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Resumen del libro En el blanco, de Ken Follett (página 9)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

La luz estaba encendida. Los zapatos de piel
marrón del abuelo descansaban lado a lado en la alfombra,
y la camisa azul que llevaba puesta el día anterior
asomaba entre las prendas apiladas en el cesto de la ropa sucia.
Craig pasó al dormitorio propiamente dicho. La cama estaba
deshecha, como si el abuelo acabara de levantarse. Sobre la
mesilla de noche, junto a un ejemplar de la revista
Scientific American, descansaba el
teléfono.

Craig nunca había llamado a la policía.
¿Qué se suponía que debía decir?
Había visto cómo lo hacían por la tele.
Tenía que dar su nombre y el lugar desde el que llamaba,
pensó. ¿Y luego, qué? «Hay unos
hombres con pistolas en mi cocina» sonaba
melodramático, pero seguramente todas las llamadas a la
policía sonaban así.

Descolgó el teléfono. No había
línea.

Presionó repetidamente la horquilla del aparato y
volvió a llevarse el auricular al oído, pero fue en
vano.

Colgó el teléfono. ¿Por qué
no había línea? ¿Se debía a una
avería o a que los desconocidos habían cortado los
cables?

¿Tenía el abuelo un teléfono
móvil? Craig abrió el cajón de la mesilla de
noche. Dentro había una linterna y un libro, pero ni
rastro del teléfono. Entonces se acordó: el abuelo
tenía un teléfono en el coche, pero no un
móvil propiamente dicho.

Oyó un sonido procedente del vestidor. Sophie
sacó la cabeza por fuera del armario ropero.
Parecía asustada.

-¡Viene alguien! -susurró.

Segundos después, Craig oyó pasos pesados
en el rellano.

Regresó corriendo al vestidor. Sophie
retrocedió hasta el desván. Craig se dejó
caer de rodillas y pasó gateando al otro lado justo en el
momento en que se abría la puerta de la habitación.
No le dio tiempo de cerrar el armario. Se arrastró hasta
el desván y se volvió rápidamente para
cerrar la portezuela sin hacer ruido.

El hombre mayor le ha dicho a la chica que registre la
casa -informó Sophie en un susurro-. La ha llamado
Daisy.

-He oído sus botas en el rellano.

-¿Has podido llamar a la
policía?

Craig negó con la cabeza.

-No hay línea.

-¡Dios mío!

Craig oyó los sonoros pasos de Daisy en el
vestidor. Sin duda vería la puerta del armario abierta.
¿Se daría cuenta de que había una portezuela
oculta detrás de la ropa colgada? Solo si miraba muy de
cerca.

Permaneció atento a sus movimientos.
¿Estaría escudriñando el interior del
armario en aquel preciso instante? No pudo evitar estremecerse.
Daisy no era muy alta -un par o tres de centímetros
más baja que él, supuso-, pero inspiraba verdadero
terror.

El silencio se hizo eterno. Craig creyó
oír a la desconocida entrando en el cuarto de baño.
Al poco, sus botas cruzaron el vestidor y se alejaron. La puerta
de la habitación se cerró con estruendo.

-Dios, estoy temblando de miedo -gimió
Sophie.

-Yo también -confesó Craig.

* * *

Miranda estaba en la habitación de Olga, con
Hugo.

Al salir de la cocina, no había sabido qué
hacer. No podía salir fuera en camisón y descalza.
Había subido las escaleras a toda prisa con la
intención de encerrarse en el cuarto de baño, pero
enseguida se había dado cuenta de que eso no
serviría de nada. Se demoró en el rellano,
titubeante. Tenía tanto miedo que sentía
náuseas. Debía alertar a la policía, esa era
su prioridad.

Olga llevaba el móvil en el bolsillo del salto de
cama, pero seguramente Hugo tenía otro.

Aunque estaba aterrada, dudó una milésima
de segundo ante la puerta de su hermana. Lo último que
quería era verse encerrada con Hugo en la misma
habitación. Pero entonces oyó pasos procedentes de
la cocina. Rápidamente, abrió la puerta de la
habitación, entró con sigilo y cerró la
puerta sin hacer ruido.

Hugo estaba apostado a la ventana, mirando hacia fuera,
completamente desnudo y de espaldas a la puerta.

-¿Has visto qué asco de tiempo?
-rezongó, creyendo hablaba con su mujer.

Miranda se quedó muda unos instantes, sorprendida
por su tono distendido. Era evidente que Olga y él
habían hecho las paces después de haber pasado
media noche discutiendo a gritos. ¿Le habría
perdonado Olga por haberse acostado con su hermana?
Parecía un poco precipitado, pero a lo mejor no era la
primera vez que discutían por la infidelidad de Hugo.
Miranda se había preguntado a menudo qué clase de
acuerdo tendría Olga con el mujeriego de su marido, pero
era algo de lo que su hermana jamás hablaba. A lo mejor
era algo recurrente: él la traicionaba, ella lo
descubría, se peleaban y se reconciliaban… hasta la
siguiente traición.

-Soy yo -dijo Miranda.

Hugo se dio la vuelta, sobresaltado, pero enseguida
esbozó una sonrisa.

-Y en camisón… ¡qué agradable
sorpresa! Métete en la cama, deprisa.

Miranda oyó pasos en la escalera, al tiempo que
se fijaba en el orondo vientre de Hugo; se veía mucho
más prominente de lo que lo recordaba, y le daba el
aspecto de un pequeño gnomo rechoncho. Se preguntó
qué le pudo haber visto.

-Tenemos que llamar a la policía ahora mismo
-dijo-. ¿Dónde está tu
móvil?

-Aquí -contestó él,
señalando la mesilla de noche-. ¿Qué
pasa?

-Hay unos tíos con pistolas en la cocina.
¡Llama al 999, rápido!

-¿Quiénes son?

-¡Eso ahora da igual! -Miranda oyó pasos en
el rellano. Se quedó paralizada de terror, esperando que
la puerta se abriera de sopetón, pero quienquiera que
fuese pasó de largo. Su voz sonaba ahora como un grito
ahogado-: ¡Creo que me están buscando, date
prisa!

Hugo reaccionó. Cogió el teléfono,
lo dejó caer al suelo, lo volvió a coger y
apretó frenéticamente el botón de
encendido.

-¡Esta mierda tarda siglos en encenderse!
-farfulló, desesperado-. ¿Has dicho que van
armados?

-¡Sí!

-¿Cómo han llegado hasta
aquí?

-Dicen que los ha sorprendido la tormenta.
¿Qué coño le pasa a tu
móvil?

-«Buscando red» –leyó él-.
¡Venga, venga!

Miranda volvió a oír pasos al otro lado de
la puerta. Esta vez estaba preparada. Se tiró al suelo y
se deslizó debajo de la cama de matrimonio en el preciso
instante en que la puerta se abría de par en
par.

Cerró los ojos y deseó con todas sus
fuerzas volverse invisible. Sintiéndose ridícula,
abrió los ojos de nuevo. Vio los pies desnudos de Hugo,
sus tobillos peludos, y un par de botas de piel negra con
punteras de acero.

-Hola, preciosa. Y tú ¿quién eres?
-preguntó Hugo.

Pero Daisy era inmune a sus encantos.

-Dame el teléfono -ordenó.

-Solo iba a…

-Que me lo des, gordo de mierda.

-Vale, ten.

-Y ahora ven conmigo.

-Espera, déjame ponerme algo.

-No sufras, no te voy a arrancar el pingajo de un
mordisco.

Miranda vio cómo los pies de Hugo se alejaban a
toda prisa de Daisy, pero esta no tardó en darle alcance.
Luego oyó un golpe seco y un alarido de dolor. Los dos
pares de pies se desplazaron juntos hacia la puerta, abandonando
su campo visual. Instantes después, los oyó bajar
la escalera.

-¿Y ahora, qué hago yo? -se
preguntó en voz baja.

06.00

Craig y Sophie estaban tumbados lado a lado en el suelo
del desván, espiando el piso de abajo por el hueco que
había entre los tablones de madera, cuando Daisy
entró en la cocina arrastrando a Hugo completamente
desnudo.

Craig se quedó sin palabras. Aquello
parecía una pesadilla, o uno de esos cuadros antiguos que
mostraban cómo los pecadores eran arrastrados hasta las
simas del infierno. Apenas podía asociar a aquel
hombrecillo humillado e indefenso con su padre, el hombre de la
casa, el único con suficiente valor para plantarle cara a
su dominante madre, el que había regido su destino desde
que tenía uso de razón. Se sintió
desorientado, carente de peso específico, como si de
pronto la ley de la gravedad hubiera quedado en suspenso y no
supiera ubicarse en el espacio.

Sophie empezó a llorar bajito.

-Esto es horrible -gimió-. Nos van a matar a
todos.

La necesidad de consolarla dio fuerzas a Craig.
Pasó un brazo alrededor de sus delgados hombros. Estaba
temblando.

-Es horrible, sí, pero todavía no estamos
muertos -dijo-. Podemos conseguir ayuda.

-¿Cómo?

-¿Dónde has dejado exactamente tu
móvil?

-En el granero, arriba, junto a la cama. Creo que lo
puse en la maleta al cambiarme.

-Tenemos que llegar hasta allí y usarlo para
llamar a la poli.

-¿Y si nos ve esa gente?

-Nos mantendremos alejados de las ventanas de la
cocina.

-¡No podernos, la puerta del granero está
justo enfrente!

Tenía razón, y Craig lo sabía, pero
debían arriesgarse.

-No creo que miren hacia fuera.

-¿Y si lo hacen?

-Con la que está cayendo, apenas se ve
nada.

Seguro que nos pillan!

Craig no sabía qué más
decirle.

-Tenemos que intentarlo.

-Yo no puedo. Quedémonos
aquí…

La idea era tentadora, pero Craig sabía que si se
limitaba a esconderse y no hacía nada para ayudar a su
familia, nunca se lo perdonaría.

