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Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 2)



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Cuanto ha quedado escrito en él, es verdad.

Sin embargo, aconsejo a mis lectores que no hagan demasiado caso de todo lo dicho. Les conviene pensar en que la "verdad no es nunca absoluta". Todo puede ser verdad, pero todo puede no serlo…

Y entre una verdad positiva y una verdad negativa, hay una infinidad de otras pequeñas verdades, que no son rotundamente negativas ni positivas. Es lo que los matemáticos -esos seres inexactos- llaman el "ultracontinuo". (Esto no es nuevo, pero hay mucha gente que lo ignora.)

"Nota importante".- La cita de Heine con que he encabezado el prólogo no la escribió nunca Heine. La he escrito yo, y he puesto debajo el nombre de Heine como podía haber puesto el de Landrú.

Enrique Jardiel Poncela

(Se escribió este prólogo bajo una tienda de campaña instalada en las cumbres de la Fuenfría (Guadarrama), y en agosto de 1928.)

Libro Primero

Terceto: El marido, la mujer y el amante

Primer capítulo

La vida extraordinaria que se ve obligada a llevar una protagonista de novela para no dejar de serlo.

"Toilette"

–¿Doy "polissoir"?

–No. Dé barniz, Elisa.

–¿Doy barniz?

–No, Fernández. Dé usted "polissoir".

–¿Mas aje en los hombros y en el rostro?

–Sólo en la cara, Asunción.

–¿El pelo, "garon" o "boule"?

–"Boule", como siempre, monsieur Robert.

–¿La señora se arregla hoy también la nuca?

–Únicamente las axilas, Guzmán.

–¿Le pongo a la señora en los ojos "kohol" o antimonio o "humo de sándalo" o "rimmel"?

–Ponme parafina, Juanita. Al sonreír se me hacen unos pliegues odiosos.

–¿Qué va a fumar la señora? "¿Abdulla? ¿Capstan? ¿Ombos? ¿Turkish Teofaní? ¿Selectos de Oriente? ¿London Idol? ¿El Fayum, de Batschari? ¿Egipcios Luxor? ¿Colombos aristocráticos? ¿Rose of Stamboul? ¿Miss Blanche? ¿Nadir?" ¿O "Cavalla"?

–Dame un "Tanagra Laurens", Marianito.

Y añadió:

–Acércame el atril y pon en él, para que pueda leerlo, aquel libro que hay allí.

–¿Cuál, señora? ¿El titulado "Enloqueció por un violinista"?

–No. Ese otro, que se titula "Las enfermedades de la piel en el Cáucaso".

Marianito, el "botones", obedeció. Colocó el libro en el atril y llevó éste al lado de lady Sylvia. Y lady Sylvia Brums de Arencibia lanzó al techo unos chorritos del humo azul grisáceo en que se consumía el cigarrillo "Tanagra Laurens", y se engolfó en la lectura del tercer capítulo de "Las enfermedades de la piel en el Cáucaso".

Entre tanto, seis personas la rodeaban practicándole las siguientes operaciones:

La manicura Elisa le perfeccionaba las uñas de las manos.

El pedicuro Fernández le embellecía las uñas de los pies.

La masajista Asunción le pellizcaba el rostro.

El peluquero monsieur Robert se ocupaba de sus cabellos.

El electromecánico Guzmán le depilaba las axilas.

La doncella Juanita le estropeaba los ojos.

Lady Sylvia Brums de Arencibia, solicitada por aquellas doce manos, se había visto obligada a echarse en una otomana y a adoptar la postura de los condenados al suplicio llamado de la escalera (1).

Todas las mañanas, desde hacía unos años, aquellas operaciones se repetían y sólo cambiaban los nombres de las personas que manoseaban a lady Sylvia. El peluquero, "monsieur Robert", había sido antes "mister Mac. Averny", y antes, otro, que era alemán, y mucho antes, otro, que era bizco. E igual ocurrió con la masajista, con el pedicuro, etc. La única que no variaba lo más mínimo era la propia lady Sylvia Brums.

Nacida en el histórico castillo de los Brums, en Mersck, pueblecito del condado de Hardifax (pueblo, castillo y condado serían preciosos, probablemente, si existieran en el mundo), Sylvia había vivido rodeada de lujo y de orquídeas.

A los siete años perdió a su madre. Aquella elegante dama se fue una mañana a Londres a presidir una función a beneficio de los "niños ingleses criados con biberón", y no volvió más. Al pronto se pensó en un crimen. Y puede que lord Brums -padre de Sylvia y esposo de la desaparecida- hubiera hecho movilizar a los agentes de Scotland Yard si no hubiese sido porque, a los dos días de desaparecer, lady Brums envió a su marido la siguiente carta:

"Me largo a América con mi amante, porque estoy ya hasta la coronilla de ti y de tus ascendientes. Te deseo un buen reúma. Alicia."

Lord Brums fue a llorar; pero no le dio tiempo: el odio hacia la mujer nació de súbito en el ventrículo derecho de su corazón y pronto ocupó toda la víscera.

Un mes más tarde descubría el estado de su ánimo a sir Ranulfo Macaulay, amigo de la infancia, en un descanso entre dos partidas de "golf".

–Querido Ranulfo: la fuga de mi mujer me llena de odio hacia ella.

–¡Bah! Considera, Patricio -repuso Macaulay, para quien no tenía nada importancia, fuera de sus minas de hulla-. Considera, Patricio, que tú eres veinte años más viejo que tu mujer; estás en la época en que comienza a preferirse un buen "grogg" a una noche de pasión. Y las mujeres, querido amigo, no entienden otra música que la ejecutada con las trompas de Falopio.

–No; si mi odio hacia ella no está motivado porque se haya fugado con su amante.

–Pues ¿por qué?

–Porque en su carta me desea un buen reúma y hoy, al levantarme, ya he sentido los primeros dolores, Ranulfo.

Macaulay le aconsejó que se armase de paciencia y que mandara comprar salicilatos.

Pero lord Brums no tenía cura y de allí en adelante pasó el resto de su existencia con las piernas rígidas, apoyadas en un butacón.

Y como los deportes le enloquecían, diose a cultivar el ejercicio del remo, único para el cual no necesitaba mover las piernas. Pasaba largas horas acuchillando las aguas de un lago próximo al castillo con la aguda proa de un esquife.

Un día, en cierto brusco movimiento, el esquife dio la vuelta y sir Patricio cayó al lago. Sabía nadar y era hombre sereno, así es que, al encontrarse en el agua, sacó su pipa y pretendió llenarla de tabaco, pensando que alcanzaría la orilla nadando únicamente con las piernas.

Por desgracia, había olvidado que el reuma tenía sus piernas inmovilizadas.

Y lord Brums se quedó en el fondo del lago hasta que lo sacaron once días después, envuelto en líquenes y mucho más muerto de lo que le conviene a un hombre que tiene cierto interés en seguir viviendo.

Sylvia y la boda

El ochenta y cinco por ciento de las muchachas, cuyo padre está reumático e inmóvil en un butacón, adquieren el carácter disoluto de las cortesanas. Y si la acción se desarrolla en Inglaterra, en lugar del ochenta y cinco por ciento resulta el noventa y hasta el noventa y cuatro. Y si la acción se desarrolla en Oklahoma, entonces es el ciento nueve por ciento.

Sylvia no quiso ser esa excepción que confirma la regla, y al convencerse de que lord Brums no podía seguirla en sus evoluciones alrededor del amor, se convirtió en una Mesalina que decía "stop, thank you, good morning" y "trade mark".

Las primeras pulsaciones de pasión coincidieron en Sylvia con la llegada de la primavera, que en el condado de Hardifax es tumultuosa y algo menos húmeda que un impermeable. El parque que rodeaba el castillo de los Brums se vestía de frac y en las solapas de sus macizos estallaban los tulipanes, los rododendros y las rosas de Escocia. Y por encima de todos los olores campestres, sobresalía el de las marlefas (1).

¿Fue aquel perfume lo que aturdió a Sylvia privándola del raciocinio? ¿O lo que la privó del raciocinio fue el deseo de lucir su camisa, color pervinca? No es fácil determinarlo. Pero lady Brums cayó de un modo vulgar con el jardinero del castillo, un mozo que se llamaba modestamente Jim y que se pasaba el día construyendo silbatos con trocitos de ramas de álamo y una navajita de Birmingham. (El Albacete del Reino Unido.)

La escena había sido rápida. Sylvia sorprendió a Jim fabricando un silbato, se echó en sus brazos y le dijo en inglés:

–Te amo.

Jim la abrazó, correspondió durante seis minutos al amor de Sylvia, la saludó con una inclinación de cabeza, recogió del suelo su navajita y su ramita de álamo y se alejó, trabajando de nuevo en el silbato y tarareando un aire irlandés.

Sucesivamente Sylvia amó a toda la servidumbre que se afeitaba y vivía en el castillo.

Y la noche en que se cumplía el novenario del entierro de lord Brums, sir Ranulfo Macaulay ofreció su brazo a Sylvia, la llevó al "hall" del castillo y le hablo así:

–Sylvia: eres ya una mujer…

–Lo sé -replicó ella, que aborrecía los prólogos
inútiles.

–Y yo, Sylvia, soy un hombre…

–Lo sospeché al momento, sir Ranulfo.

–Pues bien, Sylvia: cuando un hombre y una mujer se han encontrado solos como nosotros, se han casado. Esto viene ocurriendo desde el tiempo de Adán.

–Adán y Eva no se casaron, sir.

–Por eso su pecado fue original. Pero tú y yo, que somos más vulgares, debemos casarnos. Tengo el honor de poner a tus pies mis cuatro minas de hulla, Sylvia.

