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Resumen del Viaje del Beagle espacial de Van Vogt (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

El capitán Leeth intervino fatigosamente.

– Me temo que el señor Siedel ha analizado con precisión nuestra debilidad. Ahora recuerdo haber pensado en ello.

Desde el centro de la sala, Smith dijo:

– Quizá debamos oír el plan alternativo de Grosvenor.

El capitán Leeth miró de soslayo a Morton, quien vaciló y dijo:

– Él sugirió que nos dividiéramos en tantos grupos como proyectores atómicos haya bordo…

No pudo seguir.

– ¡Energía atómica… dentro de una nave! – exclamó pasmado un físico.

Se armó un alboroto que duró más de un minuto. Cuando volvió la calma, Morton continuó como si no lo hubieran interrumpido.

– Tenemos cuarenta y un proyectores. Si aceptáramos el plan de Grosvenor, cada cual sería manejado por artilleros militares, mientras los demás nos dispersamos como carnada a la vista de uno de los proyectores. Los artilleros tendrían órdenes de disparar aunque algunos estuviéramos en la línea de fuego.

Morton sacudió la cabeza y continuó.

– Quizá sea la sugerencia más efectiva que se ha presentado. Pero su crueldad nos pasmó a todos. La idea de disparar contra nuestra propia gente, aunque no es nueva, es más chocante de lo que Grosvenor parece creer. Para ser justo, sin embargo, debo añadir que hubo otro factor que decidió a los científicos contra ese plan. El capitán Leeth estipuló que quienes actuaran como carnada debían ir desarmados. Para la mayoría de nosotros, eso era ir demasiado lejos. Cada hombre debería tener derecho a defenderse. – El director se encogió de hombros -. Como había un plan alternativo, votamos por él. Personalmente, yo estoy ahora a favor de la idea de Grosvenor, pero me opongo a la estipulación del capitán Leeth.

A la primera mención de la sugerencia del comandante, Grosvenor se había vuelto para mirar duramente al capitán. El capitán Leeth sostuvo adusta mente la mirada. Al cabo de un instante, Grosvenor dijo enfáticamente:

– Creo que debería correr el riesgo, capitán. El comandante aceptó esas palabras con una leve inclinación formal.

– Muy bien – dijo -. Retiro mi estipulación.

Grosvenor notó que Morton quedaba desconcertado por ese breve diálogo. El director miró a Grosvenor y al capitán. Una expresión de asombro le alumbró el fuerte rostro. Bajó por la escalera de metal y se acercó a Grosvenor.

– Pensar que no comprendí por qué lo proponía – murmuró -. Obviamente él cree que en una crisis… – Calló, y se volvió para mirar de hito en hito al capitán.

– Creo que ahora comprende que cometió un error al mencionar ese asunto – dijo Grosvenor conciliatoriamente.

Morton cabeceó.

– Supongo que en definitiva tiene razón – dijo a regañadientes -. El instinto de supervivencia, siendo básico, puede imponerse sobre los condicionamientos posteriores. Aun así… – Frunció el entrecejo.

Será mejor no mencionarlo. Creo que los científicos se sentirían insultados, y ya hay bastante resentimiento a bordo.

Giró para enfrentar al grupo.

– Caballeros – dijo con voz resonante -, parece obvio que Grosvenor ha sabido defender su plan. Los que estén a favor, alcen la mano.

Para decepción de Grosvenor, sólo se alzaron unas cincuenta manos. Morton titubeó, luego dijo:

– Los que estén en contra, alcen la mano.

Esta vez sólo se alzaron una docena de manos. Morton señaló aun hombre de la primera línea.

– Usted no alzó la mano en ninguna de ambas ocasiones. ¿Cuál es el problema?

El hombre se encogió de hombros.

– Soy neutral. No sé si estoy a favor o en contra. No sé lo suficiente.

– ¿Y usted? – Morton señaló a otro individuo.

– ¿Qué hay de la radiación secundaria? – preguntó el hombre.

– La bloquearemos – respondió el capitán Leeth -. Sellaremos toda la zona. – Se volvió hacia Morton -. Director, no entiendo esta demora. El voto fue de cincuenta y nueve contra catorce a favor del plan de Grosvenor. Aunque mi jurisdicción sobre los científicos es limitada aun durante una crisis, considero que este voto es decisivo.

Morton vacilaba.

– Pero casi ochocientos hombres se abstuvieron – protestó.

– Es privilegio de ellos – declaró formalmente el capitán -. Se supone que la gente adulta conoce su propio parecer. La idea de la democracia se basa en esa suposición. En consecuencia, ordeno que actuemos de inmediato.

Morton titubeó, y al fin habló lentamente.

– Bien, caballeros, me veo obligado a coincidir. Creo que será mejor que nos pongamos manos a la obra. Llevará tiempo instalar los proyectores atómicos, así que comencemos a energizar los niveles siete y nueve mientras esperamos. A mi entender, convendría combinar ambos planes, y abandonar uno u otro según cómo se presenten las cosas.

– Eso sí que tiene sentido – dijo un hombre, con evidente alivio.

La sugerencia parecía tener sentido para muchos de los presentes. Las expresiones adustas se distendieron. Alguien lanzó un hurra, y pronto la gran masa humana salía de la enorme cámara.

Grosvenor se volvió hacia Morton.

– Ése fue un toque de genio – dijo -. Yo estaba tan en contra de la energización limitada que no pensé en esa solución intermedia.

Morton aceptó gravemente el cumplido.

– Lo tenía en reserva – dijo -. Al tratar con seres humanos he notado que habitualmente no sólo hay que resolver un problema sino la tensión entre quienes deben resolverlo. – Se encogió de hombros -. Durante el peligro, trabajo duro. Durante el trabajo duro, toda la relajación posible. – Extendió la mano -. Bien, buena suerte, joven. Espero que salga ileso.

Mientras se daban la mano, Grosvenor dijo:

– ¿Cuánto tardarán en sacar los cañones atómicos?

– Una hora, quizá un poco más. Entretanto, tendremos los grandes vibradores para protegernos… La reaparición de los hombres llevó a Ixtl precipitadamente al nivel siete. Durante muchos minutos fue una forma anormal que se deslizaba a través de paredes y suelos. Dos veces lo vieron, y le dispararon con los proyectores. Estos vibradores eran tan diferentes de las armas manuales que había enfrentado hasta el momento como la vida de la muerte. Despedazaban las paredes por donde saltaba para escapar. Una vez el rayo le tocó un pie. La caliente vibración de violencia molecular le hizo tropezar. El pie volvió a la normalidad en menos de un segundo, pero le dio una idea de las limitaciones de su cuerpo frente a esas potentes unidades móviles.

Pero todavía no estaba alarmado. Velocidad, astucia, coordinación de cada uno de sus ataques: estas medidas compensarían la potencia de esas nuevas armas. Lo importante era saber qué se proponían los hombres. Obviamente, cuando se encerraron en la sala de máquinas, habían concebido un plan, y lo estaban llevando a cabo con determinación. Con ojos relucientes e impasibles, Ixtl observó qué forma adoptaba ese plan.

