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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 8)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

-Los teléfonos móviles pueden alterar el
funcionamiento de los aparatos electrónicos existentes en
el laboratorio -dijo Toni, lo bastante alto para que se la
escuchara al otro lado de la línea-, por lo que su uso
está prohibido. -Lo que acababa de decir no era cierto,
pero serviría como pretexto-. Haga el favor de
desconectarlo.

Carl Osborne se apartó de Toni y exclamó a
voz en grito:

-¡Déjame en paz!

Toni hizo una seña a Steve, que le
arrebató el aparato de las manos y lo
apagó.

-¡No puedes hacerme esto! -protestó
Carl.

-Por supuesto que puedo. Eres un invitado, y yo estoy al
frente de la seguridad.

-Y una mierda. La seguridad no tiene nada que ver con
esto.

-Piensa lo que quieras, pero aquí las reglas las
dicto yo.

-Me iré afuera a hablar por
teléfono.

-Te morirás de frío.

-No puedes impedir que me vaya.

Toni se encogió de hombros.

-En eso tienes razón. Pero no pienso devolverte
el móvil.

-Me lo robas.

-Lo confisco por motivos de seguridad. Te lo enviaremos
por correo.

-Encontraré una cabina.

-Que tengas suerte.

No había ningún teléfono
público en diez kilómetros a la redonda.

Carl se puso el abrigo y salió. Toni y Steve lo
observaban por las ventanas. Se metió en el coche y
arrancó el motor. Luego volvió a salir y
barrió con las manos la capa de varios centímetros
de nieve que cubría el parabrisas. Los limpiaparabrisas
empezaron a funcionar. Carl se subió al coche y
arrancó.

-Se ha olvidado del perro -observó
Steve.

La ventisca había remitido ligeramente. Toni
masculló una maldición. No podía creer que
el tiempo fuera a mejorar justo cuando no debía
hacerlo.

A medida que el Jaguar remontaba la cuesta, la pila de
nieve que iba arrastrando le dificultaba el avance. Se detuvo a
unos cien metros de la verja.

Steve sonrió.

-Ya decía yo que no podía llegar muy
lejos.

La luz de la cabina se incendió frunció el
ceño, preocupada.

-A lo mejor piensa quedarse ahí encerrado
-aventuró Steve-, con el motor en marcha y la
calefacción a todo gas hasta que se le acabe la
gasolina.

Toni miró hacia fuera con ojos escrutadores,
intentando ver a través de la nieve.

-¿Qué demonios hace? -se preguntó
Steve-. Parece que esté hablando solo.

Toni comprendió lo que estaba pasando, y el
corazón le dio un vuelco en el pecho.

-Mierda -dijo-. Está hablando, pero no
solo.

-¿Qué?

-Tiene otro teléfono en el coche. Es un
periodista, debe de llevar un equipo de repuesto. Joder,
tenía que haberlo sabido.

-¿Quieres que salga y se lo quite de las
manos?

-Demasiado tarde. Para cuando lo alcanzaras, ya
habría dicho lo suficiente. Maldita sea. -Todo se le
volvía en contra. Sintió ganas de rendirse, dar la
espalda a todo aquello, buscar una habitación a oscuras y
acostarse con los ojos cerrados. Pero no lo hizo, sino que
procuró tranquilizarse-. Cuando vuelva a entrar, sal sin
que te vea y mira a ver si ha dejado las llaves puestas. Si es
así, sácalas. Por lo menos no podrá volver a
usar el teléfono.

-De acuerdo.

El móvil de Toni empezó a
sonar.

-Toni Gallo -contestó.

-Soy Odette.

Sonaba algo alterada.

-¿Qué ha pasado?

-Acabo de hablar con los de inteligencia. Un grupo
terrorista que se hace llamar Cimitarra ha estado intentando
comprar el Madoba-2.

-¿Cimitarra? ¿Es un grupo
árabe?

-Eso parece, aunque no estamos seguros. Puede que hayan
elegido ese nombre para despistar. Pero creemos que tus ladrones
trabajan para ellos.

-Dios santo. ¿Sabes algo más?

-Piensan liberarlo mañana, aprovechando que es
festivo, en algún lugar público de Gran
Bretaña.

Toni reprimió un grito. Odette y ella
habían comentado aquella posibilidad, pero saber que se
confirmaba le ponía los pelos de punta. Los
británicos solían pasar el día de Navidad en
casa, y el 26 de diciembre, más conocido como Boxing Day,
aprovechaban para salir a pasear. En todo el país,
familias enteras se echarían a la calle para ir a un
partido de fútbol, una carrera de caballos, al cine, al
teatro o a la bolera. Muchos cogerían un avión para
irse a esquiar o a pasar unos días en alguna playa del
Caribe. Las posibilidades eran infinitas.

-Pero ¿dónde? -inquirió Toni-.
¿En qué lugar público?

-No lo sabemos. Así que no nos queda otra que
detener a esos ladrones. La policía local se dirige hacia
ahí con una máquina quitanieves.

-¡Eso es genial!

Toni empezó a sentirse más animada. Si
lograban atrapar a los ladrones, todo cambiaría. No solo
podrían recuperar el virus y evitar el peligro anunciado,
sino que Oxenford Medical no quedaría tan mal en la
prensa, y Stanley se salvaría. Odette
prosiguió:

-También he puesto sobre aviso a la
policía de las localidades vecinas, y he informado a
Glasgow. Pero creo que las operaciones se dirigirán desde
Inverburn. El tipo que está al frente de la jefatura de
policía se llama Frank Hackett. El nombre me resulta
familiar… no será tu ex, ¿verdad?

-Pues sí. Ahí está el problema. Le
gusta llevarme la contraria.

-Creo que te vas a encontrar con un hombre muy cambiado.
Ha recibido una llamada personal del canciller del ducado de
Lancaster. Ya sé que suena cómico, pero es la
persona que está al frente de la secretaría de
Estado de Interior, lo que significa que es el mandamás de
la lucha antiterrorista. Tu ex habrá saltado de la cama
como si estuviera en llamas.

-Que no te dé lástima, no se lo
merece.

-Después ha tenido una charla con mi jefe, otra
experiencia de las que no se olvidan fácilmente. Ahora
mismo el pobre desgraciado va camino de Oxenford Medical en una
máquina quitanieves.

-Preferiría la máquina quitanieves a
secas.

-Lo ha pasado mal, pórtate bien con
él.

-Sí, claro… -repuso Toni.

03.45

Daisy temblaba tanto que apenas podía sujetar la
escalera de mano. Elton escaló los travesaños,
sosteniendo unas tijeras de podar en una de sus manos heladas.
Las luces de la fachada relucían a través de un
cedazo de nieve. Kit los observaba desde la puerta del garaje. Le
castañeteaban los dientes. Nigel estaba en el interior del
garaje, abrazado al maletín de piel granate.

Habían apoyado la escalera de mano contra uno de
los muros laterales de la casa principal. Los cables de
teléfono salían al exterior por una esquina y
discurrían paralelos al tejado hasta llegar al garaje. Kit
sabía que desde allí conectaban con un tubo
subterráneo que iba hasta la carretera principal. Cortar
los cables dejaría a toda la propiedad sin línea
telefónica. Era solo una precaución, pero Nigel
había insistido en que se hiciera, y Kit había
encontrado la escalera de mano y las tijeras de podar en el
garaje.

Tenía la impresión de estar viviendo una
pesadilla. Sabía que el trabajo de aquella noche implicaba
algún peligro, pero jamas se le habría pasado por
la cabeza que acabaría plantado delante de la casa de su
padre mientras un matón a sueldo cortaba los cables de
teléfono y el jefe de la cuadrilla se abrazaba a un
maletín en cuyo interior había un virus capaz de
matarlos a todos.

Elton despegó la mano izquierda de la escalera,
buscó un punto de equilibrio y sujetó las tijeras
de podar con ambas manos. Se inclinó hacia delante,
apresó el cable entre las hojas de las tijeras, las
cerró con fuerza… y las dejó. Estas aterrizaron
boca abajo en la nieve, a escasos centímetros de Daisy,
que soltó un grito.

-¡Chsss! -susurró Kit.

-¡Podía haberme matado! -protestó
Daisy.

-¡Vais a despertar a todo el mundo!

Elton bajó la escalera, recogió las
tijeras de podar y volvió a subir.

Tenían que ir hasta el chalet de Luke y Lori para
coger el todoterreno, pero Kit sabía que no podrían
marcharse enseguida. Estaban al borde del agotamiento, y lo que
era peor, no estaba seguro de saber encontrar la casa de Luke.
Casi se había perdido para llegar a Steepfall. La nieve
seguía cayendo con fuerza. Si intentaban seguir adelante
sin antes reponer fuerzas, se perderían o morirían
de frío, o ambas cosas. Tenían que esperar a que
amainara la tormenta, o que la luz del día les permitiera
orientarse, y para asegurarse de que nadie descubría su
paradero habían decidido cortar la línea
telefónica.

Al segundo intento, Elton logró cortar el cable.
Mientras bajaba la escalera, Kit recogió los trozos de
cable suelto, los enrolló y los dejó apoyados
contra la pared del garaje, donde resultaban menos
visibles.

Elton llevó la escalera de mano hasta el garaje y
la dejó caer con estruendo en el suelo de
hormigón.

-¡Procura no hacer tanto ruido! -le reconvino Kit.
Nigel miraba las paredes de piedra desnuda del establo convertido
en garaje.

-No podemos quedarnos aquí.

-Mejor aquí que ahí fuera -repuso
Kit.

-Estamos destemplados y mojados, y aquí no hay
calefacción. Nos moriremos de frío.

-Tienes razón -asintió Elton.

-Pondremos en marcha los motores de los coches
-sugirió Kit-. Eso caldeará el ambiente.

