcto y
permaneció a la escucha.

-Soy Steve Tremlett, jefe de seguridad de Oxenford
Medical. Llamo para informar de un incidente.

-¿De qué se trata, señor
Tremlett?

-Nada grave, pero tenemos un problema con las
líneas telefónicas, y no estoy seguro de que el
sistema de seguridad funcione como es debido.

-Tomo nota. ¿Podrán arreglar la
línea?

-Llamaré a la compañía para que nos
mande a un técnico, pero siendo Nochebuena cualquiera sabe
cuándo llegará.

-¿Quiere que le envíe una
patrulla?

-No estaría de más, si no tienen demasiado
entre manos ahora mismo.

Kit esperaba que la policía se pasara por el
Kremlin. Eso daría más convicción a su
coartada.

-Más tarde sí que estarán liados,
cuando los pubs echen el cierre -dijo el policía-, pero
ahora mismo esto está muy tranquilo.

-De acuerdo. Dígales que los invitaremos a una
taza de té.

Colgaron. El móvil de Kit sonó por tercera
vez, y en la pantalla apareció el mensaje: «Kremlin
llamando a Hibernian Telecom». «Por fin»,
pensó con alivio. Aquella era la llamada que había
estado esperando. Apretó un botón y
contestó:

-Hibernian Telecom, ¿en qué puedo
ayudarle?

-Llamo de Oxenford Medical -dijo Steve-.Tenemos un
problema con las líneas telefónicas.

-¿Están ustedes en Greenmantle Road,
Inverburn? -preguntó Kit, exagerando el acento
escocés para disimular su voz.

-Correcto.

-¿Qué problema hay?

-No tenemos línea en ningún
teléfono, excepto este. Siendo el día que es,
aquí no hay un alma, pero el sistema de alarma utiliza las
líneas telefónicas, así que tenemos que
asegurarnos de que funcionen correctamente.

En ese instante, Stanley entró en la
habitación.

Kit se quedó mudo, petrificado de miedo,
aterrorizado como si volviera a ser un niño. Stanley
miró el ordenador, luego el móvil, y arqueó
las cejas. Kit intentó recobrar el control de sí
mismo. Ya no era un niño temeroso de las reprimendas de su
padre. Tratando de aparentar tranquilidad, dijo:

-Le llamaré en un par de minutos.

Luego tocó el teclado de su portátil y
activó el salvapantallas.

-¿Estás trabajando? -le preguntó
Stanley.

-Tengo que acabar una cosa.

-¿En Navidad?

Di mi palabra de que este software estaría listo
el veinticuatro de diciembre.

-A estas horas tu cliente ya se habrá ido a casa,
como toda persona de bien.

-Pero su ordenador demostrará que le envié
el programa por correo electrónico antes de la medianoche
del veinticuatro, así que no podrá decir que me
retrasé.

Stanley sonrió y asintió.

-Bueno, me alegro de que seas tan
responsable.

Se quedó unos segundos en silencio, sin duda
rumiando algo más que no se atrevía a decir. Como
todo buen científico, no le molestaba lo más
mínimo introducir largas pausas en una
conversación. Lo importante era la precisión del
mensaje.

Kit esperó, tratando de disimular una impaciencia
que rayaba en la desesperación. Entonces sonó su
móvil.

-Mierda -dijo-. Perdona -añadió,
dirigiéndose a su padre. Miró la pantalla. Lo que
estaba entrando no era una llamada del Kremlin desviada hacia su
móvil, sino una llamada directa de Hamish McKinnon, el
guardia de seguridad con el que se había compinchado.
Tenía que contestar. Cogió el teléfono,
pegándolo al oído para que su padre no alcanzara a
oír la voz de la persona que llamaba.

-¿Diga?

-¡Todas las líneas de teléfono se
han ido al carajo!

-Sí, no pasa nada, eso forma parte del programa.
Me has dicho que te llamara si veía algo fuera de…
Sí, y has hecho bien en llamarme, pero ahora tengo que
colgar. Gracias. -Colgó el teléfono.

