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Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Luego volvió al grupo formado por los demás padrinos y dejó en el suelo la caja de sobres llevada por él y la caja de sobres llevada por Porta y Cubre.

Los demás asistentes al duelo les miraban maniobrar con cierta envidia.

Zambombo, cruzado de brazos, parecía meditar.

Arencibia había descubierto un sitio tapizado de arena y se entretenía en dibujar grecas con la contera del junquito.

El coronel seguía los preparativos.

–La costumbre -dijo- manda que el médico desinfecte las puntas de los sables; pero como este duelo es a pistola… no sé, la verdad, lo que podríamos desinfectar.

–Podemos desinfectar las balas -propuso Larreta-. La asepsia es imprescindible.

Y la idea fue puesta en práctica rápidamente. Apresadas con unas pinzas, las diez balas fueron sumergidas en un frasquito de ácido fénico; luego las metieron en sus respectivas "brownings" y allí dentro se embadurnaron de grasa y aceite.

A continuación, el coronel sorteó los lugares que debían ocupar los combatientes; daba igual uno que otro, pero todos convinieron en que era necesario sortearlos.

A Arencibia le tocó el lugar de la derecha del espectador, y el de la izquierda, a Zambombo. Sin embargo, bastaba que el espectador diese media vuelta sobre sí mismo para que el lugar de Arencibia fuese el izquierdo y el lugar de Zambombo el derecho.

Colocados frente a frente, nariz a nariz, y enfundados en sus abrigos, el tercer marido y el enésimo amante de Sylvia aguardaban. Aún se les acercó el coronel para preguntarles si no se reconciliarían.

Zambombo contestó rudamente:

–¡No!

Y Arencibia, por toda respuesta, se puso a silbar el pasodoble de "La Calesera", esa melodía que tantos platos ha hecho romper a las criadas.

Por último, el coronel, con dos "tome usted, caballero", entregó las pistolas a los adversarios.

Se oyeron estas palabras, que convirtieron en trozos de hielo los corazones de los asistentes al acto:

Atención… ¡Retírense todos!

Permuy, Porta y Cubre, Larreta, Pachín, el magistrado Garrote, Raspagneto, los cuatro "amigos-pólizas" y los dos "chauffeurs", retrocedieron con emoción.

El coronel, en su calidad de juez de campo, quedó junto a un pedrusco equidistante de los duelistas. Lanzó una mirada a su alrededor y murmuró con acento apagado:

–¡Parece mentira! El cielo sigue siendo azul, y los árboles siguen siendo verdes… Y, sin embargo, ahora va a decidirse la vida de dos hombres… Es espantoso…

Dejó escapar una lágrima por considerarlo de muy buen efecto, y puso la voz gruesa "para ahogar su emoción", como había leído siempre en las novelas cada vez que el autor describía un duelo y perfilaba la figura del juez de campo.

Luego gritó:

–¡Caballeros! ¡No lo olviden¡ ­Después de la palabra "¡fuego!", deben hacer el primer disparo; avanzar diez pasos, hacer el segundo; avanzar diez pasos, hacer el tercero; avanzar diez pasos, hacer el cuarto; avanzar diez pasos y hacer el quinto!

Y se recogió en sí mismo para rugir:

–¡¡Preparados!!

Y para aullar, tapándose los oídos:

–¡¡Fuego!!

Segundos después ocurrió algo extraordinario.

Sonaron dos tiros, casi simultáneos y, al instante, rodaron por el suelo, agujereados, los sombreros de dos "amigos-pólizas".

Hubo un momento de asombro.

El magistrado Garrote, gritó a los duelistas:

–¡Cuidado! ¡Que nos están dando en los sombreros y un poco más abajo tenemos la cabeza!…

Zambombo y Arencibia contaron diez pasos y volvieron a disparar al unísono. Y los sombreros de los otros dos "amigos-pólizas" fueron arrancados misteriosamente de sus cráneos.

–¡Caray! -susurró uno.

–¡Demonio! -dijo el compañero.

–Retrocedamos un poco, caballeros -ordenó el magistrado.

Arencibia y Zambombo, sin atender a nada que no fuera disparar, avanzaron diez pasos más, hicieron fuego y destocaron a Pachín y a Garrote, el cual clamó con angustia:

–¡Mi chistera!

Empezaban a mirarse con los ojos abiertísimos. Otros diez pasos de avance; dos nuevas detonaciones y los "chauffeurs" se quedaron sin gorras.

Entonces algo incomprensible estremeció a los espectadores, y como si una voz interior les hubiese puesto de acuerdo, emprendieron una carrera infernal a campo traviesa, con las cabelleras alborotadas, en busca de los automóviles. El coronel abría camino, galopando sobre los zapatos de charol como en sus mejores tiempos de la guerra carlista.

Mientras galopaba, desarrollaba obsesionado una sola idea:

–¡Esto no es propio de caballeros! ¡Esto no es propio de caballeros! ¡Esto no es propio de caballeros!

Y únicamente agregaba de vez en cuando con manifiesta desolación:

–¡No han respetado ni las chisteras!

Dos tiros retumbaron aún, y dando una voltereta, besaron el suelo los sombreros de los carreristas Porta y Cubre y Raspagneto. En tan tremenda situación, se escucharon estas alarmantes palabras del coronel:

–¡¡Que todavía les faltan dos tiros!!

Gigantesco resorte, merced al cual todos los testigos del lance se precipitaron en el taxi y enfilaron a noventa y cinco por hora hacia Madrid. Tardaron en llegar seis minutos y medio.

Pero había habido algo que no era cierto, pues no faltaba por disparar ningún tiro. Arencibia y Zambombo habían hecho los diez disparos convenidos, como lo demostraba a la perfección el hecho de que estuviesen boca abajo en el suelo diez elegantes cubrecabezas, que eran, a saber:

Cuatro frégolis (de los "amigospólizas").

Dos gorras (de los "chauffeurs").

Un canotier (de Pachín).

Una chistera (de Garrote).

Un jipi (de Porta y Cubre).

Un hongo (de Raspagneto).

La conversación trascendental

A diez pasos de distancia mutua, Arencibia y Zambombo se detuvieron con las pistolas en las manos.

–¿Ha visto usted? -dijo el marido.

–Sí. He visto -contestó el amante-. Y no me explico este resultado, que haría feliz a un sombrerero.

–Tampoco me lo explico yo.

–Cada vez que iba a disparar mi pistola, le apuntaba a usted cuidadosamente.

–Yo también le apuntaba a usted.

–Sin duda todo ha consistido en la desviación que sufre el tiro de "browning" -observó Zambombo, asimilándose las advertencias que le hiciera momentos antes del duelo Porta y Cubre.

Arencibia plegó los labios.

–¡Pchss! -rezongó-. Lo dudo mucho. No es la primera vez que disparo con "browning" y jamás me ha ocurrido nada semejante.

–Entonces, ¿a qué achaca usted lo ocurrido, al "destino"?

–¿Por qué no? El destino es el editor responsable de cuantas barbaridades realizamos los hombres. Y él ha querido ahora que usted y yo resultemos ilesos. No me extraña. Hace años me predijeron que yo moriría de bronconeumonía.

Y agregó, ofreciendo a Zambombo su pitillera llena de "sossidis":

–¿Un cigarrito?

Esta vez, Zambombo no lo rechazó. Ya no odiaba a aquel hombre. Parecía que las diez detonaciones habían calmado sus nervios.

Seguía adorando a Sylvia; pero dejaba de ver en Arencibia un obstáculo para su amor. Llegó incluso a pretender disculparse con el marido, advirtiéndole:

–Yo sé que mi conducta de ayer fue estúpida, pero estaba tan excitado…

–Su conducta, señor Pérez Seltz, fue lógica; la mía, también -dijo Arencibia-. Usted, al enamorarse de Sylvia ha obrado como un hombre de levadura ingenua, como un hombre de los que tienen ideas generales, oídas a los demás, sobre el amor, sobre la ilusión y sobre la mujer. Yo he procedido como un individuo que tiene sobre eso mismo ideas particulares. Anoche, antes de acostarme, convencido de que en el duelo no iba a sucedernos nada irreparable y suponiendo que usted y yo acabaríamos atacando esta conversación, escribí en una cuartilla el cuadro sinóptico de nuestras divergencias ideológicas.

–¿De nuestras divergencias?

–Sí.

–¿Relativas a qué?

–Relativas al amor, a la ilusión, a la mujer… En el fondo, creo que usted y yo no estamos de acuerdo ni en la fecha del descubrimiento de América. En fin… Vea usted el cuadro sinóptico.

Y Arencibia alargó a Zambombo un papel en el que aparecía escrito lo siguiente:

Ideas de Pérez Seltz:

"La ilusión"

Impulso inmortal de naturaleza desconocida, que nos conduce eternamente en la vida y sin el cual nadie podría vivir, a menos de sentirse extraordinariamente desgraciado.

"El amor"

Sentimiento exquisito inexpresable, absorbente, de naturaleza divina, que nos da la razón de existir, padre de la vida, condensación de toda actividad y de todo goce, luz del mundo, premio, cenit, delicia y tormento del corazón humano por los siglos de los siglos.

"La mujer"

Criatura maravillosa, extraordinaria, colocada en el lugar donde termina
el cielo, representación del amor y de la ternura en la tierra; destinada
a enflorecer y a engalanar la vida; sellado con el marchamo augusto y sublime
de la maternidad; bella, graciosa y en cuyo regazo el hombre puede descansar
su cabeza y dormir confiado, lejos de las turbulencias y sinsabores del vivir.

Ideas de Arencibia:

"La ilusión"

Fenómeno óptico, hijo unas veces de la ignorancia y otras de la inexperiencia, a cuyo influjo empezamos a vivir y del cual nos desprendemos más tarde con cierto fastidio.

