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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-¿Quién quiere probar?
-preguntó.

Todos querían.

En lugar de copas, tenían vasos de
plástico decorados con dibujos de Winnie the Pooh,Tigger y
Eeyore. Había una nevera con refrescos y hielo. Tom y
Caroline mezclaron su vodka con Coca-Cola. Craig no sabía
muy bien qué hacer, así que imitó a
Sophíe y se lo bebió solo con un poco de hielo. El
sabor era amargo, pero ]e gustó la sensación de
calor que producía al bajar por la garganta

La película no estaba en su momento más
álgido.

-¿Ya sabes qué te van a regalar en
Navidad? -preguntó Craig a Sophie.

-Dos pletinas y una mezcladora, para pinchar discos.
¿Y tú?

-Snowboard con los amigos. Unos colegas se van a Val
d"Isere en Semana Santa pero cuesta una pasta, así que me
lo he pedido de regalo. ¿Quieres ser
pinchadiscos?

-Creo que no se me daría mal.

-Pero ¿estás pensando en dedicarte a ello
profesionalmente?

-Yo qué sé. -Sophie lo miró con
sarcasmo-. ¿Y tú a qué piensas dedicarte
profesionalmente? -preguntó, recalcando esta última
palabra.

-No logro decidirme. Me encantaría jugar al
fútbol profesional, pero te tienes que retirar antes de
cumplir los cuarenta, y tampoco sé si soy lo bastante
bueno. Lo que realmente me gustaría es ser
científico, como el abuelo.

-Un poco aburrido, ¿no?

-¡Qué va! ¡Inventa nuevas medicinas
que son una pasada, es su propio jefe, gana pasta por un tubo y
tiene un Ferrari F50! ¿Qué tiene eso de
aburrido?

Sophie se encogió de hombros.

-No me importaría tener su coche -observó
con una risita-. Si no fuera por la abolladura.

Craig ya no se inquietaba al pensar en el daño
que había hecho al coche de su abuelo. Se sentía
relajado y libre de preocupaciones. Jugueteó con la idea
de besar a Sophie allí mismo, sin importarle los
demás. Lo único que le impidió hacerlo fue
la posibilidad de que ella lo rechazara delante de su hermana, lo
que habría sido humillante.

Deseó comprender a las chicas. Nadie le explicaba
nunca nada. Su padre seguramente sabía todo lo que
había que saber. Parecía caerle bien a todas las
mujeres, pero Craig no entendía or qué, y cuando se
lo preguntaba su padre se limitaba a reír. En uno de los
escasos momentos de intimidad que había compartido con su
madre en los últimos tiempos, le había preguntado
qué era lo que atraía a las chicas en un hombre.
«La amabilidad», le había contestado ella, lo
que era a todas luces una patraña. Cuando las camareras y
dependientas reaccionaban a los encantos de su padre sonriendo y
ruborizándose antes de alejarse con un inconfundible
contoneo de caderas, no era porque pensasen que era amable, eso
lo tenía claro. Pero ¿por qué era? Todos los
amigos de Craig tenían teorías infalibles sobre las
reglas de la atracción sexual, todas ellas distintas. Unos
sostenían que a las chicas les gustaban los tipos duros
que les decían lo que tenían que hacer; otros que
solo se interesaban por los cachas, los guaperas o los que
tenían pasta. Craig estaba seguro de que todos se
equivocaban, pero no tenía ninguna teoría
propia.

Sophie apuró el vaso.

-¿Otra ronda?

Todos se apuntaron.

Craig empezó a darse cuenta de que, en realidad,
la película era desternillante.

-¡Anda que no se nota que ese castillo es de
cartón piedra! -comentó riendo entre
dientes.

-Y todo el mundo va maquillado y peinado como en los
años sesenta, aunque se supone que la cosa está
ambientada en la Edad Media -apuntó Sophie.

Entonces Caroline dijo:

-Me muero de sueño.

Se levantó, subió la escalera con cierta
dificultad y desapareció de vista.

«Primera baja de la noche -pensó Craig-.
Solo queda uno.» Quizá no tuviera que descartar del
todo la posibilidad de una escena romántica.

La vieja hechicera de la película tenía
que bañarse en la sangre de una virgen para recuperar la
juventud perdida. La escena de la bañera era una hilarante
mezcla de provocación sexual y casquería que
arrancó carcajadas a Craig y Sophie.

-Creo que voy a vomitar -dijo Tom de pronto.

-¡No! -Craig se levantó de un brinco. Se
sintió ligeramente mareado, pero enseguida recuperó
el equilibrio-. Al baño deprisa -ordenó.
Cogió a Tom por el brazo y lo
acompañó.

Tom empezó a vomitar segundos antes de alcanzar
el váter.

Craig sorteó la mancha que había quedado
en el suelo y guió a su hermano hasta la taza. Tom
seguía vomitando. Craig lo sostenía por los hombros
y procuraba no respirar. «Adiós al ambiente
romántico», pensó.

Sophie apareció en el umbral.

-¿Se encuentra bien?

-Sí. -Craig imitó el tono redicho de un
maestro de escuela-. Una imprudente combinación de
chocolate, vodka y sangre virginal.

Sophie soltó una carcajada. Luego, para sorpresa
de Craig, cogió un buen trozo de papel higiénico,
se arrodilló y empezó a limpiar el suelo
embaldosado.

Tom se incorporó.

-¿Ya está? -le preguntó
Craig.

Tom asintió.

-¿Seguro?

-Seguro.

Craig tiró de la cadena.

-Ahora cepíllate los dientes.

-¿Por qué?

-No querrás que te apeste la boca.

Tom se cepilló los dientes.

Sophie tiró un puñado de papel dentro del
váter y cogió un poco más.

Craig salió con Tom del cuarto de baño y
lo acompañó hasta su cama plegable.

-Quítate esa ropa -le dijo, mientras abría
la pequeña de Tom y sacaba un pijama de Spiderman. Tom se
lo puso y se metió en la cama. Craig lo
arropó.

Siento haber vomitado -se disculpó
Tom.

Pasa en las mejores familias -dijo Craig-.
Olvídalo.

Estiró la manta hasta la barbilla de
Tom.

-Dulces sueños.

Volvió al cuarto de baño. Sophie
había limpiado el suelo con una eficiencia sorprendente, y
estaba vertiendo detergente en la taza. Craig se lavó las
manos, y luego ella se puso a su lado e hizo lo propio.
Había surgido un nuevo sentimiento de camaradería
entre ambos.

Sophie comentó a media voz, divertida:

-Cuando le has dicho que se cepillara los dientes, te ha
preguntado por qué.

Craig le sonrió a través del
espejo.

-Ya, como diciendo que no pensaba ligar esta noche,
así que para qué molestarse…

-Exacto.

Sophie estaba más guapa que nunca, pensó
Craig mientras veía su reflejo sonriente, el brillo que
iluminaba sus ojos oscuros. Cogió una toalla y le
ofreció un extremo. Se secaron las manos. Entonces Craig
tiró suavemente de la toalla, arrastrándola hacia
él, y la besó en los labios.

Sophie le devolvió el beso. Él
apartó un poco los labios y rozó los de ella con la
punta de la lengua. Sophie parecía indecisa, sin ^aber
cómo reaccionar. ¿Podía ser que, pese a lo
mucho que alardeaba, no tuviera gran experiencia en aquello de
besar?

-¿Volvemos al sofá? -sugirió Craig
en un susurro-. Nunca me ha gustado hacer vida social en el
cagadero. Sophie soltó una risita y salió del
lavabo. Él la siguió. «Cuando estoy sobrio no
soy ni la mitad de ingenioso», pensó
Craig.

Se sentó cerca de Sophie y la rodeó con el
brazo. Miraron la pantalla unos instantes, y luego él
volvió a besarla.

12.55

Una puerta de cierre hermético permitía
pasar de los vestuarios a la zona de peligro biológico.
Kit giró la rueda radiada que accionaba el mecanismo de
apertura y abrió la puerta. Había estado en el
laboratorio antes de que empezara a funcionar, cuando no
había virus peligrosos en su interior, pero desde entonces
no había vuelto a poner un pie en el NBS4, y
carecía del entrenamiento necesario para hacerlo. Sin
poder evitar pensar que estaba poniendo su vida en peligro,
cruzó el umbral y se adentró en las duchas. Nigel
lo siguió, cargando el maletín granate de Elton.
Este los esperaba fuera con Daisy, en la furgoneta.

Kit cerró la puerta tras ellos. Las puertas
estaban conectadas electrónicamente, por lo que la
siguiente no se abriría hasta que aquella se cerrara. Se
le destaparon los oídos. La presión
atmosférica se iba reduciendo paulatinamente a medida que
se adentraban en el NBS4, para que cualquier posible fuga de aire
se produjera de fuera hacia dentro y no a la inversa, impidiendo
así que se escaparan agentes infecciosos al
exterior.

Franquearon otra puerta y entraron en una
habitación donde había trajes aislantes de
plástico azul colgados de una serie de ganchos. Kit se
quitó los zapatos.

-Busca un traje de tu talla y póntelo
-ordenó a Nigel. -Tendremos que saltarnos algunas normas
de seguridad.

-Eso no me hace ninguna gracia.

A Kit tampoco, pero no tenían
alternativa.

-El procedimiento habitual es demasiado largo
-explicó. -Tendríamos que quitarnos todo lo que
llevamos encima, incluida la ropa interior y los objetos
personales, y ponernos pijamas de cirujano debajo del traje. -Kit
descolgó un traje y empezó a ponérselo-. Y
para salir se tarda todavía más. Tienes que
ducharte con el traje puesto, primero con una solución
descontaminante, luego con agua, según un ciclo
predeterminado que tarda cinco minutos. Luego te quitas el traje
y el pijama y te duchas desnudo otros cinco minutos. Te limpias
las uñas, te suenas la nariz, te aclaras la garganta y
escupes. Luego te vistes. Si hacemos todo eso, la mitad de la
policía de Inverburn estará aquí cuando
salgamos. Nos saltaremos las duchas, nos quitaremos los trajes y
saldremos corriendo.

