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Resumen del libro Drácula, de Abraham Stoker (página 8)



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"Le escribo esto por si algo sucediera. Voy a ir solo a vigilar ese cementerio de la iglesia. Me agradaría que la muerta viva, o "nomuerta", la señorita Lucy, no saliera esta noche, con el fin de que mañana a la noche esté más ansiosa. Por consiguiente, debo preparar ciertas cosas que no serán de su agrado: ajos y un crucifijo, para sellar la entrada de la tumba. No hace mucho tiempo que es muerta viva, y tendrá cuidado. Además, esas cosas tienen el objeto de impedir que salga, puesto que no pueden vencerla si desea entrar; porque, en ese caso, el muerto vivo está desesperado y debe encontrar la línea de menor resistencia, sea cual sea. Permaneceré alerta durante toda la noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, y si existe algo que pueda observarse, lo haré. No tengo miedo de la señorita Lucy ni temo por ella; en cuanto a la causa a la que debe el ser muerta viva, tenemos ahora el poder de registrar su tumba y guarecernos. Es inteligente, como me lo ha dicho el señor Jonathan, y por el modo en que nos ha engañado durante todo el tiempo que luchó con nosotros por apoderarse de la señorita Lucy. La mejor prueba de ello es que perdimos. En muchos aspectos, los muertos vivos son fuertes. Tienen la fuerza de veinte hombres, e incluso la de nosotros cuatro, que le dimos nuestras fuerzas a la señorita Lucy. Además, puede llamar a su lobo y no sé qué pueda suceder. Por consiguiente, si va allá esta noche, me encontrará allá; pero no me verá ninguna otra persona, hasta que sea ya demasiado tarde. Empero, es posible que no le resulte muy atractivo ese lugar. No hay razón por la que debiera presentarse, ya que su coto de caza contiene piezas más importantes que el cementerio de la iglesia donde duerme la mujer muerta viva y vigila un anciano.

"Por consiguiente, escribo esto por si acaso… Recoja los papeles que se encuentran junto a esta nota: los diarios de Harker y todo el resto, léalos, y, después, busque a ese gran muerto vivo, córtele la cabeza y queme su corazón o atraviéselo con una estaca, para que el mundo pueda estar en paz sin su presencia.

"Si sucede lo que temo, adiós.

VAN HELSING"

Del diario del doctor Seward

28 de septiembre. Es maravilloso lo que una buena noche de sueño reparador puede hacer por uno. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las monstruosas ideas de van Helsing, pero, en estos momentos, veo con claridad que son verdaderos retos al sentido común. No me cabe la menor duda de que él lo cree todo a pie juntillas. Me pregunto si no habrá perdido el juicio. Con toda seguridad debe haber alguna explicación lógica de todas esas cosas extrañas y misteriosas. ¿Es posible que el profesor lo haya hecho todo él mismo? Es tan anormalmente inteligente que, si pierde el juicio, llevaría a cabo todo lo que se propusiera, con relación a alguna idea fija, de una manera extraordinaria. Me niego a creerlo, puesto que sería algo tan extraño como lo otro descubrir que van Helsing está loco; pero, de todos modos, tengo que vigilarlo cuidadosamente. Es posible que así descubra algo relacionado con el misterio.

29 de septiembre, por la mañana… Anoche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron en la habitación de van Helsing; éste nos dijo todo lo que deseaba que hiciéramos; pero, especialmente, se dirigió a Arthur, como si todas nuestras voluntades estuvieran concentradas en la suya. Comenzó diciendo que esperaba que todos nosotros lo acompañáramos.

-Puesto que es preciso hacer allí algo muy grave, ¿viene usted? ¿Le asombró mi carta?

Las preguntas fueron dirigidas a lord Godalming.

-Sí. Me sentí un poco molesto al principio. Ha habido tantos enredos en torno a mi casa en los últimos tiempos que no me agradaba la idea de uno más. Asimismo, tenía curiosidad por saber qué quería usted decir. Quincey y yo discutimos acerca de ello; pero, cuanto más ahondábamos la cuestión tanto más desconcertados nos sentíamos. En lo que a mí respecta, creo que he perdido por completo la capacidad de comprender.

-Yo me encuentro en el mismo caso -dijo Quincey Morris, lacónicamente.

-¡Oh! -dijo el profesor-. En ese caso, se encuentran ustedes más cerca del principio que nuestro amigo John, que tiene que desandar mucho camino para acercarse siquiera al principio.

A todas luces había comprendido que había vuelto a dudar de todo ello, sin que yo pronunciara una sola palabra. Luego, se volvió hacia los otros dos y les dijo, con mucha gravedad:

-Deseo que me den su autorización para hacer esta noche lo que creo conveniente. Aunque sé que eso es mucho pedir; y solamente cuando sepan qué me propongo hacer comprenderán su importancia. Por consiguiente, me veo obligado a pedirles que me prometan el permiso sin saber nada, para que más tarde, aunque se enfaden conmigo y continúen enojados durante cierto tiempo, una posibilidad que no he pasado por alto, no puedan culparse ustedes de nada.

-Me parece muy leal su proceder -interrumpió Quincey-. Respondo por el profesor. No tengo ni la menor idea de cuáles sean sus intenciones; pero les aseguro que es un caballero honrado, y eso basta para mí.

-Muchas gracias, señor -dijo van Helsing con orgullo-. Me he honrado considerándolo a usted un amigo de confianza, y su apoyo me es muy grato.

Extendió una mano, que Quincey aceptó.

Entonces, Arthur tomó la palabra:

-Doctor van Helsing, no me agrada "comprar un cerdo en un saco sin verlo antes", como dicen en Escocia, y si hay algo en lo que mi honor de caballero o mi fe como cristiano puedan verse comprometidos, no puedo hacer esa promesa. Si puede usted asegurarme que esos altos valores no están en peligro de violación, le daré mi consentimiento sin vacilar un momento; aunque le aseguro que no comprendo qué se propone.

-Acepto sus condiciones -dijo van Helsing-, y lo único que le pido es que si considera necesario condenar alguno de mis actos, reflexione cuidadosamente en ello, para asegurarse de que no se hayan violado sus principios morales.

-¡De acuerdo! -dijo Arthur-. Me parece muy justo. Y ahora que ya hemos terminado las negociaciones, ¿puedo preguntar qué tenemos que hacer?

-Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al cementerio de la iglesia de Kingstead.

El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía, con tono que denotaba claramente su desconcierto:

-¿En donde está enterrada la pobre Lucy?

El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:

-¿Y una vez allí…?

-¡Entraremos en la tumba!

Arthur se puso en pie.

-Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de alguna broma monstruosa? Excúseme, ya veo que lo dice en serio.

Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postura rígida y llena de altivez, como alguien que desea mostrarse digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:

-¿Y una vez en la tumba?

-Abriremos el ataúd.

-¡Eso es demasiado! -exclamó, poniéndose en pie lleno de ira-. Estoy dispuesto a ser paciente en todo cuanto sea razonable; pero, en este caso…, la profanación de una tumba… de la que…

Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró tristemente.

-Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo mío -dijo-, Dios sabe que lo haría; pero esta noche nuestros pies hollarán las espinas; o de lo contrario, más tarde y para siempre, ¡los pies que usted ama hollarán las llamas!

Arthur levantó la vista, con rostro extremadamente pálido y descompuesto, y dijo:

-¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!

-¿No cree usted que será mejor que escuche lo que tengo que decirles? -dijo van Helsing-. Así sabrá usted por lo menos cuáles son los límites de lo que me propongo. ¿Quieren que prosiga?

-Me parece justo -intervino Morris.

Al cabo de una pausa, van Helsing siguió hablando, haciendo un gran esfuerzo por ser claro:

-La señorita Lucy está muerta; ¿no es así? ¡Sí! Por consiguiente, no es posible hacerle daño; pero, si no está muerta…

Arthur se puso en pie de un salto.

-¡Santo Dios! -gritó-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha habido algún error? ¿La hemos enterrado viva?

Gruñó con una cólera tal que ni siquiera la esperanza podía suavizarla.

-No he dicho que estuviera viva, amigo mío; no lo creo. Solamente digo que es posible que sea una "muerta viva", o "no muerta".

-¡Muerta viva! ¡No muerta! ¿Qué quiere usted decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué?

-Existen misterios que el hombre solamente puede adivinar, y que desentraña en parte con el paso del tiempo. Créanme: nos encontramos actualmente frente a uno de ellos. Pero no he terminado. ¿Puedo cortarle la cabeza al cadáver de la señorita Lucy?

-¡Por todos los diablos, no! -gritó Arthur, con encendida pasión-. Por nada del mundo consentiré que se mutile su cadáver. Doctor van Helsing, está usted abusando de mi paciencia. ¿Qué le he hecho para que desee usted torturarme de este modo? ¿Qué hizo esa pobre y dulce muchacha para que desee usted causarle una deshonra tan grande en su tumba? ¿Está usted loco para decir algo semejante, o soy yo el alienado al escucharlo? No se permita siquiera volver a pensar en tal profanación. No le daré mi consentimiento en absoluto. Tengo el deber de proteger su tumba de ese ultraje. ¡Y les prometo que voy a hacerlo!

