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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 3)



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-Mira, mira -dijo San Luis, asiendo el brazo de Martín-, allí va Amador el hermano; ése que lleva un vaso de ponche, llamado en estas reuniones chicolito. ¿No encuentras que Amador es soberbio en su especie? Ese chaleco de raso blanco, bordado de colores por alguna querida prolija, es de un mérito elocuentísimo. La corbata tiene dos listas lacres que dan un colorido especial a su persona, y el pelo encrespado, como el de un ángel de procesión, tiene la muda elocuencia del más hábil pincel, porque caracteriza perfectamente al personaje. Míralo, está en su elemento con el vaso de licor que ofrece a una niña.

En ese instante un joven se acercó al que así ocupaba la atención de los dos amigos y le dijo algunas palabras al oído.

Amador salió de la pieza a otra que daba al patio, y por ésta, al lugar en que San Luis y Rivas se habían detenido.

-Caballeros -dijo, acercándose-, ¿que no me harán ustedes la gracia de entrar a la cuadra?

Estamos poniéndonos los guantes -contestó Rafael-; ya íbamos a entrar.

Luego, señalando a su amigo.

-Don Amador -le dijo-, tengo el gusto de presentarle al señor Martín Rivas.

-El señor don Amador Molina -dijo a Martín.

-Un criado de usted, para que mande dijo Amador, recibiendo el saludo del joven Rivas.

Los tres entraron entonces a la pieza contigua a la que Amador había llamado la cuadra.

13

Las miradas de los concurrentes se dirigieron hacia los que llegaban precedidos por Amador. Los jóvenes les saludaron con amaneramiento y recelo, las niñas hablándose al oído, después que les eran presentados.

El bullicio que reinaba en aquella reunión cuando Rivas y San Luis se detuvieron en el patio cesó repentinamente apenas ellos entraron. En medio de este silencio se oyó una voz sonora de mujer que lo interrumpió con estas palabras:

Ei es, ya se quedaron como muertos; como si nunca hubieran visto gente.

Era la voz de doña Bernarda, que, puesta en jarras en medio del salón, animaba con el gesto a los tertulianos.

Las niñas se sonrieron bajando la vista y los jóvenes parecieron volver en sí con tan elocuente exhortación.

-Dice bien misiá Bernardita -exclamó uno-, vamos bailando cuadrillas, pues.

-Cuadrillas, cuadrillas -repitieron los demás, siguiendo el ejemplo de éste.

Un amigo de la casa se acercó al piano, que él mismo había hecho llevar allí por la mañana, y comenzó a tocar unas cuadrillas, mientras se ponían de pie las parejas que iban a bailarlas. Entre éstas no había distinción de edades ni condiciones, hallándose una madre, que rayaba en los cincuenta, frente a la hija de catorce años que hacía esfuerzos por alargarse el vestido y parecer grande a riesgo de romper la pretina.

-Anda, rompete el vestido con tanto tirón -le decía la primera, causando la desesperación de su compañero, que afectaba las maneras del buen tono en presencia de Rivas y de su amigo.

En otro punto, un joven hacía requiebros en voz alta a su compañera para manifestar que no tenía vergüenza delante de los recién llegados.

-Señorita -le decía-, le digo que es ladrona, porque usted anda robando corazones.

A lo que ella contestaba en voz baja y con el rubor en las mejillas.

-Favor que usted me hace, caballero.

Doña Bernarda recorría, como dueña de casa, el espacio encerrado por las parejas, diciendo a su manera un cumplido a cada cual. Al llegar frente a la mamá que hacía vis à vis con su hija, principió a mirarla, meneando la cabeza con aire de malicia.

-¡Mira la vieja cómo se anima también! -exclamó-; ¡y con un buen mozo, además! ¡Eso es, hijita, no hay que recular!

-Por supuesto, pues -contestó ésta-, ¿que las niñas no más se han de divertir?

Amador se agitaba en todas direcciones buscando una pareja que faltaba.

-Y usted, señorita dijo a una niña, después de haber recibido las excusas de otras-, ¿no me hará el merecimiento de acompañarme?

-No he bailado nunca cuadrillas -respondió ella con voz chillona-, ¿si quiere porca?

-Sale no más, Mariquita -le dijo doña Bernarda-; aquí te enseñarán, no pensis que es tan rudo.

Al cabo de algunas instancias, Mariquita se decidió a bailar, y la cuadrilla dio principio al compás de los desacordes sonidos del piano, sobre cuyo pedal el tocador hacía esfuerzos inauditos, agitándose en el banquillo, que con tales movimientos sonaba casi tanto como el instrumento.

No contribuía poco también la algazara de los danzantes y espectadores a sofocar los apagados sonidos del piano, porque Mariquita y la niña de catorce años se equivocaban a cada instante en las figuras y recibían lecciones de tres o cuatro a un tiempo.

-Por aquí, Mariquita -decía uno.

-Eso es, ahora un saludo -añadía otro.

-Por acá, por acá -gritaba una voz.

-Míreme a mí y haga lo mismo -le decía Amador contoneándose al hacer adelante y atrás con su vis à vis.

No griten tanto, pues -vociferaba el del piano-, así no se oye la música.

Toma un traguito de mistela para la calor -le dijo doña Bernarda, pasándole una copa, mientras que Amador daba fuertes palmadas para indicar al del piano el cambio de figura.

En la segunda, la niña de catorce años quiso hacer lo mismo que en la primera, turbando también al que bailaba a su frente e introduciendo general confusión porque todos querían principar a un tiempo para corregir a los equivocados y restablecer el orden a fuerza de explicaciones. Este desorden, que desesperaba a los jóvenes y a las niñas que pretendían dar a la reunión el aspecto de una tertulia de buen tono, regocijaba en extremo a doña Bernarda, que con una copa de mistela en mano aplaudía las equivocaciones de los danzantes y repetía de cuando en cuando, llena de alborozo por lo animado de la reunión:

-¡Vaya con la liona que arman para bailar!

Rafael San Luis era, con gran sorpresa de Rivas, uno de los que más alegría manifestaban, contribuyendo, por su parte, en cuanto podía, a embrollar el muy enmarañado nudo de la cuadrilla, haciendo a veces oír su voz sobre todas las otras y aprovechando la confusión para quitar a alguno su compañera y principiar con ella otra figura, lo que perturbaba la tranquilidad apenas daba visos de restablecerse.

Martín observaba a su amigo desde aquel nuevo punto de vista, que contrastaba con la melancólica seriedad que siempre había notado en él, y creía divisar algo de forzado en el empeño que San Luis manifestaba por aparentar una alegría sin igual. |

-Su amigo es el regalón de la casa -le dijo, acercándose, doña Bernarda.

-No le creía de tan buen humor -contestó Rivas.

-Así es siempre, gritón y mete bulla; pero tiene un corazón de serafín

-¿No le ha contado lo que hizo conmigo?

-No, nunca me ha dicho nada.

-Esa es otra cosa que tiene. A nadie le cuenta las obras de caridad que hace; pero yo se lo contaré para que lo conozca mejor. El año pasado estuve a la muerte, y después de sanar, cuando quise pagar al médico y al boticario, me encontré con que no les debía nada, porque él ya los había pagado. ¡Ah, es un buen muchacho!

El profundo agradecimiento con que doña Bernarda pronunció aquellas palabras hizo una fuerte impresión en el ánimo de Rivas, llamando su atención de nuevo sobre la loca alegría de San Luis, que en ese momento había hecho llegar a su colmo la confusión y algazara de los de la cuadrilla.

Al verse observado por su amigo, Rafael vino hacia a él. En el corto espacio que recorrió para llegar hasta Martín su rostro había dejado la expresión de contento que lo cubría por la serena tristeza que revelaba ordinariamente.

-Esto principia no más -le dijo-; a medida que nos pierdan la vergüenza nos divertiremos mejor.

-¿Y realmente te diviertes? -le preguntó Martín.

-Real o fingido, poco importa -contestó San Luis con cierta exaltación-, lo principal es aturdirse.

Y se alejó después de estas palabras, dejando a Rivas en el mismo lugar.

Iba éste a salir a la pieza contigua cuando se halló frente a frente con Agustín Encina, que llegaba deslumbrante de elegancia. Los dos jóvenes se miraron un momento indecisos, y un ligero encarnado cubrió sus rostros al mismo tiempo.

-¡Usted por aquí, amigo Rivas! -exclamó el elegante.

-Ya lo ve usted -contestó Martín-, y no adivino por qué se admira, cuando usted frecuenta la casa.

-Admirarme, eso no; lo decía porque como usted es hombre tan retirado… yo vengo porque esto me recuerda algo las grisetas de París, y luego en Santiago no hay amuzamientos para los jóvenes.

Agustín se fue, después de esto, a saludar a la dueña de casa que, por mostrarle su amabilidad, le señaló tres dientes que le quedaban de sus perdidos encantos.

En este momento Rafael, que acababa de divisar al joven Encina, tomo del brazo a Rivas y se adelantó hacia él.

-¿Has saludado -le dijo, estrechando la mano de Agustín- a este elegante? Aquí todas las chicas se mueren por él

-Estás de buen humor, querido -le contestó Encina, poniéndose ligeramente encarnado-; mucho me alegro.

Y pasó al salón, ostentando una gruesa cadena de reloj con la que esperaba subyugar a la desdeñosa Adelaida.

Terminada la cuadrilla, doña Bernarda llamó a algunos de sus amigos.

-Vamos, al montecito -les dijo-; es preciso que nosotros también nos divirtamos.

Varias personas rodearon una mesa sobre la cual doña Bernarda colocó un naipe, y las restantes, con Rivas y San Luis, entraron al salón, donde se oía el sonido de una guitarra.

