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Resumen del libro Slan, de Alfred E. Van Vogt



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    Resumen del libro Slan, de Alfred E. Van Vogt – Monografias.com

    Resumen del libro Slan, de Alfred E. Van Vogt

     PROLOGO Por Miguel Masriera

    A. E. van Vogt no es un desconocido para los lectores de COLECCION NEBULAE que ha publicado ya otra novela suya: «Los monstruos del espacio» en uno de sus primeros tomos. Todavía está vivo entre nuestros lectores el recuerdo de esta novela y una parte, es verdad que no muy numerosa pero si muy selecta, de ellos ha considerado esta obra como una de las más interesantes que habíamos dado a conocer al público de habla castellana.

    Que este sector de nuestro público no estaba equivocado lo demuestra muy a las claras el hecho de que A. E. Van Vogt se haya convertido en uno de los clásicos de esta rama a que se dedica nuestra biblioteca y que en los países de habla anglosajona se denomino «Ficción Científica». Precisamente una de las obras que más ha contribuido a establecer la reputación literaria de este autor es la que hoy ofrecemos a nuestros lectores y que tanto en español como en inglés lleva el título SLAN. Pocas obras de este género tienen una historia editorial más curiosa; fue publicada por primera vez, como folletín en 1940 – una época que, por próxima que pueda parecer al lector de obras literarias corrientes, al de «Ficción Científica» le parece pertenecer ya a un remoto clasicismo – y su éxito fue tan grande que rayó en lo legendario. En vista de ello se publicó en forma de libro en 1945, pero la edición se agotó tan pronto que hasta hace poco tiempo, en el mercado de libros de este género, era corriente pagar por ella precios relativamente tan exorbitantes como 15 dólares o más. En efecto, tan grande era su fama que todos habían oído hablar de ella pero pocos eran los que la habían podido leer.

    Recientemente A. E. van Vogt ha revisado su obra en una nueva edición, que es la que ofrecemos hoy a nuestros lectores (aunque sus «predicciones» respecto a la energía atómica y a las características de un Estado policíaco no han sido alteradas y conservan por tanto su valor premonitorio).

    Van Vogt es un autor concienzudo, si cabe utilizar esta palabra en los que cultivan este género en que el factor predominante es la fantasía. Y seguramente cabe emplearlo en el sentido de que su fantasía está cuidadosamente controlada por una madura reflexión y por un sentido científica de lo que será nuestro futuro. Este último la mayoría de novelistas que intentan vislumbrarlo, nos lo pintan a base de unos progresos científicos no demasiado difíciles de imaginar o de unas relaciones con supuestos habitantes de otros planetas que se creen accesibles que, aunque puedan impresionar fácilmente al lector ingenuo, al más exigente y de madura reflexión, la mayor parte de las veces no le interesan demasiado. A. E. van Vogt no sigue este fácil camino y especula más bien sobre las dificultades que en el futuro puedan surgir por motivos psicológicos. Ya en «Los monstruos del espacio» el tema esencial, el motivo principal de preocupación, más que estos «monstruos» eventuales que el hombre pudiese encontrar en las regiones interplanetarias e interestelares, era la manera como los hombres debían entenderse entre sí para poder luchar contra este peligro. En SLAN el conflicto que se plantea en el porvenir tampoco es de máquinas, monstruos ni artefactos – que son lo accesorio y descontado -. es un conflicto psicológico, es el conflicto de una raza netamente diferenciada y superior a la de los hombres corrientes, que tiene que luchar, como una minoría en el seno de éstos, para mejorarlos y hacer posible una humanidad más perfecta.

    Esperamos que lo emocionante de la trama, el profundo sentido humano y la bien controlada fantasía del autor harán de esta obra una de las preferidas de nuestros lectores.

      A mi esposa E. Mayne Hull.

    I

    Cuando la madre agarró la mano de su hijo la encontró fría.

    Mientras avanzaban apresuradamente por la calle su temor se manifestaba en forma de una pulsación que se transmitía de su mente a la de su hijo. Cien pensamientos más llegaban a su cerebro procedentes de la muchedumbre que desfilaba a su lado y del interior de las casas delante de las cuales pasaban. Pero sólo los pensamientos de su madre llegaban a él de una forma, clara, coherente… y atemorizados.

    – Nos siguen, Jommy – le telegrafiaba su cerebro -. No están seguros pero sospechan. Nos hemos arriesgado con demasiada frecuencia viniendo a la capital, si bien esta vez tenía esperanzas de enseñarte la forma slan de entrar en las catacumbas donde está oculto el secreto de tu padre. Jommy, si ocurre algo, ya sabes lo que debes hacer. Lo hemos practicado con bastante frecuencia. Y no tengas miedo, Jommy, no te inquietes. Puedes no tener más que nueve años, pero eres tan inteligente como un ser humano normal de quince.

    «No tengas miedo. » Fácil de aconsejar, pensaba Jommy, ocultándole su pensamiento. Si su madre hubiese sabido que le ocultaba algo, que había un secreto entre ellos no le hubiera gustado, pero había cosas que tenía que ocultárselas, no debía saber que tenía miedo también.