En cada corredor, los hombres trajinaban con hornos, macizos objetos de metal negro. Un resplandor blanco y furibundo brotaba de un agujero de la parte superior de cada horno. Ixtl vio que los hombres estaban encandilados por el blanco resplandor del fuego. Usaban traje espacial, aunque la cristalita, comúnmente transparente, estaba oscurecida eléctricamente. Pero ningún blindaje de metal liviano podía desviar todo el efecto del resplandor. De los hornos salían relucientes lonjas de material.

Máquinas herramienta recogían cada lonja, la trabajaban hábilmente según mediciones exactas y la pegaban en los suelos de metal. Ixtl notó que ni una pulgada del suelos dejaba de ser cubierta por esas lonjas. y en cuanto adherían el metal caliente, enormes refrigeradores se acercaban para enfriarlo.

Al principio su mente se negó a aceptar el resultado de sus observaciones. Su cerebro insistía en buscar intenciones más profundas, una astucia de alcances vastos y difíciles de discernir. Al fin decidió que esto era todo. Los hombres intentaban energizar dos pisos con un sistema de controles. Luego, cuando comprendieran que su limitada trampa no servía, quizá recurrieran a otros métodos. Ixtl no sabía cuándo ese sistema defensivo representaría un peligro para él. Lo importante era que cuando lo considerase peligroso sería sencillo seguir a los hombres y cortar las conexiones energizantes.

Desdeñosamente, Ixtl desechó el problema. Los hombres sólo le facilitaban las cosas, dándole acceso a los guuls que aún necesitaba. Escogió con cuidado a su próxima víctima. Había descubierto, al examinar al hombre que había matado involuntariamente, que el estómago y el tracto intestinal eran adecuados para su propósito. Automáticamente, incluyó en su lista a los hombres de estómago más grande.

Hizo una investigación preliminar, y luego atacó. Antes de que un solo proyector pudiera dispararle, se había ido con ese cuerpo que se resistía. Fue sencillo adaptar su estructura atómica en cuanto atravesó un techo, y así frenar su caída en el piso de abajo. Rápidamente se disolvió para atravesar ese piso, y así hasta llegar al nivel inferior. Descendió a la vasta bodega de la nave. Podría haber ido más rápidamente, pero tenía que cuidarse de no dañar el cuerpo humano.

La bodega ya era territorio familiar para el firme andar de sus pies de dedos largos. Había explorado breve pero exhaustivamente el lugar después de abordar la nave. Y, al llevar a Von Grossen, había aprendido qué rumbo debía seguir. Infaliblemente cruzó el interior penumbroso, dirigiéndose a la pared opuesta. Había grandes cajas de embalaje apiladas hasta el techo. Las atravesó o las sorteó, según su antojo, y pronto se encontró en un gran tubo. El interior tenía tamaño suficiente para permitirle estar de pie. Formaba parte de un sistema de aire acondicionado de kilómetros de longitud.

Su escondrijo habría sido oscuro a la luz común. Para su visión infrarroja, un fulgor crepuscular bañaba el tubo. Vio el cuerpo de Von Grossen, y apoyó a su otra víctima al lado. Se insertó una sinuosa mano en el pecho, sacó un precioso huevo y lo depositó en el estómago del ser humano.

El hombre aún se resistía, pero Ixtl esperó pacientemente. Poco a poco el cuerpo se puso tieso. Los músculos se endurecieron. El hombre se contorsionó presa del pánico al comprender que la parálisis lo invadía. Implacablemente, Ixtllo sostuvo hasta que la acción química se completó. Al fin, el hombre quedó inmóvil, los músculos rígidos. Abría los ojos desorbitados. El sudor le perlaba el rostro.

Al cabo de unas horas, las crías saldrían del cascarón dentro del estómago de cada hombre. Rápidamente, esas diminutas réplicas de Ixtl comerían hasta alcanzar todo su tamaño. Satisfecho, Ixtl salió de la bodega. Necesitaba más nidos para sus huevos, más guuls.

Cuando había conseguido un tercer cautivo, los hombres trabajaban en el nivel nueve. Oleadas de calor rodaban por el corredor. Era un viento infernal. Aun las unidades refrigeradoras de los trajes espaciales tenían dificultades para enfrentar el aire recalentado. Los hombres sudaban dentro del traje. Descompuestos de calor, aturdidos por el resplandor, trabajaban casi por instinto.

De pronto, al lado de Grosvenor, un hombre exclamó:

– ¡Allá vienen!

Grosvenor miró hacia donde el hombre señalaba, y quedó tieso a su pesar. La máquina que rodaba hacia ellos no era grande. Era una masa globular con un casco externo de carburo de tungsteno, y un pico sobresalía del globo. La estructura, estrictamente funcional, estaba montada sobre un pedestal universal, que a su vez descansaba sobre una base de cuatro ruedas de caucho.

Alrededor de Grosvenor, los hombres habían dejado de trabajar. Con el rostro pálido, miraban esa monstruosidad metálica. Uno de ellos se acercó a Grosvenor y le dijo airadamente:

– Maldito seas, Grosvenor, tú eres responsable de esto. Si debo ser fulminado por una de estas cosas, primero me gustaría romperte la nariz.

– Aquí estaré – dijo Grosvenor impasiblemente -. Si tú mueres, yo también.

Eso pareció aplacar al otro. Pero su actitud aún era violenta cuando dijo:

– ¿Qué disparate es éste? Sin duda hay planes mejores que el utilizar a los seres humanos como carnada.

– Hay otra cosa que podemos hacer – dijo Grosvenor.

– ¿Y qué es?

– ¡Suicidamos! – respondió Grosvenor, y lo decía en serio.

El hombre lo miró con cara de pocos amigos y se alejó mascullando algo sobre las bromas estúpidas y los bromistas retardados. Grosvenor sonrió sin alegría y siguió trabajando. Casi de inmediato, vio que los hombres habían perdido el entusiasmo por el trabajo. Una tensión eléctrica saltaba de un individuo al otro. La menor torpeza de una persona exasperaba a los demás.

Eran carnada. En diversos niveles, el miedo a la muerte los afectaría. Nadie podía ser inmune, pues la voluntad de sobrevivir estaba incorporada al sistema nervioso. Los militares bien entrenados, como el capitán Leeth, podían mostrarse imperturbables, pero la tensión estaría justo bajo la superficie. Asimismo, las personas como Elliott Grosvenor podían actuar con huraña resolución, convencidas de la sensatez de un plan y dispuestas a correr el riesgo.

– ¡Atención, todo el personal! Grosvenor saltó con los demás cuando esa voz rugió del comunicador más próximo. Tardaron un instante en reconocer que pertenecía al comandante de la nave.

– Todos los proyectores – continuó el capitán Leeth – están en posición en los niveles siete, ocho y nueve. Les alegrará saber que he comentado los peligros con mis oficiales. Hacemos las siguientes recomendaciones. Si ven a la criatura, no esperen ni miren alrededor. Arrójense al suelo al instante. Todos los artilleros, preparen los cañones para disparar a 50: 1112. Eso les dará un margen de medio metro. No los protegerá de la radiación secundaria, pero el doctor Eggert y su personal de la sala de máquinas podrán salvarles la vida si se arrojan al suelo a tiempo. En conclusión – el capitán parecía más tranquilo ahora que había dado su mensaje principal -, permítanme asegurar a todos los rangos que no hay privilegiados a bordo. Salvo los médicos y tres pacientes inválidos, todos los individuos corren el mismo peligro que ustedes. Mis oficiales y yo estamos repartidos entre los diversos grupos. El director Morton se halla en el nivel siete. El señor Grosvenor, que ideó el plan, está en el nivel nueve, y así sucesivamente. Buena suerte, caballeros.

