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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 4)



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-El caso me parece muy claro. ¿Fue Rafael quien te abandonó?

-No; pero…

-Fuiste tú, ésta es la verdad.

-Bien sabes que no podía desobedecer a mi papá.

-Mas esta disculpa no vale para él -replicó Leonor-. San Luis, arrojado de tu casa, sin recibir noticias de tu parte, tuvo sobrado motivo para creerse olvidado.

-Yo le juré mil veces que jamás le olvidaría.

-Pero ibas a casarte con otro; ¿no era esto desmentir tus juramentos?

-Él debe saber que lo hacía contra mi voluntad.

-Mira, Matilde -dijo Leonor en tono serio-, yo creo que estos juramentos de amor son demasiado sagrados, sobre todo si son hechos a un hombre que tus padres recibían y festejaban. Si él empobreció después, tus juramentos no desaparecían por eso y debiste cumplirlos.

-Ya sabes -contestó Matilde con los ojos llenos de lágrimas- que no tuve fuerza contra la voluntad de mi padre.

-Lo sé -repuso Leonor- y no te hago esta reflexión sino para manifestarte que si realmente amas a San Luis, debes reparar tu falta, puesto que ya sabes que él no te ha olvidado.

-Sí, ¿pero cómo hachero?

-Escríbele -contestó con voz resuelta Leonor.

-¡Ah, no me atrevo! -exclamó Matilde.

-En tal caso, renuncia a su amor, puesto que no quieres dar el primer paso hacia la reconciliación.

Matilde se cubrió el rostro con las manos, prorrumpiendo en llanto.

-Pero, hijita -le dijo Leonor con acento más suave que el que había empleado hasta entonces, y acariciando con cariño a su prima-, te afliges sin razón. Es preciso que alguna vez tengas valor en la vida.

-¡Ah, tú hablas así porque no estás en mi lugar!

-Eso no -repuso con viveza Leonor-: yo tendré energía para cumplir mis juramentos si alguna vez los hago.

-Pero ya que a mí me falta valor, tú podías ayudarme.

-¿Cómo?

-Encargando a Martín de decirle lo que no me atrevo a escribir.

-Es verdad -dijo Leonor, reflexionando . Por las preguntas que yo le he hecho acerca de Rafael y por las confidencias de éste, Martín ya lo sabe todo: pero supongamos que por medio de él hagamos saber á San Luis que le amas todavía, ¿ bastará esto? ¿No es necesario que le des algunas explicaciones para sincerar tu conducta pasada?

-Tienes razón -contestó Matilde con desaliento.

-Es preciso añadió Leonor- que midas bien, antes de dar un paso decisivo, la distancia que le separa de Rafael. Debes pensar que una vez transmitida la noticia por medio de Rivas, San Luis querrá verte, oír de tu boca la justificación de tu conducta, y no podrás negarte a ello a menos de romper con él nuevamente y para siempre, porque tendrá razón para creerse el juguete de una burla.

-Yo le amo y tendré valor para todo si tu me ayudas -exclamó Matilde, secando el llanto que humedecía sus mejillas y estrechando con cariño las manos de Leonor.

-¡Al fin te decides! -dijo ésta-. Con tus vacilaciones me estabas haciendo dudar de la sinceridad de tu amor.

-¡Ah!, créeme, Leonor, le amo sobre todo; he llorado tanto durante este tiempo, que a veces para volverle a ver, a oír de sus labios los juramentos que antes me hacía, me creo con fuerzas de vencer todos mis temores.

-Veamos, pues, lo que se puede hacer -replicó Leonor.

-Me confío a ti, no me abandones -dijo Matilde, besándola con ternura.

-Yo creo que debes verle, ya que no te atreves a escribirle, y para esto Martín, como dijiste, puede servirnos.

-¿Cuál es tu plan?

-Avisarle que en la Alameda puede verse contigo.

-¿Cuándo? -preguntó Matilde, sin poder ocultar la ansiedad que aquella sola idea le causaba.

-Mañana; irás conmigo y Agustín nos acompañará.

-¡Dios mío! -murmuró Matilde, a quien la emoción hacía temblar cual si estuviese ya en presencia de Rafael-, ¡si mi papá llegase a saberlo!

-Yo me hago responsable de todo -contestó Leonor, que parecía animarse a medida que su prima se dejaba vencer por el miedo.

Matilde la abrazó, dándole las gracias entre sollozos que no podía reprimir.

-Nada me deberás, Matilde -repuso Leonor, correspondiéndole sus caricias-, porque, además de mi amor a ti, tengo otro interés al servirte.

-¡Otro interés! -exclamó Matilde, alzando la frente que apoyaba en el seno de su prima.

-Sí, otro interés -repuso ésta-: quiero reparar una falta de mi padre, que fue en gran parte, como tú me has dicho varias veces, la causa de que despidiesen a Rafael de tu casa.

En esta explicación de su interés por Matilde, callaba Leonor una razón tan poderosa para ella como la que acababa de aducir. Si bien era verdad que deseaba reparar el mal causado por su padre, no influía poco en su determinación el deseo de distraerse, para combatir el desconsuelo que su última conversación con Martín había dejado en su alma. Sentía tanto más esta necesidad cuanto que ella misma había provocado aquella conversación, que le dejaba un amargo desengaño al ver escapársele el triunfo que de antemano saboreaba su orgullo. Este era el primer golpe que recibía su amor propio y debía naturalmente, preocuparla y entristecerla. Sin renunciar a vengarse de aquella humillación de su vanidad, experimentó un ardiente deseo de ocuparse de algo, deseo propio de organizaciones vehementes como la suya, para quienes la reflexión y la calma son un martirio. Esa misma vehemencia la impedía considerar las consecuencias que el plan concertado podía tener para la reputación de su prima y para la de ella misma.

-Sabes que en la Alameda nos puede ver cualquier persona conocida y contarlo a mi papá -observó Matilde, tras una breve pausa.

-Es preciso, Matilde -exclamó Leonor, a quien indignaba toda señal de debilidad-, que hagas una resolución formal de adoptar alguno de los partidos que se presentan y que para mí están claramente trazados: renunciar al amor de Rafael, o ponerte con valor en situación que tu padre no pueda obligarte a que aceptes el marido que a él le plazca imponerte. Lo que acabo de aconsejarte fue suponiendo que estabas completamente decidida por Rafael: si no es así, no des paso ninguno; pero olvídale.

-Tal vez esperando se presente la ocasión de…

-Dime, ¿no has esperado más de un año?

-Es cierto.

-Y en todo este tiempo, ¿ha dado San Luis el menor paso para acercarse a ti?

-No, ninguno -contestó Matilde con un hondo suspiro-: por eso creí que me despreciaba.

-Y, sin embargo, te ama; pero parece que su resentimiento, o tal vez el temor, le impide buscarte. Lo que hay de cierto es que nada avanzarás esperando. Él seguirá creyendo que le engañaste y las apariencias justificando su opinión.

-Bien lo conozco; pero temo tanto que mi papá llegue a saber…

-Pues yo, en tu caso, preferiría que lo supiese. Si tu amor es sincero y nunca, como dices, amarás a otro que Rafael, tarde o temprano lo que tanto temes sucederá.

-Yo me había resuelto a sufrir en silencio.

-Pero quisiste saber si San Luis te había olvidado.

-Sí.

-Y me dijiste que darías tu vida por recobrar su amor.

-Es cierto ¡Ah, quisiera tener tu valor!

-Si no lo tienes, renuncia a tu amor, aún es tiempo. Me pediste consejos y apoyo. Yo te he dicho lo que haría en tu situación. Mas, si no posees suficiente energía para vencer tus temores por el hombre que amas, tienes razón: no debes dar ningún paso compromitente, porque la sociedad te despreciara y tú seguirías siendo desgraciada.

-¡Ah!, pero yo no renunciaré al amor de Rafael -exclamó Matilde-; tú tienes razón, he sufrido mucho ya para tener derecho de buscar mi felicidad.

-En ese caso, si tienes valor, sigue adelante. Entre sufrir en silencio y tal vez despreciada, a sufrir después de justificarte, yo prefiero lo último.

-Y yo también -dijo Matilde con resolución.

-Es decir, que hablaré con Martín.

-¿Qué le dirás?

-Que tú amas a Rafael: esto ya debe Rivas haberlo sospechado.

-¿Y qué más?

-Que mañana te pasearás conmigo por la Alameda, cerca de la pila, entre la una y las dos de la tarde. Que él puede encontrarse allí por casualidad y acercarse a nosotras si tú le saludas.

-Bueno -contestó Matilde, reprimiendo el temblor que estremecía todo su cuerpo.

-Para esto es preciso que me vaya pronto -dijo Leonor-, porque debo hablar con Martín antes que salga del escritorio de mi padre pues en la noche puede no presentarse la ocasión de hablarle.

Cuando se despedían las dos niñas, el coche de don Dámaso esperaba ya en la puerta por orden que Leonor había dejado en su casa.

Diéronse un tierno abrazo y despidiéndose hasta la noche, y Leonor subió al carruaje, que partió con velocidad.

20

Mientras Leonor y el recuerdo de Rafael vencían los temores en el corazón de Matilde, don Fidel Elías regresaba a su casa bajo el peso de la noticia que acababa de transmitirle don Simón Arenal sobre el arriendo de la hacienda de "El Roble".

Entró pensativo en el cuarto en que su mujer se entregaba la mayor parte del día a la lectura de sus novelistas y poetas favoritos. En aquel instante leía "El Sueño de Adán" en "El Diablo Mundo", de Espronceda, y oyó la voz de su marido cuando el héroe pide a Salada un caballo como lo pedía Ricardo III para reconquistar su reino. La presencia de don Fidel la sacó de su éxtasis poético para arrastrarla a la prosa de la vida.

