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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 10)



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Edelmira le explicó lo que ella había escrito a Martín, y Leonor prosiguió su lectura, no ya con aire de desprecio, sino de vivo interés. De este modo, conoció la rectitud de las amistosas relaciones que mediaban entre Edelmira y Martín, y la lealtad con que éste había procedido en aquel asunto. Al leer la carta que Rivas dirigió a Edelmira antes de emprender su viaje, Leonor tuvo dificultad para disimular su alegría. No podía quedarle ya ninguna duda de que era dueño del corazón cuyo nobleza se revelaba en las cartas que tenía en sus manos.

Al mirar a Edelmira, después de esta lectura, la expresión de su rostro había cambiado completamente. A la irónica terquedad de sus ojos reemplazaba en ese momento la más afectuosa benevolencia.

-Estas cartas -dijo- no dejan la menor duda y honran sobremanera la generosidad de usted.

-Señorita -contestó con entusiasmo Edelmira-, ningún sacrificio me sena penoso tratándose de Martín, y no hablo así por el amor que le tengo, porque usted ha visto que con esas cartas no puede quedarme esperanza, sino porque mi reconocimiento es verdadero; así es que sólo cumplo con un deber contando a usted la verdad.

-Yo doy a usted las gracias por la confianza que ha tenido en mí, no sólo por mi parte, sino también por la de mi familia, porque debemos a Martín servicios de importancia, y mi papá se alegrará mucho de ir a verle. ¿Sabe usted dónde vive ahora?

-En casa de un joven, San Luis, amigo suyo.

Al despedirse, Leonor acompañó a Edelmira hasta el patio y estrechó su mano con cariño. Estas manifestaciones afectuosas acabaron de convencer a Edelmira de que Rivas era correspondido.

Leonor, después de esto, llamó a la puerta de Agustín, quien se encontraba en las graves ocupaciones de su tocado.

-Me estoy haciendo la toilette y soy a ti al instante -le dijo el joven.

Al poco rato abrió la puerta y Leonor entró en la pieza.

-Te traigo una buena noticia -dijo ésta.

-¿Que has visto a Matilde? -preguntó el elegante creyendo que se trataba de su prima, a quien cada día se sentía más aficionado.

-No, es otra clase de noticia, Martín está en Santiago.

-No ha mucho pensaba en él, ¡tan buen amigo! Me ha hecho falta este tiempo; ¿dónde vive?

-En casa de San Luis.

-¡Eso es grave!

-¿Por qué?

-Porque, como sabes, soy el sucesor de ese joven en el corazón de la prima.

-No importa: tú debes ir a buscar a Martín.

-¡Cáspita, hermanita! eres perentoria.

-¿Te olvidas cómo ha salido Martín de casa?

-No, no; la culpa es de papá, que dio importancia a chismes indignos.

-Por eso nos toca reparar el mal y quitarle el derecho que le hemos dado de creernos ingratos.

-No hablabas así hace poco, hermanita.

-Sí, pero ahora he cambiado.

-El rey caballero lo decía: souvent femme varié; eso viene en todos los libros franceses, hermanita, y es la verdad.

Quedó convenido que Agustín y Leonor hablarían con don Dámaso sobre aquel asunto, y como en la tarde recibiese éste con placer la noticia, diciendo que Martín le hacía más falta cada día, el elegante fue en la noche a casa de Rafael.

Este y Martín habían salido, por lo cual Agustín quedó en volver al día siguiente.

Importa mucho recordar que ese día siguiente era el 19 de abril de 1851.

55

Martín y Rafael volvieron a la casa de éste a las doce de la noche del 18 de abril. En los dos era fácil conocer la exaltación que al espíritu comunica las pasiones políticas, porque su hablar era animado, y eran entusiásticos el gesto y la mirada con que apoyaban sus liberales disertaciones, y los cargos que por entonces formulaba la oposición contra el Gobierno, que terminaba su segundo periodo, y contra el que se temía le reemplazase.

Martín había abrazado con calor la causa del pueblo, y conseguido con esto desterrar de su pecho la honda melancolía que durante los dos últimos meses le agobiaba. Poniendo empeño en acallar la voz de su amor en el ruido de las pasiones políticas, había logrado alcanzar que la imagen de Leonor viviese en su memoria como un dulce recuerdo, y no como el constante aguijón que destroza el alma de los que se dejan avasallar por el dolor. A fin de conservarse en tal estado, Rivas vivía entre sus libros durante el día y entre los correligionarios políticos durante la noche.

Rafael, que nada estudiaba, vivía entregado a ocupaciones de las que no daba cuenta ni a su amigo. Sombrío y silencioso a veces, aparentando en otras ocasiones una gran alegría, conversaba en secreto con personas que con frecuencia venían a buscarle, y solía salir de la casa después de llegar con Martín del club secreto que frecuentaban. Algo misterioso había en su conducta que llamaba la atención de Rivas; pero hasta entonces éste se había abstenido de toda pregunta.

Los nombres de Leonor y Matilde se pronunciaban rara vez entre los dos jóvenes, pareciendo que cada uno de ellos quería ocultar al otro el culto que a su pesar les profesaban en silencio.

Llegaron, como dijimos, a casa de Rafael a las doce de la noche.

Al encender la luz, colocada sobre una mesa, se ofreció a sus ojos una tarjeta que San Luis acercó a la vela y pasó después a Rivas.

Agustín Encina. decía la tarjeta. Y más abajo, escrito con lápiz: Volveré mañana a las once.

Martín se sentó preocupado, mientras que San Luis encendió un cigarro y empezó a pasearse. El calor con que ambos hablaban al entrar parecía haber desaparecido con la lectura de la tarjeta. Al cabo de algunos minutos, Rafael interrumpió el silencio.

-¿Qué dices de esta visita? -preguntó, parándose delante de Martín.

-No lo esperaba -respondió éste.

-Pero te alegra.

-No sé.

-Te vendrán a proponer que vuelvas a su casa.

-No lo creo.

-Supón que fuese así, ¿qué harías?

-No aceptaría la oferta.

-¿Y si te la hacen no sólo en nombre de los padres, sino también en

el de la hija?

-Contestaría lo mismo.

-Haces bien -dijo San Luis, volviendo a su paseo.

-No puedo negar que es una familia a la que le debo muchas consideraciones -repuso Martín después dé breve pausa-. Llegué a Santiago pobre y sin apoyo: ella no sólo me ha dado hospitalidad que muchos ofrecen a sus parientes cercanos como una limosna, me ha dado más que eso: un lugar en la vida privada de la familia y en el aprecio y distinciones de que me han colmado.

-¿Cuentas por nada tus servicios a don Dámaso y el haber sacado a su hijo del atolladero en que se encontraba?

-Habría podido hacer más aún en servicio de ellos, y no estaría por esto libre del reconocimiento que les debo.

-Entonces vuelve a la casa -dijo con áspera voz Rafael.

-He dicho que no volveré -repuso Martín con voz seca.

Reinó nuevamente el silencio, que por segunda vez rompió San Luis, entablando la interrumpida conversación política. Pero Martín no tomó parte en ella con la animación que manifestaba antes de haber visto la tarjeta, con lo cual viéndole preocupado San Luis, le dio las buenas noches y se retiró.

Fue puntual Agustín a la cita del día siguiente; pues a las once de la mañana entraba en el cuarto de Rivas.

Los dos jóvenes se abrazaron con cariño.

-Te vengo a llevar -dijo Agustín-, y te traigo finos recuerdos de todos los de la casa, desde papá, que desea abrazarte, hasta Diamela, que igualmente aspira a morderte los talones.

-Mi querido Agustín -dijo Rivas-, ¡cuánto agradezco a tu familia el cariño que me dispensa! Nunca podré olvidarlo; pero, como ves, me hallo en la absoluta imposibilidad de aceptar tan cordial ofrecimiento.

-Yo pregunto, ¿por qué?

-Porque no me perdonaría Rafael que lo dejase solo.

-Tu primera casa ha sido la nuestra -repitió Agustín

-Ya lo sé, y conservo por las atenciones que debo a tu familia un profundo agradecimiento.

Es igual, querido: si no vienes, te llamaremos ingrato en todos los tonos posibles.

-Por no serlo rehusó tu oferta muy a pesar mío -dijo Rivas, golpeando cariñosamente el hombro del elegante.

-Vamos, querido, pas de façons conmigo, vámonos; mira que he prometido especialmente a una persona que no volvería sin ti.

-¿A quien? -preguntó Rivas con vivo interés.

-A Leonor: por ella hemos sabido que estabas aquí; yo no sé cómo lo ha averiguado; ya se ve, los franceses tienen razón al decir: "Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere".

Manifestarás a la señorita Leonor cuánto le agradezco su interés -dijo Martín conmovido- y lo que siento no poder aceptar el generoso hospedaje que ustedes me ofrecen.

-Sí, bien me recibirá ella -dijo el elegante-; cuando Leonor formula un deseo, se entiende que es una orden, y ella ha dicho terminantemente que todos tenemos el deber de reparar la ofensa que te hicimos, interpretando mal una acción que prueba tu generosidad.

-¡Ah, me hace justicia! -exclamó Rivas con alegría.

-¡Y quién no te la rinde! exclamó Agustín en el mismo tono .En casa la opinión es unánime, menos en política, porque todavía no puedo tomar tino a papá; hoy es opositor y mañana ministerial. Conque no te arrestes a esto: vente con toda confianza. Papá dice que te necesita mucho.

Volvió Martín a excusarse alegando sus compromisos con San Luis.

-Tendrás que venir a casa en persona a explicarte -le contestó Agustín-. ¿Anuncio tu visita?

-Trataré de ir esta noche -dijo Rivas.