    Todo aquello era nuevo y emocionante. Era una emoción que experimentaba cada vez que salían del tranquilo suburbio en donde vivían para venir al corazón de Centrópolis. Los vastos parques, las millas y millas de rascacielos, el tumulto de la muchedumbre le parecían siempre más maravillosos de lo que su imaginación se había figurado. Allí estaba la sede del gobierno. Allí vivía, por decirlo así, Kier Gray, dictador absoluto de todo el planeta. Hacía ya mucho tiempo, centenares de años, que los slans habían dominado Centrópolis durante su breve periodo de ascendencia.

    – Jommy, ¿no sientes su hostilidad? ¿No puedes sentir las cosas a distancia, todavía?

    Jommy se estremeció. Aquella especie de vaga sensación que emanaba de la muchedumbre que pasaba por su lado se convertía en un torbellino de miedo mental. Sin saber de dónde, llegaba a él el pensamiento:

    – Dicen que a pesar de todas las precauciones hay todavía slans en la ciudad, y la orden es darles muerte a primera vista.

    – Pero ¿no es peligroso? – dijo un segundo pensamiento, sin duda una pregunta formulada en voz alta, si bien Jommy sólo captó la idea mental -. Una persona perfectamente inocente puede ser muerta por un error.

    – Por esto raras veces los matan a primera vista. Tratan de capturarle y los examinan. Sus órganos internos son diferentes de los nuestros, ya lo sabes, y en la cabeza hay… Jommy, ¿no sientes? Están a una manzana detrás de nosotros, en un gran coche. Esperan refuerzos para cercarnos. Trabajan aprisa. ¿No captas sus pensamientos, Jommy?

    ¡No podía! Por muy intensamente que tratase de concentrarse, sólo conseguía sudar. En esto las maduras facultades de su madre sobrepasaban sus precoces instintos. Ella podía suprimir distancias y convertir tenues vibraciones en imágenes coherentes.

    Hubiera querido volverse, pero no se atrevía. Tenía que hacer un esfuerzo con sus pequeñas, aunque ya largas piernas, para seguir el paso de su madre. Era terrible ser pequeño, inexperimentado y joven, cuando su vida requería la fuerza de la madurez, la vigilancia de un slan adulto. Los pensamientos de su madre penetraban a través de sus reflexiones.

    Hay algunos delante de nosotros y otros que cruzan la calle, Jommy. Tienes que seguir adelante, querido, no olvides lo que te he dicho. No vives más que para una cosa: para hacer posible a los slans llevar una vida normal. Creo que tendrás que matar a nuestro gran amigo Kier Gray, aunque esto represente tener que entrar en el gran palacio en busca de él. Recuerda que habrá mucho barullo, gritos y confusión, pero conserva tu cabeza. Buena suerte, Jommy.

    Hasta que su madre hubo soltado su mano después de darle un apretón, Jommy no se dio cuenta de que el temor de sus pensamientos había cambiado. El miedo había desaparecido. Una apaciguadora tranquilidad invadía su cerebro, calmando sus excitados nervios, atenuando el latir de sus dos corazones.

    Mientras Jommy se metía detrás del amparo ofrecido por un hombre y una mujer que pasaban por su lado tuvo tiempo de ver unos hombres que se lanzaban sobre la alta figura de su madre, pese a su aspecto completamente normal y humano, con sus pantalones y su blusa roja, y el cabello recogido en un pañuelo anudado. Los hombres, vestidos de paisano, cruzaban la calle con la sombría expresión de lo desagradable de la tarea que tenían que llevar a cabo. Lo odioso de todo aquello, del deber que debían cumplir, coaguló en una idea que saltó al cerebro de Jommy en el mismo momento en que todos sus pensamientos se concentraban en su fuga. ¿Por qué tenía él que morir? ¿Él, y su madre, tan maravillosa, sensible, inteligente? Todo aquello era un terrible error.

    Un coche reluciente como una bella joya bajo el sol pasó raudo por el borde de la acera. Jommy oyó la voz ronca de un hombre gritar, dirigiéndose a él: «¡Para ¡Allí está el muchacho! ¡Que no se escape! ¡Cogedlo!»

    La gente se detenía a mirar. Él sentía el torbellino de sus pensamientos, pero había dado ya la vuelta a la esquina y corría velozmente por Capital Avenue. Vio un coche que arrancaba de la acera y aceleró su carrera. Sus dedos anormales se agarraron al parachoques trasero y se instaló en él mientras el coche iba ganando velocidad por entre el barullo del tránsito. De alguna fuente desconocida llegó a él el pensamiento:

    – ¡Buena suerte, Jommy!

    Porque durante nueve años su madre lo había educado para este momento, pero se le hizo un nudo en la garganta al responder: « ¡Buena suerte, madre!»

    El coche iba demasiado aprisa, las millas se sucedían velozmente. La gente se detenía para mirar a aquel muchacho en aquella situación peligrosa, agarrado al parachoques posterior del automóvil. Jommy sentía la intensidad de sus miradas, unas ideas que brotaban en sus cerebros y se transformaban en agudos gritos. Gritos dirigidos, al chófer, que no los oía. Veía en su mente los transeúntes meterse en los teléfonos públicos y telefonear a la policía que había un muchacho agarrado al parachoques de un auto. Jommy esperaba ver de un momento a otro una patrulla avanzar al lado del automóvil y mandar detenerse. Asustado, concentró sus pensamientos ante todo en los ocupantes del auto.