-No seas imbécil -replicó Elton-. El
monóxido de carbono nos mataría antes de que
pudiéramos entrar en calor

-Podríamos sacar el Ford afuera y esperar
dentro.

-Y una mierda -protestó Daisy-. Yo lo que
necesito es una taza de té, algo de comida caliente y una
copa. Voy a entrar en la casa.

-¡No!

La idea de dejar entrar a aquellos tres en la casa
familiar le producía auténtico pavor. Sería
como llevarse a casa a una jauría de perros rabiosos.
¿Y qué pasaba con el maletín y su virulento
contenido? ¿Cómo iba a dejar que entraran con algo
así en la cocina?

-Estoy con Daisy -terció Elton-. Entremos en la
casa.

Kit lamentó amargamente haberles dicho
cómo cortar las líneas
telefónicas.

-Pero ¿qué digo yo si nos
sorprenden?

-Estarán todos durmiendo.

-¿Y si sigue nevando cuando se
levanten?

Nigel intervino:

-Dirás lo siguiente: no nos conoces de nada. Nos
has encontrado en la carretera. Nuestro coche se ha quedado
atrapado en la nieve a un par de kilómetros de
aquí. Al vernos, te has compadecido de nosotros y nos has
traído hasta aquí.

-¡Se supone que no he salido de la
casa!

-Di que te fuiste a tomar una copa.

-O que habías quedado con una chica
-sugirió Elton.

-¿Cuántos añitos tienes, por
cierto? -le espetó Daisy- ¿Todavía le pides
permiso a papá para salir por la noche?

Kit no soportaba que una energúmena como Daisy lo
tratara con aires de superioridad.

-Se trata de buscar una excusa creíble,
imbécil. ¿Quien sería tan estúpido
para salir en plena ventisca y hacer un montón de
kilómetros solo para tomarse una copa con la cantidad de
alcohol que hay en la casa?

-Alguien lo bastante estúpido para perder un
cuarto de millón al blackjack -replicó
Daisy.

-Ya se te ocurrirá algo, Kit -dijo
Nigel-.Vámonos dentro antes de que se nos caigan los putos
dedos de los pies.

-Habéis dejado los disfraces en la furgoneta. Mi
familia os verá tal como sois.

-Da igual. Solo somos tres desventurados automovilistas
que se han quedado atrapados en la nieve. Habrá cientos
como nosotros, saldrá en las noticias. Tu familia no tiene
por qué relacionarnos con los ladrones que han entrado a
robar en el laboratorio.

-No me gusta -insistió Kit. Le daba miedo plantar
cara a un grupo de delincuentes habituales, pero estaba lo
bastante desesperado para hacerlo-. No quiero que entréis
en la casa.

-Nadie te ha pedido permiso -replicó Nigel con
gesto desdeñoso-. Si no nos dices cómo entrar, lo
averiguaremos por nuestra cuenta.

Lo que aquellos tres no entendían, pensó
Kit al borde de la desesperación, era que en su familia
nadie se chupaba el dedo. Nigel, Elton y Daisy lo tendrían
difícil para engañarlos.

-No parecéis un grupo de inocentes ciudadanos que
se han quedado atrapados en la nieve.

-¿Qué quieres decir? -inquirió
Nigel.

-No respondéis precisamente al perfil de la
típica familia escocesa -contestó Kit-.Tú
eres londinense, Elton es negro y Daisy es una psicópata.
No sé, pero puede que mis hermanas sospechen
algo.

-Nos portaremos bien y no diremos gran cosa.

-Mejor sería que no abrierais la boca en
absoluto. Os lo advierto: a la menor señal de violencia,
se acabó lo que se daba.

-Por supuesto. Queremos que piensen que somos
inofensivos.

-Sobre todo Daisy. -Kit se volvió hacia ella-.
Las manos quietas.

Nigel apoyó a Kit.

-Sí, Daisy. Procura no descubrir el pastel.
Compórtate como una chica normal, aunque solo sea durante
un par d horas, ¿vale?

-Que sí, que sí… -rezongó Daisy,
y se dio la vuelta.

Kit comprendió que, en algún momento de la
conversación que no sabría concretar, había
acabado sometiéndose a los deseos de los
demás.

-Mierda -masculló-. Recordad que me
necesitáis para encontrar el todoterreno. Si le
tocáis un pelo a alguien de mi familia, ya os
podéis olvidar de mí.

Con la sensación fatalista de que no podía
evitar buscarse su propia perdición, Kit rodeó la
casa y los guió hasta la puerta trasera, que como siempre
estaba abierta.

-No pasa nada, Nellie, soy yo -dijo, para que la perra
no ladrara.

Cuando entró en el recibidor de las botas, el
aire caliente lo envolvió como una bendición. A su
espalda, Elton exclamó:

-¡Dios, qué bien se está
aquí!

Kit se dio la vuelta y dijo entre dientes:

-¡Haced el favor de no levantar la voz! -Se
sentía como un maestro de escuela intentando controlar a
un grupo de niños revoltosos en un museo-. ¿No
entendéis que cuanto más tarden en despertarse,
mejor para nosotros? -Los guió hasta la cocina-
Pórtate bien, Nelly -dijo en voz baja-. Son
amigos.

Nigel acarició a Nellie, y la perra movió
la cola. Se quitaron las chaquetas mojadas. Nigel dejó el
maletín sobre la mesa de la cocina y dijo:

-Ve calentando agua para el té, Kit.

El interpelado dejó el portátil en la mesa
y encendió el pequeño aparato de televisión
que había sobre la encimera. Buscó una cadena de
noticias y luego llenó la tetera de agua.

Una atractiva presentadora dijo:

_-A causa de un cambio inesperado en la dirección
del viento, la ventisca ha sorprendido a la mayor parte de la
población escocesa.

-Y que lo jures -observó Daisy.

La presentadora hablaba en un tono seductor, como si
estuviera invitando al telespectador a subir a su piso para tomar
una última copa.

-En algunas zonas, han caído más de
treinta centímetros de nieve en tan solo doce
horas.

-¡No me digas! -replicó Elton.

Se estaban relajando, comprobó Kit con inquietud.
Él, en cambio, se sentía incluso más tenso
que antes.

La presentadora informó de varios accidentes de
tráfico, carreteras bloqueadas y vehículos
abandonados.

-¿Y a mí qué me importa todo eso?
-explotó Kit en tono airado-. ¿Cuándo se
acaba la puta tormenta?

-Prepara el té, Kit -sugirió
Nigel.

Kit sacó tazas, un azucarero y una jarra de
leche. Nigel, Daisy y Elton se reunieron en torno a la mesa de
pino macizo, tal como lo haría una familia de verdad. El
agua rompió a hervir. Kit preparó té y
café.

La presentadora de televisión cedió paso a
un meteorólogo, cuya imagen apareció montada sobre
un mapa de isobaras. Todos guardaron silencio.

-Mañana por la mañana la tormenta
habrá desaparecido tan repentinamente como empezó
-anunció el meteorólogo.

-¡Bien! -exclamó Nigel,
exultante.

-El deshielo empezará antes de
mediodía.

-¡Podrías ser un poco más preciso!
-replicó Nigel, al borde de la exasperación-.
¿A qué hora de la mañana?

-Aún podemos conseguirlo -dijo Elton.
Vertió té en su taza y le añadió
leche y azúcar. Kit compartía su
optimismo.

-Deberíamos salir al alba -advirtió. La
promesa de poder distinguir claramente el camino le había
dado nuevos bríos

-Solo espero que lleguemos a tiempo -apuntó
Nigel.

Elton bebió un sorbo de té.

-Qué bien sienta esto, por Dios. Ahora sé
cómo debió sentirse Lázaro al resucitar de
entre los muertos.

Daisy se levantó. Abrió la puerta que daba
al comedor y escudriñó la estancia en penumbra.
-¿Qué hay aquí? -preguntó.

-¿Adonde crees que vas? -replicó
Kit.

-No pienso beberme el té a secas.

Daisy encendió la luz y pasó al comedor.
Segundos más tarde soltó una exclamación
exultante y Kit la oyó abriendo el mueble bar.

Fue entonces cuando Stanley entró en la cocina
desde el vestíbulo, ataviado con su pijama gris y una bata
de cachemira negra.

-Buenos días -dijo-. ¿Qué pasa
aquí?

-Hola, papá -respondió Kit-. Te lo puedo
explicar.

Daisy volvió del comedor sosteniendo una botella
de Glenmorangie con una de sus manos enguantadas.

Stanley arqueó las cejas al verla.

-¿Le apetece una copa?
-preguntó.

-No, gracias -contestó Daisy-.Tengo una botella
entera.

04.15

Toni llamó a Stanley a su casa tan pronto como
encontró un momento libre. No podía hacer nada para
remediar la situación, pero al menos estaría al
tanto de lo ocurrido. Lo último que quería Toni era
que se enterara del robo por las noticias.

Temía aquella conversación. Debía
confesarse responsable de una calamidad que podía arruinar
su vida. ¿Cómo no iban a cambiar sus sentimientos
hacia ella después de algo así?

Marcó el número, pero no había
línea. Stanley debía de tener el teléfono
estropeado. Era posible que la tormenta hubiera provocado un
fallo en las líneas. Se sintió aliviada por no
tener que darle la terrible noticia de viva voz.

Stanley no tenía móvil, pero en su Ferrari
había un teléfono. Llamó a ese número
y dejó un mensaje.

-Stanley, soy Toni. Malas noticias: han entrado a robar
en el laboratorio. Por favor, llámame al móvil en
cuanto puedas.

Era posible que no escuchara el mensaje hasta que fuera
demasiado tarde, pero por lo menos lo había
intentado.

