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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 6)



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-En adelante será otra cosa y usted verá cuando yo esté trabajando -repuso en tono meloso el elegante.

-¡Eh!, ¡qué has de trabajar! Ahora los mocitos no piensan más que en botar la plata que sus padres han ganado a fuerza de trabajo. Sí, señor, Fidel tiene razón, todos son unos tunantes.

-Yo le prometo a usted que trabajaré, y cuando pague los mil pesos que debo, no gasto un centavo más.

-A mí no me bastan esas promesas, amiguito. ¿Sabe usted lo que hay? Es preciso entrar en una vida arreglada.

-Oh, yo estoy tan dispuesto que…

-Sí, sí, ésas son buenas palabras, así dicen todos. No, amigo, la que yo llamo vida arreglada es la del matrimonio. ¿Me entiende usted?

Agustín bajó los ojos espantado del giro que tomaba la entrevista. Era imposible ya retroceder, y lo que más importaba en ese momento era ganar tiempo. Esta fue la única reflexión que surgía del espíritu del angustiado mozo.

-Es preciso, pues, que pienses en casarte -continuó don Dámaso con tono más tranquilo, pues al ver que Agustín había bajado la vista, creyó que era en señal de sumisión y obediencia.

Don Dámaso, que sólo era enérgico por momentos, sentía un verdadero placer en cuanto veía respetada su autoridad. La actitud con que su hijo quiso ocultar el terror que en su corazón despertaron sus palabras le dispuso muy favorablemente hacia él. Como Agustín seguía con la vista clavada en la alfombra, don Dámaso continuó con mayor afecto.

-A ver, Agustín, conversemos como amigos. A mí me gusta que me respeten, es cierto; pero deseo también que mis hijos tengan confianza conmigo.

-¿Qué te parece tu primita?

-¿Mi primita?

-Sí, Matilde, es buena moza.

-Oh, sí, muy buena moza.

-Y tiene buen genio, ¿no es cierto?

-Excelente, papá, muy buen genio.

-¿ No te gustaría para mujer?

-¡Mucho, papá! -contestó Agustín. que quería salir del paso manifestándose sumiso y complaciente.

-Pues, hijo -exclamó con alegría don Dámaso-, acaba de estar tu tío y me dice que para él sería una felicidad la de verte casado con su hija.

-Si a usted le parece bien, yo…

-Me parece bien, hijo, muy bien; es preciso entrar en juicio desde temprano para tener una vejez feliz.

-Sin duda, papá; pero iba a decirle que Matilde no me quiere.

-Bah, ríete de eso, hijo -replicó don Dámaso, golpeando de nuevo el hombro a Agustín-; lo mismo creía yo antes de casarme. Hay niñas tímidas que aun cuando quieran a un joven no se atreven a dárselo a conocer: así es tu primita; pero háblale un poco y verás. Yo estoy seguro que ella te está queriendo. Mira, no estoy seguro, pero creo que tu tío me lo dijo aquí.

Don Dámaso agregaba esta duda, que no lo era en su espíritu, para persuadir a su hijo que tan dócil se le manifestaba.

-No, papá, no puede ser. Matilde ama a otro.

Cuentos, hijo: todas las niñas tienen amorcillos hasta que se presenta uno y les habla de casamiento.

-En fin, papá -replicó Agustín, no queriendo en aquellas circunstancias contrariar a su padre-, creo que la cosa no es tan urgente que…

-Urgente y muy urgente -dijo el padre con tono distinto del afectuoso con que había hablado hasta entonces.

-Yo necesito saber si ella me ama y si…

-Todo eso está muy bueno. Yo también necesito que no andes por ahí botando mi dinero. Es preciso que mires esto como muy serio.

-Sin duda, papá, y así que usted me haya dado para pagar lo que debo…

-¿Cuánto es?

-Mil pesos.

-¿Nada más?

-Nada más.

-No vengamos después con que nos hemos olvidado de algo

-Es todo lo que necesito.

-Está bien, hijo; mañana me traes las cuentas de lo que tengas que pagar, y tu contestación sobre la prima, y todo se pagará; vaya pues: esta convenido.

Agustín miró estupefacto a su padre, que no le dio tiempo de replicar, porque salió inmediatamente del cuarto.

"Las cuentas y la contestación sobre Matilde -replicó abismado el elegante-; ahora sí que estoy mucho peor de lo que vine. ¿Cómo salir de este apuro?"

Dirigióse pensativo y desesperado a su cuarto, en donde Amador le esperaba.

-No ve, pues -dijo contestando a la interrogadora mirada con que Amador le recibía, con su apuro lo ha echado todo a perder.

-¿Cómo?, ¿cómo es eso?, ¿qué es lo que hay? -preguntó Amador, mirando con inquietud el descompuesto semblante de su víctima.

-Que usted lo ha echado todo a perder -repitió Agustín, dejándose caer con profundo abatimiento sobre una silla.

-Pero, diga, pues, ¿cómo ha sido?, ¿qué hubo?

-Papá se incomodó.

-¿Se incomodó?, ¡vean qué lástima! ¿y después?

-Dice que para pagar quiere ver las cuentas.

-¿Qué cuentas?

-Las cuentas de lo que le dije que debía.

-¿Y qué hay con eso, pues? Le lleva las cuentas.

-Pero, ¿cómo se las llevo si no existen?

-Vaya, amigo, por poco se echa a muerto usted; yo le haré las cuentas que quiera.

Agustín miró con espanto al que con tanta frialdad le hablaba de presentar documentos que no existían. El semblante de Amador respiraba una serenidad perfecta, y había en sus ojos una tranquilidad que le asustó. Por un presentimiento repentino se vio Agustín lanzado con aquel hombre en la vía vergonzosa de la falsificación y del engaño a que con tanta naturalidad le convidaba Amador. Este solo presentimiento le hizo ruborizarse y temblar.

Con él se despertaron también en su pecho los instintos de delicadeza que el miedo había hasta entonces sofocado, y ellos le infundieron la energía que le faltaba para preferir una franca confesión de lo ocurrido antes que mancharse con el contacto impuro del que le ofrecía los medios de engañar a su padre.

-Mañana -dijo-, sin necesidad de documentos, haré que papá me dé esa cantidad.

-Bueno, pues, yo no espero más que hasta …mañana -respondió Amador, tomando su sombrero; si el papá se enoja y no quiere dar la plata, yo le largo el agua y se lo cuento todo. Hasta mañana, pues.

Saludó con aire de amenaza y salió del cuarto.

Agustín se tomó la cabeza con las manos y permaneció inmóvil por algunos instantes.

Luego levantó los ojos, en los que brillaba un rayo de resolución, y dejando el asiento en que se encontraba, salió del cuarto y subió la escala que conducía a las habitaciones de Rivas.

Martín, sentado delante de una mesa, estudiaba, o más bien leía en un libro sin comprender. La sorpresa se pintó en su rostro al ver entrar con precipitación a Agustín, cuyas descompuestas y pálidas facciones indicaban la agitación a que su espíritu se hallaba entregado.

Rivas se levantó saludando con cariño a Agustín, que empezó a pasearse pensativo por la pieza. Terminado el primer paseo, se detuvo y miró en silencio a Martín.

– Amigo -le dijo-, soy muy desgraciado.

-¡Usted! -exclamo Rivas con asombro.

-Sí, yo; si hubiese seguido sus consejos no estaría como estoy; perdido para siempre.

Martín le presentó una silla.

-Veo que usted esta muy agitado, Agustín -dijo-. Siéntese aquí. Si usted me viene a buscar para confirmar sus pesares, cuente con que, además de agradecerle esa confianza, haré lo posible por darle algún consuelo.

-Muchas gracias -contestó Agustín, sentándose-. Es cierto que vengo a confiárselo todo. ¡Ah!, desde hace algunos días, amigo, he sufrido mucho, y como no he tenido a nadie con quien hablar, me siento con el corazón oprimido. Ahora me acordé que usted me dio un buen consejo, que por desgracia no seguí, y he venido a desahogar mi pecho con usted, porque creo que es buen amigo.

Había en estas palabras un profundo sentimiento que conmovió el corazón de Martín. El elegante, que había devorado solo sus penas, se expresaba con tal abandono que Rivas sintió por él un interés sincero y afectuoso.

-Si usted me permite -le dijo-, seré su amigo. Pero, ¿qué le sucede? Tal vez alguna cosa a la que da usted más importancia de la que tiene en realidad.

-No, no; le doy la importancia que merece. ¿Sabe lo que hay? ¡Estoy casado!.

-¡Casado! -repitió Martín en el mismo tono en que Agustín lo había dicho.

-Sí, casado. ¿Y se figura usted con quién?

-No puedo figurármelo.

-Con Adelaida Molina.

-¡Con Adelaida! Pero, desde cuándo? Cierto que esto me parece muy extraño.

-Oígame usted y sabrá lo que ha sucedido: todo por no haber seguido sus consejos.

Agustín refirió a Rivas el suceso del matrimonio con sus más pequeñas circunstancias, y luego las continuas exigencias de dinero, hasta las escenas por que había pasado aquel día con Amador y con don Dámaso.

-A pesar de la osadía con que usted dice que Amador le amenaza en revelar a su padre este secreto -observó Martín reflexionando-, yo encuentro todo esto muy sospechoso. ¿Sabe usted si el que les puso las bendiciones era cura?

-No sé; un padre que no he visto en mi vida.

-¿Presento alguna licencia el cura para poder casarlos?

-No sé, es un padre que no he visto en mi vida.

-¿Presentó alguna licencia el cura para poder casarlos?

-No sé; yo estaba entonces tan turbado que no sabía lo que me pasaba.

-Debemos ante todo hacer una cosa.

-¿Cuál?