Hubo un instante de silencio. Luego el jefe de artilleros que estaba cerca de Grosvenor anunció con voz amigable:

– Oigan, amigos, hemos hecho los ajustes. No correrán peligro si se aplastan bien contra el suelo.

– Gracias, amigo – respondió Grosvenor. Por un instante, la tensión se alivió.

– Grosvenor, endúlzalo un poco con palabras suaves – dijo un técnico en biología matemática.

– Siempre amé a los militares – dijo otro hombre – y en un ronco aparte, añadió en voz bien alta -. Eso debería contenerlos durante ese segundo adicional que necesitaré.

Grosvenor apenas prestaba atención. Carnada, pensó de nuevo. y ningún grupo sabría en qué momento otro grupo corría peligro. En el instante «armacrit» – una forma modificada de masa crítica, donde una pila pequeña desarrollaba una energía enorme sin explotar -, una luz trazadora saltaría del cañón, aureolada de radiación dura, silente, invisible.

Cuando todo terminara, los sobrevivientes notificarían al capitán Leeth en su banda privada. En el momento oportuno, el comandante informaría a los otros grupos.

– Grosvenor.

En cuanto la brusca voz sonó, Grosvenor se arrojó al suelo. Chocó dolorosamente, pero se levantó de inmediato en cuanto reconoció la voz del capitán Leeth.

Otros hombres se incorporaban penosamente.

– Maldición, eso no ha sido justo – murmuró un hombre.

Grosvenor se acercó al comunicador. Mirando cautelosamente el corredor, respondió:

– Sí, capitán.

– ¿Quiere venir de inmediato al nivel siete? Corredor central. Aproxímese desde las nueve en punto.

– Sí, señor. Grosvenor fue con una sensación de espanto. le alarmaba el tono del capitán. Algo andaba mal. Encontró una pesadilla. Al aproximarse vio que un cañón atómico estaba volcado. Junto a él, muertos, incinerados e irreconocibles, estaban tres de los cuatro artilleros del proyector. En el suelo, inconsciente pero todavía contorsionándose por efecto de una descarga de vibrador, estaba el cuarto artillero.

Del otro lado del cañón, veinte hombres yacían inconscientes o muertos, entre ellos el director Morton.

Los camilleros, usando ropas protectoras, llegaron precipitadamente, recogieron a una de las víctimas y se la llevaron en una grúa.

Hacía varios minutos que estaban haciendo ese trabajo de rescate, así que quizá hubiera más hombres inconscientes al cuidado del doctor Eggert y su personal en la sala de máquinas.

Grosvenor se detuvo ante una valla que habían instalado precipitadamente en un recodo del corredor. Allí estaba el capitán Leeth. El comandante estaba pálido pero tranquilo. En pocos minutos, Grosvenor supo qué había ocurrido.

Ixtl había aparecido. Un joven técnico – el capitán Leeth no mencionó su nombre – se olvidó, en medio del pánico, que debía arrojarse al suelo. Cuando el cañón apuntó, ese histérico joven disparó su vibrador contra los artilleros, aturdiéndolos a todos. Al parecer habían vacilado al ver al técnico en la línea de fuego. Poco después, cada artillero aportaba involuntariamente su parte del desastre. Tres de ellos cayeron contra el cañón, lo abrazaron instintivamente y lo volcaron de flanco. El cañón rodó, arrastrando al cuarto.

El problema fue que había cogido el activador, y debió de oprimirlo durante un segundo. Sus tres compañeros estaban en la línea de fuego. Perecieron al instante. El cañón terminó de caer, rociando una pared.

Morton y su grupo, aunque no estaban en la línea de fuego directo, recibieron radiación secundaria. Aún no habían podido evaluar bien sus lesiones, pero estarían en cama por lo menos un año. Algunos morirían.

– Fuimos un poco lentos – confesó el capitán Leeth -. Al parecer esto sucedió poco después de que terminé de hablar, pero pasó casi un minuto hasta que alguien oyó el estrépito de la caída del cañón y tuvo la curiosidad de mirar a la vuelta del recodo. – Suspiró fatigosamente -. En el peor de los casos, no esperaba que perdiéramos a un grupo completo. Grosvenor callaba. Por este motivo el capitán había querido que los científicos estuvieran desarmados. En una crisis, un hombre se protegía así mismo. No podía evitarlo. Como un animal, luchaba ciegamente por su vida.

Trató de no pensar en Morton, quien había comprendido que los científicos se habrían opuesto a estar desarmados y había elaborado el modus operandi que permitiría que el uso de energía atómica resultara aceptable para todos.

– ¿Por qué me llamó a mí? – preguntó. – Sospecho que este fracaso afecta a su plan. ¿Qué opina usted?

Grosvenor asintió con renuencia.

– Hemos perdido el elemento sorpresa – admitió -. Era importante que la bestia llegara sin sospechar lo que le esperaba. Ahora se andará con cuidado.

Imaginó al monstruo escarlata asomando la cabeza por una pared, escudriñando un corredor, acercándose audazmente aun cañón y secuestrando aun artillero. La única precaución adecuada sería poner otro proyector para cubrir el primero.

Pero eso era imposible. Sólo disponían de cuarenta y uno en toda la nave.

Grosvenor sacudió la cabeza.

– ¿Ha capturado a otro hombre? – preguntó.

– No.

Una vez más Grosvenor guardó silencio. Ignoraba tanto como los demás por qué esa criatura necesitaba hombres vivos. Una conjetura se basaba en la teoría de Korita de que el monstruo estaba en una etapa campesina y deseaba reproducirse. Eso sugería una posibilidad escalofriante, y una necesidad que impulsaría a la criatura a buscar más víctimas humanas.

– Opino que volverá – dijo el capitán Leeth -. Mi idea es que dejemos los cañones donde están por el momento, y terminemos de energizar tres niveles. El siete está completo, el nueve está casi, listo, así que podemos pasar al ocho. Esto nos dará tres pisos en total. Por otra parte, debemos tener en cuenta que el monstruo ha capturado a tres hombres aparte de Von Grossen. En cada caso vimos que los llevaba hacia abajo. Sugiero que, en cuanto hayamos energizado los tres niveles, vayamos al piso nueve para esperarlo. Cuando capture a uno de nosotros, esperaremos un instante, y luego Pennons activará el interruptor que instala el campo de fuerza en los pisos. La criatura llegará al nivel ocho y la encontrará energizado. Si intenta atravesarlo, descubrirá que el siete también estará energizado. Si sube, encontrará el nivel nueve en el mismo estado mortífero. De un modo u otro, lo obligamos a establecer contacto con dos pisos energizados. – El comandante hizo una pausa, miró pensativamente a Grosvenor -. Sé que usted pensaba que el contacto con un solo nivel no lo mataría. Pero no estaba tan seguro con dos. – Calló, esperando una objeción.