Nigel parecía horrorizado.

-¿Cómo es de peligroso?

-Como ir a doscientos por hora en tu coche:
podrías matarte, pero lo más probable es que no
pase nada, siempre que no lo conviertas en un hábito.
Venga, date prisa y ponte el puto traje de una vez.

Kit se caló el casco. La pantalla de
plástico distorsionaba ligeramente su visión.
Cerró la cremallera que cruzaba el traje por delante en
sentido diagonal y luego ayudó a Nigel.

Decidió que podían prescindir de los
guantes quirúrgicos. Se volvió hacia Nigel y, con
un rollo de cinta adhesiva, unió las manoplas del traje a
los rígidos puños del mismo. Luego Nigel hizo lo
mismo por él.

De los vestuarios pasaron a la ducha descontaminante, un
cubículo con salidas de agua repartidas por toda su
superficie, incluido el techo. Notaron una nueva caída de
la presión atmosférica, veinticinco o cincuenta
paséales de una habitación a la siguiente,
recordó Kit. De la ducha pasaron al laboratorio
propiamente dicho.

Fue entonces cuando Kit experimentó un momento de
puro pánico. Allí dentro, el aire podía
acabar con su vida. De pronto, toda su palabrería de
antes, incluida la comparación entre saltarse las medidas
de seguridad y conducir a doscientos por hora, se le antojaba el
colmo de la insensatez. «Podría morir
-pensó-. Podría coger una enfermedad y sufrir una
hemorragia tan grave que la sangre me saldría por las
orejas, los ojos y el pene. ¿Qué puñetas
estoy haciendo aquí? ¿Cómo he podido ser tan
estúpido?»

Respiró hondo y procuró tranquilizarse.
«No estás expuesto a la atmósfera del
laboratorio, sino que estás respirando aire puro del
exterior -se dijo a sí mismo-. Ningún virus puede
traspasar este traje. Estás mucho más a salvo de
cualquier infección aquí dentro que si fueras
camino de Orlando en clase turista a bordo de un 747 abarrotado
de gente. No pierdas la calma.»

Del techo colgaban, enroscadas sobre sí mismas,
las mangueras amarillas de suministro de aire. Kit cogió
una, la enchufó a la entrada de aire del cinturón
del Nigel y vio cómo su traje empezaba a inflarse. Luego
repitió la operación con su propio traje y
oyó el chorro de aire entrando a presión. Eso
aplacó sus temores.

Junto a la puerta descansaban varias botas de goma
alineadas, pero Kit ni las miró. Las botas se utilizaban
principalmente para proteger los trajes y evitar que se
desgastaran.

Miró a su alrededor, tratando de orientarse,
concentrándose en lo que tenía que hacer para no
pensar en el peligro que corría. El laboratorio
tenía un aspecto reluciente debido a la pintura
epoxídica que se había utilizado para sellar
herméticamente las paredes. Sobre las mesas de acero
inoxidable descansaban microscopios y terminales de ordenador.
Había un aparato de fax para enviar notas al exterior,
puesto que el papel no podía pasar por las duchas ni los
autoclaves. Kit se fijó en las neveras que se usaban para
almacenar muestras, las cabinas de seguridad biológica
para la manipulación de materiales peligrosos y las jaulas
de conejo apiladas bajo una funda de plástico
transparente. La luz roja situada por encima de la puerta
parpadearía si sonaba el teléfono, ya que los
trajes disminuían sensiblemente la capacidad auditiva de
quienes los llevaban. En caso de emergencia, se encendería
la luz azul. Además, las cámaras del circuito
cerrado de televisión barrían cada rincón
del laboratorio.

Kit señaló una puerta.

-Creo que la cámara está por
allí.

Cruzó la estancia, estirando a su paso la
manguera del aire. Abrió la puerta y entró en una
diminuta habitación en la que había una
cámara frigorífica cuya cerradura de seguridad se
accionaba mediante un panel electrónico. Las teclas
numéricas del panel estaban dispuestas de forma aleatoria
y cambiaban de orden cada vez que se utilizaba para que nadie
pudiera adivinar el código de acceso observando los dedos
de la persona que lo introducía. Pero Kit había
instalado la cerradura de seguridad, así que
conocía la combinación… a menos que la hubieran
cambiado.

Pulsó las teclas del código y tiró
del picaporte. La puerta de la cámara se
abrió.

A su espalda, Nigel seguía atentamente todos sus
movimientos.

En el interior de la cámara frigorífica se
conservaban dosis del precioso fármaco antiviral en
jeringas desechables listas para utilizar. Las jeringas estaban
empaquetadas en pequeñas cajas de cartón. Kit
señaló la balda en la que descansaban y
elevó la voz para Nigel pudiera oírlo a
través del traje:

-Es este.

-No quiero el fármaco -replicó
Nigel.

Kit se preguntó si lo había oído
bien.

-¿Qué? -inquirió a voz en
grito.

-No quiero el fármaco.

Kit no salía de su asombro.

-Pero ¿qué dices? ¿A qué
hemos venido aquí si no?

No hubo respuesta.

En la segunda balda había muestras de diversos
virus, listas para infectar a los animales de laboratorio. Nigel
leyó atentamente las etiquetas y seleccionó una
muestra de Madoba-2.

-¿Para qué coño quieres eso?
-preguntó Kit.

Sin molestarse en contestarle, Nigel cogió todas
las muestras que había del virus, doce cajas en
total.

Una era suficiente para matar a alguien. Con doce se
podía desatar una epidemia. Kit se lo habría
pensado dos veces antes de tocar aquellas cajas, incluso llevando
puesto un traje de seguridad biológica. ¿Qué
estaría tramando Nigel?

-Creía que trabajabas para un gigante de la
industria farmacéutica -dijo.

-Lo sé.

Nigel podía permitirse el lujo de pagarle
trescientas mil libras por una noche de trabajo, pensó
Kit. No sabía qué sacarían Elton y Daisy por
su participación pero, aunque su tarifa fuera más
baja, Nigel habría invertido en ellos cerca de medio
millón de libras. Para que la operación le saliera
a cuenta, tendría que cobrar un millón del cliente,
quizá dos. El fármaco los valía con creces,
pero ¿quién pagaría un millón de
libras por un virus mortal?

Tan pronto como se hizo la pregunta, supo la
respuesta.

Nigel cruzó el laboratorio sosteniendo varias
cajas de muestras y las introdujo en una cabina de seguridad
biológica, una especie de vitrina de cristal con una
abertura en la parte delantera por la que los científicos
podían introducir los brazos para efectuar experimentos.
Una bomba acoplada a la cabina garantizaba que el aire circulaba
de fuera hacia dentro y no al revés. Siempre que el
científico llevara puesto un traje aislante, no se
consideraba necesario sellar totalmente la cabina.

A continuación, Nigel abrió el
maletín de piel granate. La parte superior estaba repleta
de pequeños acumuladores de plástico azul. Las
muestras de virus debían mantenerse a baja temperatura,
eso lo sabía Kit. El fondo del maletín estaba
cubierto con perlas blancas de poliestireno expandido, de las que
se usaban para embalar objetos delicados. Sobre estas, como si de
una gema preciosa se tratara, descansaba un vaporizador de
perfume vacío. Kit reconoció el frasco. Era de la
marca Diablerie, el perfume habitual de su hermana
Olga.

Nigel puso el frasco en la cabina, donde la
condensación no tardó en empañar el
cristal.

-Me dijeron que pusiera el extractor de aire -dijo-.
¿Dónde se enciende?

-¡Espera! -exclamó Kit-. ¿Qué
estás haciendo? ¡Me debes una
explicación!

Nigel encontró el interruptor y conectó el
extractor.

-El cliente quiere el producto en un formato más
manejable -le informó con gesto indulgente-. Voy a pasar
las muestras a este frasco dentro de la cabina porque es
peligroso hacerlo fuera.

Nigel destapó el frasco de perfume y abrió
la caja de muestras. Dentro había un vial de vidrio con
una tabla de medición impresa a un lado. Con movimientos
torpes a causa de las manoplas, Nigel desenroscó la tapa
del vial y vertió el líquido en el frasco de
Diablerie. Luego tapó el vial y cogió
otro.

-La gente a la que vas a vender esto… -empezó
Kit- ¿sabes para qué lo quiere?

-Me lo puedo imaginar.

-¡Van a matar a cientos de personas, quizá
miles!

-Lo sé.

El vaporizador de perfume era el contenedor perfecto
para el virus. Era una forma sencilla de crear un aerosol, y una
vez repleto del líquido incoloro que albergaba el virus,
parecía un frasco de perfume normal y corriente que
pasaría inadvertido por todos los controles de seguridad.
Cualquier mujer podría sacarlo de su bolso en un lugar
público sin levantar la menor sospecha e impregnar el aire
con un vapor letal para todo el que lo inhalara. También
acabaría con su propia vida, con hacían los
terroristas a menudo. Mataría a más gente que
cualquier kamikaze con una bomba acoplada al cuerpo.

-¡Van a provocar una matanza!

-Sí. -Nigel se volvió hacia Kit. Sus ojos
azules resultaban intimidantes incluso tras la doble pantalla que
los separaba. -Y a partir de ahora tú también
estás en el ajo y eres tan culpable como cualquiera de
nosotros, así que cállate de una puta vez y no me
desconcentres.