-Informarnos en todas las parroquias y hacer registrar los libros de matrimonios desde el día en que usted se casó.

-¿Y para qué?

-Para ver si la partida existe, porque no me faltan sospechas de que usted sea juguete de alguna intriga, por lo que usted refiere.

-¡Es cierto, usted tal vez tenga razón! -exclamó Agustín, como iluminado por un rayo súbito de esperanza.

-Si la partida no está asentada en ninguna parroquia, es claro que el matrimonio es nulo, porque ha sido hecho sin el permiso competente.

-Si usted descubriese esto -le dijo Agustín con entusiasmo-, sería mi salvador, le debería la vida.

-¿Amador ha dicho que volverá mañana?

-Sí, a la misma hora que hoy.

Martín designó entonces las parroquias que él recorrería, señalando otras a Agustín con el mismo objeto.

-Para esto no debe usted pararse en gastos -le dijo-; es preciso desplegar la mayor actividad; es necesario que nosotros tengamos la certidumbre sobre esto antes que Amador se presente aquí, y que hayamos prevenido a su padre de usted.

-¿A mi padre?, ¿y para qué?

-Para evitar que Amador u otro cualquiera venga a sorprenderle.

-¿Y si el casamiento no es nulo?

-Es preciso tener valor y franqueza. ¿No tendrá don Dámaso razón para ofenderse con usted si otra persona en vez de usted le trae la noticia?

-Es cierto.

-Además, si por desgracia el matrimonio fuese válido, previniendo a su padre con tiempo, podrá tal vez arreglar las cosas de algún modo que a nosotros no se nos ocurre.

-Cierto -repitió Agustín, admirando la previsión con que Rivas raciocinaba.

-Vamos, pues -dijo éste-, es preciso ponernos en marcha.

-Bajo a mi cuarto y allí tomaré el dinero que tengo; son doscientos pesos, y partiremos, ¿no le parece?

-Lo más pronto será lo mejor -dijo Rivas, tomando su sombrero y bajando con Agustín.

Pocos momentos después salieron, cada cual en dirección a los puntos donde se dirigían sus pesquisas.

32

Don Fidel Elías regresó a su casa felicitándose, como dijimos, de su actividad y maestría para conducir los negocios.

Entre nosotros es bastante conocido el tipo de hombre que dirige a este fin todos los pasos de su vida. Para tales vivientes, todo lo que no es negocio es superfluo. Artes, historia, literatura, todo para ellos constituye un verdadero pasatiempo de ociosos. La ciencia puede ser buena a sus ojos si reporta dinero; es decir, mirada como negocio. La política les merece atención por igual causa y adoptan la sociabilidad por cuanto las relaciones sirven para los negocios. Hay en esas cabezas un soberbio desdén por el que mira más allá de los intereses materiales, y encuentran en la lista de precios corrientes la más interesante columna de un periódico.

Entre estos sectarios de la religión del negocio se hallaba, como ha visto el lector, don Fidel Elías por los años de 1850; es decir, diez años ha. Y en diez años la propaganda y el ejemplo han hecho numerosos sectarios.

Don Fidel, ya lo dijimos, miraba como un buen negocio el casar a Matilde con Agustín Encina. Mas no por eso dejaba de interesarse vivamente en el otro negocio que tenía entre manos: el arriendo de "El Roble".

Dijéronle en su casa que don Simón Arenal había estado a buscarle, y sin dejar el sombrero ni entrar en explicaciones con doña Francisca sobre su entrevista con don Dámaso, se dirigió, lleno de curiosidad, a casa de don Simón.

Doña Francisca le vio salir con el placer que muchas mujeres experimentan cada vez que se ven libres de sus maridos por algunas horas. Hay gran número de matrimonios en que el marido es una cruz que se lleva con paciencia, pero que se deja con alegría, y don Fidel era un marido-cruz en toda la extensión de la palabra.

Doña Francisca leía, a la sazón, "Valentina", de Jorge Sand, y don Fidel, hombre de negocios, con toda la frialdad de tal, hacía una triste figura comparado con el ardiente y apasionado Benedicto. Por esta causa doña Francisca vio con gusto salir a su cruz, y volvió con vehemencia a la lectura.

Don Fidel no se cuidaba de Jorge Sand más que de los pobres del hospicio, y así fue que salió sin ver los reflejos de romántico arrobamiento que brillaron en los ojos de su consorte; harto más le importaba el negocio de "El Roble" que estudiar las impresiones de su mujer.

Llegó a casa de don Simón con la respiración agitada y el ánimo inquieto por la duda.

Don Simón le ofreció asiento y un cigarro de hoja, asegurándole que era de los mejores que salían de la cigarrería de Reyes, situada en la plazuela de San Agustín.

Con un cigarro se entablan entre nosotros la mayor parte de las conversaciones entre hombres y puede decirse que el cigarro es uno de los agentes de sociabilidad más acreditados y activos.

Don Fidel Elías encendió el suyo y esperó, no sin emoción, que su amigo le dijese el objeto de la visita que había estado a hacerle.

-¿Le dijeron que estuve en su casa? -fue la pregunta de don Simón.

-Sí, compadre -contestó don Fidel-, y apenas lo supe me vine derecho para acá.

-Fui a decirle que he cumplido su encargo.

-Ah, ¿estuvo usted con don Pedro San Luis?

-Anoche.

-¿Y qué dice la hacienda?

El hombre pone sus condiciones para hacer un nuevo arriendo.

-¿Qué condiciones?

-Una que es muy difícil se figure usted.

-¿Que es muy dura?

-Según como usted la considere.

-Vamos a ver, dígalo, compadre; hablando es como se hacen los negocios.

-Don Pedro me ha dicho que desea que su hijo principie a trabajar.

-Y, ¿qué hay con eso?

-Que para que su hijo trabaje lo piensa asociar con su sobrino.

-¿Con Rafael San Luis?

-Sí.

-Hasta ahora no veo lo que tengo que hacer con eso.

-Que piensa dar en arriendo "El Roble" a su hijo y a su sobrino, en caso que usted no consienta en lo que Rafael le ha pedido.

-¿Qué le ha pedido?

-Que solicite para él la mano de Matilde.

Don Fidel no se hallaba preparado para recibir un ataque semejante. No halló qué decir. Sus facciones se contrajeron como las de un hombre que se entrega a una profunda reflexión.

-De veras que esto no me lo podría figurar -dijo.

-Esa es su condición -repuso el compadre.

-¿Y si yo accediese a ella? -preguntó con ligera pausa.

-En ese caso arrendaría a usted "El Roble" y pondría a trabajar a su hijo y a su sobrino en otra hacienda.

-Y a usted, ¿qué le parece, compadre?

-¿A mí?, no sé; esto ya se hace un asunto de familia.

-Así es -dijo, volviendo a sus cavilaciones, don Fidel.

Ante todo, se dijo que el asunto merecía pensarse detenidamente porque la propuesta de don Pedro no parecía desechable a primera vista. Hemos dicho que don Fidel tenía comprometida la mayor parte de su fortuna en la hacienda de "El Roble", y esta consideración obraba poderosamente en su ánimo para mirar como preferible el casamiento de Matilde con Rafael que con Agustín. Según todas las posibilidades, éste tendría fortuna, pero sólo a la muerte de su padre, y don Fidel calculó que don Dámaso, en perfecta salud como se hallaba viviría largos años aún. Además, el apoyo que su cuñado podía prestarle era problemático y nunca tan ventajoso para sus negocios como un nuevo arriendo de "El Roble" por nueve años.

-Usted sabe que Rafael estuvo ahora tiempo para casarse con Matilde -dijo al cabo de estas consideraciones.

-Así supe -respondió don Simón.

-La cosa se deshizo por mi cuñado -prosiguió don Fidel-. Rafael no tenía nada entonces; pero es un buen joven.

Don Simón aprobó con la cabeza.

-Si su tío le presta su apoyo, no es un mal partido -continuó don Fidel.

-Así parece.

-Lo mejor, compadre, será no tomar sobre esto una resolución precipitada; tiempo tenemos, pues, para pensarlo.

Varió entonces de conversación y permaneció media hora más con el compadre, dirigiéndose después a su casa.

Llegó en momentos en que doña Francisca leía el pasaje en que Benedicto se encuentra en la alcoba de Valentina. La llegada de don Fidel interrumpió su lectura cuando su corazón nadaba en pleno romanticismo.

Don Fidel le refirió sus dos visitas de aquel día: su medio compromiso con don Dámaso y la inesperada condición que se le imponía para el arriendo de "El Roble".

De aquella relación descartó doña Francisca la prosa referente a los negocios con que don Fidel la había sazonado y formuló en su imaginación la parte poética que se desprendía de la constancia de Rafael San Luis. En el estado en que se encontraba por la lectura de "Valentina", bastaba esta circunstancia para decidirla por la propuesta de don Pedro.

-¡Ah! exclamó-. Mira lo que es un verdadero amor.

-Y, trabajando en el campo -dijo don Fidel-, el mocito ése puede ser un partido.

-¡Eso sí que prueba un corazón bien organizado! -continuó ella con entusiasmo.

-Porque la otra hacienda de don Pedro es un buen fundo -observó don Fidel, dispuesto a sufrir por primera vez las románticas divagaciones de su mujer, porque veía que ella era de su opinión en aquel negocio.

-¡Oh!, estoy segura de que hará feliz a Matilde.

-Con tres mil vacas, puede sacar todos los años una buena engorda.

-Creo que no hay que vacilar, hijo; es una felicidad para nosotros.

-Así me parece; es una hacienda en la que, por término medio, se cosechan de cinco a seis mil fanegas de trigo.

-Rafael, además, es un joven ilustrado.

-Sin contar con la lana y carbón, que dejan una buena entrada.