Tocábala Amador, sentado en una silla baja y dirigiendo miradas a la concurrencia, mientras que la criada que había abierto la puerta a Rafael pasaba una bandeja con copas de mistela.

Hombres y mujeres acogieron el licor con agrado, y Amador, deja do la guitarra, presentó un vaso a Rivas y otro a Rafael, obligándoles a apurar todo su contenido. A esta libación sucedieron varias otras aumentaron la alegría pintada en todos los semblantes e hicieron acoger con entusiasmo la voz de uno que resonó diciendo:

-¡Cueca, cueca, vamos a la cueca!

Agitáronse al aire varios pañuelos; y Rivas vio, con no poco asombro, salir al medio de la pieza a una niña que daba la mano al mismo oficial que le había recibido en la policía la noche de su prisión

-Este es el oficial que estaba de guardia cuando me llevaron preso -dijo a Rafael.

-Y el mismo enamorado de Edelmira -le contestó éste-, acaba o llegar, por eso no le habías visto.

Resonó en esto la alegre música de la zamacueca bajo los dedos de Amador, y se lanzo la pareja en las vueltas y movimientos de este baile, junto con la voz del hijo de doña Bernarda, que cantó elevando los ojos al techo, el siguiente verso, tan viejo, tal vez, como la invención de este baile:

Antenoche soñé un sueñoQue dos negros me mataban, Y eran tus hermosos ojos Que enojados me miraban

Seguían muchos de los espectadores, palmoteando, el compás del baile y animando otros a las parejas con descomunales voces.

-¡Ay, morena! -gritaba una voz, haciendo un largo suspiro con la primera palabra.

-¡Ah, aah! -decía otra al mismo tiempo.

-¡Ofrécele, chico!

-¡No la dejes parar!

-¡Bornéale el pañuelo!

-¡Echale más guara, oficialito!

Eran voces que se sucedían y repetían, mientras que Amador cantaba:

A dos niñas bonitas Queriendo me hallo; Si feliz es el hombre, Más lo es el gallo.

Al terminar la repetición de estas últimas palabras, un bravo general acogió la vieja galantería que usó el oficial, poniéndose de rodillas delante de su compañera al terminar la última vuelta.

Continuaron entonces la libaciones, aumentando el entusiasmo de los concurrentes, que lanzaban amanerados requiebros a las bellas y bromas de problemática moralidad a los galanes. Al estiramiento con que al principio se habían mostrado para copiar los usos de la sociedad de gran tono, sucedía esta mezcla de confianza y alambicada urbanidad que da un colorido peculiar a esta clase de reuniones. Colocada la gente que llamamos de medio pelo entre la democracia, que desprecia, y las buenas familias a las que ordinariamente envidia y quiere copiar sus costumbres, presentan una amalgama curiosa, en las que se ven adulteradas con la presunción las costumbres populares y hasta cierto punto en caricatura las de la primera jerarquía social, que oculta sus ridiculeces bajo el oropel de la riqueza y de las buenas maneras.

Rafael hacía a Rivas estas observaciones, mientras huían de uno que se empeñaba en hacerles apurar un vaso de ponche.

-Por esto decía San Luis-, entre estas gentes, los amores avanzan con más celebridad que por medio de los estudiados preliminares que en los grandes salones emplean los enamorados para llegar a la primera declaración. El uso de las ojeadas, recurso de los amantes tímidos y de los amantes tontos, es aquí casi superfluo. ¿Te gusta una niña? Se lo dice sin rodeos: no creas que obtienes tan franca contestación como podías figurarte. Aquí, y en materia que toque al corazón la mujer es como en todas partes: quiere que la obliguen, y no te responderá sino a medias.

-Te confieso, Rafael -dijo Rivas-, que no puedo divertirme aquí.

-Eh, yo no te obligo a divertirte -replicó San Luis-, pero te declaro perdido si no te distraes siquiera con la escena que vas a ver. Te voy a mostrar un espectáculo que tú no conoces.

-¿Cuál?

-El de un rico presuntuoso a merced de la pasión, como el más infeliz: espérate.

Rafael llamó al joven Encina, que multiplicaba sus protestas de amor al lado de Adelaida. El rostro del joven estaba encendido por el vapor de la mistela y por la desesperación que le causaba la frialdad con que la niña recibía sus declaraciones.

-¿Cómo están los amores? -le preguntó San Luis.

-Así, así -contestó Agustín, contoneándose.

-¿Quiere usted que le diga una verdad?

-Vamos.

-Al paso que va usted no será nunca amado.

-¿Por qué?

-Porque usted está haciendo la corte a Adelaida como si fuera una gran señora. Es preciso, para agradar a estas gentes, mostrarse igual a ellas y no darse el tono que usted se da.

-Pero, ¿cómo?

-¿Ha bailado usted?

-No.

-Pues saque a bailar a Adelaida zamacueca, y ella verá entonces que usted no se desdeña de bailar con ella.

-¿Cree usted que surta buen efecto eso?

-Estoy seguro.

Agustín, cuyas ideas no estaban muy lúcidas con las libaciones halló muy lógica la argumentación que oía; pero tuvo una objeción.

-Lo peor es que yo no sé bailar zamacueca.

-¿Pero qué importa? ¿No dice usted que en Francia ha bailado lo que llaman can-can?

-¡Oh, eso sí!

-Pues bien, es lo mismo con corta diferencia.

Agustín se decidió con aquel consejo y solicitó de Adelaida una zamacueca.

Un bravo acogió la aparición de la nueva pareja: Rafael puso la guitarra en manos de Amador, que cantó, improvisando, con voz que la mistela había puesto más sonora:

Sufriendo estoy, vida mida,De mi suerte los rigores, Mientras que, ingrata, tirana, Tú ríes de mis dolores.

Agustín animado por San Luis, se lanzó desde las primeras palabras del canto con tal ímpetu, que dio un traspié y se tambaleó por algunos segundos a las plantas de Adelaida. Gritaron entonces todos los que palmoteaban, dirigiendo cada cual su chuscada al malhadado elegante.

-¡Allá va el pinganilla!

-¡Venga, hijito, para levantarlo!

-No se asuste que cae en blando.

-Pásenle la balanza que está en la cuerda.

Enderezóse, sin embargo, Agustín y continuó su baile, haciendo tales cabriolas y moviendo el cuerpo, que la grita aumentaba lejos de disminuir, y Amador, fingiendo voz de tiple, cantaba, con gran regocijo de los oyentes:

Al saltar una acequia, Dijo una coja; Agárrenme la pata, Que se me moja.

Repitiendo todas estas últimas palabras, hasta que el elegante creyó que las voces que oía las arrancaba el entusiasmo, cayó de rodillas a los pies de su compañera, para imitar a los que le habían precedido.

Adelaida recibió aquella muestra de galantería con una franca carcajada, corriendo hacia su asiento, y los demás repitieron los ecos de su risa, al ver al joven que había quedado de rodillas en medio de la pieza.

Rafael siguió a Rivas al cuarto vecino. Este parecía descontento con el papel que acababa de ver representar al hijo de su protector.

-Es un fatuo redomado -contestó San Luis a una observación que él hizo en este sentido, y se figura, como nuestros ricos, en general, que su dinero le pone a cubierto del ridículo. Además, es tan grande el acatamiento que nuestra sociedad dispensa a los que cubren con oro su impertinencia, que bien puedo reírme de uno de ellos.

Rivas se separó de su amigo, que se había detenido junto a la mesa en que doña Bernarda jugaba al monte.

Una silla había al lado de Edelmira, y Martín se sentó en ella.

-Poca parte le he visto tomar en la diversión -le dijo la niña.

-Soy poco amigo del ruido, señorita -contestó él.

-De manera que usted habrá estado descontento.

-No; pero veo que no tengo humor para estas diversiones.

-Tiene usted razón: yo que las he visto tanto, no he podido aún acostumbrarme a ellas.

-¿Por qué? -preguntó Martín, sintiendo picada su curiosidad por aquellas palabras.

-Porque creo que nosotras perdemos en ellas nuestra dignidad y los jóvenes que, como usted y su amigo San Luis, vienen aquí, nos mirar; sólo como una entretención, y no como a personas dignas de ustedes

-En esto creo que usted se equivoca, a lo menos por lo que a mí respecta, y ya que usted me habla con tanta franqueza, le diré que hace poco rato, mirándola a usted, creí adivinar en su semblante lo que usted acaba de decirme.

-¡Ah!, ¿lo notó usted?

-Sí, y confieso que me agradó ese disgusto, y pensé, con sentimiento, que usted tal vez sufría por su situación.

-Jamás, como dije a usted, he podido acostumbrarme a estas reuniones de que gustan mi madre y mi hermano. Entre jóvenes como usted, y nosotros, hay demasiada distancia para que puedan existir relaciones desinteresadas y francas.

"¡Pobre niña!", pensó Rivas, al encontrar otro corazón herido, como el suyo, por el anatema de pobreza.

A esta idea unió Martín la de su amor para imaginarse que tal vez Edelmira, amaba, como él, sin consuelo.

-No comprendo -le dijo el desaliento con que usted se expresa, al pensar en que usted es joven y bella. No crea usted que sea ésta un lisonja -añadió, viendo que Edelmira bajaba la vista con tristeza-, mi observación nace de la probabilidad con que puedo pensar que usted debe haber sido amada y haya podido ser feliz.

-A nosotras contestó Edelmira con tristeza- no se nos ama como a las ricas; tal vez las personas en quienes tenemos la locura de fijarnos son las que más nos ofenden con su amor y nos hagan conocer la desgracia de no poder contentarnos con lo que nos rodea.

-¿De modo que usted no cree poder hallar un corazón que comprenda el suyo?

-Puede ser, mas nunca encontraré uno que me ame bastante para olvidar la posición que ocupo en la sociedad.

-Siento no poseer aún la confianza de usted para combatir esa idea -dijo Rivas.