Lady Brums reflexionó unos instantes, muy pocos, para no malgastar su cerebro. Luego se acercó a sir Ranulfo y le habló al oído largamente. Sir Ranulfo retrocedió lleno de asombro.

–¿Es posible? -dijo-. ¿Y quién ha sido él?

–Primero, Jim -repuso Sylvia-. Luego, Jack; después, John; más tarde, Harry, Fred, Tom, Doug…

–¡San Jorge! -exclamó sir Ranulfo cayendo en un sillón que había pertenecido al duque de Buckingham.

–He creído necesario decíroslo para que os convenzáis, sir Ranulfo, de que la que va a ser vuestra esposa tiene un alma sincera.

–Gracias, hija mía… Déjame que me recobre… El golpe ha sido tan inesperado…

–Pero pensad que lo inesperado siempre es gracioso, sir.

Sir Ranulfo Macaulay calló, aparentando no haber oído la última reflexión de Sylvia. Luego, como si hablase consigo mismo, murmuró:

–Sin embargo… Sin embargo…

Por fin se alzó resueltamente del sillón, se paseó por la estancia, acarició con gesto maquinal una reproducción en bronce de la Venus Calipygea, que se aburría en uno de los rincones, y se dirigió a Sylvia.

–Yo me casaría contigo de buena gana; pero después de lo que me has confesado, nuestra boda me parece un negocio un poco sucio…

Sylvia se estremeció; luego se irguió exclamando:

–¿Y puede desdeñar un negocio sucio el hombre que tiene cuatro minas de carbón?

Un silencio imponente, y al cabo, sir Ranulfo Macaulay avanzó con grave solemnidad.

–¡Basta! -dijo-. Nos casaremos a primeros de mes.

Y el día 5 de junio se casaron.

Dos literas en el expreso

Sylvia tenía entonces dieciocho años. Macaulay tenía setenta y tres. El se hallaba agotado por la edad y por los disgustos que le producían sus cuatro minas, y ella disfrutaba de un temperamento ígneo entrenado en el largo ejercicio de nueve amantes diferentes.

Sin embargo, Sylvia no engañó a sir Ranulfo Macaulay.

Porque sir Ranulfo Macaulay murió el día mismo de la boda.

Una aplastante angina de pecho, sobrevenida al final del almuerzo de esponsales, obró el milagro de que Sylvia Brums fuese, en aquel memorable martes 5 de junio, las siguientes cosas:

A. De ocho de la mañana a doce del día, "soltera".

B. De doce del día a dos y media de la tarde, "casada".

C. De dos y media de la tarde en adelante, "viuda".

Al llegar la muerte, sir Ranulfo Macaulay había inclinado ante ella la testa, no obstante lo cual murió sin testar; y Sylvia, a quien el tránsito de lord Brums había dejado heredera de un capital de doscientas mil libras, vio cómo se acumulaba a su fortuna la fortuna de su fugaz marido.

("Las fortunas se forman por acumulación de valores".)

("Las tertulias literarias y los montones de piedras se forman por acumulación de adoquines.)

Sylvia lloró a Macaulay durante diez minutos. Después se encerró con el administrador de su marido e indagó la cifra a que ascendían los bienes de sir Ranulfo. Resultó de la investigación que los castillos que el difunto poseía en Rostgow y en Larcatles valían ochenta mil libras. Al saberlo, Sylvia salió del despacho, lloró otros diez minutos a Macaulay y volvió a entrar en la estancia. Entonces se enteró de que las minas de hulla darían, al ser negociadas, de trescientas a trescientas veinticinco mil libras, y Sylvia lloró al muerto diez minutos más. Por último, el administrador puso en conocimiento de la viuda, que el dinero en metálico que dejaba sir Ranulfo se aproximaba a sesenta mil libras y ochenta peniques. Con lo cual, Sylvia se apresuró a añadir otros diez minutos a los ya llorados.

El administrador hizo los cálculos finales rápidamente:

Conceptos:

Valor de los castillos de Rostgow y Larcatles, incluidos tapicería, moblaje, obras de arte, garajes, cuadras, cocheras, equipos de deportes y roedores instalados en las cuevas: 80.000,00 libras.

Valor de las minas de hulla "La Repleta", "La Profunda., "La Pródiga" y "La Vertical": 325.000,00 libras.

En metálico, dejado por sir Ranulfo al morir, por imposibilidad de llevárselo al otro mundo: 60.000,80 libras.

Total apabullante: 465.000,80

Lady Sylvia Brums había llorado cuarenta minutos justos, de suerte que -según cuenta aproximada del administrador- resultaron unas once mil quinientas ochenta y cinco libras y dos peniques por cada minuto de llanto. Lo que no habría sido capaz de llorar ninguna viuda que no fuese ella.

–Así, pues… ¿estoy rica? -le dijo Sylvia al administrador.

–¡Lady Sylvia está riquísima! repuso él de un modo que hubiera resultado equívoco en España.

–Y ya… ¿lo puedo todo?

–"Yes­". La fuerza que le dan sus dos herencias, lady Sylvia, es ilimitada. Todos los deseos de lady Sylvia pueden ser satisfechos. ¿Desea algo lady Sylvia?

–Sí, William. Deseo que tomes billete en el expreso de Londres para la noche. Tú me acompañarás en el viaje; iremos absolutamente solos. Reserva un único departamento. Yo ocuparé la litera de arriba y tú la de abajo.

Y añadió jugueteando con una ramita de muérdago:

–Cuando estemos en el tren y me haya acostado ya, procura subir a mi litera, que tengo que darte a esa hora un recado importante.

(Al administrador del difunto sir Ranulfo se le cayó al suelo una cartera de piel negra, llena de documentos, que llevaba siempre bajo el brazo.)

… … … … … … … … …

Y al llegar a Londres, lo que William Hebert llevaba bajo el brazo no era la cartera de piel negra llena de documentos, sino un perro de piel blanca lleno de pulgas. Lo habían encontrado perdido en el andén de la estación y Sylvia se propuso prohijarlo.

("Cuando veáis que un hombre va con un perro bajo el brazo detrás de una mujer, y al parecer contento, no vaciléis en determinar la relación que tiene con ella: o es su criado o es su amante o no es ninguna de las dos cosas".)

… … … … … … … … …

Recorrieron juntos toda Europa. Lo que se dice un hermoso idilio; pero William, el antiguo administrador, que seguía llevando el perro bajo el brazo, sentía en lo hondo de su alma que, para ser feliz, debía decidirse por cualquiera de estas seis resoluciones:

I.- Tirar el perro al paso de un tren.

II.- Comérselo.

III.- Regañar con Sylvia.

IV.- Tirarla al paso de otro tren (o del mismo).

V.- Comérsela.

VI.- Casarse con ella.

Y lo que decidió fue casarse… ­!Claro!­

Cuando se lo propuso, Sylvia le preguntó:

–¿Y eso por qué?

–Porque me canso de llevar el perro bajo el brazo, Sylvia.

–Sin embargo, desde que le bañaron, pesa mucho menos.

–Es cierto, pero no basta. Necesito ser tu marido para tener el derecho de colgar a este encantador animalito de una viga.

Y con el sencillo monosílabo, Sylvia consintió en aquella nueva boda.

Así que la vida matrimonial se normalizó, William Hebert se dio el gusto de tirar al mar el perrito que le había esclavizado tanto tiempo, pero fue ésa su única satisfacción de casado. Porque no tardó en darse cuenta de que en Sylvia se había operado un fenómeno frecuente: ella, que en la comunidad de una unión ilegal le había sido fiel, porque nadie le imponía la obligación de serlo, no bien se encontró casada y consciente de que mantenerse fiel a William era su deber, comenzó a engañarlo.

Los disgustos habrían sido terribles si William hubiese tenido el pelo negro, porque amaba extraordinariamente a Sylvia. Pero William era albino y a los hombres albinos les falta carácter para imponerse a las mujeres y para aprender a montar en bicicleta. De modo que, al enterarse de una nueva infidelidad de su esposa, William hacía lo que hacen los niños cuando les peinan: lloraba.

Y mientras se mojaba de llanto la corbata, una cruel lucha se entablaba dentro de su corazón.

El matrimonio se había instalado en Madrid, porque Sylvia amaba ahora a un español y los negocios del nuevo amante requerían la presencia de éste en la ciudad del cielo azul y del servicio de gas deficiente.

No tardó William en enterarse del extravío de turno. Volvió a mojar de llanto su corbata y a luchar valerosamente contra la desdicha. Pero sus fuerzas de resistencia iban batiéndose en fuga.

Y persuadido de que llevar a Sylvia al buen camino era tan difícil como conducir a pie quince gatos por carretera, se encerró en su alcoba y se practicó una operación delicada.

Al día siguiente, Sylvia ponía de su puño y letra los nombres de las amistades más íntimas en unos sobres que encerraban este lindo prospecto:

Rogad a Dios por el alma de William Hebert Handckerchif que falleció, víctima de un accidente doméstico, el día 16 de enero de 1921 a los 63 años de edad R.I.P.

Lo de "accidente doméstico" era un delicioso eufemismo con el cual se intentaba ocultar a la sociedad mundial que William Hebert se había comido cuarto de kilo de cianuro potásico.

… … … … … … … … …

Paco Arencibia -el amante español, causa indirecta de aquel hecho- también recibió la consiguiente esquela. Y su único comentario hacia Hebert fue éste:

–!Qué estúpido!

Comentario que volvió a repetir ocho días después delante de Sylvia, que había ido a visitarle con el cuerpo envuelto en negro y las pestañas rebozadas de "pasta".

–¿Por qué le llamas estúpido? ¿Porque se ha muerto?

–No. Porque se ha matado.

–Veo que opinas igual que el forense…

Arencibia contestó tecleando en su pianola un cuplé.

