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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 8)



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En este experimento, Ader administró a varias
ratas blancas una medicación -que iba acompañada de
la ingesta de agua edulcorada con sacarina- que disminuía
artificialmente la cantidad de leucocitos T (destinados a
combatir la enfermedad). Pero Ader descubrió, no obstante,
que la mera administración de agua con sacarina -sin
ningún tipo, por tanto, de medicación inhibidora-
seguía provocando un descenso tal del número de
células que algunas ratas terminaron enfermando y
muriendo. Este experimento demostró que el sistema
inmunológico había aprendido a responder al agua
con sacarina, algo que, según el criterio
científico prevalente, carecía de todo
sentido.

Según el neurocientífico Francisco Varela,
de la Escuela Politécnica de Paris, el sistema
inmunológico constituye el «cerebro del
cuerpo», el que define su sensación de identidad, de
lo que le pertenece y lo que no le pertenece." Las células
inmunológicas se desplazan por todo el cuerpo con el
torrente sanguíneo, estableciendo contacto con casi todas
las células del organismo y atacándolas cuando no
las reconoce, cumpliendo así con la función de
defendernos de los virus, las bacterias o el cáncer. Pero
también puede darse el caso de que las células
inmunológicas interpreten equivocadamente el mensaje de
ciertas células del cuerpo y terminen ocasionando una
enfermedad autoinmune, como la alergia o el lupus, por ejemplo.
Hasta el día en que Ader realizó su imprevisto
descubrimiento, los fisiólogos, los médicos y hasta
los biólogos consideraban que el cerebro (con sus
diferentes ramificaciones a través del cuerpo vía
sistema nervioso central) y el sistema inmunológico eran
entidades independientes y. por tanto, incapaces de influirse
mutuamente. Según los conocimientos disponibles desde
hacía un siglo, no existía ningún tipo de
comunicación entre los centros cerebrales que controlan el
sabor y aquellas regiones de la médula ósea
encargadas de la fabricación de leucocitos.

En los años transcurridos desde entonces, el
modesto descubrimiento realizado por Ader ha obligado a cambiar
radicalmente nuestro criterio sobre las relaciones existentes
entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso
central, dando origen a una nueva ciencia, la
psiconeuroinmunologia (o PNI), actualmente en la vanguardia de la
medicina. El mismo nombre de esta nueva ciencia da cuenta del
vinculo existente entre la «mente» (psico), el
sistema neuroendocrino (neuro) -que subsume el sistema nervioso y
el sistema hormonal- y el término inmunología, que
se refiere, obviamente, al sistema
inmunológico.

A partir de entonces, una serie de investigadores ha
descubierto que los mensajeros químicos más
activos, tanto en el cerebro como en el sistema
inmunológico, se concentran en las regiones nerviosas
encargadas del control de las emociones? David Felten, colega de
Ader, nos ha proporcionado algunas de las pruebas más
concluyentes a favor de la existencia de un vinculo
fisiológico directo entre las emociones y el sistema
inmunológico. Felten comenzó observando que las
emociones tienen un efecto muy poderoso sobre el sistema
nervioso
autónomo (encargado, entre otras cosas, de
regular la cantidad de insulina liberada en la sangre y la
tensión arterial). Trabajando con su esposa Suzanne y
otros colegas, Felten logró determinar el lugar concreto
en el que, por decirlo así, el sistema nervioso se
comunica directamente con los linfocitos y las células
macrófagas del sistema inmunológico. En sus
observaciones realizadas con el microscopio electrónico,
Felten descubrió también la existencia de
conexiones directas entre las terminaciones nerviosas del sistema
nervioso autónomo y las células del sistema
inmunológico. Este punto físico de contacto permite
a las células nerviosas liberar los neurotransmisores que
regulan la actividad de las células inmunológicas
(aunque, en realidad, la comunicación se establece en
ambos sentidos), un hallazgo ciertamente revolucionario porque
hasta la fecha nadie había sospechado siquiera que las
células del sistema inmunológico pudieran ser el
blanco de mensajes procedentes del sistema nervioso.

Para determinar con mayor precisión la
importancia de estas terminaciones nerviosas en el funcionamiento
del sistema inmunológico, Felten dio un paso más
allá y llevó a cabo diferentes experimentos con
animales a los que extrajo algunos de los nervios de los
nódulos linfáticos y del bazo, en donde se elaboran
y almacenan las células inmunológicas, y luego les
inoculó varios virus para tratar de verificar la respuesta
de su sistema inmunológico. El resultado de esta
investigación constató un espectacular descenso en
la respuesta inmunológica frente al ataque vírico.
La conclusión de Felten es que, a falta de estas
terminaciones nerviosas, el sistema inmunológico es
incapaz de responder como debiera ante una invasión
vírica o bacteriana. Así pues, en resumen, el
sistema nervioso no sólo está relacionado con el
sistema inmunológico sino que cumple con un papel esencial
para que éste desempeñe adecuadamente su
función.

Otro factor fundamental en la relación existente
entre las emociones y el sistema inmunológico está
ligado a las hormonas liberadas en situaciones de estrés.
Las catecolaminas (epinefrina y norepinefrina, llamadas
también adrenalina y noradrenalina), el cortisol, la
prolactina y los opiáceos naturales (como, por ejemplo,
la-endorfina y la encefalina) son algunas de las hormonas
liberadas en situaciones de tensión que tienen una gran
influencia sobre las células del sistema
inmunológico. Aunque las relaciones concretas existentes
entre estas hormonas y el sistema inmunológico resultan
muy difíciles de precisar, no cabe la menor duda de que su
presencia entorpece el adecuado funcionamiento de las
células inmunológicas. El estrés, por
consiguiente, disminuye la resistencia inmunológica, al
menos de forma provisional, tal vez como una estrategia de
conservación de la energía necesaria para hacer
frente a una situación que parece amenazadora para la
supervivencia del individuo. Pero, en el caso de que el
estrés sea intenso y prolongado, la inhibición
puede terminar convirtiéndose en una condición
permanente. ¿A partir del momento en que se hizo evidente
la relación entre el sistema nervioso y el sistema
inmunológico? los microbiólogos y otros
científicos en general han seguido descubriendo cada vez
más conexiones entre el cerebro, el sistema cardiovascular
y el sistema inmunológico.

LAS EMOCIONES TOXICAS: DATOS
CLINICOS

Pero, a pesar de tales pruebas, la inmensa
mayoría de los médicos siguen mostrándose
renuentes a aceptar la relevancia clínica de las
emociones. Si bien es cierto que existen numerosas
investigaciones que demuestran que el estrés y las
emociones negativas debilitan la eficacia de distintos tipos de
células inmunológicas, no siempre queda claro que
su alcance establezca algún tipo de diferencia
clínica.

Pero el hecho es que cada vez son más los
médicos que reconocen la incidencia de las emociones en el
desarrollo de la enfermedad. El doctor Camran Nezhat, eminente
cirujano ginecológico de la Universidad de Stanford,
afirma que «cuando una mujer a quien voy a intervenir
quirúrgicamente me dice que tiene miedo, postergo de
inmediato la intervención», y luego prosigue
diciendo «todos los cirujanos saben que la gente muy
asustada no responde adecuadamente a una intervención
quirúrgica, ya que tienden a sangrar en exceso, son
más propensos a las infecciones y a las complicaciones y
tardan más tiempo en recuperarse. Es mucho mejor, por
tanto, que el paciente se halle completamente
sereno
».

Es evidente que el pánico y la ansiedad aumentan
la tensión arterial y que, en consecuencia, las venas
dilatadas por la presión sanguínea sangran
más profusamente cuando son seccionadas por el
bisturí del cirujano. El sangrado excesivo
-recordémoslo- constituye una de las principales
complicaciones a las que se enfrenta toda intervención
quirúrgica, una complicación que a veces puede
terminar conduciendo hasta la misma muerte.

Pero más allá de estos datos
anecdóticos cada vez es mayor la información que
subraya la importancia clínica de las emocines. Es posible
que los datos más convincentes al respecto procedan de un
metaanálisis que revisa los resultados de 101
investigaciones llevadas a cabo con miles de personas. Este
metaestudio confirma hasta qué punto resultan nocivas para
la salud las emociones perturbadoras « y demuestra que
las personas que sufren de ansiedad crónica, largos
episodios de melancolía y pesimismo, tensión
excesiva, irritación constante, y escepticismo y
desconfianza extrema, son doblemente propensas a contraer
enfermedades como el asma, la artritis, la jaqueca, la
úlcera péptica y las enfermedades cardíacas
(cada una de la cuales engloba un amplio abanico de
dolencias
)». Las emociones negativas son, pues, un
factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad, similar al
tabaquismo o al colesterol en lo que concierne a las enfermedades
cardíacas. En resumen, pues, las emociones negativas
constituyen una seria amenaza para la salud.