-Puedes quedarte si quieres, mientras yo voy al
granero.

-¡No, no me dejes sola!

Craig había supuesto que diría
eso.

-Entonces tendrás que venir conmigo.

-No quiero.

Craig estrechó sus hombros y le dio un beso en la
mejilla.

-Venga, sé valiente.

Sophie se secó la nariz con la manga.

-Lo intentaré.

Craig se levantó y se puso las botas y la
chaqueta. Sophie se quedó inmóvil,
observándolo a la luz de la vela. Intentando caminar sin
hacer ruido por temor a que lo oyeran desde abajo, Craig
buscó las botas de agua de Sophie y luego se
arrodilló y las calzó en sus pequeños pies.
Ella se dejó hacer sin oponer resistencia, todavía
aturdida por lo ocurrido. Craig tiró de ella hacia arriba
con suavidad, obligándola a incorporarse, y luego le
ayudó a ponerse el anorak. Le cerró la cremallera,
le puso la capucha y le apartó el pelo del rostro con la
mano. Parecía un muchachito con aquella capucha calada, y
por un fugaz instante Craig pensó en lo preciosa que
era.

Abrió la puerta de la buhardilla. Un viento
gélido entró en U habitación, arrastrando
consigo una gran ráfaga de nieve. La lámpara que
había por encima de la puerta trasera de la cocina
dibujaba un semicírculo de luz en la espesa nieve. La tapa
del cubo de la basura parecía el sombrero de Ali
Baba.

Había dos ventanas en aquel extremo de la casa,
una en la despensa y otra en el recibidor de las botas. Los
siniestros desconocidos estaban en la cocina. Había que
tener muy mala suerte para que uno de ellos entrara en la
despensa o saliera al recibidor justo cuando él pasara por
delante de la ventana. Craig creía que tenía
bastantes probabilidades de salir airoso de aquel
trance.

-Venga -animó a Sophie.

Ella se puso a su lado y miró hacia
abajo.

-Tú primero.

Craig se asomó. Había luz en el recibidor
de las botas, pero no en la despensa. ¿Lo vería
alguien? De haber estado a solas se habría sentido
aterrado, pero el miedo de Sophie le infundía valor.
Barrió la nieve de la cornisa con la mano y luego
avanzó por esta hasta el tejado adosado del recibidor de
las botas. Barrió un trozo del tejado, se incorporó
y alargó el brazo hacia Sophie, que le dio la mano
mientras avanzaba paso a paso por la cornisa.

-Lo estás haciendo muy bien -le susurró.
La cornisa tenía sus buenos treinta centímetros de
ancho, así que aquello tampoco era tan difícil,
pero Sophie estaba temblando. Finalmente, bajó hasta el
tejado adosado-. Bien hecho -la felicitó Craig.

Fue entonces cuando Sophie resbaló.

Los pies se le fueron hacia delante. Craig seguía
sujetándole la mano, pero no podía impedir que
perdiera el equilibrio, Y la joven cayó de nalgas sobre el
tejado con un golpe seco que debió de oírse abajo.
Sophie se quedó tumbada de espaldas y empezó a
resbalar por las tejas cubiertas de hielo.

Craig alargó la mano y logró asir un trozo
de anorak. Tiró de Sophie con todas sus fuerzas, tratando
de frenar su caída, pero él también se
apoyaba sobre la misma superficie resbaladiza, y lo que
ocurrió fue que ella lo arrastró consigo. Craig se
deslizó por el tejado, intentando permanecer de pie e
impedir que Sophie cayera abajo.

Los pies de esta golpearon el canalón, que
frenó su caída pero tenía medio trasero
colgando por fuera del borde del tejado, y estaba en un tris de
caerse abajo. Craig agarró la chaqueta con más
fuerza y empezó a tirar de Sophie, arrastrándola
hacia sí, pero entonces resbaló de nuevo.
Soltó la chaqueta y abrió los brazos para no perder
el equilibrio.

Sophie gritó y cayó del tejado.

Aterrizó tres metros más abajo, en la
mullida nieve fresca, por detrás del cubo de la
basura.

Craig asomó la cabeza por el borde del tejado.
Casi no llegaba luz a aquel rincón oscuro, y apenas
alcanzaba a verla.

-¿Estás bien? -preguntó. No hubo
respuesta. ¿Habría perdido el conocimiento?-.
¡Sophie!

-Estoy bien -contestó, desolada.

La puerta trasera de la casa se abrió
repentinamente.

Craig se agachó.

Un hombre salió a la calle. Desde arriba, Craig
solo alcanzaba a ver su cabeza poblada de pelo corto y oscuro.
Echó un vistazo por la parte lateral del tejado adosado.
La luz que manaba de la puerta abierta le permitía
distinguir a Sophie. Su anorak rosa se confundía con la
nieve, pero los vaqueros se veían bastante. Estaba
inmóvil. Craig no alcanzaba a verle el rostro.

Una voz gritó desde dentro:

-¡Elton! ¿Quién anda ahí
fuera?

El aludido blandió una linterna de lado a lado,
pero el haz de luz no mostraba nada excepto copos de nieve. Craig
se tumbó boca abajo en el tejado.

Elton se volvió hacia la derecha,
alejándose de Sophie, y adentró un poco en la
oscuridad, alumbrando sus pasos con la linterna.

Craig se aplanó sobre el tejado, deseando con
todas sus fuerzas que Elton no mirara hacia arriba. Entonces se
dio cuenta de que la puerta del desván seguía
abierta de par en par. Si a aquel tipo se le ocurría
dirigir el haz de su linterna en esa dirección no
podía sino verla y querría ir a echar un vistazo,
lo que podía tener consecuencias nefastas. Craig
reptó lentamente hacia arriba por el tejado adosado. Tan
pronto como tuvo la puerta a su alcance, la cogió por el
canto inferior y la empujó con suavidad. La puerta
giró lentamente sobre los goznes hasta el marco en forma
de arco. Craig le dio un último empujón y
volvió a tumbarse en el tejado. La puerta se cerró
con un chasquido.

Elton se dio media vuelta. Craig no se movió.
Desde arriba, veía cómo el haz de la linterna
barría el hastial de la casa y la puerta del
desván.

-¿Elton? -llamó la misma voz desde
dentro.

El haz de luz se alejó.

-¡No se ve una mierda! -gritó, visiblemente
irritado.

Craig se arriesgó a levantar la cabeza para echar
un vistazo abajo. Elton se dirigía al otro lado de la
puerta, donde estaba Sophie. Se detuvo junto al cubo de la
basura. Si se le ocurría rodear el recibidor de las botas
para inspeccionar aquel rincón, la descubriría. Si
eso pasaba, decidió Craig, se lanzaría en picado
sobre Elton. Seguramente le daría una paliza de muerte,
pero quizá Sophie lograra escapar.

Tras unos segundos interminables, Elton se dio la
vuelta.

-¡Lo único que hay aquí fuera es
nieve! -anunció a voz en grito. Luego entró en la
casa y cerró la puerta dando un sonoro portazo.

Craig soltó un gemido de alivio. Solo entonces se
dio cuenta de que estaba temblando. Intentó
tranquilizarse. Pensar en Sophie lo ayudó. Saltó
del tejado y aterrizó junto a ella.

-¿Te has hecho daño? -preguntó,
inclinándose hacia ella

Sophie se incorporó.

-No, pero estoy muerta de miedo.

-Bueno. ¿Puedes levantarte?

-¿Estás seguro de que se ha
ido?

-He visto cómo entraba y cerraba la puerta.
Habrán oído tu grito, o quizá un golpe en el
techo cuando te has resbalado, pero seguramente creerán
que ha sido la nieve.

-Dios, eso espero.

Sophie se levantó con dificultad.

Craig frunció el ceño, pensativo. Era
evidente que aquella gente estaba atenta a cuanto ocurría
en la casa y sus alrededores. Si Sophie y él cruzaban el
patio hasta el granero, podían ser vistos por alguien que
estuviera asomado a la ventana de la cocina. Lo mejor que
podían hacer era salir por el jardín, rodearlo
hasta el chalet de invitados y acercarse al granero por la parte
de atrás. Se arriesgaban a que los vieran entrando por la
puerta, pero el rodeo minimizaba las posibilidades de ser
descubiertos.

-Por aquí -dijo. Cogió la mano de Sophie,
que lo siguió a regañadientes.

El viento soplaba con más fuerza en aquella zona.
La tormenta se desplazaba tierra adentro. Lejos del cobijo que
ofrecía la casa, la nieve no caía en remolinos
danzantes, sino en violentas rachas ladeadas que les azotaban el
rostro sin piedad y se les metían en los ojos.

Cuando Craig perdió la casa de vista, echó
a caminar hacia la derecha. Allí la nieve tenía
medio metro de profundidad y dificultaba mucho el avance. La
tormenta le impedía ver el chalet de invitados. Contando
los pasos, avanzó lo que consideraba una distancia
equivalente a la anchura del patio. Ya completamente a ciegas,
supuso que estarían a la altura del granero y
volvió a cambiar de dirección. Contó los
pasos que según sus cálculos faltaban para darse de
bruces con la pared trasera del edificio.

Pero no encontró nada.

Estaba seguro de que no se había equivocado.
Había medido las distancias meticulosamente. Avanzó
otros cinco pasos. Temía haberse perdido, pero no
quería que Sophie se diera cuenta. Reprimiendo una oleada
de pánico, volvió a cambiar el rumbo de sus pasos,
esta vez para volver a la casa principal. Gracias a la
impenetrable oscuridad Sophie no le veía la cara,
así que afortunadamente no podía saber lo asustado
que estaba.

Llevaban menos de cinco minutos a la intemperie, pero
Craig ya empezaba a notar un frío insoportable en las
manos y los pies. Se dio cuenta de que sus vidas corrían
verdadero peligro. Si no encontraban refugio pronto,
morirían de frío.

Sophie no era tonta.