Necesito saber si estamos en paz, tú y yo -dijo
al fin Stanley.

A Kit no le gustaba aquella forma de hablar, en la que
se daba por sentado que ambos tenían parte de culpa. Pero
estaba desesperado por volver a ponerse al teléfono,
así que contestó:

-Sí, eso creo.

-Sé que crees que he sido injusto contigo
-prosiguió Stanley, leyendo sus pensamientos-. No acabo de
entenderlo pero acepto que lo veas así. Yo también
creo que no se me ha tratado como merecía. Pero tenemos
que intentar olvidarlo y volver a ser amigos.

-Eso dice Miranda.

-Lo que pasa es que no estoy seguro de que quieras
realmente olvidarlo. Me da la impresión de que te guardas
algo.

Kit intentó componer una expresión neutra,
temeroso de que la culpa se reflejara en su rostro.

-Estoy haciendo lo que puedo -repuso-. No es
fácil.

Stanley parecía satisfecho.

-Bueno, no puedo pedirte más que eso
-concluyó. Puso la mano sobre el hombro de Kit, se
inclinó y lo besó en la coronilla-. He venido a
decirte que la cena está casi lista.

-Vale, ya me falta poco. Bajaré en cinco
minutos.

-Bien. -Stanley salió de la
habitación.

Kit se desplomó en la silla, temblando de la
cabeza a los pies con una mezcla de vergüenza y alivio. Su
padre no era tonto y no se hacía ilusiones respecto a la
relación entre ambos, pero Kit se las había
arreglado para sobrevivir al interrogatorio. A duras penas, eso
sí.

Cuando sus manos dejaron de temblar, volvió a
llamar al Kremlin.

Contestaron enseguida.

-Oxenford Medical. -Era la voz de Steve
Tremlett.

-Le llamo de Hibernian Telecom -dijo Kit,
acordándose de cambiar de voz. No conocía bien a
Tremlett, y habían pasado nueve meses desde que se
había marchado de Oxenford Medical, así que era
poco probable que recordara su voz, pero no quería
arriesgarse-. No puedo acceder a vuestra unidad central de
procesamiento.

-No me extraña. Esa línea también
debe de estar estropeada. Tendréis que mandar a
alguien.

Eso era exactamente lo que Kit pretendía, pero
tomó la precaución de no mostrarse demasiado
entusiasmado con la idea.

-No será fácil haceros llegar un equipo
técnico en plena Nochebuena.

-No me vengáis con esas. -La voz de Steve
delataba su irritación-. Os habéis comprometido a
solucionar cualquier problema en un plazo máximo de cuatro
horas, trescientos sesenta y cinco días al año.
Para eso os pagamos. Son las 7.55, y voy a registrar esta
llamada.

-De acuerdo, tranquilo. Os mandaré un equipo lo
antes posible.

-Dime un tiempo aproximado, por favor.

-Haré todo lo que esté en mis manos para
que lleguen ahí sobre las doce de la noche.

-Gracias, los estaremos esperando.

Steve colgó.

Kit hizo lo mismo. Estaba sudando. Se secó el
rostro con la manga. De momento, todo estaba saliendo a pedir de
boca.

20.30

Stanley dejó caer la bomba durante la
cena.

Miranda se sentía relajada y feliz. El osso
buco
estaba delicioso, y su padre había abierto dos
botellas de Brunello di Montepulciano para acompañarlo.
Kit parecía inquieto y subía corriendo al piso de
arriba cada vez que sonaba su móvil, pero todos los
demás estaban muy tranquilos. Los cuatro chicos comieron
deprisa y se retiraron al granero para ver una película en
DVD titulada Scream II, dejando a los seis adultos en
torno a la mesa del comedor: Miranda y Ned, Olga y Hugo, Stanley
a la cabecera de la mesa y Kit en el extremo opuesto. Lori
sirvió café mientras Luke llenaba el lavavajillas
en la cocina.