Habría que matizar, por último, que la
presencia de una amplia correlación estadística no
significa, en modo alguno, que todas las personas que
experimentan estos sentimientos crónicos terminen siendo
presa de alguna de estas enfermedades, pero la evidencia del
papel que desempeñan las emociones es, con mucho,
más amplia de lo que nos sugiere este metaestudio. Si
prestamos atención a los datos relativos a emociones
concretas, especialmente a las tres principales -la ira, la
ansiedad y la depresión-, no cabe la menor duda de la
relevancia clínica de las emociones, aun cuando los
mecanismos biológicos concretos mediante los cuales
actúan todavía no hayan sido completamente
elucidados.

Cuando la ira resulta suicida

Un golpe lateral en su vehículo le llevó a
emprender una frustrante y estéril peregrinación.
Primero tuvo que cumplimentar tediosos formularios en la
compañía de seguros y, después de demostrar
que la carrocería de su coche había resultado
seriamente dañada y que el responsable del accidente era
el conductor del otro vehículo, todavía tuvo que
pagar 800 dólares. Después de aquel incidente
llegó a sentirse tan mal que el simple hecho de coger el
coche bastaba para enojarle. Finalmente se vio en la
obligación de vender su automóvil. Años
más tarde, el mero recuerdo de aquella situación
bastaba para hacerle palidecer de rabia.

Este desagradable incidente forma parte de un estudio
llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford sobre los efectos de la irritabilidad en los pacientes
aquejados de una enfermedad cardiaca. El objeto del
estudio -realizado sobre sujetos que, al igual que el hombre que
acabamos de mencionar, habían padecido un ataque
cardíaco- era el de averiguar el impacto del enfado sobre
la actividad cardiaca. El resultado fue sorprendente porque, en
el mismo momento en que los pacientes relataban los incidentes
que les habían hecho sentirse furiosos, la eficacia de su
bombeo cardíaco (denominada también, en ocasiones,
«fracción de eyección»)
descendió un 5% y, en algunos casos, hasta el 7% o incluso
más, un indicador que los cardiólogos consideran un
síntoma de isquemia del miocardio, un peligroso descenso
en la cantidad de sangre que llega al corazón.

Este descenso en la eficacia del bombeo cardíaco
no ha sido constatado, en cambio, en presencia de otras
sensaciones perturbadoras, como la ansiedad, por ejemplo, ni
tampoco durante el ejercicio físico. El enojo, pues,
parece ser una de las emociones más dañinas para el
corazón. Y eso que, según relataron los afectados,
el recuerdo del incidente problemático no les
enfurecía ni la mitad de lo que lo habían estado
cuando sucedió el incidente, un dato que demuestra que, en
el curso de la situación real, su corazón se
hallaba mucho más afectado.

Este descubrimiento se inserta en un conjunto de pruebas
mucho más amplio extraído de una docena de estudios
que subrayan el efecto dañino del enfado para el
corazón. El antiguo punto de vista al respecto no aceptaba
fácilmente que la personalidad tipo A -la persona que
siempre tiene prisa y que padece una elevada tensión
sanguínea- constituye un grave factor de riesgo para las
enfermedades cardíacas, pero los nuevos descubrimientos
realizados al respecto demuestran hoy que la irritabilidad
constituye un claro factor de riesgo.

Muchos de los datos de que disponemos sobre la
irritabilidad proceden de la investigación realizada por
el doctor Redford Williams de la Universidad de Duke. Por
ejemplo, Williams descubrió que los médicos que
obtuvieron las puntuaciones más elevadas en un test de
hostilidad realizado cuando todavía eran estudiantes
mostraban, alrededor de los cincuenta años, un
índice de mortalidad siete veces mayor que quienes
habían obtenido puntuaciones más bajas. La
tendencia al enfado constituye, pues, un predictor mejor del
índice de mortalidad temprana que otros factores de riesgo
tales como fumar, un nivel elevado de tensión arterial o
el índice de colesterol en la sangre. Por su parte, las
angiografías -una operación en la que se inserta un
catéter en la arteria coronaria para cuantificar sus
posibles lesiones- realizadas por el doctor John Barefoot, de la
Universidad de Carolina del Norte, ayudaron a demostrar la
existencia de una elevada correlación entre los resultados
del test de hostilidad y la gravedad de la lesión
coronaria.

Con ello no estamos afirmando en modo alguno que la
irritabilidad termine ocasionando una enfermedad coronaria, sino
sólo que constituye un factor de riesgo más que
tener en cuenta.

Como me explicó Peter Kaufman, director interino
del Behavioral Medicine Branch of the National Heart. Lung, and
Blood lnstitute: «aún no estamos en condiciones de
afirmar rotundamente que el enfado y la hostilidad
desempeñan un papel determinante en las primeras fases del
desarrollo de una enfermedad coronaría, si contribuyen a
intensificar el problema una vez que éste se ha
manifestado o ambas cosas a la vez.» Tengamos en cuenta que
cada nueva explosión de ira aumenta la frecuencia cardiaca
y la tensión arterial, forzando así al
corazón a un sobreesfuerzo adicional que, en el caso de
repetirse asiduamente, puede terminar resultando sumamente
perjudicial, especialmente si consideramos también que la
fuerza del flujo sanguíneo que discurre por la arteria
coronaria a cada latido en estas circunstancias «puede dar
lugar a microdesgarros de los vasos sanguíneos, que
favorecen el desarrollo de la placa. En el caso de las personas
crónicamente enojadas, la aceleración habitual del
ritmo cardíaco y la elevada presión arterial pueden
terminar consolidando, en un período aproximado de treinta
años, una placa arterial que contribuya a la
aparición de la enfermedad coronaria».

Como lo demuestra el estudio de los recuerdos irritantes
de este tipo de enfermos, los mecanismos desencadenados por el
enojo afectan directamente a la eficacia del bombeo
cardíaco, una situación que convierte al enfado en
un factor especialmente nocivo para las personas que se hallan
aquejadas de una enfermedad coronaria. Un estudio realizado en la
Facultad de Medicina de Stanford sobre 1.110 personas que, tras
padecer un primer ataque cardíaco fueron sometidas a un
seguimiento de más de ocho anos. puso de manifiesto que la
propensión a la agresividad y a la irritabilidad aumenta
el riesgo de sufrir nuevos ataques. Este resultado fue confirmado
posteriormente por otra investigación realizada en la
Facultad de Medicina de Yale sobre 999 personas que habían
sufrido un ataque cardíaco y que también fueron
sometidas a un seguimiento, esta vez de diez años. El
resultado de esta investigación demostró que las
personas especialmente susceptibles al enfado eran tres veces
más proclives -y cinco veces mas, en el caso de que su
nivel de colesterol fuera también elevado- a experimentar
un paro cardíaco que las personas más
tranquilas.

No obstante, los investigadores de Yale señalan
que la irritabilidad no es el único factor que aumenta el
riesgo de muerte por enfermedad cardiaca, sino que también
lo son las emociones negativas intensas de todo tipo que
regularmente liberan hormonas estresantes en el torrente
sanguíneo. Pero hay que decir que, como demuestra un
estudio realizado en la Facultad de Medicina de Harvard en el que
se pidió a más de mil quinientas personas que
habían sufrido un ataque al corazón que
describieran el estado emocional en que se hallaban en las horas
previas al ataque, la irritabilidad representa el caso más
evidente de la estrecha relación existente entre las
emociones y las enfermedades del corazón. Este estudio
demostró que el enfado duplica las probabilidades de que
quienes sufren una enfermedad del corazón experimenten un
paro cardiaco, y que este incremento del riesgo perdura hasta
unas dos horas después de que el enfado haya
desparecido.