Kit dejó escapar un gemido. Nigel tenía
razón. Nunca se le había pasado por la cabeza que
acabaría implicado en algo más que un simple robo.
Se había puesto enfermo al ver que Daisy aporreaba a
Susan, pero aquello era mil veces peor, y no podía hacer
nada para impedirlo. Si intentaba sabotear el golpe Nigel no
dudaría en poner fin a su vida, y si las cosas se
torcían y el virus no llegaba a manos del cliente, Harry
McGarry haría que lo mataran por no haber saldado su
deuda. Tenía que seguir adelante y recoger su parte del
botín. De lo contrario, era hombre muerto.

También tenía que asegurarse de que Nigel
manipulaba el virus con la debida precaución, o
sería hombre muerto de todos modos.

Con los brazos en el interior de la cabina de seguridad
biológica, Nigel vació el contenido de todos los
viales en el frasco de perfume y luego volvió a taparlo.
Kit sabía que la parte externa del frasco estaría
contaminada, pero alguien se había encargado de informar a
Nigel al respecto, pues introdujo el frasco en una cubeta repleta
de solución descontaminante y lo extrajo por el otro lado.
A continuación secó el frasco y extrajo del
maletín dos bolsas de congelación con cierre
hermético. Puso el frasco de perfume en una de las bolsas,
la cerró y luego la introdujo en la segunda bolsa. Por
último, volvió a dejar el frasco doblemente
envuelto en el maletín y lo cerró.

Ya nos podemos ir -anunció.

Abandonaron el laboratorio. Nigel llevaba el
maletín. Pasaron por la ducha descontaminante sin usarla,
pues no había tiempo. En la sala donde se habían
vestido se quitaron a toda prisa los incómodos trajes
aislantes y volvieron a ponerse los zapatos. Kit se mantuvo todo
lo lejos que pudo del traje de Nigel, cuyas manoplas seguramente
estarían contaminadas con algún rastro
ínfimo del virus.

Cruzaron la sala de las duchas de agua, de nuevo sin
usarlas, siguieron hasta el vestuario y salieron a la antesala.
Los cuatro guardias de seguridad seguían atados y apoyados
contra la pared.

Kit consultó su reloj. Habían pasado
treinta minutos desde que había escuchado la
conversación de Toni Gallo con Steve.

-Espero que Toni no haya llegado aún.

-Si lo ha hecho, ya sabemos cómo hay que
recibirla.

-Es una ex poli. No será tan fácil de
reducir como estos cuatro. Y puede que me reconozca pese al
disfraz.

Kit presionó el botón verde que
abría la puerta. Nigel y él corrieron por el
pasillo hasta llegar al vestíbulo principal. Para alivio
de Kit, la sala estaba desierta. «Lo hemos
conseguido», pensó. Pero Toni Gallo podía
llegar en cualquier momento.

La furgoneta estaba parada frente a la puerta principal,
con el motor en marcha. Elton iba sentado al volante y Daisy se
había subido a la parte de atrás. Nigel
saltó al interior del vehículo y Kit lo
siguió al grito de:

-¡Arranca, arranca!

La furgoneta salió disparada antes de que Kit
pudiera cerrar la puerta.

La nieve formaba una gruesa capa en el suelo. La
furgoneta derrapó nada más arrancar y se
desvió bruscamente a un lado, pero Elton se las
arregló para recuperar el control del vehículo. Se
detuvieron frente a la garita de la verja.

Willie Crawford asomó la cabeza.

-¿Ya lo habéis arreglado?
-preguntó.

Elton bajó la ventanilla.

-No del todo -contestó-. Necesitamos repuestos.
Tendremos que volver.

-Vais a tardar un buen rato, con este tiempo
-comentó el guardia.

Kit reprimió un gruñido de impaciencia.
Desde atrás, Daisy preguntó en un
susurro:

-¿Le vuelo la tapa de los sesos?

-Volveremos tan pronto como podamos -repuso Elton, y
subió el cristal de la ventanilla.

Al cabo de unos instantes, la barrera se elevó y
salieron al exterior.

Mientras lo hacían, unos faros relumbraron en la
oscuridad. Un coche se acercaba desde el sur. Kit creyó
reconocer un Jaguar de color claro.

Elton giró en dirección norte y se
alejó del Kremlin a toda velocidad.

Kit seguía por el espejo retrovisor los faros del
otro coche, que tomó el camino de acceso al
Kremlin.

«Toni Gallo -pensó-, demasiado
tarde.»

01.15

Toni iba sentada en el asiento del acompañante,
al lado de Carl Osborne, cuando este detuvo el coche frente a la
garita del Kremlin. La señora Gallo iba en el asiento de
atrás.

Toni pasó a Carl su salvoconducto y la cartilla
de pensionista de su madre.

-Dale esto al guardia, junto con tu pase de prensa
-dijo. Todos los visitantes debían enseñar
algún tipo de identificación.

Carl bajó la ventanilla y ofreció los
documentos al guardia.

Desde el otro extremo del coche,Toni reconoció a
Hamish McKinnon.

-Hola, Hamish. Soy yo -dijo, elevando la voz-. Traigo a
dos visitantes conmigo.

-Hola, señora Gallo -respondió el
guardia-. ¿Es un perro eso que lleva la señora del
asiento de atrás?

-Mejor no preguntes -repuso Toni.

Hamish apuntó los nombres de los tres pasajeros y
devolvió a Carl el pase de prensa y la cartilla de
pensionista.

-Encontraréis a Steve en
recepción.

-¿Ya funcionan los teléfonos?

-Todavía no. El equipo de mantenimiento acaba de
salir en busca de repuestos.

McKinnon levantó la barrera y Carl entró
en el recinto.

Toni reprimió su indignación contra
Hibernian Telecom. Con la que estaba cayendo, tenían que
haber salido de casa con todos los repuestos que pudieran
necesitar. El tiempo seguía empeorando, y pronto las
carreteras se volverían intransitables Era poco probable
que estuvieran de vuelta antes del alba.

Aquello estropeaba sus planes para el futuro inmediato
Había pensado llamar a Stanley para decirle que
había habido un pequeño problema en el Kremlin,
pero que ya lo tenía bajo control, y luego quedar con
él para verse más tarde. Ahora, al parecer, su
informe de la situación no podía ser tan
satisfactorio como habría deseado.

Carl estacionó frente a la entrada
principal.

-Espérame aquí -dijo Toni,y salió
del coche antes de que él pudiera protestar. No lo
quería merodeando por el edificio si podía
evitarlo. Subió a la carrera la escalinata que flanqueaban
los leones de piedra y empujó la puerta. Le
sorprendió no ver a nadie en el mostrador de
recepción.

Vaciló un instante. Uno de los guardias
podía estar haciendo la ronda, pero no deberían
haberse ausentado los dos a la vez. Podían estar en
cualquier punto del edificio, y mientras tanto la puerta
principal había quedado desatendida.

Se encaminó a la sala de control. Los monitores
le dirían dónde estaban los guardias.

Se quedó perpleja al encontrar la sala
vacía.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquello
olía a chamusquina. Que faltaran cuatro guardias no
podía deberse a un mero incumplimiento de las normas. Algo
había pasado.

Volvió a mirar los monitores. Todos mostraban
habitaciones vacías. Si había cuatro guardias en el
edificio, por lo menos uno de ellos tendría que aparecer
en los monitores en cuestión de segundos. Pero no se
advertía el menor movimiento en ninguna parte.

Entonces algo llamó su atención.
Miró más de cerca la imagen correspondiente al
NBS4.

La fecha sobreimpresa en la pantalla era el 24 de
diciembre. Toni consultó su reloj. Pasaba de la una de la
mañana. Estaban a 25 de diciembre, día de Navidad.
Lo que tenía ante sí eran imágenes antiguas.
Alguien había manipulado el sistema de
vigilancia.

Se sentó frente a la terminal de ordenador y
abrió el programa. Al cabo de tres minutos, llegó a
la conclusión de que todos los monitores que
cubrían el NBS4 estaban mostrando imágenes del
día anterior. Los actualizó y miró las
pantallas.

En la antesala de los vestuarios había cuatro
personas sentadas en el suelo. Se quedó petrificada de
horror. «Por favor, que no estén muertos»,
pensó.

Una de aquellas personas se movió.

Toni miró más atentamente la pantalla.
Eran los guardias, con sus uniformes de color oscuro.
Tenían las manos en la espalda, como si estuvieran
atados.

-¡No, no! -exclamó en voz alta.

Pero no podía obviar la terrible
conclusión de que alguien había asaltado el
Kremlin.

Se sintió desolada. Primero Michael Ross, y ahora
esto. ¿En qué se había equivocado?
Había hecho todo lo que estaba en su mano para convertir
aquel lugar en una fortaleza inexpugnable, pero había
fracasado estrepitosamente. Había traicionado la confianza
de Stanley.

Se volvió hacia la puerta. Su primer instinto fue
salir corriendo hacia el NBS4 y desatar a los cautivos. Pero
entonces le habló la policía que seguía
llevando dentro. «Para, haz un balance de la
situación, planifica la respuesta.» Quienquiera que
hubiera hecho aquello podía seguir en el edificio, aunque
Toni daba por sentado que los malos de la película eran
los supuestos técnicos de Hibernian Telecom que acababan
de marcharse. ¿Qué era lo más importante en
aquel momento? Asegurarse de que ella no era la única
persona que tenía conocimiento de aquello.

Descolgó el teléfono del escritorio. No
había línea, por supuesto. Seguramente la
avería en el sistema telefónico formaba parte del
plan, fuera cual fuese. Sacó el móvil del bolsillo
y llamó a la policía.

-Soy Toni Gallo y estoy al frente de la seguridad en
Oxenford Medical. Ha habido un incidente. Cuatro de mis guardias
de seguridad han sido atacados.

-¿Siguen los atacantes en el recinto?

-No lo creo, pero no puedo estar segura.

-¿Algún herido?

-No lo sé. Tan pronto como cuelgue, iré a
comprobarlo, pero antes quería avisarles.