"El amor"

Máscara grotesca con que se tapa el rostro el instinto; mentira gigante que utiliza la especie para crear nuevos bípedos, hija de la civilización y del afán que tienen los humanos de parecer superiores, que ha complicado e idiotizado la vida de los hombres.

"La mujer"

Criatura vulgar y egoísta, de singular belleza corporal, a quien la bobería de los poetas líricos ha colocado una corona real que le viene ancha. La maternidad no tiene en ella nada de sorprendente, pues da a luz sus hijos y los cría exactamente igual que los demás mamíferos, con la diferencia a favor de éstos de que son irracionales. Cuando el hombre duerme en su regazo, sufre pesadillas.

Después de leer la cuartilla, Zambombo se la devolvió a su rival.

–Lo que ha escrito usted sobre mis ideas es exacto -declaró-. Las de usted me parecen excesivamente corrosivas…

Arencibia le tomó por el brazo y ambos emprendieron despacio el camino hacia el "Cadillac", que a los reflejos del crepúsculo y en la carretera brillaba como una primera tiple.

De pronto, el marido de Sylvia exclamó:

–¿Decía usted que mis ideas son excesivamente corrosivas? Las de usted también lo serán con el tiempo

Zambombo movió la cabeza en forma dubitativa.

–Lo serán -corroboró Arencibia-, lo serán. Hoy usted tiene ilusiones y cree que sin ellas no podría vivir. Mañana verá claramente que la ilusión no es más que un error poetizado y prescindirá de ella para seguir viviendo. Con el amor le sucederá lo propio. No hay más que un amor: el del padre al hijo. El amor entre hombres y mujeres no es sino un conglomerado de pequeños resortes: el roce de las epidermis, la vanidad mutua, el trato social, la lucha por la vida, la costumbre de verse a diario y un poco de tesón y otro poco de necesidad de hablar con alguien en la cama y en la mesa. El amor es tan necio que debiendo andar por el mundo desnudo se afana por vestirse de púrpura. La atracción de los sexos por orden de la Especie es una verdad; el amor, como sentimiento puro y noble, es una inmensa y desoladora mentira. Yo se lo afirmo.

–Aunque se admitiera semejante cosa -dijo Zambombo-, no puede negarse que las mujeres…

–Respecto a las mujeres -habló Arencibia-, me encanta verlas pasear por la calle con sus rostros pintados tan hábilmente, sus senos en punta y sus piernas mórbidas. Pero yo, que he amado a muchas de ellas -¡ay, a muchas¡-, sería incapaz de volver a amar a ninguna otra.

El marido de lady Sylvia miró con los ojos entornados la línea sutil del horizonte.

–En la intimidad -siguió-, y no bien se han despojado del antifaz de los convencionalismos o de la pseudo pasión, se muestran egoístas, vanidosas, ineducadas. La idealidad de sus brillantes ojos, la frescura de sus labios, el elegante desmayo de su cuerpo y de sus actitudes hace que las creamos seres adorables; pero no tarda en verse lo patente del error. Niéguele usted un capricho cualquiera a la mujer más dulce y discreta del mundo y podrá observar cómo se encrespa, cómo se encoleriza, cómo le aborrece de súbito. Responda usted con el silencio a sus quejas y a sus alaridos -(la garganta de la mujer no está construida para discutir a media voz) y a la cuarta frase furiosa que haya quedado sin respuesta por parte de usted, verá a aquella mujer dulce y discreta convertida en una fiera con medias de gasa.

Zambombo hizo un gesto que Arencibia se apresuró a cortar:

–Claro -advirtió- que si esto se lo dice usted a los jóvenes que tienen novia o a los recién casados, le contestarán con la frase, ya estereotipada, de: "Así serán las mujeres que usted amó, porque, en cambio, mi Luisita…" (1). Y es lógico que le contesten eso, porque la especie reclama sus derechos y dispone las circunstancias para que esos derechos se ejerciten, y, así, las mujeres no suelen despojarse de su antifaz delante del hombre hasta que no han estado con él unas trescientas veces.

Arencibia reforzó todavía sus argumentos, añadiendo:

–Cierto que los hombres también son vanidosos y egoístas e ineducados y que incluso hay algunos que discuten a voces; pero, al menos, tienen una buena cualidad, sirven para algo: estudian, aran y siembran; fabrican muebles; funden; dictan leyes o las aplican; construyen; detienen borrachos; pescan; telegrafían; conducen trenes; esculpen; barren; hacen moneda, pitos, caballos de cartón, automóviles, grúas y submarinos; cepillan maderas; venden; compran; ponen bombillas; crían cocodrilos, etc. Esto compensa de lo demás. Pero ¿quiere usted decirme qué hacen las mujeres a cambio? Pido una respuesta general y común a todas ellas, de la misma manera que es general el trabajo para los hombres. Vamos, responda… ¿qué hacen las mujeres?

Zambombo meditó un largo rato y contestó:

–Hacen niños y niñas.

–Esperaba esa contestación que no significa nada, puesto que el hombre también los hace sin darse tono por ello; al contrario, a veces, llevado de un impulso de extraordinaria modestia, dice que no son suyos, que no los ha hecho él… Esta modestia causa la desesperación de algunas familias honorables. En definitiva -aparte su misión reproductora, inherente también al hombre, y descontando casos particularísimos- la mujer no hace nada que compense de sus numerosos defectos.

–La mujer personifica el amor y la ternura -sentenció Zambombo con grave inflexión de voz.

Arencibia dejó escapar una carcajada limpia.

–¡El amor de las mujeres! -exclamó-. Un tema inagotable para el cretinismo agudo de muchos escritores. Para contar con su amor y con su ternura es imprescindible desmayarlas con frecuencia y atender a sus gastos.

–No obstante, no puede negarse -objetó Zambombo- que ellas, al fin y al cabo, nos dan lo único que compensa de las amarguras de la vida, puesto que nos dan el placer…

–¿El placer de los sentidos quiere usted decir?

–Naturalmente.

Arencibia volteó su monóculo con su gesto habitual y arrugó despectivamente los labios.

–¡Pchss¡ -emitió-. La satisfacción de los sentidos es cosa muy relativa.

Se detuvo de pronto y apoyó una de sus manos en el pecho de Zambombo.

–¿Ha pensado usted alguna vez en lo poco que vale ese amor espasmódico de los sentidos? -murmuró-. Piense y verá que es un instante, un suspiro… Llego a más: si es usted un hombre digno y delicado, la satisfacción de los sentidos de que habla constituirá para usted un sufrimiento, una tortura de toda su carne, porque se esforzará en contener y retener su naturaleza rápida para aguardar a que estalle la lenta naturaleza de la mujer. Por el contrario, si usted es un hombre sin delicadeza y sin dignidad, uno de esos hombres que sólo se preocupan de su propio goce y dejan siempre a la mujer hambrienta, entonces le odiará con toda su furia y en cada palabra, en cada gesto, en cada escena de la vida, ella verterá una gota del veneno de su odio y la felicidad del amor será para usted un mito rodeado de nebulosidades.

–Queda siempre el placer de ver, de contemplar la belleza femenina -objetó Zambombo tercamente.

Arencibia repuso, disparando de un modo matemático la ametralladora de su escepticismo:

–Ese acto sucio y molesto que tanto han divinizado los poetas -gentes imaginativas que no conocen la práctica del amor- no reserva para el hombre ni siquiera el placer de ver y de contemplar, pues en semejante montón informe de carnes palpitantes no pueden apreciarse las gracias femeninas, porque falta la perspectiva, que es la pincelada suprema. Más fácil es embelesarse ante las piernas de una mujer -por ejemplo- cuando sube al tranvía o al auto que en el instante en que la hacemos nuestra. Sin contar con que la hermosura de la más bella del Universo pierde categoría e importancia así que la hemos disfrutado a nuestro sabor unas cuantas veces. Todo nos fatiga y nos harta cuando lo poseemos, y la mujer no es una excepción.

Y como Zambombo no replicase nada, Arencibia reanudó la marcha, añadiendo:

–¡Bah! Créame, Pérez Seltz… Son muy lindas, lindísimas, y todo nos hace tomarlas por seres adorables: la fulgencia de sus ojos brillantes, sus encendidas bocas, la laxitud de sus formas magníficas; pero le aseguro a usted que estoy en lo firme al decir que lo mejor de las mujeres, lo único verdaderamente interesante que encierran es eso: verlas pasar por la calle con sus rostros pintados tan hábilmente, sus senos en punta y sus piernas mórbidas. La sabiduría reside en contenerse en ese límite. ¿Ligar a ellas nuestra vida, nuestros ideales, nuestros esfuerzos, nuestras inquietudes y nuestras satisfacciones? Un error que se paga caro. ¿Amarlas? Una simpleza. Que las amen los imbéciles, los muchachos de veinte años, los que gustan del cante flamenco y los vendedores de torrijas.

Zambombo fue a contestar, pero Arencibia le cortó la respuesta por medio de una declaración que era como el resumen de todo cuanto había hablado hasta entonces.

–Por lo demás -sentenció-, los Humanos somos una reunión de bestias que nos pasamos el día metiendo y sacando botones por los ojales de nuestros trajes.

Estaban ya junto al automóvil cuando Zambombo se volvió a Arencibia.

–Son las siete de la tarde –dijo y antes me sentía feliz pensando que a esta hora usted o yo habríamos muerto y mi situación con Sylvia estaría ya claramente definida. Sin embargo, hemos llegado a la hora deseada y nada está definido aún.

–Es decir, que con mis declaraciones no le he convencido a usted y sigue teniendo sus mismas ideas optimistas sobre la ilusión, sobre el amor y sobre la mujer.

–Las mismas.

–Es usted un caso de estupidez concentrada, Pérez Seltz -exclamó amablemente Arencibia-. Y como merece usted un castigo muy grande por su cerrazón de espíritu, voy a aplicárselo. El castigo consistirá en autorizarle a usted para que se lleve a Sylvia.

–¿Para que me la lleve para siempre?