Obtenida esta contestación, lanzóse Agustín, con su ordinaria locuacidad, en la vía de las confidencias, refiriendo sus amores con Matilde y las esperanzas que alimentaba de ser correspondido.

Al cabo de una hora se despidió, dejando a Martín entregado a las meditaciones que lo relativo a Leonor le sugería. El recuerdo de las pasadas escenas en casa de la niña, y del voluble carácter con que le había tratado, contenía la fuerza que el deseo de verla había despertado en él gracias a las palabras de Agustín.

En estas meditaciones y sin haber determinado aún nada fijo sobre la visita que había ofrecido para la noche, le encontró Rafael a las cuatro de la tarde.

Rafael parecía alegre y animado. Con una sonrisa preguntó a Rivas:

-¿Vino Agustín?

-Sí, me ha hecho una larga visita.

-¿Te convidó para llevarte a casa?

-Mucho.

-¿Qué contestaste?

Que trataría de ir esta noche.

-Mal hecho -dijo Rafael, con el tono de autoridad que Martín le había visto emplear con sus camaradas de colegio, pero que jamás había usado con él.

-Eso sólo puedo juzgarlo yo -repuso Rivas, cuyo altivo corazón se sublevaba contra toda tiranía.

-En la intimidad en que vivimos, bien puedo darte un consejo -repuso San Luis, dulcificando la voz.

-A ver el consejo -dijo Martín.

-Creo que no debes ir a esa casa, a lo menos por ahora.

-¿Y por qué?

-Porque te expones a entrar de nuevo en la carrera de los sufrimientos que te he visto recorrer desde que te conozco. Tienes un corazón demasiado puro, Martín, para arrojarlo a los pies de una niña orgullosa y llena de inexplicables caprichos: lo pisará sin piedad por el gusto de presentarlo como una víctima más sacrificada a su hermosura. Por otra parte, nada avanzarías haciéndole esta noche una visita, porque, tímido como eres con las mujeres, cuando más te atreverás a mirarla, y buscarás cualquier pretexto para hacerte nuevamente su esclavo.

Aquí San Luis hizo una pausa, pero viendo que Martín nada replicaba, prosiguió:

-Te traigo una noticia que puede hacerte tomar otro camino para llegar a un desenlace en tus ya demasiado románticos amores.

-¿Qué noticia?

-Te preguntaré antes de dártela, una cosa.

-A ver…

-Las opiniones que has emitido en nuestro club secreto, ¿han sido sinceras o hijas solamente del hastío de tu alma?

-Si no fueran sinceras no las habría emitido.

-Es decir, que has abrazado nuestra causa con todas sus consecuencias.

-Con todas -dijo Martín, con aire resuelto.

-¿Y miras como formales los compromisos que has contraído allí de tender tu brazo a la disposición de una orden que yo te asegure ser de nuestro jefe?

-Los miro como sagrados.

-¿Ni Leonor te haría desistir de cumplirlos?

-Ni ella ni nadie.

-Eres el hombre que he creído siempre conocer -dijo San Luis, sentándose frente a su amigo.

-Espero tu noticia, después de tan ceremonioso interrogatorio -le contestó éste.

-Mi noticia es ésta: todo está preparado y mañana estalla la revolución.

Rafael había bajado la voz para decir estas palabras.

-Muy pocos -continuó- poseen este secreto. De nuestro club sólo cuatro lo saben, y entre ellos y yo hemos distribuido los puestos a los demás. Te he reservado para que seas mi segundo si aceptas el combate.

-Has hecho bien -dijo Martín, con animación.

-Ya ves -repuso San Luis- por qué me oponía a tu visita a Leonor: tengo miedo de su poder y no querría que nuestros amigos te tuviesen por cobarde.

-Tienes razón: no iré a verla.

-Muchos creen que no habrá combate y que la fuerza de línea se plegará en masa a nuestras banderas; yo no lo creo, pero tengo fe en nuestro triunfo.

-¿Con qué fuerzas cuentan ustedes? -preguntó Rivas.

-Lo más seguro es el batallón Valdivia; a este cuerpo añaden parte del Chacabuco y tal vez una fuerza de Artillería. Para mí, lo único que hay de positivo es el Valdivia, con el cual, bien dirigido, y con la gente del pueblo que nosotros armaremos, podemos apoderarnos de todos los cuarteles, principiando por el de la Artillería, de donde podemos sacar los pertrechos de guerra que nos falten; Bilbao y muchos otros que tú conoces tomarán parte en la jornada y les he prometido que serías de los nuestros.

-Te doy las gracias por la buena opinión que de mí tienes -dijo Martín, estrechando la mano de su amigo-, y pondré empeño en que no la pierdas.

-Antes de pasar adelante y como tenemos toda la noche para hablar sobre esto -repuso San Luis-, voy a decirte ahora lo que he pensado que podrías hacer, en lugar de ir a casa de Leonor.

-¿Qué cosa?

-Estoy seguro que aunque vivas con ella otro tiempo igual al que has pasado en la casa, nunca te atreverás a declararle tu amor.

-Si no fuese tan rica y no debiese a su padre tantas atenciones, tal vez me atrevería contestó Rivas.

-En esas razones fundo yo mi opinión, y como son reales, digo la verdad: no te atreverás a declararte. Por otra parte, ella es demasiado orgullosa para tenderte la mano y decirte: "He leído, Martín, en tu corazón, porque el mío siente lo mismo". Esto es demasiado hermoso para que pueda realizarse.

-¡Así es! -exclamó Martín, dando un suspiro.

-No te queda, pues, más que un camino, y excusará a tus ojos el paso que voy a aconsejarte lo excepcional de la situación en que te encuentras.

-Espero tu idea con impaciencia.

-Mi idea es que le escribas diciéndole que la amas y que tu carta se la entreguen mañana.

Martín se quedó pensativo.

-¿Deseas que ella ignore siempre tu amor? -dijo Rafael.

-¡No! -contestó Rivas, con calurosa voz.

-Pues entonces nunca tendrás mejor ocasión que ahora para decírselo: la proximidad de un peligro disculpa tu osadía, y ella, si te ama dará su perdón con toda su alma. Si por el contrario no eres correspondido, nada pierdes, puesto que no habrás ido a presentarte en la casa y no podrán acusarte de deslealtad.

Pocos argumentos más tuvo que emplear San Luis para convencer a Rivas, que olvidó el peligro que al siguiente día le aguardaba, para entregarse al placer de un desahogo al que después de tanto tiempo aspiraba su corazón.

En la noche, Rafael se despidió de Rivas:

-Aquí te dejo -le dijo; yo voy a recibir las últimas órdenes y me tendrás de vuelta antes de las doce.

Cerró la puerta y Martín se acercó a la mesa para escribir la carta cuyas frases brillaban ya en su imaginación con caracteres de fuego.

56

Era para Martín aquella ocasión la circunstancia más solemne de su vida: iba por primera vez a hablar de su amor a la que dominaba su corazón, y se hallaba en vísperas de acometer una empresa en que jugaba la vida. Sin sentir miedo, experimentaba, sin embargo, esa zozobra que a los pechos más enérgicos infunde la idea de la muerte cercana, cuando el vigor de la salud parece aferrar el alma con más fuerza al nativo instinto de la conservación. En tal estado, tomó la pluma y escribió.

Señorita:

Cuando usted reciba esta carta, tal vez habré dejado de existir o me encuentre en gravísimo peligro de ello; sólo con esta convicción me atrevo a dirigírsela. ¿Es un secreto para usted el amor que me ha inspirado? No lo sé. A pesar de la timidez que usted me ha infundido siempre; a pesar, también, de las consideraciones que debo a la familia que con tanta generosidad me ha tratado, creo no haber tenido siempre la fuerza suficiente para ocultar el secreto de mi pecho. Hago a usted esta confesión con toda la sinceridad de mi alma y sin pretensiones: usted ha sido mi primero y único amor en la vida. La resistencia que la razón me aconsejaba oponer al dominio de este amor no ha tenido poder para combatirlo y mi corazón se ha sometido a su imperio sin fuerza para resistir, como sin esperanza de verlo correspondido. Después de haber luchado con él, y conseguido al menos el triunfo de ocultarlo a todos y a usted, no puedo resistir al consuelo de hablarle de él, cuando un accidente natural puede mañana quitarme la vida. Perdóneme usted tan atrevida debilidad; es tal vez el adiós de un moribundo; tal vez la despedida de uno a quien mañana, siéndole la suerte adversa, tendrá que vagar lejos de usted; de todos modos es una confidencia que entrego a su lealtad y espero que no mire usted con desdén ni trate con burla, porque parte de un corazón que se cree digno de su aprecio, ya que no ha querido mi estrella que lo sea de su amor.

Además, señorita, nada he dicho hasta ahora, desde que dejé su casa, para sincerarme de una acusación injusta, que tal vez el tiempo ponga en transparencia. Y si he tenido energía para resignarme a sufrir el peso de deshonrosas inculpaciones, mientras he tenido la esperanza de poder justificarme, ahora que puede faltarme para siempre la ocasión de hacerlo, he querido a lo menos repetir a usted que fueron sinceros los descargos que antes di de mi conducta, y llevar así el consuelo de que usted me crea ahora, considerando la solemnidad del momento en que le hago este recuerdo.

Martín agregó a esta carta las manifestaciones del agradecimiento que conservaba a la familia de Leonor y evitó, como en las líneas que preceden, el amanerado romanticismo puesto en boga por las novelas para estilo amatorio epistolar. Al dirigirse a una niña que en las familiares escenas de la vida íntima no había perdido a sus ojos las proporciones de un ídolo, Rivas no halló otra expresión del profundo amor que dominaba su alma, ni pudo explayar el fuego de la imaginación exaltada con frases prestigiosas que bullen en el cerebro de los enamorados. No obstante, después de releer varias veces aquella carta, sintióse como descargado de un peso al imaginarse que no moriría sin que Leonor conociese su corazón y le diese a lo menos su aprecio, en cambio del amor que le enviaba como una ofrenda respetuosa.