– Lo acepto – dijo Grosvenor al cabo de un instante de vacilación -. En realidad, no sabemos cómo le afectará. Quizá nos llevemos una grata sorpresa.

No lo creía. Pero había otro factor en esta situación: las convicciones y esperanzas de los hombres. Sólo un hecho real modificaría la actitud de algunas personas. Cuando la realidad contradijera sus ideas, entonces – y sólo entonces – estarían emocionalmente preparados para soluciones más drásticas.

Grosvenor pensó que estaba aprendiendo, lenta pero seguramente, a influir sobre los hombres. No bastaba con poseer información y conocimiento, no bastaba con tener razón. Era preciso persuadir y convencer. A veces eso llevaba más tiempo del que había. A veces no se podía lograr. y así caían civilizaciones, se perdían batallas y se destruían naves, porque el hombre o el grupo con las ideas salvadoras no celebraba el prolongado ritual de convencer a los demás.

Si él podía evitarlo, eso no sucedería aquí. – Podemos mantener los proyectores atómicos en su sitio hasta que terminemos de energizar los pisos – dijo -. Entonces tendremos que moverlos. La energización podría provocar armacrit aunque los cañones no estén abiertos. Estallarían.

Así retiró su plan de la batalla contra el enemigo.

Subió dos veces durante la hora y tres cuartos que se necesitaba para terminar el nivel ocho. Le quedaban seis huevos, y se proponía usarlos todos salvo dos. Su único fastidio era que cada guul le llevaba más tiempo. La defensa contra él parecía más alerta, y la presencia de los cañones atómicos le obligaba a buscar a los hombres que operaban los proyectores.

Aun observando esa limitación, cada fuga requería una coordinación precisa. Pero no estaba preocupado. Era preciso hacer estas cosas. En su momento se encargaría de los hombres.

Cuando el nivel ocho estuvo terminado, los cañones retirados, y todos reunidos en el nivel nueve, Grosvenor oyó que el capitán Leeth decía bruscamente:

– Señor Pennons, ¿está preparado para usar la energía?

– Sí, señor. – la voz del ingeniero era un crujido seco en los comunicadores. Terminó aún más bruscamente -: Cinco hombres perdidos, y falta uno. Hemos tenido suerte, pero debemos perder por lo menos uno más.

– ¿Oyen eso, caballeros? Falta uno. Uno de nosotros será carnada, gústele o no. – Era una voz familiar, pero una voz que había guardado silencio mucho tiempo. El hombre continuó gravemente -: Habla Gregory Kent. Lamento decir que les hablo desde la seguridad de la sala de máquinas. El doctor Eggert me ha dicho que pasará otra semana para que me eliminen de la lista de inválidos. Les hablo ahora porque el capitán Leeth me ha entregado los papeles del director Morton, así que me gustaría que Kellie se explayase sobre la nota que él presentó. Aclarará algo muy importante. Nos dará a todos una imagen más clara de lo que enfrentamos. No nos vendrá mal saber lo peor.

– Ah… – La voz quebrada del sociólogo sonó en los comunicadores -. He aquí mi razonamiento. Cuando descubrimos a la criatura, flotaba aun cuarto de millón de años luz del sistema estelar más próximo, al parecer sin medios de locomoción espacial. Imaginemos esa pasmosa distancia, y preguntémonos cuánto se necesitaría, relativamente, para que un objeto la recorriera sólo por azar. Lester me dio las cifras, así que me gustaría que él explicara lo que me dijo a mí.

– ¡Lester al habla! – La voz del astrónomo sonaba asombrosamente animada -. La mayoría conocemos la teoría predominante acerca de los orígenes del actual universo. Hay pruebas de que llegó a existir como resultado de la desintegración de un universo anterior, hace varios millones de millones de años. Hoy se cree que dentro de unos millones de millones de años, nuestro universo completará su ciclo y estallará en una explosión cataclísmica. Ignoramos la naturaleza de dicha explosión – suspiró, y siguió adelante -. En cuanto a la pregunta de Kellie, sólo puedo ofrecer este cuadro. Supongamos que el ser escarlata fue lanzado hacia el espacio cuando ocurrió la gran explosión. Se encontraría viajando hacia el espacio intergaláctico, sin modo de cambiar su curso. En esas circunstancias, podría flotar para siempre sin acercarse a una estrella más que doscientos cincuenta mil años luz. ¿Eso es lo que quería, Kellie?

– Sí. La mayoría de ustedes recordarán que he mencionado que era una paradoja que un desarrollo puramente simpodial, Como esta criatura, no poblara todo el universo. La respuesta es, lógicamente, que si esta raza tuvo que dominar el universo, entonces lo dominó. Podemos ver, sin embargo, que gobernaba un universo anterior, no el actual. Naturalmente, la criatura ahora pretende que su especie domine también nuestro universo. Ésta es al menos una teoría plausible, si no es algo más.

…Kent intervino.

– Sin duda todos los científicos de abordo comprenden que especulamos, por fuerza, sobre asuntos en los que disponemos de pocas pruebas. Creo que es bueno que creamos que nos enfrentamos al sobreviviente de la raza suprema de un universo. Puede haber otros Como él en el mismo trance. Esperamos que ninguna nave se acerque a otro. Biológicamente, esta raza podría llevarnos miles de millones de años de delantera. Pensando así, se justificará que pidamos el mayor esfuerzo y sacrificio personal de todos los miembros.

El agudo chillido de un hombre lo interrumpió

– ¡Me ha atrapado! Pronto… me arranca del traje… – Las palabras terminaron en un gorgoteo.

– Ése era Dack, principal asistente del departamento de geología – dijo Grosvenor. Identificó la voz sin pensar. Ahora las reconocía rápida y automáticamente.

Otra voz chilló en los comunicadores.

– ¡Está bajando! ¡Le vi bajar!

– La energía está activada – dijo una tercera voz, más serena. Era Pennons.

Grosvenor se halló mirando curiosamente el suelo, donde titilaba un fuego chispeante, brillante, bello y azul. Zarcillos de llamas corcovearon vorazmente a pocas pulgadas de su traje de cauchita, como desconcertados por una fuerza invisible que protegía el traje. Ahora no había sonido. Con la mente casi en blanco, miró un corredor que vibraba con ese fuego azul y sobrenatural. Por un instante tuvo la ilusión de estar mirando las honduras de la nave.

Pero pronto recobró la concentración. Con ojos fascinados, vio que el furor azul de la energización procuraba invadir su traje protegido.

Pennons habló de nuevo, esta vez en un susurro.

– Si el plan ha funcionado, tenemos a ese demonio en los niveles ocho o siete.

El capitán Leeth dio una orden tajante.

– Todos los hombres cuyo apellido comience con las letras A a L, que me sigan al nivel siete. El grupo M a Z que siga a Pennons al nivel ocho. Todos los artilleros permanezcan en sus puestos. Los equipos de cámaras procedan como se ordenó.

Los hombres que precedían a Grosvenor se pararon en seco en el segundo recodo después de los ascensores del nivel siete. Grosvenor estaba entre los que avanzaron para mirar el cuerpo humano tendido en el suelo. Parecía aferrado al metal por brillantes dedos de fuego azul. El capitán Leeth rompió el silencio.

