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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 5)



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Después de comer, Agustín se retiró a su cuarto y fumó varios cigarros, para adormecer su impaciencia, siguiendo en las caprichosas formas que dibuja el humo al subir al techo el giro caprichoso también de sus esperanzas y devaneos.

A las nueve de la noche entró al salón de su familia despidiendo un olor de agua de Colonia de lavanda y de varios bouquets favoritos de otras tantas princesas y duquesas europeas, que pronto llenó los ámbitos del salón, revelando la prolija escrupulosidad con que el elegante se había perfumado para el mejor éxito de su amorosa correría.

Para engañar su impaciencia, se sentó al lado de Matilde, que pocos momentos antes había llegado con sus padres. El corazón de la hija de don Fidel había comunicado a su rostro la alegría con que palpitaba. En las mejillas de Matilde lucía ese color diáfano y brillante con que las emociones de un amor feliz iluminan el rostro de la mujer, que parece adquirir una nueva vida en su atmósfera vital del sentimiento. En tal disposición encontró Agustín a su prima y le fue fácil entablar con ella una conversación animada que pronto recabó sobre San Luis.

Don Fidel y doña Francisca, que desde distintos puntos observaban a su hija, notaron la animación con que Matilde hablaba, y supusieron al instante, presumiendo de gran experiencia, que entre aquellos dos jóvenes que con tanta viveza conversaban debían estarse iniciando los preliminares de una pasión.

Tal idea sugirió distintas reflexiones a los observadores padres de Matilde.

"¡Ah!. ¡ah! yo no me equivoco nunca; bien había pensando yo que se habían de querer", pensaba don Fidel.

Doña Francisca decía, mirando a su hija:

-Después de todo, no deja de ser una felicidad la de poseer un alma vulgar, extraña a los estáticos arrobamientos de las almas privilegiadas, que atraviesan el erial de la existencia sin encontrar otra capaz de comprender la delicadeza con que aspiran a realizar…

Y ambos se imaginaban que la alegría que animaba el rostro de Matilde no podía provenir sino de la galantería con que su primo debía estarla cortejando.

Martín entró en ese momento al salón. Traía en su pecho el peso de las confidencias de su amigo, que, naturalmente, le ponían en la precisión de envidiar una felicidad que le parecía imposible alcanzar para sí. La aspiración de ser amado, sueño constante de la juventud, cobraba en su alma proporciones inmensas y con incansable tenacidad le esclavizaba.

Leonor, que temía no verle presentarse aquella noche, lejos de confesarse la satisfacción que acababa de sentir al verle aparecer, encontró en su orgullo razones para considerar la visita del joven como una osadía, después de la escena de la mañana. El altivo corazón de aquella niña mimada por la naturaleza y por sus padres no quería persuadirse de que en la lucha que había emprendido para jugar con sus propios sentimientos y burlar el decantado poder del amor, iba por grados perdiendo su altanera seguridad y dando cabida a ciertas emociones extrañas, cuyo dulce imperio le parecía una humillación de su dignidad.

Martín, después de saludar, se había sentado solo, no lejos del piano, y dirigía a hurtadillas sus ojos hacia el punto en que Leonor hablaba con Emilio Mendoza.

Desde su asiento no podía notar el cambio que se había hecho en el rostro de Leonor, que agitada por los sentimientos que acabamos de describir, aparentó oír con gran interés las palabras de Mendoza, que apenas escuchaba momentos antes.

Al cabo de algunos minutos, Leonor pareció cansada de la afectada atención con que oía las palabras galantes del joven y cayó nuevamente en su distracción. Aprovechándose entonces de un instante en que Emilio Mendoza contestaba a una pregunta de doña Francisca, Leonor se dirigió al piano, en cuyo banquillo se sentó, dejando correr distraídamente sus dedos sobre las teclas.

Martín, en aquel momento, recordaba como una felicidad perdida la conversación que algunos días antes había tenido con Leonor en aquel mismo lugar. El corazón que ama sin esperanzas se ve obligado a poetizar las más insignificantes escenas pasadas, a falta de poder esperar en el presente ni en el porvenir. Por esto, Rivas evocaba el recuerdo de aquella conversación, olvidándose voluntariamente del pesar que entonces le había dado.

-Martín, en ese libro que tiene a su lado está la pieza que busco; tenga la bondad de pasármelo.

Estas palabras, dichas por Leonor en tono muy natural, sacaron al joven de su meditación. Al tiempo de pasar el libro, su espíritu buscaba la intención de aquella orden con la inclinación de todo enamorado a imaginar un sentido oculto a todas las palabras que oye de la persona a quien ama. La frialdad con que Leonor le dio las gracias, poniéndose a hojear el libro, le persuadió de que al pedírselo ella no había tenido otra intención que la de buscar una pieza. Martín, novicio en el amor, pensaba siempre lo contrario de lo que en su caso habría pensado alguno de los fatuos que pululan en los salones, figurándose que, para conquistar un corazón, no tienen más que, como el sultán usa de su pañuelo, arrojar una mirada a la víctima que pretenden avasallar.

Martín iba a retirarse, cuando dijo Leonor sin dirigirse a él:

-Las hojas de este libro no se sujetan.

Y al mismo tiempo sostenía el libro con la mano izquierda, tocando algunas notas con la derecha.

-Si usted me permite -le dijo, acercándose, Martín -, yo puedo sujetar el libro.

Leonor, sin contestar, dejó a la mano del joven ocupar el lugar en que tenía la suya y empezó a tocar la introducción de un vals que le era familiar.

-¿Podrá usted volver la hoja solo? -le preguntó, al cabo de algunos instantes.

-No, señorita -contestó Rivas, que temblaba de emoción-; esperaré que usted me indique el momento oportuno.

La conversación estaba ya principiada, y era preciso seguirla. A lo menos así pensó Leonor, mientras que Rivas había olvidado todos sus pesares, entregándose a contemplar a la niña, que fijaba su vista alternativamente en el libro y en el piano.

-Hoy habrá visto usted a su amigo -dijo Leonor, cuando tuvo que mirar a Rivas para indicarle que era preciso volver la hoja.

-Sí, señorita contestó Martín-; lo he encontrado el hombre más feliz del mundo.

-De modo que usted le habrá compadecido -repuso Leonor, mirando fijamente al joven.

-¡Yo!, ¿y por qué, señorita? -exclamó éste, admirado.

-Para ser consecuente con su teoría de huir del amor como de una desgracia.

-Mi teoría se refiere al amor sin esperanza.

-Ah, se me había olvidado. ¿Y ese amor puede existir?

Martín tuvo al momento la idea de citarse como un ejemplo de lo que Leonor aparentaba dudar; de pintarle con la elocuencia de una profunda melancolía los dolores que destrozan al alma que ama sin esperanza; de revelarle su adoración respetuosa y delirante con palabras que pintaran los tesoros de pasión que guardaba en su pecho para la que ignoraba poseer su absoluto dominio. Pero al momento, también, anudó la voz en su garganta y heló el valor de que se sentía animado el recuerdo del glacial desdén con que Leonor había recibido sus palabras y su involuntaria mirada en la conversación de la mañana. Vióse de antemano escarnecido por su amor, se figuró con espanto la altanera y sarcástica mirada con que la niña recibiría sus palabras, y su alma se replegó palpitante a la reserva que su condición le imponía.

Estas reflexiones pasaron por su espíritu con tal rapidez, que sólo medió un instante muy breve entre la pregunta de Leonor y la respuesta que él dio.

-Se me figura que sí, señorita -contestó, tratando de dominar su emoción.

-¡Ah!, es decir, que usted no está seguro.

-Seguro no, señorita.

-En su amigo, sin embargo, tiene usted un ejemplo de que no debe considerarse como una desgracia.

-Rafael había sido amado antes, de modo que podía esperar volverlo a ser.

-Eso no: si él hubiese pensado como usted, habría tratado de olvidar, y es digno ahora de su felicidad porque ha tenido constancia.

-¿De qué serviría ser constante a un hombre que no se atreviese a confesar nunca su amor? -dijo Rivas, alentado por el raciocinio y la conclusión de Leonor.

-No sé -contestó ella-; por mí parte no comprendo en un hombre esa timidez.

-Señorita, se trata de su felicidad y tal vez de su vida -replicó con emoción Martín.

-¿No exponen los hombres muchas veces su vida por causas menos dignas?

-Es verdad; pero entonces combaten contra un enemigo, y en el caso de que hablamos tal vez pueden dar a su amor más precio que a su vida. Rafael, por ejemplo, del que hemos hablado, no creo que tiemble en presencia de un adversario, y, no obstante, jamás se habría atrevido a dirigirse a su prima de usted sin las felices circunstancias que los han reunido. Un amor verdadero, señorita, puede poner tímido como un niño al hombre más enérgico, y si ese amor es sin esperanza, le infundirá mayor timidez aún.

-Dicen que todo se aprende con la práctica -dijo Leonor, con una ligera sonrisa-, y presumo que el modo de vencer esa timidez esté sujeto a la misma regla.

Martín no contestó, porque temía adivinar el objeto de aquella observación.

-¿No lo cree usted? -le preguntó Leonor.

-Difícil me parece -contestó él.

-Sin embargo, nada se pierde ensayándolo y creo que usted está en camino de hacerlo.

-¡Yo!, jamás lo he pensado.

Leonor no se dignó replicar.

-Usted se olvida de volver la hoja -le dijo, después que había tocado todo el vals de memoria.

-Esperaba la señal -contestó Martín, turbado ante la fría mirada con que Leonor dijo aquellas palabras.

La niña, entretanto, había vuelto a principiar el vals.

-¿Y qué plan tiene ahora su amigo? -preguntó.

