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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 11)



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Mas pronto la imaginación inquieta pidió a la memoria otros recuerdos y huyó aquella alegría de las facciones del prisionero, llenóse de suspiros, su pecho, y, como ahogado por el pesar, se puso de pie y se acercó a la ventana. Sus labios dejaron escaparse con profundo pesar estas palabras:

-¡Pobre Rafael!

Y las lágrimas se agolparon a sus ojos y los suspiros que llenaban su pecho se convirtieron en doloridos sollozos.

-¡Tan noble y tan valiente!, ¡pobre Rafael! -repitió con amargo pesar.

Lloró así largo rato, hasta que las lágrimas se agotaron dejando sus ojos escaldados; y entonces vino la reflexión del hombre, la resignación estoica del valiente, la serena conformidad del que ha consagrado su vida a una causa que cree justa.

"Tal vez ha sido más feliz que yo -se decía-: más vale morir combatiendo que fusilado."

Ni un músculo en su semblante se contrajo ante aquella idea ni cambiaron de color sus mejillas. Su enérgico corazón miró de frente al peligro, burlando la máxima, generalmente verdadera, de que ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente. Rivas poseía ese valor tranquilo que no necesita de testigos ni de admiradores y que encuentra su fuerza tal vez en algún privilegio peculiar de la organización nerviosa del individuo. Pero a la caída de la tarde y cuando su espíritu había recorrido no sólo las escenas del día, sino las de su vida entera, cuando un rayo del sol, después de atravesar diagonalmente la pieza, llegó a convertirse en un punto que también se borró, Martín sintió frío en el cuerpo y un amargo sentimiento en el alma; había llegado fatalmente al campo de las hipótesis a que llega todo el que se ve bajo el peso de alguna desgracia, y se decía: "Si yo hubiese sido menos orgulloso, habría sabido antes que Leonor me amaba y no estaría ahora aquí, sino a su lado".

Como se ve, en pocas horas la imaginación de Rivas había recorrido todas las fases que podía presentarle la situación en que se encontraba. Mas ya lo dijimos: era valiente, y sin esfuerzo volvió a sentarse con tranquilidad en el lugar que había elegido primero, y cansado de pensar, buscó el olvido en el sueño.

Pocos momentos después, y cuando Rivas, cediendo al cansancio que le agobiaba, había principiado a quedarse dormido, el ruido de la puerta que se abrió con estrépito le sacó de su sopor.

Un soldado entró trayéndole, en una gran bandeja, algunas fuentes de comida. Tras él entró otro, con una cama, que el primero hizo colocar en un rincón del cuarto, dejando él mismo la bandeja sobre la ventana.

Después de esto se acercó a Martín con aire de misterio.

-Lea ese papelito y conteste luego -le dijo, dejando caer un papel doblado en varios dobleces.

Y se alejó, poniéndose a arreglar la cama, mientras que Martín, lleno de asombro, leía lo siguiente:

Mi papá ha conseguido que podamos enviarle diariamente la comida. Le remito una cama y en la almohada van papel y lápiz para que pueda contestarme. He logrado que Agustín, venciendo sus temores, se gane al soldado que le lleva la comida. Animo, pues; yo velo por usted. Espero que surta buen efecto un empeño que he interpuesto para poder llegar hasta usted. Esta esperanza me da valor, pero aun cuando usted no me vea, no crea por eso que deja de pertenecerle entero el corazón de

LEONOR ENCINA

Martín contestó, palpitante de alegría, lo que sigue:

Si un corazón amante puede pagar los sacrificios que usted hace por mí, usted .sabe que el mío le pertenece. Esta mañana, los peligros, la muerte en mi rededor después, su dulce voz, Leonor, abriéndome las puertas del paraíso; más tarde la prisión, la soledad, y luego, de nuevo esa voz poblando de mágicos cuadros las tristes paredes de un calabozo. ¡Ah, Leonor, todo esto me abisma y turba mi razón! En medio de este caos, lo único que brilla para mí, sereno y sin nubes, es un punto resplandeciente: ¡usted me ama!

Ya tal vez ha llegado a noticias de usted la muerte de Rafael. Murió como valiente, y era un noble corazón que el viento de la desgracia había marchitado. Mi felicidad inmensa, el amor de usted, no bastan en este momento para secar las lágrimas con que lo lloro; perdóneme, Leonor, esta confesión. Si el más feliz de los amantes no puede hacer olvidar al amigo, juzgue usted por ese afecto el lugar que su amor debe ocupar en mi corazón.

-Vamos, vamos -le dijo, acercándose el soldado-, ya no puedo esperar más.

Martín agregó a la ligera las señales del lugar en que había quedado el cadáver de su amigo, rogando a Leonor que transmitiese esta noticia a la familia de San Luis, y entregó su carta al soldado, dándole el poco de dinero que tenía. Probó después, apenas, la comida y vio con cierto desprecio cerrarse de nuevo la puerta de su calabozo. ¡Con la carta que estrechaba sobre el corazón, despreciaba la rabia de sus enemigos y sentía fuerzas para perdonarlos!

La lectura de esa carta y las ilusiones que creaba en el espíritu de Martín le ayudaron a sobrellevar con paciencia la soledad hasta el día siguiente. Por el mismo conducto recibió una segunda carta de Leonor, en la que le descubría, en un lenguaje tierno y sencillo, los tesoros de un amor que Martín nunca se había atrevido a esperar.

En dos días más de esta correspondencia, Rivas había llegado a creer que los que llevaba de prisión habían sido los más felices de su vida.

Entretanto, la causa que contra él se seguía marchaba con la rapidez que desde entonces hasta ahora despliega la justicia chilena en los juicios políticos. Y como Martín, además de estar notoriamente convicto de su participación en los sucesos del 20 de abril, había confesado no sólo esa participación, sino que también en alta voz los principios liberales que profesaba, en el corto término de cuatro días la causa estaba rematada y el reo condenado a pena de muerte.

Leonor recibió la noticia de esta sentencia poco después de haber leído una carta que su padre acababa de mostrarle, en la que se daba permiso para que don Dámaso y los de su familia pudiesen visitar a Martín de las seis a las siete de la tarde. La hora había pasado ya y era preciso esperar al día siguiente. La idea de la fatal sentencia tuvo por esto largo tiempo para someter a la niña a una horrorosa tortura. Durante la noche se vio asaltada por todos los temores, aunque las reflexiones de su familia para persuadirla que aquella sentencia no se ejecutaría habían calmado su ánimo en el día. Su amor, en tan duro trance, cobraba las proporciones de una inmensa pasión y no podía pensar un momento en la muerte de Rivas sin hacerlo al mismo tiempo en la suya propia.

Después de esa noche de lágrimas, Leonor salió muy temprano de su pieza y entró en la de Agustín, que dormía profundamente.