A las once de la noche, entró San Luis en el cuarto.

-Todo marcha perfectamente -le dijo a Martín-, y aquí traigo nuestros arreos de batalla.

Diciendo esto, sacó dos cintos con un par de pistolas cada uno y dos espadas que traía ocultas bajo una capa.

-Aquí tienes -prosiguió, pasando a Rivas un cinto y una espada-: te armo defensor de la patria, en cuyo nombre te entrego estas armas para que combatas por ella.

Los dos jóvenes revisaron las armas, se distribuyeron los cartuchos preparados para las pistolas y se ciñeron las espadas, ocultándose su mutua preocupación bajo un exterior risueño y palabras chistosas sobre su improvisada situación de guerreros.

Después de esto, Rafael explicó a Martín lo que sabía del plan de ataque y de los elementos con que contaban para el triunfo. Durante esta conversación, que se prolongó hasta las dos de la mañana, alarmábanse con cada ruido que oían en la calle, permaneciendo a veces largos intervalos en silencio, como si hubiesen querido percibir, en medio de la quietud de la noche, cualquier movimiento de la dormida población.

-La hora de ir a nuestro puesto se acerca -dijo Rafael mirando el reloj, que apuntaba las tres-; ¿tienes ahí tu carta?

-Sí -contestó Martín.

-He pagado un peso al criado de don Dámaso para que me espere -añadió San Luis-, prometiéndole ocho al entregarle tu carta.

Salió de la pieza al decir eso y volvió al cabo de pocos momentos su rostro estaba pálido y conmovido.

-¡Pobre tía! -dijo al entrar-, duerme tranquila.

Arrojó una mirada a los muebles, testigos de sus alegrías y pesares, y, como el que quiere sustraerse al peso de los recuerdos, exclamó:

-Vámonos luego, tal vez volveremos victoriosos.

Salieron a la calle, ocultando las armas bajo las capas con que se habían cubierto, y caminaron silenciosos hasta la Plaza de Armas, que atravesaron, dirigiéndose de allí a la casa de don Dámaso Encina. Al llegar a ésta, San Luis dijo a Martín:

-Espérame aquí.

Y llegó a la puerta de calle, que golpeó suavemente. El criado abrió al instante.

-Entregarás esta carta a la señorita Leonor -le dijo, dándole la carta de Martín-. Es necesario que se la des apenas se levante y en sus propias manos. Aquí tienes tu plata -añadió, renovando su encargo y haciendo prometer al criado que lo cumpliría fielmente.

Llamó en seguida a Rivas y caminaron juntos hasta el tajamar. Allí se dirigió Rafael a una casa vieja, cuya puerta abrió con facilidad, e hizo entrar a Rivas en un patio oscuro, juntando tras él la puerta de calle.

Pocos instantes después empezaron a llegar grupos de dos y tres hombres, armados con pistolas que ocultaban bajo las mantas o las chaquetas, y a medida que los minutos transcurrían, la puerta daba paso a nuevos grupos que fueron llenando el patio.

San Luis los juntó y los distribuyó en dos grupos, a los que dio, lo mejor que pudo, una formación militar, y confió el mando de uno de esos grupos a Martín y a otro joven del otro, reservándose el mando en jefe para sí. Algunos otros jóvenes del club a que Rivas y San Luis asistían fueron colocados por éste en puestos subalternos, y, formada en batalla toda su gente, hízoles Rafael una ligera arenga, apelando al valor chileno. Después de esto dio a uno de sus oficiales la orden de ir a la plaza y venir a avisar la llegada de la fuerza de línea que allí debía reunirse. El emisario volvió al cabo de diez minutos, anunciando que el batallón Valdivia iba llegando.

Dio entonces San Luis la señal de la marcha, y todos en el mejor orden se dirigieron al punto designado, al que llegaron pocos momentos después que el batallón Valdivia, que tan importante papel debía desempeñar en la jornada del 20 de abril.

San Luis se reunió al coronel don Pedro Urriola, jefe principal del motín, y conferenció con él y con los demás jefes que habían concertado el movimiento. La opinión de que la fuerza de línea y la cívica tomarían parte en favor de ellos prevalecía en casi todos, y Rafael fue uno de los que con más calor abogaron por que era necesario entrar inmediatamente en acción y apoderarse de los cuarteles para armar al pueblo.

El tiempo transcurría dando razón a los que opinaban por el ataque, pues a la cinco y media de la mañana se había aumentado muy poco la tropa revolucionaria, estacionada en la Plaza de Armas desde las cuatro.

Dicidióse, pues, a principiar el ataque, y se dio la orden a un piquete de marchar, en compañía de la fuerza de San Luis, a apoderarse del cuartel de bomberos.

Los de línea y los paisanos se pusieron en marcha a quemar los primeros cartuchos en un combate que, con el tiempo perdido en tomar aquella determinación debía ser uno de los más sangrientos que recuerda la historia de la capital de Chile.

57

De una publicación hecha al día siguiente de la lucha, tomamos dos párrafos, que describen los preliminares del combate del 20 de abril.

"Dirigióse el coronel Urriola a la plaza -dice el escrito citado- y logró sorprender al principal, que sólo tenía tres hombres fuera, estando el resto de la guardia dentro del cuartel, como de costumbre"

"También se tomaron el cuartel de bomberos, y las armas del cuartel se repartieron al pueblo, y se agregaron a los sublevados los soldados de la guardia; lo mismo que se hizo con los soldados del Chacabuco que estaban en el principal."

El cuartel de bomberos, en efecto, había opuesto muy poca resistencia al ataque de los amotinados, que se apoderaron de las armas y regresaron a la Plaza en mayor número.

Allí vino a consternarlos una noticia desesperada: dos sargentos del Valdivia, que habían marchado en dos piquetes de este cuerpo a apoderarse del cuartel que ocupaba el batallón número 3 de la guardia nacional, acababan de insurreccionarse contra los oficiales que mandaron esa fuerza y dispararon un tiro de fusil a cada uno de ellos dejando muerto al uno y herido al otro gravemente, después de lo cual se habían dirigido con los piquetes a engrosar las filas del Gobierno.

Esta noticia llegó a la Plaza esparciendo entre los revolucionarios funestos presentimientos; el ejemplo de la defección podía hacerse contagioso y cundir en el batallón Valdivia, única fuerza veterana que hasta entonces hubiese tomado parte en la sublevación.

Entretanto, la noticia del motín había resonado en los confines más apartados de la ciudad, y el pueblo acudía en tropel a la Plaza de Armas, en donde los jefes de la insurrección predicaban la revuelta sin tener armas que ofrecer a los que se presentaban a tomar parte en ella. La misma noticia, comunicada también al Gobierno por distintas personas, había hecho que los partidarios de la administración aprovechasen para la defensa los preciosos momentos que los revolucionarios habían perdido en inútiles escaramuzas y vanas expectativas. Tocábase la generala en todos los cuarteles, apercibíase el de Artillería para la resistencia, reuníanse en la plazuela de la Moneda las compañías de los cuerpos cívicos que se habían podido poner sobre las armas, y apoderábase la fuerza del Gobierno del cerro de Santa Lucía dominando las calles circunvecinas.

Los de la Plaza, durante aquel tiempo, viendo que ninguna nueva fuerza se plegaba a sus banderas y careciendo de armas para el pueblo, resolvieron dar un ataque al cuartel de Artillería, depósito de armas y municiones, y punto, por consiguiente, de gran importancia para el éxito de la empresa. "El cuartel de artillería -dice la relación citada ya- está situado al pie del cerro Santa Lucía hacia la Cañada en una casa de alquiler, malísima posición militar, haciendo esquina entre la calle Angosta de las Recogidas y la Cañada. Con un espacio inmenso abierto a su frente y a los costados, tiene una calle de atravieso a ocho varas de la puerta principal, lo que expone a un golpe de mano las piezas de artillería que saliesen a obrar a la puerta. Casi al frente de esta puerta principal está la calle de San Isidro, desde donde puede ser barrida la puerta por los fuegos de fuerzas superiores."

Para llegar al cuartel, cuya posición queda descrita, los revolucionarios se dirigieron a la Cañada por la calle del Estado.

Antes de describir el sangriento combate que tuvo lugar en aquel punto, nos es forzoso ver lo que pasaba a esa hora en casa de don Dámaso Encina.

Situada la casa de éste en una de las calles más céntricas de Santiago, la noticia de la revolución vino a despertar a la familia en medio del profundo sueño de las primeras horas de la mañana.

Don Dámaso dio un salto de su cama a la voz de revolución que daban los criados en las piezas inmediatas a su dormitorio; saltó imitado por doña Engracia con admirable agilidad al oír a su marido, con acento aterrado, decía mientras buscaba sus pantalones:

-¡Hija, revolución, revolución!

La falta de luz aumentaba el terror de aquellas palabras, que no sólo asustaron a doña Engracia, sino que aumentaron el miedo de don Dámaso, que no creyó darles tan fatídica acentuación al pronunciarlas. Al impulso de tan súbito terror, los esposos emprendieron en el cuarto carreras desatinadas en busca de prendas de vestuario que tenían a la mano sin notarlo.

-¿Y mis botas, qué se han hecho? -decía don Dámaso desesperado, corriendo por todo el cuarto en busca de ellas.

-Mira, hijo, te llevas mis enaguas -le gritaba doña Engracia que, habiendo prendido una luz, se hallaba al pie de la cama replegando su pudor en la poquísima ropa que la cubría.