–¿Es que tú no te matarías si, estando casado conmigo, te engañase? -indagó Sylvia.

Paco Arencibia lanzó una carcajada que había de durar 620 segundos.

–¡Matarme yo! -exclamó levantando los brazos al techo como si quisiera agarrarse a la lámpara- ¡Matarme!

Y emitió una carcajada de media hora de duración.

Sylvia Brums, herida en la vanidad -único impulso, único fin, único sentimiento, único ídolo, único dios de las mujeres-, se revolvió iracunda.

–¡No serías capaz de hacer la prueba! -le gritó.

Silencio.

Arencibia, súbitamente serio, avanzó paso a paso hacia su amante. La cogió por un brazo.

–Oye -le dijo-. No nos casamos mañana, porque la ley no lo permite. Pero el día 25 de noviembre, o sea dentro de diez meses, firmaremos juntos el acta matrimonial.

Ambos vieron desfilar aquellos trescientos días en una actitud febril; sentían una impaciencia loca, una verdadera sed de que el tiempo pasase. Y el tiempo pasó al fin; todo acaba por pasar en el mundo: hasta las procesiones de Semana Santa.

Se casaron, y el mismo día del enlace, por la tarde, Sylvia llegó de la calle y, sin despojarse del abrigo, entró en el despacho de Paco. Llevaba en la mano una fotografía.

–Mira -habló, tirando la fotografía encima de la mesa-, éste es el retrato del que acaba de ser mi amante.

Arencibia se caló el monóculo y examinó el retrato.

–¡Es un guapo muchacho! -alabó-. Mi enhorabuena.

Y agregó en seguida:

–¿Quieres dar orden de que nos sirvan? Tengo un hambre terrible.

… … … … … … … … …

Ya, en los seis años de matrimonio con Sylvia, Paco Arencibia había conocido a un número de amantes de su mujer absolutamente inverosímil. Su actitud continuaba siendo la misma que la del día de la boda. Al enterarse de cada nuevo resbalón de lady Brums, daba su opinión personal del interfecto y felicitaba calurosamente a su esposa.

Porque Paco Arencibia, con sus treinta y ocho años elegantísimos, su distinción, su cabello canoso y su boca fruncida hacia el lado izquierdo, tenía teorías particulares sobre el amor, las mujeres, la fidelidad, la muerte, la vida, el honor, los viajes en automóvil, etc., etc.

Hasta que cierta tarde, en el Casino, sorprendió, al entrar en uno de los salones, una conversación que sostenían acerca de él varios socios.

Comentaban las veleidades (¡qué bonito­, veleidades…) de lady Sylvia y afirmaban que "el pobre Arencibia estaba ciego".

Arencibia se dirigió a ellos, les saludó y ordenó a un criado que pidiese en la biblioteca del Casino el volumen señalado en catálogo con el número 3,227 y que se lo trajera.

El criado volvió al rato con el libro; era una "edición-miniatura" de "Don Quijote de la Mancha", esa gloriosa novela que elogia todo el mundo, pero que nadie ha leído.

Y Arencibia cogió el tomo, lo abrió, y arrellanándose en la butaca, comenzó:

"–En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un hidalgo de los de adarga…"

Al acabar la lectura del primer capítulo, se encaró con los amigos murmuradores.

–He leído este capítulo, porque perteneciendo a una "edición-miniatura" demuestra no sólo que yo no estoy ciego, sino que mi vista es excepcional.

Los amigos, que eran cobardes, como el resto de los habitantes de Europa, Asia, África, América y Oceanía, se quedaron lívidos. Arencibia siguió:

–No estoy ciego. Veo perfectamente. Ignoro el número exacto de amantes que ha tenido mi mujer, por la misma razón que ignoro el número exacto de estrellas que forman el sistema solar o el número de granos de arena que encierra el desierto del Sahara o el número de tartamudos que estudian Medicina. Resumiendo: lo que yo no veo es porque no quiero mirarlo. Pero ya que existen cretinos que se ocupan de mis asuntos particulares, voy a tomar una medida con la cual probaré a todo bicho viviente que no estoy ciego. Buenas tardes.

Y Arencibia se levantó y se fue del Casino.

La medida anunciada consistió en dirigirse a una imprenta, donde encargó la impresión de cien mil circulares, que decían así:

H. Francisco Arencibia Paseo de la Castellana, 90 (hotel)

Madrid

Sr. D. …

Muy distinguido señor mío: Habiendo tenido noticia de que es usted el actual amante de mi esposa, lady Sylvia Brums Carter, y suponiendo que usted ignora que a mí me tiene sin cuidado el que usted le diga "amor mío", "mi cielo" u otra cualquiera de esas simplezas tan frecuentes entre enamorados, siento el gusto de comunicar a usted por medio de esta circular que no tiene necesidad de ocultar a los ojos de la sociedad esos culpables amores, puesto que yo, como marido y presunto perjudicado, los autorizo desde el momento.

Con tal motivo me es muy grato ofrecerme a usted como s. s. y amigo, q. l. e. l. m.,

Héctor Francisco Arencibia.

Y a partir de aquel día, cuando Paco Arencibia se enteraba de que Sylvia había cambiado de pasión, averiguaba el nombre y las señas del nuevo favorito, escribía todo ello a la cabeza de una de las circulares y en un sobre, y ordenaba echar la carta al correo, advirtiendo que no olvidasen ponerle sello.

Matrimonio feliz

Marianito, "el botones", después de haber obedecido la última orden de Sylvia relativa a que le acercase el atril, se dirigió a su ama:

–Señora: el señor pide permiso para entrar a saludar a la señora.

Sylvia desvió sus cejas hacia el pequeño "groom" todo lo que le permitió la parafina, y repuso:

–Hazle pasar en seguida.

El "botones" desapareció como un cometa y no tardó en aparecer de nuevo (como los cometas también), diciendo:

–El señor.

En la puerta, color de palo de rosa, surgió Arencibia: en la mano, el sombrero, los guantes y el bastón.

Y Elisa, la manicura; Fernández, el pedicuro; Asunción, la masajista; monsieur Robert, el peluquero; Guzmán, el electromecánico, y Juanita, la doncella, se retiraron a un lado respetuosamente abandonando la estatua yacente de lady Sylvia. Esta, con gran gentileza, le alargó a su marido una de las manos, que Arencibia besó de un modo personalísimo.

–¿Descansaste bien?

–Divinamente, Sylvi. ("Diminutivo de Sylvia".)

–¿Sales?

–A dar una vuelta.

–Cada vez tienes un aire más distinguido, querido mío.

–Y tú estás cada vez más hermosa.

Sylvia sonrió con agrado y murmuró amablemente:

–This is very readig and how?

A lo que Arencibia repuso riendo:

–Litle parrows cleveland… (1).

Luego volvió a besar la mano de su mujer y salió del gabinete, dándole un papirotazo cariñoso al "botones", que permanecía serio y rígido al lado de la puerta.

Y Elisa, Fernández, Asunción, monsieur Robert, Guzmán y Juanita volvieron a apoderarse de lady Sylvia y continuaron el interrumpido manoseo de su cuerpo, tan bello y tan adúltero…

(¡Qué final!)

Capítulo segundo

El hombre que pensando irse a Australia, se fue al Polo Norte

Encuentro

Sobre la mesa de despacho (acero con incrustaciones de lapislázuli) había un cenicero de bronce y un documento.

Este documento era ése que vulgarmente se llama padrón y que sirve para denunciar las circunstancias de los individuos que habitan en pueblos civilizados y para que un guardia se dedique durante dos meses a subir y bajar escaleras hablando mal de los inquilinos, que nunca tienen prisa por denunciar dichas circunstancias.

Tampoco Elías Pérez Seltz se había dado prisa por llenar su padrón. Lo tuvo quince días en el bolsillo derecho de una americana color marrón glacé; dos meses guardado entre las páginas de cierto libro cuya lectura hubo de abandonar una tarde precipitadamente; seis horas en el cacharro destinado a la basura y dos semanas sobre la mesa del despacho (acero con incrustaciones de lapislázuli).

El municipal número 876, Paciano Ragout, subió once veces al piso 28 del 207 de la calle de Lagasca con el propósito definido de recoger la hojita impresa, la cual decía así:

Ayuntamiento de Madrid

Distrito de Buenavista.

Barrio de Salamanca.

Calle de Lagasca.

Casa No. 207. Piso 28.

Cuarto … Hoja declaratoria de los individuos mayores de veintiún años que habitan en la expresada casa y cuarto.

Nombre y apellidos: Elías Pérez Seltz. Edad: 30. Hijos: 0. Estado: S. Naturaleza: Madrid. Parentesco con el cabeza de familia: Cabeza. Profesión: Ninguna. Rentas anuales que percibe: 36.000. Lugar donde presta sus servicios: En los "cabarets". Alquiler anual que satisface: 6.000. Observaciones varias: …

Nombre y apellidos: Louis Dupont. Edad: 50. Hijos: 0. Estado: S. Naturaleza: París. Parentesco con el cabeza de familia: Criado. Profesión: Criado. Rentas anuales que percibe: 1.200. Lugar donde presta sus servicios: … Alquiler anual que satisface: …

Observaciones varias: Es sordo como una tapia.

Nombre y apellidos: Juana Díaz Suárez: 45. Hijos: 0. Estado: V. Naturaleza: Madrid. Parentesco con el cabeza de familia: Cocinera. Profesión: Cocinera. Rentas anuales que percibe: 600. Lugar donde presta sus servicios: En la cocina. Alquiler anual que satisface: …

Observaciones varias: Guisa divinamente.

Nombre y apellidos: Francisca Gómez: 23. Hijos: 3. Estado: S. Naturaleza: Avila. Parentesco con el cabeza de familia: Doncella. Profesión: Doncella. Rentas anuales que percibe: 480. Lugar donde presta sus servicios: … Alquiler anual que satisface: …

Observaciones varias: Es muy morena.