A la voz de su hermana, el elegante se restregó los ojos.

-¡Qué matinal estás! -exclamó, viendo a Leonor de pie al lado de su cama-. ¡Y qué pálida, hermanita! -añadió-. Cualquiera diría que has velado toda la noche.

-Así ha sido -dijo la niña-: ¿podía dormir con esa horrible sentencia?

-Cálmate, la sentencia no se ejecutará.

-¿Quién me responde de ello? -preguntó Leonor, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

-Todos lo dicen.

-Eso no basta y por eso vengo a pedirte un servicio.

Soy todo a ti, mi bella; ordena y obedezco.

-Es preciso que hoy me acompañes a ver a Martín.

-Eso no deja de tener sus dificultades; ¿cómo entramos?

-Con una carta que tiene mi papá; tú se la pedirás diciéndole que vas a ver a Martín y te vas conmigo.

-Haces de mí lo que quieres.

Al dar las seis, en efecto, Leonor y Agustín presentaron la carta y fueron conducidos a la prisión de Martín.

El joven tenía sobre la ventana todas las cartas de Leonor, que se entretenía en leer una a una.

Al abrirse la puerta, Leonor le vio enderezarse y ocultar con ligereza las cartas. Al reconocer a la joven, Rivas corrió hacia la puerta y sus manos estrecharon la que ella le tendió.

-¡Peste! -exclamó Agustín, mirando en su rededor-. ¡No es por cierto el comfort inglés lo que aquí reina! Mi pobre amigo -añadió, abrazando a Rivas-, esto es degutante, mi palabra de honor.

Martín se sonrió con tristeza y olvidó todos sus cuidados en los ojos que Leonor fijaba en él llenos de lágrimas.

-Es la única silla que he podido conseguir -dijo, pasando a Leonor una mala silla de paja.

La niña se sentó y volvió la cara para enjugar las lágrimas.

-Vamos, hermanita -le dijo Agustín, enternecido también-, tengamos más valor: la reflexión es lo que nos distingue de los irracionales.

Martín no pudo reprimir una franca carcajada al oír la sentenciosa máxima que Agustín emitía con voz lastimosa.

Leonor miró a su amante llena de orgullo.

-Las cosas deben tomarse como vienen -dijo Rivas, no queriendo dejarse contagiar por la tristeza de los dos hermanos.

-¡Pero esa sentencia!… exclamó Leonor.

-La esperaba desde el primer día y no me ha conmovido -respondió el prisionero, con modesta voz-. Lo que sí ha hecho palpitar mi corazón -añadió, en voz baja al oído de Leonor- ha sido lo que no esperaba, sus cartas.

A través de las lágrimas que humedecían los párpados de la niña, brilló en sus ojos un rayo de pasión al oír estas palabras.

Fuese intencional o distraídamente, Agustín se acababa de parar en la puerta del calabozo, delante de la cual se paseaba el centinela.

-La felicidad que siento al verme amado -le dijo llena de tal modo mi pecho, que no deja lugar en él para los temores que pudiera inspirarme mi situación. Además -añadió, con cierta alegría-, no sé qué presentimiento me dice que no puedo morir.

-Sin embargo -replicó Leonor-, es preciso pensar seriamente en la fuga.

-Muy difícil me parece.

-No tanto; vea usted el plan que he imaginado: vengo con Agustín mañana a esta hora y traigo puestos dos vestidos. Uno toma usted y sale en mi lugar con Agustín.

-¡Y usted! -preguntó Rivas, con admiración, al ver brillar de entusiasmo los ojos de su querida.

-Yo -contestó ella- me quedo aquí; ¿qué pueden hacerme cuando me descubran?

Martín hubiera querido arrojarse de rodillas para adorar como una divinidad a la que, como una cosa muy natural, le ofrecía el sacrificio de su honra para salvarle.

-¿Cree usted que yo consentiría en conservar mi vida a costa de su honor? -le dijo, besándole con pasión la mano que estrechaba entre las suyas.

-Lo que yo quiero es que usted salga de aquí -contestó Leonor, con agitación -; es preciso, Martín, que no se forme usted ilusiones; en el Gobierno hay mucho encarnizamiento contra los que han tomado parte en la revolución; ¿quién nos asegura que el Consejo de Estado le indulte a usted? Y en caso de indulto, ¿qué pena sustituirán a la de muerte? Nada sabemos y todo esto me hace temblar.

Caramba -dijo Agustín, que acababa de acercarse a ellos-, Leonor tiene razón. Esta casa tiene un aspecto muy triste; es preciso que trates de salir de aquí.

-Si tú tienes valor -dijo Leonor a su hermano-. Martín puede salir ahora mismo. Quédate en su lugar y él saldrá conmigo.

Agustín se puso muy pálido y no pudo disimular el temblor que conmovió su cuerpo ante la sola idea de correr aquel peligro.

-Le conocerán al salir, hermanita -dijo, con voz apagada-; luego ¿quién me haría huir a mí?

-Tendrían que ponerte en libertad -replicó Leonor.

-Agustín tiene razón -dijo Rivas-, me conocerían al salir.

-Eso es claro como el día -observó el elegante, serenándose un poco y sacando su reloj, como deseoso de ver llegar la hora de irse.

-Si Agustín me trae mañana una buena lima y un par de pistolas, haré una tentativa -dijo Martín.

Es convenido. No hay nada más que decir -exclamó Agustín, volviendo a mirar el reloj, temeroso de que su hermana propusiese algún otro medio de evasión que le comprometiese.

En ese momento, el carcelero anunció que era hora de salir, y Leonor y Agustín se despidieron de Rivas, prometiéndole lo que pedía para efectuar su tentativa de fuga al día siguiente.

62

Pero esa tentativa no pudo llevarse a efecto porque la celeridad de los procedimientos judiciales había excedido toda previsión.

Cuando Leonor y Agustín se presentaron, solicitando ver a Rivas, en virtud del permiso que mostraban, recibieron esta lacónica contestación:

-No se puede.

-¿Por qué? -preguntó Leonor, con inquietud.

-Porque está en capilla -contestó el que había dado la primera respuesta.

Leonor se apoyó en el brazo de Agustín para no caer, aterrada por el espanto que produjeron en su alma esas fúnebres palabras.

Agustín, temblando de miedo, llevó a Leonor a la calle, donde el carruaje los esperaba.

La niña se arrojó sobre un asiento de atrás, prorrumpiendo en desesperados sollozos.

-A casa -dijo Agustín al cochero.

El coche se puso en marcha.

Al cabo de pocos instantes, Leonor alzó la frente: hubiérase dicho que, a través de las lágrimas que inundaban sus ojos, brillaba en ellos un lejano rayo de esperanza.

-¡Todo no está perdido! -exclamó, echándose en brazos de Agustín.

-Por supuesto, hermanita -dijo, sin comprender lo que decía, el elegante-: no te hagas pena, hermanita.

