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Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Al llegar al parterre, Zambombo tropezó con un bulto: uno de sus cómplices -el poeta clásico-, el cual le dijo guiándole:

–Por aquí.

Zambombo no tardó en hallarse en el lugar donde las escalas empalmadas tocaban en el suelo. Allí estaba el otro cómplice, que -detalle biográfico- había nacido en Lyón. Este hombre sujetó con fuerza la escalera, y volviéndose hacia Zambombo le invitó lacónicamente:

–Suba (2).

Y Zambombo se dijo con decisión:

–Subamos (3).

La esbelta silueta de Zambombo, más esbelta dentro del "maillot" negro que dentro de un traje de calle gris, trepó ágilmente los cincuenta primeros peldaños. Hizo un descanso y trepó treinta y cinco más. Parecía un Fantomas auténtico. Entonces se le cayó la linterna eléctrica.

-¡Eh! ¡La linterna! -gritó lo más bajo que pudo.

-¡Allá va! -le dijeron.

Y los cómplices le devolvieron la linterna a Zambombo, dándole con ella en el ojo derecho.

Volvieron a tirársela y aquella vez le acertaron plenamente en el ojo izquierdo. Zambombo les rogó que no la tiraran más, puesto que ya no tenía más ojos, y continuó subiendo. Estaba casi en el extremo de la última escala y aún le faltaba un piso para llegar al de Sylvia.

Los cómplices sujetaban con todas sus energías la larguísima sinfonía de peldaños, pero no fueron lo bastante fuertes para impedir que el armatoste comenzara a balancearse, con una oscilación progresivamente creciente.

Zambombo, que tan pronto chocaba con la fachada del Hotel, como se sentía separado de ella y rozando el ramaje de los árboles, advirtió con brevedad espartana:

–­¡Cuidado!

Los cómplices luchaban bravamente para evitar una catástrofe que en su fuero interno sentían cada vez más próxima, mas no era empresa demasiado fácil. La triple escala continuaba cimbreándose, a pesar de sus esfuerzos, porque…

"¿cómo las aguas del lago, de donde emerge, le pueden impedir al lirio que se balancee?…"

¡Acertado lirismo!

Zambombo, encaramado en el extremo de aquella doble pértiga, que ya iba cobrando vigor y empuje de catapulta, volvió a gritar con menor brevedad espartana que antes:

–­¡Cuidado, que me estrello!

Y al acabar su frase la catapulta había adquirido tan irresistible potencia, que Zambombo se sintió desprendido de ella y proyectado como una piedra contra la fachada lateral del "Hotel Crillon".

Por fortuna, en el mismo punto matemático donde el cuerpo de Zambombo debía chocar con la pared, los arquitectos habían colocado uno de los infinitos ventanales del edificio; y el amante de lady Brums entró por aquel ventanal en las habitaciones número 183, ocupada por el actor cinematográfico Conrad West, americano del Estado de Ohio.

("Este caballero -ya cincuentón- se había visto obligado a abandonar Hollywood, la ciudad del cine. Los años, al relegarle a los papeles de "característico", le hicieron fracasar ruidosamente, porque Conrad ignoraba los secretos de la caracterización".)

("De Conrad West podía decirse que era un actor que se caracterizaba por lo mal que se caracterizaba.")

Aquella noche, Conrad leía una novela, y vio su lectura interrumpida por la apoteósica entrada de Zambombo.

Conrad debió extrañarse. Pero un americano del Estado de Ohio no se extraña así como así. Observó cómo Zambombo-Fantomas rodaba por el suelo, cómo se levantaba, cómo recogía el "tomawah" y la ganzúa-maestra que se le habían escapado de las manos, y señalando la puerta con un gesto sencillo, murmuró:

–La salida al pasillo es por ahí.

Y volvió a hundirse en la lectura de su novela.

Zambombo susurró algunas excusas y salió al pasillo por donde le había indicado Conrad West.

Trepó al piso superior, recorrió dos pasillos y empujó una puerta, igual a las demás, en cuya placa de cobre se leía el número 229

Ante sí se extendía la perspectiva de las cuatro habitaciones ocupadas por lady Brums.

Las cuatro habitaciones estaban saturadas de perfumes de "lirios tumefactos". Y del cuarto de baño -situado al fondo, en último término- venían unas densas nubes de vapor de agua perfumado de "adelfas encarnadas" (especial para fricciones).

Zambombo se detuvo un momento a aspirar aquellas emanaciones tan familiares. Luego avanzó en silencio hacia Sylvia, que se hallaba sentada en una banqueta, frente al espejo del tocador.

Y apenas Zambombo había avanzado cinco pasos, cuando lady Brums vio reflejada en el espejo la imagen de aquel Fantomas, que venía a atacarle por la espalda; y lady Brums ahogó un grito, se apoderó rápidamente de un revólver pulimentado que yacía al alcance de su mano, se volvió y le descerrajó dos tiros a Zambombo.

Y Zambombo se derrumbó un metro setenta y cinco. Es decir: se derrumbó todo lo largo que era.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pero las balas no habían tocado a Zambombo. La primera había huido por una ventana abierta; la segunda había roto un jarrón, que se erguía en una ménsula da palo-santo, y aquel jarrón, cayendo sobre su cráneo, fue el que conmocionó literamente a Fantomas.

("Véase todo esto atentamente en el plano adjunto".)

(En este plano se ven cuatro habitaciones:

-"Saloncito", con el comentario siguiente del autor bajo el nombre del cuarto: "En esta habitación no ocurrió nada de particular".

En él se halla la "Puerta del pasillo por donde entró Zambombo" y, trazado por medio de circulitos, el "Recorrido de Zambombo al entrar", que va desde el pasillo hasta la habitación del fondo anexa al "Saloncito", y que es la "Alcoba", donde se señalan los siguientes puntos: "Lugar desde donde disparó Sylvia";

-"Trayectoria de la 1a bala"; "Trayectoria de la 2a bala"; "Lugar donde estaba el jarrón", y "Lugar donde cayó Zambombo". Tanto el "Saloncito" como la "Alcoba" tienen "Ventanales" a la calle.

-"Budoir", a la derecha del saloncito, y señalado con el comentario: "En esta habitación no ocurrió nada de particular".

-"Cuarto de baño", habitación anexa al "Budoir" por un lado (al fondo), y a la "Alcoba" por otro (que está a su izquierda). El comentario escrito por el autor en el lugar ocupado en el plano por esta habitación es: "En esta habitación no ocurrió nada de particular". Tanto el "Budoir" como el "Cuarto de baño" tienen también "Ventanales").

Y cuando Zambombo volvió en sí, encontró desmayada a Sylvia. ("Los hombres y las mujeres no suelen ponerse de acuerdo para desmayarse".)

–¡Menudo éxito! -se dijo para su "maillot" el asaltante-. El terror la ha desmayado, porque me ha creído un Fantomas de veras.

Y añadió haciendo una transición:

–Pero si me descuido me mete dos balas en la tercera circunvolución frontal.

Efectivamente, el terror había desmayado a lady Brums; cuando abrió de nuevo los ojos intentó seguir disparando contra aquel hombre misterioso, y para éste fue una verdadera suerte el haberse guardado en el bolsillo unos momentos antes el revólver.

En cambio, así que Zambombo se dio a conocer, lady Brums vaciló sobre sus pies y se paseó las manos por los ojos maravillada.

–¡Tú! -dijo-. ¡Tú has sido capaz de inventar una cosa así!…

–Yo, Sylvia -replicó él con el laconismo propio de los héroes numantinos.

Y -como en aquel tiempo en que diese el primer salto mortal subiéndose en la mesa de su despacho (acero con incrustaciones de lapislázuli) Zambombo vio venir hacia él a una Sylvia transfigurada por la pasión.

–¡Amor mío!

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Con arreglo al programa que la misma Sylvia anunciase para el caso de que a Zambombo se le ocurriera una estratagema original, los enamorados "rodaron por la alfombra".

Y ambos vieron "asarse el faisán del amor".

Días de amor y de fatiga

Nueve días tenían que transcurrir antes de que Sylvia volviera a acariciar con sus zapatitos el "parquet" de los pasillos del "Hotel Crillon".

Nueve días, en que ese niño depravado que se llama Cupido, disparó más flechas que los persas en las Termópilas y que Guillermo Tell durante sus ensayos a espaldas de Gessler.

Nueve días, por fin, que Sylvia y Zambombo aprovecharon sin salir de las habitaciones número 229 de esta manera:

Día 12.- Amor delirante.

