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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

«¿Entonces por qué me has
llamado?», pensó. No era propio de Stanley llamar
sin un buen motivo. Por lo general parecía tan centrado
que daba la impresión de tener una lista mental de los
asuntos que necesitaba resolver.

-Resumiendo, Kit ha sacado a la luz que Miranda se
acostó con Hugo, el marido de su hermana.

-¡Madre mía! -Toni se imaginó la
escena: el apuesto y malicioso Kit, la rellenita y atractiva
Miranda, un galán de tres al cuarto que atendía al
nombre de Hugo y la temible Olga. Era como para echarse a
temblar, pero lo que más la sorprendía era que
Stanley se lo estuviera contando precisamente a ella. Una vez
más, la trataba como si fueran amigos íntimos, pero
Toni desconfió de esta impresión. Si se
permitía el lujo de hacerse ilusiones, él
podía volver a echarlas por tierra en cualquier momento.
No obstante, se resistía a poner fin a la
conversación.

-¿Y tú qué tal te lo has
tomado?

Hombre, Hugo siempre ha sido un poco mujeriego. Olga
tendría que conocerlo de sobra después de casi
veinte años casados. Se siente humillada y se ha puesto
hecha una furia. De hecho, oigo sus gritos ahora mismo. Pero creo
que acabará perdonándole. Miranda me ha explicado
las circunstancias. No es que tuviera una aventura con Hugo; solo
se acostó con él una vez, cuando estaba deprimida
por su divorcio, y desde entonces no ha dejado de lamentarlo.
Creo que, a la larga, Olga también acabará
perdonándola. El que me preocupa es Kit. -Había una
gran tristeza en su voz-. Siempre quise que mi hijo fuera
valiente, que tuviera principios, que se convirtiera en un hombre
de bien al que todos pudieran respetar. Pero es débil y
malvado.

Como en una revelación, Toni comprendió de
pronto que Stanley hablaba con ella como lo habría hecho
con Marta. Después de una bronca como aquella, se
habrían ido los dos a su habitación y, ya en la
cama, habrían comentado el comportamiento de cada uno de
sus hijos. Stanley echaba de menos a su esposa y trataba a Toni
como una sustituta, pero eso ya no le hacía
ilusión, sino todo lo contrario. Estaba resentida. Stanley
no tenía ningún derecho a utilizarla de aquella
manera. Se sintió explotada. Además, iba siendo
hora de que fuera a ver si su madre estaba bien.

Estaba a punto de decírselo cuando Stanley se le
adelantó: -Pero no debería agobiarte con todo esto.
Te llamaba por otra cosa.

Eso era más propio de Stanley, pensó Toni.
Su madre podía esperar unos minutos más.

Stanley prosiguió:

-Cuando hayan pasado las navidades,
¿querrás salir a cenar conmigo algún
día?

«¿Y ahora, a qué viene esto?»,
pensó.

-Claro -contestó. ¿Adonde quería ir
a parar Stanley?

-Ya sabes lo que pienso de los jefes que se
insinúan a sus subordinadas. Creo que las ponen en una
situación muy delicada, temiendo que si lo rechazan puedan
sufrir represalias.

-Yo no tengo ese problema -dijo Toni, en un tono algo
brusco. ¿Trataba Stanley de decirle que aquella
invitación no presuponía ningún
interés personal por su parte para que no se sintiera
incómoda? Tenía un nudo en la garganta, pero aun
así se esforzó por sonar absolutamente
normal:

-Me encantaría cenar contigo.

-He estado pensando en nuestra charla de esta
mañana, en el acantilado.

«Yo también», pensó
ella.

-Te dije algo que no he dejado de lamentar desde
entonces.

-¿Qué…? -Apenas podía respirar-.
¿Qué dijiste?

-Que nunca podría formar otra familia.

-¿No lo decías en serio?

-Lo dije porque… tenía miedo.
¿Qué raro, verdad, que me acobarde a estas alturas
de mi vida?

-¿Miedo de qué?

Tras una larga pausa, Stanley dijo:

-De mis propios sentimientos.

Toni estuvo a punto de dejar caer el teléfono.
Sintió que la sangre se le agolpaba en el
rostro.

-Tus sentimientos… -repitió.

-Si esta conversación te está resultando
terriblemente incómoda, debes decírmelo ahora
mismo, y no volveré a mencionarla jamás.

-Sigue.

-Cuando me dijiste que Osborne te había invitado
a salir, me di cuenta de que no vas a estar libre toda la vida, y
que probablemente no tardarás en encontrar a alguien. Si
estoy haciendo un ridículo espantoso, te suplico que me lo
digas cuanto antes y pongas fin a mi sufrimiento.

-No. -Toni tragó en seco. Se dio cuenta de lo
difícil que aquello le estaría resultando.
Habrían pasado por lo menos cuarenta años desde la
última vez que le había hablado así a una
mujer. Tenía que echarle una mano. Debía dejar
claro que no se sentía ofendida-. No estás haciendo
un ridículo espantoso ni mucho menos.

-Esta mañana me dio la impresión de que
quizá sintieras algo por mí, y eso es lo que me dio
miedo. ¿Hago bien en decirte todo esto? Ojalá
pudiera verte la cara.

-Me alegro mucho de que lo hayas hecho -repuso ella con
un hilo de voz-. Me haces muy feliz.

-¿De verdad?

-De verdad.

-¿Cuándo podemos vernos? Quiero seguir
hablando de esto.

-Verás, ahora mismo estoy con mi madre. Nos hemos
parado en una gasolinera y acaba de salir del lavabo. La estoy
viendo. -Toni salió del coche, todavía con el
teléfono pegado al oído-. Hablemos mañana
por la mañana.

-No cuelgues todavía. Tenemos tanto de qué
hablar…

Toni llamó a su madre por señas y
gritó:

-¡Estoy aquí!

La anciana la vio y cambió el rumbo de sus pasos.
Toni abrió la puerta del acompañante y la
ayudó a acomodarse en el asiento mientras le
decía:

-Termino esta llamada y nos vamos.

-¿Dónde estás? -preguntó
Stanley.

Toni cerró la puerta del lado de su
madre.

-A unos quince kilómetros de Inverburn, pero hay
unas retenciones tremendas en la carretera.

-Quedemos mañana. Ya sé que ambos tenemos
obligaciones familiares, pero también tenemos derecho a
sacar un poco de tiempo para nosotros mismos.

-Ya se nos ocurrirá algo -dijo Toni, al tiempo
que abría la puerta del conductor-. Tengo que irme,
mamá está empezando a coger frío.

-Hasta mañana -se despidió él-.
Llámame cuando te apetezca, sea la hora que
sea.

-Hasta mañana.

Toni cerró la solapa del teléfono y se
metió en el coche.

-Vaya sonrisa -observó su madre-. Te veo mucho
más animada. ¿Con quién hablabas, alguien
especial?

-Sí -contestó Toni-. Alguien muy
especial.

22.30

Kit esperaba en su habitación, impaciente porque
todos se acostaran de una vez. Necesitaba salir cuanto antes,
pero si alguien lo oía estaba perdido, así que
permaneció a la espera.

Se sentó al viejo escritorio del cuarto trastero.
Su portátil seguía enchufado a la corriente, para
ahorrar batería. La necesitaría aquella misma
noche. El móvil estaba en su bolsillo.

Había atendido tres llamadas, dos de entrada y
una de salida. Las primeras eran inofensivas llamadas personales
a los guardias de seguridad y las pasó sin más. La
tercera era una llamada del Kremlin a Steepfall. Kit supuso que,
al no poder ponerse en contacto con Toni Gallo, Steve Tremlett
debió llamar a Stanley para informarle del problema en las
líneas telefónicas. Kit le puso un mensaje grabado
que advertía de un fallo en la línea. Mientras
aguardaba, permanecía atento a los ruidos de la casa. En
la habitación de al lado, Olga y Hugo discutían
acaloradamente. Ella le lanzaba preguntas y acusaciones como una
ametralladora y él reaccionaba mostrándose, por
este orden, arrepentido, suplicante, persuasivo, bromista y
arrepentido de nuevo. Abajo, Luke y Lori habían estado
trajinando en la cocina durante media hora, y luego la puerta
principal se había cerrado sonoramente. Se habrían
ido a su casa, que quedaba a poco más de un
kilómetro de distancia. Los chicos estaban en el granero,
y Kit suponía que Miranda y Ned se habrían ido al
chalet de invitados. Stanley había sido el último
en irse a la cama. Antes, se había encerrado en el estudio
y había hecho una llamada. Era fácil saber si
alguien más estaba usando el teléfono en la casa,
porque había un indicador luminoso que se encendía
en todas las extensiones. Al cabo de un rato, Kit lo oyó
subir las escaleras y cerrar la puerta de su habitación.
Olga y Hugo entraron juntos al cuarto de baño, y
después ya no hicieron más ruido. O bien
habían hecho las paces o bien estaban exhaustos. La perra,
Nellie, estaría en la cocina, acostada junto al horno, en
el rincón más caliente de la casa.

Kit esperó un poco más, con la esperanza
de que todos se durmieran.

La bronca de antes lo redimía, en cierto sentido.
El desliz de Miranda demostraba que él no era el
único pecador de la familia. Lo habían reprendido
por revelar un secreto, pero ciertas cosas había que
sacarlas a la luz. ¿Por qué sus transgresiones
tenían que magnificarse hasta sacarlas completamente de
madre y en cambio las de los demás podían
esconderse bajo la alfombra? Que se enfadaran. Él
había disfrutado viendo cómo Olga le zurraba a
Hugo. «Mi hermana mayor es de armas tomar»,
pensó divertido.

Se preguntó si habría llegado el momento
de marcharse. Estaba listo. Se había quitado su anillo de
sello y había reemplazado su elegante reloj de Armani por
un Swatch del montón. Llevaba pantalones vaqueros y un
jersey negro abrigado. Bajaría descalzo y se
pondría las botas antes de salir.