-Me dice mi compadre Arenal -principió diciendo don Fidel- que el arriendo de "El Roble" no está nada seguro.

Doña Francisca le miró sin comprender lo que oía. Además estaba desde mucho tiempo acostumbrada a oír y no a dar su opinión en los asuntos que su marido dirigía, por lo cual ella sólo la daba en presencia de otros para manifestar su superioridad intelectual.

-Me acaba de decir don Simón -prosiguió él, creyendo que doña Francisca no le había oído– que don Pedro San Luis ha dicho que tiene que reflexionar antes de comprometerse a prolongar el arriendo de la hacienda.

-Esperemos, pues -contestó ella, deseosa de continuar su lectura.

-Bueno es decirlo -replicó don Fidel-, pero entretanto a mí me interesa mucho el saber una contestación definitiva, porque, si pierdo la hacienda, me puedo arruinar.

-Entonces, busquemos algunos empeños para don Pedro.

-Ya había pensado en ello, pero lo peor es esta maldita política, que me ha privado de su amistad cuando más la necesito.

-Ah, entonces te convences de que yo tenga razón -dijo, animándose, doña Francisca, al ver una oportunidad de desquitarse de las humillaciones a que su marido la condenaba en sociedad.

-Yo sé muy bien lo que hago y no soy niño para que me anden dando consejos -repuso con voz agria don Fidel-. Pero dejemos la hacienda para hablar de otra cosa. ¿Te parece que Agustín se decidirá por Matilde?

-No sé; quién sabe…

-Para contestar eso no se necesita mucha penetración -dijo impaciente don Fidel-. Yo te pregunto, porque un hombre ocupado como yo no tiene tiempo de andarse fijando en esas cosas que son buenas para las mujeres.

-Nada he visto que me haga pensar de otro modo -respondió doña Francisca, tomando con impaciencia el libro que acababa de dejar sobre una mesa.

-Porque siempre estás pensando en libros y en sonseras; mientras que yo sólo me ocupo del bienestar de la familia.

-Pero, ¿cómo quieres que me ocupe de mi parte, cuando crees que nadie puede hacer las cosas como tú?

-Y ésa es la verdad; el hombre ha nacido para dirigir los negocios; pero como yo no tengo tiempo para todo, es preciso que tú trabajes por ese lado. Agustín es un buen partido que no debemos dejar escaparse y yo hablaré con Dámaso sobre este negocio, puesto que yo debo hacerlo todo en esta casa.

Doña Francisca abrió el libro y aparentó estar leyendo. Don Fidel tomó su sombrero y salió persuadido de que sólo él era capaz de dirigir de frente varios negocios a un tiempo, porque él calificaba entre los negocios, como la generalidad de los padres, el establecimiento de una hija.

Doña Francisca le vio salir sin extrañarse, porque se hallaba acostumbrada a terminar de este modo sus conversaciones con su marido.

Volvió después a "El Sueño de Adán" deplorando la falta de poesía del hombre con quien se hallaba unida por los lazos indisolubles, y esta idea la hizo suspender la lectura para tornar su memoria a Jorge Sand, con quien se comparaba por su aversión a la coyuntura matrimonial.

El coche de don Dámaso, entretanto, llevó a Leonor con gran velocidad a su casa a pesar del malísimo empedrado de nuestras calles, que sólo ahora ha llamado la atención de la autoridad local.

Leonor atravesó con paso ligero el patio de su casa y llegó a la puerta del cuarto-escritorio de su padre.

En el tránsito de la casa de don Fidel a la suya había pensado ya el modo de desempeñar su comisión acerca de Martín. Su carácter le aconsejó una entera franqueza en este asunto. Así fue que, después de asegurarse de que Rivas estaba solo, entró en la pieza y se aproximó al escritorio en que aquél trabajaba.

Al verla, Martín se puso de pie. Su corazón latió con violencia y el color desapareció instantáneamente de sus mejillas.

-Siéntese usted -le dijo Leonor con cierto tono de superioridad.

-Permítame, señorita, permanecer de pie -contestó el joven, viendo que Leonor apoyaba una mano sobre la mesa y se quedaba inmóvil.

-Vengo con el mismo objeto de que antes le he hablado -repuso Leonor, acentuando estas palabras, cual si quisiera evitar a Rivas cualquier otra explicación de aquel paso.

-Estoy a sus órdenes, señorita -respondió Martín, con el acento de orgullosa modestia que había llamado antes la atención de la niña.

-Se trata de su amigo San Luis, de cuyas confidencias me habló usted anoche. El nombró a usted, por supuesto, la persona que ama.

-Es la señorita Matilde Elías, prima de usted.

-Rafael, según me dijo usted, la ama todavía.

-Es verdad.

-¿Cree usted que se alegrara de saber que Matilde le ha correspondido siempre?

-Creo que esta noticia le volvería la felicidad, señorita.

-Pues bien, usted puede decírselo: una nueva como ésta se recibe de un amigo con doble alegría, según me parece.

-Tendré un placer infinito en dársela -dijo Martín.

La sinceridad con que el joven pronunció aquellas palabras hizo conocer a Leonor que Rivas poseía un corazón capaz de abrigar una amistad verdadera. Esta observación templó un tanto el encono con que creía deber mirarle desde la noche anterior.

Parece que de vuelta a su casa Leonor había cambiado un tanto acerca del plan combinado con su prima, porque hizo ademán de retirarse.

-Una palabra, señorita -dijo Martín-; Rafael se ha creído engañado; ¿creerá ahora lo que voy a decirle'?

-No sé, y me parece que si le interesa, él puede buscar los medios de averiguar la verdad.

Leonor salió tras estas palabras, y Rivas dejó caer su frente entre las manos, que apoyó sobre la mesa que tenía delante.

"Está visto -se dijo con amargo desconsuelo-: me considera un poco más que a un criado; pero mucho menos que los jóvenes que la visitan."

La amargura de aquella reflexión nacía del imperioso acento con que Leonor acababa de hablarle y de la profunda tranquilidad que ella manifestaba en presencia de su turbación.

Continuó Rivas preocupado con estas ideas, hasta que dio fin a su trabajo de aquel día y se retiró a su cuarto. De allí salió pocos momentos después en dirección a la casa de San Luis.

-Nunca podrás -dijo a Rafael, que le recibió con cariño -darme en tu vida una noticia como la que te traigo.

-¡Una noticia! -exclamó Rafael con un presentimiento vago de la realidad-; habla, ¿qué hay?.

-Matilde te ama.

Rafael miró a su amigo con tristeza.

-Mira, Martín -le dijo-, no te chancees con lo que para mí hay de más serio en la vida. Me sometes en este momento a una horrible tortura, porque, sin creerte lo que con tan poca ceremonia me dices, me figuro, no obstante, que hay algo de cierto en ello.

-Es muy verdadero -replicó Rivas; respeto demasiado tu dolor para engañarte; óyeme.

Refirió entonces a San Luis sus distintas conversaciones con Leonor, y terminó por la que acababa de tener lugar.

Rafael le estrechó entre sus brazos con una alegría imposible de descubrirse.

-Me traes más que la felicidad -le dijo-: me traes la vida.

Principió a pasearse por la pieza, hablando de sus recuerdos y de sus esperanzas con una verbosidad increíble. Al cabo de un cuarto de hora, Martín conocía con sus pormenores todas las escenas de aquel amor puro y ardiente que había llenado la vida de su amigo, y envidiaba su felicidad.

-Me olvidaba de ti, mi buen Martín -le dijo Rafael, sentándose a su lado-; ¿y tus amores?

-No tienen historia -contestó Rivas-; su pasado, su presente y su porvenir no encierran más que desconsuelo. Es una locura de la que debo curarme, como me has aconsejado varias veces. Ya lo ves: ella me considera bueno para darte a conocer tu felicidad.

-Vamos, ten buen ánimo; Leonor tal vez te amará algún día. El interés que demuestra por su prima prueba que tiene un corazón noble y podrá comprenderte. Esto me reconcilia con ella y hasta con su padre, a quien perdono el mal que me ha hecho.

-No te vayas -le dijo San Luis-. Acompáñame a comer: comeremos con mi tía. Ella se alegrará tanto como yo de lo que sucede. Además, tengo necesidad de hablar aún contigo; las últimas palabras que dijo Leonor me hacen pensar ahora, porque es preciso que yo vea a Matilde, que hable con ella. ¿Me dices que Leonor te contestó?…

-Que a ti te interesaba averiguar la verdad.

-¡Ya lo ves! Debo buscar un medio para ver a Matilde. A ver, tú eres ingenioso: ¿qué harías en mi lugar?

-Le escribiría: esto me parece muy natural.

-Las cartas me fastidian; yo quiero oír su voz, quiero decirle que la amo más que nunca. Vamos, piensa en algo mejor que eso. Las cartas de amor, o son frías o son ridículas por afectación. Además, una carta suya bastaría por una vez: pero es preciso que yo la vea.

-En una carta puedes pedirle una entrevista.

-Pero, ¿en dónde ?

-Ella tal vez resuelva ese problema.

-Bueno, le escribiré.

Llamaron a comer. Rafael contó a su tía, antes de entrar al comedor, la noticia que Martín le había traído y comunicó su alegría a la señora. En la mesa, San Luis despidió al criado y le dijo a su tía:

-Es preciso que usted hable con mi tío Pedro y le refiera lo que sucede. ¡Ah, yo tuve una inspiración feliz cuando le pedí algunos días para reflexionar sobre el negocio que me propuso!

-¿Y qué le diré sobre esto'? -preguntó doña Clara.