El cabeza de familia: El agente: Elías Pérez Seltz Sánchez

Pero el guardia no logró otra cosa que entablar una serie de diálogos absurdos con el criado de Pérez Seltz, que era sordo como una tonelada de yeso. La última vez que subió, el heroico 876 pronunció palabras que me resisto a escribir, porque el buen gusto debe ser inviolado.

Elías Pérez Seltz acabó por fin de llenar el padrón; apresuróse a disparar al aire su pistola, procedimiento que utilizaba para llamar al criado, y le dijo a voces:

-¡Cuando venga el guardia mañana, que no se os olvide darle el padrón! ¡Aquí, encima de la mesa, os lo dejo!

Y luego, distraídamente y en la precipitación de cerrar la última maleta, porque Elías se disponía a partir de viaje, se echó el padrón al bolsillo y se fue a la calle para tomar el tren, llegar a Marsella y embarcar con rumbo a Australia.

… … … … … … … … …

Pero no embarcó para Australia, ni llegó a Marsella, ni siquiera tomó el tren.

… … … … … … … … …

Lo que hizo fue subir a un "taxi" y decirle al "chauffeur" brevemente:

–¡A la estación!

Habían recorrido unos doscientos metros y el "chauffeur" se volvió hacia él, preguntándole:

–¿A la del Norte? ¿A la del Mediodía? ¿A la de las Delicias? ¿A la de Arganda? ¿O a la de las Pulgas?

–¿Pero hay cinco estaciones en Madrid?

–Sí, señor. Y contando la Primavera, el Verano, el Otoño y el Invierno, hay nueve.

Entonces Pérez Seltz miró fijamente al "chauffeur" con ánimo de aconsejarle que hiciese una de esas frituras de espárragos tan comunes en España, pero lo que hizo fue sonreír y darle la mano con fuerza y exclamar con voz gutural:

–¡Fermín!

A lo que el "chauffeur" contestó con igual guturalidad:

–¡Zambombo!

Ambos, "chauffeur" y viajero, acababan de descubrir que eran antiguos amigos. Y el lector acaba de descubrir a su vez que los amigos antiguos le llamaban Zambombo a don Elías Pérez Seltz, de treinta años de edad, natural de Madrid, rentista y vecino del barrio de Salamanca.

La vida está llena de sorpresas y de protozoos del paludismo.

Camino del Polo Norte

–Pero, ¿tú eres "chauffeur"?

–Suponiendo que a los que conducen automóviles se les llame "chauffeur", soy "chauffeur".

–¿Qué tiempo llevas conduciendo?

–Unos dieciocho neumáticos de repuesto.

–¿Y cuántos años suman esos neumáticos?

–Tres años, dos meses y un día. Lo que cualquier delito vulgar.

Los dos amigos siguieron su diálogo hasta que el coche, conducido por Fermín, que llevaba el rostro vuelto hacia atrás, atropelló a un guardia, el 876 precisamente. Entonces hubo que frenar, dar explicaciones, permitir que el guardia, levantándose del suelo, tomase el número del auto y apartar enérgicamente a los 5,680 transeúntes que habían acudido al lugar del suceso con la esperanza de que el guardia matase al mecánico o el mecánico matase al guardia.

Fermín indicó a Pérez Seltz la conveniencia de que se sentase a su lado, en el "baquet" delantero, para evitar otro accidente similar, y se interesó por su viaje.

–¿Adónde vas?

–Pienso embarcar para Australia.

–¿Y por qué no te vienes conmigo al Polo Norte?

–Pchss… Casi me da lo mismo el Polo Norte que Australia…

–Te lo digo, porque el Polo Norte es un bar muy confortable que hay en Cuatro Caminos, y allí, delante de unos vasos de cerveza, me podías contar qué mujer es la que se ha cansado de ti. Para los espíritus cultos, un hombre que se va a Australia es un hombre que ha sufrido un desengaño de amor. Es una frase que tengo apuntada.

Pérez Seltz, o, mejor dicho, Zambombo, reflexionó, cosa que hacía hasta tres y cuatro veces al año. Y sintió la voluptuosidad de trasladarle a alguien sus preocupaciones.

–Bueno, vamos al Polo Norte… Dejaré para mañana mi viaje a Australia. Así como así el barco no sale hasta el 15 y yo llevaba el proyecto de estarme seis días en Marsella…

–¿Y para qué? -dijo el otro enfilando una calle.

–Para aprender el francés.

–Pero ¿tú crees que el francés se aprende en unos días?

–¿Por qué no? Un hombre que lleva dinero en la cartera no necesita saber de cada idioma más que seis frases.

–¿Y qué frases son ésas? -indagó haciendo un viraje.

–"Tráigame huevos fritos." "Tráigame carne asada." "Tráigame pescado en salsa." "La amo a usted, señorita." "Lléveme a un buen hotel" y "Se ha olvidado usted ponerme el salero."

–Siendo así sabrás muchos idiomas.

–Domino el portugués.

–­¡Animal! -rugió Fermín con rabia frenética.

–¿Por qué me insultas?

–Se lo decía a aquel imbécil. Va leyendo el periódico y casi se nos ha metido debajo de las ruedas del coche.

El transeúnte que leía el periódico quedaba atrás, parado junto a la acera.

–Verás qué poco tarda en decirme "el animal lo será usted" -agregó Fermín.

Y segundos después, llegó hasta ellos un vozarrón lejano:

–­¡El animal lo será usted!

–¿Ves? -musitó Fermín con pena-. Abruma la falta de originalidad de la gente.

–Es que si todo el mundo fuera original, no sería original nadie.

Fermín emitió un silbido admirativo y exclamó:

–Lleva el coche un instante.

–¿Qué vas a hacer?

–Voy a apuntar tu frase -replicó el "chauffeur" sacando un cuaderno de hule-. Acostumbro a apuntar todo lo que puede tener interés para repetirlo.

–Los loros lo repiten sin necesidad de apuntarlo.

Fermín se dispuso a escribir mientras Zambombo llevaba el volante.

–¿Cómo dijiste? "Si todo el mundo fuese original…

–… no sería original nadie." Y puedes añadir: "Sólo sería original el que no fuese original."

El "chauffeur" volvió a silbar con admiración creciente y escribió con rapidez las dos frases.

Zambombo añadió todavía:

–"Pero como se supone que todo el mundo sería original, no habría nadie que dejase de serlo".

El silbido de Fermín adquirió la intensidad de un escape de vapor y su lápiz se movió febrilmente para apuntar también la reflexión última de su amigo.

Al acabar, el coche se hallaba ya a veinte metros del Polo Norte.

Fermín volvió a hacerse cargo del auto y con un pisotón en los frenos evitó el entrar en el bar sin necesidad de apearse.

Eligieron una mesa que tenía el mármol roto y se sentaron.

–Cerveza, pidió Fermín al mozo.

Y aseguró a su amigo:

–La cerveza de aquí es estupenda.

–¿Sí? -indagó Zambombo.

–¡Maravillosa! -corroboró el "chauffeur" con entusiasmo.

–Entonces -resolvió Zambombo dirigiéndose al camarero- tráigame una taza de café.

El mozo llevó la cerveza; sirvió el café, después de tirarlo en el platillo, en la mesa y en los pantalones de Zambombo, y se alejó satisfecho de su obra.

Zambombo emitió, con los dientes apretados, algunos conceptos infames, tomó un sorbito homeopático de café, retiró la taza, se sirvió agua en una copa y se la bebió de un golpe.

–El agua es bastante potable -añadió por fin.

–Sí -apoyó el "chauffeur"-. Yo siempre que tengo caliente el radiador del coche, vengo aquí.

–¿A llenarlo de agua?

–No. A tomarme una copita de anís del Mono.

Zambombo le miró largamente. De buena gana le hubiese abofeteado, como hacían siempre con el "traidor" las heroínas de Jorge Ohnet, pero le contuvo un recuerdo lejano: Fermín había sido compañero suyo de colegio (Escuelas de San Juan Nepomuceno; fundadas bajo la advocación de San Emiliano en el siglo XVII; edificio revocado en 1918) y ya es sabido que todo hombre se siente débil ante una persona que le recuerda la infancia.

El pulso, la respiración y la temperatura son las bases en que se apoya la vida humana.

La estatua de la Libertad, del puerto de Nueva York, es de bronce y fue ideada por Bartholdi.

Zambombo y Fermín eran compañeros de colegio.

Y Zambombo recordó…

Un recuerdo infantil de Zambombo

Estaban en el patio del colegio. Fermín era entonces un niño pálido y delgadito, que comía las naranjas chupándolas por un agujero abierto con el berbiquí de su dedo meñique.

Y Zambombo era entonces un niño gordo, semejante a un balón de fútbol, pero con orejas.

Ambos se hallaban en el centro del patio. Un patio en cuyos rincones se agolpaban todos los trastos inútiles del colegio: sillas rotas, trozos de mapas, una botella de Leyden; los marcos de unas ventanas y una oleografía de Alfonso XII.

Zambombo y Fermín discutían un tema de política interior.

–Yo te digo -aseguró Fermín chupando naranja- que el "Persianas" ("nombre dado por los alumnos al profesor de Aritmética") es más sucio que "Queso Duro" ("nombre dado por los alumnos al profesor de Geografía").

–¡Qué va! -rezongó Zambombo-. Es más sucio "Queso Duro". Yo le he visto guardarse un huevo frito en el bolsillo.

–Y yo al "Persianas" le he visto lavarse las manos con los guantes puestos.

Otro alumno, Matías Ros, se acercó a ellos.