Toni miraba con impaciencia por las ventanas del
vestíbulo principal. ¿Dónde se había
metido la policía con el quitanieves? Venían desde
Inverburn -es decir, desde el sur, por la carretera principal.
Toni había calculado que la máquina quitanieves
avanzaría a unos veinticinco kilómetros por hora,
dependiendo de la profundidad de la nieve que debía
despejar a su paso, así que el viaje les tomaría
entre veinte y treinta minutos Ya tendrían que haber
llegado. «¡Venga, daos prisa!»

Esperaba que, nada más llegar a Oxenford Medical,
la policía saliera hacia el norte en busca de la furgoneta
de Hibernian Telecom. Seguramente sería fácil de
localizar gracias a las grandes letras blancas impresas sobre el
fondo oscuro del chasis.

Pero los ladrones podían haber pensado en eso, se
dijo de pronto. Seguramente tenían previsto cambiar de
vehículo al poco de abandonar el Kremlin. Eso es lo que
ella habría hecho en su lugar. Habría elegido un
coche del montón, un Ford Fiesta o similar, que se
parecía a muchos otros modelos, y lo habría dejado
en un aparcamiento cualquiera, a las puertas de un supermercado o
de una estación de tren. Los ladrones se irían
derechos al aparcamiento y, pocos minutos después de haber
dejado la escena del crimen, huirían en un vehículo
completamente distinto.

La idea era desoladora. Si estaba en lo cierto,
¿cómo se las iba a arreglar la policía para
identificar a los ladrones? Tendrían que inspeccionar
todos los coches y comprobar si sus ocupantes eran tres hombres y
una mujer.

Se preguntó con nerviosismo si podía hacer
algo para acelerar el proceso. Suponiendo que la banda hubiera
cambiado de vehículo en algún punto cercano al
laboratorio, tampoco disponían de tantas alternativas.
Necesitaban un sitio en el que pudieran dejar un vehículo
aparcado durante varias horas sin llamar la atención de
nadie. No había estaciones de ferrocarril ni supermercados
en los alrededores. ¿Qué había? Se fue a
mostrador de recepción, cogió un bloc de notas y un
bolígrafo y confeccionó una lista:

Club de golf de Inverburn

Hotel Drew Drop Restaurante Happy Eater

Centro de jardinería Greenfingers

Fábrica de pescados ahumados

Editorial Williams Press

Toni no quería que Carl Osborne se enterara de lo
que estaba haciendo. El periodista había vuelto de su
coche para resguardarse del frío en el vestíbulo
principal y no perdía detalle de cuanto ocurría a
su alrededor. Lo que ignoraba era que a no podía hacer
llamadas desde su coche, pues Steve había Ludo a
hurtadillas y había sacado las llaves del contacto. Aun
así,Toni prefería no arriesgarse.

Se dirigió a Steve en voz baja:

-Tengo un pequeño trabajo de investigación
para ti. -Rasgó en dos la hoja de papel en la que
había apuntado la lista y le dio una de las mitades-.
Llama a estos sitios. Estará todo cerrado, pero supongo
que habrá algún conserje o guardia de seguridad
para coger el teléfono. Explícales que hemos sido
víctimas de un robo, pero no digas qué han robado.
Solo diles que el vehículo utilizado para la fuga puede
haber sido abandonado en las inmediaciones. Pregunta si ven una
furgoneta de Hibernian Telecom aparcada fuera.

Steve asintió.

-Bien pensado. Quizá podamos seguirles la pista y
poner a la policía en el buen camino.

-Exacto. Pero no uses el teléfono de
recepción. No quiero que Carl se entere. Ve al otro
extremo del vestíbulo, desde allí podrás
hablar sin que te oiga, y usa su móvil.

Toni se situó a una distancia prudente de Carl y
saco su móvil. Llamó al teléfono de
información y pidió el número del dub de
golf. Marcó el número solicitado y esperó.
El teléfono sonó durante más de un minuto,
hasta que al fin un voz somnolienta contestó:

-Club de golf, ¿diga?

Toni se presentó y explicó lo ocurrido.
-Estoy tratando de localizar una furgoneta con el rotulo de la
empresa Hibernian Telecom impreso en un costado.
¿Podría decirme si está en su
aparcamiento?

-Ah, ya entiendo… es el vehículo en el que se
han dado a la fuga, ¿no?

Toni contuvo la respiración.

-¿Está ahí?

-No, o por lo menos no lo estaba cuando empezó mi
turno. Hay un par de coches aquí fuera, pero son los que
dejaron los clientes que no se atrevieron a echarse a la
carretera ayer después de comer, ya sabe…

-¿A qué hora empezó su
turno?

-A las siete de la noche.

-¿Es posible que desde entonces hubiera llegado
una furgoneta y hubiera aparcado delante del club, a eso de las
dos de la mañana, por ejemplo?

-Pues… quizá, sí. No puedo
saberlo.

-¿Le importaría salir a
comprobarlo?

-¡Claro, puedo salir a comprobarlo! -Por su tono
de voz, se diría que la idea le parecía digna de un
genio-. Espere un segundo, no tardo nada.

El hombre posó el auricular.

Toni esperó. Oyó el ruido de pasos
alejándose y luego regresando.

-Me parece que no hay ninguna furgoneta ahí
fuera.

-De acuerdo.

-Tenga en cuenta que los coches están todos
cubiertos de nieve. Es imposible verlos con claridad. ¡Ni
siquiera estoy seguro de poder reconocer el
mío!

-Me hago cargo, gracias.

-Pero si hubiera una furgoneta destacaría entre
los demás coches por ser más alta, ¿no cree?
Vamos, que saltaría a la vista.

-No, no hay ninguna furgoneta ahí
fuera.

-Ha sido usted muy amable. Se lo agradezco de
veras.

-¿Qué han robado?

Toni fingió no oír la pregunta y
colgó. Steve estaba hablando por teléfono, y era
evidente que tampoco había conseguido nada. Marcó
el teléfono del hotel Drew Drop.

-Vincent al habla, ¿en qué puedo ayudarle?
-dijo un joven en tono alegre y servicial.

Toni pensó que sonaba como el típico
recepcionista que parece desvivirse por los clientes hasta que a
estos se les ocurre pedirle algo. Repitió su
exposición de los hechos.

-Hay muchos vehículos en nuestro aparcamiento, no
cerramos por Navidad -le comunicó Vincent-. Ahora mismo
estoy mirando el monitor del circuito cerrado de
televisión, pero no veo ninguna furgoneta. Claro que, por
desgracia, la cámara no abarca todo el
aparcamiento.

-¿Le importaría asomarse a la ventana y
echar un vistazo? Es muy importante.

-La verdad es que estoy bastante ocupado.

«¿A estas horas de la noche?»,
pensó Toni. Luego, empleando su tono de voz más
amable y considerado, añadió:

-Verá, así la policía no
tendría que desplazarse hasta ahí para comprobarlo
y de paso entrevistarle.

El truco funcionó. Lo último que
quería Vincent era que su tranquilo turno de noche se
viera alterado por la llegada de varios coches patrulla y agentes
de policía.

-Un momento, por favor.

Se fue y volvió al cabo de pocos
minutos.

-Sí, está aquí -dijo.

-¿De veras?

Toni no daba crédito a sus oídos. Apenas
recordaba la última vez que la suerte se había
puesto de su parte.

-Una furgoneta Ford Transit azul, con la
inscripción «Hibernian Telecom» impresa a un
lado en grandes letras blancas. No puede llevar aquí mucho
tiempo, porque no está tan cubierta de nieve como los
demás coches. Por eso he podido leer la
inscripción.

-No sabe usted la alegría que me da, muchas
gracias. Ya puestos, ¿no se habrá fijado si falta
otro coche, posiblemente el que han usado para darse a la
fuga?

-No, lo siento.

-De acuerdo, ¡gracias de nuevo! -Toni colgó
y buscó la mirada de Steve- ¡He encontrado el
vehículo en que se dieron a la fuga!

Steve asintió al tiempo que volvía el
rostro hacia la ventana.

-Y la máquina quitanieves ya está
aquí.

04.30

Daisy apuró su taza de té y la
volvió a llenar de whisky.

Kit estaba al borde de un ataque de nervios. Nigel y
Elton quizá pudieran hacerse pasar por inocentes viajeros
sorprendidos por la ventisca, pero Daisy era un caso perdido.
Parecía una delincuente y se comportaba como
tal.

Cuando dejó la botella sobre la mesa de la
cocina, Stanley la cogió.

-Cuidado, no vayas a emborracharte -le advirtió
en tono amable, al tiempo que tapaba la botella.

Daisy no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo
que debía hacer, seguramente porque nadie se
atrevía. Miró a Stanley como si estuviera a punto
de estrangularlo. Se le veía elegante y vulnerable,
enfundado en su pijama gris y su bata negra. Kit se
preparó para lo peor.

-Un poco de whisky templa el espíritu, pero si te
pasas te hará sentir peor -dijo Stanley, y guardó
la botella en un armario-. Mi padre solía decir eso, y era
un gran amante del whisky.

Daisy trataba de contener su ira. El esfuerzo era
visible para Kit. Temía lo que podía pasar si
perdía los estribos. Justo cuando la tensión
parecía insoportable, su hermana Miranda entró en
la cocina luciendo un camisón de noche de color rosa con
estampado floral.

-Hola, cariño. Te has levantado pronto -dijo
Stanley.

-No podía dormir. He pasado la noche en el
sillón cama del viejo estudio de Kit. No preguntes por
qué. -Entonces miró a los desconocidos-. Es muy
pronto para recibir visitas

-Os presento a mi hija Miranda -anunció Stanley

Mandy, te presento a Nigel, Elton y Daisy.

Minutos antes Kit los había presentado a su padre
y, para cuando se percató de su error, ya le había
dado los nombres reales de los tres.

Miranda asintió a modo de saludo.

-¿Os ha traído Santa Claus en su trineo?
-preguntó en tono dicharachero.