–Para siempre.

–¿En propiedad?

–En propiedad.

Zambombo creyó caerse al suelo de alegría, pero no se decidió a hacerlo porque el suelo estaba lleno de polvo.

–¡Gracias¡o! -susurró emocionado, apretando la diestra de Arencibia.

Este le dio algunas instrucciones:

–Vaya a buscarla y dígale que me ha matado en el duelo. Para hacer la cosa verosímil, yo no iré esta noche a comer a casa. Su éxito es seguro.

–Y sabiendo que usted ha muerto, ¿no querrá ella ver su cadáver, despedirse de él?

Arencibia desparramó sobre Zambombo una mirada de lástima y de burla.

–Las mujeres no quieren ver otros cadáveres que los langostinos y las ostras -dijo-. Por el contrario, la idea de que yo he muerto y de que usted es mi asesino encenderá más la sensualidad de Sylvia y le dará unos besos fantásticos.

Hizo una pausa para añadir nuevas instrucciones.

–Debe proponerle una fuga al extranjero. A las diez de la noche sale el sudexpreso de Hendaya. Váyase con Sylvia y hará usted un viaje delicioso, aderezado por la novedad y por el histerismo. Ella le divertirá con palabras extraordinarias; no hablará de mí y de mi muerte más que estremeciéndose de pavor de ultratumba, y acaso al llegar el tren a la estación de Medina del Campo, se abrazará a usted aterrada y gritando: "¡Dios mío! El espectro de Paco acaba de asomarse a aquella ventanilla… Pero si usted le desliza las manos por los senos ella dejará de ver el espectro en seguida. Llévese el automóvil para que mi mujer no tenga ninguna duda de que he quedado tumbado con un balazo en la cabeza, y sea usted feliz el mayor tiempo posible, que yo calculo en unos cuatro meses.

Zambombo tenía el ánimo tan bien dispuesto, que se hallaba acorazado contra el escepticismo de Arencibia.

Volvió a estrecharle la mano y a darle las gracias rendidamente, trepó al "Cadillac" y desapareció carretera abajo, bramando con el "claxon" del automóvil y con el "claxon" de su corazón.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y Arencibia emprendió el regreso a pie, aspirando con delicia el aire del campo y volteando su monóculo oval.

Se marchan

Dio un salto y salió del "Cadillac".

Dio otro salto y cruzó la acera.

Dio veinte saltos más, y subió cuarenta escalones.

Dio otro salto, y otro salto, y se encontró en el saloncito particular de Sylvia (color cadmio y negro), entre una piel de leopardo asmático y un mueble de laca, que parecía un escritorio, pero que era una silla.

Y Zambombo se sentó.

Sylvia, vistiendo una túnica de tafetán con abalorios, apareció en la puerta; al ver a Zambombo pasóse una mano por la frente, dio un paso atrás y suspiró:

–¿Qué significa?… ¿Ha muerto él?

Zambombo comprendió que debía dar la noticia con precauciones y, para disimular lo ocurrido, dijo:

–La bala que ha atravesado el cráneo de su marido era del calibre "seis treinta y cinco", Sylvia.

Y Sylvia se desmayó, según es costumbre en estos casos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cuando han tenido un disgusto con su marido, los desmayos de las mujeres duran veinte horas, y vuelven en sí asegurando que necesitan un sombrero. Pero cuando el desmayo les ha acometido estando presente el amante, entonces no les dura más que dos minutos, y vuelven en sí diciendo: "¿Dónde estoy?".

Sylvia volvió del desmayo pidiendo a Zambombo noticias de lo sucedido.

Zambombo inventó un desafío que Emilio Salgari no habría tenido inconveniente en escribir, titulándolo, por ejemplo:

"Pérez Seltz, el espanto de los bosques"

Y Sylvia le escuchó anhelante, interrumpiéndole con esas exclamaciones que, desde las porteras hasta las emperatrices, emiten al escuchar un relato interesante:

–¿Y qué ocurrió después?

–¿Y él qué hizo?

–¡Oh!

–¡Ah!

–¿Es posible?

–¿Y entonces qué pasó?

–¡Qué horror!

–¿De frente o de espaldas?

Cuando Zambombo concluyó su folletín con la muerte de Arencibia, Sylvia se aplicó a la nariz un frasquito de sales inglesas, no se sabe si para despejarse el cerebro o para lucir un zafiro que llevaba en el dedo índice.

Luego murmuró:

–La sangre de "él" se interpone entre nosotros, Zamb. Separémonos.

Un cuarto de hora más tarde, con la misma sinceridad con que había dicho antes lo otro, decía esto:

–Sí, sí…, tienes razón. Huyamos juntos… Huyamos para olvidar dentro de nuestro cariño todos esos horrores.

Y se fueron a la estación, camino de Francia, en automóvil, rodeados de maletas, cofres y maletines, atravesando la "sala de espera" a galope tendido, tropezando con los demás viajeros y llegando a la ventanilla de "billetes" segundos antes de que la cerraran.

Parecían uno de esos matrimonios de Alba de Tormes que han venido a Madrid solamente por dos días a ver la Armería Real y el edificio del Círculo de Bellas Artes.

El lector ha terminado el Libro Primero.

Puede, si quiere, pasar al Segundo, que es muy interesante.

Notas

Luisita, la muchacha novelesca

(1) A propósito de esto, podría citarse el caso de aquel fumista de Nueva York que, estando poniendo una chimenea en un tejado, se cayó a la calle. Claro que no tiene nada que ver con lo anterior, pero se podía citar ese caso.

Primeras palabras

(1) "Tomorrow Is Sunday". "Mañana es domingo".

Cinco entrevistas

(1) Se previene que las "toilettes" que luce la protagonista de esta novela estaban de moda en la fecha en que el libro se escribió, año 1928. ("Nota de la tercera edición".)

(2) Heterogéneo. Filósofo griego. Nació y murió en Efeso, perteneció a la escuela jónica y sin inclinarse hacia las teorías de Demócrito, para quien la comedia humana era motivo de risa, tampoco participó de las ideas de Heráclito, a quien el espectáculo de la vida le obligaba a prorrumpir en llanto.

Osciló de unas teorías a otras, sin adaptarse a ninguna, y fue, en esencia, lo que vulgarmente se llama un pelmazo; en Efeso estos hombres eran conocidos con el nombre de "sphentris". Nació en 480 y murió en 403 antes de J. C. Como buen filósofo, no dejó hijos. En cambio, dejó muchas deudas.

Zambombo se decide a hacer algo grande

(1) Fremantes.- Galicismo encantador que uso todos los viernes.

Knock-out

(1) Origen de los círculos concéntricos, porque formaban un círculo en el centro de otro Círculo.

La voz de ¡fuego!

(1) Se llaman amigos-pólizas a aquellos que que se "pegan" a uno sin que nadie les invite y no valen más de dos pesetas.

La conversación trascendental

(1) O "mi Juanita" o "mi Marujita", o "mi Antoñita", o "mi Paquita", o "mi Clarita", o "mi Margarita".

Libro Segundo

Dúo: La mujer y el amante

Primer capítulo

Del "vagón-restaurant" al tope de un furgón de cola.

El París de Zambombo

En París.

Estaban en París desde hacía trece horas. Y el cielo, de un azul suave, desmentía la melancolía clásica del París de cielo gris ceo y llorón.

¡París! ¡Oh, París!

(Dejo este espacio en blanco para que se escriban en él algunas de las majaderías y lugares comunes que una literatura de 0,65 ha acumulado sobre París.

Acodado a un ventanal del "Hotel Crillon", Zambombo contemplaba la perspectiva de aquel París que le era familiar y que, no obstante, le parecía ahora nuevo y distinto.

La primera vez que Zambombo llegó a París tenía en el alma un superávit de lecturas embriagadoras, y la idea de que acababa de pisar el suelo de la capital de Francia le enloqueció en el andén de la estación del Quai (1).

Al salir de la estación eligió un taxi y comprobó por sus propios ojos que los automóviles del servicio público de París eran mugrientos. Esto le proporcionó una gran desilusión, que procuró disculpar y olvidar. Y disculpó luego muchos otros defectos de París; pero a la semana justa de vivir en la "ville lumiére d.acétylene" se había convencido de que el prestigio de la ciudad no provenía más que del patriotismo de los franceses y del paletoidismo de algunos españoles. Y a esto último -especialmente- se debía que se hubiesen construido tantas páginas de parisofilia rezumante -siempre idénticas- en las que se tropezaba uno con frases así:

"Aquella maga ciudad, que… Corazón de Europa y… La espiritualidad y la gracia… Frente a Notre Dame y junto al Sena… Cada piedra es una estrofa… Cuna de la bohemia, que Murger… Montmartre y… Por los bulevares… Era la plaza de la Estrella la que… Midinettes gentiles… Lujo y elegancia en las… Sedas, pieles, perfumes… El champagne rubio burbujeaba… La feria del amor… Pero la voluptuosidad…".

Etcétera, etcétera.

Ocho días más tarde, Zambombo, en el límite de su rabioso desencanto, decía de París tales cosas que le detuvieron seis veces en lugares públicos.

Sin embargo, no eran cosas muy ofensivas; eran, sencillamente, cosas opuestas a la tradición y al tópico y ya se sabe lo peligroso que es ir contra el tópico y contra la tradición.

Si le preguntaban lo que le parecía París, contestaba:

–Una ciudad para advenedizos de la literatura.

Al oír el nombre del Sena, exclamaba:

–Un río sólo tolerable en fotografía.

Del idioma decía:

–Es pobre y lleno de la monotonía insoportable de la vocal e. Además, ningún habitante de París sabe hablar francés; los únicos que sabemos hablar francés somos los que no hemos nacido en Francia.

Su opinión sobre los "cabarets" la resumía declarando:

–Puestos de castañas saturados de provincianismo.

Opinaba del champagne:

–Es agua de Cestona reembotellada.