-Y yo le hablo con esa franqueza -repuso ella- porque ya su amigo me había hablado de usted, y porque usted ha justificado en parte lo que él dice.

-¡Cómo!

-Porque usted ha hablado sin hacerme la corte, lo que casi todos los jóvenes hacen cuando quieren pasar el tiempo con nosotras.

Varios de los concurrentes trataron de hacer bailar zamacuecas a Rivas con Edelmira, a lo que ambos se negaron con obstinación. Mas no habrían podido libertarse de las exigencias que les rodeaban si Rafael no hubiese socorrido a su amigo, asegurando que jamás había bailado.

14

Entretanto, la animación iba cobrando por momentos mayores proporciones, y los vapores espirituosos de la mistela, apoderándose del cerebro de los bebedores en grado visible y alarmante. Cada cual, como en casos tales acontece, elevaba su voz para hacerla oír sobre las otras, y los que al principio se mostraban callados, y circunspectos, desplegaron poco a poco una locuacidad que sólo se detenía en algunas palabras a causa del entorpecimiento comunicado a las lenguas por el licor.

Un arpa se había agregado a la guitarra y hecho desdeñar el uso del piano como superfluo. Tocaban de concierto aquellos dos instrumentos, y a la voz nasal de la cantora, que a dúo se elevaban con la de Amador, se unía el coro de animadas voces con que los demás trataban de entonar su acompañamiento con el estribillo de una tonada todo lo cual hacía levantar, de cuando en cuando, la cabeza a doña Bernarda y exclamar para restablecer el orden:

-¡Adiós, ya se volvió merienda de negros!

El oficial de policía, a quien llamaban por el nombre de Ricardo Castaños, aprovechándose del momento en que Rivas se puso de pie para libertarse de la zamacueca, se había sentado junto a Edelmira y le daba queja por la conversación que acababa de tener, mientras que Agustín olvidado de su aristocrática dignidad, bebía todo el contenido de un vaso en el que Adelaida había mojado sus labios.

-Y si usted no lo quiere -decía el oficial a Edelmira-, ¿por qué deja que le hable al oído?

-Mi corazón es todo a usted –decía en otro punto Agustín-, yo se lo doy todo entero.

La del arpa y Amador cantaban:

Me voy, pero voy contigo,Te llevo en mi corazón; Si quieres otro lugar, No permite otro el amor.

Y todos los que por ambas piezas vagaban con vaso en mano, repetían con descompasadas voces:

No permite otro el amor.

Y Rivas, entretanto, oía la última palabra, que despertaba en su pecho la amarga melancolía de su aislamiento, haciéndole pensar que tal vez no vería nunca realizada la magnífica dicha que ella promete a los corazones jóvenes y puros. Hostigábale por eso el ruido y oprimía su pecho la facilidad con que los otros rendían sus corazones a un amor improvisado por los vapores del licor.

Mientras hacía estas reflexiones, Rafael llamaba a los concurrentes al patio y prendían allí voladores, que, al estallar por los aires, arrancaban frenéticos aplausos y vivas prolongados a doña Bernarda, dueña del Santo.

La voz de Amador llamó a los convidados al interior.

-Ahora, muchachos dijo-, vamos a cenar.

-¡A cenar -exclamaron algunos-, ése sí que es lujo!

-¿Y qué estaban pensando, pues? -replicó el hijo de doña Bernarda-; aquí se hacen las cosas en regla.

La bulliciosa gente invadió una pequeña pieza blanqueada, en la que se había preparado una mesa. Cada cual buscó colocación al lado de la dama de su preferencia, y atrás de ellas quedaron de pie los que no encontraron asiento alrededor de la mesa.

-Hijitos -exclamó doña Bernarda-, aquí el que no tenga trinche se bota a pie y se rasca con sus uñas.

Esa advertencia preliminar fue celebrada con nuevos aplausos y dio la señal del ataque a las viandas, que todos emprendieron con denuedo.

Frente a doña Bernarda, que ocupaba la cabecera de la mesa, ostentaba su cuero, dorado por el calor del horno, el pavo que figuraba como un bocado clásico en la cena de Chile, cualquiera que sea la condición del que la ofrece. El pescado frito y la ensalada daban a la mesa su valor característico y lucían junto al chancho arrollado y a una fuente de aceitunas, que doña Bernarda contaba a sus convidados haber recibido, por la mañana, de parte de una prima suya, monja de las Agustinas. Para facilitar la digestión de tan nutritivos alimentos, se habían puesto algunos jarros de la famosa cosecha baya de García Pica, y una sopera de ponche, en la que cada convidado tenía derecho a llenar su vaso, con la condición de no mojar en el líquido los dedos, según la prevención hecha por Amador al llenar el suyo y apurarlo entero para dar su opinión sobre su sabor.

Los galanes iniciaron con las niñas una serie de atenciones y finezas olvidadas en los mejores textos de urbanidad. Un joven ofrecía a la que cortejaba, la parte del pavo donde nacen las plumas de la cola, y al pasar esta presa clavada en el tenedor, lanzaba un requiebro en que figuraba su corazón atravesado por la saeta de Cupido. El oficial de policía se negaba a beber en otro vaso que el que los labios de Edelmira habían tocado, y Amador amenazaba destruirse para siempre la salud bebiendo grandes vasos de chicha a la de una joven que tenía al lado. Agustín, al mismo tiempo, habiendo agotado ya su elocuencia amatoria con Adelaida, refería sus recuerdos sobre las cenas de París y hablaba de la suprema de volalla, engullendo un supremo trozo de chancho arrollado.

Las frecuentes libaciones comenzaron por fin a desarrollar su maléfica influencia en el cerebro del oficial, que quiso probar su amor dando un beso a Edelmira, que lanzo un grito. A esta voz, la dignidad maternal de doña Bernarda le hizo levantarse de su silla y lanzar al agresor una reprimenda en la que figuraba la abuela del oficial, que en este caso era tuerta, como bien puede pensarse. Amador quiso castigar Este suceso suspendió por un momento la alegría general mas; no el efecto de la mezcla de licores en el estómago de Agustín. quien fue llevado por otros como un herido en una batalla, al mismo tiempo que el oficial principió a dar voces de mando, cual si se encontrase al frente de su tropa. Otros, entretanto, a fuerza de beber, se habían enternecido y referían sus cuitas a las paredes con el rostro bañado en lágrimas, mientras que en algún rincón había grupos de jóvenes que se juraban, abrazándose, eterna amistad, y muchos otros que repetían hasta el cansancio a doña Bernarda que no debía enojarse porque besaban a Edelmira. Estos diversos cuadros, en los que cada personaje se movía a influjos del licor, y no de la voluntad, tenían todo el grotesco aspecto de esas pinturas favoritas de la escuela flamenca, en las que el artista traslada al lienzo, sin rebozo, las consecuencias de lo que, en los términos de la gente que describimos, se llama borrachera. Anunciaban también esos cuadros la decadencia del picholeo con la inutilidad física de los actores de los cuales la mayor parte recibía socorros de las bellas, para calmar sufrimientos capaces de destruir la más acendrada pasión.

Los pocos que quedaban en pie, sin embargo, no daban por terminada la fiesta, y mantenían escondida la llave de la puerta de calle para no dejar salir a Rivas y a San Luis, que querían retirarse. Allí tuvo lugar, como escena final, una discusión de un cuarto de hora, en la que tomaron parte todas las personas que querían salir y los obstinados en prolongar la diversión. Por fin, los ruegos de doña Bernarda hicieron desistir de su propósito a los que guardaban la puerta, que dio paso a los concurrentes que habían quedado con fuerzas para trasladarse a sus habitaciones por sus propios pies.

Doña Bernarda y sus hijas volvieron al campo donde yacía por tierra el oficial y otro de los convidados, a los que se les cubrió con frazadas. El joven heredero de don Dámaso Encina dormía profundamente en la cama de Amador, a donde le habían llevado sin sentido.

Doña Bernarda se retiró con sus hijas a una pieza que servía a las tres de dormitorio, Apenas se hallaron en ella, apareció Amador, que, más aguerrido que los demás en esta clase de campañas, había recobrado un tanto sus sentidos.

-Vaya, hermana -dijo a Adelaida-, ya creo que el mocito está enamorado hasta las patas.

-¡Y esta otra tonta -dijo doña Bernarda, señalando a Edelmira-, que se lleva haciendo la dengosa con el oficialito! ¡Podía aprender de su hermana!

-Pero, madre, yo no quiero casarme -contestó la niña.

-¿Y qué, estáis pensando que yo te voy a mantener toda la vida?. Las niñas se deben casar.

-Mira, el oficialito tiene buen sueldo, y el sargento, que es pariente de la criada, me dijo que lo iban a ascender.

-No todas encuentran marqueses como ésta -repuso Amador, dirigiendo la vista hacia Adelaida.

-Pero cuidado, pues -exclamó la madre-, andarse con tiento; estos hijos de rico sólo quieren embromar; Adelaida, la que pestañea pierde.

-Si no habla de casamiento, allí está Amador para echarlo de aquí – contestó Adelaida.

-Déjenmelo, a mí no más -repuso Amador-. Antes de un año, madre, hemos de estar emparentados con esos ricachos.

Con esto se dieron las buenas noches encargando la dueña de casa que despertasen temprano a los inválidos de la fiesta, para que pudieran irse antes de que ellas saliesen a misa.

Mientras tanto, Agustín roncaba como su estado de embriaguez lo exigía, sin saber los caritativos proyectos de sus huéspedes para acogerlo en el seno de la familia.

15

Rafael y Martín llegaron a casa del primero poco tiempo después de salir de la de doña Bernarda.

Eran ya cerca de las tres de la mañana cuando los jóvenes llegaron a la casa de la calle de la Ceniza que ocupaba San Luis.