Van Helsing se levantó del asiento en que había permanecido sentado durante todo aquel tiempo, y dijo, con gravedad y firmeza:

-Lord Godalming, yo también tengo un deber; un deber para con los demás, un deber para con usted y para con la muerta. ¡Y le prometo que voy a cumplir con él! Lo único que le pido ahora es que me acompañe, que observe todo atentamente y que escuche; y si cuando le haga la misma petición más adelante no está usted más ansioso que yo mismo porque se lleve a cabo, entonces… Entonces cumpliré con mi deber, pase lo que pase. Después, según los deseos de usted, me pondré a su disposición para rendirle cuentas de mi conducta, cuando y donde usted quiera -la voz del maestro se apagó un poco, pero continuó, en tono lleno de conmiseración-: Pero le ruego que no siga enfadado conmigo. En el transcurso de mi vida he tenido que llevar a cabo muchas cosas que me han resultado profundamente desagradables, y que a veces me han destrozado el corazón; sin embargo, nunca había tenido una tarea, tan ingrata entre mis manos. Créame que si llegara un momento en que cambiara usted su opinión sobre mí, una sola mirada suya borraría toda la tristeza enorme de estos momentos, puesto que voy a hacer todo lo humanamente posible por evitarle a usted la tristeza y el pesar. Piense solamente, ¿por qué iba a tomarme tanto trabajo y tantas penas? He venido desde mi país a hacer lo que creo que es justo; primeramente, para servir a mi amigo John, y, además, para ayudar a una dama que yo también llegué a amar. Para ella, y siento tener que decirlo, aun cuando lo hago para un propósito constructivo, di lo mismo que usted: la sangre de mis venas. Se la di, a pesar de que no era como usted, el hombre que amaba, sino su médico y su amigo. Le consagré mis días y mis noches… antes de su muerte y después de ella, y si mi muerte puede hacerle algún bien, incluso ahora, cuando es un "muerto vivo", la pondré gustosamente a su disposición.

Dijo esto con una dignidad muy grave y firme, y Arthur quedó muy impresionado por ello. Tomó la mano del anciano y dijo, con voz entrecortada:

-¡Oh! Es algo difícil de creer y no lo entiendo. Pero, al menos, debo ir con usted y observar los acontecimientos.

XVI.- DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)

Eran las doce menos cuarto en punto de la noche cuando penetramos en el cementerio de la iglesia, pasando por encima de la tapia, no muy alta. La noche era oscura, aunque, a veces, la luz de la luna se infiltraba entre las densas nubes que cubrían el firmamento. Nos mantuvimos muy cerca unos de otros, con van Helsing un poco más adelante, mostrándonos el camino. Cuando llegamos cerca de la tumba, miré atentamente a Arthur, porque temía que la proximidad de un lugar lleno de tan tristes recuerdos lo afectaría profundamente; pero logró controlarse. Pensé que el misterio mismo que envolvía todo aquello estaba mitigando su enojo. El profesor abrió la puerta y, viendo que vacilábamos, lo cual era muy natural, resolvió la dificultad entrando él mismo el primero. Todos nosotros lo imitamos, y el anciano cerró la puerta. A continuación, encendió una linterna sorda e iluminó el ataúd. Arthur dio un paso al frente, no muy decidido, y van Helsing me dijo:

-Usted estuvo conmigo aquí el día de ayer. ¿Estaba el cuerpo de la señorita Lucy en este ataúd?

-Así es.

El profesor se volvió hacia los demás, diciendo:

-Ya lo oyen y además, no creo que haya nadie que no lo crea.

Sacó el destornillador y volvió a quitarle la tapa al féretro. Arthur observaba, muy pálido, pero en silencio.

Cuando fue retirada la tapa dio un paso hacia adelante. Evidentemente, no sabía que había una caja de plomo o, en todo caso, no pensó en ello. Cuando vio la luz reflejada en el plomo, la sangre se agolpó en su rostro durante un instante; pero, con la misma rapidez, volvió a retirarse, de tal modo que su rostro permaneció extremadamente pálido. Todavía guardaba silencio. Van Helsing retiró la tapa de plomo y todos nosotros miramos y retrocedimos.

¡El féretro estaba vacío!

Durante varios minutos, ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. El silencio fue interrumpido por Quincey Morris:

-Profesor, he respondido por usted. Todo lo que deseo es su palabra… No haría esta pregunta de ordinario…, deshonrándolo o implicando una duda; pero se trata de un misterio que va más allá del honor o el deshonor. ¿Hizo usted esto?

-Le juro por todo cuanto considero sagrado que no la he retirado de aquí, y que ni siquiera la he tocado. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace dos noches, mi amigo Seward y yo vinimos aquí… con buenos fines, créanme. Abrí este féretro, que entonces estaba bien cerrado, y lo encontramos como ahora, vacío. Entonces esperamos y vimos una forma blanca que se dirigía hacia acá, entre los árboles. Al día siguiente volvimos aquí, durante el día, y vimos que el cadáver reposaba ahí. ¿No es cierto, amigo John?

-Sí.

-Esa noche llegamos apenas a tiempo. Otro niñito faltaba de su hogar y lo encontramos, ¡gracias a Dios!, indemne, entre las tumbas. Ayer vine aquí antes de la puesta de sol, ya que al ponerse el sol pueden salir los "muertos vivos". Estuve esperando aquí durante toda la noche, hasta que volvió a salir el sol; pero no vi nada. Quizá se deba a que puse en los huecos de todas esas puertas ajos, que los "no muertos" no pueden soportar, y otras cosas que procuran evitar. Esta mañana quité el ajo y lo demás. Y ahora hemos encontrado este féretro vacío. Pero créanme: hasta ahora hay ya muchas cosas que parecen extrañas; sin embargo, permanezcan conmigo afuera, esperando, sin hacer ruido ni dejarnos ver, y se producirán cosas todavía más extrañas. Por consiguiente -dijo, apagando el débil rayo de luz de la linterna-, salgamos.

Abrió la puerta y salimos todos apresuradamente; el profesor salió al último y, una vez fuera, cerró la puerta. ¡Oh! ¡Qué fresco y puro nos pareció el aire de la noche después de aquellos horribles momentos! Resultaba muy agradable ver las nubes que se desplazaban por el firmamento y la luz de la luna que se filtraba de vez en cuando entre jirones de nubes…, como la alegría y la tristeza de la vida de un hombre. ¡Qué agradable era respirar el aire puro que no tenía aquel desagradable olor de muerte y descomposición! ¡Qué tranquilizador poder ver el resplandor rojizo del cielo, detrás de la colina, y oír a lo lejos el ruido sordo que denuncia la vida de una gran ciudad! Todos, cada quien a su modo, permanecimos graves y llenos de solemnidad. Arthur guardaba todavía obstinado silencio y, según pude colegir, se estaba esforzando por llegar a comprender cuál era el propósito y el significado profundo del misterio. Yo mismo me sentía bastante tranquilo y paciente, e inclinado a rechazar mis dudas y a aceptar las conclusiones de van Helsing. Quincey Morris permanecía flemático, del modo que lo es un hombre que lo acepta todo con sangre fría, exponiéndose valerosamente a todo cuanto pueda suceder.

Como no podía fumar, tomó un puñado bastante voluminoso de tabaco y comenzó a masticarlo. En cuanto a van Helsing, estaba ocupado en algo específico. Sacó de su maletín un objeto que parecía ser un bizcocho semejante a una oblea y que estaba envuelto cuidadosamente en una servilleta blanca; a continuación, saco un buen puñado de una sustancia blancuzca, como masa o pasta. Partió la oblea, desmenuzándola cuidadosamente, y lo revolvió todo con la masa que tenía en las manos. A continuación, cortó estrechas tiras del producto y se dio a la tarea de colocar en todas las grietas y aberturas que separaban la puerta de la pared de la cripta. Me sentí un tanto confuso y, puesto que me encontraba cerca de él, le pregunté qué estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron también, movidos por la curiosidad. El profesor respondió:

-Estoy cerrando la tumba, para que la "muerta viva" no pueda entrar.

-¿Va a impedirlo esa sustancia que ha puesto usted ahí?

-Así es.

-¿Qué está usted utilizando?

Esa vez, fue Arthur quien hizo la pregunta.

Con cierta reverencia, van Helsing levantó el ala de su sombrero y respondió:

-La Hostia. La traje de Ámsterdam. Tengo autorización para emplearla aquí.

Era una respuesta que impresionó a todos nosotros, hasta a los más escépticos, y sentimos individualmente que en presencia de un fin tan honrado como el del profesor, que utilizaba en esa labor lo que para él era más sagrado, era imposible desconfiar. En medio de un respetuoso silencio, cada uno de nosotros ocupó el lugar que le había sido asignado, en torno a la tumba; pero ocultos, para que no pudiera vernos ninguna persona que se aproximase. Sentí lástima por los demás, principalmente por Arthur. Yo mismo me había acostumbrado un poco, debido a que ya había hecho otras visitas y había estado en contacto con aquel horror; y aun así, yo, que había rechazado las pruebas hacía aproximadamente una hora, sentía que el corazón me latía con fuerza. Nunca me habían parecido las tumbas tan fantasmagóricamente blancas; nunca los cipreses, los tejos ni los enebros me habían parecido ser, como en aquella ocasión, la encarnación del espíritu de los funerales. Nunca antes los árboles y el césped me habían parecido tan amenazadores. Nunca antes crujían las ramas de manera tan misteriosa, ni el lejano ladrar de los perros envió nunca un presagio tan horrendo en medio de la oscuridad de la noche.