De Carpentier:

–Tiene menos fuerza que el ácido bórico.

De Josefina Baker:

–Es media docena de plátanos mojados de iodo.

Visitando el "barrio latino", murmuró:

–¡Pchss!… Una especie de Puente de Vallecas…

Y de Versalles, comentó:

–Un cromo que da náuseas.

Al regresar de un paseo por los bosques de Fontainebleau, dijo:

–No he visto más que veinte árboles.

Frente al edificio de la ópera, sentenciaba:

–Una tarta de "chantilly" en estado comatoso.

Finalmente, cuando un compatriota le preguntó si no había encontrado algo bueno en París, repuso:

–Sí. En París hay cosas de inmejorable calidad: las enfermedades.

–¿Qué enfermedades?

–No puedo indicarle sus nombres, porque se trata de enfermedades tan secretas como la policía. Felizmente para los franceses, sus irreconciliables enemigos, los alemanes, han puesto a su disposición ese preparado orgánico, a base de arsénico, que llaman "Dioxydiamidobenzol".

Y tal odio llegó a sentir contra París, que en el viaje de regreso, al acercarse paulatinamente a España, fue engordando kilos conforme el tren avanzaba por las llanuras francesas, y al llegar a Behovia y a la frontera tuvo que ponerse en cura, porque ya le venían estrechos los trajes y empezaban a parecerle interesantes los reportajes de actualidad.

Pero en su viaje segundo…

En su viaje segundo, acompañado de Sylvia, París le pareció a Zambombo una maravilla asfaltada.

Y es que el amor tiene dos propiedades especialísimas: transforma y congestiona.

Honorio y Mignonne

El viaje había sido exquisito e indigesto como una crema de chocolate.

Al instalarse en el vagón y arrancar el tren, Sylvia y Zambombo vacilaron y le pisaron los dos pies a un sacerdote. El sacerdote protestó en latín y a esto se debió el que no hubiese un disgusto gravísimo entre ellos.

Después vivieron ese momento lírico que las parejas de enamorados españoles viven siempre al introducirse en un tren. (¿Será que en los trenes se agazapan todos los microbios de lirismo que esparció por España aquella cornucopia con perilla que se llamó Gustavo Adolfo Becquer?)

En un extremo del tránsito se besaron.

Ella dijo:

–"Mon gosse­"

Y él replicó dándole un nuevo beso, que duró quince postes de telégrafo, y sacando su brazo derecho por la ventanilla para señalar la circunferencia lunar.

–Mira la luna, ¡qué hermosa está!

–Sí. Parece un espejo de cuarto de baño -comentó Sylvia displicentemente.

–Siempre he soñado con besar a la mujer amada a la luz de la luna -prosiguió él con esa imbecilidad astronómica propia de tantos enamorados.

–Se ve que todos tus amores han sido vulgarísimos.

–¿Es que a ti no te gustaría sentirte iniciada por el hombre que amases, mientras la luz de la luna se diluía por tu cuerpo desnudo?

–No. A mí me gustaría sentirme iniciada por el hombre que amase, mientras un aviador del Canadá iluminaba mi cuerpo desnudo con una linterna eléctrica.

Zambombo la miró rápidamente, pensando que hablaba en broma, pero Sylvia mostraba un rostro absolutamente serio bajo el "radjhí" de cuero con que cubría su cabellera ondulada.

Herido en su vanidad, pues de pronto se sintió inferior a Sylvia, Zambombo le dio la espalda mientras exclamaba:

–¡Qué estupidez!

Y se dedicó a contemplar el zootrópico desfile del paisaje nocturno, que parecía cubierto de cristales de aconitina. El paso fugaz de una corraliza de ganado le sugirió la idea de que la Humanidad no era más que un inmenso rebaño, idea que se les ha ocurrido a todos los humanos, como si cada uno de ellos no fuese un trozo de esa Humanidad despreciada. Y la aparición de una casita rústica, hermética y perdida en mitad del campo, le hizo pensar en que sus habitantes debían de ser felices entregados al amor y en que el amor era un específico sublime y en que, después de todo, él adoraba a Sylvia; y ya iba a volverse hacia ella de nuevo, cuando emitió una interjección comunista y se echó hacia atras bruscamente. Acababa de introducírsele una carbonilla en el ojo derecho. Se restregó el párpado, juró y perjuró como un carretero de Móstoles, y exclamó por fin:

–Sylvia, déjame un pañuelo.

Pero Sylvia no le contestó.

Sylvia no estaba ya a su lado.

Dando tumbos, Zambombo recorrió su vagón y el contiguo, pasando excelentes fatigas al franquear el fuelle. En el último departamento del segundo vagón encontró a Sylvia charlando con un viajero y sorbiendo un "cock-tail" de frambuesa que el mismo viajero debía de haber fabricado con los ingredientes de un bar-maleta que yacía abierto en el diván.

Al verle aparecer, lady Brums hizo las presentaciones:

–El señor Pérez Seltz, mi amante. El señor Honorio Felipe Lips, célebre ladrón internacional.

La carbonilla introducida en su ojo y la singular profesión del viajero, fueron motivos suficientes para que la actitud de Zambombo al saludar resultase en extremo desairada y escasamente cordial.

–Discúlpelo -dijo Sylvia dirigiéndose a Honorio Lips-; ya le he dicho que es un buen muchacho, pero sin pizca de experiencia…

Zambombo, humilladísimo, fue a decir algo, pero Honorio Lips le cortó el propósito.

–Según parece, se le ha metido una carbonilla en el ojo… Veamos. ¿Quiere utilizar alguno de mis remedios para que salga la carbonilla?

Zambombo asintió amablemente. Se desprendía de Honorio Lips una extraña sugestión -mezcla de autoridad y de energía-, idéntica a la que se desprende de los acomodadores de los cinematógrafos.

Era un hombre de estatura mediana, estrepitosamente elegante, uno de esos hombres que pueden recorrer las calles de Nápoles subidos en un palanquín sin que los chiquillos les tiren macarrones al pasar. Aquella noche vestía un traje verde-mastaba que daba frío, y en su cabello lucía algunas canas, lo mismo aquella noche, que la noche anterior, que la noche siguiente. Se le podían calcular cuarenta años, aunque representaba cincuenta y no tenía más que treinta y siete; pero en sus documentos personales se decía que treinta y cinco, él declaraba treinta y tres y de allí a un mes iba a cumplir treinta y ocho.

Amabilísimamente, Honorio inspeccionó el ojo derecho de Zambombo y le preguntó de pronto, retrocediendo un paso:

–¡Caballero­ ¿Hay en su familia algún canceroso?

Zambombo abrió los ojos hasta desorbitarlos:

–¿Canceroso? ¡No, señor!

–Basta -dijo Honorio-. No pretendía otra cosa sino que abriese usted mucho el ojo dañado. La carbonilla ha salido ya.

Zambombo notó que, efectivamente, la molestia había desaparecido y dio un fuerte apretón de manos a Honorio Lips. Su amistad quedaba reconocida.

Los dos hombres se sentaron juntos y Honorio fabricó para Zambombo uno de sus "cock-tails" más explosivos, el llamado "Chispas de Infierno".

–No le ofrezco a usted el que yo denomino "Sueño Oriental" -dijo Honorio mientras agitaba la coctelera, ayudado por el traqueteo del tren porque ese sólo lo destino para las personas a quienes voy a robar. Lo fabrico a base de láudano.

–¿Les mata usted previamente?

–No. Les duermo. El láudano es tintura de opio.

Lady Sylvia, que consumía un "aristón" a bocanadas perezosas, con las piernas apoyadas en el marco de la ventanilla, intervino en la conversación, dirigiéndose a Zambombo.

–Honorio es un buen amigo mío -declaró-. Nos conocimos hace años en Constantinopla.

–Sí -apoyó Honorio-. Yo estaba aligerando carteras de turistas en un hotel de la calle Voivoda y tuve el gusto de interrumpir mi trabajo para amar las dos últimas noches a lady Brums.

A Zambombo se le cayó el "cocktail" en el pantalón.

–¡Vaya! -gruñó, conteniendo un aullido-. ¿Quedará mancha?

–Sólo mientras le quede a usted pantalón -repuso Honorio-. Pero, ¿cómo pudo caérsele?

–Le emocionó la noticia que usted le dio de haberme amado dos noches -explicó Sylvia.

–¡Por Dios! ¡Pero ningún hombre se asusta ya de eso! -protestó riendo Honorio.

–Nuestro amigo Zambombo -siguió lady Brums- es un poco provinciano. Ese es su mayor encanto, y la razón por la cual yo le he elegido de amante. Me fascina su ingenuidad y quiero enseñarle a vivir, asomarle a un mundo verdaderamente distinguido, mostrarle cómo es el amor de las personas refinadas, "civilizarle"…

-Magnífico, magnífico… -decía Honorio moviendo estudiadamente la cabeza. Un muchacho ingenuo a quien civilizar… ¡Maravilloso!

Y agregó, haciendo una transición:

–¿Y es éste el primer muchacho ingenuo a quien usted se propone civilizar, Sylvia?

–El primero. Todos mis amantes han sido hombres tan civilizados como usted, querido Honorio.

–Nuestro amigo Zambombo no ha podido encontrar una maestra con mayor tesoro de conocimientos.

Zambombo, en la situación de un niño a quien acompañan por primera vez a la escuela, se sentía violento.

Honorio continuó:

–Hasta llegar a París, yo secundaré su labor, Sylvia. Precisamente viene conmigo Mignonne Lecoeur, una encantadora muchacha para quien la vida cosmopolita no tiene secretos.

–¿Viene con usted una muchacha? -preguntó llena de curiosidad Sylvia-. ¿Y dónde está?

–En este momento debe de ocuparse de su "toilette". No tardará seguramente… ¿Eh? ¿No decía? He sorprendido un movimiento de revuelo entre los viajeros que pasean por el tránsito. Es, sin duda, que Mignonne viene hacia acá.