Con el auxilio de la luz vio don Dámaso, en efecto, que, sin saber cómo, se había echado sobre los hombros las enaguas de su consorte, y queriendo deshacerse de ellas con gran prisa, las arrojó desatentado a la cabeza de doña Engracia que, por pescarlas al vuelo con una mano, mientras que con la otra sostenía sobre el seno los pliegues de la camisa, dio un manotón a la vela, que cayó apagándose en la alfombra.

A los gritos que con este incidente dieron los aterrados esposos, uniéronse los ladridos de Diamela, aumentando la turbación y el desorden en la pieza, en la que cada cual parecía querer apagar la voz del otro con la fuerza de la suya.

Por fin encendida nuevamente la vela, halló don Dámaso sus botas, se puso doña Engracia las enaguas y se calmó Diamela, acostándose en la cama que habían dejado sus amos.

-Es necesario vestirse ligero -decía don Dámaso, dando el ejemplo de la actividad, pero no del acierto, porque cada prenda parecía haberse escondido en tan apurado trance.

Oyéronse entonces redoblados golpes a la puerta.

-¡Que habrán entrado aquí! -exclamó, poniéndose pálido, don Dámaso.

-Papá, papá -gritó desde afuera la voz de Agustín-, levántese, que hay revolución.

-Allá voy -contestó don Dámaso, abriendo la puerta a su hijo.

Mientras acababa de vestirse, don Dámaso y doña Engracia dirigían al elegante un fuego grauleado de preguntas sobre la revolución, y como Agustín nada sabía, se contentaba con repetirlas a su vez.

-¿Y Leonor? -preguntó, por fin, don Dámaso, viendo que su hijo en nada satisfacía ni calmaba su ansiedad.

Dirigiéronse los tres al cuarto de Leonor, a quien hallaron vestida ya y sentada tranquilamente al lado de una mesa.

-Hija, hay revolución -le dijo don Dámaso

-Así dicen -contestó con seriedad la niña.

-¿Qué haremos? -preguntó el padre, pasmado del valor de Leonor. ¿Qué quiere usted hacer? -dijo ésta-, esperar aquí me parece lo mejor.

Pero don Dámaso no podía estarse quieto y no comprendía cómo en ese instante nadie podía sentarse. Así fue que salió de la pieza, llamó a los criados, ordenó que se trancasen las puertas, y entró de nuevo al cuarto de Leonor, diciendo:

-Esto es lo que sale de andar perorando a los rotos. ¡Malditos liberales! Como ellos no tienen nada que perder, hacen revoluciones. ¡Ah!, si yo fuera Gobierno los fusilaba a todos ahora mismo.

Algunos tiros que se oyeron a la distancia le embargaron la voz e hiciéronle arrojarse casi exánime sobre un sofá.

Doña Engracia, llena de pavor también, se echó en brazos de su mando, sin pensar que al estrecharlo tenía entre ellos a Diamela, que lanzó espantosos alaridos en tan cruel e inesperada tortura

-Papá, mamá, seamos hombres; ¡ah, cállate, Diamela! -decía Agustín, aparentando una serenidad que sus piernas temblorosas desmentían.

La única persona que allí parecía impasible era Leonor, que los exhortaba sin afectación ni miedo a serenarse.

De este modo transcurrieron los minutos y llegó la claridad del día, que calmó un tanto la agitación en que todos los de la casa, menos Leonor, se encontraban.

Una criada entró a la pieza, y con la voz ahogada por la turbación:

-Señor -dijo, están golpeando la puerta.

Hubiérase creído que anunciaban con esas palabras a don Dámaso que una lluvia de bombas estaba cayendo en los tejados de la casa, porque con ambas manos se tomó la cabeza y exclamó:

-¡Vendrán a saquear!, ¡vendrán a saquear!

Leonor, sin hacer caso de los gritos de su padre, dijo a Agustín:

-¿Por qué no vas a ver quién golpea?

-¡Yo! Fácil es decirlo? ¿y si son algunos rotos armados? Yo, no, yo los defenderé a ustedes, pero no abramos la puerta.

-Original manera de defendernos -replicó la niña, saliendo de la pieza y dirigiéndose a la puerta de calle, donde los golpes redoblaban de una manera alarmadora.

Los que así golpeaban eran don Fidel Elías, su mujer, Matilde y algunos niños de la familia; entraron en la casa contando cada cual a un tiempo con los demás lo que habían visto en la calle. Mientras entraban a las piezas interiores, el criado que cuidaba la puerta se acercó a Leonor.

-Señorita -le dijo, me han dado esta carta para su merced.

La niña tomó la carta y la abrió maquinalmente.

Al leer la firma de Martín, turbáronse sus ojos y dijo al criado con voz ahogada:

-Está bien, retírate a la puerta y avísame si golpean.

Mientras pronunciaba estas palabras, su rostro había recobrado su entera tranquilidad, y sólo la ligera palidez que lo cubría daba indicio de que su alma se hallaba dominada por una fuerte emoción.

En vez de dirigirse Leonor a la pieza en que se encontraba la familia con don Fidel, entró en otra que estaba sola, y después de cerrar la puerta, abrió con avidez la carta que había echado en un bolsillo.

Con su lectura perdió la niña el tranquilo valor que la distinguía entre todos los de la casa; púsose aún más pálido su rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras que su agitado respirar acusaba los violentos latidos de su corazón.

-¡Qué hacer, Dios mío! -exclamó, resumiendo en esta exclamación todas las angustias que la agobiaban con la idea del peligro en que Rivas debía encontrarse en aquel instante.

Luego se levantó de repente, cual si un nuevo más terrible golpe la hubiese herido en el corazón.

-¡Y si estuviese herido ya!, ¡o muerto! -añadió, alzando al cielo los bellísimos ojos que las lágrimas de amor nublaban por primera vez.

Dirigió a Dios entonces una ferviente oración por la vida de Martín ruego sublime, sin palabras coordinadas, pero que tenia la más ardiente elocuencia: la del alma enamorada. Y después, como convencida por vez primera de la impotencia del orgullo, de la estéril vanidad de la belleza, lloró como un niño, con absoluto olvido de todo lo que no tuviese relación con su amor:

Pasados así algunos momentos, hizo un gran esfuerzo para serenarse, y después de arreglar el desaliño que un instante de completa desesperación había dejado en su vestido, salió del cuarto llevando sobre el corazón la carta de Rivas.

La llegada de don Fidel había, entretanto, dado un nuevo giro a las ideas de don Dámaso y serenándolo casi enteramente. Don Fidel contó al llegar las noticias que en la calle acababa de recoger, noticias que suponían a la fuerza revolucionaria apoderada ya de todos los cuarteles y dirigiéndose a la Casa de Moneda, último baluarte del Gobierno.

-Tal vez a esta hora dijo al terminar- todo esté concluido.

A instancias suyas, todos salieron de la pieza en que se hallaban y subieron a los altos para observar desde el balcón el movimiento de la calle.

Hombre, ¿qué es lo que hay? -preguntó don Fidel a dos hombres que a la sazón pasaban corriendo.

Que el pueblo ha ganado y el coronel Urriola se ha tomado la Artillería dijo uno de ellos.

-¡Viva el pueblo! -gritó el otro.

-¡ Viva! -gritó don Dámaso, que siempre estaba por el vencedor.

Luego, como para cohonestar aquel grito sedicioso:

-Alguna vez -dijo- se habían de hacer justicia estos pobres que viven siempre oprimidos.

-Porque no pueden ellos oprimirnos -replicó don Fidel, que tenía horror a la chusma.

-Es muy justo que el pueblo recobre sus derechos conculcados -dijo don Dámaso con admirable entonación patriótica, olvidándose que media hora antes no existía tal pueblo para él, sino simplemente los rotos.

Mientras así discurrían y tomaban lenguas de lo que acontecía, Leonor se hallaba en el cuarto que antes ocupaba Rivas, y a la par que pedía a los muebles la historia del ausente, rogaba a cielo por él y estrechaba con pasión la carta que ocultaba en su seno.

58

Dejamos a la columna revolucionaria en marcha para el cuartel de Artillería, bajando hacia la Alameda por la calle del Estado.

San Luis marchaba al frente de su tropa, cuyas filas se habían engrosado notablemente en aquel tránsito, bien que muchos de los que llegaban carecían de armas de fuego.

Martín, sereno, como si marchase en una parada, se empeñaba en conservar el orden entre los suyos, exhortándolos a observar la formación militar.

La gente, apiñada ya en la Alameda y en las veredas de la calle, vitoreaba a los revolucionarios, que desembocaron en el mejor orden y contando con un triunfo fácil en el cuartel de Artillería.

Pero antes de llegar a éste, divisaron los revolucionarios varios piquetes del batallón de línea Chacabuco, apostados en diversos puntos del vecino cerro de Santa Lucía. Dominando éste con sus fuerzas el cuartel que se proyectaba atacar, era preciso desalojar primero a los del Chacabuco de sus posiciones, a fin de prevenir un ataque por ese lado. Lanzáronse con esta mira los revolucionarios a escalar el cerro; pero los de aquel punto, en vez de oponer resistencia, abandonaron sus posiciones y bajaron precipitadamente hacia La Cañada por el lado del fuerte sur, entrando con celeridad en el cuartel de Artillería, que les abrió sus puertas y aumentó con este nuevo refuerzo el reducido número de los defensores del cuartel.

A pesar de su ligereza, la trola revolucionaria no pudo frustrar el éxito de aquel rápido movimiento, y llegó a las inmediaciones del cuartel cuando la puerta de este se cerraba sobre los soldados del Chacabuco.

El jefe revolucionario dio entonces la orden de atacar el cuartel, y la tropa se puso en movimiento, dando principio al ataque en medio del clamoreo del pueblo, cuya mayor parte observaba impasible aquella escena, absteniéndose de tomar parte en ella, acaso por falta de armas y jefes, sin los cuales nuestras masas casi nunca se deciden por la iniciativa, por esperar la voz de los caballeros, que, a pesar de las propagandas igualitarias, miran siempre como a sus naturales superiores.