-¿Se te ha ocurrido algún medio de salvar a Martín? -preguntóle Leonor, con una exaltación febril, engañada por el aire de seguridad con que su hermano había pronunciado las palabras que anteceden.

-¿A mí? Ninguno. Nunca se me ocurre nada -contestó con viveza el elegante, que temió que Leonor quisiese exigirle algún sacrificio.

-Pues a mí se me ha ocurrido una idea.

-¿A ver la idea?

-Llévame a casa de Edelmira Molina

-¿Para qué?

-Allí lo sabrás.

-Pero, hermana, me parece inconveniente que tú.

Leonor no le dejó acabar su frase, porque bajó uno de los vidrios de adelante del coche, y por allí dijo al cochero:

-Para.

Luego, dirigiéndose a su hermano, le dijo con voz imperativa.

-Dale las señas.

-Agustín obedeció sin murmurar, y el coche tomó el camino que se le indicó.

-Es preciso que hablemos con Edelmira -dijo Leonor, al cabo de algunos momentos de silencio.

-Pero yendo a casa de su madre no es el medio más seguro de conseguirlo -replicó Agustín.

-¿Por qué?

-Porque allí me conocen, y, después de la historia que tú recordarás, estoy seguro que me aborrecen cordialmente

-Tienes razón -dijo Leonor, comprimiéndose la frente con las manos-; pero es absolutamente indispensable que yo me vea hoy mismo con Edelmira. A ver -añadió, con febril impaciencia-. piensa tú, discurre; yo tengo ardiendo la cabeza, y se me turban las ideas.

La afligida niña ocultó su rostro y dejó caer la cabeza sobre el respaldo del coche. En su seno los sollozos se agolpaban como las olas al soplo de la tormenta.

-Yo discurriré -dijo el elegante-; pero no sigamos a casa de doña Bernarda, porque lo perdemos todo.

-A casa -gritó Leonor al cochero.

Luego se volvió hacia su hermano. Sus ojos despedían rayos de fuego, y la contracción de sus cejas anunciaba la energía que era capaz de desplegar.

-Volveremos a casa -dijo: pero te advierto que antes de dos horas debes haberme facilitado una entrevista con Edelmira.

-Pero, hermanita, ¿cómo quieres que la saque yo de su casa?

-No sé; mas yo estoy resuelta a hablar hoy con ella, y si tú no me proporcionas la ocasión de hacerlo, iré yo sola a verla.

-No es conveniente que vayas toda sola –exclamó, exasperado, el elegante.

-Iré, iré -repitió Leonor, con exaltación-, nadie podrá impedírmelo. ¿No ves que Martín está en capilla? ¿No ves que si le fusilan yo moriré también?

Nada pudo objetar Agustín a este grito del alma enérgica de su hermana, y se convenció de que para evitarle el dar algún paso desesperado debía hacer cuanto le fuese posible por cumplir sus deseos. El joven se acordó en ese momento de la ambición insaciable de dinero que constantemente dominaba a Amador.

-Hay un medio de que hables con Edelmira -dijo.

-¿Cuál? -preguntó la niña con avidez.

-El de dar algunos reales al hermano de la muchacha y él mismo te la traerá a casa.

En este momento el coche llegaba a inmediaciones de casa de don Dámaso.

-Te daré dinero -dijo Leonor, cuando bajaban del coche-; espérame en tu cuarto.

En efecto, al cabo de poco rato volvió Leonor con treinta onzas de oro que entregó a su hermano.

-Toma -le dijo, confío en ti, tú no querrás verme llorar toda la vida ¿no es verdad?

Al decir esto, estrechaba al elegante con cariñosos abrazos.

-¡Caramba! -exclamó Agustín-. Eres un Creso, hermanita. ¡Qué rica estás!

-Papá me acaba de dar ese dinero; le he explicado mi plan en pocas palabras.

-Entretanto, a mí nada me has explicado, de modo que yo ando a oscuras.

-Anda primero, después lo sabrás todo.

Agustín salió de su casa y Leonor se dejó caer de rodillas, implorando la protección del cielo por el buen éxito de su empresa. Al cabo de algunos momentos de fervorosa oración, se acercó al escritorio de Agustín. y principió a escribir una carta a Rivas, en la que refería sus proyectos, prodigándole las más ardientes protestas de aquel amor que, lentamente desarrollado en su pecho, había cobrado ya las proporciones de una pasión irresistible.

En esos mismos momentos Agustín llegó a casa de doña Bernarda. Al pisar el umbral de aquella puerta, todos los recuerdos de la escena del supuesto matrimonio, en las que le había tocado representar el papel de víctima, asaltaron su memoria e hicieron latir de miedo su corazón. Pero la convicción en que se hallaba, de que era preciso obedecer a Leonor, le dio entereza para golpear a la puerta del cuarto de Amador.

Este abrió la puerta, y no sabiendo el objeto de la visita que le llegaba, contestó con un saludo incierto al saludo de Agustín.

-Deseo hablar con usted a solas -dijo el elegante

-Aquí estamos solos -contestó Amador, haciéndole entrar y cerrando la puerta.

-Voy a usar con usted de toda franqueza -dijo Agustín, sin sentarse.

-Así me gusta. No hay como la franqueza -exclamó Amador

-¿Quiere usted ganar unos quinientos pesos?

-¡Quinientos pesos! ¡Qué pregunta! ¿Y a quién no le gusta la plata, pues? ¿Pita usted? dijo Amador, pasando en medio de sus exclamaciones un cigarrillo de papel al elegante.

-No, gracias; el servicio que reclamo de usted es muy simple

-Hable no más, tengo buenas entendederas.

-Mi hermana desea hablar ahora mismo con su hermana Edelmira.

-¿Para qué?

-No sé; pero sospecho que sea para que ella intervenga con alguien en favor de Martín Rivas, que está condenado a muerte.

-Pobre Martín, yo lo hice agarrar preso, y ahora me pesa, vea, llevaré a Edelmira, no por el interés de los quinientos, aunque estoy muy pobre, sino por hacer algo por Martín.

-¡Magnífico! Apenas llegue usted a casa con Edelmira, recibirá la suma.

-Ya le digo que, aunque estoy pobre como una cabra, no lo hago por interés.

-Lo creo bien; pero la plata nunca está de más.

-Así es, vea; a mí siempre me está de menos

Despidiéronse, prometiendo Amador que en media hora más estaría con Edelmira en casa de don Dámaso.

Pocos momentos después que Agustín daba cuenta a Leonor del resultado de su entrevista, Amador y Edelmira llegaban a la casa.

Leonor condujo a Edelmira a su cuarto, dejando a su hermano en compañía de Amador.

Cuando las dos niñas se hallaron solas en una pieza, cuya puerta había cerrado Leonor, ambas se contemplaron con curiosidad y en ambas se pintó la sorpresa desde la primera mirada.