-Tú lo reduces todo a -dinero exclamó impaciente doña Francisca, horrorizada de la prolijidad con que su marido raciocinaba sobre intereses cuando se trataba de la felicidad de Matilde.

-Hija, lo demás es pura pamplina -contestó don Fidel, impacientándose también del entusiasmo romántico de su consorte-; cuando uno no tiene mucha plata y tiene familia, debe, ante todo, fijarse en lo positivo. Yo digo esto porque conozco al mundo mejor que nadie, y a mí no se me va ninguna. ¿De qué nos serviría que Rafael fuese enamorado como un Abelardo, si no tuviese con qué mantener a su familia?

-La plata no basta para la felicidad -dijo doña Francisca, alzando los ojos al cielo con vaporosa expresión.

-Que me den plata y me río de lo demás -replicó don Fidel-. Anda que vayan a mandar a la plaza con amor y buen corazón y con llevarse leyendo libros.

-Bueno, pues, hablemos de otra cosa; sobre esto tengo mis convicciones asentadas.

-Lo que yo tengo asentado es tu porfía -exclamó don Fidel, viendo que su mujer, en vez de convertirse a su doctrina, evitaba la discusión.

Doña Francisca miró su libro para resignarse con algún pensamiento poético.

-Es decir, que aceptamos lo que don Pedro propone -dijo don Fidel, apenas después de una pausa, que empleó en calmar su mal humor.

-Haz lo que te parezca -contestó doña Francisca.

-Así lo entiendo, a mí no me puede dar nadie lecciones, porque sé muy bien lo que hago; el arriendo de "El Roble" por otros nueve años nos conviene más que lo que tu hermano podría favorecernos.

-Pero tendrás que hablar con Dámaso, diciéndole lo que hay.

-Le diré que la constancia de Matilde me ha vencido y…, en fin, no se me dejará de ocurrir algo.

Salió de la pieza y doña Francisca fue a buscar a su hija para anunciarle la feliz noticia.

Mientras que don Fidel se ocupaba de este modo de sus negocios don Dámaso había informado a su mujer y a su hija del objeto con que su cuñado le había visto. Para don Dámaso la opinión de Leonor era de tanto peso como la de doña Engracia, que, como madre, principió por oponerse al casamiento de su hijo.

-¿Y tú, hijita, qué dices de esto? -preguntó el caballero a Leonor.

-Yo, papá contestó ella-, creo que ustedes no deben precipitarse.

-¿No ves?, lo mismo digo yo -exclamó doña Engracia acariciando a Diamela, acción que ella empleaba para expresar cualquier emoción que la agitara.

-¡Pero si dejamos soltero a este muchacho se va a hacer un derrochador de dinero insufrible! ¡Es lo único que ha aprendido en Europa! -dijo don Dámaso, que, como capitalista y antiguo comerciante, miraba las cosas desde el punto de vista material.

-Trataremos de corregirle -contestó doña Engracia, acariciando la cabeza de Diamela.

-Eso es insignificante; somos bastante ricos -repuso Leonor, dirigiendo a su padre su altanera mirada.

-En fin, él ha quedado de contestar mañana -replicó don Dámaso-; veremos pues.

Don Dámaso salió a dar su paseo diario por el comercio, y la madre y la hija quedaron solas.

-Es preciso que hables con Agustín, hijita -dijo doña Engracia, que contaba más con el influjo de Leonor sobre toda la familia que con el suyo.

-Pierda cuidado, mamá -respondió la niña-, ese casamiento no se hará.

Doña Engracia abrazó a Diamela para manifestar su alegría y la perrita correspondió a sus caricias moviendo la cola en todas direcciones.

A la hora de comer, la familia se encontraba reunida en la antesala. Martín, que llegaba en ese momento, fue llamado cuando iba a subir a su cuarto.

Agustín llegó pocos instantes después, en circunstancias que la familia se sentaba a la mesa. Sus ojos buscaron alguna esperanza en los de Rivas, pero éste se encontraba en presencia de Leonor, y, por consiguiente, muy poco dispuesto a ocuparse de otra cosa.

Doña Engracia trató de romper la monotonía que emanaba de la preocupación general apelando a las gracias de Diamela. Pero Diamela se hizo en vano la muerta, mientras que su ama suponía que pasaban sobre ella carruajes y caballos punzándola con golpes incitativos del caso. Esta gracia, que se enseñaba a todos los perros chilenos en las casas, llamó muy poco la atención de Agustín, cuyo corazón fluctuaba entre los temores y la esperanza; y mucho menos la de Martín, que se hallaba, por el pensamiento, prosternado ante su ídolo, con esa reverencia del alma que sólo infunde el primer amor.

Al salir del comedor, Agustín se acercó a Rivas, que siempre se quedaba atrás para dejar pasar a la familia.

-Vamos a mi cuarto -le dijo, con un tono de actor que da una cita para revelar al protagonista el secreto de su nacimiento.

Agustín había perdido su pretenciosa naturalidad y sus desaliñadas frases con los últimos sufrimientos. Su espíritu estaba cubierto con los tintes sombríos del drama romántico y por esto empleaba aquel tono para llamar a Martín.

Este le siguió al cuarto indicado y se sentó en la silla que Agustín le ofreció.

-¿Cómo le ha ido? -fue su primera pregunta, después de cerrar la puerta con llave.

-Muy bien contestó Rivas-; en las parroquias que he recorrido y en la curia no existe ninguna partida de matrimonio. ¿Y usted ha encontrado algo?

-Nada tampoco -contestó Agustín, con alegría.

-Mañana temprano tendré los certificados -dijo Martín.

-Y yo también.

-¿No ve usted? El matrimonio es nulo; lo que ahora importa es que el secreto no salga de la familia.

Agustín no pudo contenerse y dio a Rivas un fuerte abrazo, diciéndole:

-Usted es mi salvador, Martín.

Apenas había pronunciado estas palabras, se oyeron algunos golpes a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Agustín.

La voz de Leonor contestó a esta pregunta del otro lado de la puerta.

-¿Le abrimos? -preguntó a Martín el elegante.

Rivas hizo con la cabeza un signo afirmativo. Su corazón había latido con violencia al oír la voz de la niña.

Agustín abrió la puerta, y Leonor entró.

-Parece que están ustedes tratando de secretos muy importantes cuando están tan encerrados -dijo al ver a Martín, que se puso de pie y caminó hacia la puerta como para retirarse.

-¿Por qué se va usted? -le preguntó.

-Tal vez tiene usted algo que hablar con Agustín -contestó el joven.

-Es cierto, tengo algo que hablar con el, pero usted no está de más.

Leonor se sentó en un sofá. Agustín, a su lado, y Martín, en una silla algo distante.

-Mi papá -dijo Leonor- nos lo ha contado todo antes de comer.

-¡Cómo todo! -exclamó Agustín.

-La visita del tío y sus intenciones.

-¿Sobre qué? -preguntó Agustín.

-¿No te ha hablado mi papá de casamiento?

-Sí.

-¿Con Matilde?

-Sí.

-A eso vino mi tío Fidel.

-Ah, ah, eso lo sabía -dijo Agustín.

-¿Qué piensas contestar?

-Que no puedo.

-Mi papá espera lo contrario.

-Por lo que yo le contesté hoy, ya lo creo; pero es que no podía hablar claro -dijo Agustín mirando a Rivas.

-¿Y ahora?

-Es decir, mañana será otra cosa.

-¿Por qué?

-Hermanita, en todo esto hay un secreto que no puedo confiarte.

-¿Un secreto?

-Lo único que puedo decirte es que me he encontrado en un gran peligro y estaba perdido si no me hubiese auxiliado Martín.

Leonor miró a aquel joven, a quien su padre elogiaba siempre y que aparecía ahora como el salvador de su hermano.

"Yo sabré ese secreto", se dijo, al ver la ardiente y sumisa mirada con que Martín recibió la suya.

Siguió por algunos instantes la conversación, alentando a su hermano en la negativa con que debía contestar a su padre. Luego cambió insensiblemente de asunto y habló de música, de sus estudios en el piano y de las piezas más en boga, consultando a veces la opinión de Agustín y la de Rivas, y concluyó por estas palabras:

-Esta noche les tocaré un vals nuevo que tal vez ustedes no conocen.

Con esto quedó Martín citado para la noche, porque Leonor le había mirado sólo a él al decir estas palabras.

Con esta persuasión asistió en la noche a la tertulia de don Dámaso, en la que faltaban don Fidel y su familia, que habían juzgado prudente no presentarse aquella noche.

Pocos minutos después de la llegada de Martín, se dirigió Leonor al piano y llamó al joven con la vista. Martín se acercó temblando. La disimulada cita que había recibido y la mirada con que la niña le llamaba a su lado bastaban para llenarle de turbación.

-Este es el vals -le dijo Leonor, extendiendo sobre el atril una pieza de música.

Principió a tocarla, y Martín se quedó de pie, para volver la hoja.

-A lo que veo -le dijo Leonor, tocando los primeros compases-, usted ha venido a ser la providencia de la familia.

-¿Yo, señorita? -preguntó él con turbación-; ¿por qué?

-Mi padre dice que para sus negocios usted es su brazo derecho.

-Es que exagera los pequeños servicios que he podido hacerle.

-Además, sin usted, tal vez Matilde sería siempre desgraciada.

-En eso he tenido un papel muy insignificante para que usted me atribuya méritos de que carezco.

-Es verdad que usted fue al principio muy reservado.

-No era un secreto mío, sino de mi amigo.

-A quien supuso usted muy pronto que yo amaba.

-Suposición involuntaria, señorita; de la que pronto me desengañé.

-Hay más todavía: Agustín dice ahora que usted es su salvador.

-Otra exageración, señorita; he hecho muy poco por él en razón de lo que debo a su familia.