Fue entonces cuando Stanley dijo:

-¿Qué os parecería si volviera a
salir con alguien?

Se hizo un silencio total alrededor de la mesa. Hasta
Lori reaccionó: dejó de servir café y se lo
quedó mirando fijamente, como si no saliera de su
asombro.

Miranda ya se barruntaba algo, pero no por eso le
resultó menos desconcertante oírle hablar de
semejante tema sin tapujos de ninguna clase.

-Supongo que te refieres a Toni Gallo.

-No -negó Stanley con mal disimulado
sobresalto.

-No, qué va… -insinuó Olga.

Miranda tampoco se lo creía, pero no dijo
nada.

La verdad es que no me refería a nadie en
particular. Solo quería saber vuestra opinión
-prosiguió-. Hace un año y medio que se
murió mamma Marta, que en paz descanse. Durante
casi cuatro décadas fue la única mujer de mi vida.
Pero tengo sesenta años y es probable que me queden otros
veinte o treinta de vida. No estoy seguro de querer pasarlos
solo.

Lori lo fulminó con la mirada, dolida. No estaba
solo, tuvo ganas de decirle. Los tenía a Luke y a
ella.

-¿Y para qué nos consultas? No necesitas
nuestro permiso para acostarte con tu secretaria o con quien te
venga en gana -replicó Olga, malhumorada.

-No os estoy pidiendo permiso. Quería saber
cómo os sentiríais en el caso de que ocurriera. Y,
por cierto, tampoco es mi secretaria. Dorothy está
felizmente casada.

Miranda tomó la palabra, aunque solo fuera para
impedir que Olga dijera una barbaridad.

-Creo que no sería fácil para nosotros,
papá, verte con otra mujer en esta casa. Pero queremos que
seas feliz, y llegado el caso estoy segura de que haríamos
todo lo posible para que esa persona se sintiera
bienvenida.

Stanley la miró con gesto
irónico.

-Ya veo que la idea no te chifla, pero gracias por
intentar ser positiva.

-No esperes tanto de mí -intervino Olga-. Por el
amor de Dios, ¿qué esperabas que te
dijéramos? ¿Estás pensando en casarte con
esa mujer? ¿Tener más hijos con ella?

-No estoy pensando en casarme con nadie -replicó
Stanley, irritado. Olga se negaba a ver las cosas tal como
él las planteaba, y eso lo sacaba de quicio. Marta
solía hacer exactamente lo mismo cuando quería
buscarle las cosquillas-. Pero tampoco lo descarto
-añadió.

-Pues me parece fatal -explotó Olga-. Cuando yo
era pequeña apenas te veía. Siempre estabas en el
laboratorio. La mamma y yo nos quedábamos en casa
con Mandy, que por entonces no era más que un bebé,
desde las siete y media de la mañana hasta las nueve de la
noche. Éramos una familia monoparental, y todo lo hicimos
por el bien de tu carrera, para que pudieras inventar
antibióticos de corto espectro, un fármaco para la
úlcera y unas pastillas para el colesterol, y de paso
hacerte rico y famoso. Bien, pues quiero una recompensa a mi
sacrificio.

-Has tenido una educación privilegiada -repuso
Stanley

-No es suficiente. Quiero que mis hijos hereden el
dinero que has ganado, y no que se vean obligados compartirlo con
un hatajo de mocosos, hijos de una fulana cualquiera que lo
único que sabe hacer en la vida es aprovecharse de un
viudo solitario.

A Miranda se le escapó un grito de
indignación.

Abochornado, Hugo dijo:

-Olga, cariño, no te andes con rodeos. Di lo que
estás pensando.

La expresión de Stanley se
endureció.

-No tengo intención de salir con una
«fulana cualquiera» -replicó.

Olga comprendió que había ido demasiado
lejos.

-Vale, retiro esa última parte.

Para ella, aquello equivalía a una
disculpa.

-Tampoco sería tan distinto -opinó Kit con
aire displicente-. La mamma era alta, atlética,
pragmática e italiana. Toni Gallo es alta,
atlética, pragmática y descendiente de
españoles. Me pregunto si sabrá cocinar.