Edelmira halló, en vez de la altanera expresión que antes había notado en la hermosa hija de don Dámaso, una dulzura tal en su mirada que sintió por ella una irresistible simpatía.

Leonor vio que el rosado tinte de las mejillas de Edelmira había sido reemplazado por la palidez del sufrimiento: que la viveza de su mirar estaba apagada por la fuerza de una visible melancolía, y adivinó con la penetración de la mujer enamorada que Edelmira no había dejado de amar a Rivas.

Esta idea, que en otra circunstancia le habría desagradado, pareció, por el contrario, animarla.

-¿Sabe usted la situación en que se encuentra Martín? -le dijo, haciendo sentarse a Edelmira junto a ella.

-Sabía que estaba preso -contestó ésta-: pero ahora -añadió con voz turbada- mi hermano me dice que está condenado a muerte.

La que esto decía y la que escuchaba se miraron con los ojos llenos de lágrimas.

Leonor se arrojó en brazos de Edelmira, exclamando:

-¡Usted es mi última esperanza! ¡Es preciso salvarlo!

El corazón de Edelmira se oprimió dolorosamente al oír aquellas palabras que encerraban la confesión del amor que Leonor había ocultado en su primera entrevista.

Leonor continuó con exaltación, y sin cuidarse de secar las gruesas lágrimas que corrían por sus mejillas:

-Yo he hecho hasta aquí cuanto he podido, y me lisonjeaba de que Martín sería indultado; parece que le temen mucho, cuando se niegan a perdonarle. Yo estoy cansada de imaginar medios de evasión y aun cuando me hallo dispuesta a sacrificarme por él, nada acierto a combinar que sea realizable. Esta mañana, desesperada al oír la funesta noticia de que le han puesto en capilla, no sé por qué he pensado en usted; dígame que he tenido una buena inspiración. Usted me dijo, cuando estuvo aquí hace tiempo, que deseaba servir a Martín; la ocasión ha llegado de manifestarle su agradecimiento. Ya ve usted que es tan noble, tan valiente. ¡Y quieren matarlo!

Edelmira se sintió fuertemente conmovida al ver la desesperación con que Leonor pronunció aquellas palabras. La admirable belleza de Leonor en medio de tan acerba aflicción, lejos de causarle los celos que la hermosura de una rival despierta en el corazón de la mujer, pareció ejercer sobre Edelmira una especie de fascinación.

-Yo, señorita -dijo-, estoy dispuesta a hacer lo que usted me diga por salvar a Martín.

-¡Pero si a mí nada se me ocurre, por Dios! -exclamó Leonor, comprimiéndose la frente con las manos-; parece que las ideas se me escapan cuando creo haberlas concebido… A ver… ¿Por qué se me ocurrió que usted podría salvar a Martín?… ¡Ah! ¿No había un oficial de policía que quiso casarse con usted?

-Es cierto.

-Es joven, ¿no es verdad?

-Sí.

-Ese joven debe amarla todavía; usted es demasiado bella para que él haya dejado de amarla por un desaire, ¿no es así? Estoy segura de que él la ama. Pues bien, Martín está preso en su cuartel y usted puede comprometerle a que Facilite su evasión. Ofrezca usted todo lo que sea necesario: dinero, empleos; mi padre ofrece cuanto le pidan. ¡No me niegue usted este servicio; se lo agradeceré eternamente!

-Señorita -dijo Edelmira-, voy a hacer cuanto pueda: si usted consigue que Amador me acompañe a ver a Ricardo, tal vez logremos salvar a Martín.

Leonor estrechó con frenesí a Edelmira, prodigándole los más tiernos cariños por aquella respuesta.

-Vamos a ver a su hermano -dijo después de esto-, pues no tenemos tiempo que perder.

Salieron de la pieza en que se encontraban y entraron en la de Agustín.

Amador apuraba la décima copa de licor que le había ofrecido Agustín y fumaba, tendido, un habano prensado de enorme largo, con la gravedad de un magnate que tiene conciencia de su importancia.

Leonor explicó en pocas palabras el nuevo plan, y después de pedir a Amador, con insinuantes palabras, que acompañase a Edelmira, se acercó a preguntar a Agustín por el dinero que le había entregado.

El elegante puso con disimulo las treinta onzas en manos de Amador, cuyo rostro se iluminó con indecible alegría.

-Por salvar a Martín, que ha sido mi amigo -dijo, haré lo que usted guste, señorita.

-Tú los acompañarás para traerme la respuesta -dijo Leonor a Agustín, llamándolo aparte-; y no te mires en gastos. Si el oficial pone dificultades, dile que papá se encarga de su porvenir: yo respondo de ello.

Abrazó después a Edelmira, con la ternura de una hermana, y llevó su heroísmo hasta estrechar la mano de Amador, que despedía un olor insoportable a tabaco quemado.

-Mándeme con Agustín la noticia del resultado -dijo a Edelmira al atravesar el patio-; sólo espero en usted.

-Nada temas, hermanita -dijo Agustín-; aquí voy yo para arreglarlo todo; que la peste me ahogue si no sacamos a ese pobre Martín de la prisión.

Despidiéronse en la puerta de calle y Leonor entró a su cuarto. Allí se dejó caer sobre un sofá, rendida de emoción y de zozobra.

63

Gran sorpresa se pintó en el rostro de Ricardo Castaños cuando vio entrar en su habitación a las tres personas que vimos salir en su busca de casa de don Dámaso Encina.

Ricardo Castaños pertenecía, como ha podido verse en el curso de esta historia, a esa clase de enamorados que saben oponer a los desdenes de sus queridas la resignación que los filósofos aconsejan en los contrastes de la vida. A pesar de haberse visto despreciado por Edelmira, su amor vivía en su corazón y conservaba todo el vigor de los días en que había estado próximo a unirse con la niña por lazos indisolubles. Así fue que al verla entrar en la pieza que ocupaba en el cuartel, los latidos de su corazón se aceleraron de tal manera que, a la sorpresa que en sus ojos se pintaba, vino muy luego a unirse el rojo tinte que dieron a sus mejillas las oleadas de sangre que el ímpetu del corazón les transmitía.

Confuso y sin acertar a formular palabras claras, ofreció asiento a Edelmira y a los dos jóvenes que la acompañaban.

Edelmira rompió el silencio que a la invitación de Ricardo había sucedido: con voz segura y resuelta expresión de fisonomía, dijo;

-Venimos a verlo para un asunto muy importante.

-Señorita, aquí me tiene -contestó éste, poniéndose más colorado.

-Aunque estos caballeros -prosiguió Edelmira, volviéndose hacia Agustín y Amador- saben a lo que vengo, me gustaría más estar sola con usted para explicarme mejor.