– ¡Libérenlo! Los hombres avanzaron con cautela y tocaron el cuerpo. Las llamas azules brincaron hacia ellos como tratando de ahuyentarlos. Los hombres saltaron, y el vínculo se rompió. Llevaron el cuerpo en ascensor al nivel diez, que no estaba energizado. Grosvenor fue con ellos, y se detuvo en silencio mientras depositaban el cuerpo en el piso. El cuerpo sin vida siguió pateando varios minutos, descargando torrentes de energía, y luego cobró gradualmente la quietud de la muerte.

– ¡Espero informes! – ladró el capitán Leeth. Pennons habló al cabo de un segundo.

– Los hombres están desperdigados en los tres niveles, según el plan. Están tomando fotos continuas con cámaras de fluorita. Si está por aquí, lo veremos. Nos llevará por lo menos treinta minutos más.

Al fin llegó el informe.

– ¡Nada! – La voz de Pennons reflejaba su consternación -. Comandante, se debe de haber escabullido.

Una voz plañidera sonó en el circuito momentáneamente abierto de los comunicadores.

– ¿Qué haremos ahora?

Grosvenor pensó que esas palabras expresaban la duda y la angustia de todos los viajeros del Beagle Espacial.

El silencio se prolongó. Los grandes hombres de la nave, que normalmente eran tan elocuentes, parecían haber perdido la voz. Grosvenor se negaba a pensar en el nuevo plan que tenía en mente, pero poco a poco afrontó la realidad que ahora pesaba sobre la expedición. Aun así, esperó. No le correspondía hablar el primero.

Fue Kent, el jefe de química, quien rompió el hechizo.

– Parece que nuestro enemigo puede atravesar las paredes energizadas con la misma facilidad que las otras. Podemos suponer que la experiencia no le resulta agradable, pero que su recuperación es tan rápida que lo que siente en un piso ya no surte efecto cuando atraviesa el aire para pasar al siguiente.

– Me gustaría hablar con Zeller – dijo el capitán Leeth -. ¿Dónde está?

– Zeller al habla – La animada voz del metalúrgico sonó en los comunicadores -. He terminado el traje resistente, capitán. y he iniciado mi búsqueda en el fondo de la nave.

– ¿Cuánto tardaría en construir trajes resistentes para todos los miembros de la expedición?

Zeller tardó en responder.

– Tenemos que instalar una unidad de producción – dijo al fin -. Primero tendríamos que fabricar las herramientas para fabricar las herramientas que fabricaran tales trajes en cantidad con cualquier metal. Simultáneamente, dedicaríamos una pila atómica ala tarea de fabricar metal resistente. Como usted sabrá, sale radiactivo, con una medida de vida de cinco horas, que es un largo tiempo. Calculo que el primer traje saldría de la línea de montaje dentro de doscientas horas.

Para Grosvenor, era un cálculo conservador. La dificultad de fabricar metal resistente era enorme. Las palabras del metalúrgico parecían haber enmudecido al capitán Leeth. Fue Smith quien habló.

– ¡Entonces eso queda descartado! – El biólogo parecía inseguro -. y como la energización total también demoraría demasiado, estamos fregados. No nos queda nada más.

Gourlay, el experto en comunicaciones, intervino con inusitada exasperación.

– No veo por qué. Todavía estamos con vida. Sugiero que nos pongamos manos a la obra y hagamos todo lo posible en el menor tiempo posible.

– ¿Qué le hace pensar – preguntó fríamente Smith – que esa criatura no puede triturar el metal resistente? Como ser superior, quizá posea conocimientos de física superiores a los nuestros. Quizá le resulte relativamente sencillo construir un rayo que destruya todo lo que poseemos. No olvide que el gatito podía pulverizar el metal resistente. y Dios sabe que hay muchas herramientas disponibles en los diversos laboratorios.

– ¿Sugiere que abandonemos? – preguntó Gourlay con desdén.

– No – replicó airadamente el biólogo -. Sugiero que usemos el sentido común. No nos limitemos a trabajar ciegamente en busca de una meta inalcanzable.

La voz de Korita sonó en los comunicadores, poniendo fin a ese duelo verbal.

– Coincido con Smith. Afirmo además que ahora lidiamos con un ser que pronto comprenderá que no puede darnos tiempo para nada importante. Por ese y otros motivos, creo que la criatura se interpondría si intentáramos preparar la nave para una energización controlada completa.

El capitán Leeth guardaba silencio. La voz de Kent, llegó nuevamente desde la sala de máquinas.

– ¿Qué cree que hará cuando comprenda que es peligroso permitir que nos sigamos organizando contra él?

– Comenzará a matar. No sé cómo podremos detenerlo, salvo replegándonos a la sala de máquinas. y creo, con Smith, que con el tiempo podrá ir a buscarnos allí.

– ¿Alguna sugerencia? – Era el capitán Leeth.

Korita titubeó.

– Francamente, no. Yo diría que no debemos olvidar que lidiamos con una criatura que parece estar en la etapa campesina de su ciclo. Para un campesino, el terruño y la prole o… por usar un nivel más alto de abstracción… la propiedad y la sangre son sagrados. Lucha ciegamente contra el cerco. Como una planta, se apega a una propiedad, y allí hunde sus raíces y nutre su sangre. – Korita vaciló, luego continuó -. Ésa es la idea general, caballeros. En este momento, ignoro cómo debe aplicarse.

– No veo cómo puede ayudarnos – dijo el capitán Leeth -. Quiero que cada jefe de departamento consulte a sus ejecutivos medios en su banda privada, y se comunique dentro de cinco minutos si ha dado con una idea valiosa.

Grosvenor, que no tenía asistentes en su departamento, dijo:

– ¿Podría hacer algunas preguntas al señor Korita mientras se realizan las deliberaciones departamentales?

El capitán meneó la cabeza.

– Si nadie se opone, tiene usted mi autorización. No hubo objeciones.

– Señor Korita – dijo Grosvenor -, ¿está usted disponible?

– ¿Quién habla?

– Grosvenor.

– Claro que sí, Grosvenor. Ahora reconozco su voz. Adelante.

– Usted mencionó que el campesino se aferra con tenacidad a su terruño. Si esta criatura está en la etapa campesina de una de sus civilizaciones, ¿Puede imaginar nuestra diferente perspectiva de la propiedad?

– No creo que pueda.

– ¿Trazaría sus planes con la convicción de que no podemos escapar de él, porque estamos arrinconados en esta nave?

– Es una suposición bastante sensata. No podemos abandonar la nave y sobrevivir.

– ¿Pero estamos en un ciclo donde la propiedad significa poco para nosotros? – insistió Grosvenor -. ¿No estamos ciegamente apegados a ella?

– Todavía no entiendo a qué se refiere – respondió el intrigado Korita.

– Estoy llevando su concepto a su conclusión lógica en esta situación.

El capitán Leeth interrumpió. – Grosvenor, creo que empiezo a entender adónde quiere llegar. ¿Está por presentarnos otro plan?

– Sí – respondió Grosvenor, sin poder contener el temblor de su voz.

El capitán habló tensamente.