-Ya es muy tarde para que te vayas -dijo éste a Rivas-, y mejor me parece que te quedes conmigo. Agustín no se encuentra en estado de moverse, de modo que nadie entrará y no notarán tu ausencia.

Al decir estas palabras, encendía Rafael dos luces y presentaba a Rivas una poltrona.

-¿Nada te has divertido? -le preguntó.

-Poco -dijo Martín, reclinándose caviloso en la poltrona.

-Te vi un momento conversar con Edelmira. Es una pobre muchacha desgraciada, porque se avergüenza de los suyos y aspira a gentes que la valgan, a lo menos por el lado del corazón.

-Lo que he adivinado de sus sentimientos en la corta conversación que tuvimos me inspiró lástima -dijo Martín-. ¡Pobre muchacha!

-¿La compadeces?

-Sí, tiene sentimientos delicados, y parece sufrir.

-Es verdad; pero ¡qué hacer! Será un corazón más que se queme por acercarse a la luz de la felicidad -dijo Rafael, suspirando.

Luego añadió, pasando los dedos entre sus cabellos:

-Es la historia de las mariposas, Martín; las que no mueren, conservan para siempre las señales del fuego que les quemó las alas. ¡Vaya, parece que estoy poetizando; es el licor que habla!

-Sigue -díjole Rivas, a quien, por el estado de su alma, cuadraba el acento oíste con que San Luis había pronunciado aquellas palabras.

-Esa maldita mistela me ha puesto la cabeza como fuego. Tomemos té y conversemos; los vapores del licor desatan la lengua y ponen expansivo el corazón

Encendió un anafre con espíritu de vino, y un cigarro en el papel con que acababa de comunicar la luz al licor.

-No te has divertido, según he visto -dijo, tendiéndose en un sofá. -Es cierto.

-Tienes un defecto grave, Martín.

-¿Cuál?

-Tomas la vida muy temprano por el lado serio.

-¿Por qué?

-Porque te has enamorado de veras. Tienes razón.

-A ver, hagamos una cuenta, porque en todo es preciso calcular: ¿en qué proporción aprecias tus esperanzas?

-¿Esperanzas de qué?

-De ser amado por Leonor, porque a Leonor es a quien amas.

-En nada; no las tengo.

-Vamos, no eres tan desgraciado -exclamó Rafael, levantándose. Rivas lo miró con asombro, porque creía que amar sin esperanzas era la mayor desgracia imaginable.

-Es decir -prosiguió San Luis-, que ni una ojeada, ni una de esas señales casi imperceptibles con que las mujeres hablan al corazón.

-No, ninguna.

-¡Tanto mejor!

-¿Conoces a Leonor? -le preguntó Martín, cada vez más admirado. -Sí, es lindísima.

-Entonces no te comprendo.

-Voy a explicarme. Supongo que ella te ame.

-¡Oh, jamás lo hará!

-Es una suposición. Me confesarás que un amor correspondido tiene mil veces más fuerza para aferrarse al corazón que el que vive de suspiros y sin esperanza. Está dicho: ella te ama. Has conquistado el mundo entero, y para afianzar la conquista quieres casarte con ella. Esta es la vida, y tú bendices al cielo hasta el momento en que vas a pedirla a los padres. Tu amor y el de tu ángel, que te eleva a tus propios ojos a la altura de un semidiós, te han hecho olvidar que eres pobre, y la realidad, bajo la forma de los padres te pone el dedo en la llaga. ¡Estás leproso, y te arrojan de la casa como a un perro! Esta historia, querido, no pierde su desgarradora verdad por repetirse todos los días en lo que llamamos sociedades civilizadas. ¿Quieres ser el héroe de ella?

Martín vio que San Luis se había ido exaltando hasta concluir aquellas palabras con una risa sofocada y trabajosa.

-¡Pobre Martín! -repuso San Luis, preparando el té-. Créeme, tengo experiencia en mis cortos años, y te lo voy a probar con mi propia historia. A nadie he hablado de ella; pero en este momento su recuerdo me ahoga y quiero confiártela para que te sirva de lección. Te he estudiado desde que te conozco, y si busqué tu amistad fue porque eres bueno y noble: ¡no quisiera verte desgraciado!

-Gracias contestó Martín- a tu amistad debo la poca alegría que he tenido en Santiago.

San Luis sirvió dos tazas de té, aproximó una pequeña mesa junto a Rivas y se colocó a su frente.

-Óyeme, pues -le dijo. No es una novela estupenda lo que voy a contarte. Es la historia de mi corazón. Si no te hallases enamorado, me guardaría bien de referírtela, porque no la comprenderías, a pesar de su sencillez. Me veo obligado a empezar, como dicen, por el principio, porque jamás nada te he dicho de mi vida. Mi madre murió cuando yo sólo tenía seis años; el sueño me trae a veces su imagen, divinizada por un cariño de huérfano; pero despierto apenas recuerdo su fisonomía. Me crié de interno en un colegio, al que mi padre venía a verme con frecuencia. ¡Pasó la infancia, llevándose su alegría inocente, y vino la pubertad! Yo había sido un niño puro y continué siéndolo cuando la reflexión comenzó a tener parte en mis acciones. A los dieciocho años me gustaba la poesía, y rimé con ese calor en el pecho de que habla Descartes cuando describe el amor. A esa edad conocía a la dueña de ese retrato.

Martín miró el daguerrotipo que Rafael le presentaba. Era el mismo que había llamado su atención algunas horas antes.

-¿Es Matilde, la prima de Leonor? -preguntó, fijándose bien en el retrato.

-La misma -contestó San Luis, sin mirarlo.

-La vi anoche en casa de don Dámaso.

-Ese amor -continuó Rafael- llenó mi corazón y me puso a cubierto de los desarreglos a que el despertar de las pasiones arroja a la juventud. Amé a Matilde dos años sin decírselo. Nuestros corazones hablaron mucho tiempo antes que nuestras lenguas. A los veinte años supe que ella me amaba también hacía dos. Me encontré, pues, en esa situación que califiqué hace poco diciéndote que habías conquistado el mundo: ese mundo, para un joven de veinte años, lo presenta con todas sus glorias el corazón de un mujer amante.

Rafael hizo una pausa para encender su cigarro, que había dejado apagarse.

-Hasta aquí eres muy feliz -dijo Rivas, que pensaba que la dicha de ser amado una vez sería bastante para quitar el acíbar de todas las desgracias ulteriores. Viví hasta los veintidós años en un mundo rosado -continuó San Luis-. Los padres de Matilde me acariciaban porque el mío era rico y especulaban en grande escala. Ella, siempre tierna, me hacía bendecir la vida. Era como acabas de decirlo, muy feliz. Los más lindos días de primavera se nublan de repente, y Matilde y yo nos encontrábamos en la estación florida de la existencia. Tuve un rival: joven, rico y buen mozo. El mundo de color de rosa tomaba a veces un tinte gris que me hacía sufrir de los nervios, y luego mi almohada me guardaba para la noche visiones que oprimían mi corazón. Después de luchar con los celos por algún tiempo, mi orgullo transigió con mi amor, ¡tenía celos!. No hay dignidad delante de una pasión verdadera, y la mía lo era tanto, que vivirá cuanto yo viva. Matilde me descubrió una parte del cielo, jurándome que jamás había dejado de amarme, y yo vi cambiarse mi amor en una pasión sin límites cuando creí reconquistar su corazón. Los nublados se despejan y vuelven. Así vi lucir el sol y ocultarse otra vez tras nuevas dudas. En esta batalla pasó un año.

"Mi padre me llamó un día a su cuarto y al entrar se arrojó en mis brazos. Mis propias preocupaciones me habían impedido ver que su rostro estaba marchito y desencajado hacía tiempo. Sus primeras palabras fueron éstas:

"-¡Rafael, todo lo he perdido!

Le miré con asombro, porque la sociedad le creía rico

"-Pago mis deudas -me dijo-, y sólo nos queda con que vivir pobremente.

"-Y así viviremos -le contesté con cariño-. ¿Por qué se aflige usted? Yo trabajaré.

-Explicarte la ruina de mi padre sería referirte una historia que se repite todos los días en el comercio: buques perdidos con grandes cargamentos, trigo malbaratado en California, ¡esa mina de pocos y ruina de tantos! En fin, los percances de las especulaciones mercantiles. Aquella noticia me entristeció por mi padre. Para mí fue como hablar al emperador de la China de la muerte de uno de sus súbditos. ¡Yo poseía sesenta millones de felicidad, porque Matilde me amaba! ¿Qué podía importarme la pérdida de quinientos o seiscientos mil pesos?

-¿Ella te amaba, a pesar de tu pobreza? -dijo Rivas, con su idea fija.

-Todavía. Seguí visitando en casa de Matilde, hablando de amor con ella y de letras con su padre. Tú sabes que el amor tiene una venda en los ojos. Esta venda me impedía ver la frialdad con que don Fidel reemplazó de repente las atenciones que me prodigaba. Una noche llegué a casa de Matilde y encontré solo a don Dámaso, tu protector. No sé por qué sentí helarse mi sangre al recibir su saludo.

"-Me hallo encargado -me dijo- de una comisión desagradable, y que espero que usted acogerá con la moderación de un caballero.

"-Señor -le contesté-, puede usted hablar: en el colegio recibí las lecciones de urbanidad de que necesito, y no ha menester que me las recuerden.

"-Usted no ignora -repuso don Dámaso- que la situación de un niña soltera es siempre delicada, y que sus padres se hallan en el deber de alejar de ella todo lo que pueda comprometerla. Mi cuñado Elías ha sabido que la sociedad se ocupa mucho de las repetidas visitas de usted a su casa y teme que la reputación de Matilde puede sufrir con esto.

"La punta del puñal había entrado en medio de mi pecho, y sentí un dolor que estuvo a punto de privarme del conocimiento.