-Le dirá que este es un medio excelente de obtener el consentimiento de don Fidel: yo le cedo el arriendo de "El Roble" si mi tío me quiere hacer este servicio, y con esto nos reconciliamos. Si él lo exige para darme la mano de Matilde, estudiaré hasta recibirme de abogado, o si lo prefiere, trabajaré en el campo con el apoyo de mi tío. Usted, por supuesto, sabrá convencerle: mi tío nos quiere y es generoso. Yo no dudo de que él me haga este servicio.

Después de comer, Martín se despidió de la señora y de Rafael y llegó a casa de don Dámaso cuando la familia de éste salía del comedor. Al subir la escala que conducía a su habitación, oyó el sonido del piano que Leonor tocaba orgullosamente a su padre a esta hora.

Leonor esperaba ver a Martín en la mesa para continuar con él el plan de desdeñosa indiferencia por medio del cual quería vengarse de las palabras con que pensaba que Rivas había humillado su amor propio. Con la ausencia del joven, se figuró que habría ido a casa de San Luis y le pareció indudable que asistiría en la noche a la tertulia. Esta idea la ponía alegre, porque esperaba hacer arrepentirse a Rivas en la noche de sus palabras de la anterior.

21

En aquel mismo instante entraba Agustín Encina al cuarto de Rivas. El elegante había estrechado su amistad con Martín desde la noche en que le vio en casa de doña Bernarda.

Un principio de egoísmo, que dirige la mayor parte de las acciones humanas, imperaba en el ánimo de Agustín al buscar la amistad de Rivas, a quien miraba con el desprecio del elegante santiaguino por el que viste mala ropa.

"Martín podrá acompañarme a casa de los Molina y servirme mucho", se decía Agustín.

Esta idea le indujo a vencer su orgullo de poderoso hasta tratar a Rivas con cierta familiaridad.

La expresión de servirme mucho, que Agustín había empleado al acercarse a Martín, necesita explicarse desde el punto de vista social en que Encina la usaba al formular su reflexión.

Un joven visita una casa. El amor, esta estrella que guía los pasos de la juventud, le ha dirigido allí. La falta de animación que se nota en nuestras tertulias anuda la voz en la garganta del que tiene que confiar a los ojos la frase amorosa que el temor de ser oída por los profanos le impide pronunciar.

Pero el amor lleva el sello de la humanidad que le rinde su culto: tiene que desarrollarse y progresa. Las miradas que bastan para alimentar lo que Stendhal llama "admiración simple" no alcanzan a satisfacer las exigencias del corazón, que llega pronto a lo que el mismo autor distingue con el nombre de "admiración tierna". Es preciso entonces oír la voz de la mujer querida y confiarle también las dulces cuitas del alma enamorada. Mas la conversación es general o fría en la tertulia, y no es fácil dirigir en privado la palabra a una de las niñas.

Entonces busca un amigo.

Este puede entretener a mamá con una charla más o menos insípida, o a las hermanas, que siempre tienen el oído más listo que la madre.

Y el enamorado puede entonces desarrollar a mansalva su elocuencia de frases cortadas y de suspensivos.

En este sentido pensó Agustín que Rivas podría servirle mucho en casa de doña Bernarda, en la que la vigilancia de la madre era tanto mayor, a pesar de su afición al juego, cuanto era también mayor el peligro de la situación, siendo el galán de su hija un mozo de familia acaudalada.

Agustín entró en el cuarto de Rivas entonando el estribillo de una canción francesa.

-¿Usted no ha vuelto a rendir visita a las Molina? -dijo a Martín ofreciéndole un hermoso cigarro puro.

-No, no he vuelto -contestó Martín

-¿Qué no piensa usted retornar a la casa?

-Nada había pensado sobre esto.

-Son excelentes muchachas.

Así me han parecido.

-Yo pienso ir esta noche a verlas. ¿Quiere usted acompañarme?

-Con mucho gusto.

-¿Qué le ha parecido Adelaida?

-Bastante bien, pero no tanto como a usted -dijo Martín, sonriéndose.

-¿Le han dicho a usted que estoy enamorado de ella? -preguntó Agustín.

-Lo he conocido a primera vista.

-Pues, hombre, es verdad; no hay ninguna niña de nuestros salones que me guste tanto como Adelaida.

-Malo -dijo Rivas.

-¿Por qué?

-Porque ese amor puede convertirse en pasión y hacerle cometer alguna locura.

-¿Qué llama usted locura? En París todos tienen esta clase de amores

-Llamo locura, por ejemplo, que usted llegase a querer casarse con ella.

-¡Bah, querido; usted no conoce el mundo! Todas estas chicas saben que un joven como yo no se casa con ellas.

Martín hizo todas las reflexiones morales que le vinieron a la imaginación para combatir los principios parisienses del elegante, quien se contentó con decirle que no conocía el mundo.

-Lo que hay de cierto es que yo la amo -dijo Agustín, para terminar la amonestación de Rivas-, y que solo o acompañado por usted seguiré visitándola. Sentiré, sí, que usted no me acompañe.

-Si usted quiere le acompañaré -respondió Martín.

Rivas dio esta respuesta recordando la pintura que San Luis había hecho del carácter de Adelaida y de sus aspiraciones a casarse con algún hombre rico.

-Eso es, hombre -contestó Agustín, contento de la respuesta-; es preciso ser complaciente con los amigos. Además, es necesario divertirse en algo, porque esta vida de Santiago es tan insípida. Conque ¿es convenido? Me voy a vestir y lo encuentro a usted listo dentro de media hora.

-Bueno, estaré pronto -contestó Martín, pensando también que él tenía necesidad de distraer de algún modo su tristeza.

Martín hizo la siguiente reflexión después de la salida del hijo de don Dámaso:

"Cada vez siento aumentar mi pasión a medida que la esperanza de ser amado se aleja. ¿No es mejor, como Rafael y Agustín, apagar en un amor fácil la sed del alma, que devora la tranquilidad del espíritu?"

Esta idea se revolvía en su imaginación mientras él se preparaba para la visita que debía hacer con Agustín. La tendencia del amor a curar sus pesares con el principio de los semejantes despertaba en él su orgullo, humillado ante la altanera majestad de Leonor.

La vuelta de Agustín le sacó de su meditación. Venía vestido con una elegancia irreprochable.

En el camino tomó luego la palabra para hablar de sus amores, hasta que llegaron a casa de doña Bernarda.

En ese momento, Leonor se había sentado al piano y tocaba con entusiasmo. Hallábase contenta de haber manifestado a Rivas que podía encontrarse con él sin conmoverse y deseaba su llegada para aterrarle con su desdén. No podía olvidar las palabras del joven al confesarle su propósito de no amar. ¿No era éste un reto insolente arrojado a su hermosura y que nadie hasta entonces se había atrevido a hacerle?

Cansada de tocar se retiró del piano, y fue a sentarse pensativa en un sofá.

Cada ruido de pasos que se oía en el patio hacía latir con violencia su corazón; así es que recibía con un frío saludo a las personas que llagaban. La ausencia de su prima vino a aumentar la duración de aquella larga noche, en la que esperaba explicarle sus razones por no haber descubierto a Rivas todo el plan acordado en el día.

Perdida la esperanza de ver llegar a Martín, su irritación se aumentó con aquel ligero incidente que la privaba del placer de una victoria. Parecíale que Rivas cometa una falta imperdonable no presentándose a recibir la insultante indiferencia con que se preparaba hacerle conocer el desprecio que la había inspirado su propósito de no amar.

Leonor creía de buena fe en aquel instante que ese propósito era usurpado contra los fueros de su belleza que todos debían admirar.

Don Dámaso, por su parte, sin preocuparse de la impaciencia de su hija ni del sueño en que doña Engracia había caído, con Diamela en las faldas, se sostuvo durante toda la noche en abierta oposición al ministerio, contra don Fidel y don Simón, que le atacaron vigorosamente.

Al llegar don Fidel a su casa, en donde Matilde, pretextando un fuerte dolor de cabeza, había quedado con doña Francisca, encontró sola a su mujer y entregada a la lectura de Jorge Sand.

Don Fidel, después de argumentar en contra de la oposición delante de su compadre y fiador, se preguntaba, al volver a su casa, si pasándose a la oposición podría obtener la prórroga del arriendo de "El Roble".

En presencia de doña Francisca siguió en voz alta sus reflexiones, que, girando en torno de las probabilidades que el caso presentaba, tomaron la forma que indican las siguientes palabras:

-La cosa sería acertar el golpe, porque si ahora me paso a la oposición, pierdo la fianza de mi compadre, que, como ya se encuentra figurando entre la gente decente, se echará para atrás conmigo. ¡Maldita política!

Doña Francisca, que bajo la impresión de su lectura se hallaba en disposición de reducirlo todo a teorías, exclamo para formular una:

-Mira, hijo: la política, como dice no sé qué autor, es un círculo inflamado que…

-Qué círculo, mujer, ni qué autor -replicó impaciente don Fidel-; si don Pedro me firmase un nuevo arriendo de "El Roble" Yo me reiría de todo el mundo.

Doña Francisca se contentó con levantar los ojos, como poniendo al cielo por testigo del prosaico corazón a que había unido el suyo.

22

Rivas y Agustín entraron en casa de doña Bernarda en circunstancias que la señora preparaba la mesa de juego y llamaba a dos amigos de Amador que con éste y el oficial de policía rodeaban a las niñas.

-Vaya, hijitos decía doña Bernarda-, no estén hablando sonseras y vengan a echar un manito.

Los dos amigos de Amador acudieron al llamado de la dueña de la casa, que recibió a los que llegaban en ese momento con el naipe en la mano.

Doña Bernarda quiso adelantarse a recibirles.