    Captó dos vibraciones cerebrales. Al captarlas se estremeció y estuvo á punto de dejarse caer al pavimento. Lo miró y volvió a aferrarse al parachoques, asustado. El pavimento era algo terrible y borroso, deformado por la velocidad. Sin quererlo su cerebro se puso en contacto con el de los ocupantes del coche. La mente del chófer estaba concentrada en la maniobra del auto. Una vez pensó, como un destello, en la pistola que llevaba en la funda bajo el hombro. Se llamaba Sam Enders y era el chófer y guardia de corps del que iba sentado a su lado, John Petty, jefe de la policía secreta del todopoderoso Kier Gray.

    La identidad del jefe de policía penetró en el cerebro de Jommy como un shock eléctrico. El notorio persecutor de slans estaba arrellanado en su asiento, indiferente a la velocidad del coche, la mente absorbida en una apacible meditación.

    ¡Mente extraordinaria! Imposible leer en ella otra cosa, que unas leves pulsaciones superficiales. Jommy se dijo, atónito que no era como si John Petty disimulase conscientemente sus pensamientos, pero sin duda alguna había en su mente una reserva tan secreta y segura como la de cualquier slan. Y no obstante era diferente. Sus acentos revelaban claramente un carácter implacable, una mente brillante, fuertemente educada. Súbitamente Jommy capto el final de un pensamiento que alteró la calma de John Petty, traído a la superficie como por un arranque de pasión. «Tengo que matar a esta muchacha slan, Kathleen Layton… Es la única manera de socavar el terreno a Kier Gray…»

    Jommy hizo un frenético esfuerzo para seguir el pensamiento, pero estaba ya fuera de su alcance, en las sombras. Mas tenía el indicio. Una muchacha llamada Kathleen Layton tenía que ser muerta a fin de socavar el terreno a Kier Gray.

    – Jefe – dijo el pensamiento de Sam Enders, – ¿quiere cerrar este interruptor? La luz roja esta es la alerta general.

    – Que alarmen lo que quieran – pensó la mente de John Petty, indiferente -. Eso está bien para los corderos.

    – Quizá sería mejor ver de qué se trata insistió Sam Enders.

    El coche moderó ligeramente la marcha y Jommy, que había llegado a un extremo del parachoques, esperaba ansioso el momento de poder saltar. Sus ojos asomándose por entre el coche y el guardabarros, sólo vieron la línea gris del pavimento, duro y amenazador. Saltar al suelo era pegarse un serio batacazo contra el asfalto. En aquel instante un chorro de pensamientos de Enders acudió a su cerebro mientras el del chófer recibía este mensaje de alarma general.

    -¡A todos los coches de Capital Avenue y sus alrededores, detened a un muchacho presuntamente slan llamado Jommy Cross, hijo de Patricio Cross!

    – Cross ha sido muerta hace diez minutos en la esquina de Main y Capital. El muchacho se encaramó al parachoques de un auto que salió a toda velocidad. Comuníquense noticias.

    – Escuche esto, jefe – dijo Sam Enders – Estamos en Capital Avenue. Será mejor que nos detengamos y ayudemos a buscar. Hay diez mil de recompensa por cada slan. Los frenos lanzaron un chirrido. El coche frenó con una violencia que aplastó a Jommy contra la parte trasera de la carrocería y en el momento en que se detenía saltó al suelo. Salió corriendo, esquivando una mujer vieja que le agarró. Se encontró en un terreno vacío más allá del cual se elevaban una larga serie de altos edificios de cemento que formaban parte de una inmensa factoría. Un pensamiento malvado que brotó del coche llegó a su mente.

    Enders, ¿se da cuenta de que hace diez minutos que salimos de Avenue y Main Street? Este muchacho… ¡allá va! ¡Tire, tire, idiota!

    La sensación del gesto, de Enders sacando su revólver llegó tan viva a la mente de Jommy que sintió el roce del metal con el cuero de su cerebro. Le pareció incluso verlo apuntar cuidadosamente, tan clara fue la impresión mental que franqueó los cincuenta metros que los separaban. Jommy pegó un salto de costado y el revólver disparó con un plop ahogado. Tuvo la leve sensación de un golpe y saltando unos cuantos escalones se encontró en el interior de un vasto almacén iluminado. De lejos llegaron a él vagos pensamientos.

    – No se, preocupe, jefe, ya lo cansaremos…

    – No diga tonterías, no hay ser humano capaz de cansar un slan. – Aparentemente comenzó a dictar órdenes por radio: – «Tenemos que rodear todo el distrito por la calle 57… Concentrad toda la policía y soldados disponibles para…»

    ¡Cuán confuso se estaba poniendo todo! Jommy se tambaleaba por un mundo turbio, dándose únicamente cuenta de que a pesar de sus fatigados músculos, era todavía capaz de correr doblemente veloz que cualquier hombre normal. El vasto almacén era un mundo de luz atenuada, lleno de relucientes objetos en forma de cajas y de suelos que se perdían en la remota semioscuridad. Los apacibles pensamientos de unos hombres que removían las cajas, a su izquierda, llegaron dos veces a su cerebro. Pero ninguno de ellos se daban cuenta de su presencia ni del tumulto de la calle. Lejos, a su derecha, vio una abertura luminosa, una puerta, y se dirigió hacia ella. Llegó a la puerta, sorprendido de su cansancio. Tenía los músculos extenuados y parecía que algo pegajoso se adhiriese a su costado. Su mente estaba agotada también. Se detuvo y se asomó a la puerta.