-El coche los ha dejado tirados en la carretera
principal, cerca de nuestro desvío -explicó Kit-.
Yo los he recogido, pero luego mi coche también se ha
quedado atrapado en la nieve y hemos tenido que hacer el resto
del camino a pie. -¿Se lo tragaría? ¿Y se
resistiría a preguntar por el maletín de piel
granate que descansaba sobre la mesa de la cocina como una bomba
a punto de estallar?

Pero, contra todo pronóstico, Miranda se
fijó en otro aspecto de la cuestión.

-No sabía que habías salido.
¿Adonde demonios has ido, en plena noche y con este
tiempo?

-Bueno, ya sabes… -Kit había pensado
cómo contestar a aquella pregunta, y miró a su
hermana con una media sonrisa-. No podía dormir, me
sentía solo y se me ocurrió ir a ver a una antigua
novia de Inverburn.

-¿Cuál de ellas? La mayoría de las
chicas de Inverburn son antiguas novias tuyas.

-No creo que la conozcas. -Pensó
rápidamente en un nombre-. Lisa Freemont.

No bien lo dijo, se arrepintió. Lisa Freemont era
de un personaje de una película de Hitchcock.

Miranda no pareció darse cuenta.

-¿Se alegró de verte?

-No estaba en casa.

Miranda se dio la vuelta y cogió la
cafetera.

Kit se preguntó si se lo habría tragado.
La historia que había inventado sobre la marcha no era lo
bastante buena, pero Miranda no podía saber por qué
mentía. Seguramente daría por sentado que su
hermano mantenía una relación con alguien pero
prefería mantenerla en secreto, quizá por tratarse
de la mujer de otro.

Mientras Miranda se servía café, Stanley
se dirigió a Nigel. -¿De dónde eres? No
suenas escocés. Parecía un comentario de lo
más inocente, pero Kit sabía que su padre trataba
de recabar información sobre los desconocidos.

Nigel le contestó en el mismo tono despreocupado.
-Vivo en Surrey, pero trabajo en Londres. Tengo un despacho en
Canary Wharf.

-Ah, te dedicas al mundo de las finanzas.

-Suministro sistemas de alta tecnología a
países del tercer mundo, sobre todo de Oriente
Próximo. Un joven jeque del petróleo quiere tener
su propia discoteca y no sabe dónde comprar todo lo
necesario, así que acude a mí y yo le soluciono la
papeleta.

Sonaba muy creíble.

Miranda se llevó el café a la mesa y se
sentó frente a Daisy. -Qué guantes más
chulos -dijo. Daisy llevaba puestos unos guantes de ante
marrón claro de aspecto lujoso que estaban completamente
empapados-. ¿Por qué no los pones a
secar?

Kit se puso nervioso. Cualquier intercambio verbal con
Daisy entrañaba peligro.

La aludida lanzó una mirada hostil a Miranda,
pero esta no se dio cuenta e insistió:

-Deberías rellenarlos con algo para que no
pierdan la forma. -Cogió un rollo de papel de cocina de la
encimara-.Ten, puedes usar esto.

-No lo necesito -masculló Daisy con mal
disimulada ira.

Miranda arqueó las cejas en un gesto de
sorpresa.

-Perdona, ¿he dicho algo que haya podido
molestarte?

«Oh, no. Ahora sí que vamos listos»,
pensó Kit.

Nigel intervino.

-No seas tonta, Daisy. No querrás quedarte sin
guantes -Había un tono de insistencia en su voz que
hacía que sus palabras sonaran más como una orden
que como una sugerencia Estaba tan preocupado como Kit-. Haz lo
que te dice la señora, solo está siendo amable
contigo.

Una vez más, Kit esperó el desenlace
fatal. Pero, para su sorpresa, Daisy se quitó los guantes.
Kit se quedó desconcertado al ver que tenía unas
manos pequeñas y delicadas. Nunca se había
percatado de ello. El resto de su persona transmitía una
inequívoca sensación de brutalidad: el recargado
maquillaje negro de los ojos, la nariz torcida, la chaqueta de
piel con cremallera metálica, las botas de motorista. Pero
sus manos eran preciosas, y saltaba a la vista que lo
sabía, pues las llevaba bien cuidadas, con las uñas
limpias y pintadas de un rosa pálido. Kit estaba
fascinado. Se dio cuenta de que en algún rincón de
aquel monstruo había una chica normal y corriente.
¿Qué le habría pasado? Había crecido
bajo la tutela de Harry Mac, eso es lo que le había
pasado.

Miranda la ayudó a rellenar los guantes mojados
con papel de cocina.

-¿De qué os conocéis, vosotros
tres? -preguntó a Daisy. Había empleado un tono de
educada curiosidad, como si estuviera charlando con alguien en
una fiesta, pero en realidad estaba intentando sonsacarle
información. Al igual que Stanley, no tenía ni idea
del peligro al que se exponía.

Daisy parecía aterrada. Al verla, Kit
pensó en una colegiala a la que el maestro hubiese
preguntado por la tarea que se le había olvidado hacer.
Kit quería romper aquel silencio incómodo, pero
habría quedado raro que contestara por ella. Al cabo de
unos instantes, fue Nigel quien intervino:

-El padre de Daisy y yo somos viejos amigos.

«Eso está bien», pensó Kit,
aunque Miranda se preguntaría por qué no le
había contestado la propia Daisy.

.-Y Elton trabaja para mí -añadió
Nigel.

Miranda sonrió a Elton.

-¿Eres su mano derecha?

-Su chófer -contestó el interpelado en
tono brusco.

Kit pensó que era una suerte que por lo menos
Nigel fuera un tipo sociable, para compensar la hosquedad de los
otros dos.

-Es una lástima que os haya pillado este tiempo
-comentó Stanley.

Nigel sonrió.

-Si hubiera querido tomar el sol, me habría ido a
las Barbados.

-El padre de Daisy y tú debéis de ser
buenos amigos, para pasar las navidades juntos.

Nigel asintió.

-Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

A Kit le parecía evidente que Nigel estaba
mintiendo. ¿Sería porque conocía la verdad?
¿O también resultaba evidente para Stanley y
Miranda? No podía seguir al margen, la tensión era
insoportable. Se levantó bruscamente.

-Tengo hambre -anunció-. Papá, ¿te
importa que prepare unos huevos fritos para todos?

-Por supuesto que no.

-Te echaré una mano -se ofreció Miranda, y
empezó a poner rebanadas de pan en la
tostadora.

-De todas formas, espero que el tiempo no tarde en
mejorar -comentó Stanley-. ¿Cuándo
pensáis volver a Londres?

Kit sacó una bandeja de beicon de la nevera.
¿Sospechaba algo su padre o solo le picaba la
curiosidad?

-Mañana mismo -contestó Nigel.

-Una visita relámpago -repuso Stanley, que como
quien no quería la cosa seguía poniendo a prueba la
veracidad de la historia.

Nigel se encogió de hombros.

-El deber nos llama.

-Puede que os tengáis que quedar más
tiempo del previsto No creo que logren despejar las carreteras de
aquí a mañana

Este pensamiento pareció poner a Nigel nervioso.
Se subió la manga de su jersey rosa y miró el
reloj.

Kit se dio cuenta de que tenía que hacer algo
para demostrar que no estaba confabulado con Nigel y los otros
dos. Mientras preparaba el desayuno, decidió no
defenderlos ni excusarlos bajo ninguna circunstancia. Más
aún: cuestionaría a Nigel en tono escéptico,
como si no acabara de creer su versión de los hechos.
Quizá lograra alejar las sospechas que sin duda
recaían sobre él fingiendo que tampoco acababa de
fiarse de aquellos desconocidos.

Sin embargo, antes de que pudiera poner en
práctica su plan, Elton se volvió repentinamente
locuaz.

-¿Y usted cómo pasa la Navidad, profesor?
-preguntó. Kit había presentado a su padre como
«profesor Oxenford»-. Rodeado de la familia, al
parecer. Veo que tiene usted dos hijos.

-Tres.

-Con sus respectivos maridos y mujeres,
supongo.

-Mis hijas tienen pareja, pero Kit sigue
solo.

-¿No tiene nietos?

-Sí, también.

-¿Cuántos, si no es
indiscreción?

-En absoluto. Tengo cuatro nietos.

-¿Y han venido todos a pasar la Navidad con
usted?

-Sí.

-Eso está muy bien. Su señora y usted
deben de estar contentos.

-Por desgracia, mi mujer falleció hace dieciocho
meses.

-Vaya, lo lamento mucho.

-Gracias.

¿A qué venía aquel interrogatorio?,
se preguntó Kit. Elton sonreía y hablaba echando el
tronco hacia delante, como si sus preguntas no tuvieran
más motivación que una sana e inocente curiosidad,
pero a Kit no se le escapaba que todo aquello formaba parte de
alguna estratagema y se preguntaba con angustia si su padre lo
vería igual de claro que él.

Elton no había terminado.

-Debe de ser grande la casa, para que quepan…
¿qué, unas diez personas?

-También tenemos un par de edificios
anexos.

-Ah, bien pensado. -Se asomó a la ventana, aunque
la nieve no permitía distinguir nada con claridad-. Algo
así como casas de invitados.

-Hay un pequeño chalet y un antiguo
granero.

-Muy útil. Y luego están las dependencias
del servicio, supongo.

-Nuestros empleados tienen un pequeño chalet a
poco más de un kilómetro de aquí. No creo
que los lleguemos a ver en todo el día.

-Qué lástima.

Tras haber averiguado cuántas personas
había exactamente en la propiedad, Elton retomó su
habitual mutismo.

Kit se preguntó si alguien más se
habría dado cuenta.