Se levantó, pero justo entonces oyó la
puerta de atrás. Se le escapó una maldición.
Alguien acababa de entrar en la cocina, seguramente alguno de los
chicos, para atacar la nevera. Se quedó a la espera de
oír la puerta de nuevo, lo que indicaría que se
habían marchado, pero lo único que oyó fue
el sonido de pasos subiendo la escalera.

Instantes después se abrió la puerta de su
habitación, alguien cruzó la estancia y Miranda
apareció en el cuarto trastero. Llevaba puestas las botas
de agua y un chubasquero por encima del camisón, y
sostenía una sábana y una manta. Sin decir una
palabra, se dirigió al sillón cama y
extendió la sábana.

Kit no daba crédito a sus ojos.

-Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué
pretendes?

-Me quedo a dormir aquí -contestó ella con
toda serenidad.

-¡No puedes! -replicó Kit, al borde del
pánico.

-No veo por qué no.

-Se supone que te quedas en el chalet de
invitados.

-He discutido con Ned, gracias a tus revelaciones de
sobremesa, chivato de mierda.

-¡No te quiero aquí!

-Me importa un pepino lo que quieras.

Kit intentó recobrar la calma. Observó con
desesperación a Miranda mientras se hacía la cama.
¿Cómo iba a escaparse de su habitación
teniéndola allí, donde podía oír el
menor de sus movimientos? Además, con lo disgustada que
estaba, era probable que tardara horas en quedarse dormida, y a
la mañana siguiente seguro que se despertaría antes
de que él volviera, por lo que notaría su ausencia.
Su coartada se venía abajo por momentos.

Tenía que irse sin demora. Fingiría estar
más enfadado aún de lo que estaba.

-Que te den -masculló, mientras desenchufaba el
portátil y lo cerraba-. No pienso quedarme aquí
contigo.

Salió a la habitación
principal.

-¿Adonde vas?

Aprovechando que Miranda no lo veía, Kit
cogió sus botas.

-Me voy a ver la tele al estudio.

-Pues no la pongas muy alta.

Miranda cerró de un portazo la puerta que
separaba las dos habitaciones.

Kit se fue.

Cruzó de puntillas el rellano en penumbra y
bajó las escaleras. Los peldaños de madera gimieron
bajo su peso, pero toda la casa crujía y nadie se fijaba
en aquella clase de ruidos. Un débil halo de luz se colaba
por el ventanuco de la puerta principal, dibujando sombras en
torno al perchero, el pie de la escalera y los listines apilados
sobre la mesita del teléfono. Nellie salió de la
cocina y se detuvo junto a la puerta moviendo la cola, esperando
con irreprimible optimismo canino que la sacaran a
pasear.

Kit se sentó en un escalón y se puso las
botas, atento al posible sonido de una puerta abriéndose
en el piso de arriba. Era un momento peligroso, y sintió
un escalofrío de miedo mientras se ataba los cordones a
tientas. Siempre había trajín a media noche. Olga
podía salir a por un vaso de agua, Caroline venir desde el
granero en busca de una pastilla para el dolor de cabeza, Stanley
verse sorprendido por la inspiración científica y
levantarse para ponerse delante del ordenador.

Se ató los cordones de las botas y se puso su
chaquetón acolchado. Estaba a punto de
conseguirlo.

Si alguien lo sorprendiera en aquel momento, se
marcharía de todas formas. Ya nada podía detenerlo.
Los problemas vendrían al día siguiente. Sabiendo
que se había marchado, podían adivinar dónde
había ido, y todo su plan se basaba en lograr que nadie
comprendiera lo ocurrido.

Apartó a Nellie de la puerta y la abrió.
En aquella casa nunca se cerraban las puertas con llave. Stanley
creía que los intrusos difícilmente
llegarían hasta aquel rincón apartado, y en caso de
que lo hicieran la perra era la mejor alarma
antirrobo.

Salió afuera. Hacía un frío glacial
y nevaba copiosamente. Empujó el hocico de Nellie hacia
dentro y cerró la puerta tras de sí con un ligero
clic.

Las luces que rodeaban la casa se dejaban encendidas
toda la noche, pero aun así apenas se divisaba el garaje.
En el suelo había una capa de nieve de varios
centímetros de grosor. En pocos segundos, Kit tenía
los calcetines y el dobladillo de los pantalones empapados.
Lamentó no haberse puesto las botas de lluvia.

Su coche estaba en el extremo mas alejado del garaje,
cubierto por un manto de nieve. Deseó con todas sus
fuerzas que arrancara a la primera. Entró en el coche y
dejó el portátil en el asiento del
acompañante para poder contestar rápidamente a las
llamadas del Kremlin. Giró la llave en el contacto. El
coche dio un respingo y carraspeó, pero al cabo de unos
segundos el motor empezó a rugir.

Deseó que nadie lo oyera.

La nieve caía con tanta intensidad que apenas
veía nada. Se vio obligado a encender los faros, rezando
para que no hubiera nadie asomado a la ventana.

Se puso en marcha. El coche derrapaba peligrosamente en
la espesa nieve. Kit avanzó despacio, tratando de no hacer
maniobras bruscas. Sacó el coche hasta el camino de
acceso, rodeó la cima del acantilado con suma cautela y se
adentró en el bosque. Desde allí, siguió
hasta la carretera principal.

Allí la nieve no era virgen. Había marcas
de neumáticos en ambas direcciones. Se dirigió al
norte, en dirección opuesta a la del Kremlin, y
avanzó siguiendo las huellas de los otros
vehículos. Al cabo de diez minutos tomó una
carretera secundaria que serpenteaba entre las colinas.
Allí no había marcas de neumáticos, y Kit
aminoró la marcha, lamentando no tener tracción a
las cuatro ruedas.

Finalmente avistó un letrero con la
inscripción «Academia de aviación de
Inverburn» y tomó el camino señalado, que
conducía a una verja metálica abierta de par en
par. Cruzó la verja y se adentró en la propiedad.
Los faros del coche alumbraron un hangar y una torre de
control.

El lugar parecía desierto. Por un momento, Kit
casi deseó que los demás no se presentaran, para
poder cancelarlo todo. La idea de poner fin cuanto antes a
aquella terrible tensión se le antojaba tan apetecible que
se desanimó y empezó a sentirse deprimido.
«Resiste -se dijo a sí mismo-. Esta noche se acaban
todos tus problemas.»

La puerta del hangar estaba semiabierta. Kit
entró lentamente al volante de su coche. Dentro no
había aviones -el aeródromo solo funcionaba durante
los meses de verano-, pero enseguida vio un Bentley Continental
de color claro que reconoció como el coche de Nigel
Buchanan. Junto a este había una furgoneta con el
rótulo comercial de Hibernian Telecom.

No había un alma a la vista, pero desde el hueco
de la escalera llegaba un débil resplandor. Kit
cogió su portátil y subió las escaleras
hasta la torre de control.

Nigel estaba sentado delante de un escritorio. Llevaba
puesto un jersey rosa de cuello vuelto y una cazadora.
Sostenía un teléfono móvil y se le
veía tranquilo. Elton estaba apoyado contra la pared y
lucía una gabardina beis con el cuello levantado. A sus
pies descansaba una gran bolsa de lona. Daisy se había
escarranchado en una silla y apoyaba sus pesadas botas en la
repisa de la ventana. Se había puesto unos ajustados
guantes de ante beis que le daban un aire tan femenino como
incongruente.

Nigel hablaba por teléfono con su melodioso
acento londinense.

-Aquí está nevando bastante ahora mismo,
pero los del tiempo dicen que lo peor de la tormenta nos
pasará de largo… sí, mañana por la
mañana podrás coger un avión, seguro…
llegaremos aquí bastante antes de las diez… yo
estaré en la torre de control, hablaremos en cuanto
llegues… no habrá ningún problema, siempre que
traigas el dinero, todo el dinero, en billetes pequeños y
grandes, tal como acordamos.

Al oír hablar de dinero, Kit sintió un
escalofrío de emoción. En tan solo doce horas y
unos pocos minutos, tendría trescientas mil libras en sus
manos. Por poco tiempo, bien era cierto, porque enseguida
tendría que devolverle la mayor parte de esa cantidad a
Daisy, Pero le quedarían cincuenta mil. Se preguntaba
cuánto espacio ocupaban cincuenta mil libras en billetes
grandes y pequeños. ¿Cabrían en sus
bolsillos? Debería haber cogido un
maletín…

-Gracias a ti -dijo Nigel-. Hasta mañana.
-Entonces se dio la vuelta. – Hombre, Kit. Llegas justo a
tiempo.

-¿Con quién hablabas, con nuestro cliente?
-preguntó Kit.

-Con su piloto- Llegará en
helicóptero.

Kit frunció el ceño.

-¿Qué dirá su plan de
vuelo?

-Que despega de Aberdeen y aterriza en Londres. Nadie
sabrá que hizo una escala imprevista en la academia de
aviación de Inverburn.

-Bien.

-Me alegro de que te lo parezca -repuso Nigel con un
punto de sarcasmo. Kit lo interrogaba constantemente sobre sus
áreas de competencia– Le preocupaba que, pese a tener
experiencia, Nigel careciera de la preparación y la
inteligencia que él poseía. Nigel contestaba a sus
preguntas con una distancia irónica no exenta de humor.
Para él Kit era el principiante, por lo que debía
confiar en él sin cuestionar sus decisiones.

-Bueno, ¿preparados para la sesión de
transformismo? -dijo Elton, al tiempo que sacaba de la bolsa de
lona cuatro monos de trabajo con el logotipo de Hibernian Telecom
estampado en la espalda. Todos se pusieron una de aquellas
prendas.

-Esos guantes quedan muy raros con el mono -le
espetó Kit a Daisy.

-No me digas -replicó ella.

