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Resumen del Regalo de un hombre inútil, de Alan Dean Foster




    Resumen de El regalo de un hombre inútil, de Alan Dean Foster – Monografias.com

    Resumen de El regalo de un hombre inútil, de Alan Dean Foster

    Tanto Pearson como la nave estaban acabados.

    No lo había imaginado cuando la había alquilado (sin intención de devolverla y sin preocuparse de revisarla previamente, puesto que tanto la tarjeta de crédito que había empleado para pagar el alquiler como la documentación que le identificaba como titular de la misma estaban falsificadas); además, había tenido demasiada prisa como para poder entretenerse en revisiones.

    La nave había dado el Salto sin desmontarse; pero cuando había vuelto al espacio normal había descubierto que varios componentes, pequeños pero críticos, habían resultado dañados.

    Ahora, todo lo que quedaba de la nave era una columna de humo y metal vaporizado que se elevaba hacia un cielo azul pálido. Ni siquiera tenía ánimos para maldecirla. Sabía lo que era estar acabado y, por lo menos, la nave lo había eyectado… aunque no con la suavidad necesaria para ponerlo a salvo.

    Estaba vivo, sí, pero esto no era suficiente. Lo único que ahora notaba era un cansancio sin límites, una fatiga que le embargaba el espíritu. Un abotargamiento de su alma misma.

    Sorprendentemente, no sentía dolor. Por dentro, Pearson continuaba funcionando. Por fuera, podía mover los ojos y los labios, arrugar la nariz y, con un tremendo esfuerzo, levantar su brazo derecho del llano y arenoso terreno. Su rostro ya no era simplemente una pequeña parte de un todo muy expresivo: era lo único que le quedaba. El aspecto que tenía el resto de su cuerpo, envuelto en los restos de lo que había sido su traje de vuelo, era algo que sólo le cabía imaginarse. Y no quería imaginarlo. Sabía que tenía intacto el brazo derecho, porque podía moverlo; fuera de esto, todo era pura especulación, y, además, mórbida.

    Si tenía suerte, mucha suerte, podría usar su brazo derecho para ponerse de costado. No se molestó en realizar aquel esfuerzo. Ya no había ninguna ilusión, desde luego ilusiones no, rondando por la mente de Pearson. Al borde de la muerte, se había convertido en un auténtico realista.

    Aquel mundo al que había impuesto su presencia era muy pequeño; de hecho, apenas si era más grande que un asteroide. En silencio, le pidió disculpas por cualquier daño que le hubiera causado con el impacto de su nave al estrellarse. Siempre estaba pidiendo perdón por algún daifa que había infligido…

    Respiraba, de modo que la delgada atmósfera era menos tenue de lo que parecía. Nadie lo encontraría allí; incluso la policía, que lo había estado buscando, acabaría por abandonar su persecución. Pearson era un criminal de poca monta. De hecho, ni siquiera era un verdadero criminal. Para lograr ese apelativo uno tenía que hacer algo que fuese medianamente dañino. «Criminal» significaba alguien peligroso, amenazador. Y Pearson resultaba simplemente irritante para la sociedad, algo así como un picorcillo.

    Bueno, al fin había acabado con el picor: él mismo se había rascado hasta desaparecer, pensó, y le sorprendió descubrir que aún tenía la capacidad y las fuerzas necesarias para reírse.

    A pesar de que el hacerlo le hizo perder el conocimiento.

    Cuando recobró el sentido estaba empezando a clarear. No tenía ni idea de cuánto duraba el día en aquel minúsculo mundo y, por consiguiente, no podía saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Podría haber sido un día o una semana, según la forma de medir el tiempo de los humanos. Aunque ya no pensaba en sí mismo como un ser humano: una total parálisis muscular, que sólo había respetado su cara y un brazo, lo había convertido en un cadáver en vida. Le resultaba imposible moverse; ni siquiera podía tender el brazo para tomar los concentrados alimenticios del equipo de supervivencia que quizá llevase aún, o quizá no, sujeto a la pernera del pantalón. No podía hacer otra cosa que sorber la débil atmósfera que, temporalmente, le estaba manteniendo con vida. Hubiera preferido estallar con la nave.

    No obstante, no iba a morirse de hambre; primero se moriría de sed. Un cadáver viviente, Pearson. Un cerebro dentro de una botella. Esto le daba mucho tiempo para reflexionar acerca de su vida.