– Grosvenor – dijo -, si mi presentimiento es correcto, su solución demuestra coraje e imaginación. Quiero que se la explique a los demás en… – Vaciló, miró su reloj -. Bien, en cuanto terminen los cinco minutos.

Al cabo de un breve silencio, Korita habló de nuevo.

– Señor Grosvenor, su razonamiento es válido. Podemos hacer ese sacrificio sin sufrir un colapso espiritual. Es la única solución.

Un minuto después, Grosvenor presentó su análisis a todos los miembros de la fuerza expedicionaria. Cuando terminó, fue Smith quien dijo con una voz que era como un susurro estridente:

– ¡Grosvenor, tiene usted razón! Significa sacrificar a Von Grossen y los demás. Significa un sacrificio individual para cada uno de nosotros. Pero tiene razón. la propiedad no es sagrada para nosotros. En cuanto a Von Grossen y los otros cuatro… no he tenido la oportunidad de mencionar las notas que le entregué a Morton. Él no las comentó porque yo sugería un posible paralelismo con cierta especie de avispa de la Tierra.. El pensamiento es tan escalofriante que creo que una muerte rápida será una liberación para esos hombres.

– ¡La avispa! – jadeó un hombre -. Tiene razón, Smith. Cuanto antes mueran, mejor.

Fue el capitán Leeth quien dio la orden.

– ¡A la sala de máquinas! Debemos…

Una voz alborotada lo interrumpió desde los comunicadores. Grosvenor tardó un largo segundo en reconocer a Zeller, el metalúrgico.

– ¡Capitán, pronto! Envíe hombres y proyectores a la bodega los encontré en el tubo de aire acondicionado. El monstruo está aquí, y lo estoy manteniendo a raya con mi vibrador. No le hace mucha mella, así que apúrese.

El capitán Leeth impartió órdenes con velocidad de ametralladora mientras los hombres corrían a los ascensores.

– ¡Los científicos y su personal, a las cámaras estancas! ¡El personal militar, a los ascensores de carga! – Continuó -: Quizá no podamos acorralarlo ni matarlo en la bodega. Pero, caballeros – añadió con voz grave y resuelta -, nos libraremos de este monstruo, y lo haremos a cualquier precio. Ya no podemos pensar en nosotros mismos.

Ixtl retrocedió de mala gana mientras el hombre se llevaba sus guuls. El escalofriante miedo a la derrota envolvió su mente como la cavilosa noche que rodeaba la nave. Ansiaba saltar entre ellos y exterminarlos, pero esas feas y relucientes armas contenían ese impulso desesperado. Se replegó con abatimiento. Había perdido la iniciativa. Ahora los hombres descubrirían sus huevos. Al destruirlos, destruirían su oportunidad inmediata de contar con el refuerzo de otros ixtls.

Su cerebro urdió una estrecha urdimbre de determinación. A partir de ese momento, mataría. Le asombraba haber pensado primero en la reproducción, poniendo lo demás en segundo plano. Ya había desperdiciado tiempo valioso. Para matar, necesitaba un arma que pulverizara todo. Al cabo de un segundo de reflexión, enfiló hacia el laboratorio más próximo. Sentía una urgencia ardiente que nunca había conocido.

Mientras trabajaba, el cuerpo encorvado y el rostro concentrado en el reluciente metal del mecanismo, sus sensibles pies captaron una diferencia en la sinfonía de vibraciones que recorría la nave con armoniosa melodía. Hizo una pausa, se enderezó. Comprendió qué era. Los motores callaban. El titánico navío espacial había detenido su aceleración y permanecía quieto en las negras profundidades. Ixtl sintió alarma. Sus dedos largos, negros y sinuosos se convirtieron en objetos relampagueantes mientras realizaba, diestra y frenéticamente, delicadas conexiones.

Se detuvo de nuevo. Volvió a presentir que algo estaba mal, peligrosamente mal. Los músculos de sus pies se tensaron. Y entonces supo qué era. Ya no sentía la vibración de los hombres. ¡Habían abandonado la nave!

Ixtl se apartó del arma inconclusa y se zambulló en una pared. Conocía su destino con una certidumbre que sólo hallaba esperanzas en la negrura del espacio.

Corrió por pasillos desiertos, presa del odio, un monstruo escarlata del antiguo Glor. Las relucientes paredes parecían burlarse de él. El mundo de ese gran navío espacial, lleno de promesas, era ahora el lugar donde un infierno energético podía desatarse en cualquier momento. Con alivio, vio una cámara estanca delante. Atravesó la primera sección, la segunda, la tercera… y de pronto estuvo en el espacio. Pensaba que los hombres estarían esperando su aparición, así que interpuso una violenta repulsión entre su cuerpo y la nave. Tenía una sensación de creciente liviandad mientras su cuerpo salía disparado del flanco de la nave hacia la negra noche.

Detrás de él, las luces de las portillas se apagaron y fueron reemplazadas por un fulgor azul. Al principio ese fulgor era irradiado por la inmensa piel externa de la nave. El fulgor azul se disipó gradualmente, casi con renuencia. Mucho antes de que se disipara por completo, la potente pantalla energética se encendió, cerrándole para siempre el acceso a la nave. Algunas luces parpadearon y cobraron brillo. Mientras potentes máquinas se recobraban del devastador chispazo de energía, las luces encendidas se fortalecieron, y otras se encendieron.

Ixtl, que se había retirado varios kilómetros, se aproximó. Tuvo cuidado. Ahora que estaba en el espacio, podían dispararle con cañones atómicos y destruirlo sin riesgo para sí mismos. Se aproximó a un kilómetro de la pantalla, y allí se detuvo. Vio que la primera nave salvavidas salía de la oscuridad, atravesaba la pantalla y entraba en el gran navío por una abertura del flanco. Siguieron otras naves pequeñas, bajando en rápidos arcos, siluetas borrosas contra el fondo del espacio. Eran apenas visibles en la luz fulgurante que volvían a irradiar las portillas.

La abertura se cerró, y la nave desapareció. De pronto, donde estaba esa vasta esfera de metal negro sólo se veía una brillante mancha en espiral, una galaxia que flotaba más allá de un abismo de un millón de años luz.

El tiempo se arrastraba hacia la eternidad. Ixtl se tendió, inmóvil y desesperado, en la noche ilimitada. No podía dejar de pensar en los jóvenes ixtls que ahora no nacerían, y en el universo que se había perdido por culpa de sus errores.

Grosvenor observaba los dedos habilidosos del cirujano mientras el cuchillo electrificado hendía el estómago del cuarto hombre. Depositaron el último huevo en el fondo de la alta cuba de metal resistente. Los huevos eran objetos grises y redondos, y uno de ellos estaba levemente agrietado.

Varios hombres se acercaron con armas térmicas mientras la grieta se ensanchaba. Asomó una cabeza fea, redonda y escarlata, con ojos diminutos y gelatinosos y una boca que era un tajo. La cabeza giró sobre el corto cuello y los ojos destellaron con ferocidad. Con una rapidez que los tomó por sorpresa, la criatura se irguió e intentó salir de la cuba. Las lisas paredes se lo impidieron. Resbaló y se disolvió en las llamas que le arrojaban.