-En primer lugar -contestó Rivas-, no piensa más que en volver a la señorita Matilde.

-El domingo pensamos salir a caballo al Campo de Marte; allí puede verla.

-Esta noticia me la agradecerá en el alma -dijo Rivas-, si usted me permite dársela.

Leonor cesó de tocar y abandonó el piano. Martín, que por falta de esperanza miraba todo por el lado del pesimismo, pensó que aquella conversación había sido sostenida por Leonor para llegar a decirle las ultimas palabras, así como en una carta se pone muchas veces en la postdata el objeto que la ha dictado.

Agustín lo sacó de su meditación, viniendo a conversar con él hasta las once de la noche, hora a que ambos se retiraron.

Poco después se retiró también don Fidel Elías con su mujer y Matilde.

-¿Has visto -dijo en el camino a doña Francisca- lo que Agustín y Matilde han conversado? Que es lo que yo decía: ya se quieren, estoy seguro de ello, y mañana voy a hablar con Dámaso para que arreglemos el matrimonio.

-¿No sería mejor esperar hasta saber de cierto si se aman? -observó doña Francisca.

-¡Esperar! ¿Se te figura que un partido como Agustín se encuentra tan fácilmente? Si esperamos no faltará quien lo comprometa. ¡Quién sabe en dónde visita! No, señor, en estas cosas es preciso ser vivo. Mañana hablaré con Dámaso.

En ese mismo momento Agustín daba una nueva mano a su elegante traje y vaciaba en su ropa mezcladas gotas de las más afamadas esencias de olor para asistir a la cita.

27

Media hora antes de la convenida se encontraba Agustín en las inmediaciones de la casa de doña Bernarda.

Las visitas se habían retirado, y la criada cerró la puerta de calle, que rechinó al girar sobre sus goznes. No lejos de Agustín, que ocultó su rostro bajo el cuello de un ancho paletó, pasaron dos de los visitantes de doña Bernarda con Ricardo Castaños, el oficial de policía.

El corazón del hijo de don Dámaso palpitó de alegría al ver abrirse el postigo que daba la señal de que era esperado. Considerábase en ese instante como el héroe feliz de alguna novela, y de antemano se regocijaba su orgullo al pensar que una mujer bonita le amaba lo bastante para sacrificarle su honra. Esta reflexión le realizaba considerablemente a sus propios ojos llenándole de amor y reconocimiento hacia la divina criatura que le entregaba su corazón, fascinada por los irresistibles atractivos de su persona.

En la dulce expectativa de su dicha le sorprendieron las campanas de algunos relojes de iglesias que daban las doce. Era la hora convenida, y Agustín, a pesar de la satisfacción de su orgullo, sintió miedo al empujar suavemente la puerta, que se abrió con el mismo ruido con que se había cerrado. Al oír este ruido, el elegante tuvo tentaciones de arrancar y retrocedió algunos pasos; pero, viendo que nada se movía en el interior de la casa, se adelantó con más seguridad y entró en el patio.

El patio estaba oscuro, lo que le permitió distinguir mejor un rayo de amortiguada luz que se divisaba a través de la puerta de la antesala, que no estaba cerrada herméticamente. Adelaida no le había dicho que le esperaría con luz, y aquella circunstancia no dejó de desconcertar su valor.

Después de unos momentos de perplejidad, que empleó en observar a través de la puerta, el silencio que reinaba en toda la casa le decidió a entrar, lo que hizo con grandes precauciones, a fin de evitar el ruido de esta nueva puerta que tenía que traspasar. Un instinto de precaución le aconsejó dejarla entreabierta para tener expedito el camino de la huida en caso necesario.

La pieza en que Agustín acababa de penetrar estaba sola y alumbrada por una luz que ardía tras de una pantalla verde, en una palmatoria de cobre dorado.

Agustín sintió aumentarse el miedo con que había entrado al encontrarse solo. y le pasó por la mente la idea de una traición. Como entre sus prendas morales no figuraba el valor, tenía necesidad de apelar a la fuerza de su pasión y a su poco enérgica voluntad para no dar cabida a los consejos del miedo que le impedían a volverse de prisa por el camino que acababa de andar.

La entrada de Adelaida, en circunstancias que su voluntad iba ya a negarle su apoyo, le volvió repentinamente a la calma y a la idea de su felicidad.

-Ya temía que usted no llegase -dijo a la niña, tratando de tomarle una mano, que ella retiró.

-Estaba esperando en mi cuarto -contestó Adelaida- que todo estuviese en silencio.

-¡Qué imprudencia la de dejar la luz! -exclamó con tierno acento el enamorado, dirigiéndose hacia la mesa para apagarla.

-No la apague usted -le contestó Adelaida, fingiendo una deliciosa turbación, que llenó de orgullo al joven al ver el temor amoroso que inspiraba.

-¿No tiene usted confianza en mí? -dijo, renovando su ademán de apoderarse de una mano de Adelaida.

-Sí, pero con luz estamos mejor -contestó ésta, retirando su mano.

-¿Por qué no me deja usted su mano? -preguntó el joven.

-¿Para qué?

-Para hablar a usted de mi amor y sentir entre las mías esa divina mano que…

Un gran ruido cortó la declaración del galán, que vio con espanto abrirse una puerta y aparecer en ella a doña Bernarda y Amador con luces que cada cual traía.

El primer impulso de Agustín fue el de huir por la puerta que había dejado entreabierta, mientras que Adelaida se había arrojado sobre una silla, ocultando su rostro entre las manos.

Amador corrió más ligero que Agustín y se interpuso entre éste y la puerta, amenazándole con un puñal.

El rostro del elegante se puso pálido como el de un cadáver, y la vista del puñal le hizo dar, aterrorizado, un salto hacia atrás

-¡No ve, madre! -exclamó Amador-, ¿qué le decía yo? Estos son los caballeros que vienen a las casas de las gentes pobres pero honradas, para burlarse de ellas. Pero yo no consiento en eso.

Mientras esto decía, Amador daba vuelta a la llave y, sacándola de la chapa, la ponía en su bolsillo y se adelantaba al medio de la pieza con aire amenazador.

-¿Qué ha venido usted a hacer aquí? -exclamó, con voz atronadora, dirigiéndose a Agustín.

-Yo… creía que no se habían acostado y… como pasaba por aquí…

Mentira! -le gritó Amador, interrumpiéndole.

-¡Ah, francesito -exclamó doña Bernarda-, con que así te metes en las casas a seducir a las niñas!

-Mi señora, yo no he venido con malas intenciones -contestó Agustín.

-Esta picarona tiene la culpa -dijo Amador, aparentando hallarse en el último grado de exasperación-, porque si ella no hubiese consentido, el otro no podría entrar. Esta me la ha de pagar primero.

Tras estas palabras, se arrojó sobre Adelaida con furibundo ademán, y dirigió sobre ella una puñalada con tanta maestría, que cualquiera hubiese jurado que sólo la agilidad con que Adelaida se levantó de su silla la había librado de una muerte segura.

Dona Bernarda se echó en los brazos de su hijo, dando gritos de espanto e invocando su clemencia en nombre de gran número de santos. Amador parecía no escucharla y preocuparse sólo del maternal abrazo, que al parecer le privaba de todo movimiento.

-Pues si usted no quiere que ésta pague su maldad -exclamó-, déjenme solo con este mocito, que quiere deshonrarnos porque es rico.

Su ademán se dirigía entonces a Agustín, que temblaba en un rincón, en donde detrás de unas sillas se guarecía.

Al oír estas palabras y al ver cómo Amador arrastraba a su madre para desasirse de sus brazos, Agustín creyó llegado su último instante y elevó fervientes súplicas al Eterno para que le librase de tan temprana e inesperada muerte.

Un supremo esfuerzo de Amador echó a rodar por la alfombra el cuerpo de su madre, y de un salto llegó al punto en que Agustín se encomendaba al Todopoderoso, parapetándose lo mejor que podía detrás de las sillas.

Al ver que Amador levantaba el tremendo puñal, Agustín se arrojó de rodillas, implorando perdón.

-¿Y qué ofrece, pues, para que lo perdonen? -le preguntó el hijo de doña Bernarda, con aire y acento amenazadores.

-Todo lo que ustedes exijan -contestó el aterrado amante-: mi padre es rico y les daré…

-Plata, ¿no es así? -exclamó Amador, haciendo chispear de fingida cólera sus ojos-. ¿Te figuras que te voy a vender mi honor por plata? ¡así son estos ricos! Si no tienes mejor cosa que ofrecer, te despacho aunque después me afusilen.

Haré lo que ustedes quieran -dijo con lastimosa voz Agustín penetrado de espanto a la vista del desorden que se pintaba en el semblante de Amador.

-Lo que yo quiero es que te cases o de no te mato -contestó Amador, con tono de resolución.

-Bueno, me caso mañana mismo -dijo Agustín, que miraba aquella condición como el único medio de salvar la vida.

-¡Mañana! ¿Te quieres reír de nosotros? ¿Para que te mandases cambiar quién sabe dónde? No; ha de ser ahora mismo.

-Pero ahora no puedo, ¿qué diría mi papá?

-Tu papá dirá lo que se le antoje: ¿para qué tiene hijos que quieren deshonrar a la gente honrada? Vamos: ¿te casas o no?

-Pero ahora es imposible -exclamó, desesperado, el elegante.

-¡Imposible! ¿No ves, tonta -dijo Amador, dirigiéndose a su hermana-, no ves para lo que éste te quiere?, para reírse de ti. ¡Ah yo conozco a los de tu calaña! -exclamó, mirando a Agustín-. Por última vez: ¿te casas o no?

-Le juro a usted que mañana…

Amador no le dejó concluir la frase, porque, quitando las sillas que de Agustín le separaban, quiso apoderarse del joven.