-Intentaremos hacerle llegar un coche patrulla, pero las
carreteras están fatal.

Por su tono de voz,Toni dedujo que se trataba de un
agente joven e inexperto.

Intentó impresionarlo transmitiéndole una
sensación de urgencia.

-Podríamos estar ante un grave incidente
biológico. Ayer se murió un hombre a consecuencia
de un virus sustraído de nuestros laboratorios.

-Haremos todo lo que esté en nuestras
manos.

-Tengo entendido que Frank Hackett es el comisario de
guardia esta noche. ¿Por casualidad no estará
ahí?

-No, está en su casa.

-Le recomiendo vivamente que lo llame y lo despierte
para explicarle lo ocurrido.

-Tomo nota de su indicación.

-Tenemos una avería en las líneas
telefónicas, seguramente causada por los propios intrusos.
Por favor, apunte mi número de móvil. -Lo
leyó en alto-. Dígale a Frank que me llame
enseguida.

-Entendido.

-¿Puedo saber su nombre?

-Agente David Reid.

-Gracias, agente Reid. Me quedo a la espera de ese coche
patrulla.

Toni colgó. No estaba segura de que el agente
Reid hubiera comprendido la importancia de su llamada, pero
seguro que transmitiría la información a un
superior. De todos modos, no tenía tiempo para seguir
insistiendo. Salió a toda prisa de la sala de control y
corrió por el pasillo hasta llegar al NBS4. Pasó su
tarjeta por el lector de bandas magnéticas,
presionó la yema del dedo sobre la pantalla del
escáner y entró.

Allí estaban Steve, Susan, Don y Stu, alineados
contra la pared y atados de pies y manos. Susan parecía
haberse empotrado contra un árbol: tenía la nariz
hinchada y manchas de sangre en la barbilla y el pecho. Don
presentaba una herida abierta en la frente.

Toni se arrodilló y empezó a
desatarlos.

-¿Qué demonios ha pasado aquí?
-preguntó.

13.30

La furgoneta de Hibernian Telecom se abría camino
con dificultad en la nieve. Elton no pasaba de los veinte
kilómetros por hora y tenía puesta una marcha corta
para evitar derrapar. Pesados copos de nieve acribillaban el
vehículo y habían formado dos cuñas en la
base del parabrisas que iban aumentando de tamaño, de tal
modo que los limpiaparabrisas describían un arco cada vez
más pequeño, hasta que Elton perdió la
visibilidad por completo y paró para apartar la
nieve.

Kit estaba desolado. Creía estar participando en
un golpe que no perjudicaría gravemente a nadie. Su padre
perdería dinero, sí, pero a cambio él
podría saldar su deuda con Harry Mac, una deuda que el
propio Stanley debería haber pagado, así que en el
fondo no cometía ninguna injusticia. Pero la realidad era
muy distinta. Solo podía haber un motivo para comprar el
Madoba-2. Alguien quería acabar con la vida de un gran
número de personas. Kit nunca se habría involucrado
en algo así.

Se preguntó quién sería el cliente
de Nigel: ¿una secta japonesa, fundamentalistas
islámicos, un grupo escindido del IRA, suicidas
palestinos? ¿Acaso un grupo de estadounidenses paranoicos
que vivían armados hasta los dientes en un
recóndito bosque de Montana? Poco importaba. Quienquiera
que fuese el destinatario del virus, iba a emplearlo, y miles de
personas morirían desangrándose por los
ojos.

Pero ¿qué podía hacer él? Si
intentaba abortar el golpe y llevar las muestras de vuelta al
laboratorio Nigel lo mataría, o dejaría que Daisy
lo hiciera. Pensó en abrir la puerta de la furgoneta y
saltar con el vehículo en marcha. Iban lo bastante
despacio para hacerlo. Se perdería en la tormenta antes de
que pudieran darle alcance. Pero ellos seguirían teniendo
el virus y él seguiría debiendo doscientas
cincuenta mil libras a Harry.

Tenía que seguir adelante. Quizá cuando
todo terminara pudiera mandar un mensaje anónimo a la
policía, dando los nombres de Nigel y Daisy, y cruzar los
dedos para que encontraran el virus antes de que lo utilizaran.
Aunque lo más sensato sería quizá mantenerse
fiel a su plan y desaparecer de la faz de la tierra. Nadie
querría desatar una plaga en Lucca.

O tal vez liberaran el virus en el avión que lo
llevaba a Italia, con lo que le tocaría sufrir en carne
propia las consecuencias de sus actos. Eso habría sido un
final justo.

Escudriñando la carretera en medio de la
ventisca, avistó el letrero luminoso de un hotel. Elton se
apartó de la carretera. Había una luz por encima de
la puerta, y ocho o nueve coches en el aparcamiento. Eso
quería decir que estaba abierto. Kit se preguntó
quién pasaría la noche de Navidad en un hotel.
Indios tal vez, o quizá hombres de negocios que no
habían podido volver a sus casas, o parejas de amantes
ilícitos.

Elton aparcó junto a un Opel Astra
familiar.

-Lo ideal sería dejar la furgoneta aquí
-dijo-. Es demasiado fácil de identificar. Se supone que
tenemos que volver al aeródromo en ese Astra, pero no
sé si vamos a poder.

Desde la parte de atrás, Daisy
rezongó:

-Imbécil, ¿por qué no te has
traído un Land Rover?

-Porque el Astra es uno de los coches más
vendidos en Gran Bretaña, por lo que es más
fácil que pase inadvertido, y además las
previsiones decían que no iba a nevar, so
burra.

-Venga, dejadlo ya -intervino Nigel, quitándose
la peluca y las gafas-. Deshaceos de los disfraces. No sabemos
cuánto tardarán esos guardias en dar nuestra
descripción a la policía

Los demás obedecieron.

-Podríamos quedarnos aquí -propuso Elton-,
alquilar un par de habitaciones y esperar a que pase la
tormenta.

-Eso sería arriesgado -replicó Nigel-.
Estarnos a pocos kilómetros del laboratorio.

-Si nosotros no podemos movernos, la policía
tampoco. En cuanto la tormenta amaine, nos ponemos otra vez en
marcha.

-Tenemos una cita con el cliente.

-Sí, pero no va a poder despegar con su
helicóptero en medio de esta nevada.

-En eso tienes razón.

El teléfono de Kit empezó a sonar.
Consultó su portátil. Era una llamada directa a su
móvil, no desviada desde el Kremlin.
Contestó.

-¿Sí?

-Soy yo. -Kit reconoció la voz de Hamish
McKinnon-. Te llamo desde mi móvil aprovechando que Willie
se ha ido al lavabo, así que seré breve.

-¿Qué está pasando?

-Toni ha llegado justo después de que os fuerais
vosotros.

-Sí, he visto su coche.

-Ha encontrado a los otros guardias atados y ha llamado
a la policía.

-¿Podrán llegar hasta ahí con este
tiempo?

-Han dicho que lo intentarían. Toni acaba de
venir hasta la garita para avisarnos de que están de
camino. Cuando lleguen… lo siento, tengo que
dejarte.

Colgó el teléfono.

Kit guardó el móvil en el
bolsillo.

-Toni Gallo ha encontrado a los guardias
-anunció- Ha llamado a la policía, que va de camino
al laboratorio.

-Pues no se hable más -concluyó Nigel-.
Nos vamos en el Astra.

01.45

Craig acababa de introducir una mano debajo del jersey
de Sophie cuando oyó pasos. Se apartó y miró
a su alrededor.

Su hermana bajaba del pajar en
camisón.

-Me siento un poco rara -dijo, y cruzó la
habitación hasta el cuarto de baño.

Frustrado, Craig desvió su atención hacia
la película de la tele. La vieja hechicera, transmutada en
una hermosa muchacha, seducía a un apuesto
caballero.

Caroline salió del cuarto de baño
diciendo:

-Ahí dentro apesta a vomitado.

Después subió la escalera y volvió
a la cama.

-Aquí no hay manera de tener un poco de intimidad
-murmuró Sophie.

-Es como intentar hacer el amor en la estación
central de Glasgow -dijo Craig, pero volvió a besarla.
Esta vez, ella entreabrió los labios y su lengua
salió al encuentro de la de Craig, que gimió
encantado.

Entonces él metió la mano por debajo de su
jersey y le acarició un seno. Era pequeño y
cálido al tacto por debajo del sostén de
algodón fino. Craig lo apretó ligeramente entre sus
dedos, y Sophie soltó un involuntario suspiro de
placer.

-¿Queréis dejar de hacer ruido? ¡No
me dejáis dormir! -protestó Tom-.

-Se separaron. Craig sacó la mano de debajo del
jersey de Sophie. Estaba a punto de explotar de
frustración.

-Lo siento. -murmuro.

-¿Porqué no nos vamos a otro sitio?
-sugirió Sophie.

-¿Dónde, por ejemplo?

-¿Qué te parece el desván que me
has enseñado antes?

Craig no podía imaginar nada mejor. Allí
arriba estarían completamente solos, y nadie los
molestaría.

-¡Genial! -dijo, levantándose.
-¡Genial!

Se pusieron las chaquetas y las botas, y Sophie se
caló un gorro de lana rosa con una borla que le daba un
aire tierno e inocente.

-Un ramillete de alegría.

– ¿Qué cosa?

-Tú con ese gorro.

Sophie sonrió. Antes, lo habría llamado
cursi por decir algo semejante pero la relación entre
ambos había cambiado. A lo mejor era el vodka, pero Craig
creía que el punto de inflexión se había
dado en el cuarto de baño, cuando los dos juntos se
habían encargado de Tom. Al ser un niño indefenso,
los había obligado a actuar como adultos. Después
de algo así, no era fácil volver a mostrarse
enfurruñado y distante.