    Vio una calle muy diferente de Capital Avenue. Era un callejón sucio de maltrecho pavimento y unas casas con las paredes de cal, construidas hacía quizá cien años. El material era prácticamente indestructible, sus imperecederos colores, brillantes aún como el día de su construcción, acusaban, sin embargo, los ultrajes del tiempo. El polvo y la suciedad se habían pegado como una sanguijuela a la brillante superficie de las paredes. La hierba estaba mal cuidada y por todas partes se veían montones de trastos viejos y basura. La calle parecía desierta. Procedente de los sórdidos alojamientos, llegó a él un vago susurro de pensamientos, pero estaba demasiado cansado para cerciorarse de que procedían únicamente de allá.

    Jommy se inclinó sobre el borde de la plataforma del almacén y saltó a la calle. La angustia que lo dominaba hizo doloroso un salto que en otras circunstancias le hubiera sido tan fácil dar, y el golpe le hizo estremecerse hasta los huesos.

    Echó a correr por aquel mundo más sombrío de la calle. Trató de aclarar sus ideas, pero fue inútil. Sus piernas parecían de plomo y no vio a la mujer que lo miraba desde la veranda hasta que le tiró un estropajo que pudo evitar agachándose al ver su sombra a tiempo.

    – ¡Diez mil dólares! – gritaba la mujer corriendo tras él – ¡La radio ha dicho diez mil dólares! Y es mío, ¿lo oís? ¡Que nadie lo toque! ¡Es mío! -¡Yo lo he visto primero!

    Jommy se dio cuenta de que estaba gritando a otras mujeres que empezaban a salir de la casa. Gracias a Dios, los hombres estaban ocupados en su trabajo. El horror de aquellas mentalidades de ave de rapiña se apoderaba de él mientras corría por entre las dos hileras de casas; se estremeció ante el sonido más horrible del mundo el estridente clamor de voces, de un pueblo desesperadamente pobre arrancado a su letargo por la visión de una riqueza superior a todo sueño de codicia imaginable.

    Se apoderó de él el miedo de ser acribillado por escobas, atizadores y demás adminículos caseros, de verse hecho pedazos, destrozado, sus huesos aplastados, sus carnes desgarradas. Dando la vuelta se dirigió hacia la parte posterior de la casa seguido siempre de la horda enfurecida. Jommy sentía su nerviosismo y los temerosos pensamientos que zumbaban por sus mentes. Habían oído contar historias que podían quizá más que su deseo de poseer diez mil dólares. Pero la presencia de la multitud daba ánimos a los individuos. La multitud seguía avanzando.

    Salió a un pequeño patio en uno de cuyos lados había un montón de cajas que formaban una masa obscura, más alta que él, medio borrosa a pesar de la luz del sol. Bajo el impulso de una idea que acudió a su turbada mente, un instante después trepaba por el montón de cajas.

    El dolor del esfuerzo fue como si unos dientes le mordiesen el costado. Buscó febril por entre las cajas y medio se agachó y medio se cayó en un espacio abierto entre dos viejas canastas que llegaba al suelo. En medio de aquella casi total obscuridad pudo ver un espacio más obscuro todavía en la pared del edificio. Avanzó las manos y encontró los bordes de un orificio hecho en el muro. Un momento después se había escurrido por él y yacía extenuado sobre el suelo húmedo del interior. Algunas piedras se le clavaban en el cuerpo, pero de momento estaba demasiado extenuado para darse cuenta de nada, casi sin respirar, mientras la muchedumbre seguía aullando en la calle, buscándolo frenéticamente.

    La obscuridad era una sensación tan calmante como las palabras de su madre poco antes de decirle que la dejase. Alguien subió una escalera y le dijo dónde se encontraba; en un pequeño espacio subterráneo detrás de la escalera posterior del edificio. Se preguntó cómo debió producirse aquel agujero en la pared.

    Echado allí, con el frío del miedo, se acordó de su madre… muerta ya, la radio lo había dicho. ¡Muerta! Ella no hubiera tenido miedo, desde luego. Recordaba muy bien que siempre había suspirado por el día en que se reuniría con su difunto marido en la paz de la tumba. «Pero tengo que criarte primero. Jommy. ¡Sería tan fácil, tan delicioso renunciar a la vida! Pero tengo que vivir hasta que hayas salido de la infancia. Tu padre y yo no hemos vivido más que para esta invención, y hubiera sido todo trabajo perdido si no estuvieses tú aquí para llevarlo adelante.

    Alejó estas ideas porque sentía un dolor en la garganta al pensar en ellas. Su mente no estaba tan confusa ya. El corto descanso debió sentarle bien. Pero esto le hacía las rocas más dolorosas y difíciles de soportar. Trató de mover el cuerpo, pero el espacio era demasiado estrecho.

    Su mano se movió automáticamente e hizo un descubrimiento. Lo que le molestaba no eran trozos de rocas, sino de cal del rebozo que había caído de la pared cuando hicieron el agujero por el que se había metido. Era curioso pensar en aquel agujero y darse cuenta de que alguien más – alguien de fuera de allí – estaba pensando en el mismo agujero. La impresión de aquel pensamiento del mundo exterior fue como si una llama viva lo abrasase.