-No creo que sea tan poco, por lo que dice Agustín.

-Nunca haré lo suficiente considerando mi agradecimiento hacia su padre.

-Agustín me ha dejado inquieta, diciéndome que todo el peligro en que se ha encontrado no ha desaparecido todavía.

-Yo tengo mejor esperanza que él, señorita.

-¿Es un asunto tan grave que no pueda confiarse? -preguntó Leonor, empezando a impacientarse con las evasivas respuestas de Martín.

-Señorita, es un secreto que no me pertenece.

-Creía -replicó ella revistiéndose de su altanería- que he dado a usted bastantes pruebas de confianza para que pudiese corresponderla

-Lo haría con toda mi alma si pudiese.

-¡Es decir, que sobre usted nadie tiene influencia ninguna! -exclamó Leonor, con tono sarcástico.

-Usted la ejerce imperiosísima sobre mí, señorita -contestó Rivas acompañando estas osadas palabras con una ardiente mirada.

Leonor no se dignó mirarle; sin embargo, sintió perfectamente el fuego de aquella mirada. Siguió durante algunos momentos tocando el vals sin hablar una sola palabra y dejó el piano cuando terminó.

En lo restante de la noche no tuvo para Rivas una sola mirada y conversó largo rato con Emilio Mendoza, que, al retirarse, se creía el preferido.

Leonor al acostarse, se confesaba vencida por la obstinación con que Rivas había callado su secreto; pero en esa reflexión, hecha a solas y sin doblez alguno, hallaba un motivo de admiración por aquel carácter leal y caballeroso que prefería arrastrar su desdén a traicionar la amistad. Ella tenía bastante elevación de espíritu para comprender la delicadeza de la reserva de Martín, y en su pecho prevalecía el aprecio a tal reserva sobre el deseo de esclavizar al joven, deseo que antes imperaba en su voluntad y le pedía su orgullo.

33

A las nueve de la mañana siguiente, Agustín y Martín se hallaban reunidos, después de haber salido una hora antes en busca de los certificados que el día anterior habían pedido en las parroquias más inmediatas a la casa de doña Bernarda.

Con aquellos certificados, Agustín había vuelto a la alegría natural de su carácter, y prodigaba a Rivas mil protestas de amistad y reconocimiento eternos.

Soy a usted por la vida entera -le decía, leyendo aquellos certificados-; con estos papeles voy fudroayar a Amador. ¡Veremos ahora quién de los dos hace el fiero!

Yo insisto -dijo Martín- en que es preciso imponer a su padre de lo que sucede.

-¿Usted cree? No veo la necesidad absoluta.

-Por lo que usted me cuenta -repuso Martín-, Amador es capaz de ir a verse con don Dámaso, al oír la negativa de usted sobre el dinero.

-Es cierto.

-Y en ese caso será muy difícil explicar el asunto cuando don Dámaso esté bajo la impresión que le producirá una noticia como la que Amador le daría.

-Tiene usted razón; pero es el caso de que yo no me atrevo a ir a hablar con mi padre.

-Iré yo, le instruiré de todo lo ocurrido.

Agustín manifestó a Rivas su agradecimiento por aquel nuevo servicio, empleando su lenguaje peculiar de frases francesas españolizadas.

Martín se dirigió al escritorio de don Dámaso, pues sabía que a esa hora esperaba el almuerzo escribiendo. Entabló la conversación sin rodeos y refirió la desgraciada aventura de Agustín, atenuando en cuanto le fue posible su conducta. Don Dámaso le oyó con la inquietud de un padre que ve comprometida la honra de su hijo y la propia. El honor de las Molina le importaba un bledo, y se pasmaba de la insolencia de esas gente que, por conservar su reputación, querían casar al hijo de un caballero. Al fin contó Rivas su entrevista con Agustín el día anterior, los pasos que habían dado y las sospechas que le asistían sobre la nulidad del matrimonio. Esto último permitió a don Dámaso respirar con libertad.

-Con estos certificados de los curas -dijo recorriendo los papeles que Rivas le presentaba- dijo que no queda duda sobre el asunto.

-El hermano de la niña -dijo Martín- debe presentarse hoy nuevamente en busca del dinero.

-¿Cómo le parece a usted que le recibamos?

-Yo creo que será mejor dar un golpe decisivo antes de que él se presente- contestó Rivas.

-¿Cómo ?

-Presentándose usted, hoy mismo, en la casa, y declarando a la madre que el matrimonio es nulo. Por el conocimiento que tengo de Amador, se me figura que hay algún misterio en esto: es hombre capaz de todo.

Don Dámaso, acostumbrado a seguir en sus negocios las inspiraciones de Martín, halló acertado aquel consejo.

-¿A qué hora le parece a usted que debo ir?

-Antes de que venga Amador, después del almuerzo; Amador debe venir a las doce.

Convinieron entonces en el giro que don Dámaso debía dar a la entrevista.

-¿No me acompaña usted? -dijo don Dámaso a Martín.

-Señor -contestó el joven-, yo debo a esa pobre familia algunas atenciones y me dispensará usted de acompañarle. Fuera de Amador, las demás personas que la componen son buenas gente: Adelaida es una niña desgraciada.

-Si esto se arregla como lo espero -dijo don Dámaso-, será un nuevo servicio que le deberemos a usted.

-Le suplicaré que usted no toque este asunto con Agustín, que ha sufrido bastante en estos días y se encuentra bien arrepentido.

-Bueno, lo haré así por usted.

Un criado anunció que el almuerzo estaba en la mesa. Don Dámaso se dirigió al comedor hablando sobre otros negocios con Martín.

Durante el almuerzo buscó en vano éste los ojos de Leonor. La niña se había impuesto tanta más reserva y frialdad para con Rivas, cuanto mayor era el interés que sentía por él. Las reflexiones de la noche precedente habían sido fecundas en deducciones ventajosas para Martín pero Leonor, al cabo de ellas, se había hecho por primera vez una pregunta franca: "¿Estaré enamorada?"

Esta pregunta había surgido como un relámpago cuando, tras largas reflexiones, el sueño había principiado a cerrar sus lindos párpados guarnecidos de hermosas pestañas. Leonor abrió tamaños ojos al oírla con el corazón. El sueño huía espantado y en balde le buscó ella enterrando su perfumada cabeza en la almohada de plumas en que la apoyaba. Mil ideas incoherentes se dibujaron entonces en su espíritu. Semejantes a la salida del sol, cuyos rayos bañan de vívida luz algunos puntos, dejando la sombra relegada en otros, esa idea de amor, luminosa, radiante, acompañada de su cortejo de reflexiones súbitas iluminó parte de su alma, si así puede decirse, con hermosos resplandores, y dejó la oscuridad y confusión en otras. Amar le parecía un sueño encantado y venturoso; pero su orgullo debía también elevar su voz en aquel supremo instante. Amar a un joven pobre y desconocido, a un joven que hasta entonces no había llamado la atención de ninguna mujer, le parecía una desgracia; mas tal vez porque sus mejillas se encendieron ante el pensamiento de lo que diría la sociedad al unir en sus comentarios caseros, el nombre de Martín Rivas al suyo. La imaginación de aquella niña fue durante aquel insomnio un espejo, donde vinieron a reflejarse todas las suposiciones de un corazón en lucha con un poderoso sentimiento. La altiva desdeñadora de tantos elegantes se vio enamorada de un joven modesto que vivía alojado en su casa y gozaba, por única fortuna, de una pensión de veinte pesos, mientras que sus amigas, a quienes había considerado siempre como consideraría una reina hermosa a las damas de su corte, se casarían con jóvenes de riqueza y de nombre, a los que darían orgullosas el brazo en el paseo.

"No pensemos más en esta locura", fue lo que Leonor se dijo, dándose vuelta en el lecho, para no oír sobre su almohada los violentos latidos de su corazón.

Y volvió a buscar el sueño, pero a buscarlo en vano.

A la mañana siguiente, tomó Leonor la fatiga del insomnio por la victoria de su voluntad. La claridad del día, que disipa las proporciones fantásticas que durante la noche cobran generalmente las ideas, introdujo en su espíritu un entorpecimiento que ella creyó ser su habitual y fría indiferencia. Pero al ver entrar a Martín con su padre, el espíritu se despejó de nuevo, y de nuevo volvió también la lucha entre la voluntad orgullosa y el corazón, con el entero vigor de la ilusión y de la juventud.

Pero Martín ignoraba todo esto y no vio en la indiferencia de Leonor más que la tiranía de su mala estrella y el constante presagio de indeterminable desventura.

Así, pues, el almuerzo fue silencioso. Doña Engracia sólo hablaba de cuando en cuando con la regalona Diamela, y Agustín dirigió la vista sobre su padre para leer en su semblante la impresión que le había producido la revelación de su secreto. Don Dámaso estaba tan preocupado con la entrevista aconsejada por Rivas, que fue, a los ojos de su hijo, impenetrable, y se retiró al fin del almuerzo, sin que Agustín hubiese podido adivinar si estaba o no perdonado.

Llamó don Dámaso a Martín y salieron juntos con dirección a casa de doña Bernarda.

-Aquella es la casa -dijo Rivas, señalándola.

Don Dámaso se separó de Martín y entró en la casa que éste le había señalado.

Doña Bernarda se encontraba cosiendo con sus hijas en la antesala.

-¿La señora doña Bernarda Cordero? -preguntó don Dámaso.

-Yo, señor -contestó doña Bernarda.

Don Dámaso entró en la pieza. Por su aspecto conoció doña Bernarda que era un caballero y se levantó ofreciéndole una silla.

-Señora -dijo don Dámaso-, ¿cuál de estas dos señoritas es la que se llama Adelaida?

-Esta, señor -respondió la madre, señalando a la mayor de sus hijas.