Craig jamás habría imaginado que limpiar
una vomitona fuera el modo de llegar al corazón de una
chica.

Abrió la puerta del granero. Una ráfaga de
viento helado los cubrió de nieve como si fuera confeti.
Craig salió deprisa, sostuvo la puerta para que Sophie
pasara y luego la cerró.

Steepfall ofrecía una imagen terriblemente
romántica. La nieve cubría las pronunciadas
pendientes del tejado a dos aguas, se acumulaba en los
alféizares y alfombraba el patio, donde alcanzaba unos
treinta centímetros de profundidad. Las luces de los
edificios anexos proyectaban halos dorados en los que bailaban
copos de nieve. La ventisca había transformado una
carretilla, una pila de leña y una manguera de
jardín en esculturas de hielo.

Sophie contemplaba la escena con ojos
maravillados.

-Es como una postal navideña -dijo.

Craig le cogió la mano. Cruzaron el patio
caminando casi de puntillas, como aves zancudas, y rodearon la
casa hasta la puerta trasera. Craig sacudió la nieve que
cubría la tapa de un cubo de la basura. Luego se
encaramó sobre el cubo y se impulsó hasta el
cobertizo bajo el cual se encontraba el recibidor de las
botas.

Miró hacia abajo. Sophie parecía
dudar.

-¡Ven! -susurró él, al tiempo que
extendía una mano.

Sophie la cogió y se subió al cubo de
basura. Con la mano libre, Craig se agarró al borde del
tejado para no perder el equilibrio y la ayudó a subir. Se
quedaron unos instantes tumbados lado a lado sobre la nieve que
cubría las tejas, como dos amantes en la cama. Luego Craig
se levantó.

Avanzó por la cornisa que llevaba hasta la puerta
del desván, despejó con el pie la mayor parte de la
nieve que la cubría y abrió la gran puerta. Luego
retrocedió hasta donde estaba Sophie.

Esta se puso a gatas, pero cuando intentó
levantarse sus botas resbalaron y se cayó. Parecía
asustada.

-Cógete a mí -dijo Craig, y la
ayudó a incorporarse. Lo que estaban haciendo no era
demasiado peligroso, y tenía la impresión de que
Sophie exageraba un poco, pero eso no le molestaba lo más
mínimo, pues le daba la oportunidad de mostrarse fuerte y
protector.

Todavía sosteniendo su mano, Craig se
subió a la cornisa. Ella siguió sus pasos y lo
cogió por la cintura. A él le hubiera gustado
alargar aquel momento y notar cómo Sophie se aferraba a su
cuerpo, pero siguió adelante, caminando de lado por la
cornisa hasta la puerta abierta. Una vez allí, la
ayudó a entrar.

Craig cerró la puerta del desván tras de
sí y encendió la luz. Aquello era perfecto,
pensó al borde de la euforia. Estaban a solas en mitad de
la noche, y nadie los molestaría. Podían hacer
cualquiera cosa que quisieran.

Craig se tumbó en el suelo y miró por el
agujero del suelo que daba a la cocina. Una sola luz
permanecía encendida, la de la puerta del recibidor de las
botas. Nellie estaba acostada delante del horno con la cabeza
erguida, las orejas levantadas, a la escucha. Sabía que
él estaba allí arriba.

-Vuelve a dormir -murmuró. Como si lo hubiera
oído, la perra bajó la cabeza y cerró los
ojos.

Sophie estaba sentada en el viejo sofá, temblando
de frío.

-Tengo los pies helados.

-Te habrá entrado nieve en las botas.

Craig se arrodilló delante de ella y le
sacó las botas de agua. Tenía los calcetines
empapados, y también se los quitó. Sus
pequeños pies blancos estaban tan fríos como si los
hubiera metido en la nevera. Craig intentó calentarlos con
las manos hasta que, súbitamente inspirado, se
desabrochó la chaqueta, se levantó el jersey y
apoyó las plantas de los pies de Sophie contra su pecho
desnudo.

-¡Dios, qué gusto! -dijo ella.

Craig se dio cuenta de que la había oído
repetir aquellas mismas palabras infinidad de veces en sus
fantasías, aunque las circunstancias fueran ligeramente
distintas.

02.00

Toni estaba en la sala de control, siguiendo los
monitores.

Steve y los demás guardias le habían
contado lo sucedido desde que el «equipo de
mantenimiento» había entrado en el vestíbulo
principal hasta el momento en que dos hombres salieron del NBS4,
cruzaron la antesala y se esfumaron, uno de ellos llevando
consigo un delgado maletín de piel granate. Mientras Steve
le curaba las heridas, Don había dicho que uno de los
hombres había intentado impedir el uso de la violencia.
Las palabras que había proferido a voz en grito resonaban
ahora en la mente de Toni: «Si quieres presentarte ante tu
cliente a las diez con las manos vacías, vas por buen
camino».

Era evidente que habían entrado en el laboratorio
para robar algo, y se lo habían llevado en aquel
maletín. Toni tenía la terrible sensación de
que sabía lo que era.

Se puso a repasar las imágenes que las
cámaras del NBS4 habían captado entre las 00.55 y
la 01.15 de la madrugada. Aunque los monitores no habían
proyectado aquella grabación en ningún momento, el
ordenador las había registrado. Había dos hombres
dentro del laboratorio, enfundados en sendos trajes
aislantes.

Toni dio un grito ahogado cuando vio que uno de ellos
abría la puerta que daba a la pequeña
habitación de la cámara refrigeradora. A
continuación, el desconocido introdujo una secuencia
numérica en el panel digital. ¡Conocía el
código!

Abrió la puerta de la cámara, y el otro
hombre empezó a ex traer muestras de su
interior.

Toni congeló la imagen.

La cámara estaba situada encima de la puerta, por
lo que permitía ver al intruso desde arriba y la
cámara refrigeradora más allá de este.
Sostenía en las manos una pila de pequeñas cajas
blancas. Los dedos de Toni se deslizaron sobre el teclado y la
imagen en blanco y negro aumentó de tamaño en el
monitor. Ahora alcanzaba a ver el símbolo internacional de
peligro biológico impreso en las cajas. Aquel hombre
estaba robando muestras de algún virus. Toni amplió
todavía más la imagen y optimizó la
resolución. Poco a poco, la palabra impresa en una de las
cajas se fue haciendo nítida: Madoba-2.

Era justo lo que temía, pero la
confirmación la golpeó como un gélido
aliento de muerte. Se quedó mirando la pantalla,
petrificada de miedo, atenta a los latidos de su corazón,
que sonaban como una campana fúnebre. El Madoba-2 era el
virus más mortal que se conocía, un agente
infeccioso tan destructivo que se hallaba sometido a varios
niveles de seguridad y que solo podían manipular personas
altamente cualificadas y debidamente protegidas con un equipo
aislante. Y ahora estaba en manos de una cuadrilla de ladrones
que se dedicaba a pasearlo por ahí en un puñetero
maletín.

Podían tener un accidente de tráfico;
podían sentirse acorralados y tirar el maletín; el
virus podía acabar en manos de personas que no supieran lo
que era… los riesgos eran incalculables. Y aunque ellos no lo
liberaran de forma accidental, su «cliente» lo
haría deliberadamente. Alguien tenía la
intención de utilizar el virus para matar a cientos,
miles, de personas, tal vez incluso para desencadenar una
epidemia capaz de exterminar a toda una
población.

Y ella había dejado que le arrebataran el arma
homicida.

Horrorizada, Toni descongeló la imagen y vio con
desesperación cómo uno de los intrusos vaciaba el
contenido de los viales en un frasco de perfume de la marca
Diablerie. Aquel era todas luces el formato de entrega de la
mercancía. Un frasco de perfume aparentemente inofensivo
se había convertido en un arma de destrucción
masiva. Toni vio cómo lo envolvía cuidadosamente en
dos bolsas de plástico y lo guardaba en el maletín,
acolchado entre perlas de poliestireno expandido.

Ya había visto suficiente. Sabía lo que
tenía que hacer. La policía debía poner en
marcha una operación a gran escala cuanto antes. Si se
daban prisa, quizá pudieran coger a los ladrones antes de
que entregaran el virus al comprador.

Toni restableció el funcionamiento normal de los
monitores y abandonó la sala de control.

Los guardias de seguridad estaban en el vestíbulo
principal, sentados en los sofás normalmente reservados
para las visitas, bebiendo té y pensando que la crisis
había llegado a su fin. Toni decidió tomarse unos
segundos para recuperar el control de la
situación.

-Tenemos mucho trabajo por delante -anunció en
tono expeditivo-. Stu, ve a la sala de control y vuelve a ocupar
tu puesto, por favor. Steve, ponte detrás del mostrador.
Don, tú quédate donde estás.

Este último lucía un improvisado vendaje
sobre la herida de la frente.

Susan Mackintosh estaba acostada en el sofá de
las visitas. Le habían limpiado la sangre del rostro, pero
tenía numerosas contusiones. Toni se arrodilló a su
lado y le besó la frente.

-Pobrecita -dijo-. ¿Cómo te
sientes?

-Bastante atontada.

-No sabes cuánto lo siento.

Susan esbozó una débil sonrisa.

-Ha valido la pena por el beso.

Toni le dio unas palmaditas en el hombro.

-Veo que te vas recuperando.

La señora Gallo estaba sentada junto a
Don.

-Ese chico tan amable, Steven, me ha ofrecido una taza
de té -dijo-. El cachorro estaba a sus pies, sobre una
hoja de periódico abierta. Le dio un trozo de
galleta.

-Gracias, Steve -dijo Toni.

-Sería un buen novio para ti -insinuó su
madre.

-Está casado -replicó Toni.

-Hoy en día, eso no parece ser un
problema.

-Para mí sí lo es. -Toni se volvió
hacia Steve-. ¿Dónde está Carl
Osborne?