-No se incomode usted, señora, por nosotros -le dijo Agustín-, continúe siempre.

-No, hijito; no es incomodidad -contestóle doña Bernarda.

-Quiero decir a usted que no se moleste -replicó el joven Encina con graciosa sonrisa.

-¡Ah!, si no le había entendido al francesito de agua dulce exclamó con alegre carcajada doña Bernarda-. ¿Quieren ustedes echar un manito?

-Más tarde, señora -contestó Agustín-; vamos a saludar a estas señoritas.

Las niñas que se hallaban en la pieza vecina, fueron llamadas por su madre.

-Traigan la vela para acá -les dijo, y estaremos todos juntos.

Adelaida y Edelmira obedecieron aquella orden, y el oficial de policía les siguió con la palmatoria.

-Así me gustan los militares subordinados -fueron las palabras con que doña Bernarda alabó la galantería de Ricardo Castaños, que colocó la palmatoria sobre una mesa y se sentó al lado de Edelmira.

Agustín vio que en aquella pieza era difícil sostener una conversación animada con Adelaida sin ser oído, y empezó a hacer alabanzas del canto de Amador.

-¡Oh, yo soy loco por el canto! -dijo el joven Molina, que tomó inmediatamente la guitarra.

-¿Qué tonada le gusta más? -preguntó éste.

-La que usted ame más; todas me placen -contestó Agustín.

Amador afino la guitarra, mientras que Agustín entablaba su conversación, y entonó luego algunos versos, acompañándose con la música monótona de nuestras antiguas tonadas:

Yo no pienso matar Por quien por mí no se muere; Querer a quien me quisiere y al que no me quiera, ¡andar

Agustín, aprovechándose del ruido, decía con apasionado acento a Adelaida.

-Yo necesito una prueba de su amor.

-¡Y usted qué prueba me da? -preguntó ella.

-¿Yo? La que usted demande

-Si usted me quisiese, como dice -replicó la niña-, se contentaría con mi palabra y no me pediría más pruebas.

-Es que nunca puedo hablar con usted con libertad -repuso Agustín- y por eso insisto en lo que pedía la otra noche.

-¿La otra noche? ¿Qué cosa? No me acuerdo.

-Una cita.

-¡Ay, por Dios! Eso es mucho pedir.

-¿Por qué? -preguntó Agustín, con la más rendida entonación de voz.

-Si le doy una cita, ¿quién puede perder en ella? Soy yo, ¿no es verdad?

-No me cree usted bastante caballero?

-Al contrario; demasiado.

-¿Y por qué demasiado?

-Porque nunca se casaría conmigo -diga la verdad.

Adelaida al decir estas palabras, fijó en el joven una mirada penetrante. Era la primera vez que entraba en discusión tan franca con Agustín.

Este, confundido con semejante pregunta, vaciló un momento, pero, recurriendo a la elástica moral, cuyas teorías había desarrollado a Rivas en la tarde, respondió:

-Si, ¿por qué lo duda?

Adelaida leyó en la vacilación la falsía de la respuesta, mas no dio señales de disgusto. Fingiendo, por el contrario, haber creído en ella, volvió a preguntar:

-¿No me engaña usted?; ¿me lo jura?

Agustín, lanzado en el campo de la mentira, no titubeó para responder al instante:

-Sí, se lo juro.

Y la ligereza con que lo dijo sirvió a Adelaida para confirmar la opinión que en la anterior respuesta le acababa de dar la incertidumbre del joven.

-¡Ah, si usted no mintiera! -exclamó con un acento de pasión que Agustín creyó sincero.

-Juro a usted que no miento -respondió el joven-; concédame usted la cita y hablaremos.

En este momento concluía la tonada de Amador, y Adelaida dijo con voz breve:

-Mañana a las doce de la noche; la puerta de calle estará abierta.

Agustín dio casi un salto sobre su silla; la alegría iluminó su rostro haciendo centellear sus ojos.

-Me rinde usted el más feliz de los mortales -exclamó apagando el sonido de su voz, que se confundió con las últimas vibraciones del canto.

-Retírese usted, porque mi madre nos mira -le dijo entre dientes Adelaida.

El elegante se dirigió a la mesa de juego, prodigando al mismo tiempo sus cumplidos a Amador por la tonada que no había escuchado.

-A ver, francesito -le dijo doña Bernarda, que tallaba al monte-, haga una parada a la sota.

Martín, entretanto, había permanecido solo en su asiento. Por una propiedad común a los verdaderos enamorados hallábase aislado en medio de las personas que le rodeaban y al compás de las notas de la tonada de Amador, él cantaba su amor sin esperanzas, en versos incoherentes, que sólo resonaban en su imaginación.

Cuando terminó el canto, sus ojos y los de Edelmira se encontraron.

La idea de buscar su consuelo en otro amor hirió de nuevo su mente En la mirada de Edelmira había una tristeza que cuadraba con la que a él le afligía.

En ese instante, Amador llamó al oficial para que le diese su voto sobre una mistela hecha en la casa, y Ricardo Castaños no pudo negarse a tan honorífica consulta. Rivas aprovechó aquella circunstancia para sentarse al lado de Edelmira.

-No esperaba verlo tan pronto por aquí -le dijo la niña.

-¿Por qué? -preguntó Martín.

-Porque la otra noche creo que no se divirtió usted mucho.

-Pero hablé algunos momentos con usted y ellos bastaron para darme deseos de volver.

Rivas dijo estas palabras para probar cómo serían recibidas, dominado por su idea de buscar un consuelo en un nuevo amor.

Edelmira le miró con aire de sorpresa y de sentimiento.

-¿Es usted como todos? -le preguntó.

-¿Por qué me hace usted esa pregunta?

-Porque me figuré que usted era distinto de los demás.

Rivas ignoraba la significación que dan generalmente las mujeres a frases como la última de Edelmira.

No pensó en que la admiración con que ella recibió su cumplimiento y lo que acababa de decirle podían perfectamente interpretarse como de feliz agüero para los nuevos amores a que aspiraba.

-¿Cómo me ha considerado usted entonces? -le preguntó.

-Sincero en sus palabras -contestó Edelmira-, e incapaz de jugar con cosas serias.

Aquella apelación sencilla a su honradez tuvo para el alma delicada y noble de Martín toda la fuerza de un amargo reproche. Vio al instante que iba a tomar un camino indigno de un hombre honrado, y la historia de Rafael trajo elocuentes a su memoria los remordimientos que su amigo le pintara en conversaciones posteriores a su primera confidencia.

-No crea -dijo- que haya mentido cuando le dije que el recuerdo de la conversación que tuve con usted me daba deseos de volver, es la verdad. El modo como usted me pintó el pesar que le causaba su posición en el mundo me inspiró una viva simpatía, porque encontré cierta analogía con mi propia situación.

-Me gusta más que usted me hable de este modo -repuso Edelmira- que como usted había principiado.

-Lo que acabo de decirle es sincero -replicó Martín.

-Sí, lo creo, y me gustaría mucho si usted, algún día, tiene bastante confianza en mí para hablarme con la franqueza que yo lo hice la otra noche.

-Ya he principiado, puesto que le digo que encuentro analogía entre mi situación y la de usted.

Continuaron de este modo su conversación durante largo rato. Edelmira había encontrado en Martín el tipo del héroe que las mujeres aficionadas a la lectura de novelas se forjan en la juventud, y cedía a un temor muy natural cuando no quería oír de su boca los galanteos que oía diariamente de Ricardo Castaños y de los demás jóvenes que frecuentaban su casa. Hallaba una grata satisfacción en penetrar en el alma de Rivas por medio de la expansión de la amistad, recurso de que instintivamente hacen uso las almas sentimentales que tienen horror innato a las formas estudiadas del lenguaje amoroso.

Martín, que había ya condenado en su conciencia la idea de inspirar un amor al que no podía corresponder, halló por su parte mucha dulzura en la amistad romántica que le ofrecía Edelmira. En poco rato su simpatía por aquella niña ocupó un lugar considerable en su corazón.

Hallaba en ella una sensibilidad exquisita unida a un profundo desprecio a las gentes que se creían con derecho a su amor, cuando eran incapaces de comprender la delicadeza de sus sentimientos. En su desconsuelo había cierto perfume de poesía, que rara vez deja de encontrar un eco amigo en el corazón de un joven moralmente bien organizado; así fue que Martín, cautivado por la sensibilidad que descubría en Edelmira, llegó a un punto de su conversación en que dijo estas palabras:

-Le confesaré la verdad: amo y sin esperanza.

Esta franca confesión, con la que Rivas se ponía en la imposibilidad de dejarse tentar de nuevo por la idea de buscar un consuelo en el amor de Edelmira, oprimió dolorosamente el corazón de la niña. Parecióle que le arrancaban una esperanza, que su conversación con Martín íbase revistiendo de formas precisas. Al mismo tiempo, esas palabras despertaron en su pecho lo que una media confidencia no deja nunca de despertar en una mujer: la curiosidad.

-¿Será una señorita rica y bonita? -preguntó.

-¡Es bellísima! -dijo Martín, con un entusiasmo que no procuro en disimular.

Esta contestación produjo una pausa, que fue interrumpida por Amador y el oficial, que entraron declarando que la mistela era de primera calidad.

Martín se levantó de la silla.

-Espero que usted no dejará de venir a verme -le dijo Edelmira.

-Teniendo ya una amiga como usted -contestó Rivas-, no necesitaré buscar compañero.

Todos rodearon en ese momento la mesa de juego y Amador tomó el naipe que dejaba doña Bernarda, contenta con haber ganado cien pesos.

El que perdía la mayor parte era Agustín Encina, que, entusiasmado con el buen éxito de sus amores, desafiaba a todos los circunstantes al juego, después de haber perdido, para manifestar delante de Adelaida su desprendimiento del dinero.