Adelaida tuvo un vago presentimiento de que aquel caballero venía allí por algún asunto concerniente a su matrimonio con Agustín. La pregunta que acababa de oír daba sobrado fundamento para tal sospecha.

-Desearía hablar con usted a solas algunas palabras -dijo don Dámaso a la madre, después de haber mirado atentamente a Adelaida y a Edelmira.

Doña Bernarda mandó salir a sus hijas.

-He venido aquí, señora -prosiguió don Dámaso-, porque deseo arreglar con usted un asunto desagradable.

-¿De qué cosa, señor? -preguntó doña Bernarda.

-Aquí se ha cometido un abuso que puede ser para usted y para su familia de graves consecuencias -respondió don Dámaso, con tono solemne.

-¿Y quién es usted? -preguntó ella, con admiración, por lo que oía.

-Soy el padre de Agustín Encina, señora.

-¡Ah! -exclamó, palideciendo, doña Bernarda.

-Yo quiero suponer que usted haya obrado de buena fe al creer que casaba a Agustín con su hija.

-¡Conque se lo han contado ya! Qué quiere, pues, señor. Su hijo andaba en malas y hubo que casarlos.

-Pero lo que usted tal vez no sabe es que ese casamiento es nulo.

-¡Cómo, nulo!

-Es decir, Agustín y su hija no están casados.

-¡Qué está hablando!; casados y muy casados.

-Pues yo tengo la prueba de lo contrario.

-No hay pruebas que se tengan, aguárdese un poquito.

Al decir estas palabras doña Bernarda se acercó a la puerta del patio.

-Amador, Amador -dijo, llamando.

Amador se encontraba en este momento vistiéndose para ir a casa de Agustín. Acudió al llamado de su madre, y palideció al ver a don Dámaso, a quien conocía de vista.

-Mira, hijo -exclamó la madre-, mira lo que me viene a decir este caballero.

-¿Qué cosa? -preguntó Amador con voz apagada.

-Dice que no es cierto que su hijo está casado con Adelaida.

Amador trató de sonreírse con desprecio, pero la sonrisa se heló en sus labios. Se hallaba tan distante de figurarse que iba a oír semejante aserción, que se sintió ante ella desconcertado y vacilante. Pero imaginó que no había salvación posible sino en la más obstinada negativa y volvió a esforzarse para sonreír.

-No sabrá, pues, este caballero lo que ha sucedido -respondió con aire burlón.

-Sé muy bien que se ha cometido una violencia -exclamó don Dámaso-, y tengo documentos para probar que el matrimonio a que se arrastró a mi hijo es completamente nulo.

-A ver, pues, ¿cuáles son las pruebas? -preguntó Amador.

-Aquí están -dijo don Dámaso, mostrando los papeles que Martín le había entregado-, y me serviré de ellas en caso necesario.

Amador veía que el asunto iba tomando un sesgo peligroso, pero no se atrevía a proponer una transacción en presencia de su madre.

-Bueno, si usted tiene pruebas, nosotros también -contestó-; veremos quién gana.

Don Dámaso reflexionó que era mejor conducir amigablemente el negocio, y prosiguió:

-Las pruebas que yo tengo son incontestables: el casamiento es nulo a todas luces; pero como éste es un asunto que puede perjudicar mi reputación y a la de mi familia, he venido a entenderme con esta señora para que nos arreglemos sin hacer ruido ni dar escándalo.

-Qué escándalo, pues, si están -casados dijo doña Bernarda, consultando el semblante de su hijo.

Amador evitó la mirada, porque se sentía colocado en muy mal terreno.

-Convengo -dijo don Dámaso- en que mi hijo hizo mal en venir a una cita, pero esa cita era un lazo que se le tendía.

-Sí, pues, ¿no quería que lo dejasen no más? -exclamó doña Bernarda-. ¿Y porque es rico se figura de que los pobres no tienen honor? Al todo también, ¡por qué no lo dejamos que fuese el amante de la niña! ¡Ave María, Señor!

Cálmese usted, señora -le dijo don Dámaso-, es preciso que usted mire este asunto tal como es.

-Como es lo miro, ¿y diei? Están casados y no hay más que decir.

-Yo puedo llevar este asunto a los tribunales y probaré allí la nulidad del casamiento, pero, en ese caso, no me contentaré con eso, porque pediré un castigo para los que han tendido un lazo aun joven inexperto.

-¡Sí, qué inexperto, y se vino a meter a la casa a las doce de la noche -exclamó doña Bernarda-. Qué haces tú, pues -añadió, mirando a su hijo-, ya se te pegó la lengua.

-Vea, señor, mi madre tiene razón -dijo Amador-. Usted no puede probar que el casamiento es nulo, porque nosotros tenemos pruebas de lo contrario.

-¿Cuáles son esas pruebas?

-Yo sabré, y cuando llegue el caso…

-¿Existe la partida de casamiento anotada en alguna parroquia?

Amador se quedó callado, y doña Bernarda le preguntó:

-¿No me dijiste que se la habían entregado al cura?

-Deje no más, madre -contestó él, no hallando cómo salir del paso-; cuando llegue el caso, sobrarán pruebas

-¿No ve, caballero? Hay pruebas y están casados, y no hay más que conformarse -exclamó doña Bernarda.

-Lo que mi madre dice es verdad -repuso Amador-, si usted no quiere que esto se sepa, lo podemos callar hasta que a usted le parezca.

No lo callaré por mi parte y me presentaré hoy mismo entablando acción criminal contra ustedes.

-Entable cuanto le dé la gana; hey veremos -contestó doña Bernarda, consultando otra vez la mirada de su hijo.

-Por supuesto -dijo Amador, para contentar a su madre.

Don Dámaso se levantó con impaciencia.

-Hacen ustedes mal en obstinarse -replicó-, porque lo perderán todo. Yo me encuentro dispuesto a dar lo que sea justo en calidad de indemnización por la calaverada de mi hijo, si ustedes consienten en callarse sobre este asunto; pero si me obligan a esclarecerlo ante los tribunales, seré inflexible y el castigo recaerá sobre los culpables.

-Como le parezca -dijo doña Bernarda-; nada me quitará que los he visto casarse. ¿No es cierto, Amador?

-Cierto, madre, así fue.

-Ustedes reflexionarán en esto -dijo don Dámaso, y si mañana no he tenido una contestación favorable, me presentaré al juez.

Salió sin saludar y atravesó el patio, entregado a una mortal inquietud. La confianza con que doña Bernarda aseveraba el hecho y el testimonio de Amador, cuyas vacilaciones no podía apreciar don Dámaso, le arrojaban en una desesperante perplejidad. A pesar de los certificados que tenía en su poder, parecíale que doña Bernarda y Amador se hallaban en posesión de alguna prueba irrecusable, que podía hacerle perder tan importante causa. Bajo el peso de tales temores, llegó a su casa con el rostro encendido y vacilante el ánimo en medio de tan terrible duda.

34

No era don Dámaso Encina capaz de tomar determinación alguna en asunto de trascendencia por consejos de su propio dictamen; de manera que, al llegar a su casa, llamó a su mujer y a Leonor para consultarles sobre la marcha que convendría adoptar en trance tan difícil y delicado.

Al oír la relación del caso, doña Engracia estuvo en peligro de accidentarse. Su orgullo aristocrático le arrancó una exclamación que pintaba la rabia y la sorpresa que en oleadas de fuego envió la sangre a sus mejillas.

-¡Casado con una china! -dijo con voz ahogada, apretando convulsivamente a Diamela entre sus brazos.

Y la perrita soltó un alarido de dolor con semejante inesperada presión, que hizo coro con la voz de su ama y dio a sus palabras una importancia notable.

Don Dámaso se tomó la cabeza con las dos manos, exclamando:

-Pero, hija, el matrimonio es nulo, ¿no ves que tenemos pruebas?

-¡Qué dirán, por Dios, qué dirán! -volvió a exclamar doña Engracia, apretando con más fuerza a Diamela, que esta vez dio un gruñido de impaciencia, aumentando la desesperación de don Dámaso.

Este se volvió hacia Leonor, que permanecía impasible en medio de la confusión de sus padres.

-Dile, hija -repuso-, que el matrimonio es nulo y que hay como probarlo.

-Eso no basta, eso no basta -respondió doña Engracia-, ¡toda la sociedad va a saber lo que ha sucedido y no se hablará de otra cosa!

-Papá -dijo Leonor-, ¿no dice usted que Martín fue el que imaginó el buscar las pruebas que usted tiene?

-Sí, hijita, Martín.

-Creo que lo más acertado, entonces, sería llamarle; él tal vez nos indicará lo que debe hacerse.

-Tienes razón -contestó don Dámaso, como si le hubiesen dado un medio infalible de salir de aquel aprieto.

Hizo llamar a Martín, que se presentó al cabo de cortos instantes.

Don Dámaso le refirió su visita a doña Bernarda y la obstinación que había encontrado en ésta y en su hijo.

-Y ahora ¿qué haremos? -fueron las palabras con que terminó su relación.

-Yo estoy persuadido de que todo es una farsa -contestó Rivas-, pues, según lo que usted refiere, si ellos tuviesen las pruebas de que hablan, las habrían manifestado, y sobre todo Amador, a quien conozco, no habría estado tan humilde.

-Lo que se necesita es asegurarse de todo eso, tener una prueba irrecusable de la nulidad del matrimonio y comprar el silencio de esas gente -dijo Leonor a Martín, con tono tan perentorio y resuelto, como si ella y el joven tuviesen solos el cargo de ventilar aquel asunto de familia.

-Usted hiere la dificultad, señorita -respondió Martín-, aquí se trata de comprar. Me asiste la sospecha de que Amador es el que tiene el hilo de esta trampa y creo que con dinero se podrá llegar al fin que usted indica.