Mientras quitaba las sillas, había dado tiempo a doña Bernarda de acercarse, y ésta sujetó su brazo, colgándose de él, cuando Amador alzaba el puñal en el aire.

Agustín, que no vio el movimiento d doña Bernarda, se arrojó al suelo prometiendo que consentía en casarse.

-¡Ah, ah!, ¿consientes, no? -le dijo Amador-. Haces bien, porque sin mi madre te habría traspasado el corazón. Vamos a ver, ¿dirás al padre que yo traiga que quieres casarte?

-Sí, lo diré.

-Yo veo que lo hace de miedo -exclamó Adelaida-, y no quiero casarme así.

-No, no es de miedo -contestó, avergonzado, el elegante-: yo ofrecía hacerlo mañana, pero su hermano no me cree.

-Ahora mismo -dijo Amador-: yo lo mando.

Dirigióse a todas las puertas del cuarto y las cerró, guardándose las llaves.

Luego sacó del bolsillo la que pertenecía a la puerta que comunicaba con el patio, que abrió.

-Ustedes me esperarán aquí -dijo-, yo voy a buscar al cura que vive aquí cerca. Si usted se arranca -añadió, dirigiéndose a Agustín- me voy mañana a su casa y le cuento al papá todas sus gracias, además de ajustar con usted la cuenta después.

-No tenga usted cuidado -contestó Agustín, que aún se sentía humillado con la observación de Adelaida.

Amador salió, cerrando con llave la puerta que caía al patio.

Oyese el ruido de sus pasos sobre el empedrado y luego el de la puerta de calle que se abría y se cerraba.

Inmediatamente después, Agustín pareció salir del espanto que la bien fingida cólera de Amador le había causado y se dirigió a doña Bernarda:

-Señora -le dijo-, yo prometo que me casaré mañana si usted me deja salir: ahora es imposible que lo haga, porque papá no me perdonaría que me casase sin avisarle.

-¡Las cosas del francesito! -exclamó doña Bernarda, haciendo un movimiento de hombros-. ¿Que no ve que Amador es capaz de matarme si lo dejo arrancarse? ¡Tan mansito que es ya lo vio usted endenantes que por nada no le ajusta una puñalada a la niña!

-Pero, señora, por Dios, yo le juro que vuelvo mañana a casarme.

-Si yo pudiera, lo dejaría salir -exclamó Adelaida, mirándole con desprecio-, y si no me obligasen no me casaría, porque veo que usted me estaba engañando.

Agustín se tiró con desesperación su perfumado cabello. Todo parecía rebelarse en su contra.

-Se engaña usted -exclamó, con voz de súplica-, porque la amo de veras; pero no creo que usted considere honroso para usted lo que me obligan a hacer. Yo me casaría sin necesidad de que me amenazasen.

-Consígalo si puede con Amador -le dijo doña Bernarda-. ¿Qué quiere que hagamos nosotras?

Entre súplicas y respuestas transcurrió como un cuarto de hora.

Agustín se sentó desesperado y ocultó el rostro entre las manos, apoyando los codos sobre las rodillas. A veces, le parecía una horrible pesadilla lo que acontecía y divisaba la vergüenza a que se vería condenado diariamente delante de su familia y de las aristocráticas familias que frecuentaba.

Un ruido de pasos resonó en el patio y entró luego Amador.

-Aquí está el padre -dijo a Agustín con sombrío tono de amenaza-. ¡Cuidado con decir que no, ni chistar una sola palabra que haga ver lo que hay de cierto, porque a la primera que diga, lo tiendo de una puñalada!

Dichas estas palabras, volvió a la puerta que caía al patio.

Dentre, mi padre –dijo, aquí están todos.

Un sacerdote entró a la pieza, con aire grave. Un pañuelo de algodón doblado como corbata y atado por las puntas sobre la cabeza, que además estaba cubierta por el capuchón del hábito, le ocultaba parte del rostro y parecía puesto para librar del aire a una abultada hinchazón que se alzaba sobre el carrillo izquierdo.

Un par de anchas antiparras verdes ocultaban sus ojos y cambiaba el aspecto verdadero de su fisonomía con ayuda del pañuelo amarrado sobre la cara.

-Vaya, párense, pues -dijo Amador.

Doña Bernarda, Adelaida y Agustín se pusieron de pie.

El padre hizo que Adelaida y Agustín se tomasen de las manos. Doña Bernarda y Amador se colocaron a los lados. Después, acercando la vela que tomó en una mano al libro que había abierto y tomado con la otra, comenzó con voz gutural y monótona del caso, la lectura de la fórmula matrimonial.

Terminadas las bendiciones, Agustín se dejó caer sobre una silla más pálido que un cadáver.

El padre se retiró acompañado de Amador, después de firmar una partida del acto que acababa de verificarse.

Amador regresó luego a la pieza en que permanecían silenciosa la madre y los recién casados.

-Vaya, don Agustín -dijo, con cierta sorna-, ya está usted libre.

-Jamás me atreveré a confesar un casamiento celebrado de este modo -contestó Agustín, con voz sombría.

-Por poco se aflige el francesito -dijo doña Bernarda-. ¿Que no quiere a la Adelaida, pues?

-Por lo mismo que la amo habría querido casarme con ella con el consentimiento de mi familia -replicó Agustín, que, viéndose casado, quería, por lo menos, destruir en el ánimo de Adelaida la mala impresión que su resistencia hubiese podido dejarle.

-¡Vaya! Lo mismo tiene adelante que por las espaldas -exclamó Amador-: en lugar de pedir antes de casarse el consentimiento al papá, se lo pide después.

-No es lo mismo contestó el novio, y pasará mucho tiempo antes que pueda decir a papá que estoy casado.

Estas palabras oprimieron la voz de Agustín con la idea que le desesperaba, de hallarse emparentado con aquélla que algunas horas antes consideraba sólo digna de servir a sus caprichos.

-Pues, hijito -le dijo doña Bernarda-, no piense que le entrego la mujer hasta que avise a su familia que está casado. Allí en la casa de su papá es donde usted la recibirá.

Esta nueva declaración no hizo tanto efecto en el ánimo de Agustín, porque lo tenía ya embargado con la realidad abrumadora de su triste aventura.

-Y si él no da parte, madre -dijo Amador-, yo tengo boca; pues, ¿qué estás pensando?, y no me morderé la lengua para contar que mi hermana está casada.

La amenaza de Amador pareció impresionar más fuertemente al contristado joven que la de doña Bernarda.

-Es preciso que a lo menos me den tiempo para preparar el ánimo de papá -exclamó exasperado-. ¡Cómo quieren que lo haga de repente!

-Se le darán algunos días, -contestó Amador.

-Y en estos días, ¿usted promete callarse?

-Lo prometo.

-Vaya, pues ya es tarde -dijo doña Bernarda-, y será bueno que se vaya para su casita.

Agustín se dirigió entonces a Adelaida, que fingía perfectamente un pesar desgarrador.

-Veo -le dijo- que usted sufre tanto como yo de la violencia que han cometido sus parientes.

Adelaida bajó los ojos, suspirando.

-Yo habría querido darle mi mano de otro modo -continuó el elegante.

-Y yo siento mucho que…

Aquí los sollozos cortaron la voz de Adelaida, dejando con esta reticencia más agradable impresión en el espíritu del joven que si hubiese dicho algo, porque pensó que Adelaida era, como él, víctima de la trama.

-No te aflijas, tonta -dijo doña Bernarda a su hija.

-Esa aflicción -repuso Agustín- me prueba que ella no participa de lo que ustedes han hecho.

Para sellar la tardía entereza con que pronunció aquellas palabras, Agustín salió encasquetándose hasta las cejas el sombrero.

-No se le olvide lo convenido -le dijo Amador, asomándose a la puerta de la antesala cuando Agustín llegaba a la de la calle.

Dio un fuerte golpe a esta puerta, como toda persona débil que descarga su cólera contra los objetos inanimados, y se dirigió a su casa con el pecho despedazado por la vergüenza y por la rabia.

Amador, entretanto, había cerrado la puerta y echándose a reír:

-¡Vaya con el susto que le metí! -exclamó-. ¡Hasta se le olvidaron todas las palabras francesas con que anda siempre!

Después de algunos comentarios sobre la conducta que debían observar en adelante, separáronse los dos hijos de la madre, dirigiéndose cada cual a su aposento.

Adelaida encontró a su hermana en pie:

-¿Cómo has consentido en pasar por esa farsa? -le dijo Edelmira, que, al parecer, había observado sin ser vista la escena del supuesto matrimonio.

-Me admira tu pregunta -respondió Adelaida-, ¿no ves que Agustín se habría burlado de mí si hubiese podido? Todos esos jóvenes ricos se figuran que las de nuestra clase han nacido para sus placeres. ¡Ah, si yo hubiese sabido esto antes, tendría mejor corazón; pero ahora los aborrezco a todos igualmente!

Edelmira renunció a combatir los sentimientos que la desgracia había hecho nacer en el corazón de su hermana.

-Este -añadió Adelaida- habría jugado con mi corazón como el otro si yo lo hubiese querido; no está de más darle una buena lección.

Como Edelmira no contestó tampoco a estas palabras, Adelaida se calló siguiendo en su imaginación las reflexiones que, como la que precede, manifestaban la preocupación constante de su espíritu. Adelaida, así como tantas otras víctimas de la seducción que en su primer amor reciben un temible desengaño, había perdido los delicados sentimientos que germinan en el corazón de la mujer, entre los dolores del desencanto y el violento deseo de venganza que el abandono de Rafael había despertado en su pecho. Su alma, que en la dicha habría encontrado espacio para explayar los nobles instintos, arrojada en su primera y más pura expansión a la desgracia, parecía sólo capaz de odio y de sombrías pasiones. Ignorando su historia, todos atribuían a orgullo la indiferencia con que Adelaida consideraba las cosas de la vida. Esta historia de un corazón destrozado al nacer a la vida del sentimiento es bastante común en todas las sociedades y en la nuestra, particularmente en la esfera a que Adelaida pertenecía, para que no encuentre un lugar preparado en este estudio social.