Y efectivamente, entre los viajeros que brujuleaban por el pasillo se notaba un escalofrío de expectación como el que se produce en los arrabales de los pueblos cuando se acerca una compañía de saltimbanquis (1).

Transcurrieron diez minutos y Mignonne no acababa de aparecer.

–No entra. ¡Es extraño!… -murmuró Zambombo.

-¿Extraño? No -replicó Honorio-. En Mignonne nada es extraño. Puede que haya encontrado algún viajero de su gusto y se estará entregando a él.

–¿En el pasillo?

–¿Por qué no? Los trenes españoles están tan mal alumbrados…

–Todo se alumbra mal en España -observó Zambombo queriendo dar a su diálogo un tono frívolo.

–Sí. Lo único que se alumbra bien son los niños -concluyó Honorio, con lo cual le quitó a Zambombo la última oportunidad de lucirse.

De pronto, bruscamente, de un golpe, como entran los clavos en un tabique de yeso, entró Mignonne Lecoeur en el departamento. Su primera mirada -larga, tortuosa, glacial- fue para lady Brums. Después miró a Honorio y a Zambombo. Por fin, hizo una ligerísima inclinación de cabeza.

La presentación, a cargo de Honorio Lips, fue breve:

–Mignonne… Lady Sylvia Brums… Su amor…

Mignonne se sonrió con la mitad de la boca, dobló en ángulo recto una pierna hasta apoyar el pie por completo en la puerta, y cruzó las manos por delante de la pierna doblada, que era la izquierda, aprovechando la ocasión para mostrar todo el muslo derecho.

Hubiera servido de un modo ideal para una portada del "Fliegende Blitter".

Mignonne disfrutaba de un cuerpo enroscable, escurridizo y delgado; el talle era tan breve que hubiera podido ceñirse, a guisa de cinturón, la corona de Carlomagno; esta levedad del talle daba margen a sus nalgas para resaltar brillantemente, como esas grupas, pequeñas y redondas, de los potros recién nacidos. Las pantorrillas -finas, firmes- eran tan sutiles y al mismo tiempo tan enérgicas, que sólo les faltaba esta inscripción: "Manufactura de Londres: Irrompibles". En el corpiño estallaban dos senos, menudos y agresivos, como dos granadas de mano. Y bajo el sombrero de paja "bakou" asomaban tres bandos de cabellos lacios y amarillos, dos ojos de pupilas grises y frías, doscientas veinticinco pestañas, salvajemente ennegrecidas, y cuatro párpados adormecidos, rebozados de azul prusia. La boca no era sino un rasguño ensangrentado, hecho con una lanceta hábil en la lividez de la carne, de un blanco de papel Canson.

Se notaba que Mignonne se preocupaba más de su "maquillage" que de las medidas adoptadas por monsieur Poincaré para sanear la moneda francesa.

Sin modificar su postura, Mignonne pasó las limaduras de hierro de sus pupilas de Zambombo a Sylvia y de Sylvia a Zambombo. De pronto indagó:

–¿Y… se aman ustedes mucho?

Zambombo no supo qué contestar. Pero lady Brums estaba allí, y lady Brums dijo:

–Nos amamos lo suficiente para coincidir en la elección de "menús".

–¿Les gusta la cocina española o la francesa?… -preguntó Mignonne con un tono ambiguo.

–La cocina española. Es más sólida, aunque algo monótona. Usted tiene aspecto de paladear a veces la cocina griega, ¿no?

Mignonne entornó los ojos como los gatos.

–¡Qué perspicacia! -alabó-. Me gustaría que usted aceptase un almuerzo encargado por mí.

Sylvia sonrió de un modo indefinible, y repuso al cabo:

–No, gracias… He estropeado mi estómago por comer fuera de casa, y ya sólo me siento a la mesa con la familia.

–Lo lamento de veras -susurró Mignonne.

Y como si en el transcurso de aquella charla culinaria, que Zambombo no entendió en absoluto, hubiera nacido entre ellas mutua confianza, Sylvia y Mignonne entablaron al punto uno de esos diálogos que ninguna mujer del planeta deja de entablar por lo menos una vez al día:

–¿Tiene usted noticias de París?

–Pocas.

–¿Qué hace Patou?

Modelos en "chiffons"; y los trajes de colores enteros, "romain", "georgette" y "crepé Picador".

–¿Para la tarde?…

–… Chanel sigue defendiendo los escotes cuadrados y los vestidos de paños colgantes.

–¿Y de sombreros?

–"Lou" recomienda la paja "moirée" de diversos colores (2)."

Y hubieran seguido así varias horas de no intervenir Honorio Lips, diciendo:

–Ha llegado el momento de comer. Tengo una mesa reservada para el último turno.

Sylvia y Mignonne, delante (ellos, detr s), enfilaron el tr nsito hacia el vagón "restaurant", entre las miradas lúbricas de varios viajeros.

–España es un pueblo de apasionados -opinó Zambombo, por opinar algo.

–No. España -dijo Honorio- es, sencillamente, una gran caja de cerillas; la mujer es el raspador, el hombre es el fósforo. El fósforo se acerca al raspador, y como el raspador es áspero, la llama brota; luego, el raspador se niega a arder, y el fósforo, sin haber utilizado su llama, se apaga solo.

–Y el hombre se queda negro.

Habían llegado al vagón "restaurant".

–¿Dónde nos sentamos? -preguntó Zambombo.

–Ahí, enfrente. ¿No ve usted un fideo en el asiento? Los camareros de coche "restaurant" indican cuáles son los asientos reservados dejando caer en ellos un chorrito de "consommé" de pasta. He tenido ocasión de observarlo muchas veces.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Comieron rápidamente las eternas:

"Judías verdes", y los eternos:

"Huevos Prince" (huevo revuelto con tomate), y los eternos:

"Escalopes de ternera", y los eternos:

"Lenguados" (gallos), y el eterno:

"Pollo frío con ensalada"

En los trenes españoles se come siempre el mismo "menú", compuesto de las substancias estrictamente necesarias para que los viajeros puedan sostenerse de pie. (Porque si el desfallecimiento les tambalea, hay peligro de que se agarren al timbre de alarma y esto ocasiona molestias a la Compañía.)

–¿Has reservado mesa del último turno para que comamos las sobras de los demás viajeros? -preguntó Mignonne a Honorio con voz dulce. (Estaba agotando una ración de mermelada de cerezas.)

–No. Lo he hecho para que podamos quedarnos aquí un rato charlando, pues nuestro departamento empezaba ya a llenarse de individuos atraídos por el color de tus medias.

Y repartió unos cigarrillos, encendiendo con sus labios el de Sylvia, y destinando dos para Mignonne.

–¿Por qué me das dos a mí?

–Porque estoy habituado a que desdeñes el primero diciendo que no tira.

–Esta vez el que no tira es el segundo.

–Porque lo has encendido el primero.

Mignonne frunció la boca y exclamó:

–Me asquean los hombres que presumen de ingeniosos.

Y para humillar a Honorio, se ahuecó el escote y le sonrió abiertamente a un camarero alto, rubio, que pasaba haciendo equilibrios con una vajilla. El camarero proyectó su mirada en el escote de Mignonne, y, como consecuencia, proyectó la vajilla en la cabeza de un viajero gordo, que se había detenido a encender un habano.

Esto produjo una colisión enternecedora, que Honorio epilogó dando explicaciones al viajero gordo, y robándole de paso la cartera.

–No pensaba trabajar en este viaje -explicó cuando se quedaron solos en el "restaurant"-, pero estos señores gordos que se quejan de todo me incitan al trabajo.

–Hace usted bien -dijo Sylvia-. El trabajo ennoblece. Ya escribió Rousseau que, rico o pobre, el ciudadano ocioso es un bribón.

–¿Y de qué quería usted que charlásemos? –investigó Zambombo, que no se resignaba a quedar relegado a un segundo término.

–Precisamente de usted -contestó Honorio-. He echado sobre mis hombros la tarea de ayudar a Sylvia a civilizarle durante este viaje, y he pensado que le sería de gran utilidad, para aprender ciertos refinamientos, pasar la noche en la litera de Mignonne.

Los ojos de ésta centellearon detrás de un vasito de mazzagrán helado, con el cual pretendía combatir la sed provocada por un exceso de sal en los escalopes.

Zambombo aventuró con timidez mal disfrazada:

–¿Y Sylvia, qué hará?

Lady Sylvia dejó escapar de su garganta un surtidor de risas.

–Pero, querido -exclamó cuando el surtidor perdió fuerza ascensional-, ¿es que pretendías que siendo amantes oficiales empezáramos esta noche la luna de miel? Sería demasiado aburrido. Las abejas que fabrican la miel de nuestra luna son alocadas, inconsecuentes y versátiles. A mí no me vendría bien la ropa blanca de tus amantes anteriores. Tus amantes fueron esclavas. Hoy el esclavo eres tú y ya te dije bien claro que buscaba un hombre al que sujetar a mis caprichos. Aprende de ahora para siempre que yo soy tu maestra en el arte de hacer interesante y pintoresca la vida y que nuestros idilios vendrán siempre por caminos insospechados y absurdos, no por caminos trillados y lógicos. Lady Sylvia Brums no es una modistilla o una mecanógrafa. Si tú tienes epidermis de tendero de ultramarinos o de dependiente de mercería, apresúrate a apearte en marcha y vuélvete a Madrid. Pero si aspiras a ser un personaje novelesco, quédate aquí.

Durante aquel discurso, que nunca hubiera brotado de labios de un geólogo, Zambombo pensó levantarse y abofetear a Sylvia, empezar a puntapiés con los cristales de las ventanillas y prender fuego al tren; pero la idea de que Mignonne tenía un cuerpo vertiginoso y el convencimiento de que una resolución extrema le llevaría al ridículo, contuvo sus impulsos, y al concluir lady Brums su párrafo, Zambombo repuso heroicamente:

–Por mi parte, estoy deseando comprobar por mis propias manos si Mignonne lleva faja o no.