-¿Dónde estamos?

Craig intentó sonar más seguro de lo que
se sentía.

-A punto de llegar al granero. Unos pasos más y
ya está.

No tardó en arrepentirse de haber pronunciado
aquellas palabras. Diez pasos más allá
seguían envueltos en tinieblas.

Craig supuso que se habrían alejado más de
lo creía del núcleo de viviendas. Eso explicaba el
que se hubiera quedado corto al calcular la distancia de regreso.
Volvió a doblar hacia la derecha. Había dado tantas
vueltas que ya no estaba seguro de saber orientarse.
Avanzó diez pasos más a trancas y barrancas y se
detuvo.

-¿Nos hemos perdido? -preguntó Sophie con
un hilo de voz.

-¡No podemos estar lejos del granero!
-replicó Craig en tono airado-. ¡Si apenas nos hemos
alejado de la casa!

Sophie lo rodeó con los brazos.

-No es culpa tuya.

Craig lo sabía, pero se sintió agradecido
de todos modos.

-Podríamos pedir socorro -sugirió ella-. A
lo mejor Caroline y Tom nos oyen.

-Esa gente también podría
oírnos.

-Aun así, eso sería mejor que morir
congelados.

Sophie tenía razón, pero Craig se
resistía a reconocerlo ¿Cómo podían
haberse perdido en un recorrido tan corto? Se negaba a
creerlo.

Abrazó a Sophie, pero se sentía
desesperado. Se había creído superior a ella porque
estaba más asustada que él, y por unos momentos se
había sentido muy viril protegiéndola, pero ahora
estaban los dos perdidos por su culpa. «Menudo hombre
-pensó-. Menudo protector.» Su novio el futuro
abogado seguro que lo habría hecho mejor, si es que
existía.

Justo entonces creyó vislumbrar una luz por el
rabillo del ojo.

Se volvió en esa dirección, pero la luz
desapareció de su campo visual. Sus ojos no avistaron
más que oscuridad. ¿Podían ser imaginaciones
suyas?

Sophie percibió su tensión.

-¿Qué pasa?

-Me ha parecido ver una luz.

Craig se volvió hacia Sophie y entonces
vislumbró de nuevo aquella luz por el rabillo de ojo, pero
cuando miró en la dirección de la que
parecía provenir se había vuelto a
desvanecer.

Recordaba vagamente haber leído algo en clase de
biología sobre la visión periférica y su
capacidad para percibir objetos que resultan invisibles si se
miraban de frente. Había una explicación
científica para ello, y tenía algo que ver con el
denominado «ángulo muerto» de la retina. Craig
se volvió de nuevo hacia Sophie y la luz volvió a
brillar. Esta vez no se molestó en volver la cabeza, sino
que procuró observarla sin mover los ojos. La luz
titilaba, vacilante, pero estaba allí.

Movió la cabeza y volvió a desaparecer,
pero ahora sabía en qué dirección
debía avanzar.

-Por aquí.

Se abrieron camino con dificultad sobre la nieve. La luz
no volvió a aparecer enseguida, y Craig se preguntó
si habría tenido una alucinación, algo así
como los espejismos de oasis que se avistaban en pleno desierto.
Pero entonces la luz parpadeó unos segundos antes de
volver a extinguirse.

-¡La he visto! -gritó Sophie.

Siguieron avanzando a duras penas. Segundos
después la luz volvió a brillar, y esta vez no se
desvaneció. Craig sintió un alivio tremendo, y se
dio cuenta de que por un momento había llegado a pensar
que iba a morir, y Sophíe con él.

Cuando se acercaron a la luz, Craig vio que era la que
había por encima de la puerta trasera de la casa.
Habían trazado un círculo y volvían al punto
de partida.

06.15

Miranda permaneció inmóvil durante mucho
tiempo. Le aterraba pensar que Daisy podía volver en
cualquier momento, pero se sentía incapaz de hacer nada al
respecto. En su imaginación, aquella mujer entraba en la
habitación a grandes zancadas con sus botas de motorista,
se arrodillaba en el suelo y miraba debajo de la cama. Casi
podía ver su rostro despiadado, el cráneo rapado,
la nariz torcida y los ojos oscuros, tan tiznados de perfilador
negro que parecían amoratados. El mero recuerdo de aquel
rostro era tan aterrador que a veces Miranda cerraba los ojos con
todas sus fuerzas hasta que empezaba a ver destellos.

Fue el pensar en Tom lo que la obligó a pasar a
la acción. Tenía que proteger a su hijo de once
años. Pero ¿cómo? Ella sola no podía
hacer nada. Estaba dispuesta a enfrentarse a los desconocidos y
defender la vida de los chicos con la suya propia, pero eso de
nada serviría: la apartarían de en medio corno a un
saco de patatas. A las personas civilizadas no se les daba muy
bien ejercer la violencia; eso era precisamente lo que las
convertía en personas civilizadas.

La respuesta a su pregunta seguía siendo la
misma. Tenía que encontrar un teléfono y pedir
ayuda. Eso significaba que debía llegar como fuera hasta
el chalet de invitados. Teñí a que salir de su
escondite bajo la cama, abandonar la habitación y bajar
las escaleras sin ser vista, con la esperanza de que ninguno de
los intrusos la oyera desde la cocina ni saliera al
vestíbulo. Por el camino tenía que coger alguna
prenda de abrigo y un par de botas. Iba descalza, y lo
único que llevaba sobre la piel era un camisón de
algodón. Sabía que no podía salir a la calle
vestida de aquella manera, en plena ventisca y con una capa de
nieve de medio metro de espesor. Luego tendría que rodear
la casa, cuidando de mantenerse bien alejada de las ventanas,
hasta llegar al chalet. Una vez allí, cogería el
móvil que había dejado en su bolso, junto a la
puerta.

Intentó hacer acopio de fuerzas. ¿De
qué tenía tanto miedo? «La
tensión», pensó. La tensión era lo que
más la aterraba. Pero no duraría mucho tiempo.
Medio minuto para bajar las escaleras; un minuto para ponerse una
chaqueta y unas botas; dos minutos, a lo sumo tres, para avanzar
por la nieve hasta el chalet. Menos de cinco minutos en
total.

Un sentimiento de indignación se apoderó
de ella. ¿Cómo se atrevía aquella gentuza a
darle miedo de caminar por su propia casa? La ira le
infundió valor.

Temblando, se deslizó de debajo de la cama. La
puerta de la habitación estaba abierta. Asomó la
cabeza, comprobó que no había nadie en los
alrededores y salió al descansillo. Le llegaban voces
desde la cocina. Miró hacia abajo.

Había un perchero al pie cíe la escalera.
La mayor parte de las prendas de abrigo y botas de la familia se
guardaban en el vestidor del pequeño recibidor trasero,
pero su padre siempre dejaba las suyas en el vestíbulo.
Desde arriba, Miranda alcanzaba a ver su viejo anorak azul
colgado del perchero y las botas de goma forradas de piel que le
mantenían los pies calientes mientras sacaba a Nellie. Con
aquello tendría bastante para no morir congelada mientras
se abría camino por la nieve hasta el chalet. No
tardaría más de unos segundos en ponérselo
todo y escabullirse por la puerta delantera.

Si lograba reunir el valor suficiente, claro.

Empezó a bajar las escaleras de
puntillas.

Las voces de la cocina se hicieron más audibles.
Al parecer estaban discutiendo. Reconoció la voz de
Nigel:

-¡Pues vuelve a mirar, joder!

¿Significaba aquello que alguien se
disponía a registrar la casa de nuevo? Se dio la vuelta y
echó a correr, subiendo los peldaños de dos en dos.
Justo cuando llegó al descansillo, oyó pasos de
botas en el vestíbulo. Daisy.

De nada serviría volver a esconderse debajo de la
cama. Si Daisy iba a inspeccionar la casa por segunda vez, se
aseguraría de no pasar por alto ningún posible
escondrijo. Miranda entró en la habitación de su
padre. Solo había un sitio en el que podía
esconderse: el desván. Cuando tenía diez
años, lo había convertido en su refugio. Todos los
niños de la casa lo habían hecho en algún
momento de sus vidas.

La puerta del armario ropero estaba abierta.

Miranda oyó los pasos de Daisy en el
descansillo.

Se arrodilló, entró en el armario gateando
y abrió la portezuela que daba al desván. Entonces
se dio la vuelta y cerró la puerta del armario ropero.
Luego reculó hasta el desván y cerró la
portezuela.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había
cometido un grave error. Daisy había registrado la casa un
cuarto de hora antes, y seguro que había visto la puerta
del armario abierta. ¿Se acordaría de eso ahora, y
se daría cuenta de que alguien la había cerrado en
su ausencia? ¿Y sería lo bastante lista para
deducir por qué?

Oyó los pasos de Daisy en el vestidor. Contuvo la
respiración mientras registraba el cuarto de baño.
De pronto, las puertas del armario ropero se abrieron de par en
par. Miranda se mordió el pulgar para no gritar de miedo.
Se oyó el frufrú de las prendas rozándose
entre sí mientras Daisy hurgaba entre los trajes y camisas
de Stanley. La portezuela era difícil de ver, a menos que
uno se arrodillara y mirara por debajo de la ropa colgada.
¿Sería Daisy tan meticulosa?

Hubo un largo silencio.

Luego los pasos de Daisy se alejaron hacia el
dormitorio.

Miranda se sintió tan aliviada que tuvo ganas de
romper a llorar, pero se contuvo. Debía ser valiente.
¿Qué estaba pasando en la cocina? Recordó el
agujero en el suelo. Gateó lentamente hasta allí
para echar un vistazo.