Amador hizo traer una botella de la nueva mistela para fomentar la animación de Agustín y las libaciones corrieron parejas con las apuestas.

Sin duda el hijo de doña Bernarda conocía alguno de los métodos con que cierta clase de jugadores se apoderan del dinero de los demás, con más cortesía pero no más honradez que los salteadores de camino, porque parecía haber avasallado a la fortuna ganando cada vez cantidades que al cabo de un cuarto de hora había agotado el dinero de Agustín.

-Juego sobre mi palabra -exclamó éste, apurando una copita de mistela, cuando se encontró sin plata.

-Como usted guste -contestó Amador-, pero yo abandonaría el partido en su lugar.

-¿Por qué? -preguntó el joven Encina.

-Porque está de mala suerte.

-Yo la compondré -contestó con orgullo el elegante, que miraba con desprecio a tan pobres adversarios.

Amador y otro de los que rodeaban la mesa cambiaron una mirada significativa.

-¿Cuánto apuestas? -preguntó el hijo de doña Bernarda, sacando las cartas.

-Seis onzas al siete de oros -dijo Agustín.

Al cabo de una hora había perdido mil pesos, que en media hora más se doblaron. Martín intervino entonces, y puso término al juego.

-Traiga usted papel y le firmaré un documento -dijo Agustín a Amador.

El documento fue otorgado por dos mil pesos. Agustín lo habría firmado por cuatro, porque en aquel instante recibía de Adelaida una mirada de amorosa admiración.

Al salir de casa de doña Bernarda, el joven Encina, entusiasmado con su conquista y con los vapores de la mistela, contaba, en su jerga peculiar, a Martín, la manera irresistible que había empleado para seducir el corazón de Adelaida.

Después de la salida de las visitas, quedaron en la pieza, al lado de la mesa de juego, doña Bernarda, Adelaida y Amador.

Edelmira se retiró después de oír de boca de su madre algunas amonestaciones sobre la necesidad en que está toda muchacha de buscarse un buen marido.

Cuando Amador se vio solo con su madre y su hermana mayor cerró la puerta por la cual acababa de pasar Edelmira.

-¿Qué hubo? -preguntó después de esto, dirigiéndose a Adelaida.

-Para mañana en la noche -contestó ella.

-¡Ah!, ¡ah! -exclamó doña Bernarda-, ¿el francés de agua dulce pidió una cita?

-No es la primera vez -dijo Adelaida.

-Estos ricos -repuso Amador- quieren andar engañando muchachas; éste la pagará caro.

-Entonces, mañana traes a tu amigo -añadió doña Bernarda.

-Le juro, pues -respondió Amador.

-¿Y si no quiere? -preguntó la madre.

-No le dé cuidado, mamita -contestó Amador, tomando una vela para retirarse.

Luego añadió acercándose a ella.

-No se le olvide no más lo que le dijimos.

-¿Que soy tonta para que se me vaya a olvidar? -contestó ella-; verís si yo sé hacer las cosas.

En el momento en que Amador se retiraba, se oyó un ligero ruido tras la puerta que éste había cerrado al principiar aquella conversación.

-Será la tonta de Edelmira que estará oyendo -exclamó doña Bernarda.

-¿Qué importa que nos oiga? -dijo Amador-; mañana ha de saber lo que pase.

La madre pareció satisfecha con la respuesta, y dio las buena noches a sus hijos.

23

Rafael San Luis había pasado con tanta prontitud del profundo abatimiento en que vivía a la felicidad, que después de despedirse de Martín le parecía un sueño la inesperada noticia que acababa de traerle su amigo. Su primer cuidado fue el de enviar a su tía para enterar a don Pedro de sus nuevos proyectos sobre la hacienda de "El Roble", con cuyo arriendo esperaba vencer las dificultades que le separaban de Matilde, ganándose la voluntad de don Fidel Elías.

Cuando se vio en su cuarto, rodeado de sus muebles, testigos de su constante dolor cubrió de besos el retrato que guardaba de su querida y volvió la memoria hacia los pasados tiempos de su dicha, no sin una triste impresión al recordar las acciones de su vida desde que la suerte le había separado de Matilde. El remordimiento de haber sacrificado el honor de Adelaida Molina al consuelo de sus penas habló entonces más alto en su conciencia que en los días anteriores. La felicidad le volvió hacia la virtud así como la desesperación le hiciera quebrantar sus leyes. Sintió con vergüenza que no iría puro como antes, a jurar amor a los pies de la que inmaculados le guardaba su corazón y su fe. Aquella fue la primera idea que vino a enturbiar la onda cristalina de su alegría y también la que le sacó de la contemplación en que se hallaba sumergido, para hacerle sentir la necesidad de mayores emociones que le distrajesen de su enojoso recuerdo.

Ver a Matilde y oír de su boca las tiernas protestas de su amor santamente conservado, fue lo que al momento ocupó su imaginación. Recordó con esto que la última frase de Leonor, que Rivas le había transmitido, le abría el camino para buscar los medios de llegar hasta Matilde. Sentóse a su mesa y principió a escribir con un ardor febril. Al cabo de una hora había roto dos cartas y escribía la siguiente, que fue la única que satisfizo su impaciencia:

Un amigo me acaba de decir que usted me ama todavía. No puedo pintarle la felicidad que esta noticia me trae de repente; sería preciso que usted me oyese, porque una carta no bastaría para contener la historia de los pesares que la nueva esperanza desvanece. Si es verdad que usted me conserva ese amor, que ha sido hasta hoy mi única dicha y mi único pensamiento querido, déjeme oírlo de su voz. Esta súplica se la haría de rodilla si usted pudiese verme, porque si usted la desoye, creeré que me han engañado, y volver a mi largo y desconsuelo sería horrible para mí.

San Luis se contentó con esta carta porque era la única que se hallaba en armonía con la agitación de su espíritu. Las largas frases de amor que había confiado a las dos primeras le parecieron muy frías para pintar el estado de su alma bajo la violenta emoción que le agitaba. Después de cerrarla, se dirigió a casa de don Fidel. Al llegar al umbral de aquella puerta que había atravesado por última vez con el corazón despedazado, temblaba como en la proximidad de un inmenso peligro.

Para entregar su carta no había imaginado otro medio que el inventado tal vez desde el origen de la escritura. La hora favorecía sus intenciones, porque la noche había llegado ya y el mal alumbrado de las calles le permitía acercarse a la casa sin temor de ser conocido. En el cuarto del zaguán preguntó por una criada antigua de doña Francisca, que había conocido durante sus visitas. Cuatro reales bastaron para que el criado que ocupaba la pieza del zaguán se prestase a llamar a la persona por quien Rafael preguntaba, y diez minutos después la carta se hallaba en manos de Matilde.

Llegada la hora en que don Fidel asistía con doña Francisca y su hija a casa de su cuñado, Matilde fingió un dolor de cabeza para quedarse, temiendo que en la tertulia de don Dámaso alguien pudiese leer en su semblante la turbación en que se hallaba después de leer la carta de San Luis.

A las ocho de la mañana del siguiente día, Leonor salía de una iglesia envuelta en su mantón y acompañada por un sirviente.

De la iglesia se dirigió a casa de su prima, que la recibió en la misma pieza en que habían estado el día anterior.

-¿Estás realmente enferma, como anoche me dijeron? -preguntó a Matilde, en cuyo rostro se veía la palidez que deja ordinariamente una noche de insomnio.

-Mira esta carta -fue la contestación de Matilde, que puso en manos de su prima la que Rafael le había dirigido.

-¿Y tu mamá? -preguntó Leonor, sentándose y sin mirar la carta.

-Está durmiendo.

Leonor echó hacia atrás el mantón que cubría su frente y empezó a leer. Después de terminar, alzó los ojos sobre su prima. Esta permanecía de pie, frente a ella, y en la actitud de un culpable delante del Juez.

-No habrás comprendido -le dijo Leonor- cómo San Luis te pide una entrevista después de nuestra conversación de ayer.

Matilde, en su turbación, no se había fijado en aquella circunstancia, y sólo entonces recordó que en su convenio con Leonor habían resuelto citar a Rafael para ese día.

-Es cierto -contestó.

-Al irme de aquí -repuso Leonor- cambié de plan. Me pareció más natural decir sólo la mitad de él y dejar que San Luis pidiese la cita. Esta carta manifiesta que no me engañé. ¿Has contestado?

-No, esperaba verte para hacerlo.

-¿Has cambiado de resolución desde anoche?

-Tampoco -dijo Matilde-. Es verdad que tengo miedo, pero me venceré. Ahora que Rafael me ha escrito, es imposible cambiar de determinación, porque si me negase creería que no le amo.

-Tienes razón. De modo que le contestarás ahora.

-¿Qué le diré?

-Lisa y llanamente lo que ayer convinimos. Es temprano y tu contestación llegará a tiempo. No olvides que es para las dos a más tardar. Yo estaré aquí con Agustín a la una.

Después de la salida de su prima, Matilde contestó en los términos que acababa de recomendarle, y envió su carta por el mismo conducto que había recibido la de Rafael.

Leonor llegó pronto a su casa y se dirigió a las piezas que ocupaba su hermano, a una de cuyas puertas dio tres ligeros golpes.

La voz de Agustín preguntó del interior:

-¿Quién es?

-¿No estás en pie? -preguntó Leonor.

-Entra, hermanita -dijo a la niña-. ¿Qué es esto tan de mañana? ¿Vienes de la iglesia?

Leonor dio una respuesta afirmativa a la última pregunta y se sentó en una poltrona de tafilete verde que le presentó el elegante.