    Sorprendido, trató de aislar el pensamiento y la mente que lo tenía. Pero había demasiadas mentes a su alrededor, demasiada excitación. Soldados y policías atestaban la calle, registraban casa por casa, cada edificio. Una vez, encima de la confusión de pensamientos, captó la clara y fría reflexión de John Petty

    -¿Dice que ha sido visto por última vez aquí?

    – Ha dado la vuelta a la esquina – dijo una mujer – y ha desaparecido.

    Con los dedos temblorosos Jommy comenzó a desmenuzar el cascote del suelo húmedo y haciendo un esfuerzo por calmar sus nervios empezó a rellenar el hueco usando el yeso húmedo con cemento. El trabajo, se daba sin embargo cuenta con angustias, – no resistiría a un examen minucioso. Mientras trabajaba sentía con toda claridad el pensamiento de la otra persona que estaba cerca de él, allá fuera, mezclado con todas las ideas que galopaban por su cerebro, pero ni una sola vez el pensamiento de aquella otra persona se fijó en él agujero. Jommy no podía decir si era hombre o mujer. Pero estaba allí, como una malvada vibración de un cerebro torturado.

    El pensamiento seguía allí, cerca de él, cuando la muchedumbre empezó a retirar las cajas asomándose por entre ellas, y después lentamente, los gritos fueron desvaneciéndose y la pesadilla de los pensamientos fue alejándose. Los perseguidores lo buscaban por otra parte. Durante largo rato Jommy pudo oírlos, hasta que finalmente la vida fue tranquilizándose y supo que la noche se acercaba.

    Pero la excitación del día estaba todavía en la atmósfera. Un susurro de ideas salían de las casas, la gente pensaba, discutía lo ocurrido. Al final se atrevió a no esperar por más tiempo. La mente que sabía que él estaba en aquel agujero, y no había dicho nada, estaba allí, en alguna parte. Era una mente malvada que lo llenaba de siniestra premonición y le hacía ver la urgencia de alejarse de allí. Con los dedos todavía temblorosos, pero rápidos, empezó a quitar los trozos de cascote. Después, entumecido todavía por la larga inmovilidad, salió cautelosamente de su escondrijo. Le dolía todo el cuerpo y la debilidad turbaba su mente, pero no se atrevió a retroceder. Trepó lentamente hasta lo alto de las cajas, y deslizándose por ellas sus piernas iban acercándose al suelo cuando oyó rápidos pasos, y la primera sensación de la persona que lo había estado esperando penetró en él. Una mano frágil agarró su tobillo y la voz de una mujer anciana dijo triunfalmente:

    Está bien. Ven con Granny. Granny se ocupará de ti, Granny es buena. Siempre supo que tenias que haberte metido en este agujero; pero los demás ni tan sólo lo sospecharon. ¡Oh, sí, Granny es buena! Granny se marchó pero ha vuelto, porque sabe que los slans pueden leer el pensamiento y trató de no pensar en esto, pensando sólo de la cocina. Y te ha engañado, ¿verdad? Ya lo sabia. Granny se ocupará de ti. Granny odia la policía también.

    Con una oleada de desfallecimiento Jommy reconoció a la rapaz vieja que lo había agarrado cuando huía el auto de John Petty. Aquella rápida y única mirada dejó impresa en su mente la imagen de la bruja. Y ahora, era tal el horror que manaba de ella, tan malvadas eran sus intenciones, que lanzó un grito y le dio una patada.

    El grueso palo que la vieja llevaba en la mano libre cayó sobre él antes de que se hubiese siquiera dado cuenta de que llevaba tal arma. El golpe fue formidable. Sus músculos se estremecieron frenéticamente. Su cuerpo cayó al suelo. Sintió que le ataban las manos y que le arrastraban. Finalmente fue subido a un viejo carricoche y lo cubrieron con unas ropas que olían a sudor de caballos, petróleo y cubos de basura.

    El vehículo avanzó por el tosco pavimento de la callejuela y entre el chirrido de las ruedas Jommy pudo captar la risa de mofa de la vieja.

    ¡Qué tonta hubiera sido Granny de dejar que te cogiesen los demás! ¡Diez mil de recompensa! ¡Jamás me hubiera tocado un centavo! Granny conoce el mundo. En otros tiempos fue una actriz famosa, ahora en una vieja harapienta. ¡Jamás le hubieran dado cien dólares, y menos aún doscientos a una vieja harapienta que recoge los huesos por el suelo! ¡Pero ahora se llevará todo el premio! ¡Granny les enseñará lo que es posible hacer con un joven slan. Granny le sacará una pequeña fortuna del diablillo ese…

    II

    Ya estaba allí otra vez aquel repugnante muchacho.

    Kathleen Layton se puso rígida, a la defensiva. No había manera de huir de él a aquella altura, a más de cien metros en lo alto del palacio. Pero después de aquellos largos años de vivir, siendo la única muchacha slan entre tantos seres hostiles, era capaz de enfrentarse con cualquiera, incluso con Davy Dinsmore, que tenía como ella once años.