Honorio se volvió a Mignonne:

–¿Y tú qué dices?

Mignonne agitó con la cucharilla su mazzagrán, extrayendo de él una pepita de limón, luego ladeó su cabeza y subió la ceja izquierda un centímetro sobre el nivel corriente.

–¡Pchss..! -murmuró al fin-. Sufro insomnios… La noche es larga… De suerte que no me importaría charlar durante unas horas con este señor.

Honorio se levantó, ofreciendo el brazo a lady Brums.

–En ese caso -dijo-, y puesto que ambos estáis de acuerdo, Sylvia y yo nos vamos a mi litera, a resucitar recuerdos de Constantinopla. El tren acaba de pasar frente a Zarzalejo, lo que quiere decir que son las diez y cuarto. Sylvia y yo odiamos trasnochar durante los viajes. Hasta mañana.

Y Honorio abandonó el "restaurant" en busca del coche-cama, conduciendo por el talle a lady Brums -cuya gentil silueta se quebraba sobre los mástiles verdosos de sus piernas-, dejando solos a Mignonne y a Zambombo y llevándose el alfiler de corbata de este último.

La luna, las estrellas y el tope del furgón

Instantáneamente, con la velocidad fulminante del pensamiento, Zambombo se dijo:

-No puedo hacer el ridículo.

-Esta muchacha (por Mignonne) no me perdonaría una actitud de hombre ingenuo.

-Tengo que cautivarla.

-Tengo que epatarla.

-Tengo que asombrarla.

-Proceder como un hombre de mundo, como un hombre "blassé", como un hombre que ha vivido mucho, no basta.

Hay que hacer más.

Y decidió hacer más.

… … … … … … … … …

–¿Se aburre usted viajando?

–Sí -contestó Mignonne.

–No me extraña. Las maletas también se aburren viajando.

Zambombo se había puesto de pie, y con soltura y naturalidad de ademanes, ciertamente exquisitas, abrió la guillotina de la ventanilla y tiró a la vía todos los cacharros que descansaban en la mesa.

–¿Qué hace usted? -dijo Mignonne.

–¿No lo ve? -repuso cargado de razón Zambombo-. Tiro todo eso por la ventanilla.

–Pero ¿para qué?

–Para distraerme. Siempre hago esto para distraerme.

Y se volvió al camarero, que había acudido tropezando con todas las mesas, para ordenarle:

–Haga el inventario de lo que he tirado a la vía y páseme la cuenta.

El camarero desapareció buscando al jefe del "restaurant" para explicarle el fenómeno.

Entre tanto, Zambombo, a quien el instinto y el rabillo de su ojo izquierdo le decían que todo aquello surtía efecto en Mignnone, intentó hacer juegos malabares con tres pesados ceniceros de cristal y plomo, en cuyo fondo se leía esta delicada inscripción:

Coñac "Pedro Domecq". Es el mejor.

Y acabó lanzando el disco con los tres ceniceros, los cuales -saliendo por la ventanilla- fueron a causar, al día siguiente, el asombro de unos aldeanos de la provincia de Avila, que los utilizaron, de allí en adelante, para cascar nueces.

–¡Ap!

–¡­Ap¡!

–¡¡¡Ap!!! -gritó Zambombo al tirarlos, y luego, tranquilamente, sin mirar siquiera a Mignonne, encendió por el revés un cigarrillo emboquillado y volvió a ocupar su asiento.

Mignonne le observaba fijamente, con un estatismo de embeleso.

–¡La vida es un asco de aburrida! -murmuró Zambombo hablando solo.

Y atravesó su cigarro con un palillo de dientes, lo hizo girar sobre aquel eje y dispersó la lumbre por el mantel, el suelo, el vestido y el escote de Mignonne.

–¡­Ay!­

Zambombo la miró despectivamente.

–De poco se asusta usted -dijo.

Y tirando su reloj contra una de las lámparas, la hizo polvo.

El jefe de "restaurant" se acercó entonces con una notita recién arrancada de un block de papel. Zambombo la cogió, construyó una bola con ella y se la comió sin masticarla. Después imitó el cacareo de una gallina, abrió la boca para declamar a grito seis versos de "La Divina Comedia" y dio tres vueltas sobre sí mismo apoyado en uno de sus tacones.

El jefe de "restaurant", imperturbable, le alargó una segunda notita que acababa de escribir rápidamente; en ella se calculaban los desperfectos en diecinueve pesetas.

–¡Ah! ¿Nada más? -dijo Zambombo-. ¿Pues cuánto me pone usted por la lámpara rota?

–Tres pesetas, señor.

–¡Qué barata!

Y Zambombo se apresuró a entregarle al jefe de "restaurant" un billete de veinte duros, hizo que le devolviesen nueve pesetas y se puso así en condiciones económicas de romper las restantes lámparas del vagón a una velocidad increíble.

Al quedarse a oscuras, mordió fieramente los labios de Mignonne y la trasladó en volandas al coche contiguo.

Mignonne le tuteó por primera vez, para preguntarle:

–Oye, ¿tú estás loco, verdad?

–No. Es que me aburro, me aburro inmensamente -repuso él, calculando que allí había un camino para figurar a los ojos de Mignonne como un hombre excepcional, muy baqueteado ya por la vida.

–¿Te aburres? -musitó ella, no del todo convencida aún.

–Estoy agotando mi existencia en el tedio; y la furia por divertirme toma aspecto de locura. No encuentro nada que me interese. Acaso el amor… Pero el amor es igual que el catarro.

–¿Igual que el catarro? -dijo Mignonne aceptando el anzuelo-.

¿Por qué?

–Porque, como el catarro, empieza por una congestión y acaba obligándonos a limpiarnos los ojos con el pañuelo.

–Eso es bonito… -suspiró la niña de senos pequeños y agresivos, igual que granadas de mano.

Y se apoyó en la primera ventanilla del tránsito a contemplar la luna.

("¡Qué gran recurso para los novelistas es que los personajes se pongan a contemplar la luna­ Si la luna no existiese, muchas novelas no se habrían podido escribir: ni siquiera ésta…")

Zambombo aprovechó aquella pausa para felicitarse. Llevaba diez minutos a solas con Mignonne, y, hasta ahora, su actitud era airosa.

–¡Cargaré un poquito la mano en las extravagancias! -se dijo.

Y abrazando estrechamente a Mignonne clavó sus pupilas en las de ella, cuidando de no pestañear, como si los ojos femeninos fuesen una lección de Álgebra que tuviese que aprender de memoria.

–¿Qué haces? -no pudo por menos de interrogar Mignonne.

–Miro las estrellas.

–¡Pero si estás mirando mis ojos!

–Es verdad. Perdona. Me había confundido (1).

Por toda respuesta Mignonne se apretujó contra Zambombo y preguntó señalando las estrellas:

–¿Dónde está el "carro"?

–En la cochera.

–¿Es verdad que hay una estrella que se llama Calipso?

–No hagas caso de calumnias.

–¿Crees en la pluralidad de los mundos habitados?

–Mientras las pulgas den saltos tan grandes, ¿por qué no? Las pulgas emigran de planeta a planeta.

–¿Has oído hablar de la Aurora Boreal?

–No leo a ninguna poetisa venezolana.

–¿Qué es la Astronomía?

–Una de esas barbaridades que engordan, como la antropofagia y el pan de gluten.

A cada nueva respuesta, el gesto de Mignonne con respecto a Zambombo era más sumiso, más admirativo, más entusiasta, más inductivo, más apasionado.

Zambombo lo notó. "Un toque más y me echa los brazos al cuello subyugada", se dijo.

Y calculó que el toque estaba en dar un doble salto mortal, aquel doble salto mortal que nunca había intentado hasta el día que lo ejecutó para rendir la complicada fortaleza de Sylvia Brums.

Se recogió en sí mismo, hizo un poderoso esfuerzo muscular y se lanzó al espacio.

Y su cuerpo, largo y flexible, desapareció por la abierta ventanilla donde, momentos antes, había estado apoyada Mignonne.

La cual gritó en la oscuridad de la noche:

¡Ay­Zamb! ­Av¡. Au secours Zamb­ Mon Dieu ¡Ay!

¡Auxilio¡ ¡Zamb¡­Aquí! ¡Ay! ¡Ay! Zamb¡ Au secours­ ¡Socorroo!

¡Favor­ Au secours Zamb ¡Ay!

Pero nadie oía a Mignonne, cuya voz se perdía entre el estrépito del tren en marcha.

Y cuando acaso ya iba a oírle alguien, entonces se desmayó.

… … … … … … … … …

Zambombo rodó unos metros por el suelo. Se levantó, se tocó la cabeza por fuera para convencerse de que nada se había roto por dentro, y miró con asombro lo negro que estaba el campo a su alrededor, a pesar de la luna. Luego pensó:

–Para ser la primera vez que me caigo de un expreso en marcha, no lo he hecho mal del todo.

Una sombra trepidante y mugiente pasaba ante sus ojos, con restallidos de chispas y luces.

Era el tren, que huía.

Zambombo lo vio desfilar crepitando. Y de pronto gritó:

–¡Ay, que se me va!

Y no tuvo tiempo más que de galopar unos instantes detrás de aquella enorme culebra que se le escapaba (detrás de aquella enorme culebra que se llevaba en sus entrañas a Sylvia y a Mignonne) y de gatear hasta un extraño objeto manchado de caldo de carbón, en el cual se sentó a horcajadas.

Aquel extraño objeto era un tope del furgón de cola.

El aliento de Espronceda

Me parece oportuno copiar un trozo de la poesía "El viaje en el tope", que tanta fama le dio a Espronceda, y que empieza así:

"Cuando los progresos, que vienen de fuera,

y avanzan lo mismo que avanza una ola,

nos traigan los trenes, que es moda extranjera,

será una delicia pasar la frontera

sentado en un tope del furgón de cola."