Día 13.- Amor delirante y desayuno.

Día 14.- Amor delirante, desayuno y aperitivo.

Día 15.- Amor delirante, desayuno, aperitivo y almuerzo.

Día 16.- Amor delirante, desayuno, aperitivo, almuerzo y té de las cinco.

Día 17.- Amor delirante, desayuno, aperitivo, almuerzo, té de las cinco y merienda.

Día 18.- Amor delirante, desayuno, aperitivo, almuerzo, té de las cinco, merienda y comida.

Día 19.- Amor delirante, desayuno, aperitivo, almuerzo, té de las cinco, merienda, comida y tentempié de madrugada.

Día 20.- Todo menos amor delirante.

Al cabo de los nueve días, el viento del amor había cedido mucho en el anemómetro del corazón de Sylvia.

Sin embargo, todavía deambularon por París, paseando su idilio; y como los idilios son paisajes que tienen por fondo las paredes del estómago, Sylvia y Zambombo recorrían los "restaurants" elegantes ansiando mayor horizonte para sus ojos enamorados y haciendo oposiciones a la hiperclorhidria.

El "Café de París"… El "Pré Gatelan"… Los pabellones del "Bois".

Y frente a las fuentes de langosta "Termidor" o de filetes de "soles de Normandie", Zambombo y Sylvia murmuraban del público que les rodeaba o se dirigían palabras de amor; eternas palabras de amor.

(¡Oh, Dios mío!. ¡Hace falta que la Humanidad sea muy bestia para que siga pronunciando hoy exactamente las mismas palabras que ya pronunciaba hace cuarenta siglos!)

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Por fin, a los diecisiete días justos de la aventura de Fantomas, Sylvia emitió una noche la palabra fatal:

–Me aburro -dijo.

Y Zambombo la miró espantado, porque sabía qué terrible explosivo es el aburrimiento cuando se halla en manos de una mujer como lady Brums.

Estaban en uno de los pabellones "sous bois" del "Chateau Madrid", en el momento de decir "me aburro", Sylvia desbrizaba con sus dientes nítidos un bocadito de "supréme de volaille".

Zambombo puso en prensa su imaginación. Dijo chistes -ajenos, naturalmente-, contó anécdotas de grandes hombres, explicó la fabricación de las cerillas, habló de ir al "Moulin", donde un mudo cantaba canciones de las trincheras, entonó una de estas canciones, imitó el "kikirikí" de la oveja, el "cu-cu" del gallo y el "béebée" del pato.

Y al cabo logró distraer a Sylvia.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pero tres días después lady Brums pronunció otra vez, de modo inapelable, la frase angustiosa:

–Me aburro.

Era media tarde y tomaban un "cock-tail", que sabía a perborato, "chez" Jean Michel Frank, mientras la orquesta tocaba un vals (1), mientras las modelos bajaban -luciendo las últimas novedades- por las escaleritas alfombradas de azul, que partían del escenario, colocado al fondo.

Para ahuyentar el aburrimiento de Sylvia, Zambombo elogió calurosamente su vestido, en "crépe georgettes", creado en un momento de idiotez de Hermann.

–Me aburro.

Zambombo se apresuró entonces a encauzar la atención de la dama hacia las modelos que andaban pavoneándose, como los pingüinos de la isla de la Amistad.

–Mira… Modelos de Beer… "Taffetas", crespones, muselinas… Abrigos de seda y lana… Tules, "moirées", "chiffons perlées". Modelos de Callot… Faldas en picos, escotes diagonales… "Tussines", "crépes" de China, "tussakashas"… Modelos de Caret… Encajes de seda, "marquisettes", "lamés"… "Reps" de seda de Bianchini… (2).

Fue la primera vez que Zambombo pensó seriamente en el suicidio con ácido sulfúrico (SO4 H2).

Se marcharon.

Y en el auto, desmayándose sobre el adamasquinado del respaldo,

Sylvia dijo:

–Nuestro amor va a morir.

–En la Naturaleza nada muere ni nada nace -declaró Zambombo con aire científico.

–Nuestro amor va a morir -insistió ella- si no le ponemos inyecciones de amenidad. Este París que vivimos no es París. Trasladémonos al otro París, al de las gentes fuera de la ley, al de los bajos fondos…

–Estoy dispuesto a que nos hagamos bajofondistas -replicó Zambombo-. Pero yo no tengo idea de dónde se puede encontrar eso en París.

–Yo, sí -murmuró lady Brums, entornando los párpados, quizá bajo el peso de recuerdos inconfesables-. Yo te guiaré. Será para mí un placer abrirte los ojos a ese encanallamiento. En otra ocasión te dije que era una mujer excepcional, una heroína de novela… Si yo pudiera amar como una mujer burguesa, me avergonzaría de mí misma.

–¿Entonces?

–Entonces esta noche iremos a mezclarnos con las gentes de los bajos fondos…

Y aquella noche, a las once, al meterse en el auto, Sylvia le ordenó al "chauffeur":

–Boulevard Rochechouart, lo más cerca posible de la rue Belhomme.

Y ahora el autor habla de apaches y de pieles-rojas

"Y ahora el autor, al trasladar a sus lectores a los bajos fondos de París -cosa que no puede dejar de suceder en ninguna novela de amor medianamente honorable-, quería pintar de mano maestra las costumbres de los apaches.

Mas, por desgracia, el autor gusta de ceñirse a la Realidad, como si la Realidad y él estuviesen bailando un "schotissch", y la Realidad es que en París ya no quedan apaches. Los apaches parisienses y los pieles rojas norteamericanos son dos razas por todo extremo interesantes, que el alcohol y el miedo al ridículo han hecho desaparecer del planeta.

A unos y a otros se les ha sacado tanto jugo literariamente, se les ha exprimido en las cuartillas con tanta frecuencia, que han acabado por despachurrarse del todo. Y los pocos que quedan están a sueldo de las compañías cinematográficas.

Da asco.

Además, los pobres apaches y los pobres indios (tan fuertemente unidos, que ha habido apaches indios y ha habido indios "apaches") comprendiendo a principios de siglo que el humorismo iba a invadir la literatura, limpiándola de simpleza -porque el humorismo es el zotal de la literatura-, comenzaron a suicidarse en masa al sospechar que un denso ridículo había de envolverles.

Únase a esto su afición desmedida por el alcohol, que tanto debilita y que tan divinamente disuelve la nicotina, y se tendrá explicado con claridad por qué ya no hay pieles-rojas en Norteamérica y por qué ya no hay apaches en París."

"Un lector".- ¿Pero es que en París no hay entonces bajos fondos, gentes del hampa?

–Sí. Gentes del hampa sigue habiendo… Mujeres públicas de baja estofa, chulos…

"Un lector".- Eso, eso, chulos.. Lo que en París se llama "souteneurs"…

–Al chulo en París se le llama "marlou".

"Un lector".- ¿"Marlou"? Eso no es francés.

–No, señor; eso es argot.

"Un lector".- Entonces las gentes del hampa que usted va a presentarnos, ¿hablarán en argot?

–Sí: claro… En argot. No van a hablar en esperanto

"Un lector".- ¡Huy, qué bien, qué bien, qué bien! ¡Interesantísimo! ­Con las ganas que yo tengo de oír hablar en argot…

–A lo mejor no va usted a enterarse de nada…

"Un lector" (indignado).- ¿Cómo que no voy a enterarme de nada? ¿Por quién me ha tomado usted? ¿Es que se cree que vengo del pueblo?

–Basta, basta, no se indigne… Voy a llevarle a los bajos fondos de París. Trasladémonos a los bulevares exteriores.

"El auto en que van el lector y el autor".- ¡Paf! ¡Paf!
¡Paf!…

En los bajos fondos de París

El "Hup" de lady Brums se detuvo, con la misma dulzura que el sol cuando Josué tuvo la humorada de detenerlo (1).

Zambombo saltó a tierra, introdujo en el coche su brazo derecho doblado para que Sylvia lo utilizara a guisa de barandilla, y la sacó del coche con un pequeño esfuerzo muscular.

Lady Brums sumergía su cuerpo emocionante en una "toilette" blanca, cortada en "dentelle-cirée", y envolvía sus cabellos, ondulados como el Mar Caribe, en un cintillo de diamantes machacados con esmeraldas; en la liga de su pierna izquierda centelleaba un rubí cairota.

La parafina daba a la piel de su rostro una quietud estatuaria, y en él se advertían el incendio de los labios y las tinieblas aterradoras de los ojos. Su brazo diestro, que accionaba en la noche, era mórbido y tierno, como un brazo de mujer hermosa.