    No se volvería. No le daría la menor indicación de que sabía que se acercaba a ella, por aquel ancho corredor de cristales. Rígida, alejó su pensamiento de él, manteniendo el mínimo contacto necesario para evitar que se acercase a ella por sorpresa. Tenía que seguir contemplando la ciudad, como si no estuviese allí

    La ciudad se extendía ante sus ojos con su gran número de casas y edificios, cambiando lentamente de color bajo la luz mortecina del crepúsculo. Más allá, aparecía la gran llanura verde obscuro, y en aquel mundo, casi sin sol, el agua normalmente azulada del río que circundaba la ciudad parecía negra, sin brillo. Incluso las montañas del remoto horizonte habían adquirido un tono sombrío que armonizaba con la melancolía que invadía su alma.

    -¡Ah, ah! ¡Haces bien en fijarte en todo esto! ¡Es la última vez!

    La voz discordante atacó sus nervios como un ruido sin significado. Tan fuerte fue la sensación de unos sonidos totalmente ininteligibles que durante un momento el sentido de las palabras no penetró en su conciencia. Después, casi a pesar suyo, se volvió, enfrentándose con él.

    -¡La última vez! ¿Qué quieres decir?

    En el acto se arrepintió de lo que había hecho. Davy Dinsmore estaba a menos de dos metros de ella. Vestía unos largos pantalones de seda verde y una camisa amarilla con el cuello abierto. Su rostro infantil, con su expresión de «yo soy un tío duro», y los labios torcidos con un gesto de desdén, decían claramente que el nuevo hecho de haberse dado cuenta de su presencia era un victoria para él. Y, sin embargo…, ¿qué pudo inducirlo a decir una cosa como aquella? Era difícil creer que lo hubiese inventado. Kathleen sintió el vehemente impulso de indagar, pero encogiéndose de hombros, desistió. Penetrar en su cerebro, en el estado en que se encontraba, le causaba un malestar que hubiera durado un mes.

    Hacía ya tiempo, meses y meses, que se había aislado de todo contacto con la corriente de los pensamientos humanos, odios y esperanzas que convertían aquel palacio en un infierno. Era mejor que despreciase una vez más a aquel muchacho, como lo había despreciado siempre. Le volvió la espalda sin prestarle la menor atención, pero oyó su voz gangosa y desagradable que repetía:

    ¡Sí, sí, la última vez! ¡Eso he dicho y lo pienso! ¿Mañana cumples once años, verdad?

    Kathleen no respondió, fingiendo no haberle oído. Pero una sensación catastrofista se apoderó de ella. Había demasiada maldad en aquella voz, demasiada certidumbre. – ¿Era posible que durante los meses que ella conservó su mente aislada de los pensamientos de los demás, se hubiesen tramado aquellos horrendos planes? ¿Era posible que hubiese cometido un error al aislarse, encerrándose en un mundo suyo propio, y que ahora el mundo real llegase a ella a través de su protectora armadura? La voz de Davy Dinsmore proseguía:

    -¿Te creías inteligente, verdad? Pues no te lo parecerá tanto mañana, cuando te maten. Quizá no lo sepas, pero mamá dice que por el palacio corre la voz de que cuando te trajeron aquí Mr. Kier Gray tuvo que prometer al consejo que te haría matar el día que cumplieses once años. Y no creas que no lo van a hacer, además. El otro día mataron una mujer slan por la calle, ya lo ves.

    -¡Estás… loco! Las palabras salieron solas de sus labios. No se dio cuenta de haberlas pronunciado, porque no eran lo que pensaba. Estaba convencida de que decía la verdad, porque se amoldaban al odio que todos le tenían. Era tan lógico que le pareció haberlo sabido siempre.

    Era curioso, lo que más llenaba la mente de Kathleen era que hubiese sido la madre de Davy la que le hubiese dicho aquello. Recordaba aquel día, tres años antes, en que el muchacho la había agredido delante de los tolerantes ojos de su madre. ¡Qué de gritos, qué de patadas y golpes había habido cuando ella lo mantuvo a raya hasta que la ultrajada madre se abalanzó sobre ella gritando y amenazándola con «lo que iba a hacerle a una sucia y viperina slan»!

    Y entonces, súbitamente, la aparición de Kier Gray, fuerte, alto, autoritario, y Mrs. Dinsmore rebajándose delante de él…

    – Si estuviese en tu lugar no pondría la mano encima de esta muchacha. Kathleen Layton es propiedad del Estado, y a su debido tiempo dispondrá de ella. En cuanto a tu hijo, se ha llevado lo que todo desvergonzado se merece y espero que la lección le haya servido.

    ¡Cómo se había emocionado ante aquella defensa! Y desde entonces había clasificado a Kier Gray en otra categoría de los demás seres humanos, pese a las terribles historias que corrían sobre él. Pero ahora sabia la verdad y comprendía lo que había querido decir con sus palabras: «…y el Estado dispondrá de ella».

    Salió de su amarga concentración con un sobresalto y observó que en la ciudad se había producido un cambio. La gran masa urbana había encendido sus millones de luces, alcanzando su pleno esplendor nocturno. Ante ella se extendía ahora la ciudad maravillosa perdiéndose en la lejanía como una imagen soñada de refulgente magnificencia. ¡Cuánto había suspirado por ir un día a aquella ciudad y poder juzgar por sí misma de todas las delicias que su imaginación le había atribuido! Ahora, desde luego, no las vería nunca. Aquel mundo de deleites, de maravillas, permanecería para ella eternamente ignorado…

    -¡Ah, ah! – repetía la discordante voz de Davy -. ¡Fíjate bien! ¡Es la última vez!