"-¡Es decir -le dije-, que don Fidel me despide de su casa!

"-Le ruega que suspenda sus visitas -me contestó don Dámaso.

"Mi bravata sobre la urbanidad resultó ser completamente falsa, porque, ciego de cólera, me arrojé sobre don Dámaso y lo tomé de la garganta. Aquí debo advertirte que un amigo me había referido que este caballero, acosado por Adriano, el otro pretendiente de Matilde, para el pago de una gran cantidad, cuyo importe le perjudicaba cubrir, había obtenido un plazo, comprometiéndose a conseguir con su cuñado la mano de Matilde para su acreedor. Me había negado antes a creerlo; pero mis dudas a este respecto se desvanecieron cuando le vi encargado de arrojarme de la casa de don Fidel, y la rabia me hizo olvidar toda moderación.

"Al ver enrojecerse el semblante de don Dámaso bajo la furiosa presión de mis dedos en su garganta, y espantado por la sofocación de su voz, le solté, arrojándole contra un sofá, y salí desesperado de la casa.

"En la mía hallé a mi padre en cama tomando un sudorífico. Mi tía Clara, con la que vivo aquí, se hallaba a su lado, y sólo se despidió cuando le vio dormirse. Yo me senté a la cabecera de su cama y velé toda la noche.

"Hubo momentos en que quise leer; pero me fue imposible: el dolor me ahogaba, y mis ojos hacían vanos esfuerzos para hacerse cargo de las palabras del libro, porque en mi imaginación ardía un volcán. En dos horas sufrí un martirio imposible de describir. La respiración trabajosa de mi padre, en vez de inspirarme algún cuidado, me parecía la de don Dámaso, a quien castigaba por la noticia temible con que tronchaba para siempre mi felicidad. Al fin, mi padre principió a toser con tal fuerza, que el dolor se suspendió de mi pecho para dar lugar al temor de la enfermedad. Al día siguiente, el médico declaró que mi padre se hallaba atacado de una fuerte pulmonía. La violencia del mal era tan grande, que en tres días le arrebató la vida. Yo no me separé un momento de su lecho, velando con mi tía, que vino a vivir en la casa. En el día nos acompañaba también otro hermano de mi padre que entonces era pobre y se ha enriquecido después. ¡Mi pobre padre expiró en mis brazos, bendiciéndome! ¡Ya ves que tuve necesidad de una fuerza sobrehumana para resistir a tanto dolor!

"Cuando después de un mes salí a pagar algunas visitas de pésame supe que Matilde y Adriano debían casarse pronto. El mundo rosado se cambió sombrío para mí desde entonces. ¿Sufrir lo que he sufrido sin contar con la muerte de mi padre, no te parece demasiado?"

-Es verdad -dijo Martín.

-Por eso te decía que tu mal no es irreparable, puesto que no eres amado; todavía puedes olvidar.

-¡Olvidar cuando el amor principia no es fácil! -exclamó Rivas -prefiero sufrir.

-Trata de amar a otra, entonces.

-No podría. Además, mi pobreza me cierra las puertas de la sociedad o a lo menos me enajena su consideración

-Fue lo que me sucedió -dijo Rafael-. Después de un año de pesares, renegué de mi virtud y quise hacerme libertino. La desesperación me arrogaba a los abismos del desenfreno, en cuyo fondo me figuraba encontrar el olvido. Emprendí la realización de este nuevo designio con esa amargura, que no carece de aliciente, del que se venga de la desgracia cometiendo alguna mala acción contra sí mismo. Parecíame que el sacrificio de alguna niña pobre no era nada comparado con las torturas que mi abandono me imponía. Desde entonces descuidé mis estudios, que había cursado con ejemplar aplicación para casarme con Matilde al recibir mi título de abogado. En lugar de asistir a las clases frecuenté los cafés y maté horas enteras tratando de aficionarme al billar. Allí contraje amistad con algunos jóvenes de esos que gritan a los sirvientes y hacen oír su voz cual si quisieran ocupar a todos de lo que dicen. ''Mi reputación de tunante principiaba a cimentarse, sin que hubiese perdido ni la virtud ni el punzante recuerdo de mis amores perdidos, cuando paseándome una tarde de procesión del Señor de Mayo por la Plaza de Armas con uno de mis nuevos amigos, llamó mi atención un grupo de tres mujeres, de ese tipo especial que parece mostrarse con preferencia en las procesiones. Una de ellas entrada en años; jóvenes y bellas las otras dos. Había en ellas ese no sé qué con que distingue un buen santiaguino a la gente de medio pelo.

-Bonitas muchachas -dije al que me acompañaba.

"-¿No las conoces? -me preguntó él-. Son las Molina, hijas de la vieja que está con ellas.

"-¿Tú las visitas? -le pregunté.

"-Cómo no; en casa de ellas hemos tenido magníficos picholeos -me respondió.

"-Adelaida, sobre todo, llamó mi atención por la gracia particular de su belleza. Sus labios frescos y rosados me prometían de antemano el olvido de mis pesares. Sus ojos de mirar ardiente y decidido, sus negras y acentuadas cejas, el negro pelo que alcanzaba a ver fuera del mantón, su gallarda estatura, me ofrecieron una conquista digna de mis nuevos propósitos. Fiado en mi buena cara y en la osadía que juré desplegar en mi calidad de calavera, híceme presentar en la casa y hablé de amor a Adelaida desde la primera visita.

"-No miré la procesión ni a las bellezas que había en la plaza por verla a usted -dije poco después de hallarme a su lado.

"Este cumplido de mala ley no pareció disgustarla: mi introductor en la casa había dicho que yo era rico y esto me rodeaba de una aureola que en todas partes fascina. En la noche, al acostarme, mis ojos buscaron un retrato de Matilde. Su frente pura y su mirada tranquila me hicieron avergonzarme del género de vida que quería adoptar; pero los celos tuvieron más imperio que aquella recriminación de la conciencia. Seguí visitando en casa de Adelaida y aparenté una alegría loca en las diversiones para perder la memoria. Hay gentes que se niegan a creer que una pasión desgraciada puede desesperar a un joven en pleno siglo XIX, sin pensar que el corazón de la humanidad no puede envejecerse. Yo he cargado con el sentimiento de mi desdicha en medio del bullicio de la orgía y he oído la voz de Matilde en los juramentos de Adelaida, porque al cabo de un mes ella me amaba. Muchas veces quise retroceder ante la villanía de mi conducta; pero cedía a la fatal aberración que hace divisar la venganza de los engaños de una mujer en el sacrificio de otra. Además, la desgracia, Martín, destruye la pureza de los sentimientos nobles del alma; y de todos los desengaños que buscan el olvido en una existencia desordenada, los de amor son los primeros. ¡Ah, en ese pacto solemne de dos corazones que cambian su ser para vivir de la existencia de otro, el que traiciona no sabe que al retirarse priva de su atmósfera vital al que deja abandonado! Yo debí también hacerme esa reflexión antes de perder a Adelaida pero la desesperación me había cegado. Las pocas personas que conocía me contaban con bárbara prolijidad los detalles de la próxima unión de Matilde con Adriano. Una señora, antigua amiga de mi familia, me ponderaba la felicidad de Matilde, diciéndome que le habían regalado tres mil pesos en alhajas. Después de todo, yo estoy muy lejos de tener la virtud de José, y me creía con derecho a pisotear la moral, ya que el destino había pisoteado con tanta crueldad mi corazón.

"Muy poco tiempo bastó para convencerme de que el único medio de hacer frente a la desgracia es la resignación, porque me vi luego más infeliz que antes. La vida impura de un seductor sin conciencia me hizo avergonzarme ante la mía, y los placeres ilícitos en que me había lanzado, lejos de curarme de mi mal, me dieron la conciencia de mi bajeza, haciéndome considerar indigno del amor de Matilde, al que siempre aspiré después de perdida la esperanza. Hace pocos meses, mis obligaciones con la familia de esa muchacha se hicieron más serias porque tenía un hijo. Desde entonces empleé todos mis recursos pecuniarios en mejorar la condición material de la familia de doña Bernarda y formé la resolución de cortar las relaciones con Adelaida. Ella recibió esta declaración con una frialdad admirable. Su corazón, al que siempre noté cierta dureza, pareció quedar impasible a lo que yo decía, y cuando concluí de hablar no me dio una sola queja.

"Desde ese día me ha tratado como si jamás una palabra de amor hubiese mediado entre nosotros. ¿Me ama todavía o me odia? No lo sé.

"Ahora me preguntarás por qué te he llevado a esa casa y si no he pensado en que podía sucederte lo mismo que a mí."

-Es cierto -dijo Martín.

-Tengo la experiencia adquirida a costa de muchos remordimientos -repuso San Luis-, y sólo he querido distraerte. Te veo lanzado en un vía funesta y deseo salvarte; por eso te ofrecí una distracción y te refiero al mismo tiempo lo que he hecho. Si hubiese visto en ti el carácter generalmente ligero de los jóvenes, me habría guardado muy bien de llevarte a esa casa.

-Tienes razón y me has juzgado bien -contestó Martín-: para mi, ¡Leonor o nada! Yo no tengo derecho a quejarme, porque ella nada ha hecho para inspirarme amor. Pero hablemos del tuyo. ¿Qué dirías si yo te volviese el amor de Matilde?

Rafael dio un salto sobre su silla.

-¿Tú? -le dijo-. ¿Y cómo?

-No sé: pero puede ser.

San Luis dejó caer la frente sobre los brazos, que apoyó en la mesa.

-Es imposible -murmuró-. Su novio ha muerto, es verdad, pero yo soy siempre pobre.

Levantóse después de decir estas palabras y empleó algunos momentos en preparar una cama sobre un sofá. -Aquí puedes dormir, Martín -dijo-. Buenas noches. Y se arrojó sin desnudarse sobre su cama.