Kit se la quedó mirando fijamente unos segundos,
pero luego apartó la mirada. Daisy era conflictiva, y
deseó que no fuera a estar presente aquella noche. Le
tenía miedo pero también la detestaba y estaba
decidido a humillarla, tanto para sentar su autoridad como para
vengarse de lo que le había hecho aquella mañana.
Iban a tener un enfrentamiento más pronto que tarde y Kit
temía y anhelaba ese momento a la vez.

A continuación, Elton repartió unas
tarjetas de identificación en las que ponía:
«Equipo de Mantenimiento de Hibernian Telecom». La de
Kit portaba la fotografía de un hombre mayor que no se le
parecía en nada. El pelo negro le colgaba por debajo de
las orejas en un estilo que había estado de moda mucho
antes de que él naciera, pero además lucía
un mostacho a lo Zapata y llevaba gafas.

Elton hurgó de nuevo en su bolsa y entregó
a Kit una peluca negra, un bigote del mismo color y un par de
gafas de montura pesada con lentes oscuros. También le
ofreció un espejo de mano y un pequeño tubo de
cola. Kit se pegó el bigote sobre el labio superior y se
puso la peluca sobre su propio pelo, de un tono castaño y
cortado muy corto, como mandaban los cánones
estéticos del momento. Se miró en el espejo,
satisfecho con el resultado. El disfraz le daba un aspecto
radicalmente distinto. Elton había hecho un buen
trabajo.

Kit se fiaba de Elton. Bajo su mordacidad se ocultaba
una implacable eficiencia. No se detendría ante nada con
tal de cumplir su misión, pensó.

Aquella noche Kit tenía intención de
evitar a los guardias con los que había coincidido en el
Kremlin mientras trabajaba allí. Sin embargo, en el caso
de que se viera obligado a hablar con ellos, confiaba en que no
lo reconocerían. Se había despojado de los objetos
personales que podían delatarlo, y pensaba cambiar de
acento.

Elton también había buscado disfraces para
los demás y para sí mismo. Nadie los conocía
en el Kremlin, así que no había peligro de que los
reconocieran, pero más tarde los guardias de seguridad
darían sus descripciones a la policía, y gracias a
los disfraces esas descripciones no tendrían nada que ver
con su aspecto real.

Nigel también se puso una peluca sobre el pelo
corto, de un rubio rojizo. Con aquella peluca entrecana que le
llegaba a la barbilla, el londinense elegante e informal
parecía un Beatle entrado en años. Como remate, se
puso unas gafas de montura aparatosa y desfasada.

Daisy se cubrió el cráneo rapado con una
larga peluca rubia. Un par de lentes de contacto cambiaron el
habitual color marrón de sus ojos por un azul intenso.
Estaba incluso más horrorosa de lo habitual. Kit se
preguntaba a menudo por su vida sexual. Había conocido a
un hombre que se jactaba de haberse acostado con ella, pero lo
único que había dicho al respecto era
«Todavía tengo moratones». Mientras Kit la
observaba, Daisy se quitó los piercings que le colgaban de
la ceja, la nariz y el labio inferior. El resultado era un
aspecto ligeramente menos inquietante.

Elton había reservado para sí mismo el
más sutil de todos los disfraces. Lo único que se
puso fueron unos dientes postizos que hacían sobresalir su
mandíbula superior, pero eso era cuanto bastaba para
cambiar su apariencia de un modo radical. De pronto, el guaperas
se había esfumado y en su lugar había un tipo con
aspecto de empollón.

Por último, repartió entre todos los
presentes gorras con el rótulo de Hibernian Telecom
impreso sobre la visera.

-La mayor parte de las cámaras de seguridad
están situadas en puntos elevados -explicó-. Una
gorra con visera impedirá que consigan una toma decente de
nuestras caras.

Estaban listos. Hubo un momento de silencio en el que se
miraron unos a otros. Luego Nigel dijo:

-Que empiece el espectáculo.

Abandonaron la torre de control y bajaron hasta el
hangar. Elton se puso al volante de la furgoneta y Daisy se
acomodo a su lado de un salto. Nigel ocupó el tercer
asiento. No había mas sitio delante, por lo que Kit
tendría que ir sentado en el suelo de la parte trasera,
con las herramientas.

Mientras los miraba fijamente, preguntándose
qué hacer, Daisy se arrimó a Elton y le puso una
mano en la rodilla.

-¿Te gustan las rubias?
-preguntó.

-Estoy casado -contestó él, mirando hacia
delante con gesto impasible.

Daisy deslizó la mano por su muslo en
dirección a la ingle.

-Pero seguro que te gustaría montártelo
con una chica blanca para variar, ¿no?

-Estoy casado con una blanca.

Elton le asió la muñeca y apartó su
mano con firmeza.

Kit decidió que había llegado el momento
de poner a Daisy en su sitio. Con un nudo en la garganta,
dijo:

-Daisy, pásate a la parte de
atrás.

-Que te den por el culo -replicó ella.

-No te lo estoy pidiendo, sino ordenando. Pásate
atrás.

-¿Por qué no me obligas?

-Si eso es lo que quieres…

-Venga, adelante -repuso ella con una sonrisa burlona-.
No sabes la ilusión que me hace.

-Me largo -dijo Kit. Respiraba con dificultad a causa
del miedo, pero se las arregló para aparentar una
tranquilidad que distaba mucho cíe sentir-. Lo siento,
Nigel. Buenas noches a todos.

Se alejó de la furgoneta con piernas temblorosas.
Se metió en su coche, puso el motor en marcha,
encendió los faros y esperó.

Desde su posición alcanzaba a ver lo que
ocurría en el interior de la furgoneta, cuyos ocupantes
discutían entre sí. Daisy hacía aspavientos.
Al cabo de un minuto, Nigel salió de la furgoneta y
sostuvo la puerta. Daisy seguía protestando. Entonces,
Nigel rodeó la furgoneta por detrás, abrió
las puertas posteriores y volvió a la parte
delantera.

Por fin, Daisy accedió a bajar del
vehículo. Se quedó allí de pie como un
pasmarote, fulminando a Kit con la mirada. Nigel volvió a
hablarle, y solo entonces se subió a la parte de
atrás de la furgoneta y cerró las puertas con
violencia.

Kit volvió a la furgoneta y se sentó
delante. Elton arrancó salió del garaje y se
detuvo. Nigel cerró la gran puerta del hangar y
volvió a subirse a la furgoneta.

-Solo espero que los del tiempo no se hayan equivocado
-rezongó Elton-. Esto parece el puto polo
norte.

Poco después, franquearon la verja del
aeródromo.

Fue entonces cuando el móvil de Kit empezó
a sonar. Levantó la tapa de su portátil. En la
pantalla ponía: «Toni llamando al
Kremlin».

23.00

La señora Gallo se quedó dormida tan
pronto como salieron de la gasolinera. Toni detuvo el coche,
reclinó el asiento del acompañante hacia
atrás e improvisó una almohada con su bufanda. La
anciana dormía como un bebé. Le resultaba
extraño, cuidar de su madre como si fuera una niña.
Le hacía sentirse mayor.

Pero nada podría deprimirla después de su
conversación con Stanley. Con el estilo sobrio y comedido
que lo caracterizaba, se le había declarado. Toni
acariciaba esa certeza para sus adentros mientras se
dirigía a Inverburn circulando sobre la nieve con una
lentitud desesperante.

Su madre seguía profundamente dormida cuando
alcanzaron las afueras de la ciudad. Aún había
algún que otro juerguista en la calle. El tráfico
impedía que la nieve se acumulara en la calzada, lo que le
permitía conducir sin la incómoda sensación
de que el coche podía írsele de las manos en
cualquier momento. Aprovechó para llamar al Kremlin, solo
para comprobar qué tal iba todo.

Steve Tremlett cogió el
teléfono.

-Oxenford Medical.

-Soy Toni. ¿Cómo va todo?

-Hola, Toni. Ha habido un pequeño problema, pero
estamos en ello.

Toni sintió un escalofrío.

-¿Qué problema?

-La mayoría de los teléfonos no funciona.
El único que da señal es este, el de
recepción.

-¿Qué ha pasado?

-Ni idea. La nieve, supongo.

Toni movió la cabeza en señal de
negación, perpleja.

-Esa instalación telefónica costó
cientos de miles de libras No debería venirse abajo por
culpa del mal tiempo. ¿Podemos arreglarlo?

-Sí. He llamado a los de Hibernian Telecom y han
enviado a un equipo de mantenimiento. Deben de estar a punto de
llegar.

-¿Y qué pasa con las alarmas?

-No sé si están funcionando.

-Maldita sea. ¿Has hablado con la
policía?

-Sí. Antes ha venido por aquí un coche
patrulla. Se han dado una vuelta por las instalaciones pero no
han visto nada fuera de lo común. Se han ido hace un
ratito, para empezar a detener borrachos.

Un hombre cruzó la calle con paso tambaleante y
Toni se vio obligada a pegar un volantazo para
esquivarlo.

-Trabajo no les va a faltar, desde luego.

Hubo una pausa.

-¿Dónde estás?

-En Inverburn.

-Creía que te ibas a pasar la Navidad a un
balneario.

-Yo también, pero ha surgido un imprevisto.
Mantenrne informada de lo que digan los de mantenimiento,
¿vale? Mejor llámame al móvil.

-Claro.

Toni colgó.

«Joder -se dijo-. Primero lo de mi madre, y ahora
esto.»

Se abrió paso por las intrincadas calles de su
barrio, encaramado a la falda de la montaña, de cara al
puerto. Cuando llego a su edificio aparcó el coche pero no
salió.

Tenía que ir al Kremlin.

Si hubiera estado en el balneario, ni se le
habría ocurrido volver, pero seguía en Inverburn.
Tardaría un buen rato en llegar allí debido al mal
tiempo -una hora, como mínimo, en lugar de los habituales
diez o quince minutos-, pero nada le impedía hacerlo. El
único problema era su madre.