Adelaida había hecho de su rencor el pensamiento de todos sus instantes, de modo que en su criterio no existía ya diferencia entre las personas que se presentasen para saciarlo, con tal que perteneciesen a la aristocracia de nuestra sociedad. Por esto no había tenido un solo momento de compasión por las aflicciones de Agustín, el que, después de entrar en su cuarto, se arrojó sobre la cama dando rienda suelta a su desesperación.

28

Los días que mediaron entre las escenas referidas en el capítulo anterior y el domingo en que Leonor había anunciado a Rivas que saldría con su prima al Campo de Marte, fueron para Agustín fecundos en tormentos y sobresaltos. Tenía ese vigilante receloso sinsabor que tortura el alma del que ha cometido una falta y se figura que los triviales incidentes de la vida vienen de antemano preparados por el destino para descubrirle a los ojos del mundo. Una pregunta de Leonor sobre los amores que él le había confiado antes, alguna observación de su padre sobre sus frecuentes ausencias de la casa, le arrojaban en la más desesperante turbación y hacíanle ver en los labios de todos las fatales palabras que revelaban su secreto. Hijo de una sociedad que tolera de buen grado la seducción en las clases inferiores, ejercida por sus compatricios, pero no un acto de honradez que concluyese por el matrimonio para paliar una falta, Agustín Encina no sólo temía la cólera del padre, los llantos y reproches amargos de la madre, el orgulloso desprecio de la hermana, que le amenazaban, si descubría su casamiento, sino que en medio de esas espadas de Damocles suspendidas sobre su garganta divisaba el fantasma zumbón e implacable que domina en nuestras sociedades civilizadas, ese juez adusto y terrible que llamamos el qué dirán. El infeliz elegante, que tan caro expiaba su conato de libertinaje en el campo de fácil acceso que forma la gente de medio pelo, perdía el color, el sueño y el apetito ante la idea de ver divulgada su fatal aventura en los dorados salones de las buenas familias, y escuchaba, por presentimiento, los malignos comentarios que al ruido de las tazas del té, alrededor del brasero, al compás de algún aria de Verdi o de Bellini, harían de su situación los más caritativos de sus amigos. Al peso de estas ideas había perdido su genial alegría y su decidida afición al afrancesamiento del lenguaje. La conciencia de su situación le hacía mirar con indiferencia las más elegantes prendas de su vestuario: el mundo no tenía ya ventura para él. ¡Una corbata negra le bastaba por un día entero para envolver su cuello! ¡Había visto cambiarse la corona florida de Don Juan y de Lovelace fue pensaba colocar en sus sienes para que la turba la envidiase, en la coyunda abrumadora de un matrimonio clandestino y contraído en baja esfera! Sólo su falta de coraje le libertaba del suicidio, única salida que divisaba en tan angustiado y vergonzoso trance. Si contar que una seducción era una gloria, referir la verdad era un baldón que le arrojaba para siempre en la vergüenza. He ahí su situación, que Agustín no podía disimularse, y que a fuerza de pensar en ella cobraba por instantes las más aterradoras proporciones.

Durante estos días de continuo sin sabor, Agustín asistía todas las noches a casa de doña Bernarda y representaba, por consejo de Amador, el papel de galán que los demás amigos de la casa le conocían, para alejar así toda sombra de sospecha acerca de su matrimonio. En todas estas visitas se acompañaba con Martín, a quien engañaba también, refiriéndole supuestas conversaciones con Adelaida, a fin de hacerle creer que siempre se hallaba en los preliminares del amor.

Martín le seguía gustoso, porque encontraba en sus conversaciones con Edelmira un consuelo a los pesares que le agobiaban. La confianza que se habían prometido aumentaba de día en día. Valiéndose de ella, y sin hablar de su amor a la hija de don Dámaso, Rivas descubría a Edelmira la delicadeza de su corazón y el fuego juvenil de sus pasiones exaltadas por un amor sin esperanza. Edelmira oía con placer esas dulces divagaciones sobre la vida del corazón que para los jóvenes, que viven principalmente de esa vida, tiene tan poderosos atractivos. Cada conversación le revelaba nuevos tesoros en el alma de Rivas, a quien veía ya rodeado de la aureola con que la imaginación de las niñas sentimentales engalana la frente de los cumplidos héroes de novela. Y hemos dicho ya que Edelmira, a pesar de su oscura condición leía con avidez los folletines de los periódicos que un amigo de la familia le prestaba.

Ricardo Castaños veía con gran disgusto las conversaciones de Edelmira y Martín, a quien consideraba como su rival. En vano había querido desprestigiarle, refiriendo con colores desfavorables para Rivas la aventura de la plaza y la prisión del joven. Los recursos mezquinos de su intriga habían producido en el corazón de Edelmira un efecto enteramente contrario al que él se prometía. La guerra que un amante odiado declara contra su preferido rival en el corazón de una mujer sirve la más de las veces para aumentar su prestigio, por esa tendencia hacia la contrariedad natural a la índole femenil. Por esto, mientras mayor empeño desplegaba el oficial para dañar a Martín en el ánimo de Edelmira, con mayor fuerza se desarrollaban en ésta los sentimientos opuestos en favor de aquel joven melancólico, de delicado lenguaje, que daba al amor la vaporosa forma que encanta el espíritu de la mujer.

Entre Edelmira y Martín, sin embargo, no había mediado ninguna de esas frases galantes con que los enamorados buscan el camino del corazón de sus queridas. Martín tenía con Edelmira un verdadero afecto de amistad, cuya solidez aumentaba a medida que descubría la superioridad de la niña sobre las de su clase, mientras que Edelmira le miraba ya con esa simpatía que en la mujer toma las proporciones del amor, sobre todo cuando no es solicitado.

Mucho agradaba a Agustín la asiduidad de las visitas de Rivas a casa de doña Bernarda. Temiendo exasperar a la familia con su ausencia, no se atrevía a faltar una sola noche y creía que acompañado por un amigo era menos notable a sus propios ojos y a los de Adelaida la ridícula y falsa posición en que se hallaba colocado.

Entretanto, Amador había principiado ya a recoger los frutos de su intriga, cobrando a su supuesto cuñado algunas deudas de juego que éste, por asegurar su silencio, se había apresurado a pagarle, diciendo a su padre, al tiempo de pedirle el dinero, que era para pagar algunas cuentas de sastre.

Amador rebosaba de alegría al ver la facilidad con que Agustín había satisfecho su exigencia, y se había apresurado a derrochar el dinero con esa facilidad que tienen los que lo adquieren sin trabajo. Además de sus gastos presentes, le había sido también preciso cubrir el importe de otros atrasados, para suspender por algún tiempo las continuas persecuciones a que sus deudas le condenaban. Con decidido amor al ocio, sin profesión ninguna lucrativa y sin más recursos que el juego, Amador se hallaba siempre bajo el peso de un pasivo muy considerable con atención a sus eventuales entradas. El dinero de Agustín le trajo, pues, cierta holganza a que aspiraba al emprender el plan con que le había engañado. Con un reloj que debía a su habilidad en hacer trampas, y una gruesa cadena que acababa de comprar, Amador había adquirido gran importancia a sus propios ojos y aparentaba aires de caballero en el café, que le hacían notar de toda la concurrencia.

El sábado que procedió el día fijado para el paseo a la Pampilla, en casa de don Dámaso Encina, tuvo lugar entre doña Bernarda y Amador una conversación que debía atacar de nuevo la tranquilidad de Agustín.

Era por la mañana, y Amador trataba de recuperar el sueño que los espirituosos vapores que llenaban su cerebro después de una noche de orgía ahuyentaban de sus párpados, produciendo en todo su cuerpo la agitación de la fiebre.

Doña Bernarda entró al cuarto de su hijo después de haber esperado largo rato a que se levantase.

-Vamos, flojeando -le dijo-; ¿hasta cuándo duermes…?

-Ah, es usted, mamita -contestó Amador, dándose vuelta en su cama.

Estiró los brazos para desperezarse, dio un largo y ruidoso bostezo y, tomando un cigarro de papel, lo encendió en un mechero que prendió de un solo golpe.

-Me he llevado pensando en una cosa -dijo doña Bernarda, sentándose a la cabecera de su hijo.

-¿En qué cosa? -preguntó éste.

-Ya van porción de días que Adelaida está casada -repuso doña Bernarda-, y Agustín no le ha hecho ni siquiera un regalito.

-Es cierto, pues, que no le ha dado nada.

-De qué nos sirve que sea rico entonces; uno pobre le habría dado ya alguna cosa.

-Yo arreglaré esto -dijo Amador, con tono magistral-, no le dé cuidado, madre. ¡Si el chico quiere hacerse desentendido, se equivoca! No pasa de hoy que no se lo diga.

-Al todo también, pues -observó la madre-, no sólo no confiesa el casamiento a su familia, sino que se quiere hacer el inocente con los regalos.

-Déjelo no más, yo lo arreglaré -dijo Amador.