16

Con el atentado del 19 contra la Sociedad de la Igualdad, la política ocupaba la atención de todas las tertulias, en las que sucedían las más acaloradas discusiones.

Así acontecía en casa de don Dámaso Encina, en donde se encontraban reunidas las personas que de costumbre frecuentaban la tertulia. Era la noche del 21 de agosto y la conversación rodaba sobre los rumores propalados desde la víspera de que Santiago sería declarado en estado de sitio.

-El Gobierno debía tomar esta medida cuanto antes -dijo don Fidel Elías, el padre de Matilde.

-Sería una ridiculez -replicó su mujer.

-Francisca -contestó exaltado don Fidel-, ¿hasta cuándo te repetiré, hija, que las mujeres no entienden de política?

-Me parece que la de Chile no es tan oscura para que no pueda entenderla -replicó la señora.

-Vea, comadre -le dijo don Simón, que era padrino de Matilde-, mi compadre tiene razón: usted no puede entender lo que es estado de sitio, porque es necesario para eso haber estudiado la Constitución.

Este caballero, considerado como un hombre de capacidad en la familia por lo dogmático de sus frases y la elocuencia de su silencio, decidía, en general, sobre las discusiones frecuentes que doña Francisca trataba con su marido.

-Por supuesto -repuso don Fidel-, y la Constitución es la carta fundamental, de modo que sin ella no puede haber razón de fundamento.

Don Dámaso, mientras tanto, no se atrevía a salir en defensa de su hermana, porque sus amigos le habían hecho inclinarse al Gobierno con el temor de una revolución.

-Tú podías defenderme -le dijo doña Francisca-: ¡ah!, bien dice Jorge Sand que la mujer es una esclava.

-Pero, hija, si hay temor de revolución, yo creo que sería prudente…

-Don Jorge Sand puede decir lo que le parezca -repuso don Fidel, Consultando la aprobación de su compadre-; pero lo cierto del caso es que sin estado de sitio, los liberales se nos vienen encima. ¿No es así, compadre?

-Parece por lo que ustedes les temen -exclamó doña Francisca-, que esos pobres liberales fueran como los bárbaros del Norte de la Edad Media.

-Peores son que las siete plagas de Egipto -dijo con tono doctoral don Simón.

-Yo no sé a la verdad lo que temería más -exclamó don Fidel-, si a los liberales o los bárbaros araucanos, porque la Francisca se está equivocando cuando dice que son del Norte.

-He dicho que son los bárbaros de la Edad Media -replicó la señora, enfadada con la petulante ignorancia de su marido.

-No, no dijo don Fidel-, yo no hablo de edades, y entre los araucanos habrá viejos y niños como entre los liberales: pero todos son buenos pillos: y si yo fuese Gobierno, les plantaría el estado de sitio.

-El estado de sitio es la base de la tranquilidad doméstica, amigo don Dámaso dijo don Simón, viendo que el dueño de la casa no se defendía francamente.

-Eso sí, yo estoy por los gobiernos que nos aseguran la tranquilidad dijo don Dámaso.

-Pero, señor -exclamó Clemente Valencia, mordiendo su bastón de puño dorado-, nos quieren dar la tranquilidad a palos.

A golpes de bastones –dijo Agustín.

-Así debe ser -replicó Emilio Mendoza, que, como dijimos, pertenecía a los autoritarios-: es preciso que el Gobierno se muestre enérgico.

-Y si no, mañana atropellan la Constitución -dijo don Fidel.

-Pero yo creo que la Constitución no habla de palos -observó doña Francisca, que no podía resistir a la tentación de replicar a su marido.

-¡Mujer, mujer! -exclamó don Fidel-: ya te he dicho que…

-Pero compadre dijo don Simón, interrumpiéndole-, la Constitución tiene sus leyes suplementarias y una de ellas es la ordenanza militar, y la ordenanza habla de palos.

-¿No ves? ¿qué te decía yo? -repuso don Fidel-; ¿has leído la ordenanza?

-Pero la ordenanza es para los militares -objetó doña Francisca.

-Todo conato de oposición a la autoridad -dijo en tono dogmático don Simón- debe ser considerado como delito militar; porque para resistir a la autoridad tienen necesidad de armas, y en este caso los que resisten están constituidos en militares.

-¿No ves? -dijo don Fidel, pasmado con la lógica de su compadre. Doña Francisca se volvió a doña Engracia, que acariciaba a Diamela.

-Disputar con estos políticos es para acalorarse no más -le dijo.

-Así es, hija, ya están principiando los calores -contestó doña Engracia, que, como antes dijimos, padecía de sofocaciones.

-Digo que estas disputas acaloran -replicó doña Francisca, maldiciendo en su interior contra la estupidez de su cuñada.

-Y yo, pues, hija -añadió ésta-, que sin disputar paso el día con la cabeza caliente y los pies como nieve.

Doña Francisca se puso, para calmarse, a hojear el álbum de Leonor.

Esta se había retirado con Matilde a un rincón de la pieza cuando Martín dejaba su sombrero en la vecina, llamada dormitorio en nuestro lenguaje familiar.

Agustín se adelantó hacia Rivas inmediatamente que le vio aparecer.

-No diga usted nada de lo de anoche -le dijo, antes que Martín entrase en el salón-, en casa no saben que no nos recogimos.

Al mismo tiempo, Leonor decía a Matilde.

-Esta noche veré si puedo vencer su discreción para que me dé más noticias de Rafael.

Una circunstancia muy natural vino a favorecer pronto el proyecto de Leonor, porque un criado entró trayendo unos cortes de vestido que doña Engracia había mandado a buscar a una tienda. A la vista de los vestidos, doña Francisca perdió su mal humor y dejó de pensar en política, para entrar con su cuñada en una larga disertación de modas, mientras que don Dámaso y sus amigos discutían con calor sobre los destinos de la patria con esa argumentación de gran número de políticos, de la cual llevamos apuntadas algunas muestras. Además, Agustín, cansado de la política, se sentó al lado de Matilde para hablarle de París, y los otros jóvenes siguieron la discusión, porque no se atrevieron a atravesar la sala para ir a mezclarse en el grupo de las niñas.

Al anunciar Leonor a su prima que hablaría con Rivas, no solamente lo hacía para explicar a ésta lo que iba a hacer, sino que buscaba también algo que la disculpase a sus propios ojos de lo que su conciencia calificaba de debilidad.

La ausencia de Martín y su propósito de ensayar sus fuerzas contra un hombre que un instante había llamado su atención, eran ideas cuyo predominio se negaba a confesarse ella misma; así es que buscó un pretexto que disculpase a su juicio el deseo que la arrastraba a hablar con el joven. Leonor, de este modo, daba el primer paso en esa escaramuza preliminar de la guerra amorosa, que tan poéticamente ha designado la conocida expresión de jugar con fuego. Su presuntuoso corazón quería triunfar en lo que había visto sucumbir a muchas de sus amigas, y entraba en la liza con el orgullo de su belleza por arma principal.

Martín buscó los ojos de Leonor y los halló fijos en él. Al dirigirse al salón de don Dámaso, venía también, como Leonor, buscando aunque por causa distinta, una disculpa para la debilidad que le arrastraba a los pies de una niña que su amor revestía de divinidad. Esta disculpa se fundaba en el deseo de servir a su amigo, dando a Leonor sobre él más amplios informes que en su última conversación.

Vio que los ojos de la niña le ordenaban acercarse y fue a ocupar un asiento a su lado con la reverencia de un súbdito que llega a presentarse ante su soberano.

La emoción con que Martín se había acercado turbó a su pesar el pecho de Leonor, que hizo un ligero movimiento impacientada con su corazón que aceleraba sus latidos contra los mandatos de su voluntad.

Este ligero movimiento persuadió a Martín de que se había equivocado al interpretar la mirada de la niña. Con esta persuasión habría querido hallarse a mil leguas de aquel lugar, y maldecía su torpeza, dejando conocer en el semblante la desesperación que le agitaba.

Por fin cuando Leonor se creyó segura de sí misma, volvió la vista hacia Rivas, poniendo término al eterno instante en que el joven juraba huir para siempre de aquella casa.

17

-Nuestra conversación de anteayer -le dijo fue interrumpida por mi mamá y yo lo sentí mucho.

Rivas no halló nada que responder, ni tampoco cómo explicarse la última parte de la frase de Leonor; la que, después de esperar una contestación, continuó:

-Lo sentí, porque quedé con el temor de no haberme explicado bien sobre las preguntas que hice a usted sobre su amigo San Luis.

Desvanecida su idea de haberse equivocado cometiendo una ridiculez al sentarse al lado de la niña, Martín se sintió más sereno.

-Se explicó usted perfectamente, señorita -contestó.

-¿Comprendió usted que lo hacía por mí?

-Lo comprendí entonces y conozco ahora el objeto con que usted lo hacía.

-¡Ah! -exclamó Leonor-, ¿usted ha descubierto algo de nuevo?

-Como usted lo dice, he descubierto el fin de las preguntas que usted me hizo.

-¿Y ese fin es…?

-Según creo, servir a una amiga.

-A ver, cuénteme usted lo que sabe.

-Esa amiga tiene interés por Rafael.

-¿Y… qué más?

-Ciertas circunstancias los han separado.

-Ya veo que usted ha recibido confidencias.

-Es verdad.

-Y ahora se decide usted a ser comunicativo -dijo Leonor, con acento de reproche.

-Sólo ayer recibí esas confidencias -contestó Martín, que brillaba de alegría al verse en tan familiar conversación con la que un día antes le desesperaba.

-Por consiguiente -replicó Leonor-, usted puede contestarme. Creo que si.