Toni cerró los ojos. ¿De veras
tenía que ir hasta el Kremlin? Incluso en el supuesto de
que Michael Ross estuviera compinchado con los activistas de
Amigos de los Animales, era poco probable que estos estuvieran
detrás del fallo de la instalación
telefónica. Sabotearla no era tarea fácil. Claro
que, si se lo hubieran preguntado un día antes,
habría dicho que era imposible sacar un conejo a
escondidas del NBS4.

Suspiró, resignada. Solo podía hacer una
cosa. En última instancia, la seguridad del laboratorio
era responsabilidad suya, y no podía quedarse en casa e
irse a dormir tranquila sabiendo que algo raro estaba pasando en
Oxenford Medical.

Sin embargo, no podía dejar a su madre sola, y a
aquellas horas tampoco podía pedirle a ningún
vecino que se hiciera cargo de ella durante un rato. No le
quedaba más remedio que llevarla consigo.

Mientras ponía la primera, un hombre se
apeó de un Jaguar de color claro que estaba estacionado
junto al bordillo, unos coches más allá del suyo.
Había algo familiar en él, pensó Toni,
resistiéndose a arrancar. El hombre avanzaba por la acera
en su dirección. A juzgar por su forma de caminar, estaba
ligeramente ebrio. El hombre se acercó a su ventanilla, y
fue entonces cuando Toni reconoció a Carl Osborne, el
presentador de televisión. Llevaba un pequeño bulto
en la mano.

Toni volvió a poner el coche en punto muerto y
bajó la ventanilla.

-Hola, Carl –saludó-. ¿Qué haces
aquí?

-Te estaba esperando, aunque a punto de darme por
vencido.

Justo entonces, la madre de Toni se despertó y
dijo:

-Hola, ¿es tu novio?

-Mamá, te presento a Carl Osborne. Y no, no es mi
novio.

Con su habitual perspicacia y su no menos habitual falta
de tacto, la anciana replicó:

-Pero a lo mejor le gustaría serlo.

Toni se volvió hacia Carl, que sonreía
abiertamente.

-Te presento a mi madre, Kathleen Gallo.

-Es un placer conocerla, señora Gallo.

-¿Por qué me estabas esperando? -le
preguntó Toni.

-Te he comprado un regalo -dijo él,
enseñándole lo que llevaba en la mano. Era un
cachorro-. Feliz Navidad -añadió, y lo dejó
caer sobre su regazo.

-¡Carl, por el amor de Dios, no seas
ridículo! -Toni cogió el bulto peludo y
trató de devolvérselo, pero él se
apartó del coche al tiempo que levantaba los
brazos.

-¡Ahora es tuyo!

El cachorro era suave y cálido al tacto, y una
parte de ella deseaba estrecharlo contra su pecho, pero
sabía que tenía que deshacerse de él. Se
apeó del coche.

-No quiero una mascota -dijo con firmeza-. Soy una mujer
soltera en un puesto de mucha responsabilidad y tengo a una
anciana a mi cargo, así que no puedo darle a un perro la
atención que necesita.

-Seguro que te las arreglarás.
¿Cómo lo vas a llamar? Carl es un nombre
bonito.

Toni miró al cachorro. Era un pastor
inglés, blanco con manchas grises, de unas ocho semanas.
Podía sostenerlo con una sola mano, aunque saltaba a la
vista que no podría hacerlo por mucho tiempo. El cachorro
la lamió con su lengua áspera y la miró con
ojos suplicantes. Toni sacó fuerzas de
flaqueza.

Se acercó al coche de Carl Osborne y
depositó al cachorro suavemente en el asiento
delantero.

-El nombre se lo pones tú -le dijo-. Yo ya tengo
demasiadas responsabilidades.

-Al menos piénsatelo -suplicó él.
Parecía decepcionado-. Me lo quedo esta noche y
mañana te llamo.

Toni volvió a subirse a su coche.

-Hazme un favor, no me llames.

Puso la primera.

-Eres una mujer despiadada -le espetó mientras
Toni arrancaba.

Por algún motivo, aquel comentario le
llegó al alma. «No soy una mujer despiadada»,
pensó. De pronto, se le llenaron los ojos de
lágrimas. «He tenido que hacer frente a la muerte de
Michael Ross y a una horda de periodistas rabiosos, Kit Oxenford
me ha llamado zorra, mi hermana me ha dejado en la estacada y he
tenido que cancelar las vacaciones que tanta ilusión me
hacían. Me hago responsable de mí misma, de mi
madre y del Kremlin, pero no puedo cargar también con un
cachorro, y punto.»

Entonces se acordó de Stanley y se dio cuenta de
que le daba absolutamente igual lo que dijera Carl
Osborne.

Se secó los ojos con el dorso de la mano y
miró hacia delante, esforzándose por ver algo entre
la nieve que caía formando remolinos. Tras abandonar su
calle, se dirigió a la principal vía de salida de
la ciudad.

-Carl parece un buen hombre -comentó la
señora Gallo.

-Las apariencias engañan, madre. En realidad, es
bastante superficial y mentiroso.

-Nadie es perfecto. A tu edad no debe de ser
fácil encontrar un buen partido.

-Por no decir imposible.

-Y no querrás acabar sola.

Toni sonrió para sus adentros.

-Algo me dice que no lo haré.

El tráfico se iba haciendo menos intenso a medida
que se del centro de la ciudad, y había una gruesa capa de
nieve sobre la calzada. Mientras bordeaba con cautela una serie
de rotondas,Toni se dio cuenta de que un coche la seguía
de cerca. Al mirar por el espejo retrovisor, reconoció al
Jaguar de color claro.

Era Carl Osborne.

Se detuvo en el arcén y él hizo lo
propio.

Toni se apeó del coche y se acercó a su
ventanilla

-¿Qué pasa ahora?

-Soy periodista, Toni -contestó él-. Son
casi las doce, es Nochebuena y tienes que ocuparte de tu anciana
madre, pero aun así te has puesto al volante y pareces
dirigirte al Kremlin. Aquí tiene que haber una buena
historia.

-Mierda -masculló Toni.

DÍA DE NAVIDAD

El Kremlin parecía sacado de un cuento de hadas,
cubierto por el manto de nieve que seguía cayendo
copiosamente sobre sus torres y tejados iluminados. Mientras la
furgoneta con el rótulo de Hibernian Telecom impreso en un
costado se acercaba a la entrada del complejo, Kit se
imaginó por un momento como un valeroso caballero que se
disponía a sitiar el castillo enemigo.

Sintió alivio al llegar. La tormenta se estaba
convirtiendo en una ventisca en toda regla pese a lo que
habían previsto los meteorólogos, y llegar hasta
allí desde el aeródromo les había llevado
más tiempo del previsto. El retraso lo inquietaba. Cada
minuto que pasaba crecían las probabilidades de que
surgiera algún obstáculo capaz de poner en peligro
su elaborado plan.

La llamada de Toni Gallo lo inquietaba. Le había
dejado hablar con Steve Tremlett por temor a que decidiera
presentarse en el Kremlin para averiguar qué estaba
pasando si le ponía un mensaje anunciando la avería
en las líneas. Pero tras escuchar la conversación
entre ambos llegó a la conclusión de que era muy
posible que lo hiciera de todos modos. Lástima que
estuviera en Inverburn y no en un balneario a ochenta
kilómetros de distancia.

La primera barrera de seguridad se levantó y
Elton avanzó hasta quedarse a la altura de la garita.
Había dos guardias en su interior, tal como Kit esperaba.
Elton bajó la ventanilla. Uno de los guardias sacó
la cabeza y dijo:

-Qué alegría veros, chicos.

Kit no conocía a aquel hombre pero, recordando su
conversación con Hamish, se dijo que solo podía ser
William Crawford. Detrás de este estaba el propio
Hamish.

-Es un detalle que hayáis venido en plena
Nochebuena -comentó Willie.

-Gajes del oficio -contestó Elton.

-Sois tres, ¿verdad?

-Cuatro. Falta Ricitos de Oro, que va
detrás.

Se oyó un gruñido en la parte de
atrás de la furgoneta.

-Cuidado con lo que dices, capullo.

Kit reprimió una maldición.
¿Cómo podían ponerse a discutir en un
momento tan crucial?

-Dejadlo ya -murmuró Nigel.

Willie no parecía haber oído
nada.

-Necesito que os identifiquéis, por
favor.

Todos sacaron sus falsas tarjetas de
identificación. Elton las había reproducido a
partir del recuerdo visual de Kit. Rara vez había
averías en las líneas telefónicas,
así que Kit había dado por sentado que
ningún guardia recordaría con exactitud qué
aspecto tenían las tarjetas de identificación de
Hibernian Telecom, pero ahora, mientras aquel hombre escrutaba
las tarjetas como si fueran billetes de cincuenta libras con
aspecto sospechoso, contuvo la respiración.

Willie apuntó los nombres que figuraban en cada
una de las tarjetas y luego las devolvió sin hacer
ningún comentario. Kit apartó la mirada y se
permitió volver a inspirar.

-Seguid hasta la entrada principal -indicó
Willie-. Os podéis guiar por las farolas. -La carretera de
acceso había quedado completamente sepultada bajo la
nieve-. En recepción encontraréis al señor
Tremlett. Él os dirá dónde tenéis que
ir.

La segunda barrera se elevó y Elton
arrancó de nuevo.

Ya estaban dentro.

Kit estaba aterrado. Había infringido la ley
antes, para poner en marcha el chanchullo que le había
costado el puesto, pero entonces no había tenido la
sensación de estar cometiendo un delito, sino más
bien de estar haciendo trampas en el mego, algo que hacía
desde los once años. Pero aquello era un robo material en
toda regla, y podía acabar en la cárcel.
Tragó saliva e intentó concentrarse. Pensó
en la enorme cantidad de dinero que debía a Harry Mac.
Recordó el pánico atroz que había sentido
aquella mañana, cuando Daisy le había sujetado la
cabeza bajo el agua y se había dado por muerto.
Tenía que hacerlo, no le quedaba otra.