Rafael San Luis dirigió su gente al costado del cuartel mientras que por el frente embestían los del Valdivia. El combate se hizo entonces general, bien que los sitiados economizaban sus tiros por no tener puntos adecuados para dirigirlos con certeza. Mientras que la tropa veterana hacía un nutrido fuego sobre puertas y ventanas, los de San Luis y demás jefes populares arrojaban piedras sobre los techos y trabajaban por derribar la puerta principal, abriendo un forado cerca del umbral. En medio del más vivo fuego, una partida de hombres, capitaneada por Martín Rivas, logró echar al suelo una de las puertas que daban sobre la calle de las Recogidas.

-¡Adelante, muchachos! -gritó Martín, blandiendo la espada en una mano y en la otra una pistola.

Y esto diciendo, trató de penetrar en el cuartel seguido de los suyos; pero los recibió tan mortífero fuego de adentro, que casi todos los que seguían a Rivas volvieron la espalda. En vano los alentó éste con el ejemplo y la palabra, pues en ese momento se oyeron los primeros disparos de una pieza de artillería que un capitán de los sitiados había puesto en la calle de atravieso. Un vivísimo tiroteo trabóse entonces, atronando los ámbitos de la población el ruido incesante de la fusilería y los repetidos tiros de cañón, que barrían la calle diezmando las filas revolucionarias.

El ruido de estas descargas era el que había hecho bajar del balcón a las familias de don Dámaso y de don Fidel. En el momento en que Leonor invocaba la piedad del cielo para Martín, éste, como los antiguos caballeros, se lanzaba a lo más crudo de la pelea, llevando en su pecho la imagen y en sus labios el nombre de Leonor.

A pesar de su denuedo, veíanse ya en gran aprieto los sitiados con el fuego sostenido y el bravo empuje de los sitiadores, cuando apareció por la bocacalle de las Agustinas una columna con el "coronel García a la cabeza". dice la relación citada. Esta columna, compuesta de la guardia nacional que los del Gobierno habían podido reunir, avanzó llenando la calle y se vio a poco tomada entre dos fuegos por un destacamento del Valdivia, que el jefe revolucionario envió atacar por su retaguardia, y el resto de los amotinados, que rompieron sus fuegos al mismo tiempo contra su frente. El estruendo del combate fue tan terrible en aquellos instantes y rivalizaban en temerario coraje los revolucionarios con los jefes y oficiales de los del Gobierno, que veían por todas partes llover sobre ellos una granizada de balas.

Rivas y San Luis parecían también querer rivalizar en arrojo y sangre fría, pues, no contentos con animar a los suyos, apoderándose cada cual de un fusil, dejaron colgar la espada de la cintura e hicieron fuego, como soldados, sobre el enemigo. Las voces de los jefes, ahogadas por el ruido de las detonaciones, se confundían con las de los que caían heridos y las imprecaciones de los que retrocedían después de avanzar se perdían entre las mortíferas descargas del enemigo.

En lo más reñido del combate, una bala derribó al coronel Urriola, jefe de los revolucionarios, el que cayó diciendo: "¡Me han engañado!" Palabras que ha recogido la historia como una prueba de que los revolucionarios no contaban con la obstinada resistencia que encontraron.

La noticia de la muerte del jefe cundió luego por las filas de los sublevados, y pronto su influjo moral hízose sentir en el combate, pues, calmando el luego y pasando de agresores a agredidos, se replegaron todos hacia La Cañada, frente a la puerta principal del cuartel atacado. Reunidos en una masa compacta, los revolucionarios rompieron allí de nuevo casi con más ardor que antes sus fuegos, haciéndose la lucha más encarnizada en esos momentos, pues se abrió la puerta del cuartel para dar paso a dos piezas de artillería que lanzaron un vivo fuego contra los enemigos.

En un grupo colocado en la bocacalle de San Isidro, Martín y Rafael descargaban sus tiros, secundados por su gente, sobre la tropa que acababa de salir del cuartel, y hacían que los que no tenían armas se sirviesen de las de aquellos que caían.

Aquél fue, sin duda, el momento más crudo de tan encarnizado combate. Los beligerantes, colocados a pocos pasos los unos de los otros, desafiándose con el gesto y la voz, podían dirigir con certeza sus tiros y hasta ver el efecto de ellos sobre los contrarios. El ruido era atronador y los hombres caían de ambos lados en horrorosa abundancia. Los curiosos, que desde el alba llenaban los alrededores, se habían dispersado ante tan peligroso espectáculo para dejar disputarse la victoria a los combatientes que, con encarnizada enemistad, parecían haber olvidado que cada tiro regaba el suelo chileno con la generosa sangre de alguno de sus hijos. Temerario arrojo en presencia del peligro, porfiada tenacidad para la defensa y el ataque simultáneo, ardor incontrastable a la par de heroica sangre fría, fueron prendas del carácter nacional que brillaron en ambos campos en aquel supremo instante. Las dos piezas de artillería, sobre las cuales Rivas, San Luis y los suyos hacían un fuego mortífero desde la bocacalle de San Isidro, disminuían, poco a poco, la frecuencia de sus disparos, porque la granizada de balas que sobre ellas caía había puesto fuera de combate a dos oficiales que sucesivamente las habían mandado y a la mayor parte de la tropa que las servía. El jefe del cuartel había reemplazado en el mando de esas piezas a los dos oficiales gravemente heridos al pie de ellas y de los cuales uno era su propio hijo. Pero a la llegada del jefe, una furiosa descarga derribó a casi todos los artilleros que aún quedaban en pie, y avanzando los revolucionarios tras el humo de esa descarga, lograron apoderarse de los dos cañones que la muerte dejaba sin defensores. Martín y Rafael llegaron juntos y fueron de los primeros que pusieron sus manos sobre las piezas que tantos estragos habían causado en las filas de los suyos.

-¡Victoria!, ¡victoria! -gritó San Luis.

Y esta voz la repitieron todos arrastrando los cañones al punto que ellos ocupaban. Mas no bien había cesado el clamoreo de los que clamaban victoria, cuando la puerta principal del cuartel se abrió de nuevo y una horrible descarga de fusilería envió sobre los revolucionarios una nube de balas que hizo entre ellos espantosa matanza.

San Luis se asió con fuerza del brazo de Martín, que se hallaba a su lado, y gritó a los suyos:

-¡Fuego! ¡El enemigo está en agonía!

Palabras que el humo de nuevas descargas ahogó mientras que el joven que acababa de pronunciarlas echó sus dos brazos al cuello de Rivas, diciéndole:

-Me han herido y no puedo tenerme en pie.

Martín le tomó de la cintura, sacóle de las filas de los combatientes y llevándole junto a una puerta de un cuarto, hízola saltar de un puntapié y entró en la pieza arrastrando a Rafael, cuya ropa estaba ya bañada en sangre.

Dos mujeres y un viejo había en el cuarto en que Martín acababa de entrar llevando a San Luis.

-Señora, aquí hay un joven a quien usted puede prestar algún servicio -dijo Rivas a la que parecía de más edad.

Las dos mujeres, el viejo y Martín quitaron la levita a Rafael y le hallaron el pecho atravesado por dos balas. Su respiración hacía brotar torrentes de sangre de las dos heridas.

San Luis tomó las manos de su amigo.

-No me muevas -le dijo, sería imposible sanarme y siento que voy a vivir muy poco.

Los ojos de Rivas, en los que momentos antes brillaba el belicoso fuego que ardía en su pecho, se llenaron de lágrimas.

-¡Tú también estás herido! -exclamó San Luis, viendo que una mano de Martín se teñía, poco a poco, en sangre.

-No sé -dijo éste-, nada he sentido.

La misma descarga que había herido a San Luis había también lanzado una de sus balas sobre el brazo de Martín.

-La victoria es casi segura -añadió Rafael, hablando por momentos con mayor dificultad-. ¿Oyes las descargas? El fuego del cuartel se va apagando.

Cada palabra que así pronunciaba parecía costarle un gran esfuerzo y su voz se extinguía por grados, mientras que la sangre del pecho brotaba a pesar del empeño con que Martín y los que allí habían querían contenerla con paños y vendas improvisados.

Después de una pausa, durante la cual San Luis parecía querer adivinar con el oído lo que sucedía en el lugar de la refriega, estrechó con febril ardor las manos de Martín, y haciendo un esfuerzo para levantarse:

-Despídeme -le dijo con voz enternecida- de mi pobre tía; si ves a Adelaida, dile que me perdone, y tú no me olvides, Martín, porque…

El esfuerzo que hizo para concluir su frase pareció apurar el último soplo de vida que le quedaba, porque las palabras se helaron en sus labios y su cabeza cayó sobre la pobre almohada que le habían puesto las mujeres.

-¡Muerto!, ¡muerto! -exclamó Martín, estrechándole entre sus brazos y llorando como un niño. ¡Pobre Rafael!

Dio por algunos instantes libre curso a sus lágrimas, y alzándose de repente, besó varias veces la frente y las mejillas, ya pálidas, de San Luis, prometió a las mujeres que serían bien recompensadas si entregaban el cadáver en casa de don Pedro San Luis, y salió de la pieza, exclamando:

-¡Yo te vengaré!

Brillaban en ese instante con sombrío resplandor sus ojos y con la diestra apretaba convulsivamente la espada que desenvainó al salir.

Cuando Martín llegó al lugar del combate, reinaba allí la mayor confusión. La fuerza revolucionaria se desorganizaba en esos momentos. Uno de los oficiales del Chacabuco, hecho prisionero en la guardia principal, aprovechándose del desorden que le rodeaba, emprendió la fuga hacia el cuartel de Artillería y varios soldados siguieron su ejemplo, comunicándose el contagio a los demás que allí había. Con esto, el fuego de los revolucionarios cesó poco a poco, y cuando Rivas llegó al frente del cuartel, todos entraban creyéndose victoriosos y caían allí en poder de los sitiados.