* * *

Hugo tenía un aspecto tan lamentable que Kit casi
sintió lástima por él. Era un hombre bajito
y rechoncho con pechos protuberantes, pezones peludos y un
abultado vientre que le colgaba por encima de los genitales. Las
delgadas piernas que sostenían aquel cuerpo rollizo le
hacían parecer un muñeco mal diseñado. Su
desnudez resultaba aún más bochornosa por el
contraste que ofrecía respecto a su imagen habitual. En
circunstancias normales, Hugo aparentaba ser un hombre
desenvuelto y seguro de sí mismo, vestía prendas
elegantes que lo favorecían y flirteaba con el aplomo de
un galán, pero ahora parecía un pobre diablo muerto
de vergüenza.

La familia estaba apiñada a un lado de la cocina,
junto a la puerta de la despensa y lejos de todas las salidas:
Kit, su hermana Olga envuelta en un salto de cama de seda negra,
el padre de ambos con los labios hinchados a causa del
puñetazo que Daisy le había propinado y el mando de
Olga, Hugo, tal como su madre lo había traído al
mundo. Stanley se había sentado y sujetaba a Nellie,
acariciándola para tranquilizarla, temeroso de que le
pegaran un tiro si atacaba a los intrusos. Nigel y Elton
permanecían de pie al otro lado de la mesa, y Daisy estaba
registrando el piso de arriba.

Hugo dio un paso al frente.

-En el cuartito de la lavadora hay toallas y todo eso
-dijo. Desde la cocina se podía acceder a dicha
habitación, contigua al comedor-. ¿Puedo ir a
buscar algo con lo que taparme?

Justo entonces, Daisy volvió a entrar en la
cocina.

-Prueba con esto -dijo, y lo azotó en la
entrepierna con un paño de cocina. Kit recordaba lo mucho
que aquello podía doler de sus tiempos de estudiante,
cuando se dedicaba a hacer el ganso con sus compañeros en
los vestuarios. Hugo lanzó un grito involuntario y se dio
la vuelta. Daisy volvió a azotarlo, esta vez en las
nalgas. Hugo se acurrucó en un rincón y Daisy se
echó a reír. No podía haberlo humillado
más.

La escena daba vergüenza ajena, y Kit se
sintió ligeramente asqueado.

-Deja de hacer el imbécil -reprendió Nigel
a Daisy en tono irritado-. Quiero saber dónde se ha metido
la otra hermanita… Miranda, se llama. Ha debido salir sin que
nos diéramos cuenta. ¿Dónde
está?

-La he buscado por todas partes dos veces
-señaló Daisy-. No está en la
casa.

-Puede que se haya escondido.

-Y puede que sea la mujer invisible, no te jode, pero yo
no la encuentro.

Kit sabía dónde estaba Miranda. Segundos
antes había visto a Nellie ladear la cabeza y erguir una
de sus orejas negras. Alguien había entrado en el
desván, y solo podía ser su hermana. Se
preguntó si Stanley también se habría fijado
en la reacción de Nellie. Miranda no suponía una
gran amenaza, encerrada allí arriba sin teléfono y
con un camisón por único atuendo, pero aun
así Kit deseó que se le ocurriera algún modo
de advertir a Nigel.

-A lo mejor ha salido -aventuró Elton-. Ese ruido
que hemos oído debía de ser ella.

Había una nota de exasperación en la
réplica de Nigel:

-En ese caso, ¿cómo es que no la has visto
cuando has salido a mirar?

-¡Porque ahí fuera no se ve una mierda! -El
tono autoritario de Nigel empezaba a molestar a Elton.

Kit supuso que el ruido de fuera lo habría hecho
alguno de los chicos jugando. Se había oído un
golpe seco y luego un grito, como si una persona o un animal se
hubiera dado con la puerta trasera. Era posible que un ciervo se
hubiera tropezado con la puerta, pero los ciervos no gritaban,
sino que emitían mugidos similares a los del ganado.
Tampoco era descabellado suponer que el viento había
arrojado a un pájaro grande contra la puerta y que este
había lanzado un graznido similar a un grito humano. Sin
embargo, para Kit el principal sospechoso seguía siendo el
hijo de Miranda, el joven Tom. Tenía once años, la
edad perfecta para escabullirse por la noche y jugar a los
espías.

De haber mirado por la ventana y haber visto las
pistolas, ¿qué habría hecho Tom? En primer
lugar habría buscado a su madre, pero no la habría
encontrado. Luego habría despertado a su hermana, o
quizá a Ned. En cualquier caso, no había tiempo que
perder. Tenían que reunir al resto de la familia antes de
que alguien lograra hacerse con un teléfono. Pero Kit no
podía hacer nada sin delatarse, así que se
sentó y aguardó con la boca cerrada.

-No llevaba puesto más que un camisón
-observó Nigel-. No puede haber ido lejos.

-Vale, pues vamos a mirar en los demás edificios
-sugirió Elton.

-Espera un segundo. -Nigel frunció el
ceño-. Hemos buscado en todas las habitaciones de la casa,
¿verdad?

-Sí, ya te lo he dicho -contestó
Daisy.

-Les hemos quitado el móvil a tres de ellos: Kit,
el enano en pelotas y la hermana marimandona. Y estamos seguros
de que no hay más móviles en la casa
-prosiguió Nigel.

-Aja -asintió Daisy, que había aprovechado
para buscar teléfonos móviles mientras registraba
las habitaciones.

-Entonces será mejor que miremos en los
demás edificios -concluyó Nigel.

-De acuerdo -repuso Elton-. Está el chalet de
invitados, el granero y el garaje, eso ha dicho el
viejo.

-Mira en el garaje primero. Habrá
teléfonos en los coches.

Luego ve al chalet y al granero. Reúne al resto
de la familia tráelos aquí. Asegúrate de
quitarles los móviles. Los tendremos a todos aquí
bajo control durante una hora o dos, y luego nos
largaremos.

No era un mal plan, pensó Kit. En cuanto lograran
reunir a toda la familia en una misma habitación, sin
ningún teléfono cerca, el peligro habría
pasado. Nadie llamaría a su puerta el día de
Navidad por la mañana -ni el lechero, ni el cartero, ni la
furgoneta de reparto de los supermercados Tesco, ni la de
Majestic Wine-, así que nadie sospecharía lo que
estaba pasando Podían tomarse un respiro y sentarse a
esperar la salida del sol

Elton se puso la chaqueta y miró por la ventana,
inspeccionando la nieve con ojos escrutadores. Siguiendo su
mirada, Kit se dio cuenta de que, a la luz de las lámparas
exteriores, apenas se vislumbraban el chalet y el granero al otro
lado del patio. Seguía nevando con ganas.

-Yo miraré en el garaje. Que se vaya Elton al
chalet -propuso Daisy.

-Será mejor que nos demos prisa -observó
este-.Ahora mismo puede haber alguien llamando a la
policía.

Daisy se metió la pistola en el bolsillo y
cerró la cremallera de su chaqueta de piel.

-Antes de que os vayáis, encerremos a estos
cuatro en algún sitio donde no den la lata.

Fue entonces cuando Hugo se abalanzó sobre
Nigel.

El ataque sorprendió a propios y extraños.
Al igual que sus compinches, Kit había dado por sentado
que Hugo no suponía ninguna amenaza para ellos. Pero
había saltado hacia delante con furia y golpeaba a Nigel
en el rostro una y otra vez con ambos puños. Había
elegido un buen momento, pues Daisy acababa de guardar el arma y
Elton ni siquiera había llegado a sacar la suya,
así que Nigel era el único que tenía una
pistola en la mano, pero estaba tan ocupado intentando esquivar
sus puñetazos que no podía usarla.

Nigel retrocedió tambaleándose y se
golpeó con la encimera. Hugo fue hacia él como una
fiera, golpeándolo en el rostro y el cuerpo al tiempo que
gritaba algo ininteligible. Le asestó bastantes
puñetazos en pocos segundos, pero Nigel no soltó el
arma.

Elton fue el primero en reaccionar. Se fue hacia Hugo e
intentó apartarlo de Nigel. Al estar desnudo resultaba
difícil cogerlo, y por más que lo intentara no
lograba inmovilizarlo, pues sus manos resbalaban sobre los
hombros de Hugo, que no paraba de moverse.

Stanley soltó a Nellie, que ladraba furiosamente,
y la perra atacó a Elton mordiéndole las piernas.
Había visto pasar muchos inviernos y sus dientes ya no
tenían la fuerza de antes, pero toda ayuda era
poca.

Daisy intentó sacar la pistola, pero el
cañón del arma se enganchó con el forro del
bolsillo. Olga cogió un plato y se lo arrojó desde
el otro extremo de la cocina. Daisy esquivó el golpe, pero
el plato la alcanzó de refilón en el
hombro.

Kit dio un paso adelante para inmovilizar a Hugo, pero
se contuvo.

Lo último que quería era que la familia se
hiciera con el control de la situación. Por mucho que le
hubiera consternado descubrir la verdadera finalidad del robo que
él había planeado, su máxima prioridad era
salvar el pellejo. Habían pasado menos de veinticuatro
horas desde que Daisy había estado a punto de ahogarlo en
la piscina, y sabía que si no pagaba al padre de esta el
dinero que le debía se enfrentaría a una muerte tan
atroz como la que podía causar el virus encerrado en aquel
frasco de perfume. Intervendría para defender a Nigel
contra su propia familia si tenía que hacerlo, pero solo
como último recurso. Mientras pudiera, seguiría
haciéndoles creer que nunca había visto a Nigel
hasta aquella noche. Permaneció al margen,
sintiéndose impotente y dividido por dos impulsos de signo
contrario.

Elton rodeó a Hugo con ambos brazos y lo
estrechó con fuerza. Este forcejeó con
energía, pero era más pequeño que su
adversario y no estaba en forma, por lo que no logró
zafarse Elton lo levantó del suelo y retrocedió,
alejándolo de Nigel

Daisy asestó un certero puntapié a Nellie
en las costillas con una de sus pesadas botas. La perra
lanzó un aullido y fue a acurrucarse en un
rincón.

Nigel sangraba por la nariz y la boca, y tenía
feas marcas rojas alrededor de los ojos. Miró a Hugo con
odio y alzó la mano derecha, la que seguía
empuñando el arma.