-No le busques las pulgas a Daisy -ordenó Nigel a
Elton.

-Solo era una broma -se excusó el
interpelado.

-Carece de sentido del humor.

Si Daisy lo escuchó, no quiso
replicar.

Elton aparcó la furgoneta frente a la puerta
principal y todos se apearon del vehículo. Kit llevaba su
portátil consigo. Nigel y Daisy sacaron varias cajas de
herramientas de la parte trasera de la furgoneta. Elton portaba
un maletín de piel de aspecto lujoso, muy delgado y con un
cierre de latón. «Muy propio de él
-pensó Kit-, aunque un poco exótico para un
técnico de mantenimiento.»

Pasaron entre los leones de piedra del soportal y
entraron en el vestíbulo principal, sutilmente iluminado
por una serie de focos de baja intensidad que acentuaban el aire
litúrgico de la arquitectura victoriana, resaltando las
ventanas con parteluces, los arcos apuntados y las intrincadas
vigas del techo. La penumbra reinante no mermaba en absoluto el
desempeño de las cámaras de seguridad que, como Kit
sabía de sobra, funcionaban con infrarrojos.

En el moderno mostrador de recepción que se
alzaba en el centro del vestíbulo había otra pareja
de guardias, compuesta por Steve Tremlett y una atractiva joven a
la que Kit no reconoció. Se quedó un poco rezagado
respecto al grupo para evitar que Steve lo viera de
cerca.

-Supongo que querréis acceder a la unidad de
procesamiento central -comentó Steve.

-Sí, habría que empezar por ahí
-contestó Nigel. Steve arqueó las cejas al
oír su acento londinense, pero no hizo ningún
comentario.

-Susan os indicará el camino. Yo debo quedarme
junto al teléfono.

La tal Susan lucía el pelo corto y un piercing en
la ceja. Llevaba puesta una camisa con charreteras, corbata al
cuello, pantalones oscuros de sarga y zapatos negros de cordones.
Los recibió con una sonrisa afable y los guió por
un pasillo revestido con paneles de madera oscura.

Una insólita tranquilidad se apoderó de
Kit. Estaba dentro, escoltado por una guardia de seguridad, a
punto de desvalijar el laboratorio de su padre. Un sentimiento
fatalista se apoderó de él. La suerte estaba
echada, y ahora no podía hacer otra cosa que jugar sus
cartas, para bien o para mal.

Entraron en la sala de control.

La estancia estaba más limpia y ordenada de lo
que Kit la recordaba, con todo el cableado oculto y los libros de
registro perfectamente alineados en un estante. Supuso que era
cosa de Toni. También allí había dos
guardias en lugar de uno, sentados a un largo escritorio y
controlando los monitores. Susan los presentó como Don y
Stu. El primero era un hombre de tez oscura, con rasgos indios y
un marcado acento de Glasgow, mientras que el segundo era un
pelirrojo con pecas. Kit no reconoció a ninguno de los
dos. Un guardia de más no suponía ningún
problema grave, se dijo a sí mismo, solo otro par de ojos
a los que ocultar las cosas, otra mente a la que distraer, otra
persona a la que sumir en la apatía.

Susan abrió la puerta de la sala de
máquinas.

-La CPU está aquí dentro.

Instantes después, Kit accedía al
santuario. «¡Esto es pan comido!», pensó
por más que le hubiera costado semanas de
preparación. Tenía ante sí los ordenadores y
otros aparatos que controlaban no solo el funcionamiento de las
líneas telefónicas, sino también la
iluminación, las cámaras de seguridad y las alarmas
de todo el complejo. El mero hecho de haber llegado hasta
allí era toda una hazaña.

-Muchas gracias -le dijo a Susan-. Creo que a partir de
aquí podemos seguir por nuestra cuenta.

-Si necesitáis algo, estaré en
recepción -se ofreció Susan antes de
marcharse.

Kit dejó su portátil sobre un estante y lo
conectó al ordenador que controlaba las líneas
telefónicas. Se acercó una silla y giró el
portátil para que nadie pudiera ver la pantalla desde la
puerta. Notaba la mirada desconfiada y malévola de Daisy
fija en él.

-Vete a la habitación de al lado -le
ordenó-. Y vigila a los guardias.

Daisy lo miró con profundo rencor unos instantes,
pero acató la orden.

Kit respiró hondo. Sabía exactamente lo
que tenía que hacer. Debía trabajar deprisa, pero
sin descuidar ningún detalle.

En primer lugar, accedió al programa que
controlaba las imágenes de las treinta y siete
cámaras del circuito de televisión cerrado.
Comprobó la situación en la entrada al NBS4, donde
reinaba la normalidad. Luego se interesó por el mostrador
de recepción, donde vio a Steve pero no a Susan. Repasando
la señal de otras cámaras, la encontró
patrullando el edificio. Apuntó la hora exacta.

La potente memoria del ordenador almacenaba las
imágenes captadas por las cámaras durante cuatro
semanas antes de reescribirlas. Kit conocía bien el
programa; no en vano lo había instalado. Localizó
las imágenes grabadas por las cámaras del NBS4 el
día anterior a aquella misma hora. Comprobó el
contenido de la grabación, seleccionando aleatoriamente
varios momentos del metraje para asegurarse de que ningún
científico chiflado había estado trabajando en el
laboratorio en mitad de la noche. Pero todas las imágenes
mostraban habitaciones vacías, lo cual era
perfecto.

Nigel y Elton lo observaban en medio de un silencio
tenso.

Entonces pasó las imágenes de la
víspera a los monitores que los guardias tenían
delante.

A partir de aquel instante, cualquiera podía
entrar en el NBS4 y hacer lo que le diera la gana sin que ellos
se enteraran.

Los monitores estaban equipados con interruptores
polarizados capaces de detectar cualquier cambio en la
señal recibida. Si, por ejemplo, esta procedía de
un aparato de vídeo distinto al programado, el sistema
haría saltar la alarma. Sin embargo, aquella señal
no provenía de una fuente externa, sino directamente de la
memoria del ordenador, por lo que el cambio pasaría
inadvertido.

Kit pasó a la sala de control. Daisy se
había desparramado sobre una silla y llevaba su chaqueta
de piel por encima del mono de trabajo de Hibernian Telecom.
Observó las pantallas. Todo parecía normal. El
guardia de tez oscura, Don, lo miró con gesto
inquisitivo.

-¿Hay algún teléfono que funcione
en esta sala? -preguntó Kit para disimular.

-Ninguno -contestó Don.

Sobre el borde inferior de cada pantalla había
una línea de texto que informaba de la fecha y hora
actuales. La hora era correcta en las pantallas que mostraban la
grabación del día anterior -Kit se había
asegurado de eso-, pero la fecha correspondía a la
víspera.

Confiaba en que nadie se fijara en esa incoherencia. Los
guardias consultaban las pantallas buscando algún tipo de
actividad, sin detenerse a leer una información que ya
conocían.

Deseó estar en lo cierto.

Don empezaba a preguntarse a qué venía
aquel súbito interés del técnico de la
compañía telefónica por los monitores de
seguridad.

-¿Le puedo ayudar en algo? -preguntó en
tono desafiante.

Daisy emitió un gruñido y se
removió en la silla, como un perro que huele la
tensión entre humanos.

Justo entonces, el móvil de Kit empezó a
sonar.

Volvió a la sala de máquinas. En la
pantalla de su portátil apareció el mensaje:
«Kremlin llamando a Toni». Supuso que Steve
quería informar a Toni de que el equipo de mantenimiento
había llegado. Decidió pasar la llamada.
Quizá sirviera para tranquilizar a Toni y disuadirla de ir
hasta allí. Presionó un botón y
permaneció a la escucha.

-Soy Toni Gallo. -Estaba en el coche; Kit oía el
ruido del motor.

-Aquí Steve. Ha llegado el equipo de
mantenimiento de Hibernian Telecom.

-¿Han arreglado el problema?

-Acaban de empezar. Espero no haberte
despertado.

-No, no estoy durmiendo. Voy de camino hacia
ahí.

Kit soltó una maldición. Aquello era justo
lo que temía.

-No tienes por qué hacerlo, de verdad -repuso
Steve.

«¡Bien dicho!», pensó
Kit.

-Quizá no -replicó ella-, pero me
quedaré más tranquila si lo hago.

«¿Cuánto tardarás en
llegar?», pensó Kit.

Steve tuvo la misma idea.

-¿Dónde estás ahora?

-A pocos kilómetros, pero las carreteras
están fatal y no puedo ir a más de treinta por
hora.

-¿Has cogido el Porsche?

-Sí.

-Esto es Escocia, Toni. Deberías haberte comprado
un Land Rover.

-No, debería haberme comprado un carro de
combate.

«Venga -pensó Kit-, ¿cuánto
vas a tardar?»

Toni contestó a su pregunta:

-Tardaré por lo menos media hora en llegar,
quizá incluso una hora.

Colgaron, y Kit masculló una
maldición.

Trató de tranquilizarse. La visita de Toni no
tenía por qué ser el fin. No había manera
humana de que supiera lo que estaba ocurriendo. Nadie
sospecharía que algo iba mal hasta que hubieran pasado
varios días. Aparentemente, lo único fuera de lo
común era aquella avería en las líneas
telefónicas, que un equipo de mantenimiento se
habría encargado de reparar para cuando ella llegara.
Hasta que los científicos volvieran al trabajo, nadie se
daría cuenta de había habido un robo en el
NBS4.

Su gran temor era que Toni lo reconociera pese al
disfraz. Parecía otra persona, se había quitado los
objetos personales que podían delatarlo y sabía
cambiar su tono de voz forzando el acento escocés, pero la
muy zorra tenía el olfato de un sabueso y Kit no
podía arriesgarse a que lo descubriera. Si se presentaba
allí antes de que se hubieran marchado, haría todo
lo posible por evitarla y dejaría que Nigel hablara con
ella. Aun así, las probabilidades de que algo fuera mal se
multiplicarían por diez.