05.00

La máquina quitanieves era un camión de la
marca Mercedes con una cuchilla acoplada a la parte delantera del
chasis. En un costado tenía la inscripción
«Alquiler de maquinaria Inverburn» y llamativos
lanzadestellos de color naranja en el techo, pero a los ojos de
Toni era como un carro alado enviado por los mismísimos
dioses.

La cuchilla tenía una inclinación que le
permitía apartar la nieve hacia el borde de la carretera.
El quitanieves despejó rápidamente el camino que
iba de la garita hasta la entrada principal del Kremlin, elevando
automáticamente la hoja para salvar los badenes que
jalonaban el trayecto. Para cuando el vehículo se detuvo
frente a la entrada principal, Toni se había puesto la
chaqueta y estaba lista para partir. Habían pasado cuatro
horas desde que los ladrones se habían marchado pero, si
se habían quedado atrapados en la nieve, todavía
podían cogerlos.

Tras la máquina quitanieves avanzaban tres coches
de la policía y una ambulancia. Los ocupantes de esta
última fueron los primeros en entrar al edificio. Poco
después sacaron a Susan en una camilla, por más que
ella dijera que podía caminar. Don se negó a
marcharse.

-Si un escocés se fuera al hospital cada vez que
le patean la cabeza, los médicos no darían abasto
-bromeó.

Frank llevaba puesto un traje oscuro, camisa blanca y
corbata. Hasta había tenido tiempo de afeitarse,
seguramente en el coche. En cuanto vio su expresión
sombría, Toni supo muy a su pesar que se moría por
una buena pelea. Le guardaba rencor por haber hecho que sus
superiores lo obligaran a hacer lo que ella quería. Se
dijo a sí misma que debía armarse de paciencia y
hacer todo lo posible por evitar un enfrentamiento.

-¡Hola, Frank! -exclamó la madre de Toni
mientras acariciaba al cachorro-. Esto sí que es una
sorpresa. ¿Habéis hecho las paces?

-No precisamente -masculló él.

-Lástima.

Le seguían dos agentes de policía que
portaban sendos maletines voluminosos. Toni supuso que se trataba
del equipo de investigación científica, que se
disponía a analizar la escena del crimen. Frank
miró a Toni y asintió a modo de saludo,luego
estrechó la mano de Carl Osborne y se detuvo a hablar con
Steve.

-¿Es usted el jefe de seguridad?

-Sí, señor. Steve Tremlett. Usted es Frank
Hackett, ¿verdad? Creo que hemos coincidido en alguna
ocasión.

-Tengo entendido que los intrusos atacaron a cuatro
guardias de seguridad.

-Sí, señor. A mí y a otros
tres.

-¿Los atacaron a todos en el mismo
lugar?

¿Qué se proponía Frank?,
pensó Toni con impaciencia. ¿Por qué
perdía el tiempo con preguntas triviales cuando lo
importante era salir pitando?

-A Susan la atacaron en el pasillo -contestó
Steve-. A mí me pusieron la zancadilla más o menos
en el mismo lugar. A Don y a Stu los redujeron a punta de pistola
y los ataron en la sala de control.

-Enséñeme esos lugares, por
favor.

Toni no salía de su estupor.

-Tenemos que ir tras ellos, Frank. ¿Por
qué no dejas que tu equipo se encargue de eso?

-No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo
-respondió él. Ella se lo había puesto en
bandeja, y Frank parecía encantado de poder humillarla.
Toni se mordió la lengua. No era el momento de revivir sus
peleas conyugales. Frank se volvió hacia Steve-.
Indíquenos el camino, sí es tan amable.

Toni reprimió una maldición y fue tras
ellos. Carl Osborne siguió sus pasos.

Los agentes precintaron el tramo del pasillo donde Steve
había caído y Susan había sido atacada.
Luego se dirigieron a la sala de control, donde Stu estaba al
frente de los monitores Frank precintó la
puerta.

-Nos maniataron a los cuatro y nos llevaron al NBS4
-indicó Steve-. No al laboratorio propiamente dicho, sino
a la antesala.

-Que es donde yo los encontré
-añadió Toni-. Pero eso fue hace cuatro horas, y
los ladrones se alejan más a cada minuto que
pasa.

-Iremos a echar un vistazo a ese lugar.

-No, no lo haréis -replicó Toni-. Es una
zona de acceso restringido. Lo podréis ver por el monitor
número diecinueve.

-Si no es el laboratorio en sí, doy por sentado
que no hay peligro.

Tenía razón, pero Toni no pensaba
consentir que siguiera perdiendo el tiempo.

-Nadie puede cruzar esa puerta a menos que posea
formación específica sobre peligro
biológico. Son las normas.

-Me importan un pito tus normas. Aquí el que
manda soy yo.

Toni se dio cuenta de que, sin querer, había
hecho justo lo que pretendía evitar: enfrentarse con
Frank. Intentó sortear el problema.

-Te acompañaré hasta la puerta.

Se dirigieron a la entrada. Al ver el lector de bandas
magnéticas, Frank se volvió hacia Steve:

-Déme su pase. Es una orden.

-No tengo pase -contestó Steve-. Los guardias de
seguridad no pueden entrar ahí dentro.

Frank se volvió hacia Toni.

-Tú sí tendrás un pase,
¿no?

-Yo he recibido formación específica sobre
peligro biológico.

-Dámela.

Toni se la entregó. Frank pasó la tarjeta
por el escáner y empujó la puerta, pero esta no se
abrió.

-¿Qué es esto? -preguntó,
señalando la pequeña pantalla empotrada en la
pared.

-Un lector de huellas dactilares. La tarjeta no funciona
sin la huella del titular. Es un sistema que hemos instalado para
impedir que cualquier insensato entre en el laboratorio con una
tarjeta robada.

-Pero eso no detuvo a los ladrones, ¿verdad que
no? -Habiéndose apuntado un tanto, Frank dio media
vuelta.

Toni lo siguió. En el vestíbulo principal
había dos hombres enfundados en aparatosos chaquetones
amarillos y botas de goma, fumando. En un primer momento, los
tomó por los conductores de la máquina quitanieves,
pero cuando Frank empezó a darles instrucciones se dio
cuenta de que eran agentes de policía.

-Identificad a cada vehículo con el que os
crucéis -ordenó-. Informadnos por radio del
número de la matrícula y nosotros averiguaremos si
es robado o alquilado. Decidnos también si hay o no
ocupantes en el vehículo. Ya sabéis lo que estamos
buscando: tres hombres y una mujer. Pase lo que pase, no
abordéis a los ocupantes. Esa gente va armada y vosotros
no, así que recordad: esto es una misión de
reconocimiento. Hay una unidad de respuesta armada viniendo hacia
aquí. Si localizamos a los sospechosos, los enviaremos a
ellos. ¿Entendido? Los dos hombres asintieron.

-Salid hacia el norte y coged el primer desvío.
Creo se fueron hacia el este.

Toni sabía que eso no era cierto. Lo
último que le apetecía era volver a enfrentarse con
Frank, pero no podía consentir que el equipo de
reconocimiento partiera en la dirección equivocada. Frank
se pondría hecho una furia, pero tenía que volver a
contrariarlo.

-Los ladrones no se fueron hacia el este.

Frank hizo caso omiso de sus palabras.

-Ese desvío os llevará a la carretera
principal que va hasta Glasgow.

-Los sospechosos no partieron en esa dirección
-insistió Toni.

Los dos agentes de policía asistían al
rifirrafe con curiosidad, mirando a Frank y a Toni
alternativamente como si contemplaran un partido de
tenis.

Frank se ruborizó.

-Nadie ha pedido tu opinión,Toni.

-No se fueron en esa dirección -insistió
ella-. Siguieron hacia el norte.

-Supongo que has llegado a esa conclusión por
intuición femenina.

Uno de los agentes soltó una
carcajada.

«¿Por qué serás tan
bocazas?», pensó Toni.

-El vehículo utilizado para la fuga está
en el aparcamiento del hotel Dew Drop, a ocho kilómetros
de aquí en dirección norte.

Frank se sonrojó más todavía,
abochornado porque ella sabía algo que él
ignoraba.

-¿Y cómo has obtenido esa
información?

-Investigando. -«Yo era mejor policía que
tú, y lo sigo siendo», pensó-. He hecho
algunas llamadas. Suele dar mejor resultado que la
intuición a secas.

«Tú te lo has buscado,
imbécil.»

A uno de los agentes se le volvió a escapar la
risa, pero enmudeció en cuanto Frank le dirigió una
mirada homicida.

-Cabe la posibilidad de que los ladrones estén
allí, pero lo más probable es que hayan cambiado de
vehículo y hayan seguido adelante -añadió
Toni.

Frank reprimió un acceso de ira.

-Id hacia el hotel -ordenó a los dos agentes-. Os
daré más instrucciones cuando estéis en
camino. Andando.

Los dos agentes salieron apresuradamente. «Por
fin», pensó Toni.

Frank llamó a un agente vestido de paisano que
estaba en uno de los coches y le ordenó que siguiera a la
máquina quitanieves hasta el hotel. Una vez allí,
debía inspeccionar la furgoneta y averiguar si alguien
había visto algo.

Toni se concentró en su siguiente prioridad. No
quería perder detalle de la investigación policial,
pero no tenía coche. Y su madre seguía
allí.

Vio a Carl Osborne hablando con Frank en voz baja. El
periodista señaló su Jaguar, todavía
atrapado en la cuesta del camino de acceso. Frank asintió
y dio una serie de instrucciones a un agente uniformado, que
salió afuera y habló con el conductor de la
máquina quitanieves. Iban a liberar el coche de Carl,
dedujo Toni.

Se dirigió al reportero.

-Vas a seguir a la máquina quitanieves,
¿verdad?

El interpelado la miró con aire de
suficiencia.

-Soy libre de ir donde me plazca.

-No te olvides de llevarte al perro.