-Y tú, ¿cómo estás tan temprano de pie? -preguntó la niña quitándose el mantón.

Agustín había pasado mala noche con la felicidad, que a veces desvela tanto como el pesar.

-No sé -dijo-, desperté temprano.

-Anoche te recogiste tarde.

-Sí, me entretuve por ahí -contestó Agustín, que veía con placer una ocasión de recordar su visita de la noche anterior.

-¿Dónde estuviste? -preguntó Leonor, con aire de distracción.

-En casa de unas niñas.

-¿Había muchos jóvenes?

-Algunos; yo estuve con Martín.

-¡Con Martín! -dijo Leonor, admirada-. ¿En casa de qué niñas?

-¡Ah!, hermanita, eres muy curiosa; se cuenta el milagro sin nombrar el santo.

-No sabía que a nuestro alojado le gustase visitar -dijo Leonor jugando con el libro de misa que tenía entre las manos.

-Como a todo hijo de vecino.

-¿Son bonitas las niñas?

-¡Oh, encantadoras!

El entusiasmo de esta respuesta produjo en Leonor una extraña sensación.

-¿Las conozco yo? -preguntó con curiosidad.

-No sé… puede ser.

Agustín dio esta contestación porque, si bien se hallaba con deseos de contar que era amado, no quería, por otra parte, hacer sospechar a su hermana la baja esfera social en que había ido a buscar sus conquistas amorosas.

-De esas niñas -dijo Leonor-, alguna debe gustarte.

-La más bonita -contestó Agustín con orgullo

-¿Y ella te quiere?

-No faltan pruebas para creerlo.

Leonor había hecho las preguntas anteriores para no llamar la atención de su hermano sobre ésta otra.

-Martín… ¿hace la corte a alguna de ellas?

-No sé precisamente; pero le he visto conversar mucho con una hermana de la mía.

Agustín dio a este posesivo toda la fatuidad que le inspiraba el acuerdo de la cita que había obtenido de Adelaida

-¿Y es bonita también? -preguntó Leonor.

-Bonita, ¡cómo no!, aunque no tanto como la otra; pero es interesante.

La niña se quedó pensativa durante algunos momentos. Sentíase humillada por aquella revelación.

Era claro que Rivas había mentido al contarle, con pretendida modestia, su propósito de no amar; y que probablemente hablaba de amor con otra cuando ella le esperaba para confundirle con su desdén. Mientras hizo estas reflexiones, se le ocurrió la idea de que su silencio podía despertar las sospechas de su hermano sobre la causa que lo motivaba y determinó llamar su atención sobre el asunto que la llevaba allí.

-¡Ah! -exclamó al instante de pensar en esto-, se me olvidaba que tengo que pedirte un servicio.

-¿Un servicio, hermanita? -dijo Agustín-, habla, soy todo a ti.

Quiero que me acompañes hoy a la Alameda, entre la una y las dos de la tarde.

-¿Para qué? Hoy no es domingo.

-Después te diré; prométeme primero que me acompañarás.

-Te lo prometo, no tengo dificultad ninguna.

-Dime, Agustín, ¿tú estás verdaderamente enamorado de esa niña de que acabas de hablarme?

-¡Oh!, la amo de todo corazón.

De modo que si no pudieses verla, lo sentirías mucho.

-Muchísimo; pero no creo que suceda.

-Eso no importa; supón que te separasen de ella.

-¡Caramba, no sería tan fácil!

-Ya lo sé; pero dalo por hecho.

-¡Ah!, ¿es una suposición? Bueno.

-Estando así, sin verla, ¿no agradecerías mucho a la persona que te proporcionase con ella una entrevista?

-¡Cómo no! ¡Se lo agradecería en el alma!

-Pues, es lo mismo que tú vas a hacer acompañándome a la Alameda.

-¡Ah, picarona!, tienes tus amorcillos, ¿eh?

-No, hijo, no soy yo -dijo, con tristeza, Leonor.

-Entonces, ¿quién es?

-Matilde.

-¡La primita! ¿Y éste es el cuántos? Porque cuando yo estaba en Europa, supe que tenía amores con Rafael San Luis, tú me escribiste que se iba a casar con otro y ahora quiere que la lleven a la Alameda para ver, sin duda, a un tercero. ¡Fichtre! ¡Excuse usted de lo poco!

-No es para ver un tercero; Matilde no ha amado nunca más que a Rafael San Luis.

-Y entonces, ¿cómo iba a casarse con Adriano?

-En gran parte por culpa de mi papá.

-¡De mi papá. hermanita! No comprendo.

-Porque tú no has sabido que mi papá fue el que aconsejó al tío Fidel para que despidiese a San Luis de su casa.

-¿Y por qué?

-Dicen que porque estaba pobre Rafael.

-No deja de ser una razón.

-Aunque lo fuese, mi padre no debió intervenir para causar la desgracia de un joven bueno.

-Es verdad.

-Y yo creo que nosotros cumplimos con un deber reparando su falta en lo que podamos.

-Así me parece, es justo.

-Matilde ama siempre a San Luis, y nunca amará a otro.

-Hace bien; yo estoy por la constancia.

Leonor explicó en seguida lo restante de su plan, dejando a su hermano muy convencido de la necesidad de apoyar a Matilde en sus amores.

Despidiéronse después de esta conversación, prometiendo Agustín no faltar a la hora convenida.

El elegante se hallaba en un día de indulgencia, con la alegría que le causaba la expectativa de la cita; así fue que no tuvo un momento de escrúpulo para favorecer los amores de Matilde.

24

Un poco antes de la una del día, salió Leonor de su pieza al cuarto de la antesala. La completa elegancia de su traje hacía resplandecer su admirable belleza. Un vestido de popelina claro ajustaba su talle delicado, que se divisaba a través de un amplio encaje de Chantilly que guarnecía una manteleta bordada, de terciopelo negro. Los numerosos pliegues de la pollera se perdían longitudinalmente hacia el suelo, realzando la majestad de su porte, y un cuello de finos encajes de valencienness ajustado por un prendedor de ópalos, confundía su blanco bordo con el delicado cutis de su bien delineada garganta.

Leonor se sentó a esperar a su hermano, entreteniéndose en jugar con un quitasol que tenía entre las manos. Al cabo de cortos instantes se separó de su asiento y se puso delante del espejo de la chimenea, pasando una mano sobre sus lustrosos badeaux, con un cuidado que acreditaba el culto que profesaba a su persona.

Muy distante se hallaba Leonor de figurarse que en ese momento dos ojos dirigían sobre ella una mirada ardiente a través de la vidriera de la puerta que comunicaba la antesala con el escritorio de su padre. Aquellos ojos eran los de Martín, que, habiendo oído cerrar la puerta por la cual Leonor acababa de pasar, se había puesto en observación, como muchas veces lo hacía para ver a la niña, que a esa hora estudiaba diariamente el piano.

Tanta belleza y elegancia hacían latir el corazón del enamorado mozo con desesperada violencia. Con la avidez de todo amante, quiso Rivas contemplar de más cerca a su ídolo e imaginó al momento un pretexto para acercarse. Sentía una extraña fascinación que le arrastraba en su amor a despreciar la altivez con que era tratado: era el efecto de la misteriosa fuerza que impulsa a todo infeliz a ponderar sus pesares, a todo criminal a seguir en la oscura senda a que un primer delito le arroja. Martín deseaba complacerse en su propia desgracia, sentir la opresión de su pecho ante la mirada altanera de Leonor, comparar cerca de ella la miseria de su destino con la opulenta riqueza y hermosura de la niña. Estas sensaciones le hicieron abrir la puerta con un ardor febril, sin explicarse lo que hacía y cegado ya por la desesperación sobre su suerte que la vista de Leonor le infundía. La niña volvió precipitadamente la cabeza hacia el punto en que se abría la puerta y vio aparecer a Martín, pálido y turbado ante ella.

Al momento vinieron a la memoria de Leonor sus propósitos de la víspera, y recibió el saludo del joven con fría mirada y orgulloso ademán.

Ante aquel saludo, conoció Rivas lo aventurado y temerario de lo que hacia.

-Señorita -dijo con voz tímida-, me he tomado la libertad de presentarme para decir a usted que ayer cumplí el encargo que usted se sirvió hacerme.

-Yo esperaba haber recibido anoche esa respuesta -contestó Leonor, sentándose.

Martín tomó el tirador de la puerta en señal de retirarse.

-Mi hermano me hizo esta mañana ciertas confidencias -dijo Leonor, sin dar tiempo a Rivas de hacer lo que intentaba-, que me han explicado por qué no sucedió lo que yo esperaba.

La palidez de Martín desapareció bajo un vivo encarnado al oír aquellas palabras, porque se figuró que Agustín hubiese hablado de la casa de doña Bernarda.

-No creí, señorita -contestó-, que usted aguardase con tanta impaciencia la respuesta

-De modo que usted ha vuelto la felicidad a su amigo -dijo Leonor, sin aceptar por ninguna señal exterior la disculpa del joven.

-Gracias a usted, señorita -repuso Martín, inclinándose.

-Este será un mal ejemplo para usted -replicó con una imperceptible sonrisa de malicia.

-No veo por qué, señorita.

-Porque la felicidad de su amigo puede influir contra los heroicos propósitos que usted me manifestó la otra noche.

-Rafael ocupa una posición muy distinta de la mía -dijo Rivas, con un acento tan naturalmente melancólico qué Leonor fijó en él una profunda mirada.

-¿Porque está seguro de ser amado ? – preguntó.

-Precisamente.

-¿Y usted?

-Yo… no pretendo serlo -contestó Martín, con verdadera modestia.

-Es usted muy desconfiado. -replicó Leonor, con la sonrisa que un momento antes se había dibujado en sus labios.