-Ha ido al lavabo.

Toni asintió y cogió su móvil.
Había llegado el momento de llamar a la
policía.

Recordó lo que Steve Tremlett le había
dicho sobre el personal que estaría de guardia aquella
noche en la jefatura policial de Inverburn: un inspector, dos
sargentos y seis agentes, además de un comisario, aunque
este no estaría presente en la jefatura, sino localizable
por teléfono. No era suficiente, ni de lejos, para hacer
frente a una crisis de aquellas proporciones. Sabía lo que
haría ella si estuviera al mando. Reuniría a veinte
o treinta agentes, requisaría varias máquinas
quitanieves, montaría controles de carretera y
tendría a una brigada de agentes armados listos para
efectuar la detención. Y lo haría cuanto
antes.

Se sintió más animada. El horror de lo que
había pasado empezó a desvanecerse en su mente
mientras se concentraba en lo que había que hacer. La
acción siempre le levantaba la moral, y el trabajo
policial era la mejor clase de acción posible.

Le atendió de nuevo David Reid. Cuando se
identificó, este le dijo:

-Les hemos enviado un coche patrulla, pero ha tenido que
volver atrás. El tiempo…

Toni no daba crédito a sus oídos.
Creía que el coche patrulla estaba de camino.

-No lo dirá en serio -replicó, elevando la
voz.

-¿Ha visto cómo están las
carreteras? Hay coches abandonados por todas partes. No
tendría ningún sentido enviar a una patrulla para
que se quede atrapada en la nieve.

-¡Mierda! Pero ¿qué clase de
gallinas reclutáis estos días?

-No tiene por qué ponerse así,
señora.

Toni intentó controlarse.

-Tiene usted razón, lo siento. -Recordó,
de sus tiempos de entrenamiento, que cuando la respuesta de la
policía a una crisis era un completo desastre, se
debía muchas veces a que no se había identificado
correctamente el problema en los primeros minutos de la misma, es
decir, cuando alguien carente de experiencia como el agente Reid
se encargaba de redactar el informe preliminar. La prioridad de
Toni era asegurarse de transmitirle toda la información
relevante, para que él se la pasara a su
superior.

-La situación es la siguiente: en primer lugar,
los ladrones han robado una cantidad significativa de un virus
llamado Madoba-2 que es mortal para la especie humana, así
que estamos ante una emergencia biológica.

-Emergencia biológica -repitió el agente
Reid, apuntándolo.

-En segundo lugar, los autores del robo son tres
varones, dos blancos y uno negro, y una mujer blanca. Viajan en
una furgoneta de la empresa Hibernian Telecom.

-¿Podría darme descripciones más
detalladas de los sospechosos?

-Ahora mismo le llamará el jefe de seguridad para
darle esa información. Yo 110 los he visto, pero él
sí. En tercer lugar, tenemos a dos personas heridas. Una
de ellas ha sido agredida con una porra y la otra ha recibido
varias patadas en la cabeza.

-¿Cómo de graves son las
heridas?

Toni pensó que se lo acababa de decir, pero el
agente Reid parecía estar leyendo un
guión.

-La guardia que ha sido aporreada necesita que la vea un
médico.

-De acuerdo.

-En cuarto lugar, los intrusos iban armados.

-¿Qué clase de armas llevaban?

Toni se volvió hacia Steve, que era un experto en
el tema.

-¿Has podido reconocer las armas?

Steve asintió.

-Pistolas automáticas Browning de nueve
milímetros, los tres. De las que llevan un cargador de
trece balas, y con toda la pinta de haber pertenecido al
ejército, creo yo.

Toni repitió la descripción a
Reid.

-Robo a mano armada, entonces
-concluyó.

-Sí, pero lo importante es que no pueden haber
ido muy lejos, y que esa furgoneta es fácil de
identificar. Si nos movemos deprisa, podemos cogerlos.

-Nadie puede moverse deprisa esta noche.

-Es evidente que necesitáis máquinas
quitanieves.

-El cuerpo de policía no posee
quitanieves.

-Debe de haber varias en la zona. Tenemos que limpiar
las carreteras casi cada invierno.

-Limpiar la nieve de las carreteras no es cosa de la
policía, sino de las autoridades locales.

Toni sintió ganas de gritar de impotencia, pero
se mordió la lengua.

-¿Me puede poner con Frank Hackett?

-El comisario Hackett no se encuentra
disponible.

Toni sabía que Frank estaba de guardia. Steve
así se lo había dicho.

-Si usted no lo quiere despertar, lo haré yo
-dijo. Cortó la llamada y marcó el número
particular de Frank. Si era un policía responsable,
estaría durmiendo con el teléfono al
lado.

Lo cogió enseguida.

-Hackett.

-Soy Toni. Alguien ha entrado a robar en Oxenford
Medical y se ha llevado muestras del Madoba-2, el virus que
mató a Michael Ross.

-¿Cómo has dejado que pasara algo
así?

Toni no dejaba de hacerse la misma pregunta, pero
oírla de labios de Frank le sentó como una
bofetada.

-Si eres tan listo, averigua cómo coger a los
ladrones antes de que se escapen -retrucó.

-¿No os hemos enviado un coche patrulla hace una
hora?

-Sí, pero no ha llegado. Tus valientes
policías vieron la nieve y se echaron
atrás.

-Bueno, si nosotros estamos atrapados, los sospechosos
también lo estarán.

-Tú no estás atrapado, Frank. Puedes
llegar hasta aquí en una máquina
quitanieves.

-No tengo una máquina quitanieves.

-El ayuntamiento tiene varias,
llámales.

Hubo una larga pausa.

-No creo que sea buena idea -dijo al fin.

Toni sintió ganas de matarlo. Frank disfrutaba
ejerciendo su autoridad para llevarle la contraria. Le
hacía sentirse poderoso, y nada le gustaba más que
desafiarla. Toni siempre le había parecido demasiado
autoritaria. ¿Cómo había podido vivir con
él tanto tiempo? Se tragó la réplica que
tenía en la punta de la lengua y dijo:

-¿Por qué no, Frank?

-No puedo enviar a un grupo de hombres desarmados en
busca de una cuadrilla armada. Tendremos que reunir a unos
cuantos agentes entrenados en el uso de armas de fuego, llevarlos
al arsenal y equiparlos con chalecos antibalas, armas y
munición. Eso nos llevará un par de
horas.

-¡Mientras tanto, los ladrones se escapan con un
virus que podría matar a miles de personas!

-Daré la alerta sobre la furgoneta.

-Puede que cambien de coche. Quizá tengan un
todoterreno aparcado en algún sitio.

-Aun así no llegarán lejos.

-¿Y si tienen un helicóptero?

-Toni, te estás dejando llevar por la
imaginación. En Escocia los ladrones no tienen
helicópteros.

No estaban ante un grupo de delincuentes comunes que
intentaban huir con un puñado de joyas o un saco de
billetes, pero Frank nunca había acabado de entender la
gravedad del peligro biológico.

-Frank, déjate llevar por la imaginación
un momento. ¡Esa gente pretende desatar una
epidemia!

-No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. Ya
no eres policía.

-Frank… -No pudo acabar la frase. Él
había colgado-. Frank, eres un capullo y un imbécil
-dijo, aunque no había nadie al otro lado del
teléfono, y luego colgó.

¿Siempre había sido así? Toni
tenía la sensación de que, cuando vivían
juntos, era más razonable. Quizá ella ejerciera una
buena influencia sobre él. Por lo menos entonces no la
desdeñaba como ahora. Le vino a la memoria el caso de Dick
Buchan, un violador múltiple que se había negado a
decirle a Frank dónde había ocultado los
cadáveres tras horas de intimidaciones, gritos y amenazas.
Toni se había sentado a charlar con él acerca de su
madre y le había arrancado una confesión en veinte
minutos. Después de aquello, Frank siempre le pedía
consejo antes de empezar un interrogatorio importante. Pero desde
que habían roto parecía haber sufrido una
regresión.

Toni miró el teléfono con el ceño
fruncido, estrujándose la sesera. ¿Cómo iba
a hacerle entrar en razón? Estaba lo del caso de Johnny
Kirk. En el peor de los casos, siempre podría utilizarlo
para chantajear a Frank. Pero antes quería hacer una
última llamada. Rastreó la agenda de su
móvil hasta dar con el número personal de Odette
Cressy, su amiga de Scotland Yard.

Al cabo de una eternidad, esta cogió el
teléfono.

-Soy Toni -dijo-. Perdona que te despierte.

-Tranquilo, cariño -dijo Odette,
dirigiéndose a una tercera persona-. Es del
trabajo.

Toni se sorprendió.

-No esperaba que estuvieras con alguien.

-Solo es Santa Claus. ¿Qué
pasa?

Toni se lo explicó.

-Mierda, eso es justo lo que nos temíamos
-comentó Odette.

-No puedo creer que haya dejado ocurrir algo
así.

-¿Hay alguna pista sobre cuándo y
cómo piensan usar el virus?

-En realidad hay dos pistas -contestó Toni-. En
primer lugar, no se han limitado a robar el virus, sino que lo
han vertido en un frasco de perfume. Está listo para usar.
Podrían liberarlo en cualquier lugar atestado de gente: un
cine, un avión, los almacenes Harrods… nadie se
daría cuenta.

-¿Un frasco de perfume, dices?

-De la marca Diablerie.

-Eso está bien. Por lo menos sabemos lo que
estamos buscando. ¿Qué más
tienes?

-Uno de los guardias les ha oído decir que han
quedado con el cliente a las diez.

-A las diez. No pierden el tiempo.

-Exacto. Si entregan el virus a su cliente a las diez de
la mañana, esta misma noche podría estar en
Londres, y mañana podrían soltarlo en el Albert
Hall.

-Buen trabajo, Toni. Dios, ojalá nunca te
hubieras ido de la policía.