    La verdad era que siempre había sido, más o menos, un cadáver viviente. Nunca había sentido afecto por nadie ni por nada, ni siquiera lo había sentido casi por sí mismo. No habiendo hecho nunca nada bueno y no teniendo los medios para hacer nunca nada realmente malo, se había limitado a merodear por la vida, robando un poco de espacio y aire a los demás.

    Mejor me hubiera ido si hubiese sido un árbol, musitó cansinamente. Claro que se preguntó si hubiera sido un buen árbol… Desde luego, no habría podido ser un árbol peor que lo malo que había resultado como hombre. Se vio en su juventud, un chico en cierta manera muy echado hacia adelante. Se contempló a sí mismo dando coba a los criminales más famosos y profesionales, con la esperanza de que lo admitiesen en su mundillo, en su casta, que se hicieran amigos suyos.

    No, ni siquiera había sido un buen lameculos. Ni tampoco había sabido comportarse de un modo honrado, el par de ocasiones en que lo había intentado. El mundo normal, el legal, lo había contemplado con el mismo desprecio que le habían mostrado los criminales. Así que vivía en un vacío tenebroso y resbaladizo de su propia invención, sin terminar de funcionar de un modo eficiente en lo mental y apenas sí en lo físico.

    Si pudiera… Pero no, se interrumpió a sí mismo; iba a morir. Más valía que, por una vez, se mostrase honesto… aunque sólo fuera consigo mismo. Todas las desgracias que le habían acaecido, él se las había buscado; él solito. Y no eran culpa de los demás, como siempre le había agradado argumentar. Unos pocos (¡los muy desgraciados!) habían tratado de ayudarle: de algún modo, él siempre había logrado echarlo todo a perder. Bueno, ya que no otra cosa, al menos podría tratar de morir siendo honesto con sus pensamientos.

    Había oído decir que morir de sed no era nada agradable.

    El sol cayó por el horizonte Y ninguna luna se alzó. Claro que no, aquel mundo era demasiado pequeño para poder permitirse tener un satélite. Ya resultaba bastante asombroso que fuera capaz de retener una atmósfera. Sin que realmente le preocupase mucho la respuesta, Pearson se preguntó si habría vida en el excelente y llano terreno que lo rodeaba. Quizá plantas. Había descendido demasiado .deprisa y de tan mala manera, que no había podido emplear tiempo alguno en enterarse de esos detalles. Y, como no era capaz de mover la cabeza, no podía hallar respuesta a sus preguntas.

    El aire sopló por encima de Pearson, una fresca brisa nocturna, placentera tras el cálido y neblinoso día. La notó fuerte en el rostro; el resto de los receptores externos de su cuerpo estaban muertos. Era posible que hubiera sufrido graves quemaduras; si así era, no podía reaccionar a ellas. En este aspecto la parálisis era una bendición. Y, no obstante, sabía que otras partes de su cuerpo sí estaban funcionando: podía olerlo.

    Cuando el sol se alzó de nuevo ya estaba despierto del todo. Calculó que el día de aquel mundo debía de ser de tres o cuatro horas, seguido de una noche de igual duración. Esta información no le era de ninguna utilidad, pero tales especulaciones le mantenían la mente ocupada. Poco a poco se estaba ajustando a su nueva situación… Se dice que la mente humana puede ajustarse a cualquier cosa.

    Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no le preocupaba la idea de la muerte. En cierta manera le resultaría un alivio. Ya no más escapar: de los demás, de su pobre yo. Nadie iba a llorar su muerte. Y con su ausencia liberaría a los demás de las molestias de su presencia. Las primeras sensaciones de sed, débiles pero innegables, se apoderaron de su garganta.

    Pasaron los cortos días y aparecieron algunas nubes. Nunca había prestado atención a las nubes y bien poca al clima; ahora tenía tiempo y motivos para estudiar ambas cosas. Además, no podía ver otra cosa. Se le ocurrió que podría emplear el brazo que le funcionaba para variar la posición de su cabeza y así cambiar su línea de visión. Pero, cuando lo intentó, descubrió que el brazo no le respondía lo bastante como para llevar a cabo la complicada maniobra.