Pero no podía hacer nada al respecto, excepto
darse prisa.

El siguiente paso era introducir a Nigel en el
laboratorio sin que ninguno de los guardias lo viera. El problema
en este caso eran las patrullas. Cada hora, uno de los guardias
de recepción hacía una ronda por el edificio
siguiendo una ruta específica y tardaba veinte minutos en
completar el recorrido. Una vez que el guardia de turno hubiera
pasado por delante del NBS4, tenían una hora para trabajar
a sus anchas.

Kit había visto a Susan haciendo la ronda minutos
antes, cuando había conectado su portátil al
programa de vigilancia. Consultó la pantalla de
recepción y la vio sentada con Steve detrás del
mostrador, lo que significaba que había concluido su
ronda. Kit consultó el reloj. Tenía un margen de
treinta minutos antes de que volviera a iniciar la
ronda.

Kit había manipulado las cámaras del
laboratorio de alta seguridad, pero seguía habiendo una
cámara por fuera de este que mostraba la entrada al NBS4.
Abrió la grabación del día anterior y la
pasó hacia delante. Necesitaba media hora de tranquilidad,
sin nadie pasando por delante de la pantalla. Detuvo la imagen en
el punto en que aparecía el guardia que hacía la
ronda. Empezando por el momento en que este abandonaba la
pantalla, pasó las imágenes de la víspera en
el monitor de la sala contigua. Lo único que Don y Stu
verían a lo largo de la siguiente hora, o hasta que Kit
restableciera el funcionamiento normal del sistema, sería
un pasillo vacío. Aquella pantalla mostraría no
solo la fecha sino también la hora equivocada, pero una
vez más confiaba en que los guardias no se fijaran en ese
detalle.

Miró a Nigel.

-En marcha.

Elton se quedó en la sala de máquinas para
asegurarse de que nadie tocaba el portátil.

Al cruzar la sala de control, Kit le dijo a
Daisy:

-Nos vamos a la furgoneta, a coger el nanómetro.
Tú quédate aquí.

En la furgoneta no había nada remotamente
parecido a un nanómetro, pero Don y Stu no lo
sabían.

Daisy rezongó y apartó la mirada. No se le
daba muy bien disimular. Kit deseó que los guardias se
limitaran a pensar que tenía mal genio.

Kit y Nigel se dirigieron rápidamente al NBS4.
Kit pasó la tarjeta magnética de su padre por el
escáner y presionó el índice de la mano
derecha sobre la pantalla táctil. Esperó mientras
el ordenador central cotejaba la información de la
pantalla con la de la tarjeta. Se fijó en que Nigel
llevaba consigo el elegante maletín de piel granate de
Elton.

La luz que había por encima de la puerta
seguía empecinadamente roja. Nigel miró a Kit con
ansiedad. Este no podía creer que su plan no funcionara.
El chip contenía los detalles codificados de su propia
huella dactilar, lo había comprobado. ¿Qué
podía ir mal?

Justo entonces, una voz femenina dijo a sus
espaldas:

-Me temo que no podéis entrar
ahí.

Kit y Nigel se dieron la vuelta. Susan estaba justo
detrás de ellos, el gesto afable pero receloso.
«Debería estar en recepción»,
pensó Kit, presa del pánico. Se suponía que
no empezaba una nueva ronda hasta que hubiera pasado media
hora.

A menos que Toni Gallo hubiese ordenado redoblar no solo
el número de guardias, sino también las
rondas.

Justo entonces se oyó una campanilla similar a un
timbre. Se volvieron los tres hacia la luz que había por
encima de la puerta. Había cambiado a verde, y la pesada
puerta de seguridad se abría lentamente, pivotando sobre
bisagras motorizadas.

-¿Cómo habéis abierto la puerta?
-preguntó Susan. Ahora había temor en su
voz.

Involuntariamente, Kit miró la tarjeta robada que
descansaba en su mano.

Susan siguió su mirada.

-¿De dónde habéis sacado ese pase?
-preguntó, sin salir de su asombro.

Nigel se movió en su dirección.

Susan dio media vuelta y echó a
correr.

Nigel fue tras ella, pero la doblaba en edad.
«Nunca la cogerá», pensó Kit.
Gritó de rabia. ¿Cómo podía haberse
torcido todo en tan poco tiempo?

Entonces Daisy salió al pasillo que
conducía a la sala de control.

Kit nunca pensó que se alegraría de ver su
fea cara.

No pareció sorprenderle lo más
mínimo la escena con la que se encontró: la guardia
corriendo hacia ella, Nigel siguiéndola, Kit petrificado
en la retaguardia. Fue entonces cuando este se dio cuenta de que
Daisy habría estado observando cuanto ocurría en
los monitores de la sala de control. Habría visto a Susan
saliendo de recepción y, habiéndose percatado del
peligro, se había puesto en marcha.

Susan vio a Daisy y vaciló un momento, pero
siguió corriendo hacia delante, al parecer decidida a
embestirla.

Un amago de sonrisa afloró a los labios de Daisy.
Tomó impulso llevando el brazo hacia atrás y
hundió el puño enguantado en el rostro de Susan. El
golpe produjo un sonido asqueroso, como si alguien hubiera dejado
caer un melón sobre un suelo embaldosado. Susan se
desplomó como si se hubiera empotrado contra una pared.
Daisy se frotó los nudillos, complacida.

Susan se incorporó de rodillas. Respiraba con
dificultad, sorbiendo la sangre que le manaba de la nariz y la
boca. Daisy sacó del bolsillo de la chaqueta una porra
flexible de unos veinte centímetros de largo, fabricada,
supuso Kit, con bolas de acero metidas en una funda de piel.
Daisy alzó el brazo.

-¡No! -gritó Kit.

Daisy aporreó a Susan en la cabeza. La guardia
cayó al suelo sin emitir sonido alguno.

-¡Déjala! -chilló Kit.

Daisy levantó el brazo para volver a golpear a
Susan, pero Nigel se adelantó y le cogió la
muñeca.

-No hay por qué matarla -dijo.

Daisy retrocedió a
regañadientes.

-¡Pirada de mierda! -gritó Kit-.
¡Conseguirás que nos condenen a todos por
homicidio!

Daisy miró el guante marrón claro de su
mano derecha. Había sangre en los nudillos. La
lamió a conciencia.

Kit no podía apartar los ojos de la mujer que
yacía inerte en el suelo. La mera visión de su
cuerpo postrado le resultaba repugnante.

-¡Esto no tenía que haber pasado! -dijo,
alarmado-, ¿Ahora qué hacemos con ella?

Daisy se alisó la peluca rubia.

-Atarla y esconderla en algún sitio.

Kit empezó a reaccionar tras la
consternación que le había producido aquel
súbito estallido de violencia.

-Vale -dijo-. La pondremos en el NBS4. Los guardias no
pueden entrar allí.

-Arrástrala hasta el laboratorio -ordenó
Nigel a Daisy-. Yo buscaré algo con lo que atarla
-añadió, y entró en uno de los despachos que
daban al pasillo.

El móvil de Kit empezó a sonar.
Decidió no cogerlo. Utilizó la tarjeta para volver
a abrir la puerta, que se había cerrado
automáticamente. Daisy cogió un extintor rojo y lo
usó para mantener la puerta entreabierta.

-No puedes hacer eso; saltará la alarma.
Quitó el extintor.

Daisy lo miraba con gesto incrédulo.

-¿Que la alarma salta si dejas una puerta
abierta?

-¡Sí! -replicó Kit con impaciencia-.
En los laboratorios hay una cosa llamada sistema de tratamiento
del aire. Lo sé porque instalé las alarmas con mis
propias manos. ¡Y ahora cierra el pico y haz lo que se te
ordena!

Daisy rodeó el pecho de Susan con los brazos y la
arrastro sobre la moqueta. Nigel salió del despacho
cargando un largo trozo de cable eléctrico. Entraron todos
en el NBS4 y la puerta se cerró tras ellos.

Estaban en una pequeña antesala desde el que se
accedía a los vestuarios. Daisy apoyó a Susan
contra la pared debajo de un autoclave que permitía
esterilizar los objetos antes de sacarlos del laboratorio
mientras Nigel la ataba de pies y manos con el cable
eléctrico.

El teléfono de Kit dejó de
sonar.

Salieron los tres al exterior. Para salir no
hacía falta la tarjeta; la puerta se abría con solo
pulsar un botón verde empotrado en la pared.

Kit se esforzaba por anticiparse a los acontecimientos.
Todo su plan se había venido abajo. Ahora era imposible
que el robo pasara inadvertido.

-No tardarán en notar la ausencia de Susan -dijo,
obligándose a conservar la calma-. Don y Stuart
verán que ha desaparecido de los monitores. Y si ellos no
lo hacen, Steve se dará cuenta de que algo va mal cuando
no vuelva de su ronda en el tiempo previsto. Sea como sea, no
podemos entrar en el laboratorio y volver a salir antes de que
den la voz de alarma. ¡Mi plan se ha ido a la
mierda!

-Tranquilízate -dijo Nigel-. Todo irá
bien, siempre que no te dejes vencer por el pánico. Lo
único que tenemos que hacer es encargarnos de los
demás guardias, tal como lo hemos hecho con
ella.

El móvil de Kit volvió a sonar. Sin su
ordenador no podía saber quién estaba
llamando.

-Seguramente es Toni Gallo -dijo-. ¿Qué
hacemos si se presenta aquí? ¡No podemos fingir que
no pasa nada con todos los guardias atados!

-Muy sencillo: nos encargaremos de ella en cuanto
llegue.

El móvil seguía sonando.