-Mi papá -repuso Leonor- está pronto, según entiendo, a gastar lo necesario.

-¡Cómo no, cuanto sea preciso! -exclamó don Dámaso.

-Con mil pesos será bastante -dijo Martín.

-¿Se encargará usted de todo? -preguntóle don Dámaso.

-A lo menos me comprometo a hacer lo humanamente posible por arreglarlo -contestó Rivas, con tono resuelto.

-Excelente -exclamó don Dámaso, ¿quiere usted llevar una libranza a la vista contra mi cajero?

-No será malo, porque eso valdrá más que una promesa mía -dijo Martín.

Don Dámaso pasó al escritorio para firmar el documento.

Doña Engracia luchaba, entretanto, con la sofocación en que la habia puesto la noticia, y con Diamela, que, cansada de sus faldas hacía esfuerzos para saltar sobre el estrado.

Leonor se acercó a Martín, que permanecía de pie, algo distante del sofá en que doña Engracia y su hija se encontraban.

-¿De modo que sin que usted lo quisiese -le dijo he sabido el secreto que usted me ocultaba?

-Espero que usted me hará justicia -contestó Rivas-. ¿Podía divulgar un secreto que no me pertenecía?

-Y lo comprendo -replicó la niña con altanería-, puesto que usted estaba más interesado en ocultarlo que divulgarlo, como dice usted.

-¡Interesado! ¿En qué?

-Se trataba de personas que usted visita con Agustín.

-Es verdad que le he acompañado allí varias veces.

-Según dice papá, hay dos niñas, bonitas ambas -dijo con malicia Leonor- y entiendo que Agustín hace la corte a una sola.

Martín no encontró cómo justificarse de aquella imputación tan directa; en presencia de Leonor, lo hemos dicho ya, el joven perdía su natural serenidad. Turbado con la acusación que encerraban las palabras que acababa de oír, halló una respuesta más significativa que la que se habría atrevido a dar con entera sangre fría.

-Desde hoy me retiro de la casa -contestó; creo que no puedo ofrecer mejor justificación.

Se impone usted un sacrificio enorme -le dijo Leonor, con sonrisa burlona.

En este momento volvió don Dámaso con el vale que había ofrecido, y Leonor se retiró al lado de su madre.

Martín oyó las recomendaciones del padre de Agustín sin prestarle gran atención y salió más preocupado de las palabras de Leonor que del paso que se acababa de comprometer a dar. Aquellas palabras y la sonrisa con que fueron dichas le volvían a la idea de que era el juguete de los caprichos de Leonor. Persuadíase de que ésta abrigaba un corazón fantástico y cruel.

"Es demasiado orgullosa para permitir que la ame un hombre sin posición social, como yo", se decía, con profunda amargura.

En alas de esta triste reflexión, se lanzaba Martín al campo inmenso en que los amantes desdeñados aspiran el acre perfume de las pálidas flores de la melancolía. Todo sufrimiento tiene un costado poético para las almas jóvenes. Martín se engolfaba en la poesía de su desconsuelo, prometiéndose servir a la familia de Leonor en razón directa de los desdenes que de ella recibía. Halagaban a su corazón, huérfano de esperanzas, aquellas ideas de sacrificio con que los enamorados infelices sustentan la actividad del corazón, como para sacar partido de su desventura.

"Sufrir por ella -se decía-, ¿no es preferible a una indiferencia fatigosa?"

Así, poco a poco, iba recorriendo su alma las distintas fases de un amor verdadero, y se encontraba entonces en situación de aferra se a sus pesares como a un bien relativo en vez de desear la calma de la indiferencia, este Leteo cuyas mágicas aguas imploran solamente los corazones gastados.

Pensando en Leonor se dirigió a cumplir el compromiso contraído con la familia de Agustín.

"Si salgo bien -pensaba-, ella tendrá que agradecérmelo, puesto que la tranquilidad de los suyos no puede serle también indiferente."

En casa de doña Bernarda habíase establecido conciliábulo después de la salida de don Dámaso. Doña Bernarda, Adelaida y Amador hablaban en el cuarto de éste sobre la visita que acababan de recibir.

-Yo me alegro de que lo sepan todos esos ricos -decía la madre, sin advertir la preocupación pintada en el rostro de sus dos hijos.

Después de disertar sobre el asunto y edificar castillos en el aire, poniendo por cimiento la validez del matrimonio, se retiró doña Bernarda con estas palabras, dirigidas a su hija, que bajaba la frente para ocultar los temores que la asaltaban:

-No se te dé nada, Adelaida, el rico ése tiene que tragarse la píldora, aunque haga más gestos que un ahorcado; serás su hija por más que le duela, y te ha de llevar a la casa no más.

Cuando Adelaida y Amador quedaron solos, fijaron el uno en el otro una profunda mirada.

-Alguien ha metido la mano en esto -dijo Amador-, porque Agustín no es capaz de dudar de que está bien casado. ¡No será mucho que esa tonta de Edelmira!…

-Entretanto -observó Adelaida-, si descubren la verdad nos hunden. ¿Como probamos nada si ellos se presentan a la justicia?

-Así no más es -contestó Amador, rascándose la cabeza-, se nos ha dado vuelta la tortilla.

-Tú me has metido en esto -replicó Adelaida, presa ya del miedo que le inspiraba el resultado, y es necesario que trates de acomodarlo todo.

-¡Eh, si yo te metí, fue para tu bien! -exclamó Amador-, y la cosa no está tan mala, porque el viejo está muy interesado en que no se sepa lo sucedido. Yo estoy seguro de que si yo fuese a confesarle la verdad me daría las gracias.

-No hay más que hacer entonces -contestó Adelaida, presurosa de verse libre a tan poca costa de las consecuencias de aquel asunto.

-No seáis tonta -le dijo Amador, en tono de amigable confidencia-. El viejo ofreció plata si nos callábamos.

-Yo no quiero plata -replicó Adelaida, con orgullo-; yo quiero salir del pantano en que me has metido.

-Bueno, pues, yo te sacaré -respondió Amador.

Adelaida se retiró, después de exigir a su hermano formal promesa de hacer lo que ella pedía.

Amador calculaba que, aceptando la proposición que don Dámaso había formulado, todavía le quedaba algún provecho que sacar del desenlace desgraciado de su empresa.

"A mi madre -se dijo- la contento con un regalito, para que no se enoje cuando le cuente que la estaba engañando, y me queda todo lo demás que me den."

Animado con esta reflexión, resolvió escribir a Agustín para pedirle una entrevista. Se hallaba ya sentado y tomaba la pluma cuando Martín golpeó a la puerta de su cuarto.

Como Amador ignoraba el objeto de aquella visita, tomó un aire de seriedad para saludar a Martín.

-Vengo de parte de don Dámaso Encina -dijo éste, sin aceptar la silla que le ofreció Amador.

-Aquí estuvo esta mañana -contestó Amador, esperando que Rivas le dijese la comisión que llevaba.

-Me ha encargado que me vea con usted solo.

-Aquí me tiene, pues.

-Al hacerme este encargo, me dijo que no había podido entenderse con doña Bernarda.

-Así no más fue; usted conoce a mi madre, no aguanta pulgas en la espalda.

-Me dijo don Dámaso que, por lo poco que usted había hablado, le parecía más tratable que la señora.

-Eso es lo que tiene mi madre; luego se le va la mostaza a las narices.

-Mi objeto, pues, es el de arreglarme con usted sobre este desagradable asunto de Agustín.

-¡Qué más arreglado de lo que está!

-Don Dámaso me ha dicho que haga presente a usted las consecuencias de este asunto si llega a ponerse en manos de la justicia; ustedes no tienen ningún medio de probar la validez del casamiento, y don Dámaso, por su parte, puede probar que aquí se ha cometido una violencia, para la cual pedirá un castigo. Si por el contrario, usted confiesa la nulidad de este matrimonio y ofrece alguna prueba de seguridad que ponga a la familia de Agustín al abrigo de todo cuidado en este punto, don Dámaso ofrece alguna indemnización para transar amigablemente, porque reconoce la falta de su hijo, bien que no podía cometerla sin participación de Adelaida.

Amador se quedó pensativo durante algunos momentos.

-Si usted tuviese una hermana -añadió Amador-, y alguno anduviese…, pues…, enamorándola, como usted sabe, ¿no es cierto que usted trataría de escarmentarlo?

-Sin duda.

-Bueno, pues, eso fue lo que hice con Agustín.

-Bien hecho; pero usted llevó la cosa demasiado adelante.

-Así no se meterá otra vez en esas andanzas.

-Usted puede hacer terminar este asunto ahora mismo -dijo Martín, sacando el vale de don Dámaso-; vea usted el papel.

-¿Qué es esto? -preguntó Amador, mirando el papel.

-Usted pidió ayer mil pesos a Agustín; pues bien, su padre se los ofrece a cambio de una carta.

-¿De una carta? ¿Y qué quiere que le diga?

-Lo que usted acaba de decirme: que quiso castigar a Agustín y fingió un casamiento.

Amador creyó que se había resistido ya lo suficiente para fijarse en la palabra "fingió", que Rivas dijo para sondear el terreno. El documento de mil pesos estaba allí tentándole, por otra parte, y él calculó que obstinándose no podría conseguir nada mejor que lo que se le ofrecía, y quedaba, con su obstinación, expuesto a las consecuencias de un pleito.

-Vaya, pues -dijo, sonriéndose-, dícteme usted la carta.

Dictóle, entonces, Martín una carta en la que Amador exponía las razones que había tenido para castigar a Agustín. Terminada esta explicación:

-¿De quién se valió usted para esto? -preguntó Rivas.

-De un amigo.