-Ya que usted parece enterado de todo, comprenderá que el objeto principal de mis preguntas era averiguar un solo punto: ¿su amigo ama todavía a Matilde?

-Con toda el alma.

-¿De veras?

-Lo creo firmemente. El entusiasmo con que me ha hablado de sus amores, la tristeza que el desengaño ha dejado en su alma y el desaliento con que mira el porvenir, me parecen confirmar mi opinión.

Martín había dicho estas palabras con tanto calor como si abogase por su propia causa. Su tono arrancó a Leonor esta observación:

-Habla usted como si se tratase de su propio corazón.

-Creo en el amor, señorita -dijo Rivas, con cierta melancolía.

La niña vio un peligro en aquella respuesta y tuvo instintivamente deseos de callar, pero su orgullo la hizo avergonzarse de ese temor y le sugirió una pregunta que no habría dirigido a ningún hombre en circunstancias ordinarias.

-¿Está usted enamorado?

Martín no pudo ocultar la sorpresa que semejante pregunta le causaba, ni tampoco el deseo irresistible que le arrastró a manifestar a Leonor que en el pecho de un pobre y oscuro joven de provincia podía alentar un corazón digno de los elegantes que siempre la habían rodeado.

-Una persona en mi posición -dijo- no tiene derecho a estarlo; pero sí puede creer en el amor como en una esperanza que le dé fuerza para la lucha a que la suerte le destina.

-Veo que el desencanto que usted dice sufre su amigo le ha contagiado a usted también.

-No, señorita; pero la especie de admiración con que usted me dirigió su pregunta me ha hecho volver en mí, principio a creer, por lo poco que conozco Santiago, que aquí se considera el amor como un pasatiempo de lujo, y mal puede gustarlo aquel para quien el tiempo es de un inmenso valor.

-Pero dicen -replicó Leonor- que nadie puede imponer leyes al corazón.

-En este punto tengo poca experiencia -contestó Martín.

-¿De dónde nace entonces la fe que usted acaba de manifestar? Usted dice que cree en el amor.

-Mi fe se funda en mi propio corazón; hay algo que me dice con frecuencia que no está formado para latir únicamente por el curso regular de la sangre; que la vida tiene un lado menos material que las especulaciones con que todos buscan el dinero; que en los paseos, en el teatro, en las tertulias, el alma del joven va buscando otro placer que el de mirar, que el de oír o que el de conversaciones más o menos insípidas.

-Y ese placer, ese algo desconocido lo llama usted amor. ¿No es así?

-Y creo que el que desconoce su existencia- replicó Martín con cierto orgullo-, o ha nacido con una organización incompleta, o es más feliz que los demás.

-¡Más feliz!, ¿por qué?

-Tendrá menos que sufrir, señorita.

-Es decir, que el amor es una desgracia.

-Cada cual puede considerarlo según su posición en la vida; a mí, por ejemplo, creo que me toca considerarlo como tal.

-Luego, usted está enamorado, puesto que tiene ideas tan fijas en esta materia.

Estas palabras resonaron con un tono burlón que hizo encenderse las mejillas de Rivas. Su carácter impetuoso le hizo olvidar el temor que le sobrecogía al lado de la niña.

-Supongo -dijo- que este punto no le interesa a usted tan vivamente que desee una contestación sincera de mi parte; pero no tengo dificultad para dársela; y puesto que me toca considerar el amor como una desgracia, estoy resuelto a sobreponerme a su influjo.

-Es decir, que usted se considera superior a los demás.

-Seré egoísta y nada más; no creo que haya gran mérito en seguir el camino que se juzgue más ventajoso.

Leonor, que esperaba dominar a su antojo, se veía contrariada por la aparente humildad con que Rivas manifestaba una energía que ella se propuso vencer. Apeló entonces a su altanera mirada y al tono imperativo que empleaba generalmente con los hombres.

-Usted se ha separado mucho del objeto de esta conversación -dijo, acentuando estas duras palabras para manifestar su desagrado.

-Si usted tiene algo más que preguntarme -contestó Martín, aparentando no haberse fijado en la intención de las palabras de Leonor-, estoy pronto, señorita, a satisfacer su curiosidad o a retirarme si usted lo ordena.

-Hablábamos de su amigo -repuso Leonor, con tono seco.

-Rafael ama y es desgraciado, señorita.

-Podía usted enseñarle su filosofía de resignación.

-Es que él mismo me ha enseñado que cuando deben sobrevenir desengaños es más prudente no buscar correspondencia.

-Usted cuenta siempre con los desengaños.

-Esa es una prueba de que no me creo superior, como usted suponía, y manifiesto que tengo bastante modestia para calificar mi valimiento.

-Hay modestias que se parecen mucho al orgullo, caballero -dijo Leonor-, y en tal caso la suya probaría todo lo contrario de lo que usted dice. No sea que entre sus lecciones su amigo haya olvidado decirle que el orgullo debe buscar un punto de apoyo para poder manifestarse.

No esperó la contestación del joven y abandonó su asiento sin mirarle. Por la primera vez en su vida se sentía Leonor humillada en una lucha que ella misma había provocado. En lugar de los banales y rendidos galanteos de los elegantes con quienes había jugado hasta entonces esta clase de juego de vanidad, hallaba la orgullosa sumisión de un hombre oscuro y pobre que no quería doblar la rodilla ante la majestad de su amor propio y le confesaba sin afectación ninguna que no aspiraba a tener la dicha de agradarla. Aquella conversación la hacía pensar que se había equivocado suponiendo que Rivas la amaba, por la alegría que creyó ver en su semblante cuando le dijo que no tenía interés por Rafael San Luis. Y este desengaño, que burlaba su creencia en el supremo poder de su belleza, irritó su vanidad, que contaba ya con un nuevo esclavo atado al carro de sus numerosos triunfos. Al abandonar su asiento, no pensaba en entretenerse a costa de Martín, ensayando el poder de su voluntad en la lid amorosa, sino que se prometía vengar su desengaño inspirando un amor violento del que se jactaba de tener suficiente fuerza para huir.

Martín, al mismo tiempo, quedaba entregado a la tristeza que cada una de sus conversaciones con Leonor dejaba en su alma. Persuadíase cada vez más de que era el juguete de aquella niña, que, para distraerse algunos momentos, se entretenía en burlarse del amor que él había dejado confesar a sus ojos en su primera conversación. Apenas la vio alejarse recorrió en la memoria cuanto había hablado, y maldijo su torpeza, que había dejado pasar varias oportunidades de hacer ver a la niña que tenía un corazón capaz de comprenderla y una inteligencia que ella no podría despreciar. Las últimas palabras de Leonor le dejaron aterrado y decían bien claro que a sus ojos ni el corazón ni la inteligencia podían tener valor ninguno si no iban a acompañados por la riqueza o un distinguido nacimiento.

Esta reflexión desconsoladora le hizo retirarse desesperado, pidiendo al cielo, como le piden todos los amantes infelices, el poder sobrenatural, no de olvidar, sino de infundir en el pecho de la mujer amada una de esas pasiones que las arrastran a someterse a la voluntad del hombre.

De este modo, Leonor y Martín hacían votos con idéntico objeto: ella, confiando en su hermosura; él, sin esperanza, pidiendo al cielo lo que le parecía imposible.

No bien Leonor se había levantado, despidióse doña Francisca con Matilde y su marido.

Mientras Leonor arreglaba el pañuelo a su prima, pudo sólo decirle estas palabras:

-¡Te ama! Mañana iré a verte y hablaremos.

Matilde estrechó sus manos con un agradecimiento indecible. Nunca había regresado a su casa más alegre y ligera.

Don Dámaso, al hallarse solo con su mujer, le manifestó las ideas conservadoras a que sus amigos le habían convertido al fin de la discusión política.

-Después de todo -le dijo, no les falta razón a estos ministeriales; ¿qué ha hecho jamás de bueno el partido liberal? Y no se equivocan al aconsejarme, porque en todas partes del mundo los hombres ricos están al lado de los gobiernos; como en Inglaterra, por ejemplo, todos los lores son ricos.

Hecha esta reflexión, se fue a acostar pensando en que con estas ideas era como más pronto ocuparía el asiento de senador en el Congreso de la República.

18

Dijimos que Rafael San Luis ocupaba con una tía suya la casa de la calle de la Ceniza. Esta tía, a quien la falta de dinero y de hermosura habían dejado soltera, concentró poco a poco todos sus afectos en Rafael cuando lo vio huérfano y abandonado de la suerte. Uniendo una pequeña suma que poseía con ocho mil pesos que su sobrino había recibido de su testamentaría de su padre, después de cubiertos los créditos al tiempo de su muerte, doña Clara San Luis consagró sus desvelos a Rafael, a quien llevó a vivir a su lado. Sin más ocupaciones que la asistencia a la misa y a las novenas de su devoción, la señora siguió sobre el rostro de Rafael la historia de sus pesares, con la perspicacia de una persona que se encuentra ya libre de personales preocupaciones en la vida. Sin solicitar jamás las confidencias del joven, supo seguirle paso a paso en su desaliento, atreviéndose cuando más a aventurar algún consejo cristiano sobre la necesidad de la resignación y de la virtud.

En los mismos días en que tenían lugar las escenas que llevamos referidas, doña Clara se hallaba profundamente ocupada en buscar a Rafael alguna ocupación que le alejase de Santiago, en donde veía que descuidaba sus estudios para entregarse a los pasatiempos de ocio y de disipación en que San Luis había buscado el olvido de sus pesares.

En la mañana del 21, cuando Rafael dormía aún, después de referir su historia a Martín, doña Clara salió de la casa envuelta en su mantón y se dirigió a la de su hermano don Pedro San Luis, que vivía en una de las principales calles de Santiago.