12.30

Toni avanzaba a quince kilómetros por hora,
echada sobre el volante para poder escudriñar la nieve
cegadora e intentar adivinar el trazado de la carretera. Los
faros del coche alumbraban una nube de grandes y blandos copos de
nieve que parecían llenar el universo. Llevaba tanto
tiempo forzando la vista que le escocían los ojos como si
les hubiera entrado jabón.

Su móvil se convertía en un manos libres
cuando lo insertaba en el soporte del salpicadero. Llamó
al Kremlin, pero no obtuvo respuesta.

-Me parece que no hay nadie -observó su
madre.

«Los de la compañía
telefónica habrán desconectado todas las
líneas», pensó Toni.
¿Funcionarían las alarmas? ¿Y si pasaba algo
grave mientras estaban sin línea? Con una mezcla de
angustia y frustración, presionó un botón
para poner fin a la llamada.

-¿Dónde estamos? -preguntó la
señora Gallo.

-Buena pregunta. -Toni conocía aquella carretera,
pero apenas la veía. Tenía la impresión de
llevar siglos al volante. De vez en cuando echaba un vistazo a
los lados, en busca de algún punto de referencia.
Creyó reconocer una casa de piedra con una
característica verja de hierro forjado que, si no le
fallaba la memoria, quedaba a unos tres kilómetros del
Kremlin. Eso la animó-. En quince minutos habremos
llegado, madre -anuncio.

Miró por el espejo retrovisor y vio los faros que
la habían acompañado desde Inverburn. El pesado de
Carl Osborne la seguía obstinadamente en su Jaguar, a su
mismo paso de tortuga. En otras circunstancias habría
disfrutado dándole esquinazo.

¿Estaría perdiendo el tiempo? Nada le
gustaría más que llegar al Kremlin y encontrarlo
todo en perfecto estado de revista: los teléfonos
reparados, las alarmas funcionando, los guardias aburridos y
soñolientos. Entonces se iría a casa, se
metería en la cama y pensaría en su cita del
día siguiente con Stanley.

Por lo menos disfrutaría viendo la cara de Carl
Osborne cuando se diera cuenta de que había conducido
durante horas bajo la nieve, en plena Nochebuena, para cubrir la
noticia de una avería telefónica.

Parecían estar en un tramo recto de la carretera,
y se arriesgó a pisar el acelerador. Pero el trazado de la
calzada no tardó en cambiar, y de pronto se
encontró ante una curva a la derecha. No podía usar
los frenos por temor a derrapar, así que puso una marcha
más corta y mantuvo el pie en el acelerador mientras
tomaba la curva. La parte de atrás del Porsche
quería irse por su cuenta, lo notaba, pero los anchos
neumáticos traseros se mantuvieron firmes.

Dos faros se le acercaban por detrás, y para
variar había ahora sus buenos cien metros de distancia
entre los dos vehículos. Hacia delante no había
mucho que ver: una capa de nieve de unos veinte
centímetros de grosor en el suelo, un muro de
mampostería a su izquierda, una colina blanca a su
derecha. Toni se dio cuenta de que el coche de atrás
avanzaba a bastante velocidad.

Recordaba aquel tramo de carretera. Era una larga y
amplia curva que bordeaba la colina describiendo un ángulo
de noventa grados, pero se las arregló para no salirse de
su carril. El otro coche no tuvo tanta suerte.

Toni vio cómo derrapaba hasta el centro de la
calzada, y pensó: «Idiota, has frenado en plena
curva y se te ha ido el coche».

No bien lo había pensado, se percató
horrorizada de que el otro vehículo venía derecho
hacia ella.

El coche cruzó la calzada y parecía a
punto de embestirla por un costado. Era un utilitario con cuatro
hombres en su interior. Se reían a carcajadas, y le
bastó la fracción de segundo en que pudo mirarlos
para saber que eran jóvenes juerguistas demasiado
borrachos para darse cuenta del peligro que
corrían

-¡Cuidado! -gritó
inútilmente.

El morro del Porsche estaba a punto de empotrarse contra
el lateral del utilitario, que derrapaba sin control. Toni se
dejó guiar por sus reflejos. Sin pensarlo, pegó un
volantazo a la izquierda. El morro del coche giró en esa
dirección. Casi simultáneamente, pisó el
acelerador. El coche saltó hacia delante y derrapó.
Por unos segundos, se situó en paralelo con el utilitario,
a escasos centímetros de distancia.

El Porsche estaba escorado hacia la izquierda y se
deslizaba hacia delante. Toni giró el volante para
corregir el desvío y rozó muy suavemente el
acelerador. El coche se enderezó y los neumáticos
se agarraron a la carretera.

Pensó que el utilitario se daría con su
guardabarros trasero. Luego pensó que la esquivaría
por poco. Entonces oyó un golpe metálico, sonoro
pero superficial, y se dio cuenta de que le habían dado en
el parachoques.

No había sido un golpe fuerte, pero sí lo
bastante para desestabilizar el Porsche, cuya cola se
desvió hacia la izquierda, de nuevo fuera de control. Toni
pegó un volantazo hacia ese mismo lado para tratar de
corregir el derrape, pero antes de que la medida surtiera el
efecto deseado el coche se empotró contra el muro de
piedra que se alzaba al borde de la carretera. Se oyó un
gran estruendo y un sonido de cristales rotos. El coche se
detuvo.

Toni se volvió hacia su madre. Esta miraba
fijamente hacia delante, boquiabierta y desconcertada, pero
ilesa. Toni suspiró de alivio, y entonces se acordó
de Osborne.

Miró por el espejo retrovisor, temerosa de que el
utilitario se estrellara contra el Jaguar del periodista. En su
campo de visión aparecieron los faros traseros del
utilitario, de color rojo y los faros delanteros del Jaguar,
blancos. Entonces el utilitario coleó y el Jaguar
giró bruscamente hacia el borde de la carretera. El
utilitario enderezó el rumbo y pasó de
largo.

El Jaguar se detuvo y el coche repleto de jóvenes
borrachos se perdió en la noche. Seguramente
seguían riéndose.

La señora Gallo dijo con voz
temblorosa:

-He oído un golpe. ¿Nos han
dado?

-Sí -contestó Toni-. Suerte tenemos de que
no haya sido peor.

-Creo que deberías conducir con más
prudencia- observó la anciana.

12.35

Kit trataba de dominar el pánico. Su brillante
plan se había venido abajo como un castillo de naipes.
Ahora era imposible que el robo pasara desapercibido, tal como
había planeado, hasta que el personal del laboratorio
volviera al trabajo después de las vacaciones. Como mucho,
seguiría siendo un secreto hasta las seis de la
mañana de aquel mismo día, cuando llegara el
siguiente turno de guardias. Pero si Toni Gallo iba hacia el
Kremlin, el tiempo disponible era incluso menor.

Si su plan hubiera funcionado correctamente no
habría habido necesidad de recurrir a la violencia. Ni
siquiera ahora resultaba estrictamente necesaria, pensaba con
impotente frustración. Podían haber apresado y
atado a la guardia sin hacerle daño. Por desgracia, Daisy
no podía resistirse a ejercer la violencia. Kit deseaba
con todas sus fuerzas que pudieran neutralizar a los demás
guardias sin más derramamiento de sangre.

Mientras se dirigían corriendo a la sala de
control, Nigel y Daisy empuñaron sendas pistolas. Kit los
miró horrorizado.

-¡Habíamos dicho que nada de armas!
-protestó.

-Menos mal que no te hicimos caso -replicó
Nigel.

Se detuvieron frente a la puerta. Kit miraba las armas
de hito en hito, sumido en el estupor. Eran pequeñas
pistolas automáticas con gruesas culatas.

-Esto nos hace culpables de robo a mano armada, lo
sabéis, ¿verdad?

-Solo si nos cogen. -Nigel giró la
empuñadura y abrió la puerta de una
patada.

Daisy irrumpió en la habitación
gritando:

-¡Al suelo los dos! ¡Al suelo, he
dicho!

Hubo un instante de vacilación, mientras los dos
guardias de seguridad pasaban de la perplejidad y el desconcierto
al temor, pero enseguida obedecieron.

Kit se sentía impotente. Su intención era
entrar primero en la sala y decirles «Por favor, mantened
la calma y haced lo que se os dice, y no os pasará
nada». Pero había perdido el control. Ahora no
podía hacer nada excepto seguir los acontecimientos y
hacer todo lo que estuviera en su mano para impedir que las cosas
se acabaran de torcer.

Elton asomó por la puerta de la sala de
máquinas. Un vistazo le bastó para comprender lo
ocurrido.

-¡Boca abajo, las manos en la espalda, los ojos
cerrados! -gritó Daisy a los guardias-. ¡Daos prisa
si no queréis que os vuele los huevos!

Los guardias obedecieron sin rechistar, pero aun
así Daisy pateó el rostro de Don con su pesada
bota. El hombre soltó un grito y se encogió de
dolor, pero no se movió del suelo.

Kit se interpuso entre Daisy y los guardias.

-¡Basta ya! -gritó.

Elton movía la cabeza en señal de
negación, estupefacto.

-Esta tía está como una puta
cabra.

El alegre sadismo de Daisy asustaba a Kit, pero se
obligó a mirarla a los ojos. Había demasiado en
juego para dejar que lo echara todo a perder.

-¡Escúchame! -le gritó-.
Todavía no estamos en el laboratorio, y a este paso nunca
llegaremos. Si quieres presentarte ante tu cliente a las diez con
las manos vacías, vas por buen camino. -Daisy
volvió la espalda a su dedo acusador, pero él la
siguió-. ¡Basta de violencia!

Nigel se puso de su parte.

-Tómatelo con calma, Daisy -le aconsejó-.
Haz lo que él dice. A ver si consigues atar a estos dos
sin romperles el cráneo de una patada.

-Los pondremos con la chica -indicó
Kit.