Continuó dictando Martín, valiéndose de la relación que Agustín le había hecho del suceso y completándola con las explicaciones de Amador, que dio también el nombre y calidad del que le había servido para la representación de su farsa.

-¿Usted me promete que no le seguirá ningún juicio? -preguntó Amador, al dar el nombre del sacristán.

-Bajo mi palabra, ya ve usted que esta carta es sólo un documento para la tranquilidad de don Dámaso, y que de ningún modo puede perjudicar a usted ni a nadie. Cualquiera que la lea, verá que ha sido un asunto en que se ha dado una buena lección a un joven que no iba por el buen camino.

Firmó Amador la carta y recibió el vale devorándolo con la vista.

"Después de todo -pensó, doblándolo-, no está tan malo, y no me ha costado mucho ganarlo."

Rivas volvió a casa de don Dámaso lleno de alegría, porque esperaba que con el éxito de su comisión no podría menos que encomendarse favorablemente a los ojos de Leonor.

35

Guardó Amador, como guardaría una reliquia un devoto, el documento que le hacía dueño de mil pesos, y se dirigió al cuarto de Adelaida.

-Todo está arreglado -le dijo, refiriéndole la entrevista que acababa de tener con Martín en todos sus pormenores, excepto lo referente al vale que tenía en el bolsillo.

Mil pesos eran para el hijo de doña Bernarda una suma enorme. La facilidad con que la ganaba, lejos de satisfacer su ambición, la despertó más poderosa, sugiriéndole la siguiente reflexión que hizo en voz alta:

-Si no nos hubiesen vendido, otro gallo nos cantaría. Se me pone que Edelmira es la que se lo ha contado todo a Martín.

Adelaida no respondió. Hallábase contenta con el pacífico desenlace de una intriga de cuya participación se había pronto arrepentido, y le importaban poco las suposiciones de Amador, que miraba el asunto por su aspecto pecuniario.

-Nadie puede haber sido sino esa tonta de la Edelmira -prosiguió Amador-; pero me las pagará.

-Tú te encargarás de contarle a mi madre lo que ha sucedido -le dijo Adelaida.

-Es preciso dejar que pasen algunos días; se lo diremos después del Dieciocho. Ahora la cosa está muy fresca y se enojaría mucho.

De este modo convinieron, Amador y Adelaida, en no turbar la alegría que esperaban gozar en los días de la patria. Conocedores del violento carácter de la madre, suponían, con razón, que la noticia verdadera de lo acaecido irritaría su enojo y les privaría tal vez de las diversiones que Amador esperaba procurarse con el dinero que iba a recibir.

-Si yo se lo cuento ahora -dijo Amador-, se enojará conmigo, pero con ustedes no sólo se enojará, sino que las encierra en el Dieciocho y no las deja salir a ninguna parte.

Sólo pueden apreciar la importancia de este argumento los que sepan el apego de todas nuestras clases sociales por las fiestas cívicas que solemnizan el aniversario de nuestra independencia. No ver el Dieciocho (ésta es la expresión más genuina en esta materia) es un suplicio para cualquier persona joven en Chile, y sobre todo en Santiago, donde el aparato y pompa que se da a esta solemnidad atraen la presencia de muchos habitantes de otros pueblos vecinos.

Pero, de los personajes de la presente historia, el que menos se preocupaba de la proximidad del gran día, y sí mucho de adelantar su negocio sobre la hacienda de "El Roble", era don Fidel Elías. Resuelto a aceptar las propuestas que por medio de don Simón Arenal había recibido, y no contento con la mediación de tercero, don Fidel hizo una visita a don Pedro San Luis y entró en tan franca explicación con él sobre el negocio, que al cabo de poco rato daba la promesa de que su hija se casaría con Rafael el mismo día en que se firmase el nuevo arriendo de "El Roble".

-Usted encontrará muy natural también -le dijo don Pedro- que mi sobrino vuelva a visitar la casa de usted.

-¡Cómo no! Ya sabe usted que sólo por consejos extraños me privé del placer de recibir a su sobrino. Cuando quiera presentarse mi casa, será perfectamente recibido -contestó don Fidel.

-Muy luego -repuso don Pedro- iré yo a pagar esta visita y me acompañará Rafael.

A esa hora, en casa de don Dámaso, Agustín esperaba con impaciencia la vuelta de Rivas.

Leonor entró en el cuarto de su hermano y se suscitó la conversación sobre el asunto de casamiento que preocupaba a toda la familia. Agustín que ya había recobrado una parte de su locuacidad, refirió a su hermana loa pormenores del suceso.

-Y la otra hermana, ¿qué tal es? -preguntó Leonor.

-Muy buena moza -contestó Agustín.

-¿No me dijiste que una de ella gustaba a Martín?

-Sí, pues, ésa: Edelmira -dijo Agustín, que en su agradecimiento por los favores que Rivas le estaba prestando, no vaciló en dar por cierto lo que en su espíritu era sólo una sospecha.

Leonor se quedó pensativa.

-Ahí está Martín – exclamó el elegante, divisando a Rivas que atravesaba el patio en dirección al escritorio de don Dámaso.

Llamóle Agustín y Rivas entro en la pieza.

Leonor y Agustín le preguntaron al mismo tiempo:

-¿Cómo el fue?

-Perfectamente -contestó Martín-; traigo una carta que calmará todas las inquietudes.

Al decir esto, presento a Leonor la carta de Amador Molina.

-¿La puedo leer yo? -preguntó la niña- ¿no es reservada para mí? Digo esto -añadió mirando a su hermano-, porque este caballero es tan reservado conmigo.

-¡A ver, lee la carta hermanita -exclamo Agustín-; yo quemo de impaciencia!

-Parece que te va volviendo el francés -le dijo, riendose, Leonor.

-Es que la noticia de Martín me da trasportes inoídos de alegría -dijo el elegante abrazándola.

Leonor dio lectura a la carta, mientras que a cada párrafo Agustín exclamaba:

-¡Oh, perfecto, perfecto!

-Me haz dicho que este mozo es ordinario -dijo que la niña después de leer la firma-; replicó Agustín-, no sé cómo eso es hecho, porque Amador puede llamarse un siutique pur sang.

-Entonces le han dictado la carta -repuso Leonor, riéndose de la frase de Agustín; y mirando a Rivas con malicia, añadió-: ¿Habrá sido tal vez la señorita -Edelmira?

-¡Oh, ah! exclamó Agustín, cuya alegría había aumentado con la lectura de la carta-: o es mademoiselle Edelmira, o alguien que se le acerque, ¿no es esto, Martín?

-Amador escribió en presencia mía -contestó Martín, poniéndose encarnado.

Eso no hace nada –dijo Agustín-, lo principal es que yo redevengo garçon.

Bien se te conoce el lenguaje -le dijo Leonor.

La carta fue llevada por Leonor a don Dámaso, que hablaba con doña Engracia, mientras que Diamela hacía cabriolas en la alfombra. Al oír su lectura, el rostro de don Dámaso se iluminó de alegría; cada frase produjo en su semblante el mismo efecto del sol cuando, por la mañana, extiende poco a poco sus rayos en la dormida pradera.

Doña Engracia, para expresar su emoción, se había apoderado de Diamela, a quien estrechaba con fuerza a cada movimiento aprobativo de la cabeza de su marido.

-Papá -observó Leonor-, yo creo que la carta ha sido dictada por Martín. ¿No la encuentra usted bien escrita?

-Tiene razón. Vea usted: bien dice la Francisca, que es aficionada a leer: el estilo es el hombre, según no sé quién, un acabado en on… En fin, poco importa; gracias a Martín todo está arreglado: si este mozo es para todo. Mira, Leonor, tú debes hacerle aceptar algún regalo; a mí nunca me quiere admitir nada.

-Ahí, veremos -contestó la niña-; no me parece fácil.

Agustín fue llamado entonces de orden de don Dámaso, y recibió una severa reprimenda por su calaverada.

-Qué quiere usted, papá -dijo el joven, algo confundido-; es preciso que juventud se pase.

Bien está, pero que se pase de otro modo -replicó don Dámaso, con gravedad de una barba de comedia-. Lo mejor -añadió en voz baja, acercándose a doña Engracia- será que pensemos seriamente en casarlo: la propuesta de Fidel llega muy a tiempo.

La señora dio un fuerte apretón a Diamela, para expresar el sentimiento de toda madre al ver pasar a un hijo al bando de Himeneo.

En la noche buscó Martín en balde una de aquellas conversaciones al son del piano, que a un tiempo formaban su delicia y su martirio; pero Leonor tocó sin llamarle, y Emilio Mendoza sirvió para volver la hoja de la pieza.

En un momento en que Agustín se había sentado junto a Rivas, aquel llamó a su hermana, que se retiraba del piano.

-Ven a ayudarme a alegrar a Martín -le dijo-: está de una tristeza navrante.

Sin duda -respondió Leonor-, principia a sentir el peso de la promesa que hizo, tal vez irreflexivamente.

-¿Qué promesa, señorita? -preguntó Rivas.

-La de retirarse de la casa de las señoritas Molina -dijo Leonor con altivez y acentuando con la voz la palabra que ponemos en cursiva.

-La promesa me la hice a mí mismo, y podría, sin faltar a nadie quebrantarla -replicó Martín, picado.

-No lo creo; ¡tiene usted propósitos tan sostenidos! -dijo la niña.

-¿Qué propósitos son ésos? -exclamó Agustín-; veamos que yo sepa: todo lo de este amigo me interesa ahora.

-El de no amar a nadie, por ejemplo -contestó Leonor.

-¿Verdad, querido? -preguntó el elegante.

-Y, sin embargo, parece que con la señorita Molina iba flaqueando su voluntad -repuso Leonor con acento burlón, antes que Rivas pudiese contestar a la pregunta de Agustín.