Siguen 222 versos más que no copio.

Palabras en alemán

Al llegar a Hendaya ocurrieron en el sudexpreso de lujo dos cosas importantes: cambiaron el coche-cama por un coche-salón y se llevaron preso a Honorio Felipe Lips, el "célebre ladrón internacional".

("La celebridad conduce a la ruina.- Chateaubriand".)

… … … … … … … … …

Zambombo, que al parar el tren en Avila había cambiado el tope del furgón por la litera de Mignonne, se alegró mucho de la detención de Honorio.

Provenía la denuncia del caballero gordo a quien Lips aligeró del peso de la cartera en el comedor, y si no quedaron detenidos también Mignonne y Zambombo, fue porque Lady Brums respondió de la honorabilidad de ellos (ya que de su propia honorabilidad no podía responder ni ella misma) y porque repartió, con un admirable y desdeñoso gesto de emperatriz, unos puñados de papeles. ("Esos papeles, pésimamente estampados en azul pálido y moreno sucio, a cuyo frente aparece la inscripción "Banque de France" y que los franceses se obstinan en decir que valen mil francos cada uno".)

–¿Por qué no intercedes por Honorio? -había preguntado Zambombo a Sylvia.

–Nada conseguiría aunque intercediese y, además, la noche pasada no me ha hecho feliz -replicó Sylvia frotando el cristal de una de las ventanillas con la yema del dedo hasta lograr arrancar de él un chirrido insoportable.

–Sin embargo… Anoche parecías muy ilusionada con Honorio.

–Porque pensaba que iba a proceder igual que procedió las dos noches de Constantinopla.

–¿Y cómo procedió entonces?

¡Chirriii! ­¡Chirrrriiiii! -griznó el dedo de Sylvia frotando el cristal.

–Di -insistió Zambombo-. ¿Qué hizo Honorio aquellas noches?

–Me pegó, fabricando un zurriago con los cordones del "stor" y se me llevó once mil francos de joyas.

–¿Y anoche?

–Anoche Honorio me hizo el amor como podría habérmelo hecho un notario de pueblo, y en lugar de robarme joyas me regaló una sortija cursilísima.

Zambombo, que ya empezaba a acomodarse al nuevo ambiente, observó:

–Los ladrones internacionales de nuestra época son unos imbéciles. Merecen no salir de la cárcel jamás.

Y Sylvia susurró con un gesto de repugnancia:

–¡Gentes sin espíritu!

… … … … … … … … …

Mignonne, recostada en la pared del poniente, les oía en silencio.

Estaba fatigadísima, y sus párpados brillaban bajo una cantidad de azul prusia superior a todas las que hasta entonces les habían hecho brillar. Con una exasperación de "maquillage" pretendía ocultar el aire cansado de sus facciones. Y la fatiga no debía agradecérsela sino a Zambombo, que, luego de haber recorrido cuarenta kilómetros en el tope del furgón, se mostró un amante arrollador al ocupar la litera del coche-cama. Se mostró un amante tan arrollador como el caballo a cuya cola fue atada Brunequilda (1).

Después de la larga fiebre de aquella noche, el aspecto de Mignonne parecía más infantil que nunca y sus ojos eran mucho más grises que antes, grises como dos habitantes de casa de huéspedes. En cuanto a las granadas de mano de sus senos, habían estallado la noche anterior, al contacto de los besos de Zambombo, y ya no se notaba su huella.

–¿Y tú qué vas a hacer ahora sin Honorio? -preguntó Zambombo volviéndose hacia la francesita.

Se encogió de hombros.

–No sé. Pero te equivocas mucho si piensas que eso va a ser un problema para mí.

Luego, como sorprendiese cierta frialdad en el tono de voz de Zambombo y un cohete de fastidio en las pupilas de lady Brums, Mignonne dio media vuelta y desapareció entre los viajeros que invadían los andenes. Cuando el sudexpreso iba a reanudar la carrera, apareció otra vez. "Su problema" estaba resuelto. Traía cogido por una mano al señor gordo que había delatado a Honorio Lips. Lo presentó y añadió en alemán:

–Voy a exprimir la cartera de este imbécil. Le sacaré varios miles de francos, me divertiré, y, de paso, vengaré a Honorio.

El señor gordo, que no entendía el alemán, hizo una sonriente inclinación cuando Mignonne acabó de hablar.

Y agregó, creyendo corroborar las palabras de la muchacha:

–Sí, sí. La amo desde el primer momento en que la vi anoche. Ahora nos quedamos en Hendaya, pero quiero que emprendamos un viaje a Oriente.

Sylvia y Zambombo le felicitaron riendo. Felicitaron también a Mignonne.

El tren empezó a moverse, movido por seguir.

Entonces Mignonne, que se colgaba del brazo del señor gordo resignada, mas con cierta nostalgia -esa nostalgia que siente el perro cuando le impedimos correr hacia otro perro sujetándole de la cadena-, hizo portavoz con sus manos y les gritó a Zambombo y a Sylvia, todavía asomados:

–Und neus Leben blueht ans den Ruinen­

–¿Qué ha dicho? exclamó Zambombo, que se parecía al señor gordo en que tampoco entendía el alemán.

–Alude a lo que le ha sucedido en este viaje. Ha dicho: "¡Y sobre los escombros florece nueva vida!".

Zambombo quedó pensativo. Y lady Brums se dio "una mano" de rojoguinda a los labios.

Capítulo segundo

En París se ama igual que en Madrid

La "Maison Tao" y la violación por sorpresa

–¿Cuándo volveremos a amarnos? -preguntó Zambombo a Sylvia una tarde, bordeando el Arco del Triunfo.

–Hazme esa pregunta un día que no llueva -contestó lady Brums.

… … … … … … … … …

–¿Es que no quieres que sea feliz otra vez? -indagó Zambombo una mañana, al enfilar el auto la breve perspectiva de la calle de Rívoli.

–Hoy debuta de nuevo Josefina Baker -replicó Sylvia, que hojeaba un periódico.

… … … … … … … … …

–Sylvia… ¡Te suplico que consientas en recibirme de nuevo en tus brazos­ -pidió Zambombo cierta noche, en una mesa de "L'Enfer".

–Estos "cabarets" conservan siempre el mismo aire estúpido -observó Sylvia.

… … … … … … … … …

Merendaban en la "Maison Tao", entre una concurrencia selecta como una galleta "praliné" e insoportable como unos turistas recién casados.

La princesa Oblensky les sirvió sendas tazas de té, recordando acaso con melancolía los tiempos en que también se lo servía a sus amigas de la aristocracia rusa. Por lo demás, la diferencia de ahora a entonces no era muy grande. Entonces la princesa Oblensky vivía para servir el té; y ahora servía el té para vivir.

Zambombo intentaba una vez más averiguar cuándo se decidiría Sylvia a recibirle de nuevo en pyjama. Y Sylvia -encerrada en su abrigo de muselina multicolor, sobre el que fingía una mancha de tinta un gran clavel negro parecía muy interesada en escuchar el diálogo que sostenían dos damas instaladas en las proximidades.

–¿Por qué no me contestas?

–Estoy oyendo lo que dicen esas viejas grullas -respondió Sylvia precipitadamente.

Y Zambombo tuvo, por fuerza y para no hacer un papel desairado, que atender también a lo que decían "aquellas viejas grullas" (1).

Las cuales vestían con un lujo ruidoso de aeroplano que se precipita, en barrena, hacia la cursilería.

Una de ellas era blanca, empolvada y llena de curvas como las carreteras de Rumanía.

La otra, alta, delgada, frenéticamente delgada, se había despojado del sombrero y su melena larguísima caía sobre los hombros, lacia y flotante. De lejos y al ponerse de pie, la dama parecía una peluca colgada de un pararrayos.

Zambombo sólo oyó las últimas réplicas del diálogo:

"–¿Un amante, oficial de Aviación? ¡Qué vulgaridad! Si al menos hubiese sido soldado…

–¿Qué quieres? A falta de soldados, buenos son los oficiales…

–¿Y te quería mucho el oficial? ¿Era cariñoso? ¿Era amante?

–¡Ah, no! -suspiró la otra-. La costumbre es la peor enemiga del amor. El oficial no era amante precisamente porque era el amante oficial."

Cuando las "viejas grullas" se marcharon, Zambombo se dedicó a remover su té con la cucharilla.

La cucharilla tintineó en la taza.

El té se agitó.

Y los posos que estaban en el fondo, se trasladaron a la superficie.

Zambombo, entre tanto, meditaba.

Meditaba que en el corazón tenía mucha tristeza y que en el té tenía muy poco azúcar.

Y se apresuró a echar en la taza tres terrones más, a ver si así resolvía de un golpe las dos cuestiones.

Entonces la mano de lady Brums, que era larga, lívida, transparente, y en la que refulgían los diez ópalos de las diez uñas y un ónice de Siracusa montado sobre una llovizna de esmeraldas, avanzó por la mesita y se apoyó en el antebrazo derecho de Zambombo.

Zambombo alzó el rostro y vio a Sylvia sonreír. Y la oyó susurrar:

-¡Oh! Mont tout petit­… Que je t'aime¡ (2).

–Ya dudo de la sinceridad de tu amor, Sylvia -dijo Zambombo con una expresión grave.

–¿Por qué? ¿Porque no hemos vuelto a tener ninguna escena espasmódica, verdad? -inquirió ella, utilizando un símil farmacéutico.

–Sí. Por eso.

–Sigo adorándote. Sigue espoleándome tu ingenuidad provinciana. Estoy deseando que rodemos por la alfombra de mi alcoba en pleno vértigo, pero es preciso que tú inventes alguna estratagema original para violarme por sorpresa. Sabes que odio lo vulgar, que estoy enferma de extravagancia. Discurre algo extraordinario y me verás arder. Y una vez que yo arda, nos ser fácil asar el faisán del amor.