Pero este descubrimiento no implica que debamos tratar
de eliminar el enfado cuando éste resulte apropiado,
puesto que también existen pruebas de que su
represión aumenta la agitación corporal y la
tensión arteriales Por otro lado, como hemos visto en el
capítulo 5, el hecho de expresar el enfado contribuye a
alimentarlo, haciendo más probable este tipo de respuesta
frente a cualquier situación problemática. En
opinión de Williams, la aparente paradoja existente entre
el hecho de expresar o no el enfado carece de toda importancia,
porque lo verdaderamente importante radica en la cronicidad o no
de este estado de ánimo. La expresión ocasional de
la hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el problema
surge cuando la irritabilidad se hace tan constante como para
permitirnos adscribir al sujeto a un tipo de personalidad hostil,
un estilo personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y
propenso a las críticas sarcásticas y humillantes,
así como a los accesos de mal humor. Pero el hecho es que
la irritabilidad crónica no supone necesariamente una
sentencia de muerte sino que, por el contrario, constituye un
hábito y que, como tal, puede ser modificado. En este
sentido, resulta relevante el resultado de un programa
desarrollado en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford y dirigido a un grupo de pacientes que habían
sufrido un ataque cardíaco con la intención de
ayudarles a moderar las actitudes que les hacían proclives
al mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado condujo
a una disminución del 44% en la incidencia de nuevos
ataques cardíacos en comparación con aquellos otros
pacientes que no se habían sometido a él. Otro
programa concebido por Williams arrojó resultados
igualmente esperanzadores El programa de Williams, al igual que
el de Stanford, tiene por objeto enseñar los rudimentos
básicos de la inteligencia emocional, especialmente en lo
que concierne al desarrollo de la empatía y a la
atención a los síntomas menores del enfado

apenas se advierta su presencia. Este programa pide a los
participantes que hagan el esfuerzo decidido de anotar los
pensamientos escépticos u hostiles en el mismo momento en
que se presenten. En el caso de que éstos persistan, el
sujeto debe tratar de interrumpirlos diciendo (o pensando)
«¡alto!» y, a continuación, debe tratar
de reemplazarlos por otros más positivos. En el caso, por
ejemplo, de que el ascensor se retrase, uno debería tratar
de buscar una explicación positiva en lugar de enojarse
por la falta de cuidado de la persona a quien uno supone
responsable y, por ejemplo, en lo que respecta a los encuentros
interpersonales frustrantes, los pacientes deben desarrollar la
capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de la otra
persona. La empatía, en suma, constituye un
auténtico bálsamo para el enfado.

Como me dijo Williams: «el antídoto
más adecuado contra la irritabilidad consiste en el
desarrollo de una actitud más confiada. Todo lo que se
requiere es una motivación adecuada, pero cuando las
personas comprenden que su irritación puede conducirles
rápidamente a la tumba, se encuentran mucho más
predispuestas a intentarlo
».

El estrés: la ansiedad
desproporcionada e inoportuna

«Me sentía continuamente ansiosa y tensa,
una situación que empezó mientras estaba en el
instituto y era una excelente estudiante. Entonces comencé
a preocuparme por las notas, los horarios y la relación
con los profesores y mis compañeros. Mis padres me
presionaban para que me esforzara todavía más y
para que me convirtiera en una estudiante modelo… Supongo que
entonces sencillamente me derrumbé ante tanta
presión, porque mis problemas digestivos comenzaron
durante el último año de instituto. Desde aquella
época he tenido que evitar el café y las comidas
picantes. y cuando me siento inquieta o tensa, noto como si el
estómago me ardiera, y cada vez que estoy preocupada
siento náuseas».

Según la experiencia científica
disponible, es muy posible que la ansiedad -la angustia
ocasionada por las presiones de la vida- sea la emoción
que se halle más relacionada con el inicio y el proceso de
recuperación de una enfermedad. Desde un punto de vista
evolutivo, la ansiedad tal vez resultara útil cuando
cumplía con la función de predisponemos a afrontar
algún tipo de peligro, pero en la vida moderna suele
manifestarse de forma desproporcionada e inoportuna. En tal caso,
la angustia no constituye tanto una respuesta de
activación ante un peligro real como una reacción
ante una situación cotidiana o que no es más que el
producto de nuestra imaginación. En este sentido, los
ataques repetidos de ansiedad constituyen un indicador de un
elevado nivel de estrés que, en casos como el descrito en
el párrafo anterior, son un ejemplo de la forma en que la
ansiedad y el estrés contribuyen a incrementar los
problemas médicos.

En 1993, la revista Archives of Internal Medicine
publicó una extensa investigación realizada por el
psicólogo de Yale Bruce McEwen, en la que refería
las consecuencias de la relación existente entre el
estrés y la enfermedad, una relación que
compromete a la función inmunológica hasta el punto
de acelerar la metástasis, aumentar la vulnerabilidad
ante las infecciones víricas, incrementar la
formación de placa que conduce a la arteriosclerosis,
acelerar la formación de trombos que pueden causar un
infarto de miocardio, fomentar la manifestación de la
diabetes de tipo I y el curso de la diabetes de tipo II, y
desencadenar o agravar los ataques de asma
. El estrés
también puede contribuir a la ulceración del tracto
gastrointestinal y a empeorar los síntomas de la colitis
ulcerosa y la inflamación intestinal. Hasta el mismo
cerebro, a largo plazo, es susceptible a los efectos del
estrés sostenido, incluyendo las lesiones del hipocampo y
afectando, en consecuencia, a la memoria. Según McEwen:
«cada vez hay más pruebas que demuestran que las
experiencias estresantes afectan directamente al sistema
nervioso». Los estudios realizados sobre enfermedades
infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan
una evidencia médica particularmente relevante a este
respecto. Continuamente nos hallamos expuestos a la acción
de estos virus, pero nuestro sistema inmunológico suele
mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los que el
estrés emocional mina nuestras defensas. Ciertos
experimentos han demostrado que el estrés y la ansiedad
debilitan la fortaleza del sistema inmunológico
,
aunque no queda suficientemente claro si el alcance de esta merma
tiene alguna relevancia clínica, es decir, si resulta tan
decisiva como para dejar expedito el camino a la enfermedad. De
hecho, la relación científica más evidente
existente entre el estrés y la ansiedad y la
vulnerabilidad clínica procede de las investigaciones
prospectivas, es decir, de aquellas investigaciones realizadas
con personas sanas, en las que se registra el aumento de la
ansiedad y luego se observa si se ha producido un debilitamiento
del sistema inmunológico y la posterior
manifestación de la enfermedad.

Un estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo
de la Universidad de Carnegie-Mellon, y otros científicos,
en una unidad especializada en resfriados situada en Sheffield,
Inglaterra, cuantificó la magnitud del estrés que
experimentaba la gente en sus vidas y luego los expuso
sistemáticamente a la acción del virus del
resfriado. El hecho es que no todos los sujetos expuestos al
virus cayeron enfermos porque un sistema inmunológico
fuerte puede -y así lo hace continuamente- resistirse a la
acción del virus del resfriado. El resultado del
experimento demostró que cuanta más tensión
experimenta la persona en su vida cotidiana, mayor es su
predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27%
de quienes presentaban un bajo nivel de estrés contrajeron
la enfermedad después de haber sido expuestos a la
acción del virus; cosa que, por el contrario,
ocurrió en el 47% de quienes tenían una vida
más estresante. Esta parece una prueba irrefutable de que
el estrés debilita el sistema inmunológico. (Hay
que decir también que ésta podría ser una de
esas investigaciones que confirma lo que todo el mundo
sospechaba, una hipótesis elevada ahora a la
categoría de conclusión científica por el
rigor metodológico con que se ha realizado.)

Otro estudio similar, realizado, en este caso con
matrimonios que durante tres meses fueron sometidos a un
seguimiento para determinar los acontecimientos
problemáticos a los que estaban sujetos (como peleas
matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente que
tres o cuatro días después de una disputa
particularmente intensa, contraían un resfriado o una
infección de las vías respiratorias. Este lapso
suele ser, precisamente, el tiempo de incubación de la
mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la
exposición a éstos mientras se hallaban preocupados
y alterados les volvió especialmente vulnerables. La misma
pauta de estrés-infección es aplicable
también al virus del herpes (tanto al que afecta a la zona
de los labios como al genital). Después de que una persona
haya sido afectada por el virus, éste permanece en el
cuerpo en estado latente, manifestándose tan sólo
de manera ocasional. Si éste fuera el caso, el nivel de
anticuerpos en el torrente sanguíneo nos permite
determinarla y próxima incidencia del virus. Este
indicador ha permitido predecir la reactivación del virus
del herpes en estudiantes de medicina que deben afrontar los
exámenes finales, en mujeres recién separadas y en
personas sometidas a la presión constante de tener que
cuidar a un familiar aquejado de la enfermedad de Alzheimer.
Otras investigaciones han demostrado que la ansiedad no
sólo provoca una disminución de la respuesta
inmunológica sino que también tiene efectos
negativos sobre el sistema cardiovascular.

Mientras la irritabilidad crónica y los episodios
repetidos de cólera parecen aumentar el riesgo de
enfermedad coronaria en los hombres, las emociones más
letales para las mujeres son la ansiedad y el miedo. Un estudio
llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford sobre más de mil personas que habían
padecido un ataque al corazón demostró que las
mujeres que habían sufrido un segundo ataque presentaban
un elevado índice de miedo y ansiedad que, en la
mayoría de los casos, adoptaba la forma de fobias
paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar de
conducir, abandonar el trabajo y encerrarse en su casa. Los
efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al
estrés y la ansiedad mental -el tipo de estrés
provocado por los trabajos en que uno se halla sometido a una
presión constante o a condiciones vitales difíciles
(como, por ejemplo, las que aquejan a las madres que viven solas
con sus hijos y tienen que arreglárselas para trabajar y
cuidar de su familia) – están siendo estudiados
minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la
Universidad de Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en
el que sometió a treinta voluntarios a condiciones de
estrés mientras controlaba la tasa en sangre de ATP
(adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los trombocitos
que es capaz de provocar cambios en los vasos sanguíneos y
ocasionar un ataque de apoplejía). El experimento
demostró que cuanto más intenso era el
estrés mayor era el nivel de ATP, así como el
latido cardiaco y la tensión arterial.

Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud
aumenten en el caso de aquellos oficios cuyo desempeño
exija un esfuerzo y una eficacia extremos sin que el sujeto tenga
la menor posibilidad de controlar las condiciones de trabajo (una
situación que hace que los conductores de autobús,
por ejemplo, presenten un elevado índice de
hipertensión arterial). En un estudio llevado a cabo con
569 pacientes aquejados de cáncer colorrectal en el que se
utilizó un grupo de control similar, quienes habían
experimentado un deterioro manifiesto de sus condiciones
laborales durante los diez años anteriores demostraron ser
cinco veces y media más proclives a desarrollar
cáncer que aquéllos otros que no se hallaban
sometidos al mismo nivel de estrés. La importancia
médica del estrés es tal que las técnicas de
relajación -orientadas a reducir directamente el grado de
excitación fisiológica- se están utilizando
clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas
enfermedades crónicas (entre las que se incluyen, por
citar sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares,
ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los
desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico).
El aprendizaje de la relajación proporciona a los
pacientes la ocasión de controlar sus sensaciones y de
evitar así un posible empeoramiento de su condición
debido al estrés y la angustia emocional.

El coste médico de la
depresión

Años después de haber sido sometida a una
intervención quirúrgica para extirparle un tumor
maligno se le detectó una metástasis en el pecho.
Su médico ya no le habló de curación y le
dijo que la quimioterapia sólo prolongaría -como
mucho- unos pocos meses más su vida. Comprensiblemente, se
sumió en una profunda depresión y siempre que
acudía al oncólogo acababa estallando en
lágrimas. Sin embargo, la única respuesta que
recibía del facultativo cada vez que esto ocurría
era pedirle que abandonara la consulta.

Dejando de lado el daño motivado por la
desconsiderada actitud del oncólogo ¿tenía
acaso alguna relevancia clínica el hecho de que
éste no supiera relacionarse con el desconsuelo de su
paciente? A partir del momento en que una enfermedad alcanza ese
grado de virulencia no parece probable que las emociones puedan
tener algún tipo de efecto apreciable en su desarrollo.
Aunque es evidente que la cualidad de los últimos meses de
vida de esta mujer se vio ensombrecida por la depresión,
todavía no está claro el efecto de la tristeza
sobre el curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas
investigaciones que apuntan a la conclusión de que la
depresión desempeña un papel relevante en otras
condiciones clínicas, especialmente en lo que concierne a
la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es mayor la
evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan aquejados
de una enfermedad grave también deberían recibir
tratamiento para su depresión.

Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de
la depresión es que sus síntomas, entre los que se
incluye el letargo y la pérdida de apetito, suelen
confundirse con los síntomas de otras enfermedades,
especialmente en el caso de que sean tratados por médicos
que tengan poca experiencia en el diagnóstico
psiquiátrico. Y esa incapacidad para diagnosticar y tratar
la depresión que puede acompañar a una enfermedad
grave (como ocurría en el caso de la mujer aquejada de
cáncer de mama) puede constituir, en si misma, un riesgo
añadido para su desarrollo.

Doce de los trece pacientes aquejados de
depresión que formaban parte de un grupo de cien que
habían sido sometidos a un trasplante de médula
ósea fallecieron antes del primer año, mientras que
34 de los 87 restantes todavía seguían con vida dos
años después. Por otra parte, la probabilidad de
que los pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica
que eran sometidos a diálisis y a quienes se había
diagnosticado una depresión mayor falleciera en los dos
años posteriores era mucho mayor que la de aquellos otros
que no estaban deprimidos, un hecho que demuestra que la
depresión es un mejor predictor que cualquier otro
síntoma clínico. Pero la vía que conecta la
emoción con la condición médica no es
biológica sino actitudinal; dicho de otro modo, los
pacientes depresivos están menos predispuestos a colaborar
con el tratamiento y pueden mentir sobre la dieta, lo cual,
obviamente, les expone a un riesgo todavía
mayor.

La depresión también parece tener cierta
incidencia sobre las enfermedades cardiacas. En un estudio
realizado con 2.832 personas de mediana edad que fueron sometidas
a un seguimiento de doce años, quienes experimentaban una
sensación de permanente abatimiento y desesperación
presentaban una tasa más elevada de mortalidad debida a
enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados
de una depresión mayor, esa tasa era cuatro veces
superior.

La depresión parece suponer un riesgo
médico especialmente grave para los supervivientes de un
ataque cardíaco. En una investigación realizada en
un hospital de Montreal, los pacientes deprimidos que fueron
dados de alta después de haber padecido un primer ataque
al corazón presentaron un índice de mortalidad muy
elevado durante los seis meses siguientes. La tasa de mortalidad
de uno de cada ocho pacientes de los mas seriamente deprimidos de
ese estudio era cinco veces superior a la de otros pacientes
aquejados de una enfermedad similar, un factor de riesgo tan
importante como las principales causas de muerte por ataque
cardiaco, como la disfunción del ventrículo
izquierdo o la existencia de un historial previo en este sentido.
Uno de los posibles mecanismos que explicaría esta
situación es que la depresión incide directamente
en la variabilidad del latido cardíaco, incrementando
así el riesgo de arritmias fatales.

También se ha constatado que la depresión
puede obstaculizar el proceso de recuperación de las
fracturas de cadera. En un determinado estudio llevado a cabo con
varios miles de ancianas aquejadas de este tipo de lesión,
todas ellas fueron objeto de un diagnóstico
psiquiátrico en el momento de ingresar en el hospital. Las
que fueron diagnosticadas de depresión no sólo
permanecieron ingresadas una media de ocho días más
que aquéllas otras que padecían lesiones similares
pero que no presentaban ningún síntoma de
depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas
logró volver a caminar de nuevo. Por su parte, las mujeres
deprimidas que, además de la atención médica
correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica para tratar
de superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia
para poder volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los
tres meses posteriores a que se les diera el alta que aquellas
otras que no recibieron ningún tipo de tratamiento
psicológico.

Otro estudio demostró que uno de cada seis
pacientes cuya condición física era tan calamitosa
que se hallaban entre el 10% de personas que más
recurrían a los servicios médicos (porque estaban
afectados de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y
la enfermedad cardiaca) se hallaba aquejado de una
depresión grave. Y, cuando estos pacientes recibieron
atención psicológica, el número de
días al año que estuvieron de baja descendió
de 79 a 51 en quienes estaban aquejados de depresión mayor
y de 62 a 18 días en quienes sufrían una
depresión moderada.

LOS BENEFICIOS CLINICOS DE LOS SENTIMIENTOS
POSITIVOS

No cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la
irritabilidad, la ansiedad y la depresión. La ansiedad y
la irritabilidad crónicas vuelven a las personas
más susceptibles a la acción de un amplio abanico
de enfermedades, y aunque la depresión no constituya la
causa directa de la enfermedad, sí que parece interferir,
en cambio, en el curso de su recuperación y aumentar el
riesgo de mortalidad, especialmente en el caso de los pacientes
aquejados de enfermedades graves.

Pero si las diversas formas de la angustia emocional
crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de
emociones puede ser, hasta cierto punto, tonificante. Pero con
ello no estamos diciendo que las emociones positivas sean
curativas ni que la risa o la felicidad puedan, por sí
solas, invertir el curso de una enfermedad grave. Su efecto tal
vez sea muy sutil pero los estudios realizados sobre miles de
personas no dejan lugar a duda sobre el papel que
desempeñan las emociones positivas en el conjunto de
variables que afectan al curso de una enfermedad.

El coste del pesimismo y las ventajas del
optimismo

El pesimismo -al igual que la depresión- tiene su
precio, mientras el optimismo, por el contrario, supone
considerables ventajas.