-No seas idiota -le espetó Olga-. La diferencia
es que la tal Toni no ha formado parte de esta familia durante
los últimos cuarenta años, así que no es de
los nuestros, sino una intrusa.

Kit torció el gesto.

-No vuelvas a llamarme idiota, Olga. No soy yo el que no
ve lo que pasa delante de sus narices.

Miranda contuvo la respiración. ¿De
qué estaba hablando?

Olga se hizo la misma pregunta.

-¿Qué es lo que pasa delante de mis
narices?

Miranda lanzó una mirada furtiva a Ned, temerosa
de que más tarde le preguntara a qué se
refería Kit. Tenía una intuición especial
para aquella clase de indirectas.

Kit se mordió la lengua.

-Deja ya de interrogarme, me estás poniendo de
los nervios.

-¿No te preocupa tu futuro económico? -le
preguntó Olga- Tu herencia está tan amenazada como
la mía. ¿Qué pasa, que te sobra el
dinero?

Kit soltó una carcajada amarga.

-Sí, eso es.

-¿No crees que te estás comportando como
una mercenaria? -le preguntó Miranda a su
hermana.

-Hombre, papá nos ha pedido nuestra
opinión.

-Pensé que quizá os molestara ver a
vuestra madre desplazada por otra persona -terció
Stanley-. Nunca se me ocurrió que vuestra principal
preocupación fuera mi testamento.

Miranda se sentía dolida por su padre, pero
más aún le inquietaba Kit y lo que este pudiera
decir. De niño, nunca se le había dado bien guardar
secretos. Olga y ella se veían obligadas a
ocultárselo todo. Si le hacían alguna confidencia,
no tardaba ni cinco minutos en chivarse a la mamma. Y
ahora conocía su secreto más oscuro. Ya no era un
niño, pero a decir verdad tampoco había dejado de
serlo, y eso era lo que lo hacía tan peligroso. El
corazón se le disparó. Se le ocurrió que, si
participaba en la conversación, tal vez pudiera
encauzarla. Se volvió hacia Olga.

-Lo importante es que la familia se mantenga unida.
Decida papá lo que decida, no debemos dejar que eso nos
separe.

-No me vengas con moralinas sobre la familia
-replicó Olga, irritada-. Eso díselo a tu
hermanito.

-¿Quieres dejarme en paz de una puta vez? -repuso
Kit.

-Lo pasado, pasado está -intervino
Stanley.

Olga insistió:

-Pero si alguien ha estado a punto de destruir a la
familia es Kit.

-Que te den por el culo -le espetó
este.

-Basta ya -atajó Stanley con firmeza-. Podemos
discutir acaloradamente sobre cualquier tema sin tener que
recurrir a los insultos y el lenguaje soez.

-Venga ya, papá -replicó Olga. Estaba
furiosa. Le habían llamado mercenaria y necesitaba
vengarse-. ¿Qué podría amenazar más
la unidad familiar que descubrir que uno de nosotros le roba a
otro?

Kit se sonrojó de vergüenza y
rabia.

-Te lo diré.

Miranda sabía qué iba a decir. Aterrada,
alargó una mano abierta en la dirección de su
hermano.

-Kit, tranquilízate, por favor -le suplicó
en tono desesperado.

Pero él no la escuchaba.

-Te diré qué es más peligroso para
la unidad familiar.

-¿Quieres callarte de una vez? -le gritó
Miranda.

Stanley se dio cuenta de que había algo que
él ignoraba en medio de todo aquello, y frunció el
ceño, desconcertado.

-¿De qué estáis
hablando?

-Hablo de alguien…

-¡No! -gritó Miranda,
levantándose.

-… alguien que se acuesta…

Miranda cogió un vaso de agua y lo arrojó
a la cara de Kit. Este enmudeció.

Se limpió el rostro con la servilleta. En medio
del silencio y las miradas perplejas de todos los presentes,
concluyó:

-… que se acuesta con el marido de su propia
hermana.