Martín entró también con la misma ilusión y se encontró en el zaguán con Amador Molina, que habiéndose ocultado durante la refriega, gritaba en ese instante en favor del Gobierno y contra los revolucionarios que al principio había querido apoyar.

Un joven de los que habían militado con Rivas se acercó a él.

-Estamos perdidos -le dijo-: la tropa nos abandona y es preciso huir. En ese mismo momento Amador gritaba:

-Ricardo, aquí hay dos revolucionarios.

-¡Cobarde! -le dijo Martín, tomándole del pescuezo, te tengo lástima y te perdono.

Y al decir esto le dio un fuerte empellón que estrelló a Amador contra la pared.

-Huyamos, es una necedad dejarnos prender -dijo a Martín el joven que acababa de hablarle.

Y le arrastró fuera del cuartel, a cuya puerta principiaban a agolparse los curiosos.

Martín se resistió algunos momentos, durante los cuales Amador había huido al patio llamando al oficial de policía, que con alguna tropa de su mando formaba parte de la división de los cívicos que habían auxiliado al cuartel.

Cuando Rivas se decidió a retirarse, Amador corrió hacia el zaguán con Ricardo Castaños y algunos soldados.

-Vamos, vamos -dijo el joven a Martín-, no les demos el gusto de que nos tomen prisioneros.

-Adiós -le dijo Martín, estrechándole la mano.

Y emprendió la fuga, con dirección a casa de don Dámaso Encina mientras que Amador y Ricardo le buscaban entre las personas que llegaban al zaguán.

Esta circunstancia le permitió tomar alguna delantera sobre sus perseguidores, que salieron a la calle cuando él se halló a una cuadra distante del cuartel.

-Vamos a buscarle a casa de don Dámaso -dijo Amador al oficial y si no lo hallamos allí, lo hemos de buscar por toda la ciudad.

59

Hemos referido las principales peripecias del sangriento combate que tuvo lugar en Santiago el 20 de abril de 1851, tratando de ceñirnos a los partes oficiales de aquella jornada y a la relación que anteriormente citamos.

Tócanos ahora ocuparnos de los personajes que figuran en esta historia.

Leonor y los demás de la casa habían pasado aquellas horas en mortal ansiedad. El ruido del combate repercutía en sus turbados corazones avivando el miedo en casi todos ellos y la más inquieta zozobra en el de Leonor.

Doña Engracia había reunido a todos los habitantes de la casa en una pieza y rezaba con ellos un rosario tras otro. Don Dámaso y Agustín pronunciaban el Ora pro nobis con una devoción ejemplar, mientras que Leonor abandonaba la pieza y subía a los altos de la casa.

Allí, apoyada en el balcón y prestando el oído al bullido que resonaba en la ciudad, rogaba a Dios por Martín y luchaba por apartar de su imaginación los funestos presentimientos que oprimían su pecho al estampido de cada tiro. No se atrevía a interrogar a las gentes que pasaban por la calle, por temor de que alguno le diese la funesta noticia que sus cuidados presagiaban.

Teniendo fija la vista en dirección al lugar del combate, divisó un grupo de hombres que se adelantaba hacia la casa. Al pasar bajo el balcón, uno de ellos se paró como para tomar aliento.

-Señorita -dijo a Leonor-, nos han vencido, los del Valdivia se pasaron al Gobierno.

Dichas estas palabras, siguió corriendo tras los otros que se hallaban ya distantes.

Leonor sintió discurrir por sus venas un frío repentino al pensar que, estando derrotados, Martín habría muerto o estaría prisionero. Elevóse entonces su alma al cielo con nuevo fervor y, sin saber lo que hacía, comenzó a orar en alta voz, mezclando el nombre de Rivas a las ardientes palabras de su oración improvisada.

En ese momento divisó, no lejos, a un hombre que corría hacia la casa. Un instante después creyó que se encontraba bajo el influjo de alguna alucinación y a poco rato dio un grito de alegría y bajó precipitadamente al patio: había reconocido a Martín.

El patio estaba solo y la puerta de calle asegurada con llave y una gruesa tranca. Torció Leonor la llave y apartó la tranca con la misma facilidad que si ésta no hubiese tenido el peso enorme que cedió a su fuerza. Hecho esto en pocos segundos, abrió la puerta.

Rivas llegaba en ese instante y se encontró frente a frente con Leonor, más bella que nunca en el desorden de su traje y la palidez de su rostro.

El joven, que acababa de arrostrar con serenidad los mil peligros de tres horas de combate, se turbó en presencia de aquella niña pálida, que fijaba en él, con indecible expresión de júbilo, sus grandes ojos llenos de lágrimas.

-Señorita -balbuceó-, yo vengo…

Pero no puso proseguir, porque Leonor le tomó con ambas manos una de las suyas, diciéndole:

-Entre, ligero, que pueden verle.

Y Martín obedeció a la suave presión de aquellas manos y al dulce tono de imperio con que la niña acompañó ese movimiento.

Cerró entonces Leonor la puerta con la misma fuerza y ligereza que había empleado para abrirla, y dijo a Martín:

-Sígame.

Atravesaron el patio, y en vez de entrar a las piezas en que se rezaba el rosario, Leonor abrió la del cuarto de Agustín y dio una vuelta por el segundo patio para entrar a su propia habitación, cuya puerta cerró tras Martín.

-Nadie nos ha visto -dijo, con la agitación de una persona que acaba de dar una larga carrera.

Martín se quedó de pie, en medio de la pieza, contemplando a Leonor y pareciéndole que todo aquello era un sueño. Aquella hermosa niña, cuyo nombre acababa de invocar tantas veces en el estruendo de la refriega, estaba ahora a su lado, en la habitación que siempre había considerado como un santuario. Y la altiva belleza de altanera frente, de mirada desdeñosa, se acercaba a él con semblante risueño, aunque turbado, y le miraba con amor.

-Siéntese usted aquí -le dijo, acercándole una silla-. He recibido esta mañana su carta -añadió, mirándole con ternura.

Iba a continuar, y dando un grito ahogado, se acercó precipitadamente al joven.

-¡Ah! Usted está herido -le dijo, tomándole el brazo, cuya mano estaba manchada de sangre.

-No debe ser nada, porque no siento dolor ninguno -contestó Martín.

-A ver, quítese la levita -replicó ella, en tono de mando.

La manga de la camisa, que presentaba un gran espacio ensangrentado pegándose a la herida, que era muy leve, había estancado la sangre.

-No es más que un rasguño -dijo Martín.

-No importa, aseguraremos la curación -repuso la niña.

Y sacando de su cuello un fino pañuelo de batista, que llevaba a guisa de corbata, lo aplicó sobre la herida, después de apartar la manga de la carnisa.

-Me ha hecho usted sufrir en esta mañana más que en toda mi vida -le dijo, mientras le vendaba la herida con el pañuelo-. ¿Por qué no vino usted anoche, como lo prometió a mi hermano?

-Señorita -dijo Martín, resuelto a repetir la revelación que había hecho en su carta-, no tuve valor para venir. A pesar del tiempo que he pasado lejos de aquí, a pesar de mi interés por la causa por la que acabo de exponer mi vida, siempre mi amor a usted me ha dominado, y conocí que, viniendo anoche, me habría tal vez faltado energía para hoy.

-¡Exponer así su vida! -dijo Leonor, en tono de reproche y bajando la vista-. ¿Por qué no me habló usted con la franqueza que emplea en su carta?

-Porque jamás tuve antes fuerzas para hacerlo; además, ¿no me habia condenado usted por las apariencias?

-Es cierto, pero Edelmira misma me ha desengañado, mostrándome las cartas que usted contestaba a las suyas.

-Mi posición también me ha obligado a callar -añadió Rivas, con tristeza.

-¡Qué importa su posición si yo le amo! -exclamó Leonor, dirigiendo a los ojos de Martín su profunda mirada.

-Oh, repítame, Leonor, esa palabra -le dijo Martín, con loca alegría, apoderándose de las manos de la niña.

-Sí, le amo y no lo ocultaré a nadie -repuso Leonor-. Esta mañana he recordado todos los días, desde que usted llegó, y veo que he sido cruel por orgullo; si usted hubiese muerto hoy -añadió, palideciendo-, jamás habría podido perdonármelo ni consolarme. Aun cuando no hubiese recibido su carta, nadie habría podido quitarme de la imaginación que yo tenía parte en la desesperada resolución que usted ha tenido; mal hecho, Martín, de exponerme así a llorar toda la vida.

-¿Podía yo adivinar mi felicidad, después que se me despedía de su casa?

-¡Y por qué se le despedía! Si no le hubiese amado, ¡qué me importaba que usted amase a esa pobre niña!

-Mi esperanza, Leonor, me lo decía, pero, ¿cómo averiguarlo?

-Preguntándomelo .

-Usted se olvida ahora -dijo, sonriéndose, el joven- que tiene a veces miradas que helaban la sangre del más atrevido, y que no ha dejado de emplearlas muchas veces conmigo.

-Castígueme usted, es muy justo -contestó ella, con una adorable sonrisa de sumisión.

-Pero este momento recompensa con usura lo que mi amor me ha hecho sufrir -replicó Martín, con apasionada voz.

Y, sin darse cuenta de lo que hacía, dejó su asiento y se puso de rodillas delante de Leonor, estrechándole con pasión las manos, que ella le abandonaba.