Se produjo un instante de profundo silencio: un vacío casi doloroso. Luego, el profesor ordenó que guardáramos silencio con un siseo. Señaló con la mano y, a lo lejos, entre los tejos, vimos una figura blanca que se acercaba… Una figura blanca y diminuta, que sostenía algo oscuro apretado contra su pecho. La figura se detuvo y, en ese momento, un rayo de la luna se filtró entre las nubes, mostrando claramente a una mujer de cabello oscuro, vestida con la mortaja encerada de la tumba. No alcanzamos a verle el rostro, puesto que lo tenía inclinado sobre lo que después identificamos como un niño de pelo rubio. Se produjo una pausa y, a continuación, un grito agudo, como de un niño en sueños o de un perro acostado cerca del fuego, durmiendo. Nos disponíamos a lanzarnos hacia adelante, pero el profesor levantó una mano, que vimos claramente contra el tejo que le servía de escondrijo, y nos quedamos inmóviles; luego, mientras permanecíamos expectantes, la blanca figura volvió a ponerse en movimiento. Se encontraba ya lo bastante cerca como para que pudiéramos verla claramente, y la luz de la luna daba todavía de lleno sobre ella. Sentí que el corazón se me helaba, y logré oír la exclamación y el sobresalto de Arthur cuando reconocimos claramente las facciones de Lucy Westenra. Era ella. Pero, ¡cómo había cambiado! Su dulzura se había convertido en una crueldad terrible e inhumana, y su pureza en una perversidad voluptuosa. Van Helsing abandonó su escondite y, siguiendo su ejemplo, todos nosotros avanzamos; los cuatro nos encontramos alineados delante de la puerta de la cripta. Van Helsing alzó la linterna y accionó el interruptor, y gracias a la débil luz que cayó sobre el rostro de Lucy, pudimos ver que sus labios estaban rojos, llenos de sangre fresca, y que había resbalado un chorro del líquido por el mentón, manchando la blancura inmaculada de su mortaja.

Nos estremecimos, horrorizados, y me di cuenta, por el temblor convulsivo de la luz, de que incluso los nervios de acero de van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si no lo hubiera tomado del brazo, para sostenerlo, se hubiera desplomado al suelo.

Cuando Lucy… (llamo Lucy a la cosa que teníamos frente a nosotros, debido a que conservaba su forma) nos vio, retrocedió con un gruñido de rabia, como el de un gato cuando es sorprendido; luego, sus ojos se posaron en nosotros. Eran los ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy perversos y llenos de fuego infernal, que no los ojos dulces y amables que habíamos conocido. En esos momentos, lo que me quedaba de amor por ella se convirtió en odio y repugnancia; si fuera preciso matarla, lo habría hecho en aquel preciso momento, con un deleite inimaginable. Al mirar, sus ojos brillaban con un resplandor demoníaco, y el rostro se arrugó en una sonrisa voluptuosa.

¡Oh, Dios mío, como me estremecí al ver aquella sonrisa! Con un movimiento descuidado, como una diablesa llena de perversidad, arrojó al suelo al niño que hasta entonces había tenido en los brazos y permaneció gruñendo sobre la criatura, como un perro hambriento al lado de un hueso. El niño gritó con fuerza y se quedó inmóvil, gimiendo. Había en aquel acto una muestra de sangre fría tan monstruosa que Arthur no pudo contener un grito; cuando la forma avanzó hacia él, con los brazos abiertos y una sonrisa de voluptuosidad en los labios, se echó hacia atrás y escondió el rostro en las manos.

No obstante, la figura siguió avanzando, con movimientos suaves y graciosos.

-Ven a mí, Arthur -dijo-. Deja a todos los demás y ven a mí. Mis brazos tienen hambre de ti. Ven, y podremos quedarnos juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!

Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz… Algo semejante al ruido producido por el vidrio cuando se golpea que nos impresionó a todos los presentes, aun cuando las palabras no nos habían sido dirigidas. En cuanto a Arthur, parecía estar bajo el influjo de un hechizo; apartó las manos de su rostro y abrió los brazos. Lucy se precipitó hacia ellos; pero van Helsing avanzó, se interpuso entre ambos y sostuvo frente a él un crucifijo de oro. La forma retrocedió ante la cruz y, con un rostro repentinamente descompuesto por la rabia, pasó a su lado, como para entrar en la tumba.

Cuando estaba a treinta o sesenta centímetros de la puerta, sin embargo, se detuvo, como paralizada por alguna fuerza irresistible. Entonces se volvió, y su rostro quedó al descubierto bajo el resplandor de la luna y la luz de la linterna, que ya no temblaba, debido a que van Helsing había recuperado el dominio de sus nervios de acero. Nunca antes había visto tanta maldad en un rostro; y nunca, espero, podrán otros seres mortales volver a verla. Su hermoso color desapareció y el rostro se le puso lívido, sus ojos parecieron lanzar chispas de un fuego infernal, la frente estaba arrugada, como si su carne estuviera formada por las colas de las serpientes de Medusa, y su boca adorable, que entonces estaba manchada de sangre, formó un cuadrado abierto, como en las máscaras teatrales de los griegos y los japoneses. En ese momento vimos un rostro que reflejaba la muerte como ningún otro antes. ¡Si las miradas pudieran matar!

Permaneció así durante medio minuto, que nos pareció una eternidad, entre el crucifijo levantado y los sellos sagrados que había en su puerta de entrada. Van Helsing interrumpió el silencio, preguntándole a Arthur.

-Respóndame, amigo mío: ¿quiere que continúe adelante?

Arthur se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, al tiempo que respondía:

-Haga lo que crea conveniente, amigo mío. Haga lo que quiera. No es posible que pueda existir un horror como éste -gimió.

Quincey y yo avanzamos simultáneamente hacia él y lo cogimos por los brazos.

Alcanzamos a oír el chasquido que produjo la linterna al ser apagada. Van Helsing se acercó todavía más a la cripta y comenzó a retirar el sagrado emblema que había colocado en las grietas. Todos observamos, horrorizados y confundidos, cuando el profesor retrocedió, cómo la mujer, con un cuerpo humano tan real en ese momento como el nuestro, pasaba por la grieta donde apenas la hoja de un cuchillo hubiera podido pasar. Todos sentimos un enorme alivio cuando vimos que el profesor volvía a colocar tranquilamente la masa que había retirado en su lugar.

Después de hacerlo, levantó al niño y dijo:

-Vámonos, amigos. No podemos hacer nada más hasta mañana. Hay un funeral al mediodía, de modo que tendremos que volver aquí no mucho después de esa hora. Los amigos del difunto se irán todos antes de las dos, y cuando el sacristán cierre la puerta del cementerio deberemos quedarnos dentro. Entonces tendremos otras cosas que hacer; pero no será nada semejante a lo de esta noche. En cuanto a este pequeño, no está mal herido, y para mañana por la noche se encontrará perfectamente. Debemos dejarlo donde la policía pueda encontrarlo, como la otra noche, y a continuación regresaremos a casa.

Se acercó un poco más a Arthur, y dijo:

-Arthur, amigo mío, ha tenido usted que soportar una prueba muy dura; pero, más tarde, cuando lo recuerde, comprenderá que era necesaria. Está usted lleno de amargura en este momento; pero, mañana a esta hora, ya se habrá consolado, y quiera Dios que haya tenido algún motivo de alegría; por consiguiente, no se desespere demasiado. Hasta entonces no voy a rogarle que me perdone.

Arthur y Quincey regresaron a mi casa, conmigo, y tratamos de consolarnos unos a otros por el camino. Habíamos dejado al niño en lugar seguro y estábamos cansados. Dormimos todos de manera más o menos profunda.

29 de septiembre, en la noche. Poco antes de las doce, los tres, Arthur, Quincey Morris y yo, fuimos a ver al profesor. Era extraño el notar que, como de común acuerdo, nos habíamos vestido todos de negro. Por supuesto, Arthur iba de negro debido a que llevaba luto riguroso; pero los demás nos vestimos así por instinto. Fuimos al cementerio de la iglesia hacia la una y media, y nos introdujimos en el camposanto, permaneciendo en donde no nos pudieran ver, de tal modo que, cuando los sepultureros hubieron concluido su trabajo, y el sacristán, creyendo que no quedaba nadie en el cementerio, cerró el portón, nos quedamos tranquilos en el interior. Van Helsing, en vez de su portafolios negro, llevaba una funda larga de cuero que parecía contener un bastón de criquet; era obvio que pesaba bastante.

Cuando nos encontramos solos, después de oír los últimos pasos perderse calle arriba, en silencio y como de común acuerdo, seguimos al profesor hacia la cripta. Van Helsing abrió la puerta y entramos, cerrando a nuestras espaldas. Entonces el anciano sacó la linterna, la encendió y también dos velas de cera que, dejando caer unas gotitas, colocó sobre otros féretros, de tal modo que difundían un resplandor que permitía trabajar. Cuando volvió a retirar la tapa del féretro de Lucy, todos miramos, Arthur temblando violentamente, y vimos el cadáver acostado, con toda su belleza póstuma.

Pero no sentía amor en absoluto, solamente repugnancia por el espantoso objeto que había tomado la forma de Lucy, sin su alma. Vi que incluso el rostro de Arthur se endurecía, al observar el cuerpo muerto. En aquel momento, le preguntó a van Helsing:

-¿Es realmente el cuerpo de Lucy, o solamente un demonio que ha tomado su forma?

-Es su cuerpo, y al mismo tiempo no lo es. Pero, espere un poco y volverá a verla como era y es.