Doña Bernarda entró entonces en la descripción de los vestidos que convendrían a su hija, sin olvidar los que a ella le gustaría tener, indicando las tiendas en que podrían encontrarse. Lo prolijo de los detalles hacia ver que la buena señora había meditado detenidamente su asunto, del cual impuso con escrupulosidad a Amador. En su enumeración entraron, además de los vestidos de color, una buena basquiña negra y un mantón de espumilla para ella, que no podía, por el calor sufrir el de merino. Ayudada con los conocimientos aritméticos que Amador había adquirido en la escuela del maestro Vera, cuyo recuerdo hace temblar aún a algunos desdichados que experimentaron el rigor de su férula, doña Bernarda sacó la cuenta del número de varas de género de hilo que entraban en una docena de camisas para Adelaida, con más el importe de los vuelos bordados que debían adornarlas, el de dos docenas de medias, varios pares de botines franceses y diversos artículos de primera necesidad para la que, según ella, estaba destinada a figurar en breve en la más escogida sociedad de Santiago.

-Pero, madre -le dijo Amador-, ¿cómo quiere que Agustín o yo vayamos a comprar todo eso? ¿No será mejor que él dé la plata y usted haga las compras?

-¡Ve, qué gracia! Por supuesto -respondió doña Bernarda.

-Le diré que con quinientos pesos se puede comprar lo más necesario.

-O seiscientos; mejor es de más que de menos -dijo la madre.

En la noche se presentó Agustín acompañado de Rivas.

Amador le llamó luego a un punto de la pieza, distante del que ocupaban las demás personas que allí había.

-¿Y… cuándo avisa, pues, a su familia? -dijo al elegante, que palideció bajo la mirada de su dominador.

-Es preciso hacerlo con tiento -contestó-, porque si no elijo bien la ocasión, papá puede enojarse y desheredarme.

-Eso está bueno -replicó Amador-; ¿pero usted se ha olvidado que tiene mujer? ¿En dónde ha visto novio que no haga ni un solo regalo?

-He estado pensando en ello. Usted sabe que no puedo pedir plata a papá todos los días.

-¡Qué! Un rico como usted no puede hallarse en apuros por la friolera de mil pesos; el lunes voy a buscarlos a su casa.

-¡Pero el lunes es muy pronto! -exclamó, aterrorizado, Agustín-; el otro día no más pedí mil pesos, ahora es imposible; ¿qué dirá papá?

-Papá dirá lo que le dé la gana; lo cierto del caso es que yo iré el lunes a buscar los mil pesos.

-Espéreme siquiera unos quince días.

-¡Quince días! ¡Qué poco! ¡Dejante que me tiene usted avergonzado con la mamita y las niñas, porque les tenía dicho que a todas les regalaría algo!

-Esa es mi intención; pero necesito tiempo para pedir a papá la plata sin que entre en sospechas.

-Y si entra, ¿qué tiene, pues? ¿Que se está figurando que siempre nos hemos de estar callados? Yo no digo que usted no le haga a papá el ánimo sobre lo del casamiento; pero lo de la plata es otra cosa. El viejo es bien rico y no importa que le duela.

-Pero, ¿cómo pedirle tan pronto?

-No sé cómo, ya le digo, el lunes sin falta me tiene por allá.

Retiróse Amador, dejando perplejo y abismado al infeliz que tenía en su poder. La rabia que la exigencia de dinero despertaba en Agustín se calmaba, o, más bien, reprimía su ímpetu por el temor de ver revelado el secreto de su casamiento, que él se lisonjeaba de poder aplazar hasta un tiempo más oportuno, figurándose, como todo el que con un carácter débil se encuentra en alguna apurada alternativa, que el tiempo le reservaba algún modo de salir del difícil trance en que se veía colocado.

Bajo el peso de semejante situación, se retiró Agustín a las once de la noche, sin que las palabras de Adelaida ni los cariños que doña Bernarda le prodigaba hubiesen podido calmar la inquietud que oprimía su corazón. En el camino anduvo silencioso al lado de Martín, a quien el extraño silencio de su nuevo amigo no alcanzaba a preocupar, porque, como todo enamorado que no se halla con su confidente prefería caminar en silencio, para dar rienda suelta a sus pensamientos sobre Leonor.

29

Amaneció el domingo en que Leonor había anunciado que saldría con su prima al Campo de Marte.

Algunos pormenores que daremos acerca de estos paseos en general están más bien dedicados a los que lean esta historia y no hayan tenido ocasión de ver a esta gloriosa capital de Chile cuando se preparaba para celebrar los recuerdos del mes de septiembre de 1810.

Estos preparativos son la causa de los paseos al Campo de Marte, en que nuestra sociedad va a lucir sus galas de su lujo, allí primero y después a la Alameda. Para celebrar el simulacro de guerra que anualmente tiene lugar en el Campo de Marte el día 19 de septiembre, los batallones cívicos se dirigen a ese campo en los domingos de los meses anteriores, desde junio, a ejercitarse en el manejo de las armas y evoluciones militares con que deben figurar la derrota de los dominadores españoles.

En esos domingos, nuestra sociedad, que siempre necesita algún pretexto para divertirse, se da cita en el Campo de Marte con motivo de la salida de las tropas.

Antes que las familias acomodadas de Santiago hubiesen reputado como indispensable el uso de los elegantes coches que ostentan en el día, las señoras iban a este paseo en calesa y a veces en carreta, vehículo que usan ahora solamente las clases inferiores de la sociedad santiaguina.

Los elegantes, en lugar de sillas inglesas y caballos inglesados en que pasean su garbo al presente por las calles laterales del paseo, gustaban entonces de sacar en exhibición las enormes montañas de pellones las antiguas botas de campo y las espuelas de pasmosa dimensión, que han llegado a ser de uso exclusivo de los verdaderos huasos.

Pero entonces como ahora, la salida de las tropas a la Pampilla era el pretexto de tales paseos, porque la índole del santiaguino ha sido siempre la misma. y entre las señoras, sobre todo, no se admite el paseo por sus fines higiénicos, sino como una ocasión de mostrarse cada cual los progresos de la moda y el poder del bolsillo del padre o del marido para costear los magníficos vestidos que las adornan en estas ocasiones.

En Santiago, ciudad eminentemente elegante, sería un crimen de lesa moda el presentarse al paseo dos domingos seguidos con el mismo traje.

De aquí la razón por qué en Santiago sólo los hombres se pasean cotidianamente y por qué las señoras sienten, cuando más cada domingo, la necesidad de tomar el aire libre de un paseo público.

Los que desean ir al llano y no tienen carruaje en qué hacerlo, se pasean en la calle del medio de la Alameda, con la seriedad propia del carácter nacional, y esperan la llegada de los batallones, observándose los vestidos si son mujeres, o buscando las miradas de éstas los varones.

Antes que el tambor haya anunciado la venida de los milicianos, los coches se estacionan en filas al borde de la Alameda, y los elegantes de a caballo lucen su propio donaire y el trote de sus cabalgaduras, dando vueltas a lo largo de la calle y haciendo caracolear los bridones en provecho de la distracción y solaz de los que a pie les miran.

La crítica, esta inseparable compañera de toda buena sociedad, da cuenta de los primorosos trajes y de los esfuerzos con que los dandies quieren conquistarse la admiración de los espectadores.

En cada corrillo de hombres nunca falta alguno de buena tijera, que sobre los vestidos de los que pasan corte algún otro con sus correspondientes ribetes de ridículo.

Las señoras, por su parte, aplican su espíritu de análisis al traje de las que pasan, recordando, con admirable memoria, la fecha de cada vestido.

-El de la Fulana, ese vestido verde de una pollera, es el que tenía de vuelos el año pasado, que se puso en el Dieciocho.

-Miren a la Mengana con la manteleta que compró ahora tres años: ella cree que nadie se la conoce porque le ha puesto el encaje del vestido de su mamá.

-El vestido que lleva la Perengana es el que tenía su hermana antes de casarse, y era primero de su mamá, que lo compró junto con el de mi tía.

Con estas observaciones, que prueban la privilegiada memoria femenil, se mezclan las admiraciones sobre tal o cual adefesio de las amigas.

Las tropas desfilan, por fin, en columna por la calle central de la Alameda, en medio de la concurrencia que deja libre el paso, y los oficiales que marchan delante de sus unidades reparten saludos a derecha e izquierda con la espada, absorbiéndose a veces en esta ocupación hasta hacerse pisar los talones por la tropa que marcha tras ellos.

En 1860, época de esta historia, había el mismo entusiasmo que ahora por esta festividad, precursora de la del Dieciocho, bien que entonces el lado norte de la Alameda no se llenase completamente como en el día de brillantes carruajes, desde los cuales muchas familias asisten al paseo sin moverse de muelles cojines.

Leonor había anunciado a su padre que deseaba ir a la Pampilla a caballo con su prima, y aquel deseo había sido una orden para don Dámasco, que a las doce del domingo tenía ya preparados los caballos.

Había uno para Leonor y otro para Matilde, de hermosas formas y arrogante trote.

Otro de paso para don Dámaso, a quien su hija había exigido la acompañase.

Dos más, destinados a Agustín y a Rivas, a quien su nuevo amigo había convidado para ser de la comitiva.

El día era de los más hermosos de nuestra primavera.