-Hemos sido muy locos, Martín -díjole la niña, perdiendo su mirada en el ardiente reflejo de los ojos con que él la contemplaba extasiado-. ¿No nos habíamos dicho varias veces con los ojos que nos amábamos? Ah, es muy cierto. Usted tiene siempre razón; yo he tenido la culpa. De todos los hombres que me rodeaban, usted, el de más humilde posición, me parecía el más noble y tenía miedo de confesarme a mí misma la preferencia de mi corazón; pues bien, desde ahora sabré enmendarme, porque su amor me enorgullece.

-No sé si soy el más digno de su amor -dijo Martín-, pero aseguro sí que soy el más amante. ¿Qué poder tenía yo para defenderme de su belleza? Me dejé vencer por ella sin preguntarme lo que podía esperar, y cuando quise combatir, me hallaba ya sin fuerzas contra la pasión que se había apoderado de mi pecho. Desde entonces nada pudo arrancarla ya del corazón: ni el sentimiento de dignidad ni la falta de esperanza ni el desdén con que usted a veces recibía mis miradas; así fue que esta mañana jugaba con placer mi vida, porque me creía despreciado por usted y veía que sólo la muerte podía extinguir mi amor.

La niña oyó aquellas palabras con avidez y dejó que Rivas besase con ardor sus manos. Había pedido tanto al cielo por el hombre que tenía a sus plantas, que creía escuchar su apasionado lenguaje por el milagro de una resurrección.

Martín iba a proseguir, cuando se oyeron voces y fuertes golpes dados a la puerta.

-¡Leonor! -gritó don Dámaso, desde afuera.

Leonor corrió hacia la puerta; miró por el ojo de la llave y vio a su padre acompañado de Ricardo Castaños y de algunos soldados que se mantenían a distancia.

-Está usted perdido si no huye -dijo, corriendo, hacia Martín-; hay allí un oficial y algunos soldados.

-¡Leonor! -volvió a gritar don Dámaso, golpeando la puerta.

-Huya por aquí, Martín -dijo la niña, abriendo otra puerta-: usted conoce la casa, puede salir por el escritorio de mi papá y llegar a la calle, mientras le buscan en este cuarto.

-Y allí me perseguirán otros -contestó Rivas.

Los golpes redoblaban y se oyó la voz de Ricardo Castaños que amenazaba echar abajo la puerta.

-Si usted me ama, huya por Dios -exclamó Leonor, llena de ansiedad.

-Si consigo salvarme, volveré -dijo Rivas-, y si no fuera por la reputación de usted, preferiría disputarles aquí mi libertad.

Leonor le empujó fuera del cuarto y cayó en un sofá casi sin sentido.

La voz de su padre la sacó de su estupor, y dirigiéndose a la puerta a que éste llamaba, la abrió de par en par.

-Señorita -le dijo Ricardo-, un penoso deber me obliga a pedirle me permita registrar esta pieza.

-Registre usted, caballero -contestó Leonor-, con altanero ademán-; un vencedor -añadió con ironía- no empaña su gloria prestándose a esto que usted llama un triste deber.

-¡Niña! -le dijo por lo bajo don Dámaso. Luego añadió en voz alta-: Es justo que los defensores del orden persigan a los revoltosos. Vea usted, señor oficial: usted es testigo de que yo no he opuesto ninguna resistencia. ¡Bien estábamos que yo pusiese a ocultar demagogos cuando, con los revolucionarios, la gente que tiene algo es la que pierde!

Mientras que los soldados registraban minuciosamente cada rincón del cuarto, don Dámaso seguía disertando contra todo el partido liberal, y Leonor se sentaba en el sofá temblando por la suerte de Rivas.

Este, conocedor de la casa, atravesó varias piezas y llegó al patio por la puerta del escritorio de don Dámaso.

En ese momento dejaba Leonor la pieza en la que seguían las pesquisas de la tropa y salía también al patio a ver si Rivas había salido de la casa.

Apenas Martín se halló en el patio se dirigió a la puerta de la calle. Pero ésta, sobre estar cerrada, se hallaba custodiada por dos policías con sable en mano. Llegado al zaguán, Rivas vio que era imposible retroceder ni ocultarse, pues los dos centinelas de la puerta se lanzaron sobre él blandiendo sus tizonas. El joven, sin desconcertarse, apoyó la espalda a una de las paredes del zaguán y, desenvainando su espada, principió a parar los desatinados golpes que los policías le descargaban. Mientras así le atacaban entre los dos, daban al mismo tiempo voces para llamar a los otros. En aquel momento y cuando Rivas descargaba sobre uno de ellos un golpe que le hacía retroceder despavorido, Leonor llegó al patio y divisó al joven, que arremetía al otro policial. En ese momento también, advertidos los de adentro por las voces de los que se veían vencidos por Martín, llegaron en tropel y cercaron al joven, que siguió defendiéndose con heroico valor, mientras que Leonor decía a su padre:

-Sálvale, papá, que van a matarle.

A las voces de los combatientes vinieron a unirse los gritos de las mujeres, que, con doña Engracia a la cabeza, interrumpieron el rosario y llegaron al patio al mismo tiempo que los soldados que habían acudido a las voces de los que atacaban a Martín.

Don Dámaso se acercó temblando al grupo que rodeaba a Rivas.

-La resistencia es inútil, Martín -le dijo-; entréguese usted.

-Si no se rinde, háganle fuego -gritó Ricardo Castaños, que no sólo miraba en aquel joven a un revolucionario, sino al autor de sus desgracias amorosas.

Leonor dio un grito al oír esta orden; y al ver que dos de los soldados cargaban sus armas para cumplirla, corrió al zaguán despavorida.

-No se defienda usted más, van a asesinarle -dijo a Rivas, que continuaba luchando con admirable sangre fría y que obedeció a aquella voz como a una orden.

Apoderáronse de él cuatro soldados y le desarmaron.

-Espero -dijo don Dámaso a Ricardo- que se tratará a este joven con miramiento y generosidad; yo, como partidario de la administración -añadió, con enfática voz-, intercederé por él con el señor Presidente.

Dióse la orden de la marcha y salió Rivas rodeado de la tropa que acababa de prenderle, después de recibir una mirada de Leonor que más pálida que un cadáver, parecía querer enviarle su alma en aquel silencioso pero elocuente adiós.

60

Siguiendo los consejos de la prudencia, habíase quedado Amador Molina en la calle, después de conducir hasta la casa de don Dámaso a los que acababan de prender a Martín. Reuniese a la comitiva que salía, viendo que ya ningún peligro podía correr, y llegó con ella al cuartel, donde Rivas fue encarcelado.

Durante ese tiempo los habitantes de la casa de don Dámaso se hallaban bajo el peso de la consternación en que la reciente escena les había dejado y comentaban, cada cual a su sabor, los incidentes acaecidos, para explicar la súbita aparición de Rivas cuando todos estaban seguros de que la puerta de calle había permanecido trancada toda la mañana. Y como la noticia de la aprehensión de Rivas cundiese en poco rato de la casa a la de los vecinos, de la de éstos a la calle entera, y de allí a las otras inmediatas, al cabo de una hora vióse el salón principal de don Dámaso lleno de personas de distinción, de ambos sexos, que llegaban a tomar lenguas de tan notable suceso.

Don Dámaso permaneció en la antesala rodeado de los amigos, y doña Engracia, en el salón, circundada de las amigas.

Dignas eran de oírse las conversaciones a que en ambas piezas los acontecimientos del día daban lugar, porque pintaban por una parte la fecunda inventiva de las alarmadas imaginaciones femeniles y la súbita reacción, por otra, que en el espíritu y opiniones de los hombres había operado el desenlace del sangriento drama de la mañana.

-Nos hemos escapado de una buena -decía don Dámaso a otros que el día anterior se daban, como él, por los liberales-. ¡Qué habríamos hecho con el triunfo de la canalla!

-Lo que ahora debe hacer el Gobierno es fusilar pronto unas dos docenas de esos revoltosos observaba con enérgico acento uno que, encerrado toda la mañana en su cuarto, había hecho mandas a todos los santos del calendario para que le librasen del peligro.

-Pero, hijita -decía al mismo tiempo una señora a doña Engracia, hablando de Rivas-, ese hombre debe ser un facineroso; ¿es cierto que mató aquí, en el patio, a tres policiales?

-¡Ay, hijita! -exclamó otra-; ¿qué hubiera hecho yo con un hombre así en mi casa? ¡Creo que me habría muerto de susto! Pero ¿cómo entró aquí cuando la puerta estaba cerrada?

-Por los tejados, pues -respondía otra-; si esos liberales no tienen nada sagrado.

-O por el albañal, si no se paran en nada.

-Por eso es bueno poner reja en la acequia.

Doña Engracia se contentaba con estrechar a Diamela entre sus brazos, mientras de este modo disertaban sus amigas.

En la pieza vecina, uno de los caballeros decía:

-Ahora es cuando los hombres patriotas deben acercarse al Gobierno para que los demagogos vean que están condenados por la opinión.

-Eso estaba pensando -dijo don Dámaso; los buenos ciudadanos debemos presentarnos al Gobierno. ¿Quieren ustedes que vayamos al Palacio?

-Bueno, bueno -contestaban todos.

-Y es preciso que pidamos medidas enérgicas -dijo el que acababa de abogar por los fusilamientos.

Tomaron los sombreros y se dirigieron a la Moneda para darse aire de triunfadores y pedir la muerte de los que les habían dado tan tremendo susto en aquella mañana.

Leonor entretanto, se había retirado a su cuarto y lloraba desesperada por la suerte de Martín, mientras que su memoria le repetía su reciente conversación con el joven, sus palabras de amor que aún resonaban en su alma como el eco de una música celestial y la valerosa energía con que acababa de verle defenderse contra tantos adversarios a un tiempo. Si de amor hasta entonces había latido su corazón, de orgullo palpitaba ahora con semejante recuerdo y juraba consagrar su vida al que reconocía digno de tan preciosa ofrenda. Mas la idea de los nuevos peligros que cercaban a Rivas turbó muy luego el arrobamiento de su devaneo; vio que en vez de llorar era preciso defender su vida amenazada, y salió de su cuarto resuelta a tocar todos los resortes que pudiesen contribuir a la libertad de Martín.