-Pensaba dejártelo a ti.

-Yo me voy contigo.

-Eso ni lo sueñes.

-Necesito llegar a casa de Stanley. Está en esta
carretera, cinco kilómetros más allá del Dew
Drop. Puedes dejarnos allí a mi madre y a
mí.

Después de informar a Stanley de lo sucedido
podía pedirle un coche prestado, dejar a su madre en
Steepfall y seguir a la máquina quitanieves.

-¿Y encima pretendes que me lleve a tu madre?
-preguntó Carl, sin salir de su asombro.

-Sí.

-Olvídalo.

Toni asintió.

-Avísame si cambias de idea.

Osborne frunció el ceño, desconfiado. Toni
no solía aceptar un no por respuesta con tanta facilidad,
pero decidió no indagar y se puso la chaqueta.

Steve Tremlett abrió la boca para decir algo,
pero Toni le indicó por señas que guardara
silencio.

Carl se encaminó a la puerta.

-No te olvides del perro -le recordó
Toni.

El periodista recogió al animal y salió
del edificio.

Asomada a la ventana, Toni vio cómo el grupo se
alejaba. La máquina quitanieves despejó la nieve
acumulada delante del Jaguar de Carl y luego remontó la
cuesta y se dirigió a la garita, seguida de cerca por uno
de los coches patrulla. Carl se sentó al volante de su
coche, pero segundos más tarde se apeo y volvió al
vestíbulo principal.

-¿Dónde están las llaves?
-preguntó, furioso.

Toni le sonrió con infinita dulzura.

-¿Has cambiado de idea?

Steve hizo sonar el manojo de llaves en su
bolsillo.

Carl torció el gesto.

-Súbete al coche de una vez
-rezongó.

05.30

Miranda se sentía incómoda en presencia
del extraño trío compuesto por Nigel, Elton y
Daisy. ¿Serían realmente quienes decían ser?
Había algo en ellos que la hacía desear algo llevar
encima más que un camisón.

Había pasado mala noche. Acostada en el
incómodo sillón cama del antiguo estudio de Kit,
había sucumbido a una agitada duermevela y había
revivido en sueños su estúpida y bochornosa
aventura con Hugo. Al despertar, sentía rencor hacia Ned
por haber sido incapaz de defenderla una vez más.
Debería estar enfadado con Kit por irse de la lengua, pero
se había limitado a decir que los secretos acaban saliendo
a la luz antes o después. Habían tenido una
discusión muy similar a la de aquella mañana en el
coche. Miranda había albergado la esperanza de que
aquellas vacaciones sirvieran para que su familia aceptara a Ned,
pero empezaba a sospechar que había llegado el momento de
romper con él. Sencillamente era demasiado
débil.

Al oír voces en el piso de abajo había
experimentado alivio, pues eso quería decir que ya
podía levantarse, pero ahora estaba preocupada. ¿No
tenía Nigel familia, ni tan siquiera una novia con la que
pasar la Navidad? ¿Y Elton? Estaba bastante segura de que
aquellos dos no eran pareja. Nigel había mirado su
camisón con los ojos golosos de un hombre al que le
gustaría ver qué había debajo.

En cuanto a Daisy, habría desentonado en
cualquier grupo Tenía la edad adecuada para ser la novia
de Elton, pero parecían despreciarse mutuamente.
¿Qué hacía con Nigel y su
chófer?

Nigel no era amigo de la familia de Daisy,
concluyó Miranda. No había la menor señal de
familiaridad entre ambos. Más bien parecían dos
personas que se veían obligadas a trabajar juntas aunque
no simpatizaran demasiado la una con la otra. Pero si eran
compañeros de trabajo, ¿por qué mentir al
respecto? Su padre también parecía tenso. Miranda
se preguntó si, al igual que ella, sospechaba
algo.

Entretanto, la cocina se fue llenado de efluvios
deliciosos: beicon frito, café recién hecho y pan
tostado. Cocinar era una de las cosas que mejor se le daban a
Kit, pensó Miranda. Su comida siempre tenía un
aspecto exquisito, y sabía cómo hacer que un simple
plato de espagueti pareciera un festín digno de un rey.
Las apariencias eran importantes para su hermano. Quizá no
supiera conservar un puesto de trabajo durante mucho tiempo ni
evitar que su cuenta corriente estuviera en números rojos,
pero por muy mal que fuera de dinero siempre vestía de
punta en blanco y conducía un coche vistoso. En
opinión de Stanley, alternaba los logros frívolos
con graves debilidades. La única ocasión en que se
había sentido orgulloso de Kit había sido cuando
este había participado en los Juegos Olímpicos de
invierno.

Kit sirvió a cada uno de los presentes un plato
con beicon crujiente, rodajas de tomate fresco, huevos revueltos
espolvoreados con hierbas aromáticas y triángulos
de pan tostado con mantequilla. El ambiente en la cocina se
distendió. Quizá, pensó Miranda, eso era
precisamente lo que pretendía su hermano. En realidad no
tenía apetito, pero hundió el tenedor en los huevos
revueltos y se lo llevó a la boca. Kit los había
sazonado con un poco de queso parmesano, y estaban deliciosos.
Fue él quien rompió el silencio:

-¿Y tú a qué te dedicas, Daisy?
-preguntó, dedicándole su mejor sonrisa. Miranda
sabía que solo trataba de ser amable. A Kit le gustaban
las chicas guapas, y Daisy era cualquier cosa menos
guapa.

La interpelada tardó una eternidad en
contestar.

-Trabajo con mi padre -dijo al fin.

-¿Y en qué anda él?

Daisy parecía desconcertada por la
pregunta.

-¿Que en qué anda?

-Sí, cómo se gana la vida.

Nigel soltó una carcajada y dijo:

-Mi viejo amigo Harry tiene tantas cosas en marcha que
es difícil decir a qué se dedica.

Para sorpresa de Miranda, Kit siguió
insistiendo.

-Bueno, pero podrás decirnos alguna de las cosas
que hace -sugirió en tono desafiante.

De pronto, a Daisy se le iluminó el rostro como
si hubiera tenido una idea brillante, y dijo:

-Es promotor inmobiliario.

Parecía estar repitiendo algo que había
escuchado antes.

-Así que le gusta comprar cosas.

-Supongo -repuso Daisy.

-Siempre me he preguntado qué querrá decir
exactamente eso de «promotor
inmobiliario».

No era propio de Kit interrogar a un extraño en
aquel tono agresivo, pensó Miranda. A lo mejor tampoco
acababa de creerse la descripción que los invitados
habían hecho de sí mismos. Se sintió
aliviada. Eso demostraba que eran realmente desconocidos. Por un
momento, había llegado a temer que Kit estuviera
involucrado en algún tipo de negocio turbio con aquella
gente. Tratándose de él, nunca se
sabía.

Había una nota de impaciencia en la voz de Nigel
cuando dijo:

-Harry compra un viejo almacén de tabaco,
solicita un permiso de recalificación para convertirlo en
una urbanización de lujo y luego lo revende a un
constructor con un buen margen de beneficio.

Nigel volvía a contestar por Daisy, pensó
Miranda.

Kit debió de pensar lo mismo, porque
preguntó:

-¿Y tú cómo contribuyes al negocio
familiar, Daisy? Supongo que eres una buena vendedora.

A juzgar por su aspecto, se diría que lo suyo era
más bien desahuciar a los inquilinos de sus
casas.

Daisy miró a Kit con gesto claramente
hostil.

-Hago muchas cosas -contestó al tiempo que alzaba
la barbilla, como desafiándolo a replicarle.

-Y estoy seguro de que las haces con gracia y eficiencia
-observó Kit.

Los halagos de Kit sonaban a mal disimulado sarcasmo,
pensó Miranda con inquietud. Daisy no sería la
más sutil de las mujeres, pero seguramente sabía
cuándo la estaban insultando.

Aquella constante tensión le estaba amargando el
desayuno. Tenía que hablar con su padre de todo aquello.
Tragó y rompió a toser, fingiendo que se
había atragantado. Se levantó de la
mesa.

-Perdón -farfulló.

Su padre cogió un vaso y lo llenó con agua
del grifo.

Todavía tosiendo, Miranda salió de la
cocina. Tal como esperaba, su padre la siguió. Miranda
cerró la puerta de la cocina y señaló el
estudio. Mientras entraban en la habitación, volvió
a toser para no levantar sospechas.

Stanley le ofreció el vaso de agua, pero ella lo
rechazó con un ademán.

-Estaba fingiendo -reveló-. Quería hablar
contigo. ¿Qué opinas de nuestros
invitados?

Stanley dejó el vaso sobre el tapete de piel
verde de su escritorio.

-Son muy raritos. Me preguntaba si no formarían
parte del turbio círculo de amistades de Kit hasta que
él ha empezado a interrogar a la chica.

-Lo mismo me ha pasado a mí. Pero estoy segura de
que mienten sobre algo.

-Sí, pero ¿en qué? Si han venido
hasta aquí con la intención de robarnos, se lo
están tomando con mucha calma.

-No lo sé, pero me siento amenazada.

-¿Quieres que llame a la
policía?

-Eso quizá sería pasarnos, pero me
quedaría mucho más tranquila si alguien supiera que
esta gente está aquí.

-Bien, pensemos… ¿A quién
podríamos llamar?

-¿Qué tal al tío Norman?

El hermano de su padre vivía en Edimburgo, donde
trabajaba como bibliotecario de la universidad. Stanley y
él mantenían una relación cordial pero
distante. Con verse una vez al año tenían
suficiente.

-Sí. Norman lo entenderá. Le diré
lo que ha pasado y le pediré que me llame dentro de una
hora para comprobar que todo va bien.

-Perfecto.

Stanley descolgó el teléfono que
descansaba sobre el escritorio y se llevó el auricular al
oído. Frunció el ceño, colgó y
volvió a descolgar.