    Kathleen se estremeció. Le era imposible tolerar un segundo más la presencia de aquel asqueroso muchacho; sin decir una palabra dio media vuelta y se refugió en la soledad de su dormitorio. El sueño se había desvanecido y la ciudad dormía ya, a excepción de los que estaban de guardia o en alguna fiesta.

    Era curioso que no pudiese dormir. Y no obstante se sentía más tranquila, ahora que sabía la verdad. La vida cotidiana había sido horrible; el odio de los sirvientes y la mayoría de los seres humanos era una cosa intolerable. Finalmente debió quedarse dormida porque la fuerte impresión que recibió del exterior deformó el sueño irreal que estaba teniendo. Se agitó en la cama, nerviosa. Sus tentáculos de slan, tenues pedúnculos casi dorados que brotaban entre el cabello obscuro que enmarcaba su infantil y delicado rostro, se erguían agitándose suavemente como bajo el impulso de una suave brisa. Suavemente, pero con insistencia.

    De repente, la amenazadora idea que aquellos sensitivos pedúnculos captaban de la noche que envolvía el palacio de Kier Gray penetró en Kathleen y se despertó, temblorosa. La idea se fijó en su mente por un instante, cruel, clara, mortal, ahogando el sueño como una ducha de agua fría. Y en el acto desapareció, tan completamente, como si no hubiese existido nunca. Sólo quedaba una vaga confusión de imágenes mentales que fueron borrándose, perdiéndose por la interminable serie de habitaciones del vasto palacio.

    Kathleen yacía inmóvil y en lo más profundo de su cerebro vio lo que aquello significaba. Había alguien que no quería esperar hasta mañana. Alguien que dudaba de que la ejecución tuviese lugar y quería presentarse ante el Consejo con un hecho consumado. Sólo existía una persona suficientemente poderosa para arrostrar las responsabilidades, John Petty, el jefe de policía secreta, el fanático antí-slan; John Petty, que la odiaba con una violencia que incluso en aquel antro de antíslanismo la hacía desfallecer. El asesino debía ser uno de sus esbirros.

    Haciendo un esfuerzo trató de calmar sus nervios y activar su mente el límite de lo posible. Pasaron los segundos y seguía yaciendo allí, buscando en vano el cerebro cuyos pensamientos habían amenazado su vida durante un breve instante. El murmullo de los pensamientos exteriores se convirtió en su cerebro en un rugido, Hacía mese que no había explorado aquel mundo de cerebros incontrolados. Había creído que el recuerdo de sus horrores no habían palidecido y, no obstante, la realidad era peor que el recuerdo. Con una insistencia digna casi de la madurez se sumergió en aquella tempestad de vibraciones mentales, haciendo un esfuerzo para aislar cada uno de los individuos. Llegó a ella una frase:

    -¡Oh, Dios mío! ¡Quiera Dios que no descubran que roba! ¡Hoy, en las legumbres!

    Debía de ser la esposa del cocinero, pobre mujer temerosa de Dios que vivía en el terror mortal del día en que serían descubiertos los pequeños robos de su marido. Kathleen sentía compasión por aquella pobre mujer que yacía despierta en la obscuridad al lado de su marido. Pero no mucha compasión, porque una vez, obedeciendo a un mero instinto de maldad, al cruzarse con ella en un corredor la había abofeteado sin mandarle el menor preaviso mental.

    La mente de Kathleen trabajaba ahora activamente impulsada por la sensación de premura las ideas se iban sucediendo como un caleidoscopio, descartándolas a medida que iban apareciendo cuando no estaban relacionadas con la amenaza que la había despertado. Era todo aquel mundo del palacio con sus intrigas, sus incontables tragedias, sus codiciadas ambiciones. Los que se agitaban en su sueño tenían pesadillas con significado psicológico

    ¡Súbitamente lo sintió! ¡Un susurro del firme propósito de matarla! En el acto hubo desaparecido, como una elusiva mariposa, pero no de la misma forma. Su firme determinación era un aguijón que la desesperaba. Porque aquel breve segundo de amenazadora idea había sido demasiado potente para no ser algo real, próximo, peligroso. Era curioso ver cuán difícil era volver a encontrarlo. Le dolía el cerebro, todo su cuerpo sentía alternativamente calor y frío; y finalmente vio con claridad una imagen…, ¡ya lo tenía! Ahora comprendía por qué su mente lo había eludido durante tanto tiempo. Sus pensamientos se habían difuminado en mil diferentes temas, sin fijarse en ninguno, captando sólo los conceptos superficiales de un fondo de pensamientos.

    No se trataba de John Petty ni de Kier Gray, pues ambas líneas de razonamiento podía seguirlas exactamente una vez las había captado. Su presunto agresor a pesar de toda su inteligencia, se había delatado. En cuanto entrase en la habitación de ella…

    La idea se cortó. Su mente se elevaba hacia la desintegración bajo el efecto de la verdad que había aparecido ante ella. El hombre había entrado en la habitación y en aquel mismo instante estaba avanzando de rodillas hacia la cama. Kathleen tuvo la sensación de que el tiempo se paraba, nacida de la obscuridad y de la forma como sus mantas que la sujetaban, cubriendo incluso los brazos. Sabía que el menor movimiento produciría un crujido de las sábanas almidonadas y el asesino se arrojaría sobre ella antes de que pudiese moverse; la sujetaría bajo las mantas y la tendría a su merced.