Olga dio un paso al frente y gritó:

-¡No!

Nigel movió el brazo y le apuntó a
ella.

Stanley cogió a Olga y la sujetó, al
tiempo que suplicaba:

-Por favor, no dispares, te lo ruego.

Nigel seguía apuntando a Olga cuando
dijo:

-Daisy, ¿sigues llevando la porra?

La interpelada asintió, complacida. Nigel se
volvió hacia Hugo.

-Empléate a fondo con este hijo de la gran
puta.

Viendo lo que se le venía encima, Hugo
empezó a forcejear, pero Elton lo sujetó con
más fuerza.

Daisy blandió la porra en el aire y la
estrelló contra el rostro de Hugo. Le dio de lleno en un
pómulo, produciendo un repugnante crujido. Hugo
lanzó un grito de dolor. Daisy volvió a golpearlo,
y la sangre empezó a manar de su boca hacia el pecho
desnudo. Con una sonrisa malévola, Daisy le miró
los genitales y le propinó una patada en la entrepierna.
Luego volvió a aporrearlo, esta vez en la coronilla. Hugo
cayó al suelo, inconsciente, pero eso a Daisy le daba
igual. Lo golpeó con la porra en la nariz y le
asestó otro puntapié.

Olga lanzó un gemido de dolor y rabia, se
zafó del abrazo de su padre y se abalanzó sobre
Daisy. Esta blandió la porra en su dirección, pero
Olga estaba demasiado cerca y el arma paso silbando detrás
de su cabeza.

Elton soltó a Hugo, que se desplomó en el
suelo embaldosado, y se fue hacia Olga, que había logrado
poner las manos sobre el rostro de Daisy y le estaba clavando las
uñas.

Nigel tenía a Olga en su punto de mira pero no se
atrevía a disparar por temor a herir a uno de los suyos en
medio del forcejeo.

Stanley se volvió hacia la placa de cocina y
cogió la pesada sartén con la que Kit había
preparado una docena de huevos revueltos. La levantó en el
aire y la blandió en la dirección de Nigel,
apuntándole a la cabeza. En el último momento, este
lo vio venir y esquivó el golpe. La sartén lo
golpeó en el hombro derecho. Nigel lanzó un grito
de dolor y la pistola salió disparada de su
mano.

Stanley intentó cogerla, pero no lo
consiguió. El arma aterrizó sobre la mesa de la
cocina, a escasos centímetros del frasco de perfume,
rebotó en el asiento de una silla de pino, rodó y
se cayó al suelo, a los pies de Kit. Este se
inclinó y la recogió.

Nigel y Stanley lo miraban fijamente. Intuyendo un
vuelco en la situación, Olga, Daisy y Elton dejaron de
forcejear entre sí y se volvieron hacia
él.

Kit dudaba, dividido ante el angustioso dilema que se le
había presentado de pronto.

Durante unos segundos de inmovilidad que se hicieron
eternos, todos clavaron en él sus ojos.

Finalmente, Kit dio la vuelta al arma y,
sosteniéndola por el cañón, se la
devolvió a Nigel.

06.30

Por fin, Craig y Sophie habían encontrado el
granero. Habían pasado unos minutos junto a la puerta
trasera de la casa, sin acabar de decidir si debían entrar
o no, pero no tardaron en darse cuenta de que morirían
congelados si seguían allí indefinidamente.
Haciendo acopio de valor, cruzaron el patio por las buenas, la
cabeza gacha, rezando para que nadie estuviera mirando por las
ventanas de la cocina. Los veinte pasos que los separaban del
otro lado del patio se les hicieron eternos a causa de la gruesa
capa de nieve que cubría el suelo. Una vez allí,
avanzaron pegados a la fachada del granero, siempre
arriesgándose a que los vieran desde la cocina. Craig no
se atrevía a mirar en esa dirección; tenía
demasiado miedo de lo que podían ver sus ojos. Cuando por
fin alcanzaron la puerta, echó un vistazo rápido a
la casa. En la oscuridad, no alcanzaba a distinguir la silueta
del edificio, sino solo las ventanas iluminadas. La nieve
también le dificultaba la visión, por lo que solo
acertaba a ver siluetas borrosas moviéndose en la cocina.
Nada parecía indicar que alguien se hubiera asomado a la
ventana en el momento equivocado.

Abrió la gran puerta del granero. Pasaron ambos
al interior y Craig se volvió para cerrar la puerta con un
sentimiento de infinita gratitud. El aire caliente lo
envolvió como un abrazo. Estaba temblando de la cabeza a
los pies, y los dientes de Sophie castañeteaban sin cesar.
La joven se quitó el anorak cubierto de nieve y se
sentó en uno de los grandes radiadores como los de los
hospitales. A Carig también le hubiera gustado calentarse
durante un minuto pero no había tiempo para eso.
Tenía que conseguir ayuda enseguida.

En lugar estaba débilmente iluminado por una
pequeña luz de noche cercana a la cama plegable en la que
Tom estaba acostado. Craig miró al chico desde cerca
preguntándose si debía despertarlo. Parecía
haberse recuperado del vodka de Sophie y dormía
tranquilamente con su pijama de Spider Man.

Algo que estaba en el suelo, al lado de la almohada,
llamó la atención de Craig. Era una foto. Craig la
cogió y la acercó a la luz. Parecía haber
sido tomada en la fiesta de cumpleaños de su madre y se
veía a Sophie rodeando a Tom con uno de sus brazos
alrededor de sus hombros. Craig sonrió. Parece que no soy
el único que estaba cautivado por ella esa tarde,
pensó para sus adentros. Volvió a colocar la foto
en su su tío y no le dijo nada a Sophie.

No tenía sentido despertar a Tom, decidió.
No había nada que él pudiera hacer, y solo
conseguiría aterrorizarlo.. Estaba mejor
durmiendo.

Craig subió rápidamente la escalera que
conducía al antiguo pajar. En una de las estrechas camas
individuales, bajo un montón de mantas se adivinaba la
silueta de su hermana Caroline. Parecía profundamente
dormida. También ella estaba mejor así. Si se
despertaba y descubría lo que estaba pasando se
pondría histérica. No trataría de
despertarla.

La segunda cama estaba intacta. En el suelo, cerca de
ella, pudo ver el contorno de una maleta abierta. Sophie
había dicho que había dejado el teléfono
encima de sus ropas. Craig cruzó la habitación
moviéndose cautelosamente en la oscuridad. Al inclinarse
escuchó muy cerca de él los crujidos y chillidos
débiles de algún ser vivo y masculló una
maldición. El corazón parecía querer
saltársele del pecho. Eran los dichosos ratones de
Caroline, paseándose en su jaula. Empujó la jaula a
un lado y empezó a registrar la maleta de
Sophie.

Guiándose por el tacto, hurgó en el
interior de la maleta. Arriba del todo había una bolsa de
plástico que contenía un bulto envuelto en papel de
regalo. Aparte de eso, casi todo eran prendas de vestir
meticulosamente dobladas. Alguien había ayudado a Sophie a
hacer la maleta, dedujo, pues no la tenía precisamente por
una amante del orden. Se distrajo momentáneamente con un
sostén de seda, pero luego su mano asió un objeto
con la forma alargada de un móvil. Abrió la solapa,
pero la pantalla no se iluminó. No veía lo bastante
para encontrar el botón de encendido.

Bajó la escalera apresuradamente con el
móvil en la mano. Había una lámpara junto al
estante. Craig la encendió y sostuvo el móvil de
Sophie bajo la luz. Encontró el botón de encendido
y lo presionó, pero nada ocurrió. En ese momento
habría roto a llorar de frustración.

-¡No consigo encender este puto trasto!
-susurró.

Aún sentada sobre el radiador, Sophie
alargó el brazo y Craig le tendió el
teléfono. Ella pulsó el mismo botón,
frunció el ceño, volvió a presionarlo y
luego lo aporreó repetidas veces, hasta que al fin se dio
por vencida.

-Se ha quedado sin batería
-anunció.

-¡Mierda! ¿Dónde está el
cargador?

-No lo sé.

-¿En tu maleta?

-No creo.

Craig estaba al borde de la
exasperación.

-¿Cómo puedes no saber dónde
está el cargador de tu móvil?

-Creo que lo he dejado en casa -contestó con un
hilo de voz.

-¡No me jodas!

Craig se esforzó por controlar su mal genio.
Tenía ganas de decirle que era una idiota, pero eso no
serviría de nada. Guardó silencio durante unos
instantes. Le vino a la mente el recuerdo de los besos que se
habían dado poco antes, y ya no pudo seguir enfadado. Su
ira se desvaneció como por arte de magia, y rodeó a
Sophie con los brazos.

-Vale -le dijo-, no pasa nada.

Sophie apoyó la cabeza en su pecho.

-Lo siento.

-A ver qué se nos ocurre.

-Tiene que haber más móviles por
aquí, o un cargador que podamos usar.

Craig movió la cabeza en señal de
negación.

-Caroline y yo no tenemos móvil. Mi madre no nos
deja. Ella no se despega del suyo ni para ir al baño, pero
dice que nosotros no los necesitamos para nada.

-Tom tampoco tiene. Miranda cree que es demasiado
joven.

-Genial.

-¡Espera! -exclamó Sophie,
apartándose de él-. ¿No había uno en
el coche de tu abuelo?

Craig chasqueó los dedos.

-¡El Ferrari, claro! Y además he dejado las
llaves puestas. Lo único que tenemos que hacer es ir hasta
el garaje y podremos llamar a la policía.

-¿Quieres decir que habrá que volver a
salir?

-Tú puedes quedarte aquí.

-No. Quiero ir.

-No te quedarías sola. Tom y Caroline
están aquí.

-Quiero estar contigo.

Craig intentó no revelar lo feliz que le
hacían aquellas palabras.