Un estudio evaluó el grado de optimismo o
pesimismo de ciento veintidós hombres que habían
sufrido un primer ataque cardiaco. Ocho años más
tarde, veintiuno de los veinticinco más pesimistas
habían muerto, mientras que sólo habían
fallecido seis de los veinticinco más optimistas. Este
estudio pone de relieve la importancia de la actitud mental que
se ha revelado como un mejor predictor de supervivencia que otros
factores clínicos (como el daño físico
experimentado por el corazón en ese primer ataque, el
infarto, la tasa de colesterol o la tensión arterial).
Otra investigación demostró que los pacientes
más optimistas que habían sufrido una
operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes y
sufrían menos complicaciones, tanto durante como
después de la intervención, que los más
pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente cercano el
optimismo, también constituye un factor curativo. En este
sentido, las personas esperanzadas se muestran comprensiblemente
más capaces de superar los retos que les presente la vida,
incluyendo los problemas mentales. En un estudio realizado entre
personas paralizadas por una lesión en la espina dorsal,
las más esperanzadas tenían una mayor movilidad
física que aquéllas otras aquejadas de la misma
incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La
esperanza resulta especialmente relevante en el caso de las
parálisis por lesiones de la médula espinal, ya que
este tipo de tragedia clínica suele aquejar a
jóvenes que han sufrido un accidente
automovilístico y que tendrán que permanecer en
esta penosa condición durante el resto de su vida. El modo
en que la persona reacciona emocionalmente ante este hecho tiene
profundas consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar
su funcionalidad física y social. Existen muchas posibles
explicaciones de las importantes consecuencias de una actitud
pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis
sostiene que el pesimismo aboca a la depresión y que
ésta, a su vez, afecta a la resistencia del sistema
inmunológico frente a las infecciones y los tumores. Pero
ésta no es más que una especulación que,
hasta la fecha, no se ha podido comprobar. Otra teoría
afirma que la persona pesimista es incapaz de cuidarse a si misma
y, en relación con esto, se aducen estudios que demuestran
que los pesimistas fuman y beben más y hacen menos
ejercicio que los optimistas, es decir, que tienen hábitos
más perjudiciales para la salud. Tal vez un día
descubramos que la fisiología de la esperanza supone una
ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la
enfermedad.

Con la ayuda de mis amigos: el valor
clínico de las relaciones interpersonales

Habría que añadir, por un lado, el
aislamiento a la lista de riesgos emocionales para la salud y
decir, por el otro, que los vínculos emocionales
constituyen un elemento protector. Los estudios realizados a lo
largo de dos décadas sobre más de treinta y siete
mil sujetos han demostrado que el aislamiento social -la
sensación de que uno no tiene a nadie con quien compartir
sus sentimientos o mantener cierta intimidad- duplica las
probabilidades de contraer una enfermedad y de morir Según
un informe publicado en Science en 1987, el aislamiento
«tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que
el tabaco, la tensión arterial elevada, el alto nivel de
colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio
físico
». El tabaquismo multiplica por 1,6 veces
el riesgo de mortalidad mientras que el aislamiento social lo
duplica, convirtiéndolo así, a todas luces, en un
importantísimo factor de riesgo para la salud. Los
hombres, por otra parte, soportan peor el aislamiento que las
mujeres. En este sentido, los hombres solitarios son de dos a
tres veces más propensos a morir que quienes mantienen
estrechos lazos con los demás mientras que, en lo que
respecta a las mujeres solitarias, este riesgo es sólo una
vez y media superior al de las mujeres más sociables. Esta
diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y
sobre los hombres puede radicar en que aquéllas tienden a
establecer relaciones emocionalmente más próximas
que éstos y que, tal vez por ello, no precisen de la misma
cantidad de relaciones que los hombres.

Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son
muchas las personas que viven retiradas o que tienen muy pocos
amigos y que, en cambio, se sienten satisfechas y gozan de una
salud excelente. El aislamiento que implica un riesgo
clínico consiste en la sensación subjetiva de
desarraigo y de no tener a nadie a quien recurrir. Y esta
situación resulta terrible en la moderna sociedad urbana
por el creciente aislamiento producido por la televisión y
por el declive de los hábitos sociales (como pertenecer a
una asociación o visitar a los amigos) y confiere un valor
añadido a grupos de autoayuda tales como
Alcohólicos Anónimos u otras comunidades
similares.

El estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien
pacientes que habían sufrido un trasplante de
médula ósea también demostró el poder
del aislamiento como factor de mortalidad y. en cambio, el valor
curativo de las relaciones próximas El 54% de los
pacientes de este estudio que sentían que contaban con el
apoyo emocional de su esposa, su familia o sus amigos,
seguían viviendo al cabo de dos años, cosa que
sólo ocurría en el 20% de quienes se sentían
emocionalmente desamparados. De modo similar, los ancianos que
han sobrevivido a un ataque cardiaco y cuentan con dos o
más personas que les proporcionan consuelo emocional
tienden a vivir un año más que quienes carecen de
este apoyo. Quizás el testimonio más elocuente del
potencial curativo de las relaciones emocionales nos lo
proporcione una investigación realizada en Suecia y
publicada en l993. Esta investigación ofreció a
todos los hombres que habitaban en la ciudad sueca de
Góteborg nacidos en 1933, un examen médico
gratuito. Siete años más tarde se contactó
nuevamente con los 752 hombres que habían acudido al
reconocimiento y se comprobó que 41 de ellos habían
fallecido.

Quienes habían declarado estar sometidos a un
intenso estrés emocional mostraron un promedio de
mortalidad tres veces superior a quienes habían
manifestado que sus vidas eran plácidas y tranquilas. La
ansiedad emocional estaba causada por cuestiones diversas,
como las dificultades financieras, la inseguridad laboral, el
paro, los procesos judiciales o el divorcio. EI hecho de haber
sufrido tres o más de estos problemas en el año
anterior a que se efectuara el primer examen demostró ser
un predictor de la mortalidad más poderoso -durante el
período de los siete años siguientes- que otro tipo
de indicadores clínicos como la tensión arterial
elevada, la excesiva concentración de triglicéridos
en la sangre o el alto nivel de colesterol.

Sin embargo, entre los hombres que afirmaron que
contaban con una estrecha red de relaciones -esposa, amigos
íntimos, etcétera- no existía ninguna
relación entre el nivel de estrés y el
índice de mortalidad. Contar con personas en quienes
confiar y con las que poder hablar, personas que puedan
ofrecernos consuelo, ayuda y consejo, nos protege del impacto
letal de los traumas y los contratiempos de la vida.

La cualidad de las relaciones, así como su
frecuencia, parecen ser la clave para reducir el nivel de
estrés. Las relaciones negativas tienen un precio muy
elevado; las discusiones conyugales, por ejemplo, inciden
negativamente en el sistema inmunológico y, como demuestra
un estudio realizado entre compañeros de clase, cuanto
mayor era el rechazo entre ellos, mayor era también la
predisposición a resfriarse, a contraer la gripe y a
acudir al médico. En opinión de John Cacioppo, el
psicólogo de la Universidad Estatal de Ohio que
llevó a cabo este estudio, «las relaciones
más importantes de nuestras vidas y las que más
incidencia parecen tener sobre la salud son las que mantenemos
con las personas con quienes convivimos cotidianamente. Las
relaciones más significativas son las que más
importancia tienen para nuestra salud»

El poder curativo del apoyo
emocional

En Las intrépidas aventuras de Robin Hoad, Robin
advierte a un joven simpatizante: «habla libremente y
revélanos tus cuitas El fluir de las palabras apacigua el
corazón de quien sufre; es como abrir las compuertas
cuando el embalse amenaza con desbordarse».

Este retazo de sabiduría popular refleja el hecho
de que descubrir nuestros sentimientos constituye una excelente
medicina para el corazón apesadumbrado. La
corroboración científica del consejo de Robin nos
la proporciona James Pennebaker, psicólogo de una
Universidad Metodista del Sur, quien ha demostrado
experimentalmente el efecto beneficioso que conlleva hablar de
los problemas que más nos preocupan. El método
utilizado por Pennebaker es muy sencillo y consiste en pedir a la
persona que dedique quince o veinte minutos cada día,
durante cinco días, a escribir acerca de «la
experiencia más traumática de toda su vida» o
de alguna otra situación presente que le resulte
especialmente apremiante. Tampoco es preciso que muestre luego a
nadie el contenido del escrito puesto que, si la persona lo
desea, puede mantenerlo completamente en secreto.

El efecto manifiesto de esta especie de confesión
resultó sorprendente, ya que fortaleció la
función inmunológica, provocó un descenso
significativo en la frecuencia de visitas a los centros de salud
durante los seis meses posteriores, disminuyó el
absentismo laboral e incluso mejoró la función
enzimática del hígado.

Del mismo modo, aquellas personas cuyos relatos
mostraban más sentimientos angustiosos también
lograban mejorar el funcionamiento de su sistema
inmunológico. Este estudio ha demostrado que la pauta
«mas saludable» de exteriorización de los
sentimientos problemáticos comienza cargada de tristeza,
ansiedad, irritabilidad o cualquier otro tipo de sentimiento
implicado y, a lo largo de los días siguientes, prosigue
estableciendo un hilo narrativo que permite dar algún
sentido al trauma o al problema en cuestión.