–¿Hemos llegado?

–Ven por aquí -susurró Sylvia.

Y volviéndose al "chauffeur", que miraba discretamente una nube:

–Vete a acostar.

–¿Se va a ir a dormir el "chauffeur"? -interrogó Zambombo, que había estado pensando en los "biceps" del mecánico para el caso de que surgiese un conflicto entre la gentuza de los bajos fondos.

Sylvia no contestó, pero el "chauffeur" desaparecía ya "boulevard" abajo, tocando el claxon sin necesidad, puesto que el "boulevard" aparecía desierto.

Con lo cual Zambombo notó que su valor disminuía notablemente, como si se lo estuviese sorbiendo alguien con una pajita de tomar helado.

Lady Brums se apoyó en su antebrazo y le obligó, merced a una suave presión, a avanzar por la acera y a torcer luego hacia la derecha. En seguida ordenó:

–Entremos.

Y Zambombo se estremeció de pies a cabeza.

Porque la palabra "entremos" es insignificante cuando se pronuncia, por ejemplo, delante de una frutería; pero cuando se pronuncia -como ocurría entonces- delante de una taberna indecente, situada en París, en el "boulevard" Rochechouart y junto a la "rue" Belhomme, entonces esa palabra es profundamente estremecedora.

Y más estremecedora todavía para un hombre que viste un "frac" admirable (confeccionado por Wilkins, Parr and Company, Londres) y que acompaña a una mujer ataviada con una deslumbrante "toilette" blanca en "dentellecirée" (creación única de Martial Armand, París).

Sin embargo, Zambombo tuvo el valor -el suficiente valor- de dar un paso hacia adelante; y al abrir la puerta se quedó con el picaporte en la mano.

Aquel primer síntoma no podía ser más tenebroso. Y Zambombo pensó:

–Ahí dentro nuestras vidas van a estar tan inseguras como el picaporte.

Un olor a tabaco, a perfumes pobres y a hemoglobina agitada saturó a los visitantes. Zambombo fingió un picor para taparse la nariz con los guantes. Pero Sylvia, que tenía el veneno de la aventura infiltrado en su hígado, aspiró deliciosamente aquellas emanaciones, exclamando:

–¡Oh! Esto es mil veces preferible al Elíseo…

El "bistró" era un salón provisto de cuatro paredes, techo y suelo. Un escenario del tamaño de una caja de vaselina se alzaba en el foro. En el escenario, una cupletista, que de lejos parecía una mujer, imitaba con mucha fortuna ese berrido que emite cuando canta el leopardo; a dos metros de ella, un hombre, con cara de ladrillo, pegaba puñetazos en cierta cosa de color café que resultó ser un piano.

Cerca del escenario había un mostrador y seis telas de araña, y el resto del salón lo llenaba una veintena de mesas ocupadas por un público que -no se sabía por qué extrañas circunstancias- cuando se levantaba, andaba en dos pies. Los hombres vestían de un modo harapiento y las mujeres tenían tan arrugadas sus batas de tonalidades agrias, que se comprendía la infinidad de veces que se las ponían y se las quitaban al cabo de la noche.

En las paredes había pegados catorce anuncios de bebidas y cuatro trozos de plátano.

Sesenta lámparas se distribuían de esta manera: una en el techo y cincuenta y nueve en el delantal del encargado del mostrador.

Al aparecer Sylvia y Zambombo en la puerta, un individuo de pelo rojo y ojos de gorila vociferaba una canción a propósito para mujeres:

Enfin te v'la, petite salope­

Tu m'fais poirotter depuis minuit.

Rouspette pas, sinon t'écope,

Tu viens de vadrouiller, sale outil.

Défringue -toi, passe- moi la galette,

T'as du faire des michés sérieux,

Tu voudrais pas t'offrir matte,

Rien que pour l.amour de tes beaux yeux.

–¿Qué canta ése? -preguntó Zambombo.

–Es una admirable canción que cantan los chulos de París -repuso Sylvia paseando sus miradas sobre la multitud del "bistró"-, y en ella el "marlou" pide el dinero ganado durante la noche a su coima.

–Edificantísimo -aprobó Zamb.

El de los ojos de gorila continuaba:

Eh bien! que t'as faire la gueule:

Tu m'connais, faut pas m…. en… nuyer.

Si tu prends tes airs de bégueule,

Gare ta peau, je te vas tomber.

Y al llegar allí el chulo se calló; sonó un silbido estrepitoso, como el que lanzan las locomotoras 250 metros antes de los túneles y como los que lanzan las personas educadas cuando no les gusta una comedia: Sylvia y Zambombo acababan de ser descubiertos.

–¡Nos han visto! -pensó Zamb con el frío del Polo en el alma.

Todas las conversaciones habían cesado. Sólo la cupletista, que de lejos parecía una mujer, seguía abriendo la boca en el escenario. Los concurrentes miraban con fuerza de poste a Sylvia y a su amigo. El encargado del mostrador cogió un sifón, subió al escenario y le dio un golpe en la nuca a la cupletista para que se callara.

Luego gritó amablemente, dirigiéndose a los nuevos parroquianos:

–Pasen. Pasen los señores.

Sylvia, con ese valor enorme que tienen las mujeres y algunos sellos de Correos, avanzó por entre las mesas.

A Zambombo le recordó el paso de los israelitas por el Mar Rojo y el paso de la princesa Lamballe por las calles de París camino de la "guillotina".

Además, el miedo, más intenso que nunca, se le arrolló a la garganta igual que una "écharpe". Tenía ahora la seguridad de que ni él ni Sylvia iban a salir vivos de allí. Barajó, vertiginosamente, algunas soluciones y, por fin, una de ellas le pareció no sólo aceptable, sino excelentísima.

–Me haré el valiente -se dijo-. Pero me lo haré de una forma tan extraordinaria, tan sorprendente, tan imprevista, tan extremada, que nadie se atreva a darme la réplica en el mismo terreno.

Y apretando las mandíbulas como si le dolieran todos los huesos de la boca, cerró la puerta de un trompazo y siguió a lady Brums.

Así adelantaron ambos cuatro o seis metros.

Uno de los concurrentes, cuyo semblante promovía la duda de si habría asesinado a su padre o a su madre o a los dos juntos, después de dejar resbalar sus miradas todo lo largo y lo ancho de Syvia, miró a Zambombo y le dirigió este razonamiento frívolo:

–Si las mujeres se ganasen a puñaladas, usted no tendría la suya mucho tiempo.

Zambombo notó un brusco peso en el estómago, algo así como si se hubiera tragado inadvertidamente una máquina trilladora; pero haciendo un violento esfuerzo sobre su sistema nervioso consiguió reaccionar. Sonrió dulcemente, se inclinó hacia el individuo y replicó, mientras le acariciaba la barbilla con un guante:

–Y si yo no fuese de la Sociedad Protectora de Animales, ahora mismo le sacaría a usted los dos ojos con un imán.

El apache (?) le miró aterrado. Todos los apaches (¿?) le miraron aterrados. Desde aquel momento, Zambombo vio, más claro que nunca, que la salvación dependía del grado de frialdad de su sangre. Y decidió que de allí en adelante su sangre sería crema de mantecado teñida de rojo.

–Sylvia, aquí hay sitio -anunció parándose ante una mesa ocupada por cuatro tipos siniestros de grandes bigotes alpinistas (2).

La misma Sylvia le habló, con sorpresa:

–Pero si la mesa está ocupada…

–¡Bah! Eso me importa un garbanzo. Verás tú cómo estos señores se levantan en seguida…

Y sacando un encendedor automático, guarnecido de piel de murciélago, prendió fuego a los bigotes de los cuatro hombres, que se levantaron de un brinco entre juramentos feroces. Zambombo les apagó los bigotes, tirándoles a la cara el contenido de unos vasos de "whisky" que acababan de servirles a otros parroquianos.

Y exclamó, dirigiéndose al del mostrador:

–Traiga dos verdes (3).

Mientras les servían lo pedido, Zambombo pensó que la inactividad le haría perder terreno; así es que subió al escenario, le propinó catorce bofetadas a la cupletista y le gritó:

–¡Canta hasta el amanecer, o mueres, piltrafa del cuplé!

Y la cupletista reanudó los berridos que emite, cuando canta, el leopardo.

De regreso a su mesa, Zamb cogió por el brazo a una muchacha que tomaba absintio en compañía de su amante, le abrió la boca, y le inspeccionó la dentadura y le advirtió:

–Tienes veinticinco años.