Olga no salía de su asombro.

-Eso no tiene ningún sentido. Nunca me he
acostado con Jasper, ni con Ned.

Miranda hundió la cabeza entre las
manos.

-No me refiero a ti -repuso Kit.

Olga se volvió hacia Miranda, y esta
apartó la mirada.

Lori, que todavía seguía allí con
la cafetera en la mano, dio un grito ahogado al comprender lo
ocurrido. Parecía consternada.

-¡Dios santo! Nunca lo habría imaginado
-dijo Stanley.

Miranda miró a Ned. Estaba
horrorizado.

-¿Es verdad? -preguntó.

Miranda no contestó.

Olga se volvió hacia Hugo.

-¿Mi hermana y tú?

Hugo ensayó su sonrisa de chico malo. Olga
levantó el brazo y le propinó un bofetón que
sonó más bien como un puñetazo.

-¡Ay! -gritó él, y cayó de
espaldas.

-Hijo de la gran puta, maldito… -No encontraba
palabras- maldito cabronazo. Cerdo. Gusano de mierda. Escoria
humana. -Entonces se volvió hacia Miranda-. ¡Y
tú!

Miranda no podía sostener su mirada. Clavó
los ojos en la mesa, en la pequeña taza de café que
descansaba frente a ella. Era una taza de porcelana blanca con
una lista azul, de la vajilla preferida de la
mamma.

-¿Cómo has podido? -le espetó
Olga-. ¿Cómo has podido?

Miranda intentaría explicárselo,
algún día. Pero dijera lo que dijese, en aquel
momento sonaría como una excusa, así que se
limitó a negar con la cabeza.

Olga se levantó y abandonó la
sala.

Hugo parecía terriblemente
avergonzado.

-Será mejor que… -Y salió tras
ella.

Fue entonces cuando Stanley se percató de que
Lori seguía allí, y de que lo había
oído todo. Demasiado tarde, sugirió:

-Lori, será mejor que vayas a echarle una mano a
Luke.

El ama de llaves lo miró sobresaltada, como si
acabara de despertar de un sueño.

-Sí, profesor Oxenford.

Stanley miró a Kit.

-¿Qué necesidad tenías de ser tan
cruel? -La voz le temblaba de ira.

-No, si ahora va a resultar que la culpa es mía
-replicó Kit enfurruñado-. No fui yo quien se
acostó con Hugo.

Tiró la servilleta sobre la mesa y se
fue.

Ned no sabía dónde meterse.

-Eh… perdonad -dijo, y salió de la
habitación.

Miranda se quedó a solas con su padre. Stanley se
levantó, se acercó a ella y le puso una mano en el
hombro.

-Ya se les pasará, antes o después -dijo-.
No será fácil, pero las aguas volverán a su
cauce.

Miranda se volvió hacia él y apretó
el rostro contra el suave tweed de su chaleco.

-Lo siento mucho, papá -dijo, y rompió a
llorar.

21.30

El tiempo empeoraba por momentos. Toni había
tardado más de lo previsto en llegar a la residencia
geriátrica, pero el viaje de regreso estaba siendo
más lento todavía. Una fina capa de nieve
cubría la carretera, nieve trillada por los
neumáticos y demasiado cuajada para derretirse. Los
conductores más aprensivos avanzaban a paso de tortuga,
retrasando a todos los demás. El Porsche Boxster de Toni
era el coche perfecto para adelantarlos, pero no daba lo mejor de
sí sobre el asfalto resbaladizo, así que no
podía hacer gran cosa para acortar el viaje.

La señora Gallo iba sentada en el asiento del
acompañante, con su abrigo de lana verde y un sombrero de
fieltro. No estaba enfadada con Bella ni mucho menos, algo que a
Toni le había sentado como una jarro de agua fría,
por más que le avergonzara admitirlo. En el fondo, deseaba
que su madre se enfureciera con Bella, tal como había
hecho ella. Eso le habría hecho sentirse un poco mejor.
Pero la señora Gallo parecía creer que era culpa
suya el que hubiera pasado tanto tiempo esperando, y Toni le
había dicho en tono irritado:

-Sabes que era Bella la que tenía que venir a
recogerte hace horas, ¿verdad?