-No hay línea -dijo.

Miranda sintió una punzada de miedo.

-Ahora sí que quiero avisar a alguien.

Stanley tocó el teclado de su
ordenador.

-Tampoco tenemos conexión a Internet. Seguramente
es culpa del mal tiempo. A veces las nevadas provocan
averías en las líneas.

-Aun así…

-¿Dónde está tu
móvil?

-En el chalet de invitados. ¿Tú no tienes
uno?

-El del Ferrari.

-Olga tendrá el suyo a mano.

-No hace falta que la despiertes. -Stanley se
asomó a la ventana-. Me pondré un abrigo encima del
pijama y saldré al garaje.

-¿Dónde están las
llaves?

-En el armarito del recibidor de las botas. -Yo te las
traigo.

Salieron al distribuidor. Stanley se encaminó a
la puerta principal, junto a la cual había dejado sus
botas. Miranda se disponía a entrar en la cocina cuando
oyó la voz de Olga al otro lado de la puerta. Dudó
unos instantes. No había vuelto a hablar con su hermana
desde la víspera, cuando Kit se había ido de la
lengua y había revelado su secreto. ¿Qué
podía decirle? ¿Y qué le diría Olga a
ella?

Abrió la puerta. Olga estaba apoyada en la
encimera de la cocina. Llevaba puesto un salto de cama de seda
negra que recordaba la toga de un abogado. Nigel, Elton y Daisy
estaban sentados a la mesa, lado a lado. Kit estaba de pie
detrás de ellos, visiblemente nervioso. Olga había
dado rienda suelta a su naturaleza inquisidora e interrogaba sin
piedad a los tres extraños sentados al otro lado de la
mesa.

-¿Qué demonios hacíais en la
carretera a esas horas? -preguntó, dirigiéndose a
Nigel y pensando que tenía toda la pinta de haber sido un
delincuente juvenil.

Miranda se fijó en un bulto rectangular que
asomaba bajo el bolsillo del salto de cama de Olga. Su hermana
nunca iba a ninguna parte sin su móvil. Se disponía
a dar media vuelta y decirle a su padre que no se molestara en
ponerse las botas cuando Olga la detuvo con su implacable
interrogatorio.

Nigel frunció el ceño ante la pregunta,
pero contestó de todos modos:

-Nos dirigíamos a Glasgow.

-¿De dónde veníais? Apenas hay nada
hacia el norte.

-De casa de unos amigos.

-Seguramente los conocemos. ¿Quiénes
son?

-El propietario se llama Robinson.

Miranda observaba la escena a la espera de una
oportunidad para coger prestado el móvil de Olga sin
llamar demasiado la atención.

-¿Robinson? No me suena de nada. Es un apellido
casi tan común como Smith o Brown. ¿Os
dirigíais a algún sitio especial?

-A una fiesta.

Olga arqueó sus oscuras cejas.

-¿Te vienes a Escocia a pasar la Navidad con un
viejo amigo y luego su hija y tú os largáis a una
fiesta y dejáis al pobre hombre solo?

-No se encontraba demasiado bien.

Olga se volvió hacia Daisy.

-Razón de más. ¿Qué clase de
hija deja solo a su padre enfermo en Nochebuena?

Daisy le sostuvo la mirada, reprimiendo un acceso de
ira. De pronto, Miranda temió que pudiera recurrir a la
violencia. Kit debió de pensar lo mismo, porque
dijo:

-Déjala tranquila, Olga.

Pero esta hizo caso omiso de sus palabras.

-¿Y bien? -insistió-. ¿No tienes
nada que decir en tu defensa?

Daisy cogió sus guantes. Por algún motivo,
Miranda lo interpretó como un mal augurio. Daisy se puso
los guantes y dijo: -No tengo por qué contestar a tus
preguntas.

-Yo creo que sí -replicó Olga, y se
volvió de nuevo hacia Nigel-. Sois tres perfectos
desconocidos, estáis en la cocina de mi padre
atiborrándoos con su comida y nos habéis contado
una historia tan inverosímil que no hay quien se la
trague. A mí me parece que nos debéis una
explicación.

-Olga, ¿no crees que te estás pasando?
-intervino Kit con ansiedad-. Se han quedado atrapados en la
nieve, eso es todo.

-¿Estás seguro? -replicó ella,
volviéndose hacia Nigel

Hasta entonces este se había mostrado impasible,
pero al contestarle no pudo ocultar su
irritación:

-No me gusta que me interroguen.

-En ese caso, puedes largarte -repuso Olga-. Pero si
queréis quedaros en casa de mi padre, ya nos estáis
contando algo más creíble que esa sarta de
patrañas que nos habéis soltado.

-¡No nos podemos ir! -intervino Elton en tono
indignado-. Por si no te has dado cuenta, ahí fuera hay
una puta tormenta de nieve.

-Haz el favor de no emplear esa clase de lenguaje en
esta casa. Mi madre nunca consintió que se dijeran
obscenidades, a no ser en otras lenguas, y hemos mantenido esa
regla desde su muerte. -Olga cogió la cafetera, y luego
señaló el maletín granate que descansaba
sobre la mesa-. ¿Y eso?

-Es mío -contestó Nigel.

-En esta casa no se deja el equipaje sobre la mesa.
-Alargó el brazo y cogió el maletín-. No
tiene gran cosa dentro… ¡aaay! -Olga soltó un
grito porque Nigel la había cogido del brazo-. ¡Me
haces daño! -gritó.

Nigel había desistido de intentar mostrarse
amable.

-Deja el maletín sobre la mesa ahora mismo
-ordenó con rotundidad pero sin elevar la voz.

Stanley apareció junto a Miranda. Se había
puesto una chaqueta, guantes y botas.

-¿Qué demonios crees que estás
haciendo? -le dijo a Nigel-. ¡Aparta las manos de mi
hija!

Nellie empezó a ladrar. Con un movimiento
ágil y rápido, Elton se agachó y
cogió a la perra del collar.

Olga seguía sosteniendo al maletín
empecinadamente.

-Suéltalo, Olga -le aconsejó
Kit.

Daisy tiró del maletín y Olga
intentó aferrarse a él tirando en la
dirección opuesta hasta que, con el tira y afloja, se
abrió inesperadamente. Una lluvia de perlas de
poliestireno expandido cayó sobre la mesa de la cocina.
Kit lanzó un grito de pánico y Miranda se
preguntó qué le daba tanto miedo. Una botella de
perfume envuelta en plástico cayó del interior del
maletín.

Con la mano libre, Olga abofeteó a
Nigel.

Él le devolvió el bofetón. Todos
gritaron al unísono. Con un gruñido de rabia,
Stanley apartó a Miranda de su camino y avanzó a
grandes zancadas hacia Nigel.

-¡No! -gritó Miranda.

Daisy le cortó el paso, pero Stanley
intentó apartarla. Hubo unos segundos de forcejeo, y luego
él lanzó un grito y cayó de espaldas,
sangrando por la boca.

Nigel y Daisy sacaron sus pistolas.

Todos enmudecieron excepto Nellie, que ladraba sin
cesar. Elton le retorció el collar, ahogándola,
hasta que la obligó a callar. El silencio se impuso en la
habitación.

-¿Quién coño sois? -preguntó
Olga.

Stanley se fijó en el frasco de perfume que
había caído sobre la mesa y preguntó con
temor:

-¿Por qué lleváis ese frasco
envuelto en dos bolsas de plástico?

Miranda había aprovechado la confusión
para escabullirse.

05.45

Kit miraba con terror el frasco de Diablerie que
había caído sobre la mesa. Pero el vidrio no se
había roto, la tapa seguía en su sitio y las dos
bolsas de plástico estaban intactas. El líquido
mortal seguía a salvo en el interior de su frágil
recipiente.

Sin embargo, ahora que Nigel y Daisy habían
sacado las pistolas, no podían seguir fingiendo que eran
inocentes víctimas de la tormenta. Tan pronto como se
hiciera público el asalto al laboratorio, los
relacionarían inevitablemente con el robo del
virus.

Nigel, Daisy y Elton aún tenían
posibilidades de escapar, pero Kit estaba en una posición
delicada. No había ninguna duda en torno a su identidad.
Incluso si lograba salir de allí, se pasaría el
resto de sus días huyendo de la justicia.

Se estrujó la sesera tratando de dar con una
salida airosa.

Entonces, mientras todos permanecían
inmóviles, mirando fijamente las pequeñas y
aterradoras pistolas de color gris oscuro, Nigel desplazó
su arma unos milímetros, apuntando a Kit con gesto
receloso, y este tuvo una idea brillante.

Se dio cuenta de que su familia seguía sin tener
motivos para sospechar de él. Los tres fugitivos
podían haberle mentido. Había dicho que no los
conocía de nada, y nadie tenía por qué
pensar lo contrario.

Pero ¿cómo podía dejarlo
claro?

Despacio, alzó las manos en el tradicional gesto
de rendición.

Todos lo miraron. Por un momento, temió que sus
propios compinches fueran a delatarlo. Nigel arqueó una
ceja. Elton parecía desconcertado. Daisy lo miraba con
sorna.

-Papá, siento mucho haber traído a esta
gente a tu casa. No tenía ni idea…

Su padre lo miró largamente y al fin
asintió.

-No es culpa tuya -dijo-. Ninguna persona de bien los
habría dejado tirados en medio de la tormenta. No
tenías manera de saber… -se volvió hacia Nigel
con una mirada de profundo desprecio- qué clase de gentuza
era.

Nigel comprendió enseguida lo que se
proponía Kit y le siguió la corriente.

-Lamento devolverte la hospitalidad de este modo… Kit,
¿verdad? Sí, tú nos salvas el pellejo y
nosotros te apuntamos con un arma. ¿Qué puedo
decir? La vida es así.