    Extrañas, las emociones que sentía: descubrió que la posibilidad de que se le paralizase el único miembro que aún le obedecía le aterraba mucho más que la segura llegada de su muerte.

    Las nubes se seguían acumulando sobre él. Las miraba indiferente. La lluvia podría prolongar su vida algunos días terrestres más, pero al fin acabaría por morir de hambre. Los concentrados del paquete de emergencia de su traje le podrían haber mantenido con vida durante meses, quizá más de lo normal, vista su total ausencia de actividad física; pero era como si se hubieran vaporizado con la nave: no podía alcanzarlos.

    Su mente especuló sobre los posibles métodos de suicidio. Si su brazo le respondía y si hubiera un trozo de metal afilado cerca, un fragmento de su nave, podría cortarse el cuello. Si… si… llovió. Suave pero continuadamente, durante todo medio día.

    Su boca abierta recogió la suficiente agua como para saciarle. Las nubes pasaron y se rasgaron y el lejano sol regresó. Notó cómo le secaba el rostro y supuso que estaría haciendo lo mismo con el resto de su cuerpo. Empezó a apreciar, de un modo distinto y más intenso, el milagro de la lluvia y del proceso por el que es transformada en sangre, linfa y células. Era un logro asombroso, anonadante; y él había pasado toda una vida dándolo por supuesto. Se merecía morir.

    Estoy poniéndome filosófico, pensó. O deliro.

    Cortos días daban paso a cortas noches. Había perdido totalmente la noción del tiempo, cuando lo halló el primer bicho.

    Pearson lo notó mucho antes de verlo. Caminaba por encima de su mejilla. Le volvía loco, porque era incapaz de rascarse o de apartarlo de un manotazo. Cruzó su rostro, se detuvo y atisbó dentro de su ojo derecho.

    El parpadeó.

    El cosquilleo prosiguió, luego no lo había alejado. Ahora lo tenía en la frente. Tras hacer una pausa allí, caminó hacia su mejilla izquierda, atravesándola, para reincidir su camino primitivo. Por el rabillo de su ojo izquierdo lo vio, mientras llegaba a su hombro. Era negroazulado y demasiado pequeño para que él pudiera discernir detalles. Desde luego parecía un insecto.

    Se detuvo en su hombro, estudiando los alrededores.

    Quizá fuera mejor de ese modo, pensó. Sería más rápido si los bichos lo devoraban. Cuando hubiera sangrado lo bastante moriría.

    Y, si empezaban debajo de su cabeza, no sentiría ningún dolor hasta perder el sentido.

    Silenciosamente, animó al insecto. ¡Ánimo, amigo! Tráete a tus tíos y tías, a tus primos y tus sobrinos, y daos un banquete, que Pearson invita. Será toda una bendición.

    – No, no podemos hacerlo.

    Deliro, supuso él, añadiendo luego:

    – ¿Por qué no?

    – Eres una maravilla. No podemos comernos una maravilla. No somos lo bastante dignos.

    – No soy ninguna maravilla – pensó él, insistente -. Soy un desecho, un fracaso, un absoluto fallo de la Naturaleza. Y no sólo eso – concluyó – , sino que además, aquí estoy hablando telepáticamente con un bicho.

    – Soy Yirn, miembro del Pueblo – el suave pensamiento le informó -. No sé lo que es un bicho. Dime, maravilla… ¿cómo puede estar viva una cosa tan grande?

    De modo que Pearson se lo dijo: le dio al bicho su nombre y le explicó lo que era la Humanidad, le habló de su triste existencia, que pronto iba a llegar a término, y le contó lo de su parálisis.

    – Me entristezco por ti – le dijo al fin Yirn, miembro del Pueblo -. No podemos hacer nada por ayudarte. Somos una pobre tribu, una de tantas, y no se nos permite, según las Leyes, que nos reproduzcamos mucho. Tampoco acabo de comprender esas extrañas cosas que me cuentas acerca del espacio, el tiempo y el tamaño. Ya me cuesta trabajo creer que esa montaña dentro de la que yaces pudiera moverse en otro tiempo. Pero, sin embargo, tú lo afirmas y yo debo creerlo.

    Pearson tuvo un repentino y perturbador pensamiento:

    – Hey, mira, Yirn. No te creas que soy un dios o algo así. Sólo más grande que tú, eso es todo. En realidad soy mucho menos que tú: ni siquiera supe ser un buen maleante…

    – Ese concepto no tiene significado. – Yirn dio la impresión de estar esforzándose en comprenderle

    Eres la cosa más maravillosa de toda la creación.