Toni empezaba a sentirse un poco más
animada.

-Gracias.

-¿Algo más?

-Han seguido hacia el norte al salir de aquí. Yo
vi la furgoneta. Pero hay una tormenta de nieve y las carreteras
están poco menos que intransitables, así que
segurarnente no se han alejado mucho de donde estoy.

-Eso significa que podemos cogerlos antes de que
entreguen la mercancía.

-Sí, pero no he podido convencer a la
policía local de lo urgente que es ir tras
ellos.

-Eso déjamelo a mí. Me encargaré de
que se pongan las pilas. El terrorismo es asunto de Estado. Tus
chicos están a punto de recibir una llamada del
número diez de Downing Street ¿Qué
necesitas, helicópteros? Hay un portaaviones de la armada,
el Gannet, a tan solo una hora de ahí.

-Ponlos en alerta. No creo que los helicópteros
puedan volar con la que está cayendo, y aunque pudieran
hacerlo no verían lo que pasa a ras de suelo. Lo que
necesito de verdad es una máquina quitanieves.
Habría que despejar la carretera desde Inverburn, y la
policía tendría que establecer su base de
operaciones aquí para empezar a buscar a los
sospechosos.

-Me aseguraré de que así sea. Mantenme al
corriente, ¿vale?

-Gracias, Odette.

Toni colgó.

Se dio la vuelta. Carl Osborne estaba justo
detrás de ella, tomando notas.

02.30

Elton conducía el Opel Astra despacio,
abriéndose camino con dificultad sobre una capa de nieve
fresca de más de treinta centímetros de espesor.
Nigel iba a su lado, aferrándose al maletín de piel
granate y su mortal contenido. Kit iba en la parte de
atrás con Daisy y no le quitaba ojo al maletín,
imaginando un accidente de tráfico en el que este
resultara aplastado, la botella hecha añicos y el
líquido esparcido en el aire como una botella de
champán envenenado que acabaría con la vida de
todos ellos.

Su impaciencia se convirtió en
desesperación cuando Elton redujo todavía
más la marcha. Hasta una bicicleta los habría
adelantado. Kit solo pensaba en llegar cuanto antes al
aeródromo y dejar el maletín en un lugar seguro.
Cada minuto que pasaran en la carretera estarían poniendo
sus vidas en peligro.

Pero no estaba seguro de que pudieran llegar a su
destino. Desde que habían salido del aparcamiento del Dew
Drop no habían visto ningún otro vehículo en
marcha. Cada kilómetro, aproximadamente, pasaban por
delante de un coche o camión abandonado, algunos en el
arcén y otros directamente en medio de la calzada,
incluido un Range Rover de la policía que había
volcado.

De pronto, los faros del Astra iluminaron a un hombre
que agitaba los brazos frenéticamente. Vestía traje
y corbata, y no llevaba abrigo ni sombrero. Elton miró de
reojo a Nigel, que murmuró:

-Ni se te ocurra parar.

Elton avanzó decididamente hacia el hombre, que
se apartó de la carretera en el último momento.
Mientras pasaban de largo, Kit divisó a una mujer con
vestido de fiesta y un delgado chal arrebujado alrededor de los
hombros, de pie junto a un gran Bentley. Parecía
desesperada.

Dejaron atrás el desvío que llevaba a
Steepfall, y Kit deseó volver a ser un niño que
dormía en la casa de su padre, ajeno a todo lo que tuviera
que ver con virus, ordenadores y las reglas del
blackjack.

La tormenta había arreciado hasta el punto de que
casi no se veía nada al otro lado del parabrisas, a no ser
una blancura infinita. Elton apenas tenía visibilidad.
Conducía guiado por la intuición, el optimismo y
los vistazos que iba echando a uno y otro lado por las
ventanillas. El vehículo aminoró de nuevo la
marcha, primero al ritmo de una carrera, luego de una caminata
enérgica. Kit hubiera dado cualquier cosa por disponer de
un coche más apropiado. Con el Toyota Land Cruiser Amazon
de su padre, aparcado a tan solo un par de kilómetros de
allí, lo habrían tenido mucho más
fácil.

Al remontar una colina, los neumáticos empezaron
a resbalar sobre la nieve. El coche fue perdiendo impulso poco a
poco, luego se detuvo por completo y, ante la mirada horrorizada
de Kit, empezó a deslizarse hacia atrás. Elton
intentó frenarlo, pero solo logró acelerar la
caída. Dio un volantazo y la parte trasera del
vehículo se desvió hacia la izquierda. Entonces
giró el volante en la dirección contraria y el
coche se detuvo, quedando atravesado en medio de la calzada.
Nigel soltó una maldición.

Daisy se inclinó hacia delante y le espetó
a Elton: -¿Por qué has hecho eso,
gilipollas?

-Sal y empuja, Daisy -replicó este.

-Que te den por el culo.

-Lo digo en serio -insistió Elton-. La cima de la
colina está a tan solo unos metros. Podría llegar
hasta allí si alguien me diera un
empujón.

-Saldremos todos a empujar -sentenció Nigel.
Nigel, Daisy y Kit se apearon del coche. Hacía un
frío glacial, y los copos de nieve se metían en los
ojos de Kit. Se colocaron detrás del coche y se apoyaron
en él. Solo Daisy llevaba guantes. El metal del chasis
cortaba las manos desnudas de Kit. Elton quitó el freno de
mano poco a poco, descargando el peso del coche sobre ellos. En
pocos segundos, los pies de Kit estaban empapados, pero los
neumáticos se agarraron a la carretera. Elton se
alejó de ellos y avanzó hasta la cima de la
colina.

Remontaron la cuesta con dificultad, resbalando en la
nieve, jadeando a causa del esfuerzo y temblando de frío.
¿Iba a repetirse aquella escena cada vez que se
encontraran con una cuesta a lo largo de los siguientes quince
kilómetros?

Nigel había pensado lo mismo. Cuando volvieron al
coche le preguntó a Elton:

-¿De veras crees que llegaremos en este
coche?

-En esta carretera quizá no haya mayor problema
-contestó Elton-, pero hay cuatro o cinco
kilómetros de camino rural para llegar al
aeródromo.

Al oírlo, Kit se acabó de
decidir.

-Sé dónde hay un todoterreno con
tracción a las cuatro ruedas, un Toyota Land Cruiser
-anunció.

-Nadie nos asegura que no vaya a quedarse atrapado en la
nieve. ¿Recuerdas el todoterreno de la policía que
hemos dejado atrás? -observó Daisy.

-Tiene que ser mejor que un Opel Astra -repuso Nigel-.
¿Dónde está el coche?

-En casa de mi padre. Para ser exactos, está en
el garaje, que apenas se ve desde la casa.

-¿A qué distancia?

-Tendríamos que retroceder poco más de un
kilómetro y luego tomar un desvío. De allí
al garaje debe de haber otro kilómetro.

-¿Cuál es tu plan?

-Dejamos el Astra en el bosque, cerca de la casa,
cogemos el Land Cruiser y nos vamos al aeródromo.
Después, Elton lleva el todoterreno de vuelta y coge el
Astra.

-Para entonces será de día. ¿Y si
alguien lo ve dejando el todoterreno en el garaje de tu
padre?

-No lo sé, ya nos inventaremos algo, pero pase lo
que pase no puede ser peor que quedarnos atrapados en la
nieve.

-¿Alguien tiene una idea mejor? -inquirió
Nigel.

No hubo respuesta.

Elton dio media vuelta y bajó la pendiente con
una marcha corta. Al cabo de unos minutos, Kit dijo:

-Coge ese desvío.

Elton detuvo el coche.

-Ni hablar -replicó-. ¿Tú has visto
la cantidad de nieve que hay en esa carretera? Tiene por lo menos
medio metro de grosor, y por ahí no pasa un coche desde
hace horas. No avanzaríamos ni cincuenta metros antes de
quedarnos atrapados.

Al igual que cuando iba perdiendo al blackjack, Kit tuvo
la terrible sensación de que alguna fuerza superior se
complacía en darle malas cartas.

-¿Queda muy lejos la casa de tu padre?
-preguntó Nigel.

-Un poquito. -Kit tragó en seco-. Poco más
de un kilómetro.

-Con este puto tiempo, eso es muchísimo
-retrucó Daisy.

-La alternativa -señaló Nigel- es
quedarnos aquí esperando hasta que pase algún coche
y secuestrarlo.

-Pues ya podemos esperar sentados -observó Elton
– No he visto un coche en marcha desde que hemos salido del
laboratorio.

-Vosotros tres podríais esperar aquí
mientras yo voy a por el todoterreno -sugirió
Kit.

Nigel negó con la cabeza.

-Podría pasarte algo, quedarte atrapado en la
nieve o algo así, y no tendríamos manera de
encontrarte. Es mejor que sigamos juntos.

Había otra razón, supuso Kit: Nigel no se
fiaba de él. Seguramente temía que se echara
atrás y decidiera llamar a la policía. Nada
más lejos de la intención de Kit, pero Nigel no
tenía por qué saberlo.

Hubo un largo silencio. Permanecían
inmóviles, reacios a abandonar el ambiente cálido
del coche. Entonces Elton apagó el motor y todos se
apearon del vehículo.

Nigel se aferraba al maletín como si le fuera la
vida en ello. Al fin y al cabo, era el motivo por el que todos
estaban allí. Kit se llevó su portátil
consigo. Quizá necesitara interceptar alguna
comunicación del Kremlin con el exterior. Elton
encontró una linterna en la guantera y se la dio a
Kit.

-Tú irás delante -dijo.

Kit echó a andar sin más
preámbulos, abriéndose paso como podía entre
la nieve, que le llegaba a las rodillas. Oía los
gruñidos y maldiciones de los otros, pero no volvió
la vista atrás. O seguían su ritmo o se quedaban
por el camino.