-En ese caso, será mejor que vuelvas a ponerte el
anorak.

Sophie se apartó del radiador. Craig cogió
su anorak del suelo y la ayudó a ponérselo. Ella
buscó su mirada y él intentó esbozar una
sonrisa alentadora.

-¿Lista?

Por unos segundos, volvió a ser la Sophie de
antes:

-Claro, ¿a qué esperamos? Lo peor que
puede pasar es que nos vuelen la tapa de los sesos…

Salieron afuera. La oscuridad seguía siendo total
y la nieve caía con fuerza, más como ráfagas
de perdigones que como nubes de mariposas. Una vez más,
Craig miró con inquietud hacia el otro extremo del patio,
pero su visibilidad era tan escasa como antes, lo que significaba
que los desconocidos tampoco lo tendrían fácil para
distinguirlos en medio de la ventisca. Cogió la mano de
Sophie. Orientándose por las luces de los edificios
colindantes, la guió hasta el extremo del granero,
alejándose de la casa, y luego cruzaron el patio hasta el
garaje.

La puerta lateral estaba abierta, como siempre. Dentro
hacía tanto frío como fuera. No había
ventanas, así que Craig decidió encender la
luz.

El Ferrari del abuelo estaba donde él lo
había dejado, pegado a la pared para disimular la
abolladura. De pronto, recordó la vergüenza y el
temor que había sentido doce horas antes, después
de haber rozado el Ferrari contra el árbol. De pronto, le
parecía poco menos que ridículo haberse puesto
así por algo tan banal como una abolladura en el chasis de
un coche. Se acordó de lo ansioso que estaba por
impresionar a Sophie y caerle bien. No hacía tanto tiempo
de aquello, pero parecía que hubieran pasado
siglos.

En el garaje estaba también el Ford Mondeo de
Luke. En cambio, el Toyota Land Cruiser había
desaparecido. Craig supuso que Luke se lo habría llevado
la noche anterior.

Se acercó al Ferrari y tiró de la puerta,
pero esta no se abrió. Volvió a intentarlo, pero
estaba cerrada con llave.

-Me cago en todo -maldijo, masticando las
palabras.

-¿Qué pasa? -preguntó
Sophie.

-El coche está cerrado con llave.

-¡No!

Craig miró hacia dentro.

-Y las llaves no están.

-¿Cómo ha podido pasar?

Craig golpeó el techo del coche con el
puño.

-Luke se daría cuenta de que el coche estaba
abierto antes de marcharse. Quitaría la llave del
contacto, cerraría el coche y la dejaría en la
casa.

-¿Y qué hay del otro coche?

Craig intentó abrir la puerta del Ford, pero
también estaba cerrada con llave.

-De todas formas, dudo que Luke tenga móvil en el
coche.

-¿Podemos recuperar las llaves del
Ferrari?

Craig torció el gesto.

-Quizá.

-¿Dónde se guardan?

-En el recibidor de las botas.

-¿El que da a la parte de atrás de la
cocina?

Craig asintió con gesto
sombrío.

-Lo que nos situaría a dos metros escasos de esos
tíos y sus pistolas.

06.45

La máquina quitanieves avanzaba despacio por la
carretera de dos carriles, abriéndose paso en la
oscuridad. El Jaguar de Carl Osborne la seguía. Toni iba
al volante del Jaguar, aguzando la vista mientras los
limpiaparabrisas se afanaban en despejar la nieve que caía
profusamente sobre el cristal. Ante ellos se extendía un
paisaje inmutable: justo delante, los faros destellantes de la
máquina quitanieves; a la derecha, un montículo de
nieve recién formado por esta; a la izquierda, la nieve
virgen que cubría la calzada y las llanuras
aledañas hasta donde alumbraban los faros del
coche.

La señora Gallo iba dormida con el cachorro en su
regazo. Carl iba en el asiento del acompañante y guardaba
silencio, ya fuera porque se había quedado dormido o
porque estaba enfurruñado. Le había dicho lo mucho
que detestaba que otros condujeran su coche, pero Toni
había insistido en hacerlo y él se había
visto obligado a consentírselo, puesto que ella
tenía las llaves.

-Eres incapaz de ceder aunque sea un milímetro,
¿verdad? -había refunfuñado antes de
enmudecer.

-Por eso soy tan buena poli -había replicado
ella.

-Por eso no tienes marido -había apostillado su
madre desde el asiento trasero.

De aquello había pasado más de una hora.
Toni luchaba por seguir despierta pese al efecto hipnótico
de los limpiaparabrisas, el amodorramiento que producía la
calefacción del coche y la monotonía del paisaje.
Casi deseó haber dejado que Carl fuera conduciendo. Pero
tenía que conservar el control de la situación.
Habían encontrado el vehículo de la fuga en el
aparcamiento del hotel Dew Drop. En su interior había
varias pelucas, bigotes falsos y gafas sin graduación que
los ladrones habrían utilizado para disfrazarse, pero ni
una sola pista sobre la dirección que pudo haber tomado la
banda. El coche de la policía se había quedado en
el hotel mientras los agentes interrogaban a Vincent, el joven
recepcionista con el que Toni había hablado por
teléfono. La máquina quitanieves había
seguido hacia el norte por orden de Frank.

Por una vez, Toni estaba de acuerdo con él. Era
de esperar que los ladrones cambiaran de vehículo en
algún punto de su ruta en lugar de retrasar la huida dando
un rodeo innecesario. Siempre cabía la posibilidad de que
previeran el modo de pensar de la policía y eligieran
deliberadamente un lugar que pusiera a sus perseguidores en la
pista equivocada, pero según la experiencia de Toni, los
delincuentes no eran tan precavidos. Una vez que tenían el
botín en las manos, lo que querían era escapar lo
más deprisa posible.

La máquina quitanieves no se detenía ante
los coches que encontraba parados a su paso. En la cabina del
conductor, además de este, iban dos agentes de
policía, pero tenían órdenes estrictas de
limitarse a observar a los ocupantes de los vehículos
atrapados en la nieve, pues a diferencia de los ladrones, ellos
no iban armados. Algunos de los vehículos estaban
abandonados, otros tenían uno o dos ocupantes en su
interior, pero de momento no habían visto ninguno en el
que viajaran dos hombres y una mujer. La mayoría de los
coches ocupados arrancaban al paso de la máquina
quitanieves y la seguían. Detrás del Jaguar se
había formado ya una pequeña caravana.

Toni empezaba a dejarse vencer por el pesimismo. Ya
tenían que haber encontrado a la banda. Al fin y al cabo,
habían sali do del Dew Drop en un momento en que las
carreteras eran poco menos que intransitables. No podían
haber ido muy lejos

¿Tendrían algún tipo de escondrijo
en los alrededores? No parecía probable. Los ladrones no
solían esconderse cerca de la escena del crimen,
más bien todo lo contrario. Mientras la caravana avanzaba
hacia el norte, Toni se preguntaba con creciente inquietud si no
se habría equivocado al suponer que habían partido
en esa dirección.

Entonces avistó un letrero familiar que
ponía «Playa» y se dio cuenta de que
debían de estar cerca de Steepfall. Había llegado
el momento de poner en práctica la segunda parte de su
plan. Tenía que llegar a la casa e informar a Stanley de
lo sucedido.

Se acercaba el momento que tanto temía. Su
trabajo consistía en impedir que algo así llegara a
ocurrir. Había tenido varios aciertos: gracias a su
insistencia, el robo se había descubierto más
pronto que tarde, había obligado a la policía a
tomarse en serio la amenaza biológica y salir en
persecución de los ladrones, y Stanley no podía
sino quitarse el sombrero por cómo se las había
arreglado para llegar hasta él en medio de una fuerte
ventisca. Pero Toni deseaba poder decirle que los ladrones
habían sido detenidos y que la situación de
emergencia había pasado, y en lugar de eso se
disponía a comunicarle su propio fracaso. No sería,
desde luego, el encuentro gozoso que había
previsto.

Frank se había quedado en el Kremlin. Usando el
teléfono del coche de Osborne,Toni lo llamó al
móvil.

La voz de Frank resonó en los altavoces del
Jaguar.

-Comisario Hackett.

-Soy Toni. La máquina quitanieves se acerca al
desvío de la casa de Stanley Oxenford. Me gustaría
informarle de lo sucedido.

-No necesitas mi permiso para hacerlo.

-No logro comunicarme con él por teléfono,
pero la casa está a un kilómetro y medio de la
carretera principal.

-Olvídalo. Ha llegado la unidad de respuesta
.Vienen armados hasta los dientes y se mueren de ganas de entrar
en acción. No voy a retrasar la búsqueda de la
banda.

-Solo necesito la máquina quitanieves durante
cinco o seis minutos, lo suficiente para despejar el camino de
acceso, y después puedes olvidarte de mí, y de mi
madre.

-Suena tentador, pero no estoy dispuesto a interrumpir
la búsqueda durante cinco minutos.

-Es posible que Stanley pueda contribuir a la
investigación. Al fin y al cabo, él es la
víctima.

-La respuesta es no -insistió Frank, y
colgó. Osborne había escuchado toda la
conversación.

-Este coche es mío -dijo- . No pienso ir a
Steepfall. Quiero seguir a la máquina quitanieves. De lo
contrario, podría perderme algo.

-Puedes seguir al quitanieves. Nos dejas a mi madre y a
mí en Steepfall y lo sigues de vuelta a la carretera
principal. En cuanto haya informado a Stanley, le pediré
un coche prestado y os alcanzaré.

-Me parece que Frank te acaba de frustrar los
planes.

-Todavía no me he rendido -repuso Toni, y
volvió a marcar el número de Frank.

Esta vez, la respuesta fue tajante:

-¿Qué quieres?

-Acuérdate de Johnny el Granjero.

-Vete a la mierda.

Estoy usando un manos libres y Carl Osborne está
sentado a mi lado, escuchándonos a ambos.
¿Dónde has dicho que me vaya?