Y con estas palabras la niña volvió la espalda y fue a sentarse al lado de su madre.

-Esta Leonor es petillante de malicia -dijo Agustín al ver retirarse a su hermana.

"¡Es cruel!", se dijo para sí Martín, con profundo abatimiento, y se retiró del salón.

Esa misma noche tuvo lugar la visita de Rafael a casa de Matilde en compañía de don Pedro.

Los amantes recobraron, en sabrosa conversación, los días que habían estado sin verse. Don Fidel hizo al sobrino de don Pedro una acogida tanto más cordial cuanto mayor era el beneficio que esperaba del negocio de "El Roble", y doña Francisca tuvo con Rafael algunos momentos de conversación en los que pudo dar rienda suelta a su romanticismo alimentado por la lectura de Jorge Sand.

La mujer de la moderna civilización -le dijo, bajo la influencia de las teorías del autor favorito- no es menos esclava que en tiempo del paganismo. Siendo una flor que sólo se vivifica al contacto de los rayos del amor -añadió con entusiasmo-, el hombre ha abusado de su fuerza para coartar hasta la libertad de su corazón. Usted comprenderá por qué con su constancia ha dado pruebas de poseer un alma superior a las metalizadas con que diariamente nos rozamos.

Y San Luis, que bogaba a velas desplegadas en el mar de las ilusiones del amor, tomó a lo serio aquella frase y continuó la conversación en el mismo tono romántico de su interlocutora.

-No está de más -decía en otro punto del salón el tío de San Luis a don Fidel- que esperemos siquiera un mes antes de verificar este enlace; mientras tanto, yo me ocuparé de la suerte de Rafael, que debe trabajar con mi hijo.

Así quedó arreglado: que el matrimonio tendría lugar a mediados del entrante mes de octubre, mientras que los jóvenes olvidaban el mundo jurándose un amor indefinido.

Después de la salida de las visitas, cayó doña Francisca en plena realidad al oír los proyectos de su marido sobre nuevos trabajos que pensaba emprender en "El Roble", contando con el nuevo arriendo. Pasar de las teorías sobre la emancipación de la mujer al cómputo de las fanegas de trigo que daría tal o cual potrero, era un contraste demasiado notable para su poética imaginación que, como ordinariamente acontece a las de su sexo, abrazaba con vehemencia intolerable las ideas de su autor favorito. Contentase, entonces, con recomendar entre dos bostezos a don Fidel la visita que debía hacer a su hermano, y se retiró con su hija.

Al día siguiente llegó don Fidel en casa de don Dámaso, en circunstancias que éste y su familia salían de almorzar.

-Tío, encantado de verle –dijo Agustín, saludando a don Fidel.

Este llamó aparte a don Dámaso, y, después de algunos rodeos, le participó el objeto de su visita, que desbarataba los planes de su cuñado, el que persistía en su idea de establecer a Agustín.

36

Llegaron los días de la patria, con sus blanqueados en las casas, sus banderas en las puertas de calle y sus salvas de ordenanza en la fortaleza de Hidalgo. Latió el corazón de los cívicos con la idea de endosar el traje marcial, para lucirlo ante las bellas; latió también el de éstas con la perspectiva de los vestidos, de los paseos y de las diversiones; pensaron en sus brindis patrioteros los patriotas del día, para el banquete de la tarde; resonó la Canción Nacional en todas las calles de la ciudad, y Santiago sacudió el letargo habitual que lo domina, para revestirse de la periódica alegría con que celebra el aniversario de la independencia.

Pero los días 17 y 18 del glorioso mes no son más que el preludio del ardiente entusiasmo con que los santiaguinos parece quisieran recuperar el tiempo perdido para las diversiones durante el resto del año. Los cañonazos al rayar el alba; la Canción Nacional cantada a esa hora por las niñas de algún colegio, con asistencia de curiosos provincianos que llegan a la capital con propósito de no perder nada del 18; la formación en la plaza y la misa de gracia en la Catedral, el paseo a la Alameda, la asistencia a los fuegos y al teatro, no son más que los precursores de la gran diversión del día 19: el paseo a la Pampilla.

No es Santiago en ese día la digna hija de los serios varones que la fundaron. Pierde entonces la afectada gravedad española que durante todo el año la caracteriza. Es una loca ciudad, que con alegres paseos se entrega al placer de populares fiestas. En el 19 de septiembre, Santiago ríe y monta a caballo; estrena vestidos de gala y canta los recuerdos de la independencia; rueda en coche con ostentación ataviada, y pulsa la guitarra en medio de copiosas libaciones. Las viejas costumbres y la moderna usanza se codean por todas partes, se miran como hermanas, se toleran sus debilidades respectivas y aúnan sus voces para entonar himnos a la patria y a la libertad.

Una descripción minuciosa de las fiestas de septiembre sería una digresión demasiado extensa y que para los santiaguinos carecería del atractivo de la novedad. Los habitantes de las provincias las conocen también, por la relación de los viajeros y por las que en sus pueblos se celebran a imitación de la capital. Omitiremos, pues, esa descripción para contraernos a los incidentes de la historia que vamos refiriendo.

A las oraciones del día 18, los voladores de luces anunciaban el principio de los fuegos artificiales. Cada uno de estos cohetes que estallaban a grande altura era saludado por la multitud apiñada en la plaza, con mil exclamaciones, entre las que los ¡Oh! y los ¡Ah! del soberano pueblo formaban un coro de ingenua admiración. En un grupo, compuesto de la familia de doña Bernarda y de sus amigos, se discutía el mérito de cada cohete y se prodigaban saludos a las personas conocidas que pasaban.

Amador daba el brazo a doña Bernarda; Adelaida descansaba en el de un amigo de la casa, y Edelmira, a pesar suyo, había aceptado el de Ricardo Castaños, que se aprovechaba de la ocasión para hablar a la niña de su amor, inalterable.

A la sazón entraba otro grupo a la plaza, compuesto de las familias de don Dámaso y de don Fidel. Leonor había tenido el capricho de ir a los fuegos y había sido preciso acompañarla. Doña Engracia con su marido cerraban la marcha de la comitiva, llevando a la izquierda a una criada que cargaba en sus brazos a Diamela. Adelante caminaban Matilde y Rafael, en amorosa plática, Leonor y Agustín, hablando de cosas indiferentes, y Rivas daba el brazo a doña Francisca, que trataba de entablar con él alguna romántica conversación.

Pero Agustín no se contentaba con que le oyesen los que llevaba a su lado, y hacía en voz alta la descripción de los fuegos de París.

La comitiva se detuvo en un punto inmediato al que ocupaba la familia de doña Bernarda.

-¡Oh, en París un fuego de artificio es cosa admirable! -exclamó Agustín, en el momento en que cuatro arbolitos lanzaban al aire sus cohetes inflamados.

-¡Oh! ¡Ah! -exclamó al mismo tiempo la multitud, en señal de aprobativa admiración.

-¡Ay, la vieja; esconde a Diamela! -gritó doña Engracia, al ver salir en dirección a ellos, del arbolito más próximo, uno de los cohetes que llevan ese nombre.

La turba aplaudió la confusión que la vieja introdujo en un grupo de espectadores, a través del cual pasó con la velocidad del rayo.

-¡Cómo aplaudirían si viesen el bouquet en París! -dijo Agustín-. ¡Eso sí que es magnífico!

-Oh, retirémonos de aquí -exclamó doña Engracia, al ver el inminente peligro en que Diamela se había encontrado-. ¡Pobrecita -añadió, tomando a la perra en sus brazos-, está temblando como un pajarito!

Doña Francisca, entretanto, no abandonaba su intento de conversación romántica.

-Nunca me siento más sola decía a Rivas- que en medio del bullicio de la muchedumbre; cuando se vive por la inteligencia, todas las diversiones parecen insípidas.

Un fuego graneado de chispeadoras viejas, que pasó sobre la cabeza de la familia, ahorró a Martín el trabajo de contestar.

-Aquí va a sucedernos alguna avería -dijo doña Engracia, ocultando a Diamela bajo la capa.

Para calmar los temores de la señora, la comitiva se dirigió a otro punto más seguro, pasando por delante de doña Bernarda y los suyos.

-¿Quién es ésa que va con Rafael? -preguntó doña Bernarda.

-Es la hija de don Fidel Elías -contestó Amador.

-Lo engreído que va, ni saluda siquiera -repuso doña Bernarda.

Adelaida palideció al ver a Matilde y a Rafael pasar a su lado. La historia de Rafael le era bien conocida para poder calcular la importancia de lo que veía.

-Mira, mira dijo -Agustín a Leonor, mostrando a Adelaida-, aquélla es la niña con quien me querían casar.

-¿Y la otra es la hermana? -preguntó Leonor.

-Sí.

-¿Esa es la enamorada de Martín?

-La misma.

-Es bonita -dijo Leonor.

Martín pasó con su pareja, haciendo un ligero saludo a las Molina, y Edelmira, al contestarlo, ahogó un suspiro.

-Si supiese que usted quiere a ese jovencito Rivas -le dijo el oficial-, yo me vengaría de él.

-Y Agustín no nos mira tampoco -dijo doña Bernarda-; el francesito quiere hacerse el desentendido.

Los volcanes que estallaron en aquel momento llamaron hacia ellos la atención de doña Bernarda.

Los fuegos se terminaron por el castillo tradicional, con los ataques obligados de buques. Ningún incidente ocurrió que tuviese relación con los personajes de esta historia, los que se retiraron a sus casas pacíficamente y algunos de ellos reflexionando sobre el encuentro que habían tenido.

Doña Bernarda no podía conformarse con que Agustín hubiese manifestado tanta indiferencia y menosprecio por su familia.

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