Dominada por este pensamiento entró en la pieza de Agustín, que reparaba la debilidad en que los sobresaltos de la mañana le habían dejado, bebiendo repetidas copas de kirch.

-¡Ay, hermanita, qué terrible día! -exclamó, al ver entrar a Leonor te confieso que compadezco a las mujeres y a los hombres cobardes porque me figuro el miedo que han debido tener.

-En lo que debemos pensar ahora es en salvar a Martín -contestó Leonor, sin hacer caso de la baladronada de su hermano.

-¡Nosotros! ¿Y qué podemos hacer? -dijo el elegante, sorbiendo otra copa de licor.

-Es preciso que mi papá hable con los ministros, con el Presidente con todos los que tengan algún influjo en el Gobierno.

-Poco a poco, mi bella, el día está peligroso para empeños, y como Martín tuvo la desgraciada ocurrencia de venir a ocultarse aquí podrán creer que nosotros hemos tomado parte en la revolución si hablamos en su favor.

-¡Tienes miedo de hacer algo por un hombre a quien debes un gran servicio! Agustín, te creía ligero, pero no ingrato -dijo Leonor, lanzando a su hermano una mirada de desprecio.

-No, no es ingratitud, querida; pero, ya lo ves, en política es preciso ser precavido, qué diantre; veremos lo que se puede hacer por el pobre Martín a quien no niego que debo servicios, pero tú quieres que todo se haga por vapor.

-El caso no es para pensar, sino para obrar -replicó la niña con tono de resolución-; Si tú no haces nada, hablaré con mi papá, y si él toma las cosas con tu frialdad, iré yo misma a interceder por Martín con algunas amigas que no se negarán a servirme.

-¡Cáspita, hermanita, con qué fuego lo tomas! Cualquiera diría que no se trata sólo de un amigo…

-Sino de un amante, ¿no es verdad? -interrumpió Leonor con impaciencia-; piensa lo que quieras -añadió, saliendo de la pieza.

-¡Caramba!, ésta sacó toda la energía que me tocaba a mí como varón y primogénito -dijo, al verla salir, Agustín.

Leonor entró a su cuarto después de ordenar a una criada que le avisase la llegada de su padre.

Una hora después entró don Dámaso al cuarto al que se había retirado su mujer, tan luego como se vio libre de las visitas.

Agustín, que le había visto atravesar el patio, entró en la misma pieza poco después de él.

-Estaba el Palacio lleno de gente -dijo don Dámaso, quitándose el sombrero-. ¡Qué uniformidad en la opinión para condenar a los revoltosos! El valor cívico más decidido reinaba allí y creo que habríamos marchado todos cantando al combate si hubiese sido preciso.

Apenas terminaba esta frase, bajo la cual habría sido difícil traslucir al liberal que por la mañana abogaba por la causa del pueblo, Leonor entró en la pieza con frente erguida y con resuelta mirada.

-¿Cómo le ha ido, papá? -dijo, sentándose junto a don Dámaso.

-Perfectamente hijita: el Presidente me ha dado las gracias por mi decisión por la causa del orden -contestó el caballero, con aire de satisfecha importancia.

-No le pregunto sobre eso -replicó Leonor-. ¿Qué hay de Martín?

-Ah, ¿de Martín? Deben haberlo llevado preso. ¡Pobre muchacho!

-¿Y usted no ha hecho nada por él? -preguntó la niña, fijando en su padre una profunda mirada.

-El momento no era oportuno, hijita -repuso don Dámaso-: los ánimos están ahora demasiado exaltados; es mejor esperar.

-¡Esperar! -exclamó la niña-. Martín no ha esperado nunca para servirnos como siempre lo ha hecho.

-Es cierto, hijita: nadie niega que Martín sería un joven cumplido si no hubiese hecho la locura de meterse a liberal.

-A nosotros no nos toca juzgarlo -dijo Leonor-, y nuestro deber es influir en cuanto podamos en favor suyo, ya que está preso.

-Influiremos, no te dé cuidado: yo estoy ahora muy bien con los del Gobierno.

-Sí, pero entretanto el tiempo pasa y pueden someter a juicio a Martín -exclamó la niña, con visible impaciencia.

-Eso es inevitable -contestó don Dámaso, con calma.

Esta contestación pareció exasperar a Leonor, que se levantó indignada.

-Papá, usted debe ir al instante a hablar con el Ministro del Interior -dijo, con acento imperativo.

-Eso me comprometería, porque Martín ha sido encontrado en mi casa: dejemos pasar algunos días -contestó don Dámaso.

-Iré yo entonces a verme con la mujer del Ministro -exclamó Leonor, exasperada con la indiferencia de su padre.

-¡Qué interés tan vivo tienes por Martín! -dijo en tono de reconvención el caballero.

-Más que interés -replicó Leonor, con exaltación-: le amo.

Estas palabras parecieron haber producido en don Dámaso, en Agustín y en doña Engracia el mismo efecto que las detonaciones del combate de aquella mañana.

Don Dámaso se levantó de un salto, Agustín pareció espantado y doña Engracia se apoderó de Diamela, que dormía a su lado, dándole un fuerte apretón.

-¡Niña, qué estás diciendo! -exclamó don Dámaso, aterrado con lo que acababa de oír.

Su exclamación se confundió con un gemido de Diamela, víctima de la impresionabilidad de su ama.

-Digo que amo a Martín -contestó Leonor, con voz segura y magnífico ademán de orgullo.

-¡A Martín! -repitió, abismado, don Dámaso.

Leonor no se dignó a contestar, sino que volvió a sentarse llena de majestad.

En ese momento conoció don Dámaso el ascendiente que aquella niña ejercía en su ánimo, porque, al querer armarse de severidad, se encontró con la mirada serena y resuelta de Leonor, que parecía desafiarle.

Don Dámaso se dejó llevar de la debilidad de su carácter y bajó la vista, diciendo:

-No debías hacer esa confesión.

-¿Y por qué no? Martín, aunque pobre, tiene alma noble, elevada inteligencia; esto basta para justificarme. ¿Preferiría usted que ocultase lo que siento? ¿No son ustedes los naturales depositarios de mi confianza?

Leonor pronunció estas palabras con acento que no admitía réplica. Las tres personas que la escuchaban carecían, además, de la energía que, para contradecirle, habría sido necesario poseer al hacer frente a un carácter resuelto y altanero como el de la niña.

Doña Engracia se contentó con estrechar a Diamela.

Agustín dijo por lo bajo algunas palabras, mitad francesas, mitad españolas, y don Dámaso principió a pasearse en la pieza para ocultar su falta de energía.

Leonor prosiguió:

-Usted sabe, papá, que Martín es un joven de esperanza: usted mismo lo ha dicho muchas veces; es también de muy buena familia no le falta, por consiguiente, más que ser rico, y estoy segura de que, con las aptitudes que usted le reconoce, nunca será pobre. ¿Qué mal hago entonces en amarle? Harto más vale que los jóvenes que hasta ahora me han solicitado y es muy natural que yo le diera la preferencia. Ahora que él se encuentra gravemente comprometido y que por desesperación tal vez ha tomado parte en la revolución, debemos nosotros pagarle con servicios los muchos que le debemos. Él salvó a Agustín de una intriga vergonzosa y que le habría puesto en ridículo ante la sociedad entera y, además, ha corrido con todos los negocios de la casa con un acierto que usted alaba todos los días.

-En cuanto a eso, es la pura verdad, y no miento si digo que debo a Martín mucha parte de las ganancias de este año.

Don Dámaso dijo esas palabras contentísimo de hallar una salida, ya que se encontraba sin fuerza para imponer a Leonor su autoridad.

La niña se aprovechó de estas palabras para seguir persuadiendo a su padre de la necesidad de atender desde luego a la suerte de Rivas; y fue tan elocuente, que al cabo de poco rato salía don Dámaso a empeñarse con personas de influjo en favor de Martín. Una reflexión le sugirió su debilidad.

"Cuando más conseguiré lo manden desterrado -se decía-, y una vez fuera del país, Leonor le olvidará y se casará con otro."

Don Dámaso, como toda persona sin energía de carácter, contaba con la ayuda del tiempo para salir de la dificultad.

61

Martín fue conducido al cuartel de policía y encerrado en una estrecha prisión, a cuya puerta se colocó un centinela.

Cuatro paredes mal blanqueadas, un techo entablado con gruesas tablas de álamo, una ventana sin bastidores y cerrada por una tosca reja de hierro, he aquí todo lo que se ofreció la vista de Rivas en la pieza que iba a servirle de prisión. No había allí ni un solo mueble.

El joven se sentó sobre los ladrillos, apoyó la espalda a la pared y cruzo los brazos sobre el pecho. En esta actitud, bajó la frente, cual si el peso de las ideas que a su cerebro se agolpaban le impidiese mantenerla erguida como al entrar en el calabozo.

Los acontecimientos más recientes de aquel agitado día ocuparon primero su atención. La belleza de Leonor, su apasionado lenguaje, su interés cariñoso, la profunda tristeza de la última mirada, brillaron a un tiempo en la memoria de Rivas, hicieron latir su corazón y poblaron la desnuda prisión con las rosadas y lucientes imágenes que como de un foco luminoso irradian del alma enamorada.

Al ver la apasionada expresión del rostro de Martín, cuyos ojos vagaban en el espacio, hubiérase dicho que aquel joven, encerrado en un miserable cuarto, soñaba con la conquista de un imperio.

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