A las tres de la tarde había gran gentío en el Campo de Marte, presenciando las evoluciones y ejercicio de fuego de los milicianos. Los coches, conduciendo hermosas mujeres corrían sobre el verde pasto del campo, flanqueado por elegantes caballeros que trotaban al lado de las puertas, buscando las miradas y las sonrisas. Alegres grupos de niñas y jóvenes galopaban en direcciones distintas, gozando del aire del sol y del amor. Entre estos grupos llamaban la atención el que componían Leonor, su prima y los caballeros que las acompañaban. El trote desigual de las cabalgaduras hacía que las niñas marchasen a veces solas, a veces rodeadas por los hombres que se disputaban su lado. A este grupo habían venido a agregarse Emilio Mendoza y Clemente Valencia, que picaban sus caballos para escoltar a Leonor. Siempre retirado de ella y contemplando con arrobamiento, seguía Martín la marcha, sin fijarse en las bellezas del paisaje que desde aquel llano se divisan. Leonor se le presentaba en aquellos momentos desde un nuevo punto de vista, que añadía desconocidos encantos a su persona. El aire daba a sus mejillas un diáfano encarnado; el ruido bélico de las bandas de música hacía brillar sus ojos de animación, y su talle, aprisionado en una chaqueta de paño negro, de la cual se desprendía la larga pollera de montar, revelaba toda la gracia de sus formas. El placer más vivo se retrataba francamente en su rostro. No era en aquel instante la niña orgullosa de los salones, la altiva belleza en cuya presencia perdía Rivas toda la energía de su pecho; era una niña que se abandonaba sin afectación a la alegría de un paseo, en el que latía de contento su corazón por la novedad de la situación, por la belleza del día y del paisaje, por las oleadas de aire que azotaban su rostro, impregnadas con los agrestes olores del campo, húmedo aun con el rocío de la noche.

La comitiva se había detenido un momento cerca de un batallón que cargaba sus armas. Al ruido de la primera descarga, los caballos se principiaron a mover, dando saltos algunos de ellos, que se repitieron a la segunda descarga. Entre los más asustados se encontraba el caballo de don Dámaso, que al ruido de los tiros había perdido su pacífico aspecto para transformarse en el más alborotado bridón.

-Y me habían dicho que era tan manso -decía don Dámaso, palideciendo al sentirlo encabritarse con furia, cuando, después de la segunda descarga, principió el fuego graneado.

Al ruido continuo de este fuego, todos los caballos principiaron a perder la paciencia y algunos a seguir el ejemplo del de don Dámaso, que en un espanto había echado al suelo una canasta de naranjas y limas que un vendedor presentaba a los jóvenes. Con este incidente hubo un cambio en la posición de cada jinete, y ora fuese efecto de la casualidad, ora de un movimiento intencional, Leonor se encontró de repente al lado de Rivas; y Matilde, que trataba de contener los movimientos de su caballo, oyó a su lado la voz de San Luis que la saludaba.

-Aquí estamos mal -dijo Leonor a Martín-. ¿,Le gusta a usted galopar?

-Sí, señorita -contestó Rivas.

-Sígame entonces -repuso Leonor, volviendo su caballo hacia el sur.

Hizo señas al mismo tiempo a Matilde, que emprendió el galope, mientras que don Dámaso arreglaba con el naranjero el precio de las naranjas que por causa de él habían ido a para a manos de los muchachos que siempre escoltan a los batallones en sus salidas al llano.

-Síguelas tú, ya las alcanzo -dijo don Dámaso a Agustín, al ver partir, a los que con él estaban, a galope tendido.

Leonor azotaba a su caballo, que iba pasando del galope a la carrera, animado también por el movimiento del de Martín.

Este corría al lado de Leonor sintiendo ensancharse su corazón por primera vez al influjo de una esperanza. El convite de la niña para que la siguiese, la naturalidad de sus palabras, la franca alegría con que ella se entregaba al placer de la carrera, le parecieron otros tantos felices presagios de ventura. Bajo la influencia de semejante idea, mientras corría, contemplaba con entusiasmo indecible a Leonor, que, animada por la velocidad creciente del caballo, con el rostro azotado por el viento, vivos de contento infantil los grandes ojos le parecía una niña modesta y sencilla que debía tener un corazón delicado y exento del orgullo con que hasta entonces le había parecido.

La carrera se terminó muy cerca del lugar que ocupa la cárcel penitenciara. Leonor se detuvo y contempló durante algunos momentos a los demás de la comitiva, que habiendo sólo galopado, venían aún muy distantes del punto en que ella se encontraba con Rivas.

-Nos han dejado solos -dijo, mirando a Martín, que en ese momento se creía feliz por primera vez desde que amaba.

Durante la carrera y alentado por las ideas que describimos, Martín hahia resuelto salir de su timidez y jugar su felicidad en un golpe de audacia. Al oír las palabras de Leonor, sintió palpitar con violencia su corazón, porque veía en ellas una ocasión de realizar su nuevo propósito. Armóse entonces de resolución y con voz turbada:

-¿Lo siente usted? -le preguntó.

Para seguir paso a paso el estudio del altanero corazón de la niña nos vemos obligados a interrumpir con frecuentes advertencias las conversaciones entre ella y Martín. Entre dos corazones que se buscan, y sobre todo cuando se encuentran colocados a tanta distancia como los que aquí presentamos, cada conversación va marcando sus pasos graduales que deben conducirlos a estrecharse o a separarse para siempre. La poca locuacidad es un rango peculiar de semejantes situaciones. En las presentes circunstancias muy pocas palabras habían bastado para poner a esos dos corazones frente a frente. Leonor estaba muy lejos de pensar que iba a recibir aquella pregunta por contestación, y esa pregunta sola fue bastante para despertar su orgullo. Había mandado convidar a Martín para librarse del galanteo infalible de sus dos enamorados elegantes, que, sobre todo en los últimos días, la fastidiaban. En Rivas veía Leonor el objeto de la lucha que se había propuesto para sacar triunfante su corazón, y contaba con la timidez del joven, acaso con su frialdad real o calculada, mas no con la osadía que revelaba la pregunta. Para contestarla acudió Leonor a esa indiferencia glacial, con que había castigado ya a Martín en otra ocasión, fingiendo no haber oído, dijo solamente:

-¿Cómo dice usted?

La sangre del joven pareció agolparse toda a sus mejillas, que cambiaron su juvenil sonrosado con el rojo subido de la vergüenza. Pero Rivas, como todo hombre naturalmente enérgico, sintió rebelase su corazón con aquella contrariedad, y a pesar de que latía con violencia y de que su lengua parecía negarse a formular ninguna sílaba, hizo un esfuerzo para contestar:

-Pregunté, señorita, si usted sentía verse a solas conmigo -dijo-, para explicar a usted que la he seguido por orden suya y temiendo que pudiera sucederle algún accidente.

-¡Ah! -exclamó Leonor, no ya indiferente, sino con tono picado-. Usted ha venido para socorrerme en caso necesario.

-Para servirla, señorita -replicó, con dignidad, el joven.

Leonor oyó con placer el acento de aquellas palabras, que revelaban cierta altanería en el que las había pronunciado.

Usted se impone demasiadas obligaciones para pagar nuestra hospitalidad -le dijo-. ¿No basta que usted sirva a mi padre en todos sus negocios?

-Señorita -repuso Martín-, yo me coloco en la posición que usted parece señalarme, porque aún estoy lejos de tener una alta idea de mi importancia social.

-¿Se compara usted con alguien que le parezca muy superior?

-Con esos caballeros que vienen hacia nosotros, por ejemplo.

-¿Con Agustín?

-No, señorita, con los otros, con los señores Mendoza y Valencia.

-¿Y por qué con ellos precisamente? -preguntó Leonor con una ligera turbación que disimuló con maestría.

-Porque ellos, por su posición, pueden aspirar a lo que yo no me atrevería.

Cuando Rivas dijo estas palabras, la cabalgata, que venía a galope corto hacia el lugar en que se encontraba con Leonor, estaba ya muy próxima.

-No veo la diferencia que usted indica -contestó Leonor con voz que parecía afectuosa y confidencial-; a mis ojos un hombre no vale ni por su posición social ni mucho menos por su dinero. Ya ve usted -añadió, con una ligera sonrisa que bañó en la más suprema felicidad el alma de Rivas- que casi siempre pensamos de diverso modo.

Dio con su huasca un ligero golpe al anca de su caballo y se adelantó a juntarse con los que llegaban.

Martín la vio alejarse diciéndose:

"¡Extraña criatura! ¿Tiene corazón o sólo cabeza? ¿Se ríe de mí o, realmente, quiere elevarme a mis propios ojos?"

El grupo que formaba la comitiva había llegado hasta el punto en que Martín se encontraba cuando hacía estas reflexiones. Ellas, como se ve, eran muy distintas de las que sus anteriores conversaciones con Leonor le habían sugerido. Ya la esperanza doraba con sus reflejos el horizonte de sus ideas, abriendo nuevo campo a las sensaciones de su pecho y a los devaneos de su espíritu. Esa esperanza sola era para Martín una felicidad.

Mientras Leonor y Rivas tenían la conversación que precede, los demás de la comitiva caminaban hacia ellos, como dijimos, a galope corto, que fue poco a poco cambiándose en trote. Rafael se había colocado al lado de Matilde y repetido con ella una conversación sobre el mismo tema que la primera, el mismo también en que se engolfan todos los enamorados. En su rostro resplandecía la felicidad; y sus ojos, al mismo tiempo que sus labios, se juraban ese amor al que siempre los amantes dan por duración la eternidad. San Luis, que deseaba aprovecha el momento para informar a su amante de los progresos favorables de su intento de unirse a ella, salió del idilio amoroso para hablar de las realidades.

-Mi tío -dijo se encuentra perfectamente dispuesto a servirme y protegerme: mis esperanzas aumentan. Si su padre vuelve a empeñarse por el arriendo de la hacienda, es lo más probable que seamos felices. ¿Podré contar con que usted tenga la entereza de confesar a su padre que me ama todavía?

-Sí, la tendré -contestó Matilde-; si no soy de usted, no seré de nadie.

-Esas palabras -repuso Rafael- las recibiría de rodillas; con el sufrimiento, mi amor por usted ha aumentado, puede decirse, porque se ha arraigado para siempre en mi pecho.