Luego volcó los absintios por su escote, friccionándola enérgicamente los senos; puso a la joven cabeza abajo, le arrancó los tacones de los zapatos y la metió dentro del piano. A continuación se dirigió al hombre que acompañaba a la golfilla, y explicó:

–No hago lo mismo con usted, porque nunca me ha gustado amaestrar pulgas.

En seguida volvió al lado de Sylvia, se tomó su verde de un golpe y proyectó el vaso contra un espejo, el cual se rompió en cien pedazos. Recogió los pedacitos, grabó en cada uno de ellos un número con la ayuda de uno de los diamantes de su pechera y recorrió las mesas, dejando en todas un pedazo de cristal y aconsejando a los parroquianos que las ocupaban:

–Guárdenlo hasta luego, que a las doce voy a rifar el bisoñé del dueño.

La concurrencia, atemorizada y queriendo hacerse agradable a Zambombo, aplaudió con entusiasmo aquel rastro de ingenio, que también hubiera aplaudido Pagés.

El proceder de Zamb tenía maravillada y muda de sorpresa a Sylvia. En lo hondo de su cerebro rebullía la idea de que su amante hacía todo aquello por distraerla a ella y, tácitamente, le prometía una esplendorosa noche de amor.

Eran las once y media, y había que sostener la solidez del frente de batalla treinta minutos más. Aunque notaba que se le iba agotando la provisión de fantasía, Zambombo determinó llegar hasta el fin.

La hazaña siguiente consistió en despegar todos los anuncios de las paredes, hacer con ellos un montón y prenderlo fuego sobre el teclado del piano, al tiempo que decía al pianista:

–Si dejas de tocar, te pongo un lacito en cada pulmón.

Luego subió al escenario, arrancó un trozo de su decoración de "selva impenetrable" y fabricó con él un turbante. Buscó entre la concurrencia al apache del pelo rojo y de los ojos de gorila, le puso el turbante, se lo coló hasta los hombros y le manifestó:

–Tú eres Abd-el-Krim y yo soy el ejército de España.

Y le dio un silletazo en la cabeza a Abd-el-Krim, que le pulverizó el turbante y un parietal.

El apache tuvo un instante de rebelión; pero sólo fue un instante. Zambombo le dominó con un gesto, le llevó, cogido de una oreja, a la mesa de Sylvia y le ordenó:

–A ver. Concluye la canción que entonabas cuando nosotros entrábamos. Milady quiere oírte.

Y el apache cantó, sin pizca de convicción:

A la bonne heure, tu t'déshabilles.

T'es bath, va, je te gobe mon trog non.

C'est cor toi qu'es la plus gentille,

Aboule un peu ce beau pognon.

Quarante ronds¡ mais tu te fous d'ma fiole.

Tu t'as fait poser un lapin?

Réponds donc, bote a… rougeole?

Tu t.auras offert un béguin?

Tu sais, nini, faut pas me la faire,

Moi je suis pas comme mon p'tit frangin,

Tu te payeras pas ma cafetiére,

J'veus pas d'une feignante qui foutrien.

El apache se detuvo.

–¿Has acabado? -interrogó Zambombo.

–Es que me canso.

–¿Que te cansas? ¡Sigue hasta el fin o te machaco ahora mismo la caja torácica!…

Lady Brums intervino:

–¡Por Dios, Zamb! No maltrates a este pobre apache.

–¡Que siga o le rajo de norte a sur! -chilló Zambombo, que había llegado un momento en que creía ser valiente de verdad.

Y el apache siguió, con una expresión perruna en los ojos:

Mais réponds-moi, donc, sale punaise¡

Ah­ chiale pas ou je te créve la peau,

A qui que t'as repassé cette belle braise?

Tiens… mais réponds-moi donc, chameau¡

Réponds-moi? t'entends o jet'essomme,

Alphonse­ je t'en prie écoute moi.

Tu mas couché; tu sais petit homme

Jevas te dire, le fin mot du pour qui.

Se veía que el apache tenía ya la laringe hecha cisco, pero Zambombo se sentía irreductible y el pobre diablo concluyó, haciendo esfuerzos heroicos:

Jeai carré dans mon faux derriére.

Deux cigs que je voulais envoyer

A ma pauvre vieille grenouille de mére,

Qu'est plus capable de turbiner.

Attends un peu que je retire ma robe,

Ne impatiente pas, je vas te les refiler;

Tu vois, mon cheri, si je te gobe¡

–Et ta mére? -¡Oh, a peut crever!

–Ya ha terminado -advirtió Sylvia-. La canción concluye ahí.

–Entonces, este imbécil no me sirve ya para nada.

Y dándole un cachete en la nariz, tiró al apache de espaldas con silla y todo.

Las doce. Zambombo se dirigió hacia el dueño del "bistró" como una fiera, le arrancó el bisoñé y lo rifó entre el público. Resultó agraciado uno de los apaches más feos, y cuando el agraciado avanzó con el pedazo de cristal que indicaba el número premiado en la mano, Zambombo pidió una navaja y un frasco de goma, le afeitó la cabeza al apache y le pegó con goma el bisoñé.

Luego lanzó un viva a Francia y otro a Checoeslovaquia.

Después se acercó a Sylvia.

–¿Te diviertes? -la dijo.

–¡Sí! Vámonos, amor mío -repuso lady Brums con entusiasta vehemencia-. Vámonos al hotel. Eres divino. Quiero amarte hoy como nunca…

–Aguarda, Sylvi (4). Antes hemos de oír, por ellos mismos, algún trozo de la vida de los apaches.

Y dando dos palmadas reunió a tres o cuatro de los que se hallaban más próximos.

–Llamad al camarero y pedid lo que queráis.

Uno de aquellos individuos, que iba acompañado de su hembra -rubia, bizca, de boca sangrienta y ojos de puente levadizo-, exclamó, dirigiéndose al mostrador:

–"Eh! Loupia­ donne nous des beefteks, et des beefteks larges comme des fesses, tu entends? Avec une chée de haricots autour et du Poivi a dix: c'est Monsieur qui arrose!…"

Y señaló a Zambombo al concluir.

En aquel punto, la hembra del apache se levantó para volver en seguida con otra más joven y de aire tímido, que había permanecido sentada hasta entonces en un rincón. Era una busconcita de experiencia escasa, encontrada la noche anterior en el "boulevard" de la Chapelle por la lumia de la boca sangrienta.

El apache se alegró mucho de que se la presentasen.

–"Voil " -dijo- "qui va joliment faire la balle a ce paubre meme Julot, qui est puisar comme pas un et desire faire un pépin".

La hembra rubia pareció asombrarse y replicó:

–"Julot… Et sa Ninie?

–Sa Ninie­ elle a fini le jour meme quon la bouclée a Saint-Lago.

–Finie! Elle a donc raidit?…

–Ben oui­ Une sale affaire".

Sylvia escuchaba con atención malsana. Zambombo fingía un gran interés, aunque la verdad era que no comprendía media sílaba.

La coima oxigenada propuso a su amante:

–"Raconte un peu pour voir.

–Elle avait chigné" -habló el apache- "avec un gonse assez rupin, qui la mena dans un garno pour y passer la sorgue. Mince de galtouze, se dit Julot, qui les avait filée comme de juste: le meg a de l'oseille et la petiote a de la redresse. Demain il fera jour¡ Puis il partit se pieuter toud seul a sa piole".

El apache se bebió un vaso del "Poivi" pedido y continuó, secándose los labios con la boina:

–"Pendant que le zig était entrain de sorguer, aprés avoir mis au chaud, Ninie, qui étrait encore cuité, seétait levée et visitait doucétement ses baguenaudes pour lui lever son artiche; mais le type se garait: ses cliquettes etaient fines. Il reluqua la poníffe, se depieut et lui envoya un gnon d.attaque derriere la ciboulot; ensuite il lui prit le quiqui dans ses poignes et serra tellement que la lavette lui en sortit de la jargouint. Elle était presque comi la pauvre gonzesse­ Elle sentait le sapin… On la porta a Laribo, mais elle claqua en route et voil …

–Et le meg?

–Le meg eua la trouille et fit pastrato. Ses gambettes l.ont porté loin, s.l cavale encore…"

Al acabar la historia de Ninie, todos los concurrentes a la taberna lloraban a lágrima viva.

Zambombo, que no se había enterado de la historia, estaba asombradísimo.

–¿Qué les ocurre? -preguntó a Sylvia.