-Creo que mi desconfianza podrá servirme de escudo contra mayor desgracia que la de no ser nunca amado.

-¿Mayor desgracia? ¿Cuál, por ejemplo?

-La de amar sin esperanza.

Martín pronunció estas palabras con voz tan íntimamente conmovida, que Leonor, a pesar de su imperio sobre sí misma, se puso encarnada y bajó la vista al encontrarse con la ardiente mirada del joven.

Su invencible orgullo la hizo al momento avergonzarse de su involuntaria emoción.

En el instante de bajar la vista oyó la voz de su amor propio escarnecido por su debilidad. De modo que, apenas sus dilatados párpados habían cubierto las pupilas, alzáronse de nuevo dejando ver la arrogante mirada del orgullo ofendido.

-No debe usted arredrarse ante esa desgracia -dijo-; pocos son los hombres que no encuentran alguna vez siquiera quien los ame. Por lo que me dijo Agustín, usted está en camino de encontrarse pronto a cubierto de lo que tanto parece temer.

Levantóse, al decir esto, de su asiento, con la majestad de una reina, y arrojó al joven, mirándole con aire de burla, que en nada disminuía su dignidad, estas palabras:

-Una de las niñas que ustedes visitaron anoche, dice Agustín que manifiesta afición por usted; ya ve que puede tener más confianza en su estrella.

Y salió de la pieza llamando a una criada y dejando a Rivas sin movimiento en el punto donde había permanecido de pie durante toda a conversación.

Muy luego oyó la voz de Leonor que decía:

-Di a Agustír, que le estoy esperando hace más de una hora.

Estas palabras le sacaron de su estupefacción. Abrió la puerta y entró al escritorio de don Dámaso con las lágrimas próximas a escapárseles de los ojos.

Las últimas palabras de Leonor y lo que había dicho después a la criada le hacían creer que le miraba como un objeto de pasatiempo y de burla. Esta creencia arrojó en su alma una tristeza que nubló los resplandores que todo joven divisa en el porvenir.

"Vamos -se dijo con rabia, apoyando ambas manos en la frente-, es preciso trabajar".

Y tomó la pluma con ardor desesperado, evocando el recuerdo de su pobre familia para calmar la desesperación que le oprimía el pecho y le daba deseos de llorar como un niño.

Leonor volvió a sentarse pensativa en el sofá que había ocupado mientras hablaba con Martín. Maquinalmente se detuvieron sus ojos en la puerta que el joven acababa de cerrar, y parecíale verle aún, de pie, próximo a esa puerta, pálido y turbado, dirigirle con ardiente mirada y conmovido acento aquella frase que en pocas palabras pintaba el melancólico desconsuelo de su alma: "Amor sin esperanza". Y bajó de nuevo, por un movimiento maquinal también, su vista; pero al levantarla otra vez no brillaban ya en sus ojos los rayos de su orgullo receloso y tenaz, sino la vaga expresión que pinta la alborada de una nueva emoción en el alma.

Leonor pensó entonces, mas sin formular con precisión tal pensamiento, que en aquellas palabras de un verdadero sentimentalismo, en la elocuente mirada de los ojos negros de Martín, en la íntima emoción que acusaba su voz, había mil veces más atractivos que en los estudiados cumplimientos de los elegantes jóvenes que cada noche le repetían sus hostigosos cumplidos. Aquella ligera entrevista dejaba en su ánimo una profunda y desconocida emoción, una tristeza indefinible que borraba de su memoria la imagen del pobre provinciano, tímido y mal vestido, para ceder su lugar al joven modesto y sentimental, que en pocas palabras dejaba entrever un corazón de grandes sensaciones.

La llegada de Agustín vino a cortar aquellas reflexiones, sin forma fija, en que vagaba complacida la mente de Leonor.

El elegante había apurado la combinación de la corbata con el chaleco y pantalones a la más perfecta armonía de los colores; el cutis lustroso de su cara atestiguaba el paso de la navaja sobre una barba naciente y su pelo despedía el perfume de la más rica pomada de jazmín de Portugal, que fabrica la Sociedad Higiénica de París.

-¿Te he hecho esperar, mi toda bella? –preguntó a Leonor, ostentando con arte la gracia de su pantalón cortado por Dussotoy en la capital de la elegancia.

-Algo -contestó Leonor, levantándose.

Salieron de la casa y llegaron poco después a la de don Fidel, donde les esperaba Matilde.

Esta había dado también un cuidado prolijo a su traje, que bien podía rivalizar en gracia con el de su prima. La resolución un poco violenta de que se había armado añadía cierta gracia a su belleza, modesta hasta la timidez, y sus ojos estaban animados por una viveza que aumentaba su brillo y su hermosura.

Pusiéronse en camino, aparentando una alegría que sólo Agustín tenía en realidad, porque Leonor y, sobre todo, Matilde no podían ocultar la turbación que de ellas se apoderaba al aproximarse a la Alameda. Al llegar al paseo de que nos enorgullecemos todos como buenos santiaguinos, Leonor había recobrado su serenidad y alentaba a Matilde, a quien el temor había hecho perder enteramente la viveza y animación que al salir de su casa se miraban en su semblante.

La Alameda estaba desierta como lo está en días que no son festivos. El alegre sol de primavera jugaba en las descarnadas ramas de los álamos y extendían sus dorados rayos sobre el piso del paseo.

Las dos niñas avanzaron con Agustín hasta el punto en que se encuentra la pila. La soledad del lugar infundió confianza en Matilde, y la conversación, que al llegar había languidecido, recobró su animación cuando estuvieron sentados no lejos del maitén que algún intendente amigo de los árboles nacionales hizo colocar en el óvalo de la pila como una muestra de su predilección.

Poco rato después que se hallaban en aquel lugar. Agustín dijo al oído de Leonor:

-Allí viene Rafael.

Matilde le había divisado desde lejos y hacía poderosos esfuerzos para ocultar y reprimir el temblor de su cuerpo.

San Luis se acercó al escaño y saludó con gracia a Leonor y a su prima primero, dando la mano a Agustín, que le acogió con risueño semblante. Igual cortesía había mostrado al saludar a cada una de las niñas, sin que hubiese podido distinguirse que una de ella ocupaba su corazón únicamente desde hacía muchos años.

Rafael tuvo también bastante oportunidad para entablar luego una conversación, en la que todos tomaron parte, destruyendo de este modo el natural embarazo que debía suceder al saludo. Con esa conversación, Matilde se serenó del todo y pudo dirigir, sin temblar, sus miradas a Rafael, con la ternura de un amor verdadero, que desdeña el artificio y deja retratarse en el rostro las gratas emociones que se apoderan del alma.

Leonor dio poco después la señal de la vuelta, levantándose y apoderándose del brazo de su hermano. Rafael ofreció el suyo a Matilde, y las dos parejas se pusieron en marcha con lento paso.

San Luis entabló pronto la conversación con que había soñado tantas veces en sus días de tristeza; pintó con calor sus pesares; hizo estremecerse de gozo el corazón de su amada con la expresión apasionada de un amor que había llenado su existencia, y reprimió con una alegría que le costaba reprimir las sencillas y tiernas palabras con que Matilde le contó los dolores del sacrificio que había hecho a la voluntad paterna. Hubo en esa mutua confidencia de dos corazones unidos por una pasión sincera y separados por la ambición, esa expansión sin arte que desborda del pecho inundado por una felicidad completa, palabras que contaban con una vida sin límites, miradas que brillaban con celestial ventura.

-En fin -dijo Rafael-, todos mis pesares los borra este momento; ya veo que los más locos sueños de la imaginación pueden realizarse. ¡Usted me ama!

Esta frase fue pronunciada cuando Matilde refería los temores que había vencido para dar la cita.

-Ahora -añadió la niña, que en aquel momento de suprema dicha sentía en su alma un valor decidid- mi resolución es irrevocable. He sufrido mucho para no tener en adelante la fuerza de resistir.

Rafael contó entonces su nuevo plan y las probabilidades con que contaba para vencer la obstinación de don Fidel. Este plan abría a los amantes el campo rosado de la esperanza, desarrollando a sus ojos los mirajes infinitos que siempre se presentan a los enamorados felices. Los alegres proyectos cernieron sobre ellos sus alas doradas y les pareció que el cielo era más azul y más puro el aire en que resonaban sus palabras.

En andar tres cuadras habían empleado cerca de media hora, durante la cual Agustín contaba a Leonor sus amores transformando, en su narración, a Adelaida en la hija de una de las principales familias de Santiago, y sin llegar a la relación de la cita que fue sustituida por mil pruebas de una violenta pasión, inventadas por la imaginación del elegante.

Al terminar la cuarta cuadra, Leonor se detuvo y fue preciso separarse: Matilde y Rafael creían no haber hablado todavía. El joven despidió como había saludado: llevaba la esperanza de una nueva entrevista si Leonor consentía en acompañar de nuevo a Matilde, mientras se ponía en ejecución el plan que debía dar por resultado el consentimiento de don Fidel Elías.

25

Nuestra narración debe en este punto retroceder hasta el día siguiente de la fiesta celebrada en casa de doña Bernarda para explicar las palabras que mediaron entre ésta, Adelaida y Amador, después de la visita en que Agustín Encina había obtenido la cita.

El secreto que Rafael había revelado a Martín sobre sus amores con Adelaida Molina era también conocido por Edelmira y Amador, a quienes esta niña lo había confinado para ocultar a su madre el fruto de su extravío.

Amador había servido de auxiliar a su hermana en este designio facilitándole los medios de ausentarse de casa de doña Bernarda durante un mes, al cabo del cual Adelaida regresó de un paseo a Renca, en donde dejaba a su hijo con una hermana de doña Bernarda.