-Aquí no hay escribano -dijo Amador, riéndose-, habla no más, que no hemos de dar fe después si lo que digas te perjudica.

-Esta señorita tiene razón -replicó Agustín-, yo soy partidario del tete a tete y nosotros podemos, entretanto, ir a fumar un cigarro.

-Andar entonces -dijo Amador-; vamos a pitar.

Los dos jóvenes salieron y principiaron a pasearse en un corredor, sobre el cual se abría la puerta de la pieza del oficial.

Este había quedado de pie, y buscaba en su imaginación algún cumplimiento para entablar la conversación.

Edelmira le ahorró este trabajo, diciéndole:

-Mucho extrañará usted verme aquí.

-Eso no, señorita; pero de seguro que no lo esperaba -contestó Ricardo.

-Yo conozco que no me he conducido bien con usted, y me arrepiento de ello -prosiguió la niña.

-Tanto favor, señorita, yo le doy las gracias.

-¿Me ama usted todavía? -preguntó Edelmira, fijando en el joven una resuelta y penetrante mirada.

-¡Vaya si la quiero! -exclamó Ricardo-, la prueba la tiene en que todos los días paso por su casa por verla.

-Usted puede darme ahora una prueba que me convencerá más que todo.

-Hable no más y verá si digo la verdad.

-Quiero que usted salve a Martín Rivas.

Ricardo hizo un movimiento de sorpresa.

-Aunque lo pudiera no lo haría -dijo con tono de rabia.

-Pues si usted quiere probarme que me ama, es preciso que salve a Martín.

-¡Bonita cosa!, ¿para que usted lo siga queriendo? No, más bien que lo fusilen, y así se acaba todo.

El oficial de policía pronunció estas palabras con un acento sombrío, que convenció a Edelmira de que el amor de aquel hombre no se había entibiado.

-Pues si lo fusilan, jamás nos volveremos a ver usted y yo- díjole la niña, levantándose de su asiento.

-Pruébeme usted que no lo quiere, pues -exclamó con pasión Ricardo: si así fuese, podíamos hablar.

-Estoy dispuesta a hacerlo si usted lo salva.

-¿Cómo me lo probará?

-Casándome con usted si quiere.

Estas palabras hicieron vacilar al oficial algunos momentos, durante los cuales permaneció en silencio.

Luego después replicó:

-Y entonces, ¿por qué se empeña tanto por él?

-¿Es usted reservado? -preguntóle Edelmira.

-¿Cómo no?

-Entonces diré que quiero salvarlo porque lo he prometido a la hermana de Agustín; éste ha venido para llevar la noticia de lo que usted conteste.

-¿Entonces esa señorita quiere a Martín?

-Sí.

-¿Y usted no?

-No.

-Y, ¿cómo puedo yo salvarlo, pues?

-¿No puede usted entrar de guardia mañana?

-No me toca.

-Pero puede cambiarla con aquél a quien le toque.

-Eso sí.

-Estando usted de guardia, le es muy fácil hacer fugarse a Martín, pagando al centinela para que huya con él.

-Es cierto; pero yo le diré una cosa: no tengo plata. . .

-Esa la dará Agustín.

-¿Y quién me asegura que después que Martín esté libre usted cumpla su palabra?

-Lo juraré, si usted quiere, delante de testigos; en presencia de mi madre, que hasta hoy me ha hablado de usted.

-Vea, Edelmira dijo Ricardo, después de reflexionar algunos segundos-, usted sabe que yo la he querido y la quiero mucho. ¿Qué más quisiera yo que casarme con usted, pues? Pero la condición que usted pone es muy dura; si dejo arrancarse a Martín, me pueden dar de baja.

-Ah, si usted aprecia más su carrera que a mí…

-No quiero decir eso, sino que perdiendo mi sueldo me quedo en la calle y la quiero demasiado a usted para que me pudiese conformar con verla pobre a mi lado.

-Si es por eso no más, creo que no tiene usted por qué temer.

-Si alguna persona rica, agradecida del servicio que le hiciera poniendo en libertad a Martín, le prometiese hacerse cargo de su suerte, ¿tendría usted dificultad en acceder a lo que le pido?

-No la tendría: ya le digo que lo hago por usted.

Edelmira llamó a Agustín, que en ese momento se hallaba con Amador cerca de la puerta de la pieza.

-Quisiera que usted repitiese a este caballero lo que al salir nos encargó la señorita Leonor -le dijo.

-¡Cáspita! no es tan fácil: mi hermana habló como un loro y yo no brillo por la buena memoria -contestó el elegante.

-Sí, pero usted no puede haber olvidado -replicó Edelmira- lo que ella dijo para el caso de que Ricardo perdiese su empleo.

-¡Ah!…, eso no: dijo que papá responde de todo, y Leonor puede decirlo porque ella lleva a papá por la punta de la nariz.

-Ya ve usted que no lo engaño -dijo en voz baja Edelmira a Ricardo.

Este tono confidencial de la que siempre se le había mostrado desdeñosa, hizo brillar de alegría y de amor el rostro del oficial.

-Yo no digo que usted me engañe en eso -replicó-, dígame no más que me cumple su palabra de casarse conmigo y que no se quejará después si quedo pobre.

-Si Martín está libre mañana en la noche -contestó Edelmira, haciendo inauditos esfuerzos por ocultar su emoción-, estoy dispuesta a casarme con usted el día que quiera.

-Estará libre o pierdo mi nombre dijo el oficial, apoderándose de una mano de Edelmira y sellando con un ardiente beso aquella especie de juramento.

La niña le hizo repetir varias veces que no faltaría a su palabra, y Agustín se comprometió a traer el dinero necesario para pagar al centinela que debía ayudar a la fuga.

Edelmira y Amador regresaron con Agustín a casa de don Dámaso, en donde Leonor les esperaba, entregada a una inquietud muy cercana al delirio.

Cuando Edelmira le dijo que Martín se salvaría, Leonor dio un grito de contento y, tomándola en sus brazos, la colmó de locas caricias.

-¿Y cómo ha conseguido usted esto? -preguntó Leonor, sin notar que Edelmira, presa de un profundo abatimiento, había ocultado su rostro para no dejar ver las lágrimas que lo bañaban.

-Jurándole que me casaría con él -contestó la niña.

Y, al dar aquella respuesta, pareció que la abandonaban el valor y la resignación que durante su entrevista con Ricardo había desplegado, pues los sollozos casi ahogaron sus últimas palabras.

Leonor miró durante algunos momentos a Edelmira con una expresión indefinible; la admiración y los celos que dormitan en el fondo de todo amor verdadero ocuparon al mismo tiempo su alma. En esos momentos, que fueron muy rápidos, se dijo al mismo tiempo: "Le ama tanto como yo; y… ¡Pobre niña! ¡tiene un corazón angelical !"