    No podía moverse. No podía ver. Sólo podía percibir la excitación que iba aumentando en el cerebro de su asesino. Sus pensamientos eran rápidos y olvidaba difundirlos. La llama de su asesino propósito ardía en su interior con tanta fuerza y ferocidad que Kathleen tenía que apartar su mente de ella porque le producía un dolor casi físico. Y en aquella total revelación de sus pensamientos, Kathleen leyó toda la historia de la agresión.

    Aquel hombre era el guardián que habían puesto en la puerta de su habitación. Pero no era el de costumbre. Era curioso que ella no se hubiese fijado en el cambio. Debieron hacerlo mientras dormía o bien estaba demasiado preocupada con sus propios pensamientos para fijarse en ello. Mientras el hombre se ponía de pie sobre la alfombra y se acercaba al lecho captó su plan de acción. Por primera vez sus ojos se fijaron en el brillo del cuchillo en el momento en que levantaba la mano.

    Sólo había una cosa a hacer. ¡So1o podía, hacer una cosa! Con un rápido gesto que desconcertó al propio agresor, le echó las mantas sobre la cabeza y los hombros y se tiró de la cama, perdiéndose, sombra entre las sombras, en la obscuridad de la habitación.

    – El hombre luchaba por desasirse de la manta sujeta por los delgados, pero extraordinariamente fuertes brazos de la muchacha, y en el gemido ahogado que lanzó había todo el terror de lo que podía significar ser descubierto.

    La muchacha captaba los pensamientos y oía los gestos del hombre mientras andaba a tientas buscándola en la obscuridad. Quizá no hubiera debido moverse de la cama, pensó. Si de todos modos la muerte tenía que alcanzarme mañana, ¿para qué demoraría? Pero en el acto supo la respuesta; supo que un ansia de vivir se había apoderado de ella y, por segunda vez aquella noche, que aquel visitante nocturno era la prueba de que había alguien que temía que la ejecución no se llevase a cabo.

    Lanzó un profundo suspiro. Su excitación se desvaneció en las primeras palabras de desprecio que pronunció ante los vanos esfuerzos de su asesino.

    -¡Estúpido! – dijo, con el desdén en su voz infantil y, sin embargo, totalmente privada de infantilismo en su aplastante lógica -. ¿Es qué crees poder llegar a un slan en la obscuridad?

    El hombre se lanzó hacia el lugar de donde salía la voz golpeando las tinieblas de una manera lastimosa. Lastimosa u horrible, porque sus pensamientos estaban ahora invadidos por el terror. Un terror que llevaba en sí algo repulsivo y que hizo estremecerse a Kathleen mientras permanecía de pie, descalza, en el rincón opuesto de la habitación. De nuevo habló, con voz vibrante, infantil:

    – Harás mejor en marcharte antes de que nadie se dé cuenta de lo que estás haciendo aquí Si te vas en seguida no te delataré a Mr. Gray.

    Vio que el hombre no le creía. Tenía demasiado miedo, demasiadas sospechas y súbitamente dejó de buscarla en las tinieblas y se lanzó desesperadamente hacia la puerta donde estaba el interruptor de la luz. Kathleen sintió que sacaba un revólver del bolsillo mientras trataba de encender. Se dio cuenta de que el hombre prefería correr el riesgo de ser detenido por los guardias que vendrían precipitadamente al oír la detonación, a presentarse ante un superior confesando su fracaso.

    -¡Estúpido! – gritó Kathleen.

    Sabía lo que tenía que hacer, pese a que no lo había hecho nunca. Se deslizó silenciosamente a lo largo de la pared, buscando a tientas con los dedos. Abrió una puerta, salió por ella, la cerró con llave y echó a correr por un largo corredor tenuamente iluminado hasta la puerta del final. La abrió y se encontró en un vasto despacho lujosamente amueblado.

    Presa de un súbito terror por la osadía de su acción, permaneció en el umbral contemplando un hombre de aspecto vigoroso que estaba sentado escribiendo a la luz de una lámpara con pantalla. Kier Gray no levantó la vista inmediatamente. Ella sabía que se había dado cuenta de su presencia y su silencio la dio valor para observarlo.

    En aquel hombre, gobernante de hombres, había un algo magnífico que causaba su admiración, a pesar de que el miedo que le inspiraba pesaba gravemente sobre ella. Las duras facciones de su rostro le daban un aire de nobleza y permanecía inclinado sobre la carta que estaba escribiendo. Kathleen podía leer superficialmente sus pensamientos, pero nada más. Hacía ya tiempo que había descubierto que Kier Gray compartía con el más odioso de los hombres, John Petty, la facultad de pensar en su presencia sin la menor desviación, de una forma que hacía la lectura de sus pensamientos prácticamente imposible. Sólo conseguía interpretar sus ideas superficiales, las palabras que estaba escribiendo. Y su impaciencia pudo más que todo interés por la carta.

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