–Lloran -repuso lady Brums con poca elocuencia.

–"Alors" -dijo la rubia- "Jeulot cherche poulicke?

–Juste; la petiote que t'has menée fera le point.

–Elle na pas encore marné pour la broche…

–Quoiqu elle a fait alors?" -preguntó muy extrañado el apache.

–"Elle a turbiné pour elle et fait la gadoue.

–Faudra lui faile la leçon pour que elle fasse bien son bisenesse" -concluyó el hombre.

El encargado del mostrador se acercó entonces a Zambombo.

–¿No es usted francés, verdad, caballero? -le dijo.

–No; soy español, que es muy preferible -replicó Zamb, vuelto otra vez a su papel de valiente temerario.

–Pues cuando el señor regrese a España -murmuró amabilísimamente aquel hombre- hará bien diciéndole a todo el mundo que los apaches parisienses son los más sentimentales de Francia.

–Mandaré un comunicado, manifestándolo así, a los principales periódicos.

Y después de decir aquello, tiró un puñado de billetes al aire, ninguno de los cuales tuvo ocasión propicia para llegar al suelo, y le dirigió a Sylvia la única palabra francesa que podía manejar con soltura en aquellos lugares:

–"Filons¡"

Lady Brums se levantó con un temblor de senos, y ambos (los senos de lady Brums) avanzaron seguidos por Zambombo.

Los apaches, formados en dos filas, les dejaron paso, cantando "La Marsellesa", y el encargado del mostrador les abrió la puerta, inclinándose en ángulo recto.

Zambombo, para epilogar su actuación en la taberna, le echó en el cogote la ceniza de su cigarro.

Salieron.

En la calle, Zamb notó que sus nervios no hubieran aguantado la tensión aquella cinco minutos más. Pero lo disimuló de la mejor manera.

Y Sylvia, presa de una terrible fiebre, le suplicaba apremiante:

-¡Pronto! ¡Pronto, un taxi! ¡Cómo te voy a amar esta noche!… ¡Ah, ídolo mío, cómo te voy a amar!…

(La mujer desea siempre amarnos en los precisos momentos en que nosotros tenemos menos ganas de amarla…

… porque los ferrocarriles del amor funcionan con horarios distintos y no se cruzan a tiempo jamás.)

"Aforismo casi científico".

Y ahora, el lector y el autor tienen unas palabras por culpa de otras palabras

"El lector de antes".- ¿Sabe usted, y perdone, que en la historia esa que ha contado el apache hay algunas palabras que no he comprendido bien?…

–Vaya­ Ya le advertí al principio que…

"El lector de antes".- ¡No, no! Si entenderlo lo he entendido, porque domino por completo el francés; pero hay algunas palabrejas, que… yo…

–Veamos esas palabrejas. "Loupi" es lo mismo que "­Camarero"; "puissard" significa "desgraciado"; "sorgue" quiere decir "noche"; "galtouze" debe traducirse por "dinero"; "pietur" es "acostarse"… ¡En fin, verdaderamente, esta no es una escuela de idiomas, caballero! ¡Tiene gracia que los lectores se pasen la vida quejándose de que los literatos no escriben ciñéndose a la realidad, y luego, cuando se hace hablar en "argot" a unos apaches, que es algo perfectamente real, se encuentre uno con estas cosas!

"El lector de antes".- Bueno, hombre, bueno; no se incomode usted, que no vale la pena. Me resigno; esperaré a charlar con los apaches para conocer su "argot". Vamos… No sea usted fuguillas. ¿Quiere seguir la novela?

–Claro está que quiero ¡Qué remedio que seguir! Si no sigo no la acabaré nunca.

"El lector de antes" (aparte).¡Uf! Menos mal… ¡Vaya un genio que tiene!

Lo que era "rodar por la alfombra"

Desde el "boulevard" Rochechouart al "Hotel Crillon", Zambombo y Sylvia debían atravesar cuatro distritos (1) de París. Lo cual quiere decir que tuvieron que tomar un taxi.

Y en la obscuridad del taxi, la frase de lady Brums resonaba apremiante:

"¡Mi ídolo mío, cómo te voy a amar!"

Zambombo, todavía hiperestesiado por su emocionante actuación en el "bistró", no atendía demasiado a Sylvia y creía flotar entre nubes, como los aviones y los angelitos. Se preguntaba si era él mismo, en cuerpo y alma, el que había metido el corazón en un puño a los compañeros y compañeras de Julot. Poco a poco, a cada volteo de las ruedas, los nervios de Zamb se tranquilizaban y el sueño le barnizaba los párpados de negro de humo. Las palabras de Sylvia iban desvaneciéndose en el horizonte de su espíritu, y a la undécima vez que oyó el sustantivo "ídolo" vio, entre vapores acuosos, un ídolo polinesio, de cabeza pequeña, brazos esqueléticos y vientre abultado, y ya no vio más, porque se quedó dormido.

El taxi se detenía ante el "Hotel Crillon" cuando Zambombo pasó del sueño a la vigilia.

–¿Te dormías? -interrogó Sylvia con expresión homicida.

El amante protestó indignado:

–¡Dormirme! ¡Qué cosas tan absurdas se te ocurren! ¡Dormirme a tu lado!…

–¿Entonces?

–Es que cerraba los ojos para hundirme mejor en la delicia de sentirme amado por ti.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y Sylvia se lo creyó. Las mujeres se creen todo lo que halaga su vanidad. Por eso no pierden nunca la fe, y en cambio pierden los años, y cada uno que pasa, tienen tres menos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Penetraron directamente en las habitaciones número 229, aquellas habitaciones que ocupaba Sylvia y que tan saturadas estaban de "lirios tumefactos".

Zambombo se dejó caer en un diván "dupleix" (2) que se alzaba en un ángulo, incapaz de tenerse en pie sobre sus fémures.

Sylvia pasó al "boudoir", donde se la oyó ir de un lado para otro, llena de una actividad incomprensible.

Media hora más tarde volvía a salir, enfundada en un pyjama de calzón ceñido a los tobillos y blusa de satén negro, con franjas bordadas y forro de seda tornasolada "a la velutte". Se había retocado los ojos y la boca, perfumando sus cabellos con esencia de corilopsis, con la que bañó también el tenue difuminado de sus axilas y las ventanillas de la nariz y de las orejas; sus labios olían a plátano, en la mano traía un pebetero en forma de pagoda, que humeaba caprichosamente varios trozos de aloe.

Se inclinó sobre Zamb y le dijo, como siempre que preludiaba una escena de amor:

–"Mon gosse­…"

Zambombo contestó con un ronquido, que resonó en todo el edificio del Hotel como aullido de chacal en oquedad pirenaica. ("¡Qué bonito­")

Sylvia insistió, ya balbuciente, porque la miel del deseo inundaba sus fauces:

–"Mon gosse"… Escúchame, atiéndeme…

Zambombo emitió tres ronquidos más, chasqueó en sueños la lengua y dejó escapar un resoplido.

Y lady Brums, identificada con los modismos de los "bajos fondos", susurró, como una "marmite" del "boulevard" Montmartre hubiera susurrado a su "marlou":

–"Ecoute-moi… petit homme… Voil ma boite o ouvraprince¡…"

Y acaso Zambombo habría cometido la grosería de responder con un nuevo ronquido, si no hubiera sido porque Sylvia, inclinándose hacia él, puso junto a las mejillas del joven -abriéndose ligeramente el blusón del pyjama- uno de sus senos, redondo, blanco, elástico y sugestionante como una bola de billar.

(Despertador que recomendamos a las amas de casa por su eficacia sorprendente cuando se le aplica a un hombre normal.)

Zambombo despertó, agitado por dos curiosos fenómenos: uno, la falta absoluta de sueño; otro, el deseo imperioso de Sylvia. La tendió los brazos, como se tiende la ropa para que se seque; pero Sylvia dio un salto atrás.

–Espera, espera -susurró.

Y cogió de una mesita pigmea un "turdisch" aromático, lo encendió, lo empalmó en una larga boquilla de palo de clavel y aspiró tres o cuatro profundas bocanadas.

–¡Mi amor!

Después abandonó el diván unos instantes -"¡Oh, sólo unos instantes!"para volver con un vasito desbordante de un líquido ecuóreo.

–¿Qué es?

–"Une menthe a l'eau". Tomátela, amor mío. Esto te dará fuerzas…

A las cuatro de la mañana, Zambombo se había tomado seis vasos de menta con agua.