Es evidente que este proceso es equivalente a lo que
ocurre en ciertos tipos de psicoterapia. De hecho, el resultado
de la investigación de Pennebaker explica también
la manifiesta mejora clínica de aquellos pacientes que
reciben un tratamiento psicoterapéutico adicional frente a
quienes sólo son objeto de tratamiento médico. Es
muy posible que la demostración más palpable de la
incidencia clínica del apoyo emocional nos la proporcione
un estudio realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad
de Stanford con mujeres aquejadas de metástasis avanzada
de cáncer de mama. Todas las mujeres que participaban en
la investigación habían sido sometidas a
algún tipo de tratamiento -frecuentemente
quirúrgico, tras el cual habían experimentado una
grave recaída. Clínicamente hablando, era
sólo cuestión de tiempo que el cáncer
acabara con sus vidas. El resultado de esta investigación
sorprendió a toda la comunidad médica, comenzando
por el mismo doctor David Spiegel, el director del estudio, ya
que puso de manifiesto que las pacientes que habían
recibido apoyo psicológico sobrevivieron el doble de
tiempo que aquéllas otras que afrontaron a solas la
enfermedad Todas las mujeres recibieron el mismo tratamiento
médico y la única diferencia consistía en
que algunas de ellas acudían, además, a grupos de
encuentro en los que podían sincerarse con otras mujeres
que comprendían perfectamente sus problemas y que estaban
dispuestas a escuchar sus penas, sus miedos y su impotencia.
Éste solía ser el único lugar en el que
podían manifestar abiertamente sus emociones porque las
personas con quienes convivían tenían miedo a
hablar del cáncer y de la inminencia de la muerte. Las
mujeres que asistieron a los grupos vivieron un promedio de
diecinueve meses más que las otras, lo cual supone un
incremento de la esperanza de vida en este tipo de pacientes
superior al de cualquier tratamiento médico. Como me dijo
el doctor Jimmie Holland, psiquiatra y director del servicio de
oncología del Memorial Hospital de Sloan-Kettering, un
centro para el tratamiento del cáncer situado en la ciudad
de Nueva York: «todos los pacientes afectados por el
cáncer deberían participar en este tipo de
grupos». En este sentido deberíamos tomar ejemplo de
las compañías farmacéuticas, que no dudan en
invertir todos los esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo
fármaco una vez que ha demostrado su eficacia para
alimentar la esperanza de vida de los enfermos.

PROMOVER UNA ATENCION MÉDICA
EMOCIONALMENTE INTELIGENTE

El día en que un chequeo rutinario reveló
rastros de sangre en mi orina, el médico me sometió
a unas pruebas analíticas en las que se me inyectó
un isótopo radioactivo. Yo estaba recostado en la camilla
mientras un aparato de rayos X iba radiografiando el recorrido de
la substancia radioactiva a través de mis riñones y
vejiga. Asistí a la prueba con un amigo íntimo
-también médico- que había venido de visita
y se ofreció a acompañarme. Mi amigo
permaneció sentado en la habitación mientras el
aparato de rayos X iba desplazándose
automáticamente por un carril, girando de un lado a otro y
tomando imágenes desde todos los
ángulos.

El examen duró cerca de hora y media y, cuando
estaba a punto de terminar, el nefrólogo entró
apresuradamente en la habitación, se presentó y
desapareció de nuevo a toda prisa para estudiar las
radiografías obtenidas.

Luego mi amigo y yo nos dirigimos a su consulta. Yo
todavía estaba algo confuso y aturdido por la prueba y
carecía de la suficiente presencia de ánimo como
para consultar las dudas que me habían acosado durante
toda la mañana. Pero mi compañero silo
hizo:

-Doctor -dijo-, el padre de mi amigo murió de
cáncer de vejiga y él está ansioso por saber
si la radiografía ha detectado algún síntoma
de cáncer.

-Nada anormal -fue la lacónica respuesta que nos
espetó el especialista antes de precipitarse a atender a
la siguiente cita.

La impotencia que experimenté para plantear una
cuestión que tanto me interesaba se repite a diario miles
de veces en los hospitales y las clínicas de todo el
mundo. Una investigación realizada sobre los pacientes que
aguardan en las salas de espera reveló que cada persona
tiene una media de tres preguntas que hacer al médico que
va a visitar. No obstante, al abandonar la consulta sólo
ha logrado plantear la mitad de sus dudas. Este hecho demuestra
que la medicina actual soslaya de pleno una de las principales
necesidades emocionales de los pacientes, ya que las preguntas
sin respuesta generan dudas, miedos e impotencia, y así
despiertan todo tipo de resistencias a emprender tratamientos que
no logran comprender.

La medicina debería ampliar su perspectiva sobre
la salud hasta llegar a englobar la realidad emocional de los
pacientes.

Por ejemplo, en la rutina médica habitual se
podría incluir una información detallada que
permitiera al paciente adoptar con mayor conocimiento las
decisiones más adecuadas. En la actualidad existen
servicios telefónicos informatizados que ofrecen al
consultante información médica relativa a su caso,
lo cual les permite contar con suficientes elementos como para
comprender, en la medida de lo posible, las decisiones tomadas
por sus pacientes. También existen programas que
enseñan a los pacientes a plantear las preguntas que
más les interesen para que no se dé el caso de que
abandonen la consulta con las mismas dudas con las que entraron
en El período que precede a una intervención
quirúrgica o a un análisis intrusivo o doloroso
está cargado de tensión y ansiedad para el paciente
y, por tanto, constituye una oportunidad inestimable para abordar
las dimensiones emocionales del problema.

Existen hospitales que han desarrollado programas
preoperatorios que ayudan a los pacientes a mitigar sus temores y
a asumir de buen grado las posibles molestias,
enseñándoles técnicas de relajación,
respondiendo adecuadamente a las dudas que pueda suscitarles la
intervención y relatándoles anticipadamente sus
ventajas una vez se hayan restablecido Los pacientes que reciben
este tipo de tratamiento emocional se recuperan de la
intervención quirúrgica entre dos y tres
días antes que el resto. Para algunos pacientes la mera
hospitalización puede constituir una experiencia de
aislamiento y desamparo No obstante hoy en día existen
algunos hospitales que han comenzado a ofrecer a los familiares
la Posibilidad de acompañar al enfermo, cocinar para
él y cuidarle como si estuviera en casa, un verdadero paso
adelante en la dirección correcta que,
Paradójicamente tan frecuente resulta en los países
del Tercer Mundo. La enseñanza de la relajación
también puede ayudar a que el paciente aprenda a
relacionarse con la angustia que le producen los síntomas
de la enfermedad así como con las emociones que
éstos pueden llegar a provocarle, e incluso a
magnificicarla. Un modelo ejemplar en este Sentido nos lo
proporciona la Clínica para la Reducción del
estrés, dirigida por Ion KabatZinn sita en el Centro
Médico de la Universidad de Massachusetts, que ofrece a
los pacientes un curso de diez semanas de duración sobre
yoga y desarrollo de la atención. El objetivo de este
programa apunta a que el paciente tome conciencia de sus
emociones y cultive cotidianamente la relajación profunda
Algunos hospitales han elaborado también vídeos
pedagógicos al respecto que pueden contemplarse en las
salas de estar del hospital una dieta emocional más
provechosa para las personas con los intrascendentes culebrones
de la televisiones, alicientes que la relajación y el yoga
también forman parte integral de un innovador programa
desarrollado por el doctor Dean Ornish para el tratamiento de las
enfermedades cardíacas Después de un año de
participación en el programa -que incluía una dieta
baja en grasas-. los pacientes cuya condición
cardiovascular era tan grave como para requerir un bypass
lograron revertir la formación de la placa arterial En
opinión de Omish el adiestramiento en las técnicas
de relajación constituye una parte fundamental de su
programa que, al igual que ocurre con el programa de Kabat Zinn
trata de sacar partido de lo que el doctor Herbert Benson
denomina la «respuesta de relajación» el
opuesto fisiológico de la tensa excitación que
tanta incidencia tiene en un abanico tan amplio de condiciones
clínicas.

Debemos destacar también, por último, la
importancia médica que supone la presencia de una
enfermera o de un doctor emotivos y atentos a sus pacientes,
capaces tanto de escuchar como de hacerse oír. Esto
implica el cultivo de una «atención médica
centrada en la relación» y el reconocimiento de que
la relación entre médico y paciente constituye un
factor extraordinariamente significativo para el buen curso de la
enfermedad. Esta relación se vería fomentada
más ampliamente si en la formación de los futuros
médicos se incluyera el conocimiento de algunos rudimentos
básicos de la inteligencia emocional, especialmente la
toma de conciencia de uno mismo y las habilidades de la
empatía y la escucha.

HACIA UNA MEDICINA QUE CUIDE A SUS
PACIENTES

Pero estas medidas no son más que el principio.
Para que la medicina llegue realmente a ampliar su visión
hasta llegar a reconocer el verdadero impacto de las emociones
debemos tener bien presentes las principales implicaciones de los
descubrimientos científicos realizados en este
sentido.