–Oye, Matías -indagó Fermín buscando un apoyo-. ¿Quién es más sucio? ¿"Persianas" o "Queso Duro"?

–El más sucio es "Lentejilla" ("nombre dado al profesor de Latín"). En el cuarto de "Lentejilla" hay tal olor que hace diez años un alumno que entró murió a las dos horas.

Y Fermín y Zambombo se quedaron mirando a "Lentejilla", que en aquel momento se paseaba por el patio cuidando de los niños, mondando cacahuetes y expeliendo las cáscaras contra las narices de los muchachos más próximos.

Otro recuerdo infantil de Zambombo

Era un día de diciembre. Desde la clase, al través de una ventanuca por la que entraban más arañas que rayos de luz, se veían los tejados llenos de calcetines viejos, de latas de sardinas y de alpargatas del pie izquierdo. (Porque en los tejados hay menos gatos y gatas que alpargatas.)

La clase era húmeda y de Historia Universal. Cincuenta alumnos -opositores a la tuberculosis y al reuma articular- se apretujaban unos contra otros buscando calor, y entre castañeteo y castañeteo de dientes se veían obligados a levantarse y a relatar la vida magnífica, dorada, esplendorosa, triunfal y mediterránea de Aníbal. Pero en aquellas condiciones lo único fácil de relatar era la vida del "judío errante".

Y el profesor -agriado por su vejez y por el fracaso de su existencia- recorría los bancos con un puntero en la mano atizando porrazos en los nudillos, amoratados por el frío, de los muchachos.

Otro recuerdo infantil de Zambombo

En la primavera de 1912, Zambombo tenía justamente quince años.

Su voz se iba haciendo ronca, y cuando se hallaba a solas pensaba en una niña que vivía enfrente de su casa. Se llamaba Eloísa y era, como las demás niñas de doce años que andan por el mundo, una estupidilla que se pasaba el día mirándose al espejo y rezando para que le creciese el pecho pronto.

Zambombo, lleno de la idealidad que la adolescencia pone en los muchachos, la veía entre nubes, como un ángel de Murillo (aquel gran artista que pintaba manchando el pincel en merengues de diferentes colores), y se hubiera desvanecido de dicha si hubiese podido besar los cabellos de la niña.

Fermín le descubrió el secreto al descubrirle un retrato de ella en el tomo de "Francés 28".

–¿Es tu novia?

–Sí -dijo sin saber lo que decía.

–¿Y qué le dices cuando habláis?

Sintió de pronto necesidad de abrir la caja de su alma.

–Nunca la he hablado -murmuró-. La miro desde mi cuarto cuando ella no me ve…

Y besó el retrato, agachándose en el banco para que no le sorprendiese el profesor.

Fermín, que vivía en la Guindalera, y tenía esa experiencia de golfo que da el viajar a diario en tranvía, rió como un conejo.

–¡Uf! ¡Uf!…

Y agregó desgarrando los labios:

–¡Ahí va, qué chico más idiota!…

Otro recuerdo infantil de Zambombo

Había regañado en la clase de álgebra con Fermín.

–Te espero en la calle.

–A la salida verás…

Durante la explicación del binomio de Newton, estupidez que les meten a los niños en la cabeza y que no sirve más que para atontarlos durante todo un curso, Zambombo lanzó sobre Fermín catorce rápidas ojeadas y siempre que lo hizo vio a su amigo colocarse la mano derecha, cerrada en forma de cucurucho, sobre uno de sus párpados, lenguaje mudo que en la jerga de los colegios significa: "te voy a hinchar un ojo".

Al acabar las clases Zambombo y Fermín se encontraron en la calle frente a frente, como Vercingetórix y César en las Galias.

Zambombo avanzó noblemente con los puños en alto. El de la Guindalera, que personificaba a César, lo esperó, le esquivó y le dio una patada feroz en la espinilla.

Zambombo perdió el curso, porque tuvo que aguantar un escayolado de seis meses en la pierna.

Por ello, a la temporada escolar siguiente, Fermín pasó al quinto año y Zambombo hubo de repetir el cuarto.

Y ya no se vieron más hasta que Zambombo planeó su viaje a Australia.

Vida de Fermín

Estos dulces recuerdos infantiles fueron los que empujaron a Zambombo en los brazos de Fermín.

–Cuéntame. ¿Cómo has llegado a "chauffeur"?

–Un poco delicado de la pleura.

–Te pido noticia de los episodios más salientes de tu vida.

–Lo más saliente de mi vida es mi nariz -declaró Fermín, que tenía una nariz mezcla de la nariz de Voltaire, de la nariz de Cyrano y del obelisco a los héroes de 1808, en Madrid (1).

–Pero, si no recuerdo mal, tú tenías cierta afición a la Medicina -observó Zambombo.

–No recuerdas mal. La tuve. Sólo que a los quince años me puse enfermo de inapetencia; el doctor me obligó a que durante treinta y seis meses tomase todos los días una medicina hecha con ruibarbo, cuasia, retama, quina y jarabe simple, y al tomar la última cucharada de aquélla, mi afición a la Medicina había desaparecido completamente.

–Algo semejante le ocurrió a mi padre. Era un entusiasta de las armas de fuego, y el día que al disparársele una pistola quedó muerto en el acto, su entusiasmo por las armas de fuego se acabó de un modo radical.

Zambombo dejó escapar un suspiro, que se marchó revoloteando, y añadió:

–Las aficiones de los humanos son efímeras.

Fermín sacó su cuadernito, apuntó la frase y habló con voz doliente:

–Años más tarde leí varios libros y decidí hacerme filósofo. ­Oh! No creas… Llegué a tener ocho o diez ideas originales…

–Cítame algunas.

–Por ejemplo: yo decía "el amor acaba donde empieza la discusión"; "si quieres salvar a una mujer, hazla madre"; "el sacrificio y el heroísmo sostienen el mundo"; "dime con quién andas, y te diré quién eres"; "agua que no has de beber, déjala correr".

–Eran unas ideas magníficas. ¿Y por qué no seguiste la filosofía?

–Porque hice oposiciones a Hacienda, las cuales abandoné por otras al Catastro, sustituidas a su vez por unas a Gobernación, que dejé por las del Tribunal de Cuentas.

–¡Ah!

–Pero como no había acabado las de Hacienda ni las del Catastro ni las de Gobernación, comprendí que no estaba llamado a acabar ninguna, y tampoco acabé las del Tribunal de Cuentas.

–Muy justo.

–Entonces -siguió Fermín- empecé a morirme de hambre a chorros y mi estómago protestaba del aburrimiento de la ociosidad. Para saciar mi estómago senté plaza y me hice soldado. Me pusieron un uniforme y me entregaron…

–Un fusil.

–No. Un tambor. Al año me harté de romper parches y rompí filas. Llegué a Bilbao y me coloqué en los Altos Hornos…

–Oye -interrumpió Zambombo-. ¿Tú cómo te llamas de apellido?

–Martínez. ¿Te gusta?

–Sí. Es bonito. Sigue. Estabas en los Altos Hornos de Bilbao.

–Durante un invierno -siguió Fermín Martínez- todo marchó bien; pero al llegar el mes de agosto me di cuenta de que allí hacía un calor excesivo.

–¿Y te fuiste a la sierra?

–Me fui a la orilla del mar, que estaba más próxima. Admitido de buzo, bajé hasta los treinta metros de profundidad para tomar parte en las obras del puerto. Pero allá abajo me encontré otro buzo -un comerciante de San Sebastián- que me ofreció tres duros por la escafandra. Me la quité y me dio los tres duros.

–Y te metieron en la cárcel.

–Al contrario: me sacaron del agua. Me practicaron la respiración artificial y, como estuve a la muerte, los elementos vivos de la localidad hicieron una cuestación en mi beneficio que ascendió a dos mil pesetas.

–Te guardaste las dos mil pesetas y…

–Está visto que no acertarás nunca. La Junta iniciadora de la cuestación se quedó con las dos mil pesetas y a mí me dieron un diploma, un sombrero de paja y un bastón de fresno. Rompí el bastón en las costillas del presidente y le di el sombrero de paja a un pobre caballo famélico, que se lo tragó con verdadera fruición. Finalmente, como no sabía qué hacer del diploma, y como no tenía sombrero, me fabriqué un gorro con él.

–Eres un hombre de los que viven intensamente.

–¿Y qué es lo que hacen los hombres que viven intensamente?

–Se cortan la cara al afeitarse.

Fermín bebió un sorbo de cerveza en el mismo instante matemático en que sufrió un golpe de tos; hizo el pulverizador con sus labios y siguió el relato de sus andanzas.

–Al día siguiente me coloqué en una fábrica de ascensores; fui con dos operarios a instalar uno a la calle de Ferraz y cuando, ya instalado, hice en él el primer viaje, me quedé en el segundo piso, en casa de una viuda.

–¿Rubia o morena?

–Rentista.

–¿Y os amasteis?

–Sí. Pero con disimulo, porque en el gabinete había un retrato de su difunto que cada vez que nos dábamos un beso se caía al suelo.

–¿Se quejarían los vecinos de abajo?

–Lo que sucedía era que el retrato estaba hecho al pastel y tenía cristal. Y Amanda, que era la viuda, me despidió un día diciéndome: "Lo siento, Fermín, pero en tres meses he tenido que ponerle once cristales al retrato de Heliodoro y mi fortuna personal no me permite tal gasto. Eres un amante demasiado caro; me arruinarías…" Y me sacó a la escalera cogiéndome por los sobacos y cerrando la puerta detrás. Entonces maldije del amor y vendí por las calles una sustancia llamada "Kas-Kas" que servía para limpiar los metales y para manchar las americanas.

–Ese oficio de vendedor ambulante está bien, ¿verdad?