    – Tonterías. Dime… ¿Cómo es que puedo «hablar» contigo, visto que eres mucho más pequeño que yo?

    – En el Pueblo tenemos un dicho acerca de que lo que es importante es el tamaño de la inteligencia, no el tamaño del tamaño.

    – Sí, creo que tienes razón. Mira, lamento que seáis una tribu tan pobre, Yirn: y agradezco que te dé pena mi estado. Nadie había sentido pena alguna por mí antes… excepto yo mismo. Ya es mucho incluso el que un bicho muestre simpatía por mí.

    Se quedó en silencio un rato, contemplando al bicho, que agitaba sus diminutas antenas.

    – Me… me gustaría poder hacer algo por ti y por tu tribu – dijo al cabo – , pero ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo. Pronto moriré de hambre.

    – Te ayudaríamos si pudiésemos – le llegó el pensamiento. Pearson tuvo la sensación de una tristeza fuera de toda proporción con el tamaño de aquel ser -, pero todo lo que pudiésemos reunir no te serviría ni para alimentarte convenientemente durante un solo día.

    -Claro. Hay comida en el paquete de emergencia de mi traje, pero… – se quedó en silencio. Luego dijo -: Yirn, dime si hay unos recipientes metálicos brillantes en la parte inferior de mi cuerpo.

    Pasaron unos momentos, mientras el insecto hacía un viaje hasta el promontorio de una rodilla y regresaba.

    – Son como tú los describes, Pearson.

    – ¿Cuántos sois en tu tribu?

    – ¿En qué estás pensando, Pearson?

    A la tribu de Yirn le costó días, días locales, el abrir los cierres de los paquetes del traje. Cuando resultó claro que el Pueblo podía digerir los alimentos humanos, un gran regocijo mental llenó el cerebro de Pearson y se sintió satisfecho.

    Fue un Yirn realmente humilde quien luego llegó a comunicarse con él:

    – Por primera vez en muchas, muchas generaciones, mi tribu tiene suficiente que comer. Nos podremos multiplicar más allá de las restricciones que las Leyes imponen a los desprovistos de alimentos. Uno de los grandes bloques que tú llamas concentrados puede alimentar a la tribu durante largo tiempo. No hemos probado los alimentos naturales que dices que están dentro del paquete mayor que está debajo de tu cuerpo, pero ya lo haremos. Ahora nos podemos convertir en una verdadera tribu, y no temeremos a esas tribus que roban a las más pobres. Y todo gracias a ti, gran Pearson.

    – Con Pearson a secas basta, ¿comprendes? Si me vuelves a llamar «gran» te voy a… – hizo una pausa -. No, no haré nada. Incluso aunque pudiese… se acabaron las amenazas. Sólo Pearson, por favor. Y no he hecho nada por vosotros: ha sido tu pueblo el que se ha hecho con los alimentos. Es curioso, es la primera vez que pienso algo bueno de esos condenados concentrados alimenticios.

    – Tenemos una sorpresa para ti, Pearson.

    Algo se estaba arrastrando con lentitud infinita por su mejilla. Pesaba un poquito, más que el Pueblo. Lo vio al borde de su visión: un pequeño bloque marrón. Docenas de formas negroazuladas lo rodeaban. Podía sentir sus esfuerzos dentro de su mente.

    El bloque llegó a sus labios y él los abrió. Algunos de los miembros del Pueblo se sintieron aterrorizados ante la cercanía de aquel abismo, oscuro y sin fondo. Se dieron la vuelta y huyeron. Yirn y otros líderes de la tribu tomaron sus lugares.

    El bloque pasó sobre su labio inferior. El Pueblo ejerció un último y monumental esfuerzo. Algunos de sus miembros fallecieron al realizarlo. El bloque cayó al abismo. Pearson notó cómo le fluía la saliva, pero dudó.

    – No sé qué bien me pueda hacer a la larga, Yirn, pero… gracias. Sin embargo, mejor será que te lleves a tu gente de mi cara. Dentro de un momento va a haber un terre… no, un Pearsonmoto.

    Cuando se hubieron retirado a un lugar que ofreciera seguridad, empezó a masticar.