.Una de las medidas preventivas más eficaces
consiste en ayudar a que la persona gobierne mejor sus
sentimientos perturbadores (como el enfado, la
ansiedad, la depresión, el pesimismo
y la soledad). Los datos que nos proporciona la
investigación ponen de relieve que la toxicidad de las
emociones negativas crónicas es equiparable a la
ocasionada por el tabaquismo. Es por ello por lo que ayudar a que
la gente domine mejor estas emociones comporta un beneficio
médico potencial tan importante como lograr que un fumador
empedernido abandone su hábito. Un modo de alcanzar este
objetivo sería comenzar a tomar conciencia de los
saludables efectos preventivos de la educación infantil en
los rudimentos básicos de la inteligencia emocional para
que, por así decirlo, se conviertan en hábitos que
perduren durante el resto de la vida. Otra estrategia preventiva
muy beneficiosa consistiría en enseñar a los
jubilados a controlar sus emociones, ya que el bienestar
emocional es un factor determinante de la prontitud con que el
anciano envejece o se mantiene en forma. Un tercer objetivo
beneficiaria a lo que podríamos denominar grupos de
población de alto riesgo, es decir a los indigentes, las
madres trabajadoras, los residentes en barrios con un alto
índice de criminalidad, etcétera. Todos
aquéllos, en suma, que se hallan sometidos cotidianamente
a una gran presión podrían aprovecharse de las
ventajas médicas que supone el dominio de las
complicaciones emocionales provocadas por el
estrés.

Muchos pacientes podrían beneficiarse si,
además del tratamiento estrictamente médico,
recibieran también atención psicológica.
Siempre que una enfermera o un médico consuelan y
reconfortan a un paciente angustiado se está dando un
importante paso hacia el logro de una atención
médica más humanizada.

Pero todavía nos quedan muchos pasos por dar en
este sentido.

Con demasiada frecuencia, en la medicina actual el
cuidado emocional del paciente no es más que una frase
vacía. A pesar de la ingente cantidad de investigaciones
que subrayan la conexión existente entre el cerebro
emocional y el sistema inmunológico, y la importancia de
considerar las necesidades emocionales de los pacientes
todavía hay demasiados médicos que siguen
mostrándose reacios a aceptar que las emociones de sus
pacientes puedan tener alguna relevancia clínica, y siguen
rechazando estas pruebas como si tuvieran un carácter
meramente anecdótico, trivial, «marginal» o,
peor aún, como el producto de la exageración
promovida por unos cuantos investigadores que sólo buscan
promocionarse.

Aunque cada día hay más pacientes que
aspiran a disfrutar de una medicina más humana, lo cierto
es que ésta se halla peligrosamente amenazada. Con esto no
estoy diciendo que no haya enfermeras y médicos entregados
que brinden a sus pacientes una atención sensible y
compasiva, sino que la nueva cultura médica depende cada
vez más de los imperativos comerciales y está
propiciando una situación en la que este tipo de
atención es un bien cada vez más escaso.

También deberíamos considerar las ventajas
económicas de una medicina más humana. Como
sugieren las investigaciones que hemos citado, el tratamiento de
la angustia emocional de los pacientes -que previene o retarda el
brote de la enfermedad, al tiempo que acelera el proceso de
recuperación- supondría un considerable ahorro en
el presupuesto destinado a gastos sanitarios. En este sentido
recordemos el estudio realizado con ancianas que se habían
fracturado la cadera llevado a cabo en la Facultad de Medicina de
Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York y en la
Universidad del Noroeste, un estudio que demostraba que a las
pacientes que recibieron terapia adicional contra la
depresión se les daba de alta un promedio de dos
días antes que al resto, lo cual supone el considerable
ahorro de 97.361 dólares por cada cien pacientes. Este
tipo de atención también logra que el enfermo se
sienta mas satisfecho con su médico y con el tratamiento
que se le administra. En el mercado médico de nuevo
cuño, en el que los pacientes tendrán la
posibilidad de elegir entre diferentes planes de salud, el grado
de satisfacción de éste formará
también parte integral de esta decisión, puesto que
las experiencias desagradables pueden llevar a los pacientes a
buscar atención médica en otra parte, mientras que,
por su parte, las experiencias positivas se traducen en
fidelidad.

Cabe añadir, por último, que la
ética médica debería promover este tipo de
enfoque. Un editorial del Journal of the American Medical
Association sobre un informe que subrayaba que la
depresión quintuplica la posibilidad de un desenlace fatal
tras haber experimentado un ataque cardiaco, destacaba que:
«dada la manifiesta evidencia de que factores
psicológicos tales como la depresión y el
aislamiento social suponen un importante riesgo añadido
para los pacientes aquejados de una enfermedad coronaria,
sería una grave falta de ética dejar sin tratar
este tipo de factores».

Si los descubrimientos realizados sobre la
relación existente entre las emociones y la salud tienen
algún sentido, éste seria el de poner en evidencia
la inadecuación de un planteamiento que suele descuidar la
forma en que se siente la gente en su lucha contra la enfermedad
grave o crónica. Ya ha llegado el momento en que la
medicina saque provecho de la relación existente entre la
emoción y la salud, de modo que lo que hoy es una
excepción termine convirtiéndose en una regla
general de la práctica médica futura. Es así
como podremos terminar humanizando la medicina y, al mismo
tiempo, potenciando la velocidad de la recuperación de
algunos pacientes. «La compasión, que no se limita a
sostener la mano ajena -como escribe un paciente en una carta
abierta a su cirujano-, es una medicina
excelente».

PARTE IV

Una puerta abierta a
la oportunidad

12. EL CRISOL FAMILIAR

Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann
estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años
de edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie
comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus padres
eran tan contradictorias que más que tratar de
«ayudarla» parecían tentativas de dificultar
su aprendizaje.

-¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto!
¡Alto! -gritaba Ann, cada vez más fuerte y
ansiosamente.

-¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no
estás alineada?… ¡Muévete hacia la
izquierda! -ordenaba bruscamente su padre Carl.

Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios,
permanecía con los ojos completamente fijos en la
pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.

Entre tanto Ann, con una mirada de franca
frustración, seguía exclamando:

-¡Alto! ¡Alto!

Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez,
contrajo la mandíbula y empezó a sollozar. Sus
padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a
discutir:

-¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la
raqueta? -gritaba Ann, exasperada.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie,
pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su
padre le espetó:

-¿Por qué quitas la mano del mando?
¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar?
¡Ponla de nuevo en su sitio!

-Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un
poquito! -seguía gritando mientras tanto Ann.

Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con
su angustia.

En momentos así los niños aprenden
lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie
debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que
sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos. Este tipo
de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la
infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas
lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida.
La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje
emocional
; es el crisol doméstico en el que aprendemos
a sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en
que los demás reaccionan ante nuestros sentimientos;
ahí es también donde aprendemos a pensar en
nuestros sentimientos, en nuestras posibilidades de respuesta y
en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y
nuestros temores.

Este aprendizaje emocional no sólo opera a
través de lo que los padres dicen y hacen directamente a
sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos
que les ofrecen para manejar sus propios sentimientos y en todo
lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres
que son auténticos maestros mientras que otros, por el
contrario, son verdaderos desastres.

Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en
que los padres tratan a sus hijos -ya sea la disciplina
más estricta, la comprensión más
empática, la indiferencia, la cordialidad,
etcétera- tiene consecuencias muy profundas y duraderas
sobre la vida emocional del niño, pero, a pesar de ello,
sólo hace muy poco tiempo que disponemos de pruebas
experimentales incuestionables de que el hecho de tener padres
emocionalmente inteligentes supone una enorme ventaja para el
niño. Además de esto, la forma en que una pareja
maneja sus propios sentimientos constituye también una
verdadera enseñanza, porque los niños son muy
permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles
intercambios emocionales entre los miembros de la familia. Cuando
el equipo de investigadores dirigidos por Carole Hooven y John
Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un
microanálisis de la forma en que los padres manejan las
interacciones con sus hijos, descubrieron que las parejas
emocionalmente más maduras eran también las
más competentes para ayudarles a hacer frente a sus
altibajos emocionales

En esa investigación se visitaba a las familias
cuando uno de sus hijos tenía cinco años de edad y
cuando éste alcanzaba los nueve años. Además
de observar la forma en que los padres hablaban entre sí,
el equipo de investigadores también se dedicó a
investigar la forma en que las familias que participaron en el
estudio (entre las cuales se hallaba la familia de Leslie)
enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo videojuego, una
interacción aparentemente inocua pero sumamente reveladora
del trasiego emocional entre padres e hijos.

Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios,
impacientes con la inexperiencia de sus hijos y demasiado
propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo),
otras descalificaban rápidamente a sus hijos
tildándolos de «estúpidos»,
convirtiéndoles así en víctimas
propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e
indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el
contrario, eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos y
les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su propia
voluntad. De esta manera, la sesión de videojuego se
convirtió en un sorprendente termómetro del estilo
emocional de los padres.

El estudio demostró que los tres estilos de
parentaje emocionalmente más inadecuados eran los
siguientes:

Ignorar completamente los
sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera
que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o
molesto, algo que no merece la atención y que hay que
esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad
que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a
sus hijos y que ignoran también la forma de
enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar
su competencia emocional.

•El estilo
laissezfaire. Estos padres se
dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la
opinión de que cualquier forma de manejar los problemas
emocionales es adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por
esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de
sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una
respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a
que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para
ello incluso al engaño y al soborno.

Menospreciar y no respetar los
sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen
ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas
como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar
a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del
niño y ser sumamente severos ante el menor signo de
irritabilidad. Éstos son los padres que gritan
«¡no me contestes!» al niño que
está tratando de explicar su versión de la
historia.

Pero, finalmente, también hay padres que
aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como una
oportunidad para desempeñar la función de
preceptores o mentores emocionales. Son padres que se toman lo
suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para
tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado
(« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus
sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas alternativas
positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez
de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas volver a
jugar con él?»).

Pero, para que los padres puedan ser preceptores
adecuados, deben tener una mínima comprensión de
los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta
que una de las lecciones emocionales fundamentales es la
de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos
resultará difícil entender que un padre que se
halle completamente desconectado de su propia tristeza mal
podrá ayudar a su hijo a comprender la diferencia que
existe entre el desconsuelo que acompaña a una
pérdida, la pena que nos produce una película
triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le
ocurre a una persona cercana. Más allá de esta
distinción hay otras comprensiones más sutiles
como, por ejemplo, la de que el enfado suele ser una respuesta
que surge de algún sentimiento herido.

En la medida en que un niño asimila las lecciones
emocionales concretas que está en condiciones de aprender
-y, por cierto, que también necesita-sufre una
transformación. Como hemos visto en el capítulo 7,
el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana
infancia y requiere que los padres presten atención a los
sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades
emocionales terminen de establecerse en las relaciones con los
amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho
para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la
inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar y
dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los
sentimientos que aparecen en sus relaciones con los
demás
.

El impacto en los hijos de los progenitores
emocionalmente competentes es ciertamente extraordinario. El
equipo de la Universidad de Washington que antes mencionamos
descubrió que los hijos de padres emocionalmente diestros
-comparados con los hijos de aquéllos otros que tienen un
pobre manejo de sus sentimientos- se relacionan mejor,
experimentan menos tensiones en la relación con sus padres
y también se muestran más afectivos con ellos.
Pero, además, estos niños también canalizan
mejor sus emociones, saben calmarse más adecuadamente a
sí mismos y sufren menos altibajos emocionales que los
demás.

Son niños que también están
biológicamente más relajados, ya que presentan una
tasa menor en sangre de hormonas relacionadas con el
estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel
de activación emocional (una pauta que, como ya hemos
visto en el capitulo 11 , en el caso de sostenerse a lo largo de
la vida, proporciona una mejor salud física). Otras de las
ventajas de este tipo de progenitores son de tipo social, ya que
estos niños son más populares, son más
queridos por sus compañeros y sus maestros suelen
considerarles como socialmente más dotados. Sus padres y
profesores también suelen decir que tienen menos problemas
de conducta (como, por ejemplo la rudeza o la agresividad).
Finalmente, también existen beneficios cognitivos, porque
estos niños son más atentos y suelen tener un mejor
rendimiento escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en
matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los
hijos de padres que habían sido buenos preceptores
emocionales, eran más elevadas (un poderoso argumento que
parece confirmar la hipótesis de que el aprendizaje de las
habilidades emocionales enseña también a vivir).
Así pues, las ventajas de disponer de unos padres
emocionalmente competentes son extraordinarias en lo que respecta
a la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y
también más allá de él.

UNA VENTAJA EMOCIONAL

El aprendizaje de las habilidades emocionales comienza
en la misma cuna. El doctor Berry Brazelton, eminente pediatra de
Harvard, ha diseñado un test muy sencillo para
diagnosticar la actitud básica del bebé hacia la
vida. El test consiste en ofrecer dos bloques a un bebé de
ocho meses de edad y mostrarle a continuación la forma de
unirlos. Según Brazelton, un bebé que tiene una
actitud positiva hacia la vida y que tiene confianza en sus
propias capacidades, cogerá un bloque, se lo meterá
en la boca, lo frotará en su cabeza y finalmente lo
arrojará al suelo esperando que alguien lo recoja. Luego
completará la tarea requerida, unir los dos
bloques.

Después le mirará a usted con unos ojos
muy abiertos y expectantes que parecen querer decir:
«¡dime lo grande que soy!»

Estos bebés han conseguido de sus padres la
necesaria dosis de aprobación y aliento, son niños
que confían en superar los pequeños retos que les
presenta la vida. En cambio, los bebés que proceden de
hogares demasiado fríos, caóticos o descuidados
afrontan la misma tarea con una actitud que ya anuncia su
expectativa de fracaso. No es que estos bebés no sepan
unir los dos bloques, porque lo cierto es que comprenden las
instrucciones y tienen la suficiente coordinación como
para hacerlo. Pero, según Brazelton, aun en el caso de que
lo hagan, su actitud es «desgraciada», una actitud
que parece decir: «yo no soy bueno. Mira, he
fracasado». Es muy probable que este tipo de niños
desarrolle una actitud derrotista ante la vida, sin esperar el
aliento ni el interés de sus maestros, sin disfrutar de la
escuela y llegando incluso a abandonarla.

Las diferencias entre ambos tipos de actitudes -la de
los niños confiados y optimistas frente a la de
aquéllos otros que esperan el fracaso- comienzan a
formarse en los primeros años de vida. Los padres, dice
Brazelton, «deben comprender que sus acciones
generan la confianza, la curiosidad, el placer de aprender y el
conocimiento de los límites
» que ayudan a
los niños a triunfar en la vida, una afirmación
avalada por la evidencia creciente de que el éxito escolar
depende de multitud de factores emocionales que se configuran
antes incluso de que el niño inicie el proceso de
escolarización. Como ya hemos visto en el capítulo
6, la capacidad de los niños de cuatro años de edad
para dominar el impulso de apoderarse de una golosina predijo
-catorce años más tarde- una ventajosa diferencia
de 210 puntos en las puntuaciones SAT.

Durante esos tempranos años es cuando se asientan
los rudimentos de la inteligencia emocional, aunque éstos
sigan modelándose durante el período escolar. Y
estas capacidades, como hemos visto en el capítulo 6, son
el fundamento esencial de todo aprendizaje. Un informe del
National Center for Clinical Infant Programs afirma que el
éxito escolar no tiene tanto que ver con las acciones del
niño o con el desarrollo precoz de su capacidad lectora
como con factores emocionales o sociales (por ejemplo, estar
seguro e interesado por uno mismo, saber qué clase de
conducta se espera de él, cómo refrenar el impulso
a portarse mal y expresar sus necesidades manteniendo una buena
relación con sus compañeros). Según este
mismo informe, la mayor parte de los alumnos que presentan un
bajo rendimiento escolar carecen de uno o varios de los
rudimentos esenciales de la inteligencia emocional, sin contar
con la muy probable presencia de dificultades cognitivas que
obstaculizan su aprendizaje, un problema que no deberíamos
dejar de lado porque, en algunos estados, uno de cada cinco
niños tiene que repetir el primer curso y, a medida que va
rezagándose, cada vez se encuentra más desanimado,
resentido y traumatizado.

El rendimiento escolar del niño depende del
más fundamental de todos los conocimientos, aprender a
aprender. Veamos ahora los siete ingredientes clave de esta
capacidad fundamental (por cieno, todos ellos relacionados con la
inteligencia emocional) enumerados por el mencionado
informe:

1. Confianza. La sensación de controlar y
dominar el propio cuerpo, la propia conducta y el propio mundo.
La sensación de que tiene muchas posibilidades de
éxito en lo que emprenda y que los adultos pueden ayudarle
en esa tarea.

2. Curiosidad. La sensación de que el
hecho de descubrir algo es positivo y placentero.

3. Intencionalidad. El deseo y la capacidad de
lograr algo y de actuar en consecuencia. Esta habilidad
está ligada a la sensación y a la capacidad de
sentirse competente, de ser eficaz.

4. Autocontrol. La capacidad de modular y
controlar las propias acciones en una forma apropiada a su edad;
la sensación de control interno.

5. Relación. La capacidad de relacionarse
con los demás, una capacidad que se basa en el hecho de
comprenderles y de ser comprendido por ellos.

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