–Contemplado desde un avión es precioso. Pero yo nunca he tenido ocasión de contemplarlo así. Después del "Kas-Kas", vendí un dentífrico; a continuación, unas máquinas para calcular la velocidad que lleva el tren en que se viaja, y luego, unas pipas provistas de un timbre que sonaba tres segundos antes de apagarse el cigarro y servía para avisarle al fumador que era imprescindible chupar rápidamente.

–Yo tuve una pipa de esas de timbre -interrumpió Zambombo-; pero sonaba tres segundos después de apagarse.

–¿Y para qué servía entonces?

–Para avisarle a uno que debía comprar cerillas.

–Por último -siguió el "chauffeur"- vendí una colección de postales del Tibidabo y el traje gris que llevaba puesto. Y cuando salí en calzoncillos de la casa de préstamos, logré lo que hacía muchísimo tiempo que deseaba: que me llevasen a un sitio donde comía dos veces diarias sin trabajar.

–¿Qué sitio era ése?

–La Cárcel Modelo.

Niebla londinense en Cuatro Caminos

Cinco horas después, ya de madrugada, Fermín había acabado de hablar. En aquel espacio de tiempo los dos amigos cenaron, y el "chauffeur" explicó a Zambombo que había desempeñado los siguientes oficios: electricista; "cowboy" en una finca de Guadalajara; pintor de puertas; campeón de billar; bailarín; repostero; limpiabotas, con un procedimiento de su invención, que consistía en barnizar el calzado a dos colores; apasionado de una muchacha morena; mecanógrafo; fumista; batelero del Volga; apasionado de una muchacha rubia; camarero de "dining-car"; relojero; practicante de botica; limpia-espejos; peón de albañil; listero de una fábrica de bocadillos de jamón falsificados; apasionado de una muchacha castaña; afinador de pianos; apasionado de una muchacha trigueña, y de su hermana, y de su tía, y profesor de dibujo de tres hijos de las tres; pocero; equilibrista; anunciante; cochero de dos mulas enjaezadas a la andaluza y cochero de cuarenta caballos pintados de amarillo y con taxímetro, que era la profesión que desempeñaba en el momento.

Cuando acabó de hablar, Zambombo tenía jaqueca y no hizo ninguna observación; pero Fermín le dijo:

–Cuéntame ahora por qué quieres irte a Australia. Te ha dejado alguna mujer, ¿verdad?

Y Zambombo, reventando por hablar, con ese ansia de hacer confidencias que tienen los enamorados y los oficiales peluqueros, notó que se desvanecía su dolor de cabeza.

–No; no me ha dejado ninguna mujer.

–¿Te ha engañado con otro? ¿Te has aburrido de ella porque te ama con demasiado fuego? ¿Has descubierto de pronto que le gustan los percebes?

Zambombo apoyó su frente en la mano derecha, metió el codo en un plato de dulce de melocotón y movió su artística cabeza de un lado a otro.

–¡Lo que me sucede es terrible! Hay veces que la realidad supera al ensueño.

–Aguarda un momento que apunte la frase -murmuró Fermín, sacando el cuaderno de hule.

Y añadió, como hace "el amigo del protagonista" en la segunda escena del primer acto del noventa y nueve por ciento de las comedias:

–Te escucho…

Zambombo fue a tomar la palabra; pero interrumpióle la voz del camarero, que se había acercado a la mesa.

–Perdone usted; vamos a cerrar el local y tengo orden del dueño
de no permitirles a ustedes comenzar una nueva historia.

–Así, pues, ¿hay que irse? -indagó Zambombo.

–Sería conveniente que pagases antes -le aconsejó Fermín.

Zambombo tiró un billete de cinco duros encima de la mesa y el camarero se lo devolvió vertiginosamente.

–¿Es falso?

–Sí, señor. ¿Le extraña a usted?

–No. Ya no me extraña. Hace dos años que me dicen lo mismo en todos los sitios donde los entrego.

Salieron a la calle y se encontraron bloqueados por una niebla espantosa; no se veía un farol a medio metro de distancia, parte por lo espantoso de la niebla y parte porque a medio metro de distancia no había ningún farol. Todo se hacía impreciso y tenue, y al hablar, el aliento salía de la garganta como salen los vapores del cráter del Strómboli y del puerto de Génova.

Un perro -ese perro triste que parece siempre perdido en la noche- husmeaba a la puerta del bar un montón de residuos de quisquillas.

Al tocar en el suelo, la niebla se convertía en un puré negruzco en el cual se podía patinar perfectamente y romperse la base del cráneo a voluntad.

Zambombo patinó, y no se rompió la base del cráneo porque se agarró a una de las portezuelas del taxi de Fermín.

Su esbelta figura parecía mucho más esbelta al ser rodeada por la niebla, que, aunque excita las afecciones de las vías respiratorias, siempre idealiza.

(Fermín, bajito, delgadito, provisto de un bigote negro que tenía una guía más larga que otra y daba a su dueño el aspecto de que se estaba comiendo un ratón, había nacido en Alicante un día de eclipse lunar. Por esta razón no se hacía ilusión ninguna respecto a la influencia de la luna en su existencia.)

Al rato de estar indecisos y parados en la acera, el frío de la niebla se les había metido en los huesos. Y cuando a espaldas de ellos, cayeron los cierres metálicos del bar, ennegreciendo la calle por completo y ahuyentando al perro que husmeaba residuos de quisquillas, los dos amigos comprendieron que era necesario buscar un sitio abrigado donde poder seguir hablando.

–Mi "taxi" -propuso Fermín.

–Es verdad… Tu "taxi".

Y se metieron en el automóvil.

–Aquí se está más cómodo que en cualquier otra parte -aseguró Zambombo.

–Sí -repuso Fermín.

Y agregó cerrando los ojos:

–Mi oficio de ahora es magnífico. El "chauffeur" tiene en su poder los destinos de la Humanidad y le basta un cuarto de vuelta al volante para matar impunemente a un hombre o cargarse un farol o hacer polvo el escaparate de una tienda de gramófonos. Cuando una mujer bella y elegante toma su taxi, en las manos del "chauffeur" está el raptarla, para lo cual le es suficiente enfilar la carretera de Francia a noventa por hora y no parar hasta Londres. ¿Digo la verdad?

–Dirías la verdad si no existiese el Canal de la Mancha.

–A propósito, Zambombo… ¿Por qué no me cuentas lo que te ha empujado a tomar la decisión de irte a Australia?

–Porque eres un imbécil que me has interrumpido siete veces.

–Empieza tu relato de nuevo. Palabra de honor que ya no te interrumpiré -resumió el "chauffeur" bostezando como un buzón.

–Júrame que antes que interrumpirme serás capaz de dormirte. ¡Si no se lo cuento a alguien, reviento! -gruñó Zambombo.

–Pues bien, te lo juro -balbuceó estropajosamente Fermín.

–¿Qué es lo que juras?

–Que juro… Eso de la… Lo de… Juro que el de la de lo…

Y Fermín -con un último balbuceo se quedó dormido.

Entonces Zambombo encendió un cigarrillo, y seguro de que nadie le interrumpiría, comenzó a hablar.

Lo que contó Zambombo mientras Fermín dormía: Cuatro historias pasionales del protagonista

Antes de pasar adelante, quiero dar las señas personales de Zambombo, completando las que han podido leerse en su padrón.

Estatura: Un metro setenta y cinco. O, si se quiere mejor, mil setecientos cincuenta milímetros.

Ojos: Dos.

Dientes: Blancos e iguales.

Nariz: Aguileña imperial.

Labios: Finos, delgados y con inclinación a buen tiempo.

Paraguas: Tres, regalo de un empleado en Correos.

Carácter: Apático, linfático, flemático, ático, socrático y simpático.

Ideas personales: Dos o tres. Puede que cuatro… En fin, todo lo más, cinco.

Política; Religión; Intelectualidad; Filosofía; Arte: Lo corriente; lo corriente; lo corriente; lo corriente; lo corriente.

Afectos: Tres amores fugaces en 1922. Un amor firme, de dos años de duración, en 1925. Amor intermitente al recuerdo de una tía andaluza que le dejó en herencia treinta mil duros. Amor a un perro setter llamado "Guido da Verona", que murió espatulado por un camión. Amor al tabaco.

"Posición social en el mundo: Huérfano.

Retrocedamos

Y ahora retrocedamos un segundo hasta el día del encuentro de Fermín y Zambombo. Retroceder es cosa muy frecuente en las novelas y en los trenes que hacen maniobras.

Zambombo habla de amor

Zambombo, después de encender el cigarrillo, se retrepó en el asiento del auto -que parado en medio de la calle y rodeado por la niebla parecía una urna funeraria- y habló de esta manera, procurando ahogar con su voz los ronquidos de Fermín:

–Nunca he creído en el "flechazo", llamado también "coup de foudre" y "hemoclasia". Nunca he creído en la existencia de esos amores que nacen de pronto, en el instante en que nos abrochamos el gabán o en el momento en que el cobrador del tranvía se chupa el dedo para arrancar nuestro billete. Siempre creí que el amor era un producto fruto de una elaboración, igual que la seda, y que va creciendo lentamente a semejanza de la úlcera de estómago. ¿No te parece?

Fermín contestó con un ronquido tumultuoso.

–Celebro que estemos de acuerdo -siguió Zambombo- Mi vida (tú no la conoces, cosa que te sucede también con la urbanidad) ha sido una vida vulgar. Lo que denominan los latinistas macarrónicos: "vida vulgaris sin accid nos dignus de mencionis".

Mis amores han sido hasta ahora superficiales como una hectárea, y en su totalidad numérica, cuatro.

"Ellas" se llamaban: "Luisita", "Drasdy", "Ramona" y "Manolita".