Hacía un frío implacable. Ninguno de ellos
iba vestido para algo así. No habían contado con la
posibilidad de tener que estar a la intemperie. Nigel llevaba una
americana, Elton una gabardina y Daisy una chaqueta de piel. De
todos ellos, Kit era el que iba más abrigado con su
chaqueta acolchada. Se había puesto botas de
montaña, y Daisy llevaba botas de motorista, pero Nigel y
Elton llevaban zapatos normales y corrientes, y Daisy era la
única que tenía guantes.

Kit no tardó en empezar a temblar. Le
dolían las manos, aunque procuraba mantenerlas hundidas en
los bolsillos de su chaquetón. La nieve le había
empapado los vaqueros hasta las rodillas y el agua se le
había colado dentro de las botas. Tenía las orejas
y la nariz insensibilizadas por el frío.

La familiar carretera que tantas veces había
recorrido a pie o en bicicleta de pequeño estaba sepultada
bajo la nieve, y Kit se preguntó si no habría
perdido el norte. Estaban en pleno páramo escocés,
y a diferencia de lo que ocurría en otras zonas de Gran
Bretaña, no había ningún seto o muro que
bordeara la carretera. A uno y otro lado de esta se
extendían terrenos sin cultivar, y a nadie se le
había ocurrido nunca vallarlos.

Kit tenía la impresión de que se
habían desviado de la carretera. Se detuvo y, con las
manos desnudas, empezó a escarbar en la nieve.

-¿Qué pasa ahora? -preguntó Nigel
con cara de pocos amigos.

-Un segundo. -Kit encontró hierba escarchada, lo
que significaba que se habían alejado de la carretera
asfaltada. Pero ¿en qué dirección?
Pegó los labios a sus manos heladas y sopló para
tratar de calentarlas con su propio aliento. A la derecha, el
terreno parecía describir una pendiente. Supuso que la
carretera tenía que estar en esa dirección. Se
encamino hacia allí con dificultad, y a los pocos metros
volvió a escarbar en la nieve. Esta vez encontró
asfalto.

-Es por aquí -anunció, con más
seguridad de la que sentía.

La nieve derretida que le había empapado los
vaqueros y los calcetines empezó a cuajar de nuevo,
así que ahora tenía una capa de hielo pegada a la
piel. Llevaban media hora caminando y Kit tenía la
sensación de que avanzaban en círculos.
Había perdido el sentido de la orientación. En una
noche normal, las farolas de la casa se habrían visto
desde lejos, pero la tormenta de nieve impedía el paso de
cualquier haz de luz. Tampoco veía ni olía el mar.
Era como si estuviera a cien kilómetros de distancia. Kit
cayó en la cuenta de que podían morir de
frío si se perdían, y sintió verdadero
pánico.

Los demás lo seguían en un silencio que
era fruto del agotamiento. Hasta Daisy había dejado de
refunfuñar. Resoplaban temblaban de la cabeza a los pies.
No les quedaban fuerzas para protestar.

Finalmente, Kit percibió una oscuridad más
intensa a su alrededor. La tormenta parecía haber amainado
ligeramente. De pronto, tropezó con algo. Había
estado a punto de darse de bruces con el grueso tronco de un gran
árbol. Eso significaba que habían alcanzado el
bosque cercano a la casa. Se sintió tan aliviado que tuvo
ganas de arrodillarse y dar las gracias. A partir de allí,
podría llegar al garaje sin problemas.

Mientras seguía el sendero que serpenteaba entre
los árboles, oyó un sonoro castañeteo de
dientes a su espalda. Deseó que fuera Daisy.

Había perdido toda la sensibilidad en los dedos
de las manos y los pies, pero aún podía mover las
piernas. La capa de nieve no era tan gruesa allí, bajo las
copas de los árboles, por lo que podía avanzar
más deprisa. Un débil resplandor le indicó
que se acercaba a la casa. Por fin abandonó la arboleda y,
siguiendo la luz, llegó al garaje.

Las grandes puertas automáticas estaban cerradas,
pero había una puerta lateral que siempre se dejaba
abierta. Kit la encontró y entró en el garaje. Los
otros tres siguieron sus pasos.

-Gracias a Dios -dijo Elton en tono sombrío-.
Creía que iba a palmarla en el puto páramo
escocés.

Kit encendió la linterna. Allí estaba el
Ferrari azul de su padre, con su voluptuosa silueta, arrimado a
la pared. A su lado estaba el Ford Mondeo blanco de Luke, lo que
no era nada habitual. Este solía volver a casa con Lori en
su coche al final de la jornada. ¿Se habrían
quedado a pasar la noche o…?

Apuntó con la linterna hacia el otro extremo del
garaje, donde su padre solía dejar el Toyota Land Cruiser
Amazon.

La plaza de aparcamiento estaba vacía.

Kit sintió ganas de llorar.

Enseguida comprendió lo ocurrido. Luke y Lori
vivían en un pequeño chalet a unos dos
kilómetros de allí. En vista del tiempo, Stanley
les habría dado permiso para coger el todoterreno y dejar
allí el Ford Mondeo, que no era mejor que el Opel Astra
para circular por la nieve.

-Me cago en todo -masculló Kit.

-¿Dónde está el Toyota?
-inquirió Nigel.

-Se lo han llevado -contestó Kit-. Maldita sea,
ahora sí que la hemos cagado.

03.30

Carl Osborne hablaba por el móvil.

-¿Hay alguien en la redacción? Bien, pues
pásame.

Toni cruzó el vestíbulo principal y se
acercó a él.

-Espera, por favor.

Carl tapó el auricular con la mano.

-¿Qué pasa?

-Por favor, cuelga y escúchame un
segundo.

Carl se volvió hacia el auricular.

-Prepárate para grabar mi voz, te volveré
a llamar en un par de minutos.

Pulsó el botón de fin de llamada y la
miró con gesto expectante.

Toni estaba desesperada. Carl podía hacer mucho
daño a la empresa con un enfoque alarmista de lo ocurrido.
Odiaba suplicar, pero tenía que
impedírselo.

-Esto podría ser mi ruina -empezó-.
Dejé que Michael Ross robara un conejo infectado, y ahora
he consentido que una cuadrilla de ladrones se haga con varias
muestras del virus.

-Lo siento, Toni, pero es ley de vida.

-También podría ser el fin de la empresa
-insistió. Estaba siendo más franca de lo que
hubiera deseado, pero no le quedaba otro remedio-. La mala
publicidad podría ahuyentar a nuestros…
inversores.

-Los americanos, quieres decir. -Carl no le dejaba pasar
ni una.

-¿Y eso qué más da? Lo importante
es que la empresa se iría al garete. -Y con ella Stanley,
pensó, aunque se abstuvo de decirlo. Intentaba sonar
razonable y objetiva, pero la voz estaba a punto de
rompérsele-. ¡No se lo merecen!

-Querrás decir que tu querido profesor Oxenford
no se lo merece.

-¡Lo único que intenta es encontrar una
cura para enfermedades que matan a la gente, por el amor de
Dios!

-Y de paso amasar una fortuna.

-Igual que tú, cuando llevas la verdad a los
telespectadores escoceses.

Osborne se la quedó mirando fijamente, tratando
de averiguar si había sarcasmo en sus palabras. Luego
negó con la cabeza.

-Una noticia es una noticia. Además, antes o
después saldrá a la luz. Si no lo hago yo, lo
hará otro.

-Lo sé. -Toni volvió la mirada hacia las
ventanas del vestíbulo principal. La tormenta no
parecía querer amainar. En el mejor de los casos, el
tiempo se estabilizaría un poco con la llegada del alba-.
Dame solo tres horas -le pidió-. Espérate hasta las
siete para hacer esa llamada.

-¿Qué diferencia hay?

Quizá ninguna, pensó Toni, pero aquella
era su única esperanza.

-Para entonces tal vez podamos anunciar que la
policía ha detenido a los ladrones, o por lo menos que
están sobre su pista y esperan detenerlos en cualquier
momento.

Quizá la empresa, y con ella Stanley, pudieran
sobrevivir a la crisis si esta se zanjaba deprisa.

-Ni hablar. Mientras tanto, alguien podría
pisarme la noticia. En cuanto se entere la policía,
será un secreto a voces. No puedo arriesgarme.

Dicho lo cual, empezó a marcar un número
en su móvil. Toni se lo quedó mirando fijamente. La
verdad ya era bastante terrible, pero vista a través de la
lente deformadora del periodismo sensacionalista podía
tener consecuencias catastróficas.

-Graba lo que voy a decir -ordenó Carl a su
interlocutor- Podéis pasarlo con una foto mía
hablando por teléfono. ¿Listos?

Toni sintió ganas de estrangularlo.

-Les hablo desde los laboratorios Oxenford Medical. En
tan solo dos días, esta empresa farmacéutica
escocesa ha vivido dos graves incidentes de seguridad
biológica.

¿Podía detenerlo? Tenía que
intentarlo. Miró a su alrededor. Steve estaba
detrás del mostrador. Susan seguía acostada y
estaba muy pálida, pero Don seguía de pie. Su madre
dormía, al igual que el cachorro. Tenía dos hombres
de su parte.

-Perdona -le dijo a Carl.

El periodista se hizo el sordo. -Varias muestras de un
virus mortal conocido como Madoba-2…

Toni puso la mano sobre el teléfono.

-Lo siento, pero no puede hablar aquí
dentro.

Osborne se apartó e intentó proseguir.
-Muestras de un virus…

Toni lo interrumpió de nuevo, y esta vez puso la
mano entre el teléfono y la boca de Osborne.

-¡Steve, Don! ¡Venid aquí,
rápido!

-Intentan impedir que dé la noticia
-alcanzó a añadir Carl-, ¿sigues
grabando?

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