Insensiblemente volvieron al eterno divagar sobre la misma idea que forma el paraíso de los enamorados que se comprenden. Así llegaron al lugar en que se hallaba Martín. Algunas palabras habló San Luis, después de esto, con Leonor y Rivas y, viendo acercarse a don Dámaso, se retiró al galope.

Don Dámaso había arreglado su asunto con el naranjero y emprendió la marcha para reunirse a los suyos. A su edad, y cuando no se monta con frecuencia a caballo, el cuerpo se resiente pronto del movimiento algo áspero de la cabalgadura, aun cuando sea de paso, como la que él montaba. Al llegar al grupo en que estaban sus hijos, don Dámaso esperaba descansar del largo trote que había dado; pero Leonor emprendió luego la marcha y los demás la siguieron, con gran descontento de don Dámaso, a quien el sol y el cansando comenzaban a dar el más triste aspecto.

Caminando alrededor de los carruajes y de la gente de a caballo que rodeaba los batallones, la comitiva encontró el coche en que doña Engracia se paseaba, acompañada por doña Francisca, y con Diamela en las faldas. Don Dámaso aseguró a su mujer que no estaba cansado y comió alegremente, con los demás, limas, naranjas y dulces que en tales ocasiones se pasan de los coches a los de a caballo. Pero, por su mal, Leonor parecía infatigable, y fue preciso seguirla en nuevas excursiones hasta la hora de regresar a la Alameda. Allí volvieron a detenerse junto al coche de doña Engracia. En diez minutos de reposo, don Dámaso se figuraba haberse repuesto de la fatiga: mas al emprender de nuevo la marcha, su cuerpo, que se había enfriado, sintió todo el peso del cansancio, y el paso del caballo, a pesar de su suavidad, le arrancó ahogados gemidos, que el buen caballero confundió con la promesa formal de no volver a semejantes andanzas. Sus juramentos se repitieron varias veces, porque fueron muchos los paseos que dio su hija a lo largo de la Alameda, deteniéndose sólo durante pequeños momentos, que don Dámaso aprovechaba para volver a su lugar el nudo de su corbata, que parecía querer dar la vuelta completa de su pescuezo con el movimiento de la marcha, y para volver su sombrero a su natural posición, trayéndolo del cuello de la levita, en que iba a reposar, dejando la frente al aire, sobre los puntos de su cabeza en que acostumbraba asentarlo.

Al bajar del caballo en el patio de la casa, don Dámaso hizo algunos gestos que manifestaban su lamentable estado, y rogó a Leonor que en ese año no le volviese a convidar para salir a tales paseos.

30

Inmensos esfuerzos de paciencia y las más reiteradas súplicas tuvo que emplear Agustín Encina para obtener de Amador algunos días de plazo de su exigencia de dinero. Sin otra mira que la de ganar tiempo, había solicitado aquel aplazamiento, porque sabía que un nuevo pedido de plata a su padre despertaría las sospechas de éste y haría probablemente descubrir su casamiento.

La idea dominante de Agustín era ocultar este casamiento alentado por la vaga esperanza de todo el que, puesto en una difícil posición espera del tiempo, más bien que de su energía, el allanamiento de las dificultades que le rodean.

Su amor a Adelaida, basado sobre las elásticas ideas de moralidad que la mayor parte de los jóvenes profesan, se había modificado singularmente desde que se creía unido a ella por lazos indisolubles. Encontrando una esposa donde él había buscado una querida, sus sentimientos, de una pasión que él juzgaba sincera, se entibiaron ante la inminencia del peligro con que su enlace le amenazaba a toda hora. Temiendo siempre la burla y el deshonor, según las leyes del código que rige a las sociedades aristocráticas, Agustín sólo pensaba en conjurar en el más largo tiempo posible este peligro, en vez de ocuparse de Adelaida.

Así transcurrieron los días hasta el 10 de septiembre. Doña Bernarda, en ese día, manifestó a su hijo que el Dieciocho estaba muy próximo y que nada había comprado aún para solemnizar tan gran festividad.

En todas las clases sociales de Chile es una ley que nadie quiere infringir la de comprar nuevos trajes para los días de la patria.

Doña Bernarda observaba esa ley con todo el rigor de su voluntad y pensaba que en aquella ocasión podrían, ella y sus hijas, acudir a las tiendas mejor que nunca, con el auxilio del dinero que Agustín debía entregar a Amador.

Esta consideración dio lugar a un acuerdo entre la madre y el hijo para exigir el pago de la cantidad estipulada sin otorgar un solo día más de plazo que los ya concedidos.

En la noche del día en que se verificó tan terminante acuerdo, Agustín vino como de costumbre con Rivas a casa de doña Bernarda.

Amador notificó a su supuesto cuñado la orden conminatoria, y anunció que se presentaría sin falta al día siguiente para recibir la suma. Los ruegos de Agustín se estrellaron contra la voluntad de Amador, que fulminó la terrible amenaza de divulgar la noticia del matrimonio.

Edelmira conversaba entretanto con Martín, en los momentos que podía sustraerse de la porfiada vigilancia de Ricardo Castaños. En esas conversaciones hallaba aquella niña nuevos encantos cada día, y abandonaba su corazón a los dulces sentimientos que Martín le inspiraba, sin atreverse a manifestar al joven un amor que él no había contribuido a formar de ningún modo. Edelmira, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, era dada a la lectura de novelas y por naturaleza romántica, esta cualidad le daba la fuerza de cultivar en su pecho un amor solitario, al que poco a poco iba entregando su alma, sin más esperanza que la de amar siempre con esa melancolía voluptuosa que las pasiones de este género despiertan comúnmente en el corazón de la mujer, la que posee una organización más pasiva que la del hombre en estos casos, porque sus sentimientos son más puros también.

De vuelta a la casa, Agustín no quiso entrar al salón y se retiró a su cuarto. En el camino había luchado victoriosamente contra su debilidad, que le aconsejaba confiarse enteramente a Martín y ponerse bajo el amparo de sus consejos. Pero el amor propio había triunfado y Agustín guardó su secreto y su pesar para él solo, esperando con temor la llegada del siguiente día.

Martín se retiró también a su cuarto, sin presentarse en el salón, como en las noches anteriores lo había hecho. Después del paseo a caballo, la esperanza que en su pecho habían hecho nacer las palabras de Leonor permanecía en el mismo estado. La niña había destruido con estudiada indiferencia los deseos que alentaban a Rivas de declararle su amor, mas no le desesperaba tampoco, porque a veces tenía palabras con las cuales la pregunta que en la Pampilla le había hecho Martín volvía, como entonces, suscitando las mismas dudas en su espíritu.

Durante aquellos días, don Fidel, por su parte, había hecho serias reflexiones acerca de la determinación que anteriormente anunciara a su mujer. No obstante que aparentaba no seguir en todo más que los consejos de su propia inteligencia, la observación hecha por doña Francisca sobre lo prematuro de su proyecto tuvo bastante fuerza a sus ojos para obligarle a esperar. Pero don Fidel era hombre de poca paciencia, así fue que transcurridos los días que mediaron entre la última de sus conversaciones con su mujer, que hemos referido y el 10 de septiembre, a que han llegado los acontecimientos de nuestra narración, don Fidel determinó llevar a efecto su propósito de hablar a don Dámaso sobre su deseo de ver unidos in facie ecclesia a Matilde con Agustín. Este enlace, según sus cálculos, era un buen negocio, puesto que su sobrino heredaría por lo menos cien mil pesos. Así calculaba don Fidel con la precisión del hombre para quien las ilusiones del mundo van tomando el color metálico que fascina la vista a medida que se avanza en la existencia.

A pesar de esto, don Fidel no descuidaba el negocio del arriendo de "El Roble". Su ambición le aconsejaba mascar a dos carrillos, como vulgarmente se dice, y le parecía que era una empresa digna de su ingenio la de casar a Matilde con Agustín y obtener al mismo tiempo un nuevo arriendo por nueve años de la hacienda en que se cifraban sus más positivas esperanzas de futura riqueza. Con tal mira había suplicado de nuevo a su amigo don Simón Arena el hacer otra tentativa cerca del tío de Rafael para conseguir el arriendo deseado.

Don Fidel no creyó necesario esperar la respuesta de su amigo, y el día 11 se apresuró a dirigirse a casa de don Dámaso antes de las doce del día, hora en que su cuñado salía a dar una vuelta por las calles y a conversar algunas horas en los almacenes de los amigos, ocupación de la que muy pocos capitalistas de Santiago se dispensan.

Mientras camina don Fidel, nosotros veremos a Amador Molina que llega a casa de don Dámaso, como en la noche anterior lo había anunciado a Agustín. El hijo de doña Bernarda era aquella vez puntual como todo el que cobra dinero, y llevaba el sello del siútico más marcado en toda su persona que en cualquiera de las demás ocasiones en que ha figurado en estas escenas.

Sombrero bien cepillado, aunque viejo, inclinado a lo lacho sobre la oreja derecha.

Corbata de vivos y variados colores, con grandes puntas figurando alas de mariposa.

Camisa de pechera bordada por las hermanas, bajo la cual se divisaba la almohadilla forrada en raso carmesí, que por entonces usaban algunos, con pretensiones de elegantes, para ostentar un cuerpo esbelto y levantado pecho.

Chaleco bien abierto, de colores en pleito con los de la corbata, abotonado por dos botones solamente y dejando ver a derecha e izquierda los tirantes de seda, bordados al telar por alguna querida para festejarle en un día de su santo.

Frac de color dudoso, y dejando ver por uno de los bolsillos la punta del pañuelo blanco.

Pantalones comprados a lance y un poco cortos, color perla, algo deteriorados.

Y, por fin, botas de becerro, con su ligero remiendo sobre el dedo pequeño del pie derecho, y lustradas con prolijo cuidado.