El cadáver parecía Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto carnal y vulgar, que parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy. Van Helsing, con sus movimientos metódicos acostumbrados, comenzó a sacar todos los objetos que contenía la funda de cuero y fue colocándolos a su alrededor, preparados para ser utilizados. Primeramente, sacó un cautín de soldar y una barrita de estaño, y luego, una lamparita de aceite que, al ser encendida en un rincón de la cripta, dejó escapar un gas que ardía, produciendo un calor extremadamente fuerte; luego, sus bisturíes, que colocó cerca de su mano, y después una estaca redonda de madera, de unos seis u ocho centímetros de diámetro y unos noventa centímetros de longitud. Uno de sus extremos había sido endurecido, metiéndolo en el fuego, y la punta había sido afilada cuidadosamente. Junto a la estaca había un martillito, semejante a los que hay en las carboneras, para romper los pedazos demasiado gruesos del mineral. Para mí, las preparaciones llevadas a cabo por un médico para llevar a cabo cualquier tipo de trabajo eran estimulantes y me tranquilizaban; pero todas aquellas manipulaciones llenaron a Quincey y a Arthur de consternación. Sin embargo, ambos lograron controlarse y permanecieron inmóviles y en silencio.

Cuando todo estuvo preparado, van Helsing dijo:

-Antes de hacer nada, déjenme explicarles algo que procede de la sabiduría y la experiencia de los antiguos y de todos cuantos han estudiado los poderes de los "muertos vivos". Cuando se convierten en muertos vivos, el cambio implica la inmortalidad; no pueden morir y deben seguir a través de los tiempos cobrando nuevas víctimas y haciendo aumentar todo lo malo de este mundo; puesto que todos los que mueren a causa de los ataques de los "muertos vivos" se convierten ellos mismos en esos horribles monstruos y, a su vez, atacan a sus semejantes. Así, el círculo se amplía, como las ondas provocadas por una piedra al caer al agua. Amigo Arthur, si hubiera aceptado usted el beso aquel antes de que la pobre Lucy muriera, o anoche, cuando abrió los brazos para recibirla, con el tiempo, al morir, se convertiría en un nosferatu, como los llaman en Europa Oriental, y seguiría produciendo cada vez más "muertos vivos", como el que nos ha horrorizado. La carrera de esta desgraciada dama acaba apenas de comenzar. Esos niños cuya sangre succiona no son todavía lo peor que puede suceder; pero si sigue viviendo, como "muerta viva", pierden cada vez más sangre, y a causa de su poder sobre ellos, vendrán a buscarla; así, les chupará la sangre con esa horrenda boca.

Pero si muere verdaderamente, entonces todo cesa; los orificios de las gargantas desaparecen, y los niños pueden continuar con sus juegos, sin acordarse siquiera de lo que les ha estado sucediendo. Pero lo mejor de todo es que cuando hagamos que este cadáver que ahora está "muerto vivo" muera realmente, el alma de la pobre dama que todos nosotros amamos, volverá a estar libre. En lugar de llevar a cabo sus horrendos crímenes por las noches y pasarse los días digiriendo su espantoso condumio, ocupará su lugar entre los demás ángeles, De modo que, amigo mío, será una mano bendita por ella la que dará el golpe que la liberará. Me siento dispuesto a hacerlo, pero, ¿no hay alguien entre nosotros que tiene mayor derecho de hacerlo? ¿No será una alegría el pensar, en el silencio de la noche, cuando el sueño se niega a envolverlo: "Fue mi mano la que la envió al cielo; fue la mano de quien más la quería; la mano que ella hubiera escogido de entre todas, en el caso de que hubiera podido hacerlo."? Díganme, ¿hay alguien así entre nosotros?

Todos miramos a Arthur. Comprendió, lo mismo que todos nosotros, la infinita gentileza que sugería que debía ser la suya la mano que nos devolvería a Lucy como un recuerdo sagrado, no ya infernal; avanzó de un paso y dijo valientemente, aun cuando sus manos le temblaban y su rostro estaba tan pálido como si fuera de nieve:

-Mi querido amigo, se lo agradezco desde el fondo de mi corazón destrozado. ¡Dígame qué tengo que hacer y no fallaré!

Van Helsing le puso una mano en el hombro, y dijo:

-¡Bravo! Un momento de valor y todo habrá concluido. Debe traspasar su cuerpo con esta estaca. Será una prueba terrible, no piense otra cosa; pero sólo durará un instante, y a continuación, la alegría que sentirá será mucho mayor que el dolor que esa acción le produzca; de esta triste cripta saldrá usted como si volara en el aire. Pero no debe fallar una vez que ha comenzado a hacerlo. Piense solamente en que todos nosotros, sus mejores amigos, estaremos a su alrededor, sin cesar de orar por usted.

Tome esa estaca en la mano izquierda, listo para colocarle la punta al cadáver sobre el corazón, y el martillo en la mano derecha. Luego, cuando iniciemos la oración de los difuntos…, yo voy a leerla. Tengo aquí el libro y los demás recitarán conmigo. Entonces, golpee en nombre de Dios, puesto que así todo irá bien para el alma de la que amamos y la "muerta viva" morirá.

Arthur tomó la estaca y el martillo, y, puesto que su mente estaba ocupada en algo preciso, sus manos ya no le temblaban en absoluto. Van Helsing abrió su misal y comenzó a leer, y Quincey y yo repetimos lo que decía del mejor modo posible. Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón del cadáver y, al mirar, pude ver la depresión en la carne blanca. Luego, golpeó con todas sus fuerzas.

El objeto que se encontraba en el féretro se retorció y un grito espeluznante y horrible salió de entre los labios rojos entreabiertos. El cuerpo se sacudió, se estremeció y se retorció, con movimientos salvajes; los agudos dientes blancos se cerraron hasta que los labios se abrieron y la boca se llenó de espuma escarlata. Pero Arthur no vaciló un momento. Parecía una representación del dios escandinavo Thor, mientras su brazo firme subía y bajaba sin descanso, haciendo que penetrara cada vez más la piadosa estaca, al tiempo que la sangre del corazón destrozado salía con fuerza y se esparcía en torno a la herida. Su rostro estaba descompuesto y endurecido a causa de lo que creía un deber; el verlo nos infundió valor y nuestras voces resonaron claras en el interior de la pequeña cripta.

Paulatinamente, fue disminuyendo el temblor y también los movimientos bruscos del cuerpo, los dientes parecieron morder y el rostro temblaba. Finalmente, el cadáver permaneció inmóvil. La terrible obra había concluido.

El martillo se le cayó a Arthur de las manos. Giró sobre sus talones, y se hubiera caído al suelo si no lo hubiéramos sostenido. Gruesas gotas de sudor aparecieron en su frente y respiraba con dificultad. En realidad, había estado sujeto a una tensión tremenda, y de no verse obligado a hacerlo por consideraciones más importantes que todo lo humano, nunca hubiera podido llevar a feliz término aquella horrible tarea.

Durante unos minutos estuvimos tan ensimismados con él que ni miramos al féretro en absoluto. Cuando lo hicimos, sin embargo, un murmullo de asombro salió de todas nuestras bocas. Teníamos un aspecto tan extraño que Arthur se incorporó, puesto que había estado sentado en el suelo, y se acercó también para mirar; entonces, una expresión llena de alegría, con un brillo extraño, apareció en su rostro, reemplazando al horror que estaba impreso hasta entonces en sus facciones.

Allí, en el ataúd, no reposaba ya la cosa espantosa que habíamos odiado tanto, de la que considerábamos como un privilegio su destrucción y que se la confiamos a la persona más apta para ello, sino Lucy, tal y como la habíamos conocido en vida, con su rostro de inigualable dulzura y pureza. Es cierto que sus facciones reflejaban el dolor y la preocupación que todos habíamos visto en vida; pero eso nos pareció agradable, debido a que eran realmente parte integrante de la verdadera Lucy. Sentimos todos que la calma que resplandecía como la luz del sol sobre el rostro y el cuerpo de la muerta, era sólo un símbolo terrenal de la tranquilidad de que disfrutaría durante toda la eternidad.

Van Helsing se acercó, colocó su mano sobre el hombro de Arthur, y le dijo:

-Y ahora, Arthur, mi querido amigo, ¿no me ha perdonado?

La reacción a la terrible tensión se produjo cuando tomó entre las suyas la mano del anciano, la levantó hasta sus labios, la apretó contra ellos y dijo:

-¿Perdonarlo? ¡Que Dios lo bendiga por haber devuelto su alma a mi bienamada y a mí la paz!

Colocó sus manos sobre el hombro del profesor y, apoyando la cabeza en su pecho, lloró en silencio, mientras nosotros permanecíamos inmóviles. Cuando volvió a levantar la cabeza, van Helsing le dijo:

-Ahora, amigo mío, puede usted besarla, Bésele los labios muertos si lo desea, como ella lo desearía si pudiera escoger. Puesto que ya no es una diablesa sonriente…, un objeto maldito para toda la eternidad. Ya no es la diabólica "muerta viva". ¡Es una muerta que pertenece a Dios y su alma esta con Él!.

Arthur se inclinó y la besó. Luego, enviamos a Arthur y a Quincey fuera de la cripta. El profesor y yo cortamos la parte superior de la estaca, dejando la punta dentro del cuerpo. Luego, le cortamos la cabeza y le llenamos la boca de ajo. Soldamos cuidadosamente la caja de plomo, colocamos en su sitio la cubierta del féretro, apretando los tornillos, y luego de recoger todo cuanto nos pertenecía, salimos de la cripta. El profesor cerró la puerta y le entregó la llave a Arthur.

Al exterior el aire era suave, el sol brillaba, los pájaros gorjeaban y parecía que toda la naturaleza había cambiado por completo. Había alegría, paz y tranquilidad por todas partes. Nos sentíamos todavía nosotros mismos y llenos de alegría, aunque no se trataba de un gozo intenso, sino más bien de algo suave y muy agradable.