-Sí, cariño, pero tu hermana tiene una
familia a la que atender.

-Y yo tengo un trabajo de mucha
responsabilidad.

-Lo sé, así sustituyes a los
hijos.

-Así que Bella puede dejarte tirada, pero yo
no.

-Así es, cariño.

Toni intentó seguir el ejemplo de su madre y
mostrarse magnánima, pero no podía dejar de pensar
en sus amigos, que estarían en el balneario,
dándose un baño en el jacuzzi, haciendo el tonto o
tomando café frente a una gran chimenea encendida. Con el
paso de las horas, Charles y Damien se irían relajando y
darían rienda suelta a su hilarante amaneramiento; Michael
contaría anécdotas de su visceral madre irlandesa,
toda una leyenda en su pueblo natal de Liverpool, y Bonnie
recordaría los tiempos de la universidad y los líos
en los que Toni y ella se habían metido cuando eran las
únicas mujeres entre trescientos estudiantes de
ingeniería. Se lo estarían pasando en grande
mientras ella conducía por la nieve con su
madre.

Se dijo a sí misma que no podía seguir
autocompadeciéndose. «Soy una mujer adulta
-pensó-, y los adultos tienen responsabilidades.
Además, puede que mamá no viva muchos más
años, así que debería disfrutar de su
compañía mientras pueda.»

Le resultó más difícil ser positiva
cuando pensó en Stanley. Aquella mañana se
había sentido más cercana a él que nunca,
pero de pronto había un abismo insalvable entre ambos. Se
preguntó si no lo habría presionado más de
la cuenta. ¿Lo había obligado a elegir entre su
familia y ella? Si se hubiera mordido la lengua, tal vez
él no se hubiera sentido obligado a tomar una
decisión. Pero Toni tampoco se había abalanzado
sobre él, y a veces una mujer tenía que darle un
empujoncito al hombre o se arriesgaba a que este nunca diera el
primer paso.

No tenía sentido lamentarse, se dijo a sí
misma. Lo había perdido y punto.

Avistó en la distancia las luces de una
gasolinera.

-¿Tienes que ir al baño, mamá?
-preguntó.

-Sí, por favor.

Toni aminoró la marcha y detuvo el coche frente
al surtidor. Llenó el depósito y luego
acompañó a su madre hasta la tienda de la
gasolinera. Mientras ella pagaba, la anciana se fue al lavabo.
Cuando volvía al coche, su móvil empezó a
sonar, pensando que quizá fuera una llamada del Kremlin,
lo cogió apresuradamente.

-Toni Gallo al habla.

-Soy Stanley Oxenford.

-Ah. -Se quedó sin palabras. Aquello sí
que no se lo esperaba.

-¿Te llamo en mal momento, quizá?
-preguntó educadamente.

-No, no, qué va -se apresuró a contestar,
sentándose al volante-. Pensé que quizá
llamaban del Kremlin, y me preocupaba que algo pudiera ir
mal.

Cerró la puerta del coche.

-Todo va perfectamente, al menos que yo sepa.
¿Qué tal el balneario?

-Al final no me he ido.

Le explicó lo que había pasado.

-Qué mala pata -comentó
él.

El corazón de Toni latía aceleradamente
sin que supiera muy bien por qué.

-¿Y tú qué tal? ¿Va todo
bien por ahí? -Se preguntaba a qué se debía
aquella llamada mientras observaba la tienda fuertemente
iluminada de la gasolinera. Su madre tardaría un buen rato
en salir del lavabo.

-La cena familiar ha acabado como el rosario de la
aurora. No es la primera vez. A veces se encienden los
ánimos.

-¿Qué ha pasado?

-Seguramente no debería
contártelo.

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