    A la siguiente mañana llovió. Las gotas tenían el tamaño de las gotas de lluvia de la Tierra y representaban un terrible peligro para la tribu, si la lluvia les cogía a campo abierto. Unas gotas podían matar a alguien del tamaño de Yirn, pero toda la tribu tenía amplio cobijo en el espacio vacío que quedaba bajo el brazo derecho de Pearson. Muchas semanas más tarde, Yirn estaba sentado en la nariz de Pearson, mirando hacia abajo, a los oceánicos ojos.

    – Los concentrados no van a durar siempre, y la comida real que hemos hallado en la «mochila» que está bajo tu espalda aún durará menos.

    – No te preocupes. Creo que hay un par de zanahorias, y un bocadillo que me había preparado: debe de llevar rodajas de tomate, lechuga, y creo que champiñones. Y también unas nueces. Os podéis comer el embutido y el pan; pero reservad algo de pan, quizá os podáis comer el moho que saldrá.

    – No entiendo lo que quieres decirme, Pearson.

    – ¿Cómo os hacéis con la comida, Yirn? Sois simples recolectores, ¿no?

    – Así es.

    – Entonces, quiero que toméis las zanahorias, y el tomate y las otras cosas… ya os las describiré… y también quiero ejemplares de cada planta de las que come tu gente.

    – ¿Y qué harás con todo eso, Pearson?

    – Reúne a los ancianos de la tribu. Empezaremos con la idea de la irrigación…

    Pearson no era un campesino, pero sabía, de un modo rudimentario, que si plantas, riegas y quitas las malas hierbas, crecerán algunos alimentos. El Pueblo aprendía rápido. La idea que más nueva les resultaba era la de quedarse fijos en un sitio y plantar.

    Excavaron una balsa para recoger el agua de la lluvia, al precio de centenares de diminutas vidas. Pero los concentrados le daban grandes energías al Pueblo. Diminutos arroyuelos comenzaron a serpentear desde la balsa, más allá de la protectora masa de Pearson. Cuando dejó de llover, la balsa y los diminutos canales estaban repletos, y comenzaron a usar las minúsculas presas. Luego excavaron otra balsa, y otra.

    Algo de la comida humana echó raíces y creció, y algunas de las plantas locales echaron raíces y crecieron. El Pueblo prosperó. Pearson les explicó la idea de construir estructuras permanentes. El Pueblo nunca había considerado, tal idea, porque jamás había imaginado una construcción artificial que les pudiera proteger de la lluvia. Pearson les habló de las tiendas de campaña.

    Entonces llegó el día en que se acabaron los concentrados. Pearson había estado esperando esto y la noticia no le causó pavor. Había hecho más, mucho más de lo que imaginara que pudiese hacer en aquellos primeros días solitarios en la vacía arena, tras que la nave se estrellase. Había ayudado, y había sido recompensado con la primera verdadera amistad de toda su vida.

    – No importa, Yirn. Me alegra saber que he podido ser de ayuda para ti y para tu pueblo.

    – Yirn ha muerto – dijo el bicho-. Yo soy Yurn, uno de sus descendientes, al que le ha sido concedido el honor de hablar contigo.

    – ¿Yirn ha muerto? Pero si no ha pasado tanto tiempo… ¿o sí? – La idea que tenía Pearson del tiempo transcurrido era muy nebulosa. Pero también era cierto que el período de vida del Pueblo era mucho más corto que el de los humanos -. No importa. Después de todo, la tribu ya tiene suficiente que comer.

    – A nosotros sí que nos importa – le repitió Yurn -. Abre la boca, Pearson.

    Algo se estaba arrastrando por su mejilla. Se movía bastante deprisa. Pequeñas poleas de madera ayudaban a arrastrarlo y por las poleas corrían largas cuerdas hechas con cabellos de Pearson. Le abrieron camino a través de su barba, a lo que fuese, docenas de miembros del Pueblo usando sus aguzadas mandíbulas.

    Cayó en su boca. Tenía hojas y le resultaba vagamente familiar. Era un trozo de espinaca.

    – Come, Pearson. Los restos de tu antiguo «bocadillo» han procreado.

    Poco después de la tercera cosecha, un trío de ancianos visitó a Pearson. Se sentaron cuidadosamente en la punta de su nariz y lo contemplaron con aire sombrío.