-Descuelga el puto teléfono.

Toni se acercó el auricular al oído para
que Carl no pudiera oír a Frank.

-Llama al conductor de la máquina quitanieves,
Frank. Por favor.

-Pero mira que eres hija de puta. Siempre me sales con
el caso de Johnny el Granjero cuando sabes perfectamente que era
culpable.

-Eso lo sabe todo el mundo. Pero solo tú y yo
sabemos lo que hiciste para conseguir que lo declararan
culpable.

-No serías capaz de decírselo a
Carl.

-Está escuchando todas y cada una de mis
palabras.

-Supongo que no serviría de nada apelar a tu
lealtad -replicó Frank en tono de moralina.

-No, desde que te fuiste de la lengua con lo de Fluffy,
el hámster.

Había dado en el blanco. Frank se puso a la
defensiva.

-Carl no se rebajaría a sacar lo de Johnny. Somos
amigos.

-Tu confianza en él es conmovedora -repuso Toni-,
teniendo en cuenta que estamos hablando de un
periodista.

Hubo una larga pausa.

-Decídete, Frank -dijo Toni al fin-. Faltan pocos
metros para el desvío. O haces que la máquina
quitanieves se aparte de la carretera o me paso la siguiente hora
explicándole a Carl todo lo que sé sobre Johnny el
Granjero.

Se oyó un clic, y luego un zumbido. Frank
había colgado.

-¿De qué iba todo eso? -inquirió
Carl.

-Si pasamos de largo por la próxima salida, te lo
cuento.

Minutos después, la máquina quitanieves
tomó la carretera secundaria que conducía a
Steepfall.

07.00

Hugo yacía en el suelo embaldosado, inconsciente
pero vivo.

Olga sollozaba desesperadamente. El pecho se le agitaba
con cada nueva e incontrolable convulsión. Estaba al borde
de la histeria.

Stanley Oxenford estaba pálido como la cera.
Parecía un hombre al que acabaran de diagnosticar una
enfermedad mortal. Miraba a Kit fijamente, y en su rostro se
mezclaban la desesperación, la perplejidad y una rabia
apenas contenida. «¿Cómo has podido?»,
decían sus ojos. Kit evitaba mirarlo.

Estaba que se lo llevaban los demonios. Todo le
salía mal. Ahora su familia sabía que estaba
compinchado con los ladrones y no se molestarían en
encubrirlo, lo que significaba que la policía
acabaría descubriendo toda la historia. Estaba condenado a
vivir huyendo de la justicia. Apenas podía contener su
ira. También tenía miedo. La muestra del virus
descansaba sobre la mesa de la cocina en su frasco de perfume,
protegida tan solo por dos delgadas bolsas de plástico
transparente. El temor alimentaba su furia.

Nigel ordenó a Stanley y Olga que se acostaran
boca abajo junto a Hugo, amenazándolos con la pistola.
Estaba tan enfurecido por la paliza que Hugo le había
propinado que no habría dudado en apretar el gatillo a la
menor excusa. Kit no habría intentado detenerlo.
También él se sentía capaz de matar a
alguien.

Elton buscó algo con lo que atarlos y
encontró cable eléctrico, una cuerda de tender y
una soga resistente.

Daisy ató a Olga, a Stanley y a Hugo, que
seguía inconsciente, anudándoles los pies y las
manos a la espalda. Tensó bien las cuerdas para que
laceraran la carne al menor movimiento y tiró de los nudos
para asegurarse de que no podrían deshacerlos
fácilmente. En sus labios se había dibujado aquella
sonrisita sádica que esbozaba cuando hacía
daño a otras personas.

-Necesito el teléfono -dijo Kit a
Nigel.

-¿Por qué?

-Por si tengo que interceptar alguna llamada al
Kremlin.

Nigel dudaba.

-¡Por el amor de Dios! -explotó Kit-.
¡Te he devuelto la pistola!

Nigel se encogió de hombros y le tendió el
teléfono.

-¿Cómo puedes hacer esto, Kit? -le
espetó Olga mientras Daisy se arrodillaba sobre la espalda
de su padre-. ¿Cómo puedes consentir que traten
así a tu familia?

-¡Yo no tengo la culpa! -replicó él
en tono airado-. Si os hubierais portado bien conmigo, nada de
esto habría pasado.

-¿Que tú no tienes la culpa?
-preguntó Stanley, sin salir de su asombro.

-Primero me echaste a la calle y luego te negaste a
ayudarme, así que acabé debiendo dinero a unos
matones.

-¡Te eché porque me estabas
robando!

-¡Soy tu hijo, tendrías que haberme
perdonado!

-Y te perdoné.

-Demasiado tarde.

-Por el amor de Dios…

-¡Me he visto obligado a hacerlo!

Stanley habló con un tono en el que se mezclaban
la autoridad y el desprecio, un tono que Kit recordaba de su
infancia:

-Nadie se ve obligado a hacer algo
así.

Kit detestaba aquel tonillo. Su padre solía
utilizarlo cuando quería hacerle saber que había
hecho algo especialmente estúpido.

-Tú no lo entiendes.

-Me temo que sí lo entiendo, demasiado bien.
«Típico de ti», pensó Kit. Siempre
creyéndose más listo que los demás. Pero en
aquel preciso instante, mientras Daisy le ataba las manos a la
espalda, parecía bastante idiota.

-¿De qué va todo esto, por cierto?
-preguntó Stanley.

-Cierra el pico -ordenó Daisy.

Stanley hizo caso omiso de sus palabras.

-¿Qué demonios estáis tramando,
Kit? ¿Y qué hay en ese frasco de
perfume?

-¡Te he dicho que te calles! -Daisy le
asestó un puntapié en la cara.

Stanley gruñó de dolor, y la sangre
empezó a manar de su boca.

«Te está bien empleado», pensó
Kit con un regocijo salvaje.

-Pon la tele, Kit -ordenó Nigel-. A ver si dicen
cuándo cono dejará de nevar.

Estaban poniendo anuncios: de las rebajas de enero, de
las vacaciones de verano, de créditos baratos. Elton
cogió a Nellie del collar y la encerró en el
comedor. Hugo se removió en el suelo, como si volviera en
sí. Olga le habló en voz baja. En la pantalla
apareció un presentador tocado con un sombrero de
Papá Noel. Kit pensó con amargura en todas las
familias que estarían a punto de iniciar un día de
celebración.

-Anoche, una inesperada ventisca azotó Escocia
-anunció el presentador-. Hoy, la mayor parte del
país se ha levantado cubierta por un manto
blanco.

-Me cago en todo -maldijo Nigel, recalcando cada
palabra-. ¿Hasta cuándo vamos a quedarnos
aquí atrapados? -Se espera que la tormenta, que ha
obligado a decenas de conductores a detenerse en la carretera
durante la noche, amaine con la salida del sol. Según las
últimas previsiones, a media mañana ya se
habrá producido el deshielo.

Kit se animó. Aún podían llegar a
tiempo a la cita con el cliente.

Nigel pensó lo mismo.

-¿A qué distancia está el
todoterreno, Kit?

-A poco más de un kilómetro.

-Nos iremos al alba. ¿Tienes el diario de
ayer?

-Debe de haber uno por aquí… ¿para
qué lo quieres?

-Para ver a qué hora sale el sol.

Kit entró en el estudio de su padre y
encontró un ejemplar de The Scotsman sobre un
atril. Se lo llevó a la cocina.

-El sol sale a las ocho y cuatro minutos
-anunció.

Nigel consultó su reloj de
muñeca.

-Falta menos de una hora.-Parecía
preocupado-.Tenemos que hacer más de un kilómetro a
pie por la nieve, y luego otros dieciséis en coche. Vamos
a llegar por los pelos.-Nigel sacó un teléfono del
bolsillo. Empezó a marcar un número, pero se
detuvo-. Se ha quedado sin batería -dijo-. Elton, dame tu
móvil.-Volvió a marcar el mismo número desde
el teléfono de éste-. Sí, soy yo,
¿qué vais a hacer con este tiempo? -Kit supuso que
estaba hablando con el piloto del cliente-. Sí,
debería empezar a amainar dentro de una hora más o
menos… yo sí puedo llegar, pero ¿y vosotros?
-Nigel fingía estar más seguro de sí mismo
de lo que realmente estaba. Una vez que la nieve hubiera dejado
de caer, el helicóptero podría despegar y volar a
donde quisiera, pero ellos no lo tenían tan fácil
porque viajaban por carretera-. Bien. Nos veremos a la hora
acordada, entonces. Cerró la solapa del teléfono.
En ese instante, el presentador dijo:

-Anoche, en plena tormenta, una banda de ladrones
asaltó los laboratorios de Oxenford Medical, en las
inmediaciones de Inverburn.

Un silencio sepulcral se instaló en la cocina.
«Ya está.-pensó Kit-. Se ha descubierto el
pastel.» -Los sospechosos se han dado a la fuga con varias
muestras de un peligroso virus.

-Así que eso es lo que hay en el frasco de
perfume… dedujo Stanley, hablando con dificultad a causa del
labio partido-. ¿Os habéis vuelto locos?

-Carl Osborne nos informa desde el lugar de los hechos.
En pantalla apareció una foto de Osborne sosteniendo el
teléfono. Su voz sonaba a través de una
línea telefónica.

-El virus mortal que ayer mismo acabó con la vida
del técnico de laboratorio Michael Ross se encuentra ahora
en manos de una banda de delincuentes. Stanley no daba
crédito a sus oídos.

-Pero ¿por qué? ¿De veras
creéis que podréis venderlo?

-Sé que puedo -replicó Nigel.

Osborne prosiguió:

-En una acción meticulosamente planeada, dos
hombres y una mujer lograron burlar el sofisticado sistema de
seguridad del laboratorio y acceder al nivel cuatro de
bioseguridad, donde la empresa conserva muestras de virus letales
para los que no existe cura.