– ¿y si escapó y se disolvió en una pared? – dijo Smith, relamiéndose los labios.

Nadie respondió. Grosvenor vio que los hombres miraban la cuba. Los huevos se derretían con renuencia bajo el calor de las armas, pero al fin ardieron con luz dorada.

– Ah – dijo el doctor Eggert, y todos se volvieron hacia él y el cuerpo de Von Grossen -. Sus músculos empiezan a relajarse, y sus ojos están abiertos y vivos. Creo que él sabe lo que está ocurriendo. Era una forma de parálisis inducida por el huevo, y se disipa ahora que el huevo no está presente. No hay ningún problema grave. Todos se repondrán en poco tiempo. ¿Qué hay del monstruo?

– Los tripulantes de dos naves salvavidas – respondió el capitán Leeth – declaran que vieron un fogonazo rojo que salía de la cámara estanca principal mientras barríamos la nave con energización no controlada. Debía de ser nuestro mortífero amigo, pues no hemos hallado su cuerpo. No obstante, Pennons recorre la nave con su gente, tomando fotos con cámaras de fluorita, y lo sabremos con certeza en pocas horas. Aquí está. ¿y bien, señor Pennons?

El ingeniero entró vivazmente y apoyó un deforme objeto de metal en una mesa.

– Aún no tenemos datos definitivos… pero hallé esto en el principal laboratorio de física. ¿Qué le parece?

Los jefes de departamento que se aproximaron a la mesa para ver mejor empujaron a Grosvenor hacia adelante. Entornó los ojos para examinar ese objeto de aire delicado, con su intrincada red de cables. Había tres tubos que parecían cañones que penetraban en tres esferas pequeñas que brillaban con luz plateada. La luz penetraba la mesa, volviéndola transparente como cristalita. Y, lo más extraño de todo, las esferas absorbían calor como una esponja térmica. Grosvenor extendió la mano hacia una esfera, y sintió que las manos se le endurecían por pérdida de calor. Las retiró rápidamente.

Pennons cabeceó y Smith expresó la idea.

– Parece que la criatura trabajaba en ella cuando sospechó que algo andaba mal. Debe de haber comprendido la verdad, pues abandonó la nave. Eso parece desmentir su teoría, Korita. Usted dijo que, como auténtico campesino, ni siquiera imaginaría qué nos proponíamos hacer.

El arqueólogo japonés sonrió fatigosamente.

– Señor Smith – dijo cortésmente -, es indudable que éste sí lo imaginó. Quizá la respuesta sea que la categoría del campesino es sólo una analogía. El monstruo rojo era, evidentemente, el campesino más complejo con que nos hemos topado.

– Ojalá nosotros tuviéramos algunas de esas limitaciones campesinas – gruñó Pennons -. ¿Sabe que tardaremos por la menos tres meses en reparar esta nave, después de esos tres minutos de energización no controlada? Por un instante temí que… – Calló dubitativamente.

– Yo terminaré esa frase, Pennons – dijo el capitán Leeth con una hosca sonrisa -. Usted temía que la nave fuera destruida por completo. Creo que la mayoría de nosotros comprendimos el riesgo que corríamos al adoptar el plan final de Grosvenor. Sabíamos que nuestras naves salvavidas sólo tendrían antiaceleración parcial. Así que nos habríamos quedado varados a doscientos cincuenta mil años luz de casa.

– Me pregunto – reflexionó un hombre – si la bestia escarlata, en caso de haberse adueñado de la nave, se habría salido con la suya y habría logrado conquistar la galaxia. A fin de cuentas, el hombre está bien establecido en ella… y además es bastante terco.

Smith meneó la cabeza.

– Prevaleció una vez, podría prevalecer de nuevo. Usted se apresura a suponer que el hombre es un dechado de justicia, olvidando que tiene una historia larga y salvaje. Ha matado otros animales no sólo para alimentarse, sino por placer; ha esclavizado al prójimo, ha asesinado a sus oponentes, y se ha regodeado sádicamente en el sufrimiento de otros. No es imposible que en nuestros viajes encontremos otras criaturas inteligentes mucho más dignas de gobernar el universo.

– ¡Por todos los cielos! – exclamó un hombre -. No permitamos que una criatura peligrosa vuelva a abordar esta nave. Mis nervios están hechos trizas, y no me siento tan bien como cuando subí a bordo del Beagle.

– Habla usted en nombre de todos – dijo el director interino Kent por el comunicador.

Alguien susurraba al oído de Grosvenor, tan suavemente que no entendía las palabras. Un gorjeo siguió al susurro, igualmente suave y carente de sentido.

Grosvenor miró en torno. Estaba en la sala de filmación de su departamento, y no había nadie a la vista. Caminó hacia la puerta que llevaba al auditorio. Allí tampoco había nadie.

Regresó a su mesa de trabajo, preguntándose si alguien le habría apuntado con un adaptador encefálico. Era la única comparación que se le ocurría, pues había creído oír un sonido.

Al cabo de un instante, esa explicación le pareció improbable. Los adaptadores eran efectivos sólo a corta distancia. Más aún, su departamento estaba protegido contra la mayoría de las vibraciones. Además, estaba demasiado familiarizado con el proceso mental implícito en la ilusión que había experimentado. Eso le impedía olvidar el incidente.

Como precaución, exploró las cinco habitaciones y examinó los adaptadores de su sala técnica.

Estaban donde debían estar, bien guardados. Grosvenor regresó en silencio a la sala de filmación y reanudó su estudio de las luces hipnóticas, basado en las imágenes que los riim habían usado contra la nave.

Sintió un escalofrío de terror. De nuevo oyó ese susurro, suave como antes, pero colérico, increíblemente hostil.

Asombrado, Grosvenor se enderezó. Tenía que ser un adaptador encefálico. Alguien estimulaba su mente desde lejos con una máquina tan potente que penetraba el escudo protector de su departamento.

Frunció el entrecejo, se preguntó quién sería, y al fin llamó al departamento de psicología pensando que allí estaría el culpable. Atendió Siedel, y Grosvenor empezó a explicar lo que ocurría. Lo interrumpieron.

– Estaba a punto de consultarle a usted – dijo Siedel -. Creí que usted era el responsable.

– ¿Quiere decir que todos están siendo afectados? – preguntó Grosvenor lentamente, tratando de imaginar las implicaciones.

– Me sorprende que usted lo haya recibido en ese departamento protegido – dijo Siedel -. Hace más de veinte minutos que recibo quejas, y algunos de mis instrumentos fueron afectados varios minutos antes.

– ¿Qué instrumentos? – El detector de ondas cerebrales, el registro de impulsos nerviosos y los detectores eléctricos más sensibles. Kent pedirá una reunión en la sala de control. Le veré allí.

Grosvenor no lo dejó escapar tan rápidamente.

– ¿Ya hubo deliberaciones? – preguntó.

– Bien, todos partimos de un supuesto.

– ¿Y cuál es?

– Estamos a punto de entrar en la gran galaxia M-33. Suponemos que esto viene de allí.

Grosvenor rió secamente.

– Es una hipótesis razonable. Pensaré en ello, y le veré dentro de unos minutos.