Sylvia cayó. Zambombo también. Las palabras de lady Brums crepitaban en sus oídos. Por encima de la multitud elegante que llenaba la "Maison Tao", por encima de las nubes perfumadas de tanto cigarrillo que se consumía en los labios de las mujeres, Zambombo veía volar, de un lado para otro, aquel "faisán del amor".

La princesa Oblensky, que a la sazón pasaba por allí, advirtió:

–Caballero, se le ha caído una pluma.

–¿Al faisán?…

Pero no era al faisán. Era a él.

Su estilográfica brillaba en la alfombra.

El suceso del barrio de Passy

¿Nuevo Fantomas?

Un hombre, vestido de negro, entra en un hotelito de Passy, viola a una señorita y se da a la fuga. La Policía, como de costumbre, no sabe nada.

Todos los periódicos de la mañana daban cuenta del suceso en términos parecidos al que Zambombo leía ávidamente, mientras el "torino" se moría de aburrimiento en una de las mesas del "hall" del "Hotel Crillon".

Cuando hubo acabado la lectura de la reseña que insertaba aquel periódico, Zambombo mandó comprar otro y luego otro, y después otro. Tragóse once relatos exactamente iguales del suceso y, al cabo, se lo sabía de memoria tan bien que hubiese podido recitarlo, como los muchachos recitan la Preceptiva literaria o el número de desastres domésticos que aguantó Job, aquel santo que tenía nombre de papel de fumar.

El suceso no era complicado:

en un hotelito del barrio de Passy -barrio tranquilo y clorofílico- vivía la familia Forel: monsieur Víctor Forel y madame Therése Forel, rentistas; mademoiselle Alice Forel, virgen hasta el día anterior; Medor, jardinero; Catherine y Louise, criadas; y "Tonnérre", perro de Terranova.

La noche pasada, la familia Forel se había acostado a las once, según costumbre, después de echar una partidita de faraón en la que talló el padre.

A la una y cuarto, Medor se despertó, porque oyó ladrar insistentemente a "Tonnérre". El jardinero se levantó, abrió una de las ventanas del piso bajo y gritó:

–Tais-toi, "Tonnérre"­…

Y el perro, que entendía el francés a la perfección, ante aquella frase, tan abundante en tés (Medor pronunció "tetu tonér"), se calló.

A las once de la mañana, en vista de que mademoiselle Alice Forel no salía de su cuarto, madame Therése Forel entró en él sin pedir permiso. Y encontró a su hija en el lecho durmiendo plácidamente, pero con un aspecto del mayor desorden.

–¡Han asesinado a mi hija!­ -aulló madame Forel, con ese prurito de exagerar las cosas que tienen las madres.

A los gritos, despertó mademoiselle Alice y subió al cuarto monsieur Víctor.

Y este emocionante diálogo se desarrolló entre los padres y la hija:

Mademoiselle Alice ("Echándose a llorar y tapándose el rostro con las manos"). ¡Papá! ¡Mamá! (1).

Madame Forel ("Abrazando y besando a su hija").- Ma poupée chérie¡ (2).

Monsieur Forel.- Sapristi! Sapristi! (3).

Alice.- Mamá! Papá!… (4)

Madame Forel.- Mais… qua til pasée? (5).

Monsieur Forel ("Mostrando los desperfectos causados por el violador").- Voil … (6).

Alice.- Papá!… Mamá! (7).

Después, se explicó todo. A las once de la noche, un hombre vestido con un "maillot" negro había trepado por la fachada hasta el cuarto de Alice, y una vez allí había caído como un huno sobre la joven, violándola cuanto le fue posible.

–¿Por qué no gritaste? -dijo el padre indignado.

–Por no interrumpir vuestro sueño, papá -repuso con sencillez Alice.

–¡Pobrecita! -murmuró la madre-. ¡Se ha sacrificado por nosotros! Yo hubiera hecho lo mismo.

En cuanto al violador, no se sabía nada. La Policía registró los alrededores del hotel, sacó fotografías de la fachada y de algunas huellas dactilares que parecían existir en el marco de la ventana, lugar en donde se tenía la sospecha que había puesto las manos el delincuente.

Pero a nadie se le ocurrió buscar las huellas dactilares en los lindos senos de mademoiselle Alice. Y, sin embargo, era seguro que el delincuente había puesto las manos en ellos más que en el marco de la ventana para llevar a cabo su punible hazaña.

Sólo el juez de instrucción -monsieur Ventenac- tuvo un rasgo de poeta:

–Si nace alguien -declaró-, yo seré el padrino.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

No se había tragado Zambombo once relatos del suceso por afán de instruirse, ni llevado de una curiosidad morbosa, ni siquiera atraído por la extrañeza de que en París hubiese una muchacha que, horas antes, se conservase virgen.

Zambombo se tragó los once relatos pensando repetir con lady Sylvia todo lo que el "¿nuevo Fantomas?" había hecho con mademoiselle Alice, exceptuando -¡claro!- ciertos desperfectos que hubiera sido absurdo intentar en el organismo de lady Brums.

¿No exigía Sylvia, para entregarse otra vez, una estratagema original? Pues allí estaba la estratagema.

Y Zambombo apuró su "torino" pensando en que aquella noche treparía, vestido con "maillot" negro, por la fachada del "Hotel Crillon" hasta las ventanas de lady Brums.

Dieciocho metros de altura.

Aburrimiento trashumante

Compró el "maillot" bastante barato. Le dijeron:

— ¿Lo quiere usted corto, para playa, o largo, estilo Fantomas?

–Lo quiero largo, estilo Fantomas.

–Pues vea el señor… Tenemos un surtido magnífico y de calidad inmejorable. Todos los ladrones de hoteles compran aquí su "maillot". El violador del barrio de Passy compró también aquí su "maillot" y ya habrá visto el señor por los periódicos el resultado excelente que le ha dado.

–Sí, sí…

Y se quedó con el primer "maillot" que le ofrecieron, pues los hombres rara vez discuten lo que se les ofrece, ni siquiera cuando lo ofrecido es una mujer.

A media tarde, Zambombo se puso al habla con dos individuos pertenecientes al personal de cocinas. Su proyecto era trepar por una de las fachadas laterales, que caían sobre un parterre, trazado exclusivamente para ser contemplado desde el cielo, a vista de Lindbergh.

Uno de los dos individuos del personal de cocinas que, entre fregoteo y fregoteo, escribía poesías clásicas, le dijo a Zambombo con aire sentimental y señalando hacia el parterre:

–De noche se pone divino y el perfume de las violetas sube a lo largo de la fachada.

–Pues bien -repuso Zambombo- hoy subiremos el perfume y yo.

Cerraron el trato rápidamente y cinco escalas de mano fueron empalmadas con cuerda y alambre. Quedaron citados para las doce de la noche en aquel mismo sitio.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Durante toda la tarde Zambombo y Sylvia se aburrieron juntos, encerrados en un "Hup" enorme que lady Brums había comprado tres días antes.

("110.0000 francos, con seis neumáticos distribuidos entre las ruedas y los soportes; dos manojos de rosas de Cannes en el búcaro y un "chauffeur" políglota ante el volante".)

Nunca el tedio había gravitado como aquella tarde sobre las sienes de Sylvia.

–¿Todavía no has imaginado una estratagema original para obtenerme? -le preguntó a Zambombo al enfocar la calle de la Paz.

–Todavía no -replicó él, gozando de antemano con la rabia concentrada y oculta que mordisqueaba a Sylvia.

…… …… …… …… ……

"Veinte minutos de parada, mientras Sylvia se distraía comprando unos perfumes".

…… …… …… …… ……

–¿Y cuándo piensas decidirte a pensar esa estratagema?

–Ya veremos. Cuando se me ocurra…

…… …… …… …… ……

"Media hora de espera, para aguardar a que lady Brums adquiriese unos libros".

…… …… …… …… ……

–En tu lugar un hombre enamorado habría inventado ya esa estratagema.

–Yo estoy enamoradísimo, pero me siento incapaz de inventar nada.

–Pues procura no jugar con mi ilusión, porque tengo poca paciencia.

…… …… …… …… ……

"Hora y cuarto de detención, hasta que Sylvia concluyó de elegir chucherías antiguas, recién fabricadas".

…… …… …… …… ……

–¡En fin! Te doy un plazo de seis días para que pienses esa estratagema. Pasados los seis días, si todo sigue igual, nos separaremos para siempre.

–Está bien.

. . . . . . . . . . . .

Y a las nueve y media cada cual abría la puerta de sus habitaciones en el "Crillon", y murmuraba:

–Descansa bien.

–Que descanses.

Fantomas a media noche

En un reloj de torre daban las doce.

¿Pero hay alguna torre en París provista de un reloj que dé la hora?

Yo no recuerdo haber oído nunca dar las horas en ningún reloj de ninguna torre de París.

Las agujas de muchísimos relojes se habían colocado de esta forma:

(En el original en tinta, aparece un reloj cuyas agujas marcan las doce en punto).

Y los relojes que no habían colocado sus agujas en esta forma era porque estaban atrasados.

Zambombo bajó al parque con toda clase de precauciones. Temía un tropiezo, porque si siempre le es difícil a un hombre explicar su presencia nocturna en los pasillos de un "palace" internacional, le es mucho más difícil explicarla cuando va vestido con un "maillot" negro de Fantomas y lleva en la mano una ganzúa-maestra, una linterna eléctrica y un "tomawah" (1) de cuero relleno de perdigones.

Felizmente Zambombo llegó al parque sin sufrir contratiempos y sin tener necesidad de alumbrarse con la linterna eléctrica (como suele ocurrir en las novelas), porque en los grandes hoteles, las luces de los pasillos no se apagan en toda la noche. Donde sí apagan las luces por las noches es en las casas de huéspedes y en las posadas de la provincia de Soria.

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