Antes de que nos pusiéramos en movimiento para alejarnos de aquel lugar, van Helsing dijo:

-Ahora, amigos míos, hemos concluido ya una etapa de nuestro trabajo, la más dura para nosotros. Pero nos espera una tarea bastante más difícil: descubrir al autor de todos estos sufrimientos que hemos debido soportar y liquidarlo. Tengo indicios que podemos seguir, pero se trata de una tarea larga y difícil, llena de peligros y de dolor. ¿No van a ayudarme todos ustedes? Hemos aprendido a creer todos nosotros, ¿no es así? Y, siendo así, ¿no vemos cuál es nuestro deber? ¡Sí! ¿No prometemos ir hasta el fin, por amargo que sea?

Todos aceptamos su mano, uno por uno, y prometimos. Luego, al tiempo que nos alejábamos del cementerio, el profesor dijo:

-Dentro de dos noches deberán reunirse conmigo para cenar juntos en casa de nuestro amigo John. Debo hablar con otros dos amigos, dos personas a las que ustedes no conocen todavía; y debo prepararme para tener listo el programa de trabajo y todos nuestros planes. Amigo John, venga conmigo a casa, ya que tengo muchas cosas que consultarle y podrá ayudarme. Esta noche saldré para Ámsterdam, pero regresaré mañana por la noche. Entonces comenzará verdaderamente nuestro trabajo. Pero, antes de ello, tendré muchas cosas que decirles, para que sepan qué tenemos que hacer y qué es lo que debemos temer. Luego, volveremos a renovar nuestra promesa, unos a otros, ya que nos espera una tarea terrible, y una vez que hayamos echado a andar sobre ese terreno ya no podremos retroceder.

XVII.- DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)

Cuando llegamos al hotel Berkeley, van Helsing encontró un telegrama que había llegado en su ausencia:

"Llegaré por tren. Jonathan en Whitby. Noticias importantes.

MINA HARKER ."

El profesor estaba encantado.

-¡Ah!, esa maravillosa señora Mina -dijo-. ¡Una perla entre las mujeres! Va a llegar; pero no puedo quedarme a esperarla. Debe llevarla a su casa, amigo John. Debe ir a recibirla a la estación. Mándele un telegrama en camino para que esté preparada.

Cuando enviamos el telegrama, el profesor tomó una taza de té; a continuación, me habló de un diario de Jonathan Harker y me entregó una copia mecanografiada, así como el diario que escribió Mina Harker en Whitby.

-Tómelos -me dijo y examínelos atentamente. Para cuando regrese, estará usted al corriente de todos los hechos y así podremos emprender mejor nuestras investigaciones. Cuídelos, puesto que su contenido es un verdadero tesoro. Necesitará toda su fe, a pesar de la experiencia que ha tenido hoy mismo. Lo que se dice aquí -colocó pesadamente la mano, con gravedad, sobre el montón de papeles, al tiempo que hablaba-, puede ser el principio del fin para usted, para mí y para muchos otros; o puede significar el fin del "muerto vivo" que tantas atrocidades comete en la tierra. Léalo todo, se lo ruego, con atención. Y si puede añadir usted algo a la historia que aquí se relata, hágalo, puesto que en este caso todo es importante. Ha consignado en su diario todos esos extraños sucesos, ¿no es así? ¡Claro! Bueno, pues entonces, pasaremos todo en revista juntos, cuando regrese.

A continuación, hizo todos los preparativos para su viaje y, poco después, se dirigió a Liverpool Street. Yo me encaminé a Paddington, a donde llegué como un cuarto de hora antes de la llegada del tren.

La multitud se fue haciendo menos densa, después del movimiento característico en los andenes de llegada. Comenzaba a intranquilizarme, temiendo no encontrar a mi invitada, cuando una joven de rostro dulce y apariencia delicada se dirigió hacia mí, y después de una rápida ojeada me dijo:

-Es usted el doctor Seward, ¿verdad?

-¡Y usted la señora Harker! -le respondí inmediatamente.

Entonces, la joven me tendió la mano.

-Lo conocía por la descripción que me hizo la pobre Lucy; pero… guardó silencio repentinamente y un fuerte rubor cubrió sus mejillas.

El rubor que apareció en mi propio rostro nos tranquilizó a los dos en cierto modo, puesto que era una respuesta tácita al suyo. Tomé su equipaje, que incluía una máquina de escribir, y tomamos el metro hasta Fenchurch Street, después de enviar recado a mi ama de llaves para que dispusiera una salita y una habitación dormitorio para la recién llegada.

Pronto llegamos. La joven sabía, por supuesto, que el lugar era un asilo de alienados; pero vi que no lograba contener un estremecimiento cuando entramos.

Me dijo que si era posible le gustaría acompañarme a mi estudio, debido a que tenía mucho de que hablarme. Por consiguiente, estoy terminando de registrar los conocimientos en mi diario fonográfico, mientras la espero.

Como todavía no he tenido la oportunidad de leer los papeles que me confió van Helsing, aunque se encuentran extendidos frente a mí, tendré que hacer que la señora se interese en alguna cosa para poder dedicarme a su lectura. No sabe cuán precioso es el tiempo o de qué índole es la tarea que hemos emprendido. Debo tener cuidado para no asustarla. ¡Aquí llega!

Del diario de Mina Harker

29 de septiembre. Después de instalarme, descendí al estudio del doctor Seward.

En la puerta me detuve un momento, porque creí oírlo hablar con alguien. No obstante, como me había rogado que no perdiera el tiempo, llamé a la puerta y entré al estudio una vez que me dio permiso para hacerlo.

Me sorprendí mucho al constatar que no había nadie con él. Estaba absolutamente solo, y sobre la mesa, frente a él, se encontraba lo que supe inmediatamente, por las descripciones, que se trataba de un fonógrafo. Nunca antes había visto uno y me interesó mucho.

-Espero no haberlo hecho esperar mucho -le dije-; pero me detuve ante la puerta, ya que creí oírlo a usted hablando y supuse que habría alguna persona en su estudio.

-¡Oh! -replicó, con una sonrisa-. Solamente estaba registrando en mi diario los últimos acontecimientos.

-¿Su diario? -le pregunté, muy sorprendida.

-Sí -respondió -, lo registro en este aparato. Al tiempo que hablaba, colocó la mano sobre el fonógrafo. Me sentí muy excitada y exclamé:

-¡Vaya! ¡Esto es todavía más rápido que la taquigrafía! ¿Me permite oír el aparato un poco?

-Naturalmente -replicó con amabilidad y se puso en pie para preparar el artefacto de modo que hablara.

Entonces, se detuvo y apareció en su rostro una expresión confusa.

-El caso es -comenzó en tono extraño que sólo registro mi diario; y se refiere enteramente…, casi completamente…, a mis casos. Sería algo muy desagradable… Quiero decir…

Guardó silencio y traté de ayudarlo a salir de su confusión.

-Usted ayudó en la asistencia a mi querida Lucy en los últimos instantes. Déjeme escuchar cómo murió. Le agradeceré mucho todo lo que pueda saber sobre ella. Me era verdaderamente muy querida.

Para mi sorpresa, respondió, con una expresión de profundo horror en sus facciones:

-¿Quiere que le hable de su muerte? ¡Por nada del mundo!

-¿Por qué no? -pregunté, mientras un sentimiento terrible se iba apoderando de mí.

El doctor hizo nuevamente una pausa y pude ver que estaba tratando de buscar una excusa. Finalmente, balbuceó:

-¿Ve usted? No sé como retirar todo lo particular que contiene el diario.

Mientras hablaba se le ocurrió una idea, y dijo, con una simplicidad llena de inconsciencia, en un tono de voz diferente y con el candor de un niño:

-Esa es la verdad, le doy mi palabra de ello. ¡Sobre mi honor de indio honrado!

No pude menos de sonreír y el doctor hizo una mueca.

-¡Esta vez me he traicionado! -dijo-. Pero, ¿sabe usted que aún cuando hace ya varios meses que mantengo al día el diario, nunca me preocupé de cómo podría encontrar cualquier parte en especial de él que deseara examinar?

Pero esta vez me convencí de que el diario del doctor que asistió a Lucy tendría algo que añadir a nuestra suma de conocimientos sobre el terrible ser, y dije llanamente:

-Entonces, doctor Seward, lo mejor será que me deje que le haga una copia en mi máquina de escribir.

Se puso intensamente pálido, al tiempo que me decía:

-¡No! ¡No! ¡No! ¡Por nada en el mundo dejaré que usted conozca esa terrible historia!

Por consiguiente, era terrible. ¡Mi intuición no me había engañado! Por unos instantes estuve pensando, y mientras mis ojos examinaban cuidadosamente la habitación, buscando algo o alguna oportunidad que pudiera ayudarme, vi un montón de papeles escritos a máquina sobre su mesa. Los ojos del doctor se fijaron en los míos, e involuntariamente, siguió la dirección de mi mirada. Al ver los papeles, comprendió qué era lo que estaba pensando.

-Usted no me conoce -le dije-. Cuando haya leído esos papeles, el diario de mi esposo y el mío propio, que yo misma copié en la máquina de escribir, me conocerá un poco mejor. No he dejado de expresar todos mis pensamientos y los sentimientos de mi corazón en ese diario; pero, naturalmente, usted no me conoce… todavía; y no puedo esperar que confíe en mí para revelarme algo tan importante.