    – Las cosechas no marchan bien – dijo uno.

    – Describídmelas. – Así lo hicieron y él rebuscó por entre los más polvorientos rincones de su mente los conocimientos, aprendidos en la escuela y olvidados después -. Si tienen toda el agua que necesitan, entonces sólo puede ser una cosa, visto que todas se muestran igualmente afectadas: estáis agotando el suelo de por aquí. Tendréis que ir a plantar a otro lugar.

    – Mucha es la distancia que hay entre este lugar y la granja más alejada – le dijo uno de los ancianos -. Ha habido incursiones. Otras tribus están celosas de nosotros. El Pueblo tiene miedo a plantar muy lejos de ti. Tu presencia les da confianza.

    – Entonces hay otra posibilidad. Se lamió los labios. El Pueblo había encontrado sal para él.

    – ¿Qué habéis estado haciendo con los excrementos que suelta mi cuerpo? – les preguntó.

    – Han sido retirados periódicamente y enterrados, tal como nos dijiste – le contestó uno de los tres -, y hemos ido trayendo tierra y arena limpias para sustituir lo que nos llevamos de la región que hay debajo de tu cuerpo, allá donde humedeces el suelo.

    – El terreno de por aquí está quedando agotado – les explicó -. Necesita que se le añada algo llamado abono. Esto es lo que el Pueblo debe hacer…

    Muchos años más tarde un nuevo Consejo vino a visitar a Pearson. Esto fue después de la Gran Batalla. Varias tribus, grandes y poderosas, se habían unido para atacar al Pueblo. Lo habían hecho retirarse hasta la montañosa fortaleza llamada Pearson. Y mientras la batalla rugía a su alrededor, los líderes de las tribus atacantes habían encabezado una tremenda carga para tomar posesión del dios-montaña, que era como las otras tribus denominaban a Pearson.

    Forzando cada uno de los nervios que aún funcionaban en su cuerpo, Pearson había alzado su único brazo válido y, de un manotazo, había aplastado a los líderes del asalto, a sus estados mayores y a centenares de otros atacantes. Aprovechándose de la confusión creada en las filas enemigas, el Pueblo había contraatacado. Los invasores habían sido rechazados con tremendas bajas, y el territorio del Pueblo ya no había vuelto a ser molestado.

    Muchos campos cultivados habían sido destruidos. Pero, con amplias dosis del abono suministrado por Pearson, la siguiente cosecha maduró mucho más generosamente que nunca.

    Ahora, el nuevo Consejo estaba sentado en el lugar de honor, en la punta de la nariz de Pearson, y miraba a los enormes ojos. Yeen, descendiente de la octava generación en línea directa de Yirn el legendario, se hallaba en el centro.

    – Tenemos un regalo para ti, Pearson. Hace meses nos hablaste de un acontecimiento que tú llamaste «cumpleaños» y hemos discurrido mucho acerca de su significado y las costumbres que lo rodean. Cavilamos acerca de cuál podría ser un regalo adecuado.

    – Me temo que no podré abrirlo si lo habéis envuelto para regalo – bromeó débilmente -. Me lo tendréis que mostrar. Y me gustaría tener algún regalo que haceros a vosotros por haberme mantenido con vida.

    – Tú nos has dado a nosotros mucho más que la vida. Mira a tu izquierda, Pearson.

    Movió los ojos. Comenzó a sonar un crujiente y chirriante sonido, que prosiguió mientras él contemplaba el vacío cielo y esperaba. Los pensamientos, cargados de buenos deseos, de millares de miembros del Pueblo lo llenaron.

    Lentamente se fue alzando un objeto hasta quedar a su vista. Era un círculo, colocado encima de un perfecto andamio de pequeñas vigas de madera. Era viejo y estaba rascado en algunos lugares, pero aún brillaba: un pequeño espejo de mano, tomado de Dios sabe qué rincón de su mochila o de los bolsillos de su traje. Estaba inclinado en ángulo sobre su pecho y miraba hacia abajo.

    Por primera vez en muchos años podía ver el suelo. Antes de que pudiera expresar sus gracias por el maravilloso, increíble regalo que era aquel viejo espejo, sus pensamientos fueron barridos por lo que podía ver.

    Pequeñas hileras de campos cultivados se extendían hasta el horizonte.