Y como dijimos, aquel instante de involuntaria reflexión pasó con rapidez, porque Leonor se arrojó enternecida en brazos de Edelmira.

-Dios sólo -le dijo -es capaz de recompensar a usted por tanta generosidad. Si algo vale para usted mi eterno reconocimiento acéptelo, Edelmira, y permítame ser su amiga.

Estas palabras, pronunciadas con todo el calor de un alma generosa, calmaron el llanto de Edelmira y le devolvieron la serenidad.

Leonor repitió mil veces sus protestas de agradecimiento, con aquellas palabras cariñosas que las mujeres saben emplear en la efusión del corazón, y supo hacer olvidar a Edelmira la diferencia social de sus condiciones respectivas.

En la mañana del día siguiente, Ricardo y Amador se presentaron en casa de don Dámaso y arreglaron con Leonor y Agustín el plan de fuga que debía ejecutarse en la noche de ese día.

64

Martín, entretanto, daba un triste adiós a la vida y a los amores, esta segunda vida de la juventud.

En ese adiós había, sin embargo, junto con la tristeza, la serena resignación del valiente. Además, el amor ocupaba tan grande espacio en su alma, que más bien le contristaba la idea de separarse de Leonor para siempre, que la de perder la existencia en la flor de sus años.

En esta disposición de espíritu, Rivas se había ocupado con calma de sus últimas disposiciones. No poseía ningún bien, de modo que el cuidado de los intereses materiales no le robó ninguno de los precios instantes que le quedaban.

Poseía sí, un inmenso tesoro de amor, al que quería consagrar su alma entera en aquellos momentos solemnes. Escribió, pues, una larga y sentida carta a su madre y a su hermana. Cada una de las frases de esa carta tenía por objeto fortificar sus ánimos para la terrible prueba de dolor que las esperaba.

Acaso –les decía al concluir- la muerte no sea para mi un mal en las presentes circunstancias. Obstáculos casi insuperables se me presentarían, si viviese, para realizar la felicidad a que Leonor me ha dado derecho de aspirar; y, tal vez, combatiéndolos, habría sufrido humillaciones demasiado crueles para mi corazón. Tengo confianza en Dios y no me falta valor; las puras bendiciones de ustedes me allanarán el camino para comparecer ante el Divino Juez.

Cerrada esta carta, parecióle que podía ocuparse ya enteramente de Leonor. Para hablarle de su inmensa pasión le escribía la historia del modo cómo ella había nacido y desarrollados en su alma. Sencilla y tierna historia de enamorado, llena de ideales aspiraciones, de ardientes amarguras borradas ya de la memoria con la dicha de los últimos días. El trágico fin que aguardaba al protagonista era la única sombra de aquel cuadro pintado con los diáfanos colores dé la juventud y del amor. Martín lo retocaba con la predilección del artista por su obra favorita, y añadía una frase de amor a las mil que la esmaltaban, cuando la puerta de su calabozo se abrió en silencio.

Era la oración, y Martín vio entrar a un hombre embozado, que no pudo conocer al instante.

Este se quitó el embozo al acercarse a la mesa en que Rivas escribía a la luz dudosa de una negra vela de sebo.

-¿Qué objeto tiene esta visita, señor don Ricardo? -preguntó Martín, con cierta altanería al reconocer a Ricardo Castaños.

-Lea este papel -contestó el oficial, entregando a Rivas una carta.

Rivas leyó lo siguiente:

Todo está concertado para su fuga. Ricardo Castaños pagará al centinela, que enseñará a usted el camino seguro para salir, aproveche, pues, la ocasión, y tenga prudencia, recordando que del éxito de este paso no sólo depende su vida, sino también la de su amante.

LEONOR ENCINA

Martín levantó sobre Ricardo los ojos, en los que brillaba la esperanza, y al mismo tiempo hizo ademán de guardar la carta.

-¿No será mejor que la queme? -le dijo el oficial.

-¿Por qué? -preguntó Martín, que guardaba como un tesoro las cartas de Leonor.

-Porque si por desgracia lo pillan –repuso Ricardo-, ese papel me compromete.

-Tiene usted razón -contestó Rivas, quemando el papel.

-Bueno -dijo Ricardo, ahora yo me voy y usted no tiene más que salir; el soldado que está de centinela lo llevará por un camino seguro.

-Una palabra -dijo Martín, acercándose a Ricardo-: usted me presta en este momento un servicio que no me esperaba, y mucho menos de parte de usted, que me ha considerado como su enemigo.

-Eso no -dijo el oficial-; yo lo perseguí y tomé preso a usted porque estábamos combatiendo.

-¿Nada más que por eso? -preguntó Rivas-. Hablemos con franqueza: usted me ha creído siempre su rival.

-Es cierto.

-Sin embargo, se ha engañado usted; jamás he hablado de amor a Edelmira, se lo aseguro bajo mi palabra de honor.

-¡Cierto! -exclamó lleno de alegría Ricardo.

-Cierto; si antes creí que esta confesión, hecha por mí a usted, parecería humillante, ya que usted se ha prestado a servirme, creo deber hacérsela sin indagar la causa que usted haya tenido para ello. Si usted ama a esa niña -añadió Martín-, creo que esta confesión destruirá los juicios que haya formado en contra de ella; entretanto, yo no tengo otro medio de manifestarle mi agradecimiento que haciendo esta confesión y rogándole que acepte mi amistad.

-Gracias -dijo con efusión Ricardo, estrechando la mano que le presentó Martín.

El oficial salió, dejando la puerta abierta, después de decir a Rivas que apagase la luz para salir tras él.

En la fuga de Martín no hubo ninguna de las peripecias que los novelistas se aprovechan para excitar la curiosa imaginación de los lectores. El soldado que guardaba su calabozo abandonó con él el puesto de su facción, condujo a Martín por pasadizos solitarios hasta llegar a un patio, igualmente solo, en donde, mediante el auxilio de una escalera, ambos salvaron los tejados y bajaron a una calle.

-Adiós, pues, patrón -dijo el soldado a Rivas.

Y se echó a andar por las calles, pensando en las onzas de oro que sonaban agradablemente en su bolsillo, después de haber sido entregadas a Ricardo Castaños por la torneada y blanca mano de Leonor.

Rivas divisó a poca distancia del punto en que lo dejó el soldado un carruaje, al que se dirigió inmediatamente. Un hombre se adelantó a recibirle, diciéndole con voz bien conocida:

Tú eres salvado, Martín; déjame abrazarte.

Y Agustín Encina le estrechó entre sus brazos con un cariño fraternal.

-Mi hermana está allí, que te espera -añadió el elegante, señalando el carruaje.

En ese momento, Leonor había bajado del coche.

-Estos momentos -dijo a Rivas, dejándole estrechar la mano que le pasó para saludarle- han sido para mí de una inquietud mortal; a cada instante creía oír alguna voz de alarma.

