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Resumen del libro En estado latente, de Alfred E. Van Vogt (página 2)



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Algo imprevisto sucedió. Abatido contra los arrecifes, el ente comenzó a estremecerse y a experimentar sacudidas, como atenaceado por alguna fuerza destructora en su interior. Se derrumbó sobre un costado y permaneció en esa posición a semejanza de un ser biológico herido, palpitando y desintegrándose.

Era un asombroso espectáculo. Iilah emergió del agua, y reemprendió el ascenso de la montaña. Salvó el pináculo sin detenerse y descendió sobre la estribación opuesta de la montaña hasta meterse otra vez en el mar, donde un buque de carga se disponía a zarpar. El buque dobló el promontorio, se deslizó grácilmente fuera de las aguas del canal, y bojeó a lo largo de la penumbrosa hondonada que se ocultaba más allá de los lejanos rompientes. Siguió apartándose de la costa y después de recorrer varias millas disminuyó la marcha y se detuvo.

A Iilah le hubiera gustado seguirle dando caza, pero estaba circunscrito a moverse en tierra. De suerte que, no bien se hubo detenido el buque, Iilah se volvió para dirigirse hacia donde los pequeños objetos se daban a la precipitada confusamente. No reparó en los hombres que se arrojaban en los bajíos cerca de la costa, desde donde, creyéndose a buen recaudo del peligro, atestiguaban la destrucción de su equipo. Iilah dejó tras de sí una estela de destrozados y llameantes vehículos. Los pocos choferes de vehículos que se aventuraron a salvar sus unidades fueron convertidos en manchones de sangre y carne dispersos en el interior y en la superficie del metal de sus máquinas.

Cundió el pánico y el desconcierto. Iilah se movía a una velocidad de cerca de ocho millas por hora. Trescientos diecisiete hombres fueron víctimas de diversas trampas individuales en que habían caído y perecieron aplastados por un monstruo que ignoraba por completo que existieran los seres humanos. Cada hombre debió haberse creído objeto de la persecución de Iilah.

Luego, Iilah ascendió al picacho más próximo y escudriñó el cielo para descubrir la presencia de nuevos transgresores. Sólo el buque de carga era visible, la sombra de una amenaza a cuatro millas de distancia mar afuera.

La oscuridad se cernió sobre la isla lentamente. Maynard caminaba con cautela por entre la hierba con la linterna encendida a la altura de las caderas, hollando un terreno sumamente escarpado. A cada rato preguntaba en voz alta: 릩quest;Hay alguien por aquí?뮠Llevaba horas dedicado a aquella tarea. La búsqueda de los sobrevivientes se había iniciado a la caída de la tarde. Cuando reunían una partida de sobrevivientes era metida en la lancha de motor que había servido a Maynard y a sus hombres para escapar del Coulson y, a través del canal, era conducida hasta donde esperaba el buque de carga.

Las órdenes fueron transmitidas por radio. Se les daba cuarenta y ocho horas para evacuar la isla, al cabo de cuyo plazo un avión piloteado por control remoto dejaría caer su carga sobre la piedra.

Maynard se representó a sí mismo caminando por esta isla habitada por monstruos, continuamente sometida al asedio de la noche. Y la escalofriante emoción que experimentó lo colmó de raro placer, de jubiloso terror. Se sintió como se había sentido cuando su barco estaba entre los barcos que cañoneaban una isla dominada por los japoneses. Había estado triste hasta que de repente se vio a sí mismo en la playa, blanco de los cañonazos disparados por las naves de su país. Se torturaba imaginándose abandonado en la playa, extraviado en la isla por algún capricho del azar y no echaba de menos su presencia en el buque de carga.

Un gemido proveniente de la oscuridad casi total puso término a aquella repentina y macabra obsesión. A la luz de la linterna, Maynard distinguió con dificultad un rostro familiar. El hombre había sido abatido por un árbol caído. Al tiempo que Gerson, su segundo, se adelantó y le administró morfina, Maynard se inclinó más sobre el herido y lo miró con fijeza y con ansiedad.

Era uno de los científicos de renombre mundial despachados a la isla. Desde el desastre, la mayoría de los mensajes transmitidos a la isla no cesaban de invocar su nombre. No existía una sola entidad científica en el mundo que estuviera dispuesta a dar su visto bueno al proyecto de la Marina de bombardear la piedra hasta no conocer su opinión.

– Señor – le dijo Maynard -, ¿qué cree usted acerca de…?

Pero dejó la pregunta en el aire. En vez, se dio a recapacitar en que las autoridades navales ya habían ordenado el lanzamiento de la bomba atómica, luego de la decisión del gobierno de dejar a la elección de dichas autoridades lo que competía hacerse.