Daisy ató las manos de los guardias con cable
eléctrico, y luego Nigel y ella los hicieron salir de la
habitación a punta de pistola. Elton se quedó
atrás, controlando los monitores y vigilando a Steve, que
seguía en recepción. Kit siguió a los
prisioneros hasta el NBS4 y abrió la puerta. Dejaron a Don
y Stu en el suelo, junto a Susan, y les ataron los tobillos. Don
tenía una herida en la frente que sangraba profusamente.
Susan parecía consciente pero aturdida.

-Queda uno -recordó Kit mientras salían-.
Steve, en el vestíbulo principal. ¡Y no os
paséis ni un pelo!

Daisy emitió un gruñido a modo de
respuesta.

-Kit, trata de no decir nada más sobre el cliente
y nuestra cita de las diez delante de los guardias -le
advirtió Nigel-. Si les cuentas demasiado, quizá
nos veamos obligados a matarlos.

Solo entonces cayó Kit en la cuenta de lo que
había hecho. Se sintió como un perfecto
imbécil.

Su móvil empezó a sonar.

-Puede que sea Toni -dijo-. Voy a
comprobarlo.

Volvió corriendo a la sala de máquinas. La
pantalla de su portátil mostraba el mensaje: «Toni
llamando al Kremlin». Pasó la llamada al
teléfono de recepción y permaneció a la
escucha.

-Hola, Steve. Soy Toni. ¿Alguna
novedad?

-Los de mantenimiento siguen aquí.

-Por lo demás, ¿va todo bien?

Con el teléfono pegado al oído, Kit
pasó a la sala de control y se puso detrás de Elton
para ver a Steve por el monitor.

-Sí, eso creo. Susan Mackintosh ya debería
haber vuelto de su ronda, pero a lo mejor ha ido al
lavabo.

Kit soltó una maldición.

-¿Cuánto hace que debería haber
vuelto?

En el monitor en blanco y negro, se vio a Steve
consultando su reloj de muñeca.

-Cinco minutos.

-Dale cinco más y luego ve a buscarla.

-De acuerdo. ¿Dónde
estás?

-No muy lejos, pero acabo de tener un accidente. Un
coche lleno de borrachos me ha dado por detrás.

«Lástima que no te mataran»,
pensó Kit.

-¿Estás bien? -preguntó
Steve.

-Perfectamente, pero mi Porsche no tanto. Por suerte,
venía otra persona detrás de mí, y ahora
vamos hacia ahí en su coche.

«¿Quién coño
será?», se preguntó Kit.

-Mierda -dijo en voz alta-. Lo que faltaba.

-¿Cuándo llegarás?

-En veinte minutos, quizá treinta.

Kit sintió que le flaqueaban las piernas y fue a
sentarse en la silla del guardia. ¡Veinte minutos, treinta
como mucho! ¡Necesitaba veinte minutos solo para vestirse
antes de entrar en el NBS4!

Toni se despidió y colgó el
teléfono.

Kit cruzó la sala de control a toda prisa y
enfiló el pasillo.

-Estará aquí en veinte o treinta minutos
-anunció-. Y viene alguien más con ella, no
sé quién. Hay que darse prisa.

Recorrieron el pasillo a la carrera. Daisy, que iba
delante, entro de sopetón en el gran vestíbulo
principal gritando:

-¡Al suelo!

Kit y Nigel entraron justo después de ella y
frenaron en seco. La habitación estaba
desierta.

-Mierda -dijo Kit.

Veinte segundos antes, Steve estaba detrás del
mostrador. No podía haber ido lejos. Kit miró a su
alrededor en medio de la penumbra reinante. Sus ojos recorrieron
las sillas dispuestas para las visitas, la mesa de centro sobre
la que descansaban revistas científicas, el expositor con
folletos sobre Oxenford Medical la vitrina con maquetas de
complejas estructuras moleculares. Alzó la vista hasta el
esqueleto débilmente iluminado de la bóveda de
abanico, como si Steve pudiera estar escondido entre las
nervaduras de las vigas.

Nigel y Daisy corrían por los pasillos adyacentes
al vestíbulo, abriendo todas las puertas que encontraban a
su paso.

Dos pequeñas siluetas, masculina y femenina,
recortadas sobre una puerta llamaron la atención de Kit.
Los lavabos. Cruzó el vestíbulo a la carrera. Un
corto pasillo conducía a los lavabos de hombres y mujeres.
Kit entró en el primero. Parecía
vacío.

-¿Señor Tremlett? -preguntó, y
empezó a abrir las puertas de todos los cubículos.
No había nadie.

Al salir, vio a Steve regresando al mostrador de
recepción. Habría entrado en el lavabo de
señoras en busca de Susan, comprendió
entonces.

Steve oyó los pasos de Kit y se dio la
vuelta.

-¿Me buscaba?

-Sí. -Kit se dio cuenta de que no podía
apresar a Steve sin ayuda. Era más joven y atlético
que el guardia, pero este tenía treinta y pocos
años, estaba en buena forma y no se rendiría sin
luchar-. Quería pedirle un favor -dijo Kit, intentando
ganar tiempo. Forzó su acento escocés para
asegurarse de que Steve no reconocía su voz.

El guardia levantó la solapa del mostrador y
entró en el recinto ovalado.

-¿De qué se trata?

-Un segundo, por favor. -Kit se dio la vuelta y
gritó-: ¡Eh, volved aquí!

Steve parecía alarmado.

-¿Qué ocurre? No tendríais que
andar merodeando por el edificio.

-Se lo explicaré enseguida.

Steve lo miró con gesto severo, el ceño
fruncido:

-¿Había venido por aquí
antes?

Kit tragó saliva.

-No, nunca.

-Pues su cara me resulta familiar.

Kit tenía un nudo en la garganta que apenas le
permitía articular palabra.

-Soy del equipo de mantenimiento.

«¿Dónde estaban los
demás?»

-Esto no me gusta nada.

Steve descolgó el teléfono del
mostrador.

¿Dónde se habían metido Nigel y
Daisy? Kit los llamó de nuevo:

-¡Eh, vosotros dos, volved aquí!

Steve marcó un número y el móvil de
Kit empezó a sonar en su bolsillo. Steve lo oyó.
Frunció el ceño, pensativo,y de pronto se le
desencajó el rostro con una mezcla de estupor e
incredulidad.

-¡Habéis manipulado los
teléfonos!

-Mantenga la calma y no le pasará nada -le
advirtió Kit. No bien lo había dicho, se
percató de su error: acababa de confirmar las sospechas de
Steve.

Este reaccionó con rapidez. Saltó con
agilidad por encima del mostrador y echó a correr hacia la
puerta.

-¡Alto! -gritó Kit.

Steve tropezó, cayó al suelo y se
levantó de nuevo.

Daisy entró corriendo en el vestíbulo, vio
a Steve y se precipitó hacia la puerta para cortarle el
paso.

Steve se dio cuenta de que no llegaría a la
puerta, así que enfiló el pasillo que llevaba al
NBS4.

Daisy y Kit fueron tras él.

Steve corría con todas sus fuerzas por el largo
pasillo. Kit recordó que al fondo de éste
había una puerta que daba a la parte trasera del edificio.
Si Steve lograba salir, no sería fácil cogerlo.
Daisy iba bastante por delante de Kit, balanceando los brazos
vigorosamente como una velocista, y éste recordó
sus poderosos hombros en la piscina. Pero Steve corría
como alma que lleva el diablo, y la distancia que lo separaba de
sus perseguidores aumentaba por momentos. Iba a
escapar.

Entonces, justo cuando Steve estaba a punto de pasar por
delante de la puerta que llevaba a la sala de control, Elton
salió al pasillo. El guardia iba demasiado deprisa para
intentar esquivarlo. Elton le puso la zancadilla, y Steve
salió volando.

En el instante en que el guardia se dio de bruces en el
suelo, Elton cayó sobre él, aprisionando su cintura
entre las rodillas, y le puso el cañón de la
pistola en la mejilla.

-No te muevas y no te volaré la cara -dijo.
Sonaba tranquilo pero convincente.

Steve permaneció inmóvil.

Elton se levantó, sin dejar de apuntar a
Steve.

-A ver si aprendes -le espetó a Daisy-. Ni una
gota de sangre.

La interpelada lo miró con
desdén.

Nigel llegó corriendo.

-¿Qué ha pasado?

-¡Déjalo! -dijo Kit a voz en grito-.
¡Vamos fatal de tiempo!

-¿Y qué pasa con los dos guardias de la
garita? -replico Nigel.

-¡Olvídalos! No saben lo que ha pasado
aquí, y no es probable que lo averigüen. Se pasan
toda la noche en la garita. -Señalando a Elton,
añadió-: Coge mi portátil y espéranos
en la furgoneta. -Luego se volvió hacia Daisy-. Trae a
Steve, átalo en el NBS4 y espera en la furgoneta.
¡Tenemos que entrar en el laboratorio ahora
mismo!

12.45

De vuelta en el granero, Sophie sacó una botella
de vodka.

La madre de Craig había ordenado que apagaran las
luces a medianoche, pero no había vuelto para comprobar si
le obedecían, así que los jóvenes
seguían sentados delante de la tele, viendo una vieja
película de terror. La hermana de Craig, Caroline,
acariciaba un ratón blanco y fingía un
desinterés por la película que estaba lejos de
sentir. Su primo pequeño,Tom, se estaba pegando un
atracón de chocolate e intentando no quedarse dormido. La
sensual Sophie fumaba en silencio. Craig se debatía entre
el sentimiento de culpa por el Ferrari abollado y el impulso de
besarla a la menor oportunidad. El escenario no era todo lo
romántico que cabría esperar, pero era poco
probable que las circunstancias mejoraran.

Se sorprendió al ver la botella de vodka. Pensaba
que Sophie solo estaba presumiendo cuando hablaba de
cócteles. Pero había subido la escalera que
conducía a la habitación del pajar, donde estaba su
mochila, y había bajado con una botella mediada de
Smirnoff.

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