-Vamos, es preciso montar y meternos en ruta –dijo Agustín-; el lugar éste, tan cerca de la prisión, no me parece de los más recreativos.

Leonor se sentó en uno de los asientos de atrás del coche y colocó a su lado a Rivas. Agustín se sentó al frente de ellos.

-En un lugar cercano -dijo éste a Martín- tenemos esperándote un mozo con caballos que te servirán mejor para tomar caminos excusados por si les da el capricho de perseguirte.

-Jamás podré pagar los servicios que ustedes me hacen -dijo Martín, lleno de reconocimiento.

-¿No hay en ellos algún egoísmo de mi parte, cuando salvándole a usted salvo también mi felicidad amenazada de muerte? -le dijo con voz baja y dulcísima, Leonor.

-Vaya -dijo, casi al mismo tiempo, Agustín-, qué dices tú de pagar, querido; somos nosotros los que te estamos pagando lo que te debemos. Te parece poco haberme ahorrado la molestia de tener por cuñado a ese insaciable comedor de pesetas que se llama Amador. Oye, querido, el adagio francés: Un bien fait n'est jamais perdu, ésa es la verdad.

Agustín siguió manteniendo la conversación durante el camino, mientras que, escuchándole apenas, Leonor y Martín se decían en voz baja esas frases cortadas, que parecían seguir los latidos del corazón, y que los amantes encuentran mil veces más elocuentes que el más brillante discurso.

Llegado que hubieron a una callejuela solitaria en los suburbios de la población y a inmediaciones de la calle de San Pablo, que lleva al camino de Valparaíso, el coche se detuvo por orden de Agustín.

Los tres bajaron del carruaje, y Agustín se dirigió a un hombre que se presentó a caballo tirando otro de la rienda.

-Es preciso que aquí nos separemos -dijo Leonor a Rivas-; escríbame usted cada vez que le sea posible. ¿Tendré necesidad de jurarle que pensaré en usted a toda hora?

-No; pero dígame otra vez, Leonor, que es verdad cuanto me ha sucedido en estos días: a veces creo que todo ha sido un sueño. Sobre todo ese amor, al que jamás me atreví a aspirar sino en la soledad de mi corazón.

-Ese amor, Martín, es tan verdadero como todo lo demás.

-¿Y durará siempre, no es verdad? -murmuró el joven, estrechando con pasión las manos de Leonor.

-Será el único de mi vida dijo ella-; y no crea que éste sea un juramento vano arrancado por una pasajera afición, no he amado más que a usted en el mundo. ¡Quién me hubiera dicho, cuando llegó usted a casa, que iba a amarle!

-¡Y yo -dijo Rivas- que la miré a usted como una divinidad! ¡Ah, Leonor, qué pequeño me sentí ante la orgullosa altivez de la mirada con que usted contestó a mi saludo!

-¡Y cómo figurarse también -exclamó la niña, con el acento alegre de una infantil coquetería- que bajo el exterior de un pobre provinciano se ocultaba el corazón que debía avasallarme! Martín, usted me ha castigado por mi orgullo, porque le amo ahora demasiado.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con un acento de apasionada melancolía, que formó un notable contraste con la viveza infantil de las primeras.

-¿Se arrepiente usted de hacerme feliz? -preguntó Rivas.

-Me arrepiento, al contrario, de no haberle dicho antes que le amaba -contestó la niña, con la misma melancolía.

-¡Qué importa, cuando con estas solas palabras me hace usted olvidar todo lo pasado! -replicó Martín.

-Pero tenemos que separarnos, y yo me resigno a este sacrificio porque se trata de la vida de usted.

-Y yo también lo acepto gustoso porque sé, Leonor, que su recuerdo me alentará para luchar contra la mala suerte si ella me espera; porque sé también que mi perseverancia tendrá una inmensa compensación cuando pueda volver a su lado y escuche de su boca palabras como las que acabo de oír.

-Será preciso aplazar hasta entonces nuestra felicidad dijo la niña, ahogando un suspiro que le arrancaba la idea de que en pocos momentos más dejaría de oír la voz de su amante.

-Y ese día llegará pronto, ¿no es verdad? -dijo Martín, a quien, después de olvidarse por un instante de la separación que le esperaba, aquel suspiro de la niña despertó a la realidad de la situación.

-¿Pronto?, sí; llegará pronto, porque yo no tendré sosiego hasta que consiga el perdón de la sentencia que pesa sobre usted. Felizmente me siento con sobrada fuerza para vencer todos los obstáculos: ni las negativas de mis padres ni las necias habladurías del mundo me arredrarán. ¿No se trata de volvernos a ver? Ah, yo tendré fuerzas y valor para todo. ¿No sabe, Martín, que sólo usted hasta hoy ha podido dominar mi voluntad? ¿Sabe usted que ha hecho casi un milagro? Yo misma no lo comprendo; pero conozco que la voluntad de usted será en adelante la mía, que sus deseos serán órdenes para mí, y que únicamente me negaría a obedecerle si usted me mandase dejarle de amar.

Rivas bajó del cielo a que esas palabras, dichas con el dulcísimo acento de la mujer enamorada, habían elevado su alma, al oír la voz de Agustín, que se acercó diciéndoles:

-Vamos, Martín, amigo mío, es preciso que terminen los adioses y montes a caballo.

Para hacer esta advertencia, el elegante había fumado la mitad de un cigarro puro, hablando con el de a caballo no lejos del coche y diciéndose de cuando en cuando: "Es preciso ser buen amigo y dejar que se den el último adiós en paz. ¡Cáspita, el pobre muchacho ha sufrido bastante, según creo, para que yo le permita este ligero recreativo!"

A favor de la oscuridad, Martín imprimió un ardiente beso en la frente de Leonor y bajó del carruaje.

Leonor se cubrió el rostro con las manos y dio libre curso a las lágrimas que durante aquella conversación había contenido a duras penas.

Entretanto, Rivas dio un cariñoso abrazo a Agustín y saltó sobre su caballo.

-Nosotros trabajaremos acá por ti, querido -díjole Agustín-; ten cuidado no más de que no te atrapen antes de salir de Valparaíso. El mozo que te acompaña lleva una maleta para ti con un ligero equipaje; ahí encontrarás cartas de recomendación para ciertos comerciantes de Lima, amigos de papá, y además de realillos que necesitas para los gastos del viaje y los primeros que tengas que hacer en Lima; lo demás está previsto en las cartas que te hablo; vamos, todavía adiós, y buena fortuna: ¡en ruta!

Estrecharon sus manos con cordial emprendió el galope después de dar una mirada de despedida a Leonor, que, inmóvil al pie del carruaje, ocultaba entre las manos su rostro bañado en lágrimas.