Desde luego, es un hombre de naturaleza muy noble; mi pobre Lucy tenía razón respecto a él. Se puso en pie y abrió un amplio cajón, en el que estaban guardados en orden varios cilindros metálicos huecos, cubiertos de cera oscura, y dijo:

-Tiene usted razón. No confiaba en usted debido a que no la conocía. Pero ahora la conozco; y déjeme decirle que debí conocerla hace ya mucho tiempo. Ya sé que Lucy le habló a usted de mí, del mismo modo que me habló a mí de usted. ¿Me permite que haga el único ajuste que puedo? Tome los cilindros y óigalos. La primera media docena son personales y no la horrorizarán; así podrá usted conocerme mejor. Para cuando termine de oírlos, la cena estará ya lista. Mientras tanto, debo leer parte de esos documentos, y así estaré en condiciones de comprender mejor ciertas cosas.

Llevó él mismo el fonógrafo a mi salita y lo ajustó para que pudiera oírlo. Ahora voy a conocer algo agradable, estoy segura de ello, ya que me va a mostrar el otro lado de un verdadero amor del que solamente conozco una parte…

Del diario del doctor Seward

29 de septiembre. Estaba tan absorto en la lectura del diario de Jonathan Harker y en el de su esposa que dejé pasar el tiempo sin pensar. La señora Harker no había descendido todavía cuando la sirvienta anunció que la cena estaba servida.

-Es probable que esté cansada. Será mejor que retrasemos la cena una hora -le dije, y volví a enfrascarme en mi lectura.

Acababa de terminar la lectura del diario de la señora Harker cuando ella entró al estudio. Se veía muy bonita y dulce, pero un poco triste, y sus ojos estaban un poco hinchados, signo inequívoco de que había estado llorando. Por alguna razón, eso me emocionó profundamente. Unos instantes antes había tenido yo mismo ganas de llorar, ¡Dios lo sabe!; pero el alivio que las lágrimas procuran me había sido negado, y entonces, el ver aquellos ojos de mirada dulce, que habían estado llenos de lágrimas, me impresionó. Por consiguiente, le dije con toda la amabilidad que pude:

-Me temo que mi diario la ha desconsolado.

-¡Oh, no! No estoy desconsolada -replicó-; pero me han emocionado más de lo que puedo decir sus lamentaciones. Es una máquina maravillosa, pero cruelmente verdadera. Me hizo escuchar, en el tono exacto, las angustias de su corazón. Era como un alma que se dirige a Dios Todopoderoso. ¡Nadie debe volver a escribir nunca eso! He tratado de serle útil. He copiado sus palabras en mi máquina de escribir y nadie más necesita oír ahora los latidos de su corazón, como lo he hecho yo.

-Nadie necesita saberlo nunca, ni lo sabrá -le dije, en tono muy bajo.

Ella colocó su mano sobre las mías y me dijo con gravedad:

-¡Deben conocerlo!

-¡Deben! ¿Por qué? -preguntó.

-Porque es una parte de la terrible historia, una parte de la muerte de la pobre y querida Lucy y de las causas que la provocaron; porque en la lucha que nos espera, para librar a la tierra de ese terrible monstruo, debemos adquirir todos los conocimientos y toda la ayuda que es posible obtener. Creo que los cilindros que me confió contienen más de lo que usted deseaba que yo conociera; pero he visto que en ese registro hay muchos indicios para la solución de este negro misterio. ¿No va a dejarme usted que le ayude? Conozco todo hasta cierto punto; y comprendo ya, aunque su diario me condujo sólo hasta el siete de septiembre, cómo estaba siendo acosada la pobre Lucy y cómo se iba desarrollando su terrible destino. Jonathan y yo hemos estado trabajando día y noche desde que el profesor van Helsing estuvo con nosotros. Mi esposo ha ido a Whitby a conseguir más información y llegará aquí mañana, para tratar de ayudarnos a todos. No debemos tener secretos entre nosotros; trabajando juntos y con entera confianza podremos ser, con toda seguridad, más útiles y efectivos que si alguno de nosotros está sumido en la oscuridad.

Me miró de modo tan suplicante, y al mismo tiempo manifestando tanto valor y resolución en su actitud, que cedí inmediatamente ante sus deseos.

-Haga usted lo que mejor le parezca con respecto a este asunto -le dije -. ¡Que Dios me perdone si hago mal! Hay aún cosas terribles que va a conocer; pero si ha recorrido ya tanto trecho en lo referente a la muerte de la pobre Lucy, no se contentará, lo sé, permaneciendo en la ignorancia. No, el fin mismo podrá darle a usted un poco de paz. Venga, la cena está servida. Debemos fortalecernos para soportar lo que nos espera; tenemos ante nosotros una tarea cruel y peligrosa. Cuando haya cenado podrá conocer todo el resto y responderé a todas las preguntas que usted quiera hacerme…, en el caso de que haya algo que no comprenda; aunque estaba claro para todos los que estábamos presentes.

Del diario de Mina Harker

29 de septiembre. Después de cenar, acompañé al doctor Seward a su estudio.

Llevó el fonógrafo de mi salita y yo tomé mi máquina de escribir. Hizo que me instalara en un asiento cómodo y colocó el fonógrafo de tal modo que pudiera manejarlo sin necesidad de levantarme, y me mostró como detenerlo, en el caso de que deseara hacer una pausa. Entonces, muy preocupado, tomó asiento de espaldas a mí, para que me sintiera con mayor libertad, y comenzó a leer. Yo me coloqué en los oídos el casco, y escuché.

Cuando conocí la terrible historia de la muerte de Lucy y de todo lo que siguió, permanecí reclinada en mi asiento, como paralizada, absolutamente sin fuerzas.

Afortunadamente no soy dada a desmayarme. En cuanto el doctor Seward me vio, se puso en pie de un salto, con expresión horrorizada, y apresurándose a sacar de una alacena una botella me dio una copita de brandy, que, en unos minutos, me devolvió las fuerzas. Mi cerebro era un verdadero caos, y solamente entre todos los horrores surgía un ligero rayo de luz al saber que mi pobre y querida Lucy estaba finalmente en paz. De no ser por eso, no creo haber podido tolerarlo sin hacer una escena. Era todo tan salvaje, misterioso y extraño, que si no hubiera conocido la experiencia de Jonathan en Transilvania, no hubiera podido creerlo. En realidad, no sabía qué creer y procuré salir del paso ocupándome de otra cosa. Le quité la cubierta a mi máquina de escribir, y le dije al doctor Seward:

-Déjeme que le escriba todo esto. Debemos estar preparados para cuando regrese el doctor van Helsing. Le he enviado un telegrama a Jonathan para que venga aquí en cuanto llegue a Londres, procedente de Whitby. En este caso, las fechas son importantes, y creo que si preparamos todo el material y lo disponemos todo en orden cronológico, habremos adelantado mucho. Me ha dicho usted que lord Godalming y el señor Morris van a venir también. Así podremos estar en condiciones de ponerlo al corriente de todo en cuanto llegue.

El doctor, de acuerdo con lo dicho, hizo que el fonógrafo funcionara más lentamente y comencé a escribir a máquina desde el principio del séptimo cilindro.

Usaba papel carbón y saqué tres copias, lo mismo que había hecho con todo el resto. Era ya tarde cuando concluí el trabajo, pero el doctor fue a cumplir con su deber, en su ronda de visita a los pacientes; cuando terminó, regreso y se sentó a mi lado, leyendo, para que no me sintiera demasiado sola mientras trabajaba. ¡Qué bueno y comprensivo es! ¡El mundo parece estar lleno de hombres buenos, aun cuando haya también monstruos! Antes de despedirme de él recordé lo que Jonathan había escrito en su diario sobre la perturbación del profesor cuando leyó algo en un periódico de la tarde en la estación de Exéter; así, al ver que el doctor Seward guardaba clasificados sus periódicos, me llevé a la habitación, después de pedirle permiso para ello, los álbumes de The Westminster Gazette y The Pall Mall Gazette. Recordaba lo mucho que nos habían ayudado los periódicos The Dailygraph y The Whitby Gazette ,de los que había guardado recortes, para comprender los terribles sucesos de Whitby cuando llegó el conde Drácula. Por consiguiente, tengo el propósito de examinar cuidadosamente, desde entonces, los periódicos de la tarde, y quizá pueda así encontrar algún indicio. No tengo sueño, y el trabajo servirá para tranquilizarme.

Del diario del doctor Seward

30 de septiembre. El señor Harker llegó a las nueve en punto. Había recibido el telegrama de su esposa poco antes de ponerse en camino. Tiene una inteligencia poco común, si es posible juzgar eso por sus facciones, y está lleno de energía. Si su diario es verdadero, y debe ser, a juzgar por las maravillosas experiencias que hemos tenido, es también un hombre enérgico y valiente. Su ida a la tumba por segunda vez era una obra maestra de valor. Después de leer su informe, estaba preparado a encontrarme con un buen espécimen de la raza humana, pero no con el caballero tranquilo y serio que llegó aquí hoy.