    Ramilletes de diminutas casitas tachonaban los campos, muchas agrupadas en lo que parecían ser pueblos. Puentes suspendidos, hechos con cabellos suyos y jirones de la ropa de su traje, cruzaban un diminuto riachuelo en tres lugares distintos. Al otro lado de lo que a la escala del Pueblo era un gran río, se divisaban los inicios de una pequeña ciudad.

    El equipo que manejaba el espejo, mediante un ingenioso sistema de cables y poleas, lo giró. Cerca se encontraba la fábrica en la que, le contaron, se construían vigas de madera y otros artículos a partir de las plantas locales. Grandes tiendas albergaban otras factorías, tiendas hechas con piel curtida, de la que se iba pelando regularmente del cuerpo de Pearson, siempre moreno por el sol. Las herramientas se movían suavemente y vehículos con ruedas llevaban al Pueblo de un lado a otro, en parte gracias a la lubrificación lograda con la cera tomada de los oídos de Pearson.

    – ¿Regalarnos algo a nosotros, Pearson? – exclamó Yeen lleno de retórica -. Nos has dado el mayor de los regalos: nos has dado a ti mismo. Cada día hallamos nuevos usos para la información que nos has suministrado. Y cada día hallamos nuevos usos para lo que tu cuerpo produce.

    – Otras tribus, con las que antes luchamos, se han unido a nosotros, para que unidos nos beneficiemos con tus dones – Intervino otro -. Estamos convirtiéndonos en eso que tú llamaste nación.

    – Cuidado… cuidado con eso… – Pearson murmuró mentalmente, sobrecogido por las palabras del Consejo y las vistas que le ofrecía el espejo -. Una nación significa la aparición de los políticos.

    – ¿Qué es eso? – dijo de repente uno de los miembros del Consejo, señalando hacia abajo.

    – Un nuevo regalo – contestó el pensamiento de su vecino, que también miraba hacia abajo por la gran pendiente de la nariz de Pearson -. ¿Para qué sirve eso, Pearson?

    – Para nada – contestó él -. Hace mucho que aprendí, amigos, que las lágrimas no sirven para nada…

    Yusec, descendiente de la ciento doce generación en línea
    directa de Yirn el Legendario, estaba descansando sobre el pecho de Pearson,
    disfrutando de la sombra suministrada por el bosque de pelos que allí
    había. Pearson acababa de comer un trozo de un nuevo y maravilloso fruto
    que el Pueblo había cultivado en una granja lejana y traído hasta
    allí, especialmente para él. Pearson podía ver a Yusec
    gracias a uno de los muchos espejos colocados rodeando su cara, todos inclinados
    para ofrecerle diferentes vistas de los alrededores.

    Un grupo de jóvenes estaba haciendo una excursión por el área pélvica y otro estaba visitando el área de la base de su oreja. Otros iban y venían, subían y bajaban, gracias a burdos ascensores y grandes escaleras que le montaban por todos lados. Grupos de escribas estaban cerca, dispuestos a recoger cualquier pensamiento suelto que pudiera tener Pearson. Incluso captaban sus sueños.

    – Yusec, el nuevo alimento es muy bueno.

    Los agricultores de esa región estarán complacidos. Hubo una pausa antes de que Pearson volviese a hablar:

    – Yusec, me estoy muriendo.

    Asustado, el insecto se alzó sobre sus patas traseras, mirando hacia el farallón que era la barbilla de Pearson.

    – ¿Qué dices? ¡Pearson no puede morir!

    – ¡Tonterías, Yusec! ¿De qué color es mi cabello?

    – Blanco, Pearson, pero lleva así muchas décadas.

    – ¿Y son profundas las trincheras de mi cara?

    – Sí. Pero no más de lo que eran en tiempos de mi tatarabuelo.

    – Lo que significa que ya entonces eran profundas. Me estoy muriendo, Yusec. No sé lo viejo que soy, porque hace ya mucho perdí la noción del tiempo, de mi tiempo; y jamás me tomé la molestia de compararlo con el vuestro. Jamás me importó, y sigue sin importarme. Pero me estoy muriendo.

    Hizo una pausa.

    – Sin embargo, moriré mucho más feliz de lo que jamás pensé. He movido muchas más cosas desde que me quedé paralítico de las que moví mientras podía caminar. Y esto me hace sentir muy bien.