El científico se agitó.

– Maynard – dijo con la voz rota -, hay algo raro con relación a esa piedra caminante. Opóngase a que la…

Los dolores que padecía tomaron vidriosos sus ojos. Movía los labios pero no tenía fuerzas para seguir hablando.

Había que aprovechar ese momento para interrogarle. Dentro de unos instantes la inyección de morfina que le administraba Gerson lo sumiría en profundo letargo, y quién sabe cuánto tiempo sería mantenido así mediante sucesivas dosis. Pasado aquel momento sería demasiado tarde. Y el momento pasó.

– Esa inyección lo librará del dolor – dijo Gerson, levantándose del suelo.

Se volvió a los marinos que cargaban las camillas.

– Hacen falta dos hombres aquí para trasladar a este herido al barco. Traten de cargarlo con el mayor cuidado posible, que está narcotizado.

Maynard caminó a la zaga de la camilla sin emitir palabra. Sentía que le habían ahorrado la necesidad de tomar una decisión, que él nada tenía que ver con la decisión de las autoridades navales.

La noche se hacía interminable. Al fin asomaron las cenicientas luces del alba. Poco después de ponerse el sol, un chubasco tropical rugió a través de la isla y se precipitó en dirección este. El cielo se coloreó de un vivo y esplendente azul y el ilimitado mar circundante se sumió en una calma chicha.

De la inconmensurable bóveda azul salió el avión sin piloto que se dirigía a la isla con su apocalíptico carga. Proyectaba una sombra que se movía a gran velocidad sobre el espejeante océano.

Mucho antes de que pudiera verlo, Iilah presintió la carga que llevaba. Su proximidad provocó estremecimientos en el interior de su mole. Expectantes, sus tubos electrónicos comenzaron a funcionar activamente a crecientes intervalos. Durante corto rato, Iilah pensó que se trataba de un ejemplar de su propio género que se acercaba.

A medida que se reducía la distancia entre ellos, Iilah se puso a transmitirle cautelosos pensamientos al avión. En el pasado, varios aviones a los cuales él había transmitido sus ondas de pensamientos, de pronto se retorcieron en pleno vuelo, como carentes de control, y al fin cayeron y se estrellaron contra la tierra. Pero éste de ahora ni siquiera se desvió de su ruta. Cuando se hallaba perpendicularmente encima de Iilah dejó caer un objeto de gran tamaño que progresaba en perezosas volteretas hacia el lugar exacto donde él se hallaba. Su estallido se había fijado para cuando estuviera a cien pies sobre el blanco. En todos los aspectos, el estallido fue un éxito cabal.

Tan pronto hubieron transcurrido los difuminadores efectos de tan vasta cantidad de nueva energía liberada, Iilah, que sólo ahora venía a cobrar conciencia de sí mismo, pensó asombrado: 됥ro si precisamente era esto lo que yo estaba tratando de recordar. Si es esto lo que yo debo hacer뮼/font>

Ahora le extrañaba que se hubiera olvidado. Había sido despachado en el curso de una guerra interastral, guerra que por lo visto aún proseguía. Iilah había sido trasladado al planeta donde se hallaba, a despecho de las enormes dificultades interpuestas, pero al instante de ser depositado aquí, agentes enemigos consiguieron dar con él. Puesto que su misión no tenía secretos para ellos, sabían cómo era preciso proceder con él. Pero ahora Iilah se aprestaba a cumplir su misión.

Tomó la lectura del sol y de los planetas comprendidos dentro del alcance de sus señales de radar. Entonces dio comienzo a un organizado proceso que terminaría por disolver todos los mecanismos protectores que albergaba. Concentró dentro de sí toda su fuerza de presión para el asalto final. Para lograr la plena efectividad de su cometido era menester que a la hora cero todos los elementos vitales de Iilah quedasen aunados en un solo haz inextricable.

El estallido que sacó de su órbita a la Tierra fue registrado en todos los sismógrafos del globo. Sin embargo, algún tiempo pasaría antes de que los astrónomos descubrieran que la Tierra estaba cayendo hacia el Sol. Y ningún hombre viviría para ver al Sol estallar y convertirse en una brillante nova, abrasando todos sus planetas antes de volver nuevamente, gradualmente, a ser la insignificante y opaca estrella clase G que había sido una vez.

Por más que Iilah hubiera sabido que no se trataba de la misma guerra que ardiera diez mil millones de siglos atrás, no habría podido sino hacer lo que hizo.

Los robots que son bombas atómicas no están dotados de la facultad de actuar libremente.

FIN

"RESUMEN DEL LIBRO EN ESTADO LATENTE"

Autor: ALFRED E. VAN VOGT

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