Añádase a esto un grueso bastón, que Amador daba vueltas entre los dedos, haciendo molinete, y un cigarrillo de papel, arqueado por la presión del dedo pulgar de la derecha bajo el índice y el dedo grande; en el dedo siguiente, una sortija con este mote en esmalte negro: "Viva mi amor", y se tendrá el perfecto retrato de Amador, que, al entrar en casa de don Dámaso, acarició sus bigotes y perilla, como para darse un aire de matamoros, propio para infundir serios temores en el ánimo de su víctima.

Agustín le esperaba entregado a una mortificadora inquietud. En sus ojos hundidos, en la palidez de su rostro, se veían, a más de los temores del momento, las angustias de una noche de insomnio y de sobresalió.

Hacía poco que la familia de don Dámaso había concluido de almorzar cuando Amador se encontró en el patio de la casa.

Oíase en el interior el sonido del piano en que Leonor ejecutaba algunos ejercicios. Don Dámaso y Martín se encontraban en el escritorio despachando algunas cartas de negocios, y Agustín, tras los vidrios de una puerta, observaba con ojo inquieto a las personas que atravesaban el patio.

Al ver a Amador, abrió con precipitación la puerta y le hizo entrar.

Amador se sentó sin que le ofrecieran asiento y puso su sombrero sobre la alfombra.

-¡Caramba! -dijo, pasando en revista el amueblado y adornos de la pieza-, ¡esto está de lo que hay!

Agustín cerró bien las puertas, mientras que Amador sacaba su mechero y encendía el cigarro que se había apagado…

-¿Y… ya están prontos los regalito? -preguntó al joven, que se paró a su frente pálido y turbado.

-Todavía no -dijo Agustín-; estoy seguro que papá se va a enojar con este pedido de plata.

-Qué le haremos, pues; tendrá dos trabajos: el de enojarse y el de soltar las pesetas.

-Y si no quiere, lo perdemos todo -replicó Agustín, suplicante-. ¿por qué no espera algunos días?

-Si yo tuviera casa como ésta y muebles y criados y buena bucólica, de seguro que esperaba; pero, hijito, la familia está pobre y su mujer no puede andar vestida como una cualquiera. Si el viejo se enoja, es porque no sabe que usted se ha casado; yo le daré a tragar la píldora si quiere hacerse el cicatero; déjelo no más.

Agustín se volvió desesperado hacia la puerta que daba al patio y vio a don Fidel Elías que entraba al escritorio de su padre. Aquella visita le pareció un favor del cielo.

-Mire usted -dijo a Amador-; allí va mi tío Fidel entrando al cuarto de mi padre. ¿Cómo quiere que vaya ahora a pedirle dinero?

-Aguardaremos a que el tío Fidel se vaya -respondió Amador-. ¿No tiene usted por hei un puro y alguna copita de licor? Así conversaremos como buenos hermanos.

Agustín le dio un cigarro habano y le presentó una licorera con copas y botellas. Amador prendió el cigarro en su mechero, se sirvió una copa de coñac, que tragó como una gota de agua; llenó de nuevo la copa y miró con satisfacción a su víctima.

-No está malo -dijo-; ¡vaya lo que vale ser rico! ¡Y uno que tiene que echarse al estómago un anisado ordinario!

Los dejaremos seguir su conversación mientras que damos cuenta de la que don Fidel y don Dámaso acaban de entablar.

Don Fidel llevó a su cuñado a un rincón de la pieza, mientras Rivas escribía sobre una mesa en otro.

-Te vengo a hablar de un asunto que me preocupa desde hace días -le dijo en voz baja-, y que nos interesa a los dos.

-¿Cómo así? -preguntó don Dámaso, tomando, para hablar, el mismo aire de misterio con que se le había dirigido don Fidel.

-Como tú no eres muy observador, no te habrás fijado en una cosa.

-¿En qué cosa?

-Tu chiquillo y mi chiquilla se quieren -dijo don Fidel al oído de su cuñado.

-¿De veras? -preguntó, con admiración, don Dámaso-, no me había fijado.

-Pero yo me fijo en todo y a mí no se me va ninguna: estoy seguro de que están enamorados.

-Así será.

-Bueno, pues, te vengo a ver para eso: es preciso que nos arreglemos; Agustín me parece un buen muchacho y no será un mal marido.

-¡Pero, hombre, todavía está muy joven para casarse!

-¿Y yo, de qué edad te parece que me casé? Tenía veintidós años no más. Es la mejor edad. Los que no se casan pronto es por tunantear. Si quieres que tu hijo se pierda, déjalo soltero y verás como te cuesta un ojo de la cara. ¡Ah, yo conozco estas cosas!; ¿no ves que a mí no se me va ninguna?

-Puede ser, puede ser -repuso don Dámaso, siguiendo su propensión a inclinarse al parecer de aquel con quien hablaba-; pero es preciso ver lo que dice la Engracia primero. ¿ No ves que yo solo no es regular que disponga de un hijo?

-¡Ah!, es decir que andas buscando disculpas -dijo don Fidel, olvidando, con la impaciencia, el hablar en voz baja.

-No, hombre, por Dios -replicó don Dámaso-; yo no busco disculpas; pero, ¿no te parece muy natural que consulte antes a mi mujer? Porque, al fin y al cabo, ella es la madre de Agustín.

-Pero lo que yo deseo saber es tu determinación: ¿apruebas o no lo que te he venido a proponer?

-Por mi parte, cómo no, con mucho gusto.

-¿Y te empeñarás con tu mujer para que consienta?

-También.

-Acuérdate de lo que te digo: si dejas a tu hijo soltero, el día menos pensado se bota a tunante y te come un ojo de la cara: yo sé lo que son estas cosas, pues a mí no se me van así no más.

Con la seguridad de nuevas promesas de don Dámaso, se retiró don Fidel, satisfecho del modo cómo había conducido aquel negocio y dejando a su cuñado pensativo.

-En eso de los gastos no le falta razón -murmuró recordando los frecuentes desembolsos de dinero que había hecho últimamente por Agustín.

Metió las manos en los bolsillos y principió a pasearse pensativo a lo largo de la pieza.

Amador, entretanto, empezaba a impacientarse de esperar y se levantó a espiar la salida de don Fidel.

-Vamos, ya se va el tío -dijo, viéndole salir.

Agustín miró a don Fidel, que atravesaba el patio con el semblante alegre por las felicitaciones que se iba dando a sí mismo. Con él se iba también la esperanza de librarse, por un día a lo menos, de pedir el dinero a su padre. Intentó de nuevo conseguir un plazo, pero Amador se mostró inflexible.

-Vaya, pues -dijo éste-, tendré yo mismo que ir a hablar con el papá: esto va pareciendo juego de niños.

-Bueno, espéreme esta noche en su casa y le llevaré la plata o la contestación de papá -exclamó Agustín, armándose de una resolución desesperada.

-No, no, aquí estoy bien -contestó Amador, sentándose y encendiendo otro cigarro-; vaya no más, hable con el papá y tráigame la contestación.

Agustín alzó los ojos al cielo implorando su ayuda, y se dirigió al cuarto de don Dámaso como una víctima al suplicio.

31

Don Dámaso continuaba su paseo y sus reflexiones.

El vaticinio de su cuñado le parecía un oportuno aviso para fijarse en adelante con más cuidado en la conducta de su hijo.

Martín concluyó sus quehaceres y se retiró del escritorio, dejando a su huésped entregado a sus reflexiones.

Cuando Agustín entró en el cuarto, don Dámaso le miró siguiendo la ilación de sus ideas.

-Agustín, ¿en dónde visitas ahora? -le preguntó.

Agustín, que había preparado ya la frase con que debía entablar su petición de dinero, se turbó al oír la pregunta de su padre. Temeroso de ver divulgado su secreto, parecíale que semejante pregunta era un indicio evidente de que don Dámaso tenía ya alguna sospecha de su casamiento.

-¿Yo? contestó balbuciente-, visito en algunas, como usted sabe y…

-Sería tiempo que pensases ya en trabajar en algo -le dijo don Dámaso, interrumpiéndole.

-Oh, yo estoy muy dispuesto a trabajar. ¡Ojalá ahora mismo se presentase la ocasión!

-Bueno, me gusta oírte hablar así -le dijo el padre, revistiéndose de un aire doctoral-: los jóvenes no deben estar ociosos, porque no hacen más que perder tiempo y dinero.

Esta reflexión caía muy mal para las circunstancias de Agustín. No obstante, la idea de ver aparecer a Amador y de que todo se descubriese le dio ánimos para persistir en la resolución con que había entrado.

-Así es, papá dijo-; usted tiene razón y por eso yo deseo trabajar.

-Está bien, hijo. Yo te buscaré una ocupación.

-Gracias: cuando esté trabajando no pensaré en hacer gastos como ahora, que, sin saber cómo, me encuentro con una deuda de mil pesos.

Agustín pronunció su frase con la mayor serenidad que le fue posible y observó con ansiedad el efecto que producía en su padre.

Don Dámaso, que había vuelto a su paseo, se detuvo y fijó los ojos en su hijo. Las palabras que don Fidel acababa de decirle tomaron entonces en su imaginación un alcance profético.

-¡Mil pesos! -exclamó-; ¡pero hace muy pocos días que te di otro tanto!

-Es cierto, papá; pero, yo no sé cómo…, se me había olvidado…, y además, con los amigos y el sastre…

-Fidel tiene razón -dijo agitado don Dámaso-, estos muchachos no piensan más que en gastar.

Luego, volviéndose hacia Agustín:

-¡Pero, hombre, mil pesos! Es decir, ¡dos mil pesos en menos de dos meses! Caramba, amigo: usted está gastando como que no le cuesta nada.

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