– Prepárese para sorprenderse cuando salga al corredor. Aquí la presión es continua. Sonidos, borbotones de luz, sueños, turbulencia emocional… estamos recibiendo una buena dosis de estimulación.

Grosvenor cabeceó y cortó la conexión. Cuando hubo terminado de guardar sus películas, Kent anunció la reunión por el comunicador. Un minuto después, al abrir la puerta externa, entendió a qué se refería Siedel.

Se detuvo cuando esa andanada de estímulos comenzó a afectarle el cerebro. Luego enfiló turbadamente hacia la sala de control.

Se sentó con los demás. La noche susurraba, la inmensa noche del espacio que envolvía la nave. Caprichosa y mortífera, llamaba y advertía. Gorjeaba con frenético deleite, gruñía con salvaje frustración. Murmuraba de miedo y bramaba de hambre. Moría, regodeándose en su dolor, y volvía a florecer en eufórica vida. Pero siempre amenazaba insidiosamente.

– He aquí mi opinión – dijo alguien detrás de Grosvenor -. Esta nave debería regresar a casa.

Grosvenor no pudo identificar la voz y movió la cabeza para ver quién había hablado. Esa persona no dijo nada más. Volviéndose de nuevo hacia adelante, Grosvenor vio que el director interino Kent no se había apartado del telescopio por el cual miraba. O bien entendía que ese comentario era indigno de respuesta, o bien no lo había oído. Nadie hizo ninguna observación.

Al prolongarse el silencio, Grosvenor cogió el brazo comunicador de su butaca y pronto vio una borrosa imagen de lo que Kent y Lester observaban por el telescopio. Lentamente, olvidó a los espectadores y se concentró en la escena nocturna que aparecía en pantalla. Estaban en los lindes de un sistema galáctico, pero las estrellas más próximas aún estaban tan lejos que el telescopio apenas podía resolver la miríada de puntos brillantes que constituían esa nebulosa en espiral, M-33, en Andrómeda, su destino.

Grosvenor alzó la vista cuando Lester se alejó del telescopio.

– Lo que sucede es increíble – dijo el astrónomo -. Podemos detectar vibraciones que surgen de una galaxia de miles de millones de soles. – Hizo una pausa -. Director, me parece que este problema no es para un astrónomo.

– Todo lo que abarque una galaxia entera entra en la categoría de fenómeno astronómico – respondió Kent, alejándose del ocular -. ¿O quiere mencionar otra ciencia?

Lester titubeó, y al fin respondió lentamente.

– La escala de la magnitud es inconcebible. Creo que todavía no debemos suponer un alcance galáctico. Esta andanada puede llegar en un haz que se concentra en nuestra nave.

Kent se volvió hacia los hombres, que ocupaban hileras de butacas acolchadas frente al ancho y colorido panel de control.

– ¿Alguien tiene alguna idea o sugerencia? Grosvenor miró en torno, esperando que el hombre no identificado que había hablado antes se explicara. Pero esa persona siguió guardando silencio.

Innegablemente, los hombres no se sentían tan libres de expresarse como cuando Morton era director. Kent había insinuado más de una vez que despreciaba la opinión de quienes no fueran jefes de departamento. También era evidente que se negaba a considerar el nexialismo como un departamento legítimo. Durante varios meses, él y Grosvenor se habían tratado con cortés distanciamiento, procurando eludirse. Durante ese tiempo, el director interino había consolidado su posición introduciendo en el consejo varias mociones que daban a su oficina más autoridad en ciertas actividades, so pretexto de que así se evitaba una superposición de tareas.

Grosvenor estaba seguro de que sólo otro nexialista habría comprendido que para la moral de la nave era muy importante alentar la iniciativa individual, aun a costa de cierta eficiencia. Él no se había molestado en protestar. y así se habían impuesto más restricciones a esa comunidad de seres humanos ya peligrosamente regimentada y confinada.

Desde el fondo de la sala, Smith fue el primero en responder al pedido de Kent.

– Veo que Grosvenor se retuerce en su silla – dijo secamente el anguloso y huesudo biólogo -. ¿Será que aguarda cortésmente a que los mayores den su opinión? ¿Qué piensa usted, Grosvenor?

Grosvenor esperó a que se silenciaran las risas – en las que Kent no participó – y dijo:

– Hace unos minutos alguien sugirió que debíamos volver a casa. Me gustaría que esa persona explique sus razones.

No hubo respuesta. Grosvenor vio que Kent fruncía el entrecejo. Parecía extraño que nadie a bordo estuviera dispuesto a admitir una opinión, aunque hubiera sido pasajera. Otros hombres miraban alrededor con asombro.

– ¿Cuándo oyó eso? – preguntó al fin Smith -. Yo no recuerdo haberlo oído.

– Yo tampoco – dijeron otros. Los ojos de Kent relucían. Grosvenor pensó que abordaba una discusión como un hombre previendo una victoria personal.

– Seamos claros – dijo -. O bien alguien dijo eso, o bien nadie lo dijo. ¿Quién más lo oyó? Alcen la mano.

Nadie alzó la mano.

– Señor Grosvenor – dijo Kent con voz sutilmente maliciosa -, ¿qué oyó usted exactamente?

– Por lo que recuerdo, las palabras fueron: «He aquí mi opinión. Esta nave debería regresar a casa» – dijo Grosvenor. Hizo una pausa. No hubo ningún comentario, así que continuó -: Parece claro que esas palabras son producto del estímulo de los centros auditivos de mi cerebro. Allá afuera hay algo que desea que nos vayamos, y yo lo detecté. – Se encogió de hombros -. Desde luego, no estoy seguro de tener razón.

– Todavía tratamos de entender, Grosvenor – dijo rígidamente Kent -, por qué usted oyó esa frase, y no los demás.

Una vez más Grosvenor ignoró el tono de esas palabras, y respondió serenamente:

– Estaba pensando en ello. Recuerdo que durante el incidente de Riim mi cerebro fue sometido a estímulos continuos. Es posible que ahora sea más sensible a esa forma de comunicación.

Comprendió que quizá esa sensibilidad especial explicara por qué había recibido los susurros en sus salas protegidas. No le sorprendió el mal ceño de Kent. El químico había demostrado que prefería no pensar en la gente – pájaro y lo que había hecho con la mente de los miembros de la expedición.

– Tuve el privilegio de escuchar una trascripción de su versión del episodio – dijo ácida mente Kent – Si no recuerdo mal, usted afirmó que el motivo de su victoria fue que estos seres de Riim no entendieron que era dificultoso controlar el sistema nervioso del miembro de una raza alienígena. ¿Cómo explica entonces que esa irradiación – señaló la dirección adonde se dirigía la nave – haya llegado a su mente y haya estimulado con tal precisión las zonas de su cerebro que produjeron exactamente las palabras de advertencia que usted nos acaba de repetir?

Grosvenor pensó que el tono de Kent, sus palabras y su actitud presuntuosa, eran desagradablemente personales.

– Director, el que haya estimulado mi cerebro podría estar al corriente del problema que presenta un sistema nervioso alienígena. No tenemos que suponer que habla nuestro idioma. Además, su solución del problema fu

RESUMEN DEL VIAJE DEL BEAGLE ESPACIAL,

AUTOR: A. E. VAN VOGT

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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