Más tarde. Después del almuerzo, Harker y su esposa regresaron a sus habitaciones, y al pasar hace un rato junto a su puerta, oí el ruido que producía su máquina de escribir. Trabajan mucho. La señora Harker me dijo que estaban poniendo en orden cronológico todas las pruebas que poseían. Harker había recibido las cartas entre la consigna de las cajas en Whitby y los mozos de cuerda que se ocuparon de ellas en Londres. Ahora esta leyendo la copia mecanografiada por su esposa de mi diario. Me pregunto qué conclusiones sacarán. Aquí está…

¡Es extraño que no se me ocurriera pensar que la casa vecina pudiera ser el escondrijo del conde! ¡Sin embargo, Dios sabe que habíamos tenido suficientes indicios a causa del comportamiento del pobre Renfield! El montón de cartas relativas a la adquisición de la casa se encontraba con las copias mecanografiadas. ¡Si lo hubiéramos sabido antes, hubiéramos podido salvarle la vida a la pobre Lucy! ¡Basta! ¡Esos pensamientos conducen a la locura! Harker ha regresado a sus habitaciones y está otra vez poniendo en orden el material que posee. Dice que para la hora de la cena estarán en condiciones de presentar una narración que tenga una relación absoluta entre todos los hechos. Piensa que, mientras tanto, debo ir a ver a Renfield, puesto que hasta estos momentos ha sido una especie de guía sobre las entradas y salidas del conde. Me es difícil verlo todavía; pero, cuando examine las fechas, supongo que veré claramente la relación existente. ¡Qué bueno que la señora Harker mecanografió el contenido de mis cilindros! Nunca hubiéramos podido encontrar las fechas de otro modo…

Encontré a Renfield sentado plácidamente en su habitación y sonriendo como un bendito. En ese momento parecía tan cuerdo como cualquier otra persona de las que conozco. Me senté a su lado y hablé con él de infinidad de temas, que él desarrolló de una manera absolutamente natural. Entonces, por su propia voluntad, me habló de regresar a su casa, un tema que nunca había tocado, que yo sepa, durante su estancia en el asilo. En efecto, me habló confiado de que podría ser dado de alta inmediatamente.

Creo que de no haber conversado antes con Harker y haber leído las cartas y las fechas de sus ataques, me hubiera sentido dispuesto a firmar su salida, al cabo de un corto tiempo de observación. Tal y como están las cosas, sospecho de todo. Todos esos ataques estaban ligados en cierto modo a la presencia del conde en las cercanías. ¿Qué significaba entonces aquella satisfacción absoluta? ¿Quiere decir que sus instintos están satisfechos a causa del convencimiento del triunfo final del vampiro? Es el mismo zoófago y en sus terribles furias, al exterior de la puerta de la capilla de la casa, habla siempre del "amo". Todo esto parece ser una confirmación de nuestra idea. Sin embargo, al cabo de un momento, lo dejé; mi amigo estaba en esos instantes demasiado cuerdo para poder ponerlo a prueba seriamente con preguntas. Puede comenzar a reflexionar y, entonces… Por consiguiente, me alejé de él. Desconfío de esos momentos de calma que tiene a veces, y le he dado al enfermero la orden de que lo vigile estrechamente y que tenga lista una camisa de fuerza para utilizarla en caso de necesidad.

Del diario de Jonathan Harker

29 de septiembre, en el tren hacia Londres. Cuando recibí el amable mensaje del señor Billington, en el que me decía que estaba dispuesto a facilitarme todos los informes que obraban en su poder, creí conveniente ir directamente a Whitby y llevar a cabo, en el lugar mismo, todas las investigaciones que deseaba. Mi objeto era el de seguir el horrible cargamento del conde hasta su casa de Londres. Más tarde podríamos ocuparnos de ello. El hijo de Billington, un joven muy agradable, fue a la estación a recibirme y me condujo a casa de su padre, en donde habían decidido que debería pasar la noche. Eran hospitalarios, con la hospitalidad propia de Yorkshire: dando todo a los invitados y dejándolos en entera libertad para que hicieran lo que deseaban. Sabían que tenía mucho quehacer y que mi estancia iba a ser muy corta, y el señor Billington tenía preparados en su oficina todos los documentos relativos a la consignación de las cajas.

Me llevé una fuerte impresión al volver a ver una de las cartas que había visto sobre la mesa del conde, antes de tener conocimiento de sus planes diabólicos. Todo había sido pensado cuidadosamente y ejecutado sistemáticamente y con precisión. Parecía haber estado preparado para vencer cualquier obstáculo que pudiera surgir por accidente para impedir que se llevaran a cabo sus intenciones. No había dejado nada a la casualidad, y la absoluta exactitud con la que sus instrucciones fueron seguidas era simplemente un resultado lógico de su cuidado. Vi la factura y tomé nota de ella: "Cincuenta cajas de tierra común, para fines experimentales." También la copia de la carta dirigida a Carter Paterson y su respuesta; saqué copias de las dos. Esa era toda la información que podía facilitarme el señor Billington, de modo que me dirigí al puerto a ver a los guardacostas, a los oficiales de la aduana y al comandante de puerto. Todos ellos tenían algo que decir sobre la entrada extraña del barco, que ya comenzaba a tener su lugar en las tradiciones locales; pero no pudieron añadir nada a la simple descripción "cincuenta cajas de tierra común". A continuación fui a ver al jefe de estación, que me puso amablemente en contacto con los hombres que habían recibido en realidad las cajas. Su descripción coincidía con las listas y no tuvieron nada que añadir, excepto que las cajas eran "extraordinariamente pesadas" y que su embarque había sido un trabajo muy duro. Uno de ellos dijo que era una pena que no hubiera habido algún caballero presente "como usted, señor", para recompensar en cierto modo sus esfuerzos, con una propina en metálico; otro expresó lo mismo, diciendo que el esfuerzo hecho les había producido una sed tan grande que todavía no habían logrado calmarla del todo. No es necesario añadir que, antes de dejarlos, me encargué de que no volvieran a tener que hacer ningún reproche al respecto.

30 de septiembre. El jefe de estación tuvo la amabilidad de darme unas líneas escritas para su colega de King's Cross, de manera que cuando llegué allá por la mañana, pude hacerle preguntas sobre la llegada de las cajas. Él también me puso inmediatamente en contacto con los empleados apropiados y vi que sus explicaciones coincidían con la factura original. Las oportunidades de tener una sed anormal habían sido pocas en este último caso; sin embargo, habían sido aprovechadas generosamente y me vi obligado a ocuparme del resultado de un modo ex post facto.

De allí me dirigí a las oficinas centrales de Carter Paterson, donde fui recibido con la mayor cortesía. Examinaron la transacción en su diario y sus archivos de correspondencia y telefonearon inmediatamente a su oficina de King's Cross para obtener más detalles. Afortunadamente, los hombres que se encargaron del acarreo estaban esperando trabajo y el funcionario los envió inmediatamente, mandando asimismo con uno de ellos el certificado de tránsito y todos los documentos relativos a la entrega de las cajas en Carfax. Nuevamente, descubrí que el duplicado correspondía exactamente; los portadores estaban en condiciones de complementar la parquedad de los documentos con unos cuantos detalles. Pronto supe que esos detalles estaban relacionados con lo sucio del trabajo y con la terrible sed que les produjo a los trabajadores. Al ofrecerles la oportunidad, más tarde, para que la calmaran, uno de los hombres hizo notar:

-Esa casa, señor, es la más abandonada que he visto en toda mi vida. ¡Caramba! Parece que hace ya un siglo que nadie la ha tocado. Había una capa tan gruesa de polvo que hubiéramos podido dormir en el suelo sin lastimarnos los riñones, y tan en desorden que parecía el antiguo templo de Jerusalén. Pero la vieja capilla… ¡Fue el colmo de todo! Mis compañeros y yo pensamos que nunca saldríamos de esa casa bastante pronto. ¡Cielo santo! ¡Por nada del mundo me quedaría allí un solo instante después de anochecer!

Puesto que yo había estado en la casa, no tuve inconveniente en creerle; pero, si hubiera sabido lo que yo, es seguro que habría empleado palabras más duras.

Hay algo de lo que estoy satisfecho, sin embargo: que todas las cajas que llegaron a Whitby de Varna, en el Demetrio, estaban depositadas en la vieja capilla de Carfax. Debía haber allí cincuenta, a menos que hubieran retirado ya alguna…, como lo temía, basándome en el diario del doctor Seward.

Tengo que tratar de entrevistarme con el portador que se llevaba las cajas de Carfax, cuando Renfield los atacó. Siguiendo esa pista, es posible que lleguemos a saber muchas cosas importantes.

Más tarde. Mina y yo hemos trabajado durante todo el día y hemos puesto en orden todos los papeles.

Del diario de Mina Harker

30 de septiembre. Estoy tan contenta que me es difícil contenerme. Supongo que se trata de la reacción natural después del horrible temor que tenía: de que ese terrible asunto y la reapertura de sus antiguas heridas podrían actuar en detrimento de Jonathan.

Lo vi salir hacia Whitby con un rostro tan animado como era posible; pero me sentía enferma de aprensión. Sin embargo, el esfuerzo le había sentado bien. Nunca había estado tan resuelto, fuerte y con tanta energía volcánica, como ahora. Es exacto lo que me dijo el excelente profesor van Helsing: es verdaderamente resistente y mejora bajo tensiones que matarían a una persona de naturaleza más débil. Ha regresado lleno de vida, de esperanza y de determinación. Lo hemos ordenado todo para esta noche. Me siento muy emocionada. Supongo que es preciso tener lástima de alguien que es tan perseguido como el conde. Solamente que… esa cosa no es humana… No es ni siquiera una bestia. Leer el relato del doctor Seward sobre la muerte de la pobre Lucy y todo lo que siguió, es suficiente para ahogar todos los sentimientos de conmiseración.