A las cuatro y media, Sylvia le preparó a Zambombo unas frutas escarchadas rociadas de éter.

A las cinco le obligó a tomarse un ponche.

A las cinco y cuarto, le traspasó la piel con una inyección de cafeína.

(Sylvia, por su parte, se había fumado dos cajas de "turdisch" aromáticos.)

Balance detallado de aquella noche de amor

Veinte cigarrillos "turdischs" aromáticos.

Seis vasos de menta con agua.

Cuatro píldoras "Peck" ("recomendadas por eminentes especialistas para combatir la debilidad".)

Cuarto de kilo de frutas escarchadas

Once gotas de éter.

Un ponche de seis yemas.

Dos ampollas de cafeína.

"Total logrado": Siete horas de amor entusiasta.

Amanecía. La "Caja" del amo seguía abierta.

Pero Zambombo se declaró definitivamente en suspensión de pagos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

–¡Quiero descansar, Sylvia! No puedo más -dijo tirándole un mordisco de rabia a un cojín.

–¿Quieres descansar? ¡Pobrecito mío, que quiere descansar!… -murmuró ella, con esa voz maternal que tienen las mujeres después de un largo combate de amor.

–Sí… Quiero descansar en paz…

–Ven, ven…

Pasó uno de los brazos de Zambombo sobre sus hombros, todavía desnudos, y abarcando la cintura del joven con las manos, le ayudó a ganar sus habitaciones particulares.

Una vez allí, le acostó tiernamente y le cinceló un último y hambriento beso de despedida.

–Adiós… Yo vendré a despertarte.

Al salir Sylvia, un "botones" del Hotel, vestido de verde jade, pretendió entregar un telegrama para el señor Pérez Seltz (don Elías).

–No es posible. El señor quiere descansar en paz -dijo lady Brums, llevándose a sus habitaciones el telegrama, y dejándose al "botones" en el pasillo.

El "botones", sonriente y ático, quedó inmóvil unos segundos.

–¡Ah! ¿De modo que el señor quiere descansar en paz? -exclamó-. Pues bien: yo haré que descanse en paz.

Y con una tiza que sacó del bolsillo, escribió en la puerta estas iniciales:

R. I. P.

(Descansa en paz.)

El marido

En su "boudoir", lady Brums leyó el telegrama. Decía así:

"¿Todavía no se ha hartado usted de Sylvia?

¡Me extraña! -Arencibia."

Era la primera noticia que Sylvia tenía de que su marido viviese. Pero no la sorprendió lo más mínimo; siempre supuso que del duelo "a muerte" entre Arencibia y Zambombo no había resultado nada irreparable. Rompió el telegrama y exclamó:

–¡Qué imbécil!

¿Se refería a Zambombo, a su marido o al oficial de Telégrafos que cursara el despacho?

Nunca pudo saberse.

El amor en crisis

Los entendidos en lapidaria no ignoran que es muy fácil confundir el diamante puro con el topacio blanco del Brasil, y aceptar un berilo tomándolo por una esmeralda (entre estos últimos no hay más diferencia que la diferencia que existe entre el óxido de hierro y el óxido de cromo).

El autor escribe las anteriores líneas, primero, para dar la sensación de una vasta cultura, obligación de todo novelista civilizado, y segundo, para llegar a la consecuencia -por comparación- de que es muy fácil también confundir el aburrimiento con el amor.

Equivocación en la que caía lady Brums frecuentemente.

Y así, tras unas pocas horas de sueño reposado, volvió a entrar en las habitaciones de Zambombo gruñendo:

–Zamb… "Me aburro".

Entonces Zambombo, desnudo como estaba, se tiró al suelo e imitó bastante aceptablemente algunos bailes de Tórtola Valencia.

Al acabar, oyó de labios de Sylvia:

–"Me aburro", Zamb…

Y Zamb sacó una docena de plumas del interior de un almohadón, se las colocó de punta en la cabeza y bailó la danza "phálica" (O ritual de Cogul).

Diez minutos después, la danza concluía y Sylvia suspiraba:

–"Me aburro"…

A lo cual, Zambombo contestó vistiéndose vertiginosamente, marchándose a la calle, dando un portazo al salir y vociferando:

–¡Ahí te quedas! ¡Que te diviertas!

Y agregando una frase que todos debemos reprocharle por su plebeyez indiscutible:

–¡Nos ha fastidiado esta estúpida!…

Almorzó en un "restaurant" pequeño y económico de la calle Monsieur le Prince; luego paseó por el bosque de Bolonia y se entretuvo en calcular mentalmente a qué número fantástico llegaría la multitud de analfabetos que traduce "Bois de Boulogne" por "Bosque de Bolonia".

Después bostezó.

Se sentó a meditar.

Los hombres que meditan están enamorados o no tienen dinero.

Zambombo estaba enamorado.

–Me he dado el gustazo -se dijo- de mandar al diablo a Sylvia… Bien ¿y qué? ¿Me siento feliz por ello? De ninguna manera. Me siento desgraciadísimo. Además, voy a ir a buscarla inmediatamente, porque no puedo vivir sin ella. ¿Por qué las mujeres pesarán tanto en uno? ¿Por qué?

Y se quedó mirando a un pajarito que atravesaba el cielo en vuelo planeado. Pero el pajarito no contestó a su pregunta. Nunca contestan a ninguna pregunta los pajaritos. Ni las adivinadoras del porvenir. Ni los alumnos de Derecho Procesal.

Zambombo siguió pensando.

Pensó que adoraba a Sylvia, que se estaba haciendo trizas el cerebro al buscar medios de divertirla, pero que, no obstante, la adoraba, y que aquel amor tenía, forzosamente, que acabar de muy mala manera. Y -latino al fin pensó que si lady Brums le engañaba con otro, la mataría.

Lady Brums estaba engañándole con otro en tales momentos.

Zambombo pudo comprobarlo al llegar al Hotel, puesto que vio al "botones" del uniforme verde jade salir, ufanándose de su suerte, de las habitaciones número 229.

Fue una escena espantosa de insultos franco-españoles.

–¡Infame! ¡Mala mujer! "Maetresse!"

Sylvia se puso un traje de tricot, "beige", adornado con amarillo "citrón".

–¡Sinvergüenza!­ "Poulichei!"

Sylvia se echó sobre las espaldas una capa azul marino, con forro del color de los adornos del traje.

–"Pierreusei!"

Sylvia se encasquetó un sombrerito de fieltro atopado, y le dijo:

–¿Me acompañas?

–¡¡No!

Sylvia se fue sin más comentarios. Ni siquiera habló de la influencia de León Tolstoi en la literatura rusa de principios del siglo XX.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Zambombo aguardó muchas horas el regreso de lady Brums, consumiendo una inverosímil cantidad de cigarrillos. Distribuyó cuidadosamente cuarenta y siete puntapiés entre los diversos muebles que la Dirección del Hotel había destinado para su uso, y logró romper dos banquetas, una librería, un arcón y el pie de una lámpara vertical. Continuó su trabajo de insultar a Sylvia. Pataleó. Rugió. Se comió un pedazo de cortina.

De madrugada, oyó un confuso rumor de voces en el pasillo. Asomóse discretamente y tuvo ocasión de ver cómo dos criados y el "maitre" metían a lady Brums en sus habitaciones; la llevaban en brazos y luchando contra el pedagógico afán de enseñar sus encantos de que venía poseída la dama.

Sylvia traía el vestido rasgado, la capa colocada a guisa de refajo, los zapatos en las manos, las medias haciendo el oficio de guantes y la cabeza cubierta con un bidón vacío de petróleo. De vez en cuando recitaba trozos de Moliére y de Ibsen.

Estaba total y majestuosamente borracha.

Los criados, el "maitre" y un "barman", que acudió con una taza de té lipton, se marcharon por fin, dejando acostada a Sylvia, y Zambombo se trasladó entonces a las habitaciones número 229, destilando ferocidad interviuvadora.

Pero su interviú fracasó. Sylvia dormía pétreamente, y una estalactita no habría hecho más caso de Zambombo que el que hizo ella de sus protestas y de sus denuestos.

–Mañana, cuando despiertes… -mugió el joven, blandiendo hacia Sylvia su puño crispado-. ¡Ah, mañana!

Y después de esto, se quedó más tranquilo.

Abrió un ventanal y se repechó sobre aquel jardín, desde el cual, cierta noche, había verificado la ascensión de la fachada, vestido de Fantomas.

–Efectivamente -según le dijeron entonces- el perfume de las violetas subía hasta allí.