Luisita, la muchacha novelesca

Amé a Luisita ocho meses, incluido febrero. Era una muchacha de diecisiete años, mecanógrafa, que por esta última razón, me escribía unas tiernas cartas llenas de faltas de ortografía. Sus dedos, ejercitados en el tecleo de la "Underwood" número 5 (Underwood Standard Tipewriter), me producían unas cosquillas enervantes, las cuales me hacían tanta gracia que durante el tiempo que nos amamos no tuve necesidad de ir al teatro a ver obras cómicas.

Por las noches, aprovechando la circunstancia de que el padre de Luisita era sereno y estaba aquellas horas repartiendo cerillas encendidas entre los vecinos de la calle de Fuencarral, yo me introducía en su alcoba. (En la alcoba de Luisita, que quede esto bien claro, pues en la alcoba de su padre no entré más que la primera noche, y fue porque no conocía bien el plano del edificio.)

La alcoba de Luisita (una alcoba de 3*2 metros) olía a "Origan" de diez céntimos los cien gramos, y a "Camomila Intea", pero esto sólo cada quince días: cuando le tocaba teñirse el pelo a mi amada.

La primera noche, Luisita me recibió hablando en voz baja.

La imité, suponiendo que en la casa habría alguien que podía oírnos. Más tarde, la experiencia me ha enseñado que en la casa no había nadie y que a las mujeres les gusta entregarse hablando bajo, porque así el pecado les parece más pecado (1).

–Este es mi tocador -susurró ella deslizando un hilito de voz en mi oído.

–¡Ah¡ ¿Sí? -maullé tan bajo que yo mismo no me oí.

Y abarcando con mis manos su cintura de avispa, exclamé:

–Ven aquí…

–¡Chits! ¡Más bajo¡ -suplicó.

–Ven aquí -repetí apenas con el movimiento de los labios.

Luisita se zafó aconsejándome:

–Por Dios, Elías… Contén los apasionados y naturales impulsos de tu corazón impaciente.

Me quedé sin habla; no porque me fatigase la voz de falsete, sino por el efecto que me produjo aquella frase inicua.

Frase que no tardé en explicarme al ver sobre una silla un montón de novelas de amor. Luisita estaba influida por ellas.

–¿Lees muchas novelas? -le dije.

–Sí. Me entusiasman. Ahora me acaban de dejar ésta.

Y cogió un volumen muy desencuadernado, del que me señaló varios capítulos con el índice, lo cual no me extrañó, porque el oficio del índice es precisamente señalar los capítulos de los libros. la novela se titulaba: "La Jovencita que amó a un vizconde", y mi mecanógrafa se sentó en el lecho dejando oscilar sus soberbias piernas, dispuesta a contarme el argumento.

Era demasiado grave el propósito y lo corté en flor.

–No, perdona… Prefiero tus pantorrillas al argumento de esa sandez.

Una chispa de ira brotó de cada ojo de mi novia. Y observando que el camino que debía seguir para desmayar de voluptuosidad a aquella niña era precisamente el contrario del elegido, me apresuré a hacer un elogio de la novela y de su autor, lo que me costó un esfuerzo violento.

El efecto fue instantáneo. Cada palabra de elogio a "La jovencita que amó a un vizconde" me permitía besar a Luisita en un lugar cada vez más estratégico.

Para alcanzar la victoria total me asimilé la forma de expresión propia de esas novelas y nuestro diálogo se encauzó de esta exquisita y peculiar manera:

Ella: ¿Me amas?

–Te adoro.

–¿Sí?

–Sí, nenita mía.

–¿De veras?

–Lo juro.

–¡A cuántas…

–¿Qué?

–… les habrás dicho igual!

–Sólo a ti.

–¿Es posible?

–¡Palabra!

–¿De honor?

–De honor.

–Júralo.

–Lo he jurado ya.

–Júralo otra vez.

–¿Por quién?

–Por tu madre.

–Lo juro.

–¡Ay, Elías!

–¿Qué te pasa?

–Tengo miedo.

–¿A qué?

–A todo y a nada…

–Estando a mi lado…

–¿Qué? ¡Acaba!

–… no debes tener miedo.

–¡Bien mío!

–Dame un beso.

–¿Otro?

–Otro y mil más.

–¿No te cansas?

–¿De qué?

–De besarme.

–¡Oh, no!

–¿No?

–¡Nunca!

–¿No?

–¡Jamás!

–Júralo.

–¿Por quién?

–Por tu padre.

–Lo juro.

–¿Me querrás siempre?

–¡Siempre!

–Júralo.

–¿Por quién?

–Por tu padre y tu madre.

–Lo juro.

–¡Mi vida!

–Nena…

–¡Ay! No me beses así.

–¿Por qué?

–Me subyugas…

–Lo sé.

–Me enervas…

–Lo veo.

–¡Me enloqueces!

–Lo noto.

–¡Oh!

–¡Ah!

Y sonó un ruido. Y después otros dos.

El primer ruido fue el del conmutador de la luz al girar. Y los dos últimos ruidos los produjeron, al caer al suelo, los zapatos de Luisita.

Una hora después ésta me comunicaba que se había entregado a mí de la misma manera que se entregaba la protagonista de "La jovencita que amó a un vizconde".

Con ligerísimas variaciones siguió desarrollándose mi idilio con la mecanógrafa durante ocho meses; sucesivamente tuve que soportar que mi novia imitase a las apasionadas protagonistas de las novelas. "Una aventura en la calle de las Infantas", "Rízate la melena, Enriqueta"; "Reír, soñar, acatarrarse" y "Las corbatas voluptuosas".

A fines de septiembre, apareció una nueva novela de amor: "El vórtice de las pasiones". Luisita se apresuró a pedirme que se la comprase; se la compré; se la tragó en una noche, y como la protagonista del libro engañaba a su amante, Luisita comenzó a engañarme a partir del siguiente día.

Le rogué, le supliqué.

Luisita no me hizo caso.

Me arrastré por el suelo llorando y mendigando una fidelidad que necesitaba para seguir viviendo.

Luisita volvió a desdeñarme.

Le juré que si no me amaba como antes me dispararía un balazo en la sien izquierda.

Luisita conservó su actitud despreciativa.

Le pedí por Dios, por los Santos y por sus muertos más queridos.

Luisita no me contestó siquiera.

Entonces alcé la manga de mi camisa, la doblé sobre el antebrazo y le aticé a mi novia doce bofetadas gigantescas, seguidas de seis puntapiés indescriptibles.

Y Luisita se colgó de mi garganta y me juró amor eterno.

Pero ya me había hartado de ella y se la cedí al dependiente de una guantería, que pintaba al temple de oído.

… … … … … … … … …

–¿Qué opinas de mi aventura con Luisita? -preguntó Zambombo a Fermín al acabar su relato.

Fermín, por toda respuesta, lanzó un ronquido cavernoso.

Y Zambombo añadió:

–Entonces te contaré mi aventura con "Drasdy". Es más corta.

Drasdy, la extranjera políglota

"Drasdy" -nunca he comprendido por qué se llamaba así- había nacido en Nurenberg.

Las mujeres de rostros puros suelen tener una expresión imbécil.

"Drasdy" tenía el rostro absolutamente puro. Su ojo derecho era igual a su ojo izquierdo; su nariz, perfecta, y sus labios, dos maravillas de dibujo y de colorido.

La conocí en "el paseo de las estatuas" del Retiro, en aquella parte en que todos los guardas son de Orense.

"Drasdy", sentada en un banco y leyendo un libro, cuidaba de un niño de cinco años. Y mientras ella cuidaba del niño, el niño comía tierra, utilizando como cuchara una pala de juguete.

A simple vista pude apreciar que las ligas de "Drasdy" eran verdes, y esto fue lo que me empujó a abordarla.

Le dije:

–Señorita, es usted estupenda.

Ella me contestó unas palabras en alemán.

–Me gusta usted de frente, de espaldas, de busto, de cuerpo entero, de perfil, de costado, de pie y en decúbito.

"Drasdy" me contestó en inglés.

Añadí sentándome a su lado:

–¿Sería usted capaz de amarme?

Me contestó en francés.

La estreché por el talle, agregando:

–Dígame que me quiere.

Me contestó en ruso.

Y cuando me hubo contestado sucesivamente en sueco, en portugués, en japonés, en hebreo, en griego y en italiano, se cogió a mi brazo y se vino a mi casa, desabrochándose el abrigo por la calle. (Las extranjeras son activas.)

Entrando en el portal, se despojó del sombrero; al meternos en el ascensor, se quitó el traje; al pasar por el entresuelo, tiró la combinación (color malva); en el principal, se sacó la faja y, al llegar al segundo piso, prescindió del sostén. Le pregunté la causa de aquella precipitación, y contestó lacónicamente:

–Time is money­ (¡El tiempo es oro!)

Me guardé sus ropas en el bolsillo, le ofrecí mi brazo y apreté el timbre. Mi criado, al verme entrar emparejado con una dama que no conservaba puestos más que las medias, las ligas, los zapatos y tres sortijas, cayó sentado en el recibimiento.

Gracias a la rapidez de "Drasdy", nuestra primera entrevista de amor duró lo que dura la operación de poner un telegrama.

Sufrí mucho tiempo al lado de la ex institutriz, porque no conociendo ella el castellano, ninguno de los dos nos entendíamos. Luego empezó a aprenderlo, y cuando, al cabo de varios meses, lo dominaba y ambos nos entendíamos a la perfección, entonces la encontré tan vulgar como otra mujer cualquiera y la abandoné en la plataforma de un tranvía 48.

El niño de quien cuidaba "Drasdy" el día que nos conocimos y que había quedado comiendo tierra en "el paseo de las estatuas", ha fallecido de aburrimiento hace año y medio.

Se llamaba Oleaginosito Fernández, así es que ha hecho bien en morirse.