El rostro de Elton se destensó. Lo había
entendido.

Nigel prosiguió:

-Si la metomentodo de tu hermana no se hubiera
empeñado en buscarnos las cosquillas, podíamos
habernos marchado pacíficamente y nunca habríais
descubierto lo malas personas que somos. Pero no, ella
tenía que seguir hurgando.

Daisy lo captó al fin, y se dio la vuelta con
gesto asqueado.

Solo entonces se le ocurrió a Kit que Nigel y los
demás podían decidir liquidar a su familia. Si
estaban dispuestos a robar un virus capaz de matar a miles de
personas inocentes, ¿por qué les iba a temblar la
mano a la hora de acabar con los Oxenford? No era lo mismo, claro
está. La idea de acabar con las vidas de miles de seres
humanos con un virus era un poco abstracta, pero matar a sangre
fría a un grupo de adultos y niños era algo
más difícil de asumir. Sin embargo, los
creía perfectamente capaces de hacerlo si se
sentían acorralados. Y hasta era posible que lo mataran a
él también, pensó con un escalofrío.
Afortunadamente, todavía lo necesitaban. Solo Kit
conocía el camino hasta la casa de Luke, donde les
esperaba el Toyota Land Cru" ser. Sin él, nunca lo
encontrarían. Decidió recordárselo a Nigel
en cuanto tuviera ocasión.

-Verás, lo que hay en ese frasco vale mucho
dinero -concluyó Nigel.

-¿Qué es? -preguntó Kit, por dar
mayor credibilidad a su supuesta inocencia.

-Eso no es asunto tuyo -replicó Nigel.

El teléfono de Kit empezó a
sonar.

No sabía qué hacer. Seguramente era
Hamish. Algo debía haber ocurrido en el Kremlin, algo lo
bastante importante para que su infiltrado se arriesgara a
llamarle. Pero ¿cómo iba a hablar con Hamish
delante de su familia sin delatarse? Se quedó paralizado
mientras sonaba la novena de Beethoven que había elegido
como sintonía.

Nigel puso fin a su dilema:

-Dame eso -ordenó.

Kit le entregó el móvil y Nigel
contestó.

-Sí, soy Kit -dijo, imitando razonablemente el
acento escocés.

Al parecer, la persona al otro lado de la línea
no se dio cuenta de la suplantación, pues Nigel
escuchó en silencio lo que esta le
decía.

-Entendido -dijo-. Gracias. -Colgó y se
metió el móvil en el bolsillo-. Alguien
pretendía avisarte de que hay tres peligrosos forajidos en
la zona -reveló-. Al parecer, la policía ha salido
a buscarlos con una máquina quitanieves.

* * *

Craig no acababa de entender a Sophie. Tan pronto se
mostraba terriblemente tímida como atrevida hasta el punto
de hacerle sonrojar. Le había dejado introducir las manos
por debajo de su jersey, se había encargado de desabrochar
el sostén mientras él forcejeaba a tientas con los
corchetes, y Craig había creído que e
moriría de placer cuando le había dejado abarcar
sus senos con las manos, pero luego se había negado a que
los mirara a }a luz de la vela. Su excitación había
ido en aumento cuando ella le había desabotonado los
vaqueros como si llevara toda la vida haciéndolo, pero
después se había detenido como si no supiera
qué hacer a continuación. Craig se preguntó
si se le estaría escapando algo, algún
código de conducta que él desconocía, aunque
empezaba a sospechar que lo único que pasaba era que ella
tenía tan poca experiencia como él. Eso sí,
lo de besar se le daba cada vez mejor. Al principio se
había mostrado vacilante, como si no estuviera segura de
si realmente quería hacerlo, pero tras un par de horas de
práctica se había convertido en una verdadera
entusiasta del beso.

Craig, por su parte, se sentía como un marino
zarandeado por la tormenta. Se había pasado toda la noche
entre oleadas de esperanza y desesperación, deseo y
decepción, angustia y placer. En un momento dado, ella le
había dicho en susurros:

-Eres tan bueno… Yo no. Yo soy mala.

Y entonces, cuando él volvió a besarla, se
dio cuenta de que Sophie tenía el rostro bañado en
lágrimas. «¿Qué se supone que tienes
que hacer -se preguntó- si una chica se echa a llorar
mientras tienes la mano metida en sus bragas?» Había
empezado a retirar la mano, suponiendo que era lo que
quería, pero Sophie le había cogido la
muñeca y lo había retenido.

-Yo creo que eres buena -le dijo, pero eso sonaba poco
convincente, así que añadió-: En realidad,
creo que eres maravillosa.

Estaba desconcertado, pero a la vez experimentaba una
intensa felicidad. Nunca se había sentido tan cerca de una
chica. Creía que iba a estallar de tanto amor, ternura y
alegría. Estaban hablando de lo lejos que querían
llegar cuando les interrumpió el ruido procedente de la
cocina.

-¿Quieres hacerlo? -le preguntó
ella.

-¿Y tú?

-Por mí sí, si tú
quieres.

Craig asintió.

-Me gustaría mucho.

-¿Has traído condones?

-Sí.

Craig hurgó en el bolsillo de sus vaqueros y
sacó un pequeño envoltorio.

-Así que lo tenías todo
planeado…

-No, en realidad no. -Era verdad, al menos en parte: no
tenía un gran plan-. Pero deseaba que ocurriera. Desde que
te conocí no he parado de pensar en… ya sabes, en volver
a verte y eso. Y hoy, durante todo el día…

-Has sido muy persistente.

-Lo único que quería era estar así,
como estamos ahora.

Quizá no fuera muy elocuente, pero al parecer era
lo que ella deseaba oír.

-Vale, pues de acuerdo. Hagámoslo.

-¿Estás segura?

-Sí. Venga, deprisa.

-Vale.

-Dios mío, ¿qué pasa ahí
abajo?

Craig no ignoraba que había gente en la cocina.
Le había llegado un murmullo de voces, y luego el
repiqueteo metálico de una sartén y el olor a
beicon frito. No estaba seguro de qué hora sería,
aunque le parecía demasiado pronto para desayunar. En
cualquier caso, no le había prestado demasiada
atención; confiaba en que nadie los interrumpiría
allá arriba. Pero ahora había un barullo tal que
era imposible seguir haciéndose el sordo. Primero
oyó gritar a su abuelo, algo muy poco frecuente en
él. Luego Nellie había empezado a ladrar con todas
sus fuerzas, y de pronto se había oído un chillido
que Craig creyó identificar como la voz de su madre. Justo
después, varias voces masculinas habían empezado a
vociferar a la vez.

-¿Esto es normal? -preguntó Sophie en tono
amedrentado.

-No -contestó Craig-. A veces discuten, pero no
se ponen a chillar así.

-¿Qué está pasando?

Craig se sentía dividido. Por un lado
quería olvidarse del ruido y comportarse como si Sophie y
él estuvieran en un mundo aparte, tumbados en el viejo
sofá del desván y tapados por las chaquetas de
ambos. Habría fingido no notar un terremoto con tal de
poder concentrarse en su suave piel, su aliento cálido y
sus labios húmedos. Pero por otro lado intuía que
aquella interrupción podía no ser del todo mala. Lo
habían hecho casi todo; quizá fuera buena idea
posponer el final, para tener algo que esperar con
ilusión, un placer adicional con el que soñar
despierto.

Abajo, en la cocina, había ahora un silencio tan
repentino como el estruendo que lo había
precedido.

-Qué raro -comentó Craig.

-Da un poco de cosa.

La voz de Sophie sonaba asustada, y eso acabó de
convencer a Craig. La besó una vez más en los
labios y se levantó. Se subió los vaqueros y
cruzó el desván hasta el agujero en el suelo. Una
vez allí, se tumbó boca abajo y miró por el
hueco entre los tablones.

Vio a su madre, de pie con la boca abierta en un gesto
de perplejidad y terror. El abuelo se secaba un hilo de sangre
que le manaba de la boca. El tío Kit tenía las
manos en alto. Había tres desconocidos en la
habitación. En un primer momento, los tomó a todos
por hombres, hasta que se dio cuenta de que uno de ellos era una
chica muy poco agraciada con el pelo cortado al rape. Un hombre
negro sujetaba a Nellie por el collar, torciéndolo con
fuerza. El hombre mayor y la chica empuñaban sendas
pistolas.

-¡La madre que me…! ¿Qué demonios
está pasando ahí abajo?

Sophie se tumbó junto a él, y al cabo de
unos instantes reprimió un grito.

-¿Eso que llevan en la mano son pistolas?
-preguntó en un susurro.

-Sí.

-Dios mío…

Craig trató de poner sus pensamientos en
orden.

-Tenemos que llamar a la poli. ¿Dónde
está tu móvil?

-Lo he dejado en el granero.

-Mierda.

-¿Qué vamos a hacer?

-Piensa, piensa. Un teléfono. Necesitamos un
teléfono.

Craig dudaba. Estaba asustado. Lo que más deseaba
en aquel momento era acurrucarse en un rincón y cerrar los
ojos con fuerza. Tal vez lo hubiese hecho si no hubiera una chica
a su lado. No conocería todas las reglas, pero
sabía que un hombre debía mostrar valor cuando una
chica estaba asustada, sobre todo si eran amantes, o casi. Y si
no se sentía especialmente valiente, tenía que
fingir.

¿Dónde estaba el teléfono
más cercano?

-Hay una extensión junto a la cama del
abuelo.

-Yo no puedo moverme, estoy demasiado
asustada.

-Mejor quédate aquí.

-Vale.

Craig se levantó. Se abrochó los vaqueros,
se ciñó el cinturón y se dirigió a la
portezuela del desván. Respiró hondo y la
abrió. Se metió a gachas en el armario del abuelo,
empujó la puerta de este y salió al
vestidor.

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