65

Carta de Martín Rivas a su hermana:

Santiago, octubre 15 de 1851

Cinco meses de ausencia, mi querida Mercedes, parece que en vez de entibiar han aumentado el amor profundo que alimenta mi pecho. He vuelto a ver a Leonor, más bella, más amante que nunca. La orgullosa niña, que saludó con tan soberano desprecio al pobre mozo que llegaba de una provincia a solicitar el favor de su familia, tiene ahora para tu hermano tesoros de amor que le deslumbran y hacen caer de rodillas ante su mirada angelical. Son los mismos ojos cuya mirada bastaba para hacerme palidecer los que me prestan ahora sus divinos fulgores para lanzar mi alma palpitante en las indefinibles regiones de la pasión más pura y más ardiente a un mismo tiempo; es la misma frente majestuosa que se inclina ahora ante mis ojos con la poética sumisión de amorosa solicitud; los mismos rosados labios, desdeñosos antes, que ahora me sonríen y articulan los castos juramentos que afianzarán nuestra unión; es en fin, querida mía, la bella la imponente Leonor de antes, figurada por la misteriosa influencia del amor.

Desde Lima te referí con prolija minuciosidad la vida que llevé en Santiago desde el día de mí llegada. En esas cartas predominaba el egoísmo del que quiere, trazando sus recuerdos, evocara todas horas para olvidar la tristeza del presente. Gracias, pues, a ese egoísmo trazando sus recuerdos, evocar a todas horas el pasado del que quiere a todos los personajes que han intervenido en mis acciones y quiero completar mi obra diciéndote el estado en que los encuentro a mi vuelta.

Agustín, siempre elegante y amigo de las frases a las francesa, se ha casado hace pocos días con Matilde, su prima. Hablándome de su felicidad, me dijo estas textuales palabras: "Somos felices como dos ángeles nos amamos a la locura

Fui al día siguiente de mi llegada a ésta, día domingo, a la Alameda; yo daba el brazo a Leonor, lo cual bastará para que fácilmente te figures el orgullo de que me sentía dominado. A poco andar divisamos una pareja que caminaba en dirección opuesta a la que llevábamos,- pronto reconocí a Ricardo Castaños, que, con aire triunfal, daba el brazo a Edelmira. Nos acercamos a ellos y hablamos largo rato. Después de la conversación, me pregunté si era feliz esa pobre niña, nacida en una esfera social inferior a los sentimientos que abrigaba antes en su pecho, y no he acertado a darme una respuesta satisfactoria, pues la tranquilidad y aún alegría que noté en sus palabras las desmentía la melancólica expresión de sus ojos. Acaso, me digo ahora, Edelmira ha consagrado su vida a la felicidad del hombre a quien su noble corazón la ha unido; y, para quien, como yo, conoce la nobleza de su alma ésta es la contestación que tiene más probabilidades de verdadera.

Para informarte de una vez de todo lo relativo a esta familia, te diré que he sabido por Agustín que la hermana de Edelmira, Adelaida se ha casado con un alemán dependiente de una carrocería; que Amador anda ahora oculto y perseguido por sus acreedores, que han resuelto alojarlo en la cárcel, y que doña Bernarda vive al lado de Edelmira y cultiva con más ardor que nunca su pasión a los naipes y a la mistela

Una de mis primeras visitas ha sido consagrada a la tía de Rafael. La pobre señora me refirió, con los ojos llenos de lágrimas, los pasos que su hermano don Pedro dio para encontrar el cadáver de mi desventurado amigo. Salí de esa casa con el corazón despedazado, después de visitar las habitaciones de Rafael, que su tía conserva tales como las dejamos en la noche del 19 de abril. Esta es la única nube que empaña mi felicidad. La vigorosa hidalguía de Rafael, su noble y varonil corazón vivirán eternamente en mi memoria; no puedo pensar, sin profundo sentimiento, en la pérdida de tan rica organización moral. La desgracia, que había dado a sus ojos la melancólica expresión que dominaba a su fisonomía, no tuvo fuerzas para abatir los nobles instintos de su alma. ¡Y almas como ésas no deben llevarse tan pronto al cielo las elevadas dotes que pueden fructificar en la tierra! En el corazón de ese amante desesperado, la voz de la libertad había mundo de amor en el que pasaban, como lejanas sombras, las melancolías del primero. Mi cariño a la memoria de Rafael lo comprenderá en toda su extensión, querida hermana, cuando te diga que con Leonor hablo tanto de él como de nuestros proyecto de felicidad.

Conociendo, por la pintura que tantas veces te he hecho, el carácter de Leonor, te explicarás cómo haya podido ella conseguir que sus padres y toda su familia aceptasen nuestra unión con inequívocas muestras de alegría. Así lo deseaba ella, y así ha sido. Don Dámaso, después de obtener mi indulto con poderosos empeños, ha tenido que reconocer delante de su hija que él, al casarse, no estaba en muy superior condición que la mía.

Doña Engracia se ha mostrado, como siempre, dócil a la voluntad de su hija; Agustín me trata como a un hermano, y todos los miembros de la familia siguen su ejemplo. Después de esto, ¿qué me queda que agregar? Pintarte mi felicidad sería imposible. Leonor parece haber guardado para mí solo un tesoro de dulzura y de sumisión de que nadie la creía capaz. Ella dice que quiere borrar de mi memoria la altanería con que me trató al principio. Hablándome del sacrificio de Edelmira, me dijo anoche: "Y sólo puedo admirarla, pero conozco que no habría tenido su generosidad: usted, que me ha hecho conocer el amor, me ha dado también a conocer el egoísmo".

En fin, mi querida Mercedes, si me dejase llevar del deseo, te escribiría una a una las escenas en que oigo palabras llenas de una ternura indecible, de esas que sólo ustedes, las mujeres, saben decir cuando aman. Pero así esta carta no terminaría nunca y el correo se marcha hoy.

Transmite a mi madre el cariñoso abrazo que te envía tu amante hermano.

MARTÍN

Quince días después de enviar esta carta, escribió otra Rivas a su hermana, participándole su enlace con Leonor. Esa carta era menos expansiva que la anterior.

Hubiera querido -le decía al terminar- ir yo en persona a traerlas a ustedes; pero es un punto sobre el cual Leonor ha hecho valer su antigua altivez, "Irás, me ha dicho, pero conmigo." No tarden pues, en venirse: sólo ustedes me faltan para completar mi felicidad.

Don Dámaso Encina encomendó a Martín la dirección de sus asuntos, para entregarse, con más libertad de espíritu, a las fluctuaciones políticas que esperaba le diesen algún día el sillón del senado. Pertenecía a la numerosa familia que una ingeniosa expresión califica con el nombre de tejedores honrados, en los cuales la falta de convicciones se condecora con el título acatado de moderación.

F I N

"RESUMEN DEL LIBRO MARTIN RIVAS"

 

 

Autor:

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"No a la cultura del secreto, si a la libertad de información"?/font>

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"?

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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