Don Pedro, como San Luis había dicho a Rivas, era rico. Poseía no lejos de Santiago dos haciendas que los quebrantos de su salud le habían obligado a poner en arriendo. Su familia se componía de su mujer, y un hijo llamado Demetrio, que a la sazón contaba quince anos.

Al dirigirse doña Clara a casa de su hermano, le había ocurrido una idea con la que esperaba realizar su propósito de mejorar la suerte de su sobrino.

Don Pedro tenía un verdadero afecto por los suyos y se hallaba siempre dispuesto a servirles.

Recibió a su hermana con cariño y la llevó a su cuarto de escritorio cuando doña Clara le dijo que venía para hablar de asuntos importantes.

-¿Cómo está Rafael? -le preguntó cuando vio a su hermana bien acomodada sobre una poltrona.

-Bueno, y vengo a hablarte de él; ya sabes que es mi regalón.

-Demasiado tal vez observó don Pedro-, y es una lástima, porque es un muchacho capaz.

-¿No es verdad? Pero, hijo, su tristeza es cada vez mayor y poco a poco va descuidando sus estudios.

-Malo, tú debías aconsejarle.

-Traigo otro proyecto, que depende de ti.

-¿De mí? A ver, cuál es.

-A fuerza de pensar -dijo doña Clara-, he visto que lo que más convendría a este muchacho sería el alejarse de Santiago y consagrarse al campo, donde la esperanza de mejorar de fortuna y la vida activa del trabajo le harán olvidar esa melancolía que le consume.

-Tienes razón; ¿quieres que le busque un arriendo?

-Mejor que eso. Tú deseas, según varias veces me has dicho, ocupar también a tu hijo en trabajos del campo, ¿no es verdad?

-Es preciso, pues, hija; este niño no tiene salud para estudiar y es necesario que vaya conociendo los fundos que han de ser suyos.

-Pues entonces, ¿por qué no lo pones a trabajar en una de tus haciendas en compañía de Rafael?

-Bien pensado -exclamó don Pedro, a quien la idea de dejar solo a su hijo en el campo preocupaba desde largo tiempo. -¿Sabes si Rafael quiere salir de aquí?

-Nada le he preguntado; pero eso lo veremos después. ¿Cuándo concluye el arriendo del "El Roble"?

-En mayo del año entrante, y ayer he tenido aquí a don Simón Arenal, que viene a nombre de su compadre don Fidel para que le prometa prolongar el arriendo por otros nueve años.

-¿Y…?

-Nada contesté, porque necesitaba pensar sobre si convendría enviar allí a mi Demetrio.

-Entonces -dijo con alegría la señora-, vas a responder que no puedes.

-Será lo mejor, si Rafael quiere abandonar su carrera de abogado, para la cual estudia.

-Yo lo aconsejaré; es preciso que acepte, porque creo que por los estudios ya no hay esperanza.

Doña Clara volvió a su casa llena de alegría y participó sus nuevos proyectos a su sobrino. Rafael pidió algunos días para reflexionar.

Al día siguiente, después de la clase, salió del colegio con Martín. Este se hallaba aún bajo las impresiones de su entrevista con Leonor.

Pensó revelar a San Luis su conversación con la niña, pero un instinto de delicadeza le hizo desistir de esta idea, porque no se hallaba facultado por Leonor para revelarla.

San Luis le dijo, para romper el silencio en que Rivas permanecía, haciendo esta reflexión:

-Me proponen un proyecto, Martín, sobre el cual deseo me des tu opinión.

-¿Que proyecto?

-El de un arriendo en el campo.

-¿Y promete alguna ganancia?

-Bastante.

-¿Tienes tú afición a los estudios?

-Muy poca ya.

-Entonces, acepta.

-Voy a explicarte los antecedentes, Pues son ellos los que me hacen vacilar. ¿Sabes quién es el arrendatario actual de la hacienda, y que desea continuar en el arriendo? Don Fidel, el padre de Matilde.

-¡Ah!, eso cambia un tanto la cuestión; a ver, explícate más.

-Don Fidel no ha sido siempre el hombre ministerial hasta la más porfiada intolerancia que tú conoces dijo Rafael-. Antes de hacerse apóstata en política, como tantos de los antiguos pipiolos, a cuyo partido pertenecía don Fidel, hacía la guerra al principio conservador, que por desgracia durará aún muchos años en Chile. Sus principios le habían ligado estrechamente con los de la misma comunión política en general; pero muy particularmente con mi padre y mi tío, que habiéndose consagrado al campo e invertido sus ganancias en bienes raíces, no ha perdido, como mi padre, en el comercio, el fruto de largos trabajos en dos o tres especulaciones erradas. Cuando mi tío Pedro compró casa en Santiago para venir a curarse, llovieron los empeños para el arriendo de su hacienda de "El Roble". Naturalmente, la preferencia debía obtenerla el amigo y correligionario político, don Fidel, que solicitó el arriendo. Para don Fidel el negocio era más ventajoso también que para los demás, porque posee al lado de "El Roble" un pequeño fundo de cien cuadras, perfectamente regado y con buenas alfalfas, que es el pasto de que carece la hacienda de mi tío, que en cambio, es muy buena para siembras y para crianza. Al tiempo de reducir el negocio a escritura, se presentó una dificultad, y fue ésta la falta de un fiador. Don Dámaso no se había establecido aún en Santiago, y los demás amigos de don Fidel no se hallaban en situación de prestarle ese servicio. Mi tío exigió el fiador porque "El Roble" había sido comprado casi todo con la dote de su mujer, y no quería ni aun por amistad, dejar de revestir el arriendo de las garantías necesarias. En estas circunstancias, don Fidel recibió la oferta de don Simón Arenal como la de un ángel salvador. Don Simón le conocía poco; pero llevaba un fin al ofrecerle su fianza con tanta generosidad, y ese fin era el de satisfacer una ambición política.

"Don Fidel, con efecto, ejerció y ejerce aún gran influencia entre los electores del departamento en que se encuentra su fundo, y don Simón quiso conquistar esa influencia para hacerse elegir diputado. Acaso, me preguntarás, qué interés puede tener un hombre rico como don Simón en ser diputado. Ese interés se explica sabiendo que don Simón es de familia oscura, enriquecido recientemente, y que necesita ocupar puestos honrosos para relacionarse con la sociedad a que aspiran llegar los caballeros improvisados, que es un tipo bastante común entre nosotros y al que él pertenece. Desde entonces, don Fidel y don Simón estrecharon íntimamente su amistad; se hicieron compadres, se relacionó don Simón con las mejores familias de Santiago, y don Fidel pasó, mediante aquella y otras fianzas, de liberal a conservador, porque don Simón se había plegado desde el principio a este partido, con la experiencia que le daban sus años para saber que en política no medra entre nosotros el que no busca su apoyo al lado de la autoridad. Mi tío vio poco a poco, que perdía un amigo en su arrendatario, pero el contrato estaba firmado y no había lugar a ningún reclamo. Ahora, estando para expirar el término del arriendo, don Fidel quiere continuar a toda costa, porque han llegado días muy florecientes para la agricultura con el nuevo mercado de California, y envía a su compadre don Simón para obtener un nuevo arriendo de mi tío. Este me propone "El Roble" con un hijo suyo, a quien, naturalmente, facilitará capitales para la especulación. He aquí, pues, el negocio".

-Creo que debes aceptarlo -dijo Martín.

-He pedido algunos días para responder -repuso San Luis-, y vas a ver mi debilidad: este plazo lo he solicitado, porque no puedo abandonar completamente la esperanza de que Matilde me ame.

-¿Y qué ganas con esto, cuando siempre eres pobre? -preguntó Rivas, que vencía con dificultad las tentaciones que le daban de informar a su amigo de sus sospechas vehementes sobre este punto.

-Es cierto, soy pobre todavía contestó San Luis-; pero si ella me amase, podría tal vez obtener su mano cediendo el arriendo a su padre, lo que para él es una cuestión importantísima. Recomendándome de este modo a sus ojos, él y yo olvidaríamos lo pasado. Matilde sería el lazo de unión entre las dos familias, y yo, con el apoyo de mi tío, emprendería cualquier otro trabajo en compañía con su hijo.

Martín pensó que tal vez su última conversación con Leonor decidiría sobre la suerte de su amigo, pues no podía suponer que las repetidas preguntas que sobre él le había hecho la niña hubiesen sido por mera curiosidad.

-Tienes razón -dijo a San Luis-; pero en lugar de pedir un plazo indeterminado, creo que debes exponer tu plan a tu tío y hablarle con entera franqueza. Así, este asunto se arreglará mejor que esperando indeterminadamente.

Al dar este consejo, se proponía Martín en su interior participar a la hija de don Dámaso lo que acontecía si ella le llamaba de nuevo para hablarle de Rafael.

19

Leonor, para cumplir la promesa que hizo a su prima, se presentó en casa de ésta a las doce del día siguiente.

Matilde la recibió con un abrazo. Una noche de esperanza había dado a su rostro la frescura de la alegría y a sus ojos la viveza que le transmite el corazón cuando late por una expectativa de amor.

-Estamos solas -dijo, haciendo sentarse a Leonor-; mi mamá ha salido. ¡Ya me figuraba que no vendrías!

-Como viste, anoche llamé a Martín para preguntarle nuevas noticias sobre Rafael.

-Y muchas debe haberte dado, porque la conversación fue larga -observó Matilde, risueña.

-Todas las que recibí -dijo Leonor- se resumen en lo que anoche te dije: Rafael te ama.

-¿Cómo lo sabe Martín?

-Él se lo ha dicho, a lo que parece.

-Sí; pero no basta que él lo diga -exclamó Matilde, entristeciéndose -¿Qué puedo hacer yo?

-Tú le amas también.

-Es verdad; pero seguiremos separados.

-Tuya será entonces la culpa.

-¡Mía! ¿,Y qué quieres que haga?

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