Más tarde. Lord Godalming y el señor Morris llegaron más temprano de lo que los esperábamos. El doctor Seward había salido a arreglar unos asuntos y se había hecho acompañar por Jonathan; por consiguiente, tuve que recibirlos yo. Fue para mí algo muy desagradable, debido a que me recordó todas las esperanzas de la pobre Lucy, de hacía solamente unos meses. Naturalmente, habían oído a Lucy hablar de mí y parecía que el doctor van Helsing había estado también "haciéndome propaganda", como lo expresó el señor Morris. ¡Pobres amigos! Ninguno de ellos sabe que estoy al corriente de todas las proposiciones que le hicieron a Lucy. No sabían exactamente qué decir o hacer, ya que ignoraban hasta que punto estaba yo al corriente de todo; por consiguiente, tuvieron que hablar de trivialidades. Sin embargo, reflexioné profundamente y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era ponerlos al corriente de todo. Sabía, por el diario del doctor Seward, que habían asistido a la muerte de la pobre Lucy…, a la muerte verdadera…, y que no debía tener miedo de revelar un secreto antes de tiempo. Por consiguiente, les dije de la mejor manera posible, que había leído todos los documentos y diarios, y que mi esposo y yo, después de mecanografiarlos, acabábamos de terminar de ponerlos en orden. Les di una copia a cada uno de ellos, para que pudieran leerlos en la biblioteca. Cuando lord Godalming recibió la suya y la leyó cuidadosamente (era un legajo considerable de documentos), dijo:

-¿Ha escrito usted todo esto, señora Harker?

Asentí, y él agregó:

-No comprendo muy bien el fin de todo esto; pero son todos ustedes tan buenos y amables y han estado trabajando de manera tan enérgica y honrada, que lo único que puedo hacer es aceptar todas sus ideas a ciegas y tratar de ayudarlos. Ya he recibido una lección al tener que aceptar hechos que son suficientes para hacer que un hombre se sienta triste hasta los últimos momentos de su vida. Además, sé que usted amaba a mi pobre Lucy…

Al llegar a este punto, se volvió y se cubrió el rostro con las manos. Alcancé a percibir el llanto en el tono de su voz. El señor Morris, con delicadeza instintiva, le puso una mano en el hombro, durante un momento, y luego salió lentamente de la habitación.

Supongo que hay algo en la naturaleza de una mujer que hace que un hombre se sienta libre para desplomarse frente a ella y expresar sus sentimientos emotivos o de ternura, sin creer que sean humillantes para su virilidad; porque cuando lord Godalming se vio solo conmigo, se sentó en el diván y dio rienda suelta al llanto sincera y abiertamente.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Espero que no haya pensado que fuera un atrevimiento mío, y que si piensa en ello después, nunca se le ocurrirá nada semejante.

Lo estoy denigrando un poco; sé que nunca lo hará… Es demasiado caballeresco para eso. Comprendí que su corazón estaba destrozado, y le dije:

-Quería a Lucy y sé lo que ella representaba para usted, y lo que era usted para ella. Éramos como hermanas, y, ahora que ella se ha ido, ¿no va a permitirme que sea como una hermana para usted en medio de su dolor? Sé la tristeza que lo ha embargado, aunque no puedo medir exactamente su profundidad. Si la simpatía y la comprensión pueden ayudarlo a usted en su aflicción, ¿no me permite que lo ayude…, por amor de Lucy?

En un instante, el pobre hombre se encontró abrumado por el dolor. Me pareció que todo lo que había tenido que sufrir en silencio hasta entonces brotaba de golpe. Se puso fuera de sí y, levantando las manos abiertas, hizo chocar las palmas, expresando la magnitud de su dolor. Se puso en pie y, un instante después, volvió a tomar asiento y las lágrimas no cesaban de correrle por las mejillas. Sentí una enorme lástima por él, y sin pensarlo, abrí los brazos. Con un sollozo, apoyó su cabeza en mi hombro y lloró como un niño cansado, al tiempo que temblaba de emoción.

Nosotras, las mujeres, tenemos algo de madres que nos hace elevarnos sobre las cosas menos importantes cuando se invoca la maternidad; sentí que aquella cabeza de hombre presa del dolor reposaba sobre mí, como si fuera la del bebé que algún día podré tener en el regazo, y le acaricié el pelo, como si se tratara de mi hijo. En aquel momento no pensé en lo extraño que era todo aquello.

Al cabo de un rato, sus sollozos cesaron y se irguió, excusándose, aunque no trató de esconder su emoción. Me dijo que durante muchos días y noches, días llenos de fatiga y noches sin sueño, se había sentido incapaz de hablar con nadie, como debe hacerlo un hombre en momentos de aflicción como aquellos. No había ninguna mujer cuyo consuelo pudiera serle entregado o con el que, debido a las terribles circunstancias que rodeaban a su dolor, pudiera hablar libremente.

-Ahora sé como sufría -dijo, al tiempo que se secaba los ojos-. Pero, no sé ni siquiera en este momento y ninguna otra persona podrá comprenderlo nunca, lo mucho que ha significado hoy para mí su dulce consuelo. Con el tiempo lo comprenderé mejor, y créame que, aunque se lo agradezco infinitamente ahora, mi agradecimiento irá en aumento al mismo tiempo que mi comprensión. ¿Me permite usted que seamos como hermanos durante todas nuestras vidas…, por amor de Lucy?

-Por el amor de nuestra Lucy -le dije, al tiempo que le daba la mano.

-Y por usted misma -añadió él-, puesto que si la estimación de un hombre y su gratitud tienen algún valor, usted las ha ganado hoy. Si alguna vez en el futuro llega usted a tener necesidad de la ayuda de un hombre, créame que no me llamará usted en vano. Dios quiera que nunca se presente ese momento en que la luz del sol desaparezca de su vida; pero si llegara a presentarse, prométame que acudirá a mí.

Era tan sincero y su dolor había sido tan profundo, que comprendí que sería un consuelo para él, y le dije:

-Se lo prometo.

Cuando salí al pasillo vi al señor Morris, que estaba mirando al exterior por una de las ventanas. Se volvió al oír el ruido de mis pasos.

-¿Cómo está Art? -inquirió.

Luego, viendo mis ojos enrojecidos, siguió diciendo:

-¡Ah! Ya veo que lo ha estado usted consolando. ¡Pobre amigo mío! Eso es lo que necesita. Nadie que no sea una mujer puede consolar a un hombre cuando tiene el corazón destrozado, y él no tiene a ninguna…

Enterró su propio dolor con tanta entereza que mi corazón sangró por él. Vi que tenía el manuscrito en la mano y sabía que en cuanto lo leyera se daría cuenta de cuanto sabía; por consiguiente, le dije:

-Desearía poder consolar a todos los que sufren profundamente. ¿Quiere usted ser mi amigo y venir a mí si necesita consuelo? Más tarde comprenderá usted de qué le estoy hablando.

Vio que se lo decía con sinceridad y, haciéndome una reverencia, me tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Parecía ser un consuelo demasiado pobre para un alma tan valerosa y desinteresada. Entonces, impulsivamente, me incliné y lo besé.

Sus ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Luego, dijo, en tono tranquilo:

-¡Pequeña, nunca olvidará usted esa bondad sincera, en toda su vida!

Luego, se dirigió hacia el estudio, donde se encontraba su amigo.

-¡Pequeña!

La misma palabra con que se había referido a Lucy.

¡Pero demostró ser un amigo!.

XVIII.- DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

30 de septiembre. Llegué a casa a las cinco y descubrí que Godalming y Morris no solamente habían llegado, sino que también habían estudiado las transcripciones de los diversos diarios y cartas que Harker y su maravillosa esposa habían preparado y ordenado. Harker no había regresado todavía de su visita a los portadores, sobre los que me había escrito el doctor Hennessey. La señora Harker nos dio una taza de té, y puedo decir con toda sinceridad que, por primera vez desde que vivía allí, aquella vieja casona me pareció un hogar. Cuando terminamos, la señora Harker dijo:

-Doctor Seward, ¿puedo pedirle un favor? Deseo ver a su paciente, al señor Renfield. Déjeme verlo. Me interesa mucho lo que dice usted de él en su diario.

Parecía tan suplicante y tan bonita que no pude negárselo; por consiguiente, la llevé conmigo. Cuando entré en la habitación, le dije al hombre que había una dama a la que le gustaría verlo, a lo cual respondió simplemente:

-¿Por qué?

-Está visitando toda la casa y desea ver a todas las personas que hay en ella -le contesté.

-¡Ah, muy bien! -dijo-. Déjela entrar, sea como sea; pero espere un minuto, hasta que ponga en orden el lugar.

Su método de ordenar la habitación era muy peculiar.

Simplemente se tragó todas las moscas y arañas que había en las cajas, antes de que pudiera impedírselo. Era obvio que temía o estaba celoso de cualquier interferencia.

Cuando hubo concluido su desagradable tarea, dijo amablemente:

-Haga pasar a la dama.

Y se sentó sobre el borde de su cama con la cabeza inclinada hacia abajo; pero con los párpados alzados, para poder ver a la dama en cuanto entrara en la habitación.

Por espacio de un momento estuve pensando que quizá tuviera intenciones homicidas.

Recordaba lo tranquilo que había estado poco antes de atacarme en mi propio estudio, y me mantuve en un lugar tal que pudiera sujetarlo inmediatamente si intentaba saltar sobre ella.

La señora Harker entró en la habitación con una gracia natural que hubiera hecho que fuera respetada inmediatamente por cualquier lunático…, ya que la desenvoltura y la gracia son las cualidades que más respetan los locos. Se dirigió hacia él, sonriendo agradablemente, y le tendió la mano.

-Buenas tardes, señor Renfield -le dijo-. Como usted puede ver, lo conozco. El doctor Seward me ha hablado de usted.

El alienado no respondió enseguida, sino que la examinó con el ceño fruncido.

Su expresión cambió, su rostro reflejó el asombro y, luego, la duda; luego, con profunda sorpresa de mi parte, le oí decir:

-No es usted la mujer con la que el doctor deseaba casarse, ¿verdad? No puede usted serlo, puesto que está muerta.

La señora Harker sonrió dulcemente, al tiempo que respondía:

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