    – No puedes morir, Pearson – repitió Yusec, insistente, mientras mandaba una llamada de emergencia al equipo hospitalario creado hacía muchos años sólo para atender a Pearson.

    – Puedo morir y voy a hacerlo. – Un aterrado Yusec notó cómo la muerte se extendía por la mente de Pearson, como si fuera una sombra. No podía imaginarse cómo serían los tiempos sin Pearson -. El equipo médico es bueno. Han aprendido por sí mismos muchas cosas acerca de mí. Pero no pueden hacer nada: voy a morir.

    – Pero… ¿qué haremos sin ti?

    – Todo lo que hacéis lo hacéis sin mí, Yusec. Yo sólo os he dado consejos y el Pueblo lo ha hecho todo por sí mismo. No me echaréis de menos.

    – Te echaremos de menos, Pearson – Yusec se estaba resignando a la tremenda inevitabilidad de la desaparición de Pearson -. Estoy absolutamente consternado.

    – Yo también. Es curioso, estaba empezando a disfrutar de esta vida. Oh, bueno…

    Sus pensamientos eran ya muy débiles, se estaban yendo como la luz cuando el sol da la vuelta al mundo.

    – Sólo una última idea, Yusec.

    – ¿Sí, Pearson?

    – Creí que podríais usar mi cuerpo cuando me hubiera ido: la piel, los huesos y los órganos, pero habéis ido más allá. Esas últimas piezas de bronce que me enseñasteis eran muy buenas. Ya no necesitáis la fábrica Pearson. Es una idea tonta, pero…

    Yusec apenas logró captar la última idea de Pearson, antes de que su presencia dejara para siempre al Pueblo.

     

    – ¡Son seres inteligentes, Señor! Ya sé que no son mayores que una pestaña, pero tienen carreteras y granjas, fábricas y escuelas, y yo qué sé qué más tienen. ¡Son la primera raza inteligente no humana que encontramos, Señor!

    – Tranquilo, Hanforth – dijo el Capitán -. Eso ya puedo verlo por mí mismo.

    Estaba en pie, fuera del módulo de aterrizaje. Habían descendido en un gran lago, para evitar aplastar la intrincada metrópoli que parecía cubrir el entero planetoide.

    – Desde luego, increíble es la mejor palabra para describirlo. ¿Hay algo acerca de esa vieja nave estrellada?

    – No, Señor. Excepto que es muy antigua. Al menos tiene varios cientos de años. Los detectores sólo hallaron fragmentos de la nave. Pero hay otra cosa, Señor, la delegación de los nativos…

    – ¿Sí?

    – Hay algo que quieren que veamos. Dicen que algunas de sus autopistas principales son lo bastante anchas como para que podamos viajar por ellas sin crear problemas. Y las han vaciado de todo tráfico.

    – Creo que lo mejor será que nos mostremos corteses, a pesar de que preferiría hacer nuestros estudios desde aquí, en lugar seguro, donde no pudiéramos hacer daño a nadie.

    Caminaron durante varias horas. Poco a poco llegaron hasta un lugar, cercano al cráter producido por el impacto de la nave arcaica. Habían visto el objeto alzarse en el lejano horizonte y cada vez podían creérselo menos, a medida que se iban acercando.

    Ahora se encontraban junto a su base. Era un obelisco metálico, que se alzaba unos cincuenta metros hacia el cielo azul acuoso, acabando en una lejana y aguzada punta.

    – Puedo imaginarme por qué querían que viéramos esto – el Capitán se mostraba incrédulo -. Si lo que deseaban era impresionarnos, lo han conseguido. Una obra de ingeniería como ésta, hecha por un pueblo de su tamaño… es algo imposible de creer.

    Frunció el ceño y se alzó de hombros.

    – ¿Y qué es, Señor? – La cabeza de Hanforth estaba echada hacia atrás para poder mirar la cúspide de aquel obelisco imposible.

    – Es curioso… me recuerda algo que he visto antes.

    – ¿Qué, Señor?

    – Un monumento funerario.

    RESUMEN DEL REGALO DE UN HOMBRE INÚTIL

    AUTOR: ALAN DEAN FOSTER

     

    Enviado por:

    Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

    "NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

    www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

    Santiago de los Caballeros,

    República Dominicana,

    2015.

    "DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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