Edelmira, por su parte, se había limitado a llorar por la falta de su hermana. Inútil nos parece referir circunstancialmente los medios de que se valió Amador para evitar las sospechas sobre tan delicado asunto. El resultado fue que Adelaida regresó al hogar de la familia sin que la más ligera mancha empañase a los ojos del mundo el lustre de su reputación.

Pero Amador era hombre que gustaba de sacar partido de los accidentes de la vida para compensar los rigores de la suerte contra su siempre necesitado bolsillo. Por eso se valió del ascendiente que aquel secreto le daba sobre su hermana, para obligarla a ser menos desdeñosa con el amartelado hijo de don Dámaso Encina.

Adelaida meditaba sólo alguna venganza contra el que la abandonaba, cuando Agustín entró a la casa, atraído por sus lindos ojos. El elegante llegaba, como se ve, en mal momento y debió, naturalmente, sufrir por algunos días los desdenes que su mala estrella le depara.

Sin embargo, Agustín no se desalentó con los primeros reveses, y atribuyó a su constancia la sonrisa afable que sus requiebros hicieron dibujarse en los labios de Adelaida, cuando Amador había ordenado aquella amabilidad con la mira de sacar algún partido de aquel amor de un hijo de familia.

La ambición hizo entrever a Amador hasta la posibilidad de enlazar su estirpe plebeya y pobre con la dorada del nuevo amante de Adelaida.

Esta se dejó dominar y consintió en representar el papel que en aquella comedia le asignaba su ambicioso hermano, sin esperar más ventaja de su obediencia que la posibilidad de mejorar de fortuna, y poder así, con mas probabilidad, encontrar algún medio de vengarse de Rafael San Luis.

Al día siguiente de la fiesta celebrada por doña Bernarda en honor de su cumpleaños, Amador entró al cuarto de Adelaida en circunstancias que doña Bernarda y Edelmira habían salido a las tiendas.

-¿Cómo te fue anoche con Agustín? -preguntó Amador, sentándose-. ¿Siempre enamorado?

-Siempre -contestó Adelaida, sin levantar la vista de una costura en que se hallaba ocupada.

-¿Y tú qué le dices?

La niña miró a su hermano con la resolución que naturalmente se pintaba siempre en su semblante.

-Yo -dijo- nada casi le contesto, porque hasta ahora no me has explicado lo que quieres hacer.

-¿Lo que quiero hacer? ¿No te he dicho que le hagas creer que le quieres?

-¿Y para qué?

-Primero, porque estoy pobre -dijo Amador, encendiendo un cigarro y lanzando al aire el fósforo con que acababa de encenderlo.

-No sé cómo estás pobre cuando casi todas las noches le ganas plata -replicó Adelaida, volviendo a su costura.

-Harto saco con ganarle: me firma documentos.

-¿Y por qué no le cobras?

-¿Sabes lo que sucede? Varias ocasiones ha pasado lo mismo; uno le gana al hijo de un rico y, cuando no le quieren pagar, se va donde el padre que se pone furioso y lo amenaza a uno con mandarlo a la cárcel.

-¿Y la plata que te pagó Agustín?

-Eso, es muy poco; una o dos onzas; se me van entre los dedos.

Adelaida se quedó en silencio.

Amador dejó pasar un corto rato, y dijo:

-Lo que yo quiero es que tú y yo saquemos alguna buena ventaja. Dime, ¿no te gustaría casarte con Agustín?

-Ya sabes que yo lo primero que quiero es que Rafael me las pague.

Esta vulgar contestación resonó de un modo extraño entre los labios de Adelaida, en cuyos ojos brillaron al mismo tiempo los sombríos reflejos de un odio concentrado y tenaz.

-Yo te ayudaré si tú me ayudas -le dijo Amador-. Mira, no seas lesa: si haces lo que te digo, te casas con Agustín y eres rica. ¿Qué más quieres?

-Tú hablas de casamiento como si fuera tan fácil -replicó Adelaida que no se atrevía a contradecir a su hermano, que era dueño de su secreto.

-Cierto que es difícil -contestó éste-; pero yo sé cómo hacerlo.

-¿Cómo?

-Le vas dando esperanzas a Agustín. ¿No me has dicho que siempre te está pidiendo cita?

-Cierto.

-Bueno; cuando yo te avise, le das la cita. Entonces llego yo con un amigo que tengo por ahí y lo obligo a casarse.

-Sí, ¿pero quién nos casa?

-Mi amigo; no te dé cuidado.

-Tu amigo no es más que sacristán.

-¿Y eso qué importa?; escúchame primero. Como hemos de tener que decírselo a mi madre y ella no consentiría si supiese que mi amigo no es más que sacristán, le decimos que es cura o que trae licencia para casar.

-¿Y después?

-Yo digo a mi madre que después que ella vea que están casados le diga a Agustín que no te dejarán juntarte con él hasta que no se lo avise a su familia y den parte que se han casado. Así, estoy seguro de que mi madre no se opone. Agustín se lo tiene que contar a su padre y éste como no hay remedio, se conforma y da parte a los amigos. Yo le aconsejaré a Agustín que diga en su casa que se van a casar en el campo o en cualquiera parte. Una vez que haya dado parte descubro yo la cosa a Agustín que por no pasar por la vergüenza de contarlo y que en Santiago se rían de él, se casa entonces de veras.

-Pero entonces me aborrecerá, viendo lo que yo hago con él.

-¿Y para qué le vas a decir que sabes nada? Mira, apenas él entre a la cita nos presentamos mi madre y yo, tú te haces la inocente y lloras o gritas si ríe da la gana; entretanto yo obligo a Agustín y se casan. Agustín creerá que tú no sabías nada.

Adelaida opuso a este plan algunas objeciones demasiado débiles ante la voluntad de su hermano, que en caso de formal resistencia la amenazaba con perderla. Este plan, además, no dejó de lisonjear un tanto su orgullo que la hizo divisarse como la mujer de un joven rico y de la primera clase de la sociedad, con la que podría rozarse entonces de igual a igual, triunfando de la envidia de sus amigas. Otra causa obraba, además, en el ánimo de Adelaida para someterse con muy pequeña resistencia a la voluntad de Amador; esta causa tomaba su origen del estado de su alma. Abatida por la conciencia de su desgracia, fácilmente se adhería al nuevo plan que le ofrecía la probabilidad de cambiar su destino por la felicidad de una existencia regalada con los goces materiales del lujo, que ocupan tan vasto lugar en el alma humana.

Después de esta conversación, Adelaida templó sus rigores con Agustín hasta el punto de hacerle creer que correspondía a su amor y darle la cita para la cual el elegante se preparaba después del paseo a la Alameda con Leonor y su prima.

Amador, en los días que habían mediado entre su conversación con Adelaida y el designado para la cita, tuvo cuidado de hacer entrar en sus miras a doña Bernarda, a quien la idea de ver a su familia enlazada con la opulenta de los Encina le hizo concebir gran orgullo por haber dado a luz un hombre como Amador, capaz de concebir un plan como el que éste le revelaba. Mecida por dulces esperanzas, prometió su cooperación, creyendo, según Amador se lo decía, que el amigo complaciente de su hijo era un sacerdote con licencia para bendecir la unión de Adelaida y Agustín.

-Si no hacemos esto, madre -había dicho Amador al exponerle su plan-, el día menos pensado alguno de estos ricos nos seduce a la niña y quedamos frescos.

-Tienes mucha razón contestó doña Bernarda, con los ojos húmedos de la viva emoción que le causaba la idea de los regalos con que la rica familia de su yerno, por fuerza, colmaría necesariamente a su hija, si no por amor, a lo menos por vanidad.

-No crea tampoco -añadió Amador- que todo está en casarlos, porque es preciso que la familia de Agustín reconozca el matrimonio.

-De juro, pues -repuso la madre.

-Entonces, haga lo que le digo: cuando usted dé parte a su familia, le dice al mocito, entonces le entrego a su mujer.

-¿Y si no quiere?

-Lo amenazo yo, pues, y le digo que le sale peor.

Con estas explicaciones, se comprenderá ahora el sentido de la conversación que, después de la salida de Agustín y de Rivas, tuvo lugar entre doña Bernarda y sus dos hijos mayores, la noche anterior a la fijada para la cita.

26

Agustín regresó con su hermana del paseo en que habían acompañado a Matilde, consultando a cada momento su reloj, cuyos punteros, se le figuraba, retardaban aquel día su marcha, que él medía con su impaciencia de ver llegar la noche.

Había convenido con Adelaida que, para alejar toda sospecha, no se presentaría a la visita ordinaria en casa de doña Bernarda y que un postigo de una pequeña ventana con reja de palo, que daba a la calle, indicaría, estando abierto, que su querida le esperaba.

Aquel día Martín no se presentó a la hora de comer, había recibido una esquela de San Luis que lo llamaba para referirle sus emociones del paseo y hablarle de la felicidad que desbordaba de su corazón.

Agustín sostuvo la conversación en la mesa con gran prodigalidad de galicismos y frases afrancesadas, algunas de las cuales, según decía doña Engracia, la regalona Diamela comprendía, porque así lo indicaba el movimiento de sus orejas.

Don Dámaso, preocupado con sus indecisiones políticas, mezclaba algunas palabras a la conversación de su hijo, palabras que por su poca analogía con el asunto de aquélla habrían hecho pensar que estaba dormido o era sordo, y Leonor evocaba, sin pensarlo, ni quererlo, la sentimental imagen de Martín, apoyado a la puerta y dirigiéndole aquella mirada que a un mismo tiempo había hecho experimentar a su corazón una sensación de calor y de frío inexplicable.

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