Y Zambombo bebió a plenos pulmones el perfume de las violetas, que era limpio y optimista como un cuello recién planchado.

Suspiró. Volvió a suspirar.

El prefulgir de las estrellas le inclinó a creer que unas y otras se hacían guiños picarescos.

–¡Dios sabe si las estrellas no aman también -pensó- y si no sufren celos y traiciones!

Y luego de una pausa larga y profunda, Zamb se echó a llorar.

Por último, se quedó dormido, con el cráneo apoyado en el alféizar del ventanal y la nariz aplastada contra la mano izquierda.

El dolor tiene a veces estos curiosos epílogos.

Frases sin sentido

La luz del "film", blanca y brillante, de un nuevo día, despejó las oscuridades en que revoloteaban aquellos espíritus. Y la explicación fue tranquila en apariencia.

-¿Dónde estuviste anoche? -preguntó el hombre con la mirada fija en uno de los florones -azules- de la pared.

–En el "bistró" del boulevard Rochechouart -contó Sylvia, que sólo veía de Zambombo las espaldas.

–¿Qué hiciste?

–Canté y bailé delante de los apaches.

–¿Vestida?

–No.

Los hombros de Zambombo se estremecieron.

Hubo un silencio espesísimo; un silencio de salsa mayonesa.

–¿Por qué hiciste eso? -dijo con voz que jadeaba por ser firme.

–Me aburría.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Estuvieron cuatro horas mirándose con la hostilidad de dos enfermos del estómago que juegan una partida de ajedrez igualada.

Al cabo de las cuatro horas un movimiento imprevisto les hizo tropezar, y Sylvia le echó los brazos al cuello a Zambombo y Zambombo cerró sus manos sobre el talle de Sylvia. Lloraron juntos, como todos los amantes que se reconcilian y todas las cocineras que pelan cebollas. Más tarde, lady Brums se sentó, hecha un cucuruchito, en las rodillas de Zamb. Y pronunció frases que, como no tenían sentido, tenían un sentido atroz:

Sé bueno..

Tú me comprendes…

Yo te adoro…

Es la vida…

Tú empiezas a amar…

Da asco lo miserables que somos por dentro…

Te quiero…

Hay que cambiar de escenario…

El amor se agota, como la plata en las minas…

Perdóname…

Aún tenemos esperanza…

Tiemblo de que esto acabe…

Si yo te dijera…

­Oh, Zamb¡…

Dame un beso…

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Lector: los hombres somos tan brutos que a veces se llega a pensar si quienes tendrán talento no serán las mujeres.

Zambombo quedó absolutamente convencido de que un nuevo viaje les devolvería la paz.

–¿Quieres que vayamos a América? -propuso-. Un supertrasatlántico de cincuenta mil toneladas nos lleva en cuatro días y medio.

–No; América, no. Hay allí demasiados americanos.

–Vamos a Noruega, donde lo que más hay es noruegos.

–Noruega tampoco.

Zambombo musitó lamiéndose una uña:

–¿Y a dónde iremos?

–Vámonos a Rotterdam.

-¿A Rotterdam?

–Sí. Quiero ir a Rotterdam. Hace mucho tiempo que deseo ir a Rotterdam.

Y se fueron a Rotterdam.

Pero la verdad era que a lady Brums le daba lo mismo Rotterdam que Alcalá de Henares.

Capítulo tercero

En Rótterdam se ama igual que en Madrid y que en París

Las consecuencias de reír un chiste

La "oficina" era un recinto pequeño, casi asfixiado por un cinturón de ventanillas; sus paredes desaparecían bajo innumerables carteles de colores inflamados, cuya sola vista inyectaba el aceite alcanforado del turismo.

Estos carteles tenían letreros que hacían soñar y hasta roncar:

Alemania – El Rhin

Munich y los Alpes Bávaros

Desde el Havre, las agencias de vapores transmitían trompetazos sugestivos, con sus anuncios en tres idiomas:

Salida de vapores

Departs de paquebots

Sailing list

encabezando unas largas relaciones de nombres de trasatlánticos y de fechas.

Marruecos llamaba al viajero con paisajes del Desierto, donde siempre aparecían unos camellos, bebiendo agua, y entre cuyas patas se leía una reseña innecesaria:

"Chameaux a l'abreuvoir."

China también solicitaba la visita de los occidentales, que debían consumir sus lacas apócrifas, pues las legítimas lacas se fabricaban ahora en la Kuchestrasse de Berlín, y solicitaba la visita, con derroche de imaginación: pintando los mismos camellos, el mismo abrevadero y colocando de fondo una puerta. El letrero no variaba tampoco mucho:

"Chameaux a l'abreuvoir devant une porte de Pekín."

Italia lanzaba puñados de fotografías reseñadas, destilando añil y rojo. ¿Ha pensado usted en un viaje a Capri?…

"La Ginestra.- I Faraglioni.

Il piazzale del giardino della

Vittoria.- La Grotta Azzurra."

Montecarlo, ese caballero de industria con chistera, cuyas largas piernas forman un puente por debajo del cual desfila Europa, no se ocupaba demasiado de fomentar el turismo: lo tenía seguro. Su mejor reclamo estaba en tres palabras universales, repetidas miles de veces diarias:

"Hagan juego, señores"

Suiza, brindaba sus ventisqueros y sus bacilos de Koch…

Francia, sus lugares históricos, los desfiladeros del Turn…

Bélgica, sus canales y sus carillones…

Los países del Báltico, sus "fiords"…

Los Estados Unidos, sus rascacielos, sus cataratas y sus playas del Pacífico…

España, que hubiese podido humillar a todos, no ofrecía nada. Se contentaba con enviar a París a "mademoiselle" Raquel Meller.

Inglaterra se anuncia poco -observó Zambombo al entrar-. ¡Qué raro! Un país tan comerciante…

Entonces un caballero se le acercó y señalando un perro de hocico aplastado, que le miraba entornando los ojos, aclaró:

–Ahí tiene usted el anuncio de Inglaterra.

–No comprendo, señor.

–Está claro. ¿No le dice nada la raza del perro? Se trata de un "bulldog"… Inglaterra, el país de John Bull-dog.

Sylvia rió el chiste con una carcajada emitida en un tono tan alto, que resultó de mal tono, y Zamb dirigió un gesto amable a aquel caballero.

Aquel caballero era el doctor Flagg.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Hicieron amistad con él porque lady Brums se notó invadida de una simpatía súbita, pero a Zamb no le hacía gracia el doctor, porque le pareció demasiado entrometido.

Flagg: ¿Adónde van ustedes?

–A Alemania -mintió Zambombo para despistarle, temiendo que se quisiese adherir a ellos.

Flagg: ¡Oh! ¡Qué feliz casualidad! Yo también voy a Alemania.

Zamb arrugó la nariz.

–¿He dicho Alemania? ¡Qué tonto soy! He querido decir que vamos a Italia, a Cassino, en la línea de Roma a Nápoles, ¿sabe?

Flagg: Cassino… Muy poético, con su monasterio, su quietud… ¡Ea! Les acompaño a ustedes a Cassino.

Zamb arrugó la nariz y el entrecejo.

–La verdad que he dicho en broma lo de Cassino… Realmente nos dirigimos a Rotterdam.

Flagg: ¡Ah! A Rotterdam… Precisamente, me encanta Rotterdam. Yo les guiaré a ustedes. Pero antes de ir a Rotterdam, se deben pasar unos días en Ámsterdam, porque así Rotterdam hace mejor efecto. Ámsterdam es la fruta; Rotterdam es la repostería. Para que la repostería sepa verdaderamente dulce, conviene tomar antes un poco de fruta, a ser posible algo ácida. Vamos a Ámsterdam…

–A este hombre -pensó Zambombo no nos lo podremos ya despegar más que con agua caliente.

Pero minutos después, en una "brasserie" céntrica, el camarero echaba encima de Flagg toda el agua hirviendo que encerraba una tetera, y aquel agua tampoco les despegó del doctor.

Vida y milagros del doctor Flagg y del faraón Amenophis

El doctor Flagg era pintoresco, como Palma de Mallorca.

Tenía un rostro planetario: esférico, achatado por los Polos y ensanchado por el Ecuador. Un vientre enorme, que debía contener 320 metros de intestino. Unas piernas inverosímilmente cortas, unos ojos que hacían pensar en el madrigal de Gutierre de Cetina y en el aguardiente de Monóvar, y un pelo amarillo rabioso. Vestía siempre de color kaki deslucido.

Parecía un limón veraneando.