… … … … … … … … …

Al final de la historia de "Drasdy", Fermín emitió otro ronquido, y animado por esta muestra de aprobación, Zambombo contó su aventura con Ramona.

Ramona, la mujer romántica

Una tarde me metí en el "Cinema Menjou", palacio del celuloide erigido en honra de dicho actor y en el cual (¡delicado presente!), al adquirir la localidad, regalaban un pelito del bigote de Adolfo conservado entre virutas.

Avancé en la oscuridad del patio de butacas, dando tumbos y sin ver nada, y me senté encima de una señora.

La señora no protestó; limitóse a ladearme un poco la cabeza, diciéndome:

–Dispense, caballero, pero es que teniendo usted la cabeza derecha no veo bien la película.

Aquella señora era Ramona.

Le pedí perdón y me coloqué en la localidad de al lado, que era la mía. Nuestra amistad surgió de un modo lógico: en mitad de una película "del Oeste" la butaca de mi vecina se rompió y Ramona se hundió por el agujero del asiento. Gritó, aulló, acudieron doce acomodadores, se encendieron todas las lámparas y hasta los personajes de la película miraron hacia la localidad de Ramona para enterarse de lo que sucedía.

Las piernas de la dama se agitaban en la atmósfera como si dijeran adiós a alguien. Tiré de ellas con todas mis energías para sacar a flote a Ramona. Trabajo inútil. Tiraron los doce acomodadores. Esfuerzo infructuoso. Luchamos todos bravamente durante un cuarto de hora entre los alaridos de Ramona y las protestas del público, que pedía la continuación del espectáculo cinematográfico y el fin del espectáculo nuestro.

Las lámparas se apagaron; la película "del Oeste" volvió a rodar.

Y el jefe de los acomodadores y yo, solos ya en la adversidad, continuamos a oscuras las operaciones de salvamento de Ramona. Parecíamos dos mineros, bregando en las tinieblas de la mina para librarnos de una explosión de gas grisú (o protocarburo de hidrógeno). (¡Qué cultura!)

Sacamos a Ramona a la superficie a las doce y cuarenta minutos de la noche, en el momento en que en la pantalla del "Cinema-Menjou" aparecía este letrero y esta advertencia:

Ha terminado

No se olviden ustedes el abrigo en la butaca, que luego tendrían que volver a buscarlo

Dos días más tarde y a la misma hora, Ramona y yo estábamos sentados en el alféizar de uno de los ventanales de mi despacho. Era en diciembre y hacía un frío horroroso; pero Ramona me había suplicado que abriese de par en par el ventanal para contemplar el cielo, y allí nos hallábamos los dos contemplándolo.

–Soy tan romántica… -suspiró ella.

–Sí -repuse yo con arrebatada elocuencia.

–Mira las estrellas -añadió apoyándose en uno de mis hombros, no recuerdo si el derecho o el izquierdo.

–Tienen cinco picos -declaré, echando una rápida ojeada al firmamento, con la aburrida expresión de un meteorólogo.

Y en seguida estornudé.

–¿Tienes frío?

–¡No! Estornudo por darme importancia.

–No puedo evitarlo. Soy muy romántica. Las estrellas… El amor… Los misterios inescrutables del Más Allá …

Seis lágrimas se escaparon de los ojos de Ramona y cayeron en el alféizar. Yo, en justa correspondencia, dejé escapar otras seis lágrimas, de las cuales sólo cayeron dos en el alféizar, pues las otras cuatro se quedaron en mis mejillas convertidas en escarcha.

El frío ambiente podía calentarse muy bien en 35 grados Reaumur.

Sentía furiosos deseos de acostarme, mas no me atrevía a proponerle ese grosero materialismo a una mujer tan romántica como Ramona. Y allí, al aire libre, hubiera seguido hasta la total congelación de mis moléculas, si Ramona no me hubiera arrastrado hasta el lecho jurándome por enésima vez que era muy romántica.

Sé lo que es amar; conozco todas las fierezas de la pasión: mordiscos, arañazos, traumatismos que conducen a la tumefacción. Pero nada de esto conocería en su más alto arpegio si no me hubiese amado Ramona. Las palizas que su entusiasmo pasional me propinó, en un trimestre de dulzuras, todavía se conocen a la perfección en mi piel. Un día se me llevó un trocito de oreja, una tarde se quedó con medio labio y una noche me arrancó al besarme en el brazo, toda la manga del "smoking".

Su ideal era las posturas apaisadas y su idea fija, el que ambos nos agitásemos en las convulsiones de un delirio compartido.

El 5 de marzo, Ramona y yo giramos a la alcoba diecisiete visitas. El día 8, treinta y cuatro.

Logró que estuviéramos dos días en un arrullo ininterrumpido. Y luego, tres. Y luego, cuatro.

Ella se mostraba feliz, pero reconocía que la amaba muy de tarde en tarde.

Yo me desinflaba tan vertiginosamente como un globo de goma en una mano infantil.

Finalmente, el 16 de marzo, comenzó un idilio que no debía acabar sino cinco semanas después. Al ponerme de pie en el suelo, tuve que agarrarme al flexible de la luz eléctrica para no caerme. por cierto que, a consecuencia de aquello, arranqué en su totalidad la instalación.

Y como realmente seguir al lado de Ramona era tan perjudicial para mi salud como un espumoso de vitriolo, me fui para siempre.

Antes la dejé una carta sobre la mesita de noche. La carta era esta:

El 5 de copas

Y desde entonces, cuando oigo decir a una mujer que es muy romántica, le compro un tomo de poesías y subo a un "taxi", procurando que ella se quede en la acera.

… … … … … … … … …

Amanecía. La niebla era cada vez más densa y Fermín seguía durmiendo y roncando. Zambombo contempló unos segundos al "chauffeur", encendió otro cigarrillo y contó la cuarta y última aventura de su vida: con Manolita.

Manolita, la amada mística

La primera vez que vino a mi casa Manolita (treinta y tres años, ojos lánguidos, rostro demacrado y labios febriles); la recorrió toda, de punta a punta, y dos elogios calurosos salieron de su corazón.

El primero fue en la alcoba, delante de un hermoso Cristo de marfil:

–¡Qué preciosidad, Dios mío­

Y se arrodilló y rezó fervorosamente.

El segundo elogio lo lanzó en la cocina:

–¡Qué bonito juego de cacerolas­

Y descolgó las cacerolas una a una para mirarse la cara en ellas.

Yo la arrastré fuera de la cocina, porque la cocinera -Juana Díaz Suárez- estaba al llegar.

Y volví a llevarla a la alcoba, donde le dirigí varias de esas delicadas frases precursoras de los momentos agudos del amor.

Por ejemplo:

"–Si te quitas el sombrero estarás más cómoda.

–Te voy a poner estos almohadones en la espalda para que puedas reclinarte en el diván.

–Mira qué portada tan graciosa esta de "La Vie Parisienne".

–Se te ha desatado un zapato… Yo mismo te lo ataré.

–¿Las medias son de gasa?

–¡Huy, qué broche tan raro llevas en las ligas!…

–Te sacaré la faja para que respires a gusto.

–Voy a quitarte el vestido. Hace calor.

–Te quitaré la…

–Déjame que te quite la…

–Convendría que te quitase el…

–Te quitaré las…

–Y las…

–Y los…

Y por fin me callé; ya no había nada que quitarle a Manolita.

La besé los labios, siguiendo una antigua costumbre.

Pero nuestra entrevista se resintió -como las que sostuve con "Drasdy" de precipitada. Manolita, que amaba con entusiasmo, se arrepentía una vez que la fiebre del momento había remitido. Y se tiraba de los rubios cabellos, se retorcía las manos como si fuesen dos toallas mojadas y se derrumbaba en los sillones, tapándose el rostro y gimiendo:

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me he dejado arrastrar al pecado? ¡Soy una infame! ¡Estoy manchada de la peor culpa!

Pedía a grandes voces:

–¡Confesión, Dios mío! ¡Confesión!

Y se vestía y volaba a confesar su pecado al templo más próximo.

Su mezcla de voluptuosidad y de misticismo me atrajo al principio de singular manera. No hubiese entonces cambiado a Manolita por ninguna mujer del mundo, incluidas Greta Garbo y Paulina Bonaparte.

Pero a los cuatro meses, aquellos arrepentimientos sistemáticos comenzaron a parecerme un poco excesivos. Y un día le pregunté:

–¿Por qué no te confiesas antes de venir a casa?

–¿Antes de venir?

–¡Claro! Como sabes de antemano que vienes a pecar, confesándote antes te ahorrarías las molestias de vestirte precipitadamente, de retorcerte las manos y de tirarte de los cabellos.

–¡Hereje! -exclamó ella furibunda.

–Pero mujer, si…

–¡Quitad! ¡Quita! ¡No te acerques! ¡Te odio!

Y añadió con la expresión exacta de una heroína de Eurípides:

–¡Ah! ¡Te juro que no me tendrás más entre tus brazos!

… … … … … … … … …

Ocho minutos después salía de casa para confesarse.

Las siete de la mañana

–¿Y cómo acabaste con ella? -preguntó Fermín.

Zambombo volvió la cabeza bruscamente.

–¿Pero estabas despierto?

–Me he despertado -dijo el "chauffeur"- cuando repetías las frases de Manolita: "¡Confesión, Dios mío! ¡Confesión!". Y dabas tales gritos que supongo que se habrán despertado también los demás vecinos de la barriada.

–Nada se ha perdido con ello. Es gente que suele madrugar.

Y agregó:

–Pues acabé con Manolita de un modo vulgar. En cierta ocasión tuve que marcharme dos días a Alcalá de Henares, y cuando volví, trayendo una cajita de almendras…

–Ella se había escapado con otro…

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