-Pero, Kit… no les habrás ayudado a hacer algo
así, ¿verdad? -preguntó Stanley.

Olga se le adelantó.

-Por supuesto que lo hizo. -Había un profundo
desprecio en su voz.

-La banda redujo por la fuerza a los guardias de
seguridad, dos de los cuales han resultado heridos, uno de ellos
gravemente. Pero muchos más morirán si el virus
Madoba-2 se propaga entre la población.

Stanley rodó sobre un costado y se sentó
con dificultad. Tenía el rostro magullado, apenas
podía abrir un ojo y la pechera de su pijama estaba
manchada de sangre, pero seguía pareciendo la persona con
más autoridad de toda la habitación

-Escuchad lo que dice ese hombre -les
advirtió.

Daisy hizo amago de acercarse a él, pero Nigel la
detuvo alzando la mano.

-Solo conseguiréis mataros -continuó
Stanley-. Si lo que hay en ese frasco de perfume es realmente el
Madoba-2, no existe antídoto. Si lo dejáis caer y
el frasco se rompe, estáis muertos. Aunque se lo
vendáis a otro y ese alguien se espere a que os
hayáis marchado para liberar el virus, el Madoba-2 se
propaga tan deprisa que podríais contagiaros y morir de
todas formas.

La voz de Osborne lo interrumpió:

-Se cree que el Madoba-2 es más peligroso que la
Peste Negra, que arrasó Gran Bretaña en… tiempos
remotos.

Stanley alzó la voz para hacerse oír por
encima de sus palabras.

-Tiene razón, aunque no sepa de qué siglo
está hablando. En el año 1348, la Peste Negra
mató a una de cada tres personas en Gran Bretaña.
Esto podría ser peor. Ninguna cantidad de dinero puede
valer ese riesgo, ¿no creéis?

-Pienso estar muy lejos de Gran Bretaña cuando
suelten el virus -reveló Nigel.

Kit se sorprendió. Nigel no le había
comentado nada al respecto. ¿Tendría Elton un plan
similar? ¿Y qué pasaba con Daisy y Harry Mac? Kit
había previsto marcharse a Italia, pero ahora se
preguntaba si sería lo bastante lejos.

Stanley se volvió hacia Kit.

-No puedo creer que formes parte de esta
locura.

Tenía razón, pensó Kit. Todo
aquello era de locos. Pero el mundo no era un lugar muy
cuerdo.

-Me moriré de todas formas si no pago el dinero
debo.

-Venga ya, no te van a matar por una deuda.

-Por supuesto que sí -aseveró
Daisy.

-¿Cuánto dinero debes?

-Doscientas cincuenta mil libras.

-¡Por el amor de Dios!

-Ya te dije que estaba desesperado. Te lo dije hace tres
meses, cabrón, pero no me escuchaste.

-¿Cómo demonios te las has arreglado para
acumular una deuda tan…? No, déjalo, prefiero no
saberlo.

-Apostando a crédito. Tengo un buen sistema, pero
he pasado una mala racha.

-¿Mala racha? -intervino Olga-. ¡Kit,
despierta de una vez! ¡Te han tendido una trampa!
¡Esos tíos te prestaron el dinero y luego se
aseguraron de que perdías porque necesitaban que les
ayudaras a asaltar el laboratorio!

Kit no concedió ningún crédito a
sus palabras.

-¿Y tú cómo lo sabes?
-preguntó en tono desdeñoso.

-Soy abogada, me las tengo que ver con esta clase de
gentuza, oigo sus ridículas excusas cuando los pillan.
Sé más de ellos de lo que me
gustaría.

Stanley volvió a tomar la palabra.

-Escucha, Kit. Alguna forma habrá de solucionar
todo esto sin matar a personas inocentes, ¿no
crees?

-Demasiado tarde. He tomado una decisión y no
puedo echarme atrás.

-Piénsalo bien, hijo. ¿Sabes
cuántas personas van a morir por tu culpa?
¿Decenas, miles, millones?

-Claro, que yo me muera te da igual. Harías lo
que fuera por salvar a un montón de desconocidos, pero no
moviste un dedo por salvarme a mí.

Stanley gimió de exasperación.

-Solo Dios sabe lo mucho que te quiero, y lo
último que deseo es verte muerto, pero
¿estás seguro de querer pagar un precio tan alto
por salvar tu propia vida?

Kit abrió la boca para decir algo, pero en ese
momento empezó a sonar su móvil.

Lo sacó del bolsillo, preguntándose si
Nigel le dejaría con testar. Pero nadie hizo el menor
movimiento, así que se acercó el aparato al
oído. Oyó la voz de Hamish McKinnon al otro lado de
la línea.

-Toni va siguiendo a los de la máquina
quitanieves, y los ha convencido para que se desvíen hasta
tu casa. Llegará en cualquier momento. Y en el quitanieves
van dos agentes de policía.

Kit colgó el teléfono y miró a
Nigel.

-La policía viene hacia aquí.

07.15

Craig abrió la puerta del garaje y sacó la
cabeza para echar un vistazo fuera. Había tres ventanas
iluminadas en un extremo de la casa pero las cortinas estaban
corridas, así que nadie podía verlo.

Se volvió un momento para mirar a Sophie.
Había apagado las luces del garaje, pero sabía que
ella estaba en el asiento del acompañante del Ford de
Luke, con el anorak rosa cerrado hasta arriba para protegerse del
frío. Alzó la mano a modo de despedida y
salió al exterior.

Caminando tan deprisa como podía, levantando los
pies y las rodillas para no quedarse atrapado en la profunda capa
de nieve, avanzó a lo largo de la pared menos expuesta del
garaje hasta alcanzar la fachada de la casa.

Iba a coger las llaves del Ferrari. Tendría que
entrar en el recibidor de la cocina sin ser visto y sacarlas del
pequeño armario donde se guardaban. Sophie había
querido acompañarlo, pero Craig la había persuadido
de que era menos peligroso si solo iba él.

Sin ella, se sentía más asustado. Para
tranquilizarla, había fingido no tener miedo, y eso le
había infundido valor. Pero ahora estaba al borde de un
ataque de nervios. Mientras dudaba, agazapado en la esquina de la
casa, las manos le temblaban y le flaqueaban las piernas. Era una
presa fácil para los intrusos, y si lo cogían no
sabía qué hacer. Nunca se había peleado en
serio al menos desde que tenía unos ocho años.
Conocía a chicos dé su misma edad que lo
hacían a menudo, por lo general a la puertas de un bar el
sábado por la noche, y todos sin excepción eran
unos perfectos idiotas. Ninguno de los tres intrusos de la cocina
parecía mucho más fuerte que él, pero aun
así le inspiraban pánico. Tenía la
impresión de que, en caso de pelea, sabrían
qué hacer, mientras que él no tenía ni la
más remota idea Y además iban armados.
Podían dispararle. Se preguntó cuánto
dolería una herida de arma.

Escrutó la fachada de la casa. Tendría que
pasar por delante de las ventanas del salón y del comedor,
cuyas cortinas no estaban corridas. La nevada había
perdido intensidad, y cualquiera que mirara hacia fuera
podía distinguirlo fácilmente.

Se obligó a avanzar.

Se detuvo junto a la primera ventana y miró hacia
dentro. Las luces de colores parpadeaban en el árbol de
Navidad, alumbrando débilmente las familiares siluetas del
tresillo y las mesas, el aparato de televisión y los
cuatro calcetines infantiles de tamaño descomunal que
descansaban en el suelo delante de la chimenea, llenos a rebosar
de cajas y paquetes.

No había nadie en la
habitación.

Siguió caminando. La nieve era más
profunda en aquella zona, donde se había acumulado por la
acción del viento que soplaba desde el mar, y Craig hubo
de emplear todas sus fuerzas para abrirse paso. Lo habría
dado todo por poder acostarse un rato. Se dio cuenta de que
llevaba veinticuatro horas sin pegar ojo. Se sacudió la
modorra de encima y siguió avanzando. Cuando pasó
por delante de la puerta principal, casi esperaba que esta se
abriera de golpe y que el londinense del jersey rosado se
abalanzara sobre él. Pero no ocurrió
nada.

Estaba a punto de pasar por delante del comedor en
penumbra cuando un suave ladrido lo sobresaltó. Se
llevó un buen susto, pero enseguida se dio cuenta de que
solo era Nellie. Seguramente la habrían encerrado
allí. La perra reconoció la silueta de Craig y
lanzó un gemido.

-Cállate, Nellie, por el amor de Dios
-murmuró. No estaba seguro de que la perra pudiera
oírlo, pero lo cierto es que se calló.

Craig pasó por delante de los coches aparcados,
el Toyota Previa de Miranda y el Mercedes-Benz familiar de Hugo.
Un manto blanco los cubría por completo, dándoles
un aspecto irreal, como si fueran los coches de una familia de
muñecos de nieve. Dobló la esquina de la casa.
Había luz en la ventana del recibidor de las botas.
Asomó la cabeza tímidamente para echar un vistazo
al interior. Desde allí veía el gran vestidor donde
se guardaban los anoraks y las botas. Había una acuarela
de Steepfall que tenía toda la pinta de ser obra de la
tía Miranda, una escoba apoyada en un rincón y el
armarito metálico de las llaves, atornillado a la
pared.

La puerta del recibidor estaba cerrada, lo que lo
favorecía.

Aguzó el oído, pero no oyó
nada.

¿Qué ocurría cuando le dabas un
puñetazo a alguien? En el cine se limitaban a desplomarse
en el suelo, pero Craig estaba casi seguro de que eso no
ocurriría en la vida real. Y lo que era más
importante aún, ¿qué ocurría si
alguien te daba un puñetazo a ti? ¿Cómo de
doloroso sería? ¿Y si lo hacían una y otra
vez? ¿Y qué se sentía al recibir un disparo?
Había oído en alguna parte que no había nada
más doloroso que una bala en el estómago. Estaba
completamente aterrado, pero se obligó a seguir
adelante.

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