Los primeros minutos de viaje, Zambombo y Sylvia oyeron hablar al doctor con sorpresa creciente.

–Yo he nacido en Praga -decía Flagg- durante una huelga general de picapedreros. Pero cuando sólo contaba diez o doce segundos de vida, me trasladaron a París, para que pudiera tomar parte en un concurso de belleza infantil organizado por "L'Intransigéant". Me criaron con biberón de leche de elefante.

–¿Cómo dice? -barbotó Zambombo estupefacto.

El doctor Flagg enjugó el sudor de su frente y remachó:

–Sí, sí; me he criado con biberón de leche de elefante. Mi padre estaba empleado en el Jardín de Aclimatación, y como al nacer yo murió mi madre, y mi nacimiento coincidió con el de un elefantito, aprovecharon esta circunstancia en mi favor. Yo creo que es la leche de elefante la que me ha puesto tan gordo.

–Nunca he oído nada igual -contestó lady Brums, a pesar de que para ella había en el mundo pocas cosas inéditas.

–A los dieciséis años -seguía Flagg- asesiné a mi padre porque se negó a fabricarme una cometa.

–¿Quée?

–Está bien claro. Que asesiné a mi padre porque se negó a fabricarme una cometa -repitió el doctor-. Entonces huí de París disfrazado de momia. Me fui a Londres, y allí un individuo me regaló dos mil libras por hacerle un retrato a lápiz. ¿Saben ustedes quién era ese individuo?

–¿Quién?

–Jack, el destripador.

Zamb y Sylvia estaban maravillados.

–Con las dos mil libras me trasladé a Muninchen.

–¿Adónde? -indagó Zamb.

–A Munich; pero los alemanes dicen Muninchen. En Muninchen estudié ciencias, me doctoré y me dediqué a trabajos de laboratorio. Hice una fortuna falsificando huevos.

–¡Falsificando huevos! ¿Y con qué hacía usted los huevos?

–La yema, con patata y azafrán; la clara, con goma arábiga, y la cáscara, con celuloide. En dos años murieron seis millones de consumidores de huevos. Iban a descubrirme, cuando se enamoró de mí una princesa beduina, que me raptó en un tilburi, llevándome al Cairo.

Zambombo empezó a mirar con escama al doctor.

–En Egipto -siguió Flagg-, cierta tarde en que hacía un hoyo en el suelo para plantar una higuera, tropecé con el arranque de una escalerita subterránea. Bajé por ella, atravesé varios pasillos, rompí dos puertas de madera de "teck" y entré en una cámara, donde descubrí la tumba de un Faraón.

–¿De qué Faraón? -interrogó bruscamente Zambombo, con intención de desconcertar al doctor si no era verdad lo que contaba.

–De Amenophis XVIII, hijo de Sesostris XVI y nieto de Ramsés XXXII -replicó Flagg sin inmutarse.

Y continuó:

–Pero no es eso lo más sorprendente. Lo más sorprendente es que encontré al Faraón absolutamente vivo, tan vivo como ustedes y yo, y en muy buen estado de salud.

–¡Qué emocionante! -exclamó Sylvia.

–Hace falta cinismo… -gruñó Zamb en voz baja, convencido ya de que Flagg mentía siempre que hablaba.

–Yo lo achaco -explicó el doctor, encarándose con lady Brums- a que Amenophis XVIII era hombre de constitución fortísima. Cuando entré en su tumba, donde yacía desde tres mil doscientos años atrás, el Faraón estaba muy entretenido, pintando a la acuarela. Volvió la cabeza, y, al verme, se levantó, abriendo los brazos y gritando: "­Querido Flagg¡…"

–¡¡Basta!! -rugió Zambombo, levantándose también, como el Faraón-. ¡Basta! ¡Es excesivo! ¡No dice usted más que mentiras hediondas, caballero!… ¡Estoy harto!

Flagg abrió, con miedo y asombro, sus redondos ojos inexpresivos, y alzó el brazo izquierdo doblado a la altura de la oreja, como hacen los chicos cuando notan la proximidad de una bofetada.

Pero lady Brums acudió en su auxilio, conteniendo a Zambombo.

–Zamb -habló con acento severo-. Si no quieres que tengamos un disgusto definitivo, prescinde de decirle cosas desagradables al doctor.

Las pupilas de Sylvia chisporroteaban dureza y energía. Volvió a dirigirse a Zambombo.

–¿Crees que desde el primer momento no comprendí que el señor Flagg era un embustero? Pues lo comprendí desde el primer momento. El señor Flagg es un embustero terrible. Seguramente es capaz de decir una verdad sólo para manifestar a continuación que acaba de decir una mentira. De la boca del señor Flagg no salen más que mentiras y ácido carbónico. Bueno…, ¿y qué? Sus mentiras son divertidísimas.

Se echó hacia atrás en la butaca, montó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo de tabaco espurio y dulcificó su acento y su expresión para rogarle a Flagg:

–Siga usted, doctor. Quedó usted en el momento en que el Faraón le saludaba, diciéndole: "Querido Flagg"…

Flagg sonrió humildemente y reanudó su historia.

–El Faraón era tan simpático -dijo- que decidí sacarle de la tumba. Cuando se lo propuse, hizo un gesto de desagrado y murmuró: "Si vieras, Flagg, que el sol me molesta muchísimo…". Pero logré vencer aquella resistencia, muy natural en un hombre que llevaba tres mil doscientos años bajo tierra, regalándole mi sombrilla.

–¿Y salió de la tumba el Faraón?

–Sí. Venía conmigo a todas partes: al teatro, a las peluquerías, a los cafés, a las casas de mujeres alegres… La gente nos seguía por las calles y nos rodeaba cuando nos deteníamos, preguntándole al Faraón qué producto era el que anunciábamos. Amenophis estaba muy irritado porque nadie creía que era un Faraón de verdad y porque cada día le robaban una joya de las que llevaba puestas. A las dos semanas, ya no le quedaba más que un ibis de malaquita. "Antes de que me lo roben, lo vendo -dijo-. A mí me costó cien piastras. Espero que nos den por lo menos dos mil francos." Visitamos a un egiptólogo famoso proponiéndole la compra del ibis para su museo particular, y el egiptólogo, después de contemplarlo a través de una lupa, nos lo devolvió diciendo: "No me sirve. No es legítimo." Amenophis, al oír esto, dejó escapar un aullido, saltó por encima de la mesa y estranguló al egiptólogo.

–¿Qué más, qué más? -pedía Sylvia, encantada.

–"¡Decir que no es legítimo un ibis comprado por mí durante la XVIa Dinastía!", gruñía Amenophis cuando huíamos a Tánger. Desde entonces, se lo juro, milady, el Faraón comenzó a decaer visiblemente. Una tarde, en Casablanca, volví al hotel y encontré su habitación vacía. Sobre el lecho había una carta escrita por Amenophis. Véala.

Y Flagg alargó a Sylvia un trozo de papel comercial en el que aparecía lo siguiente:

(En el original el tinta aparece un "remedo" de escrito jeroglífico egipcio.)

–Esto lo ha dibujado usted mismo, claro -murmuró Sylvia.

–Sí, milady.

–Bueno, pues tradúzcamelo.

–Lo que el Faraón me decía en su carta era, sencillamente:

Querido Flagg: Me vuelvo a mi tumba, porque es verdad que aquello está lleno de polvo; pero, ¡qué diablo!, por lo menos, viviendo allí, conserva uno las alhajas. Supongo que mi invitación será inútil, pues tú siempre tienes mucho que hacer. No obstante, si quieres algo de mí, vete al subterráneo donde me encontraste, y baja con cuidado, porque las escaleras se desmoronan.

He comprado colores y lienzo, y ahora, en lugar de pintar a la acuarela, voy a dedicarme a pintar al óleo. Saludos.

Amenophis XVIII,

Rey del Alto y Bajo Egipto.

Al acabar Flagg la traducción de la carta, Zambombo, que estaba ya en el límite de la indignación contra el doctor, contra Sylvia e incluso contra Amenophis XVIII, se salió del departamento echando chispas y comenzó a dar rabiosos paseos por el pasillo.

El tren corría y corría, zumbando como una abeja con bronquitis.

Sylvia adopta una actitud resuelta

A la llegada a Ámsterdam, Zamb odiaba a Flagg casi tanto como un centauro a un lapita.

Porque durante el viaje, abismada en las mentiras del doctor, Sylvia había hecho de Zambombo el mismo caso que un empleado en las cataratas del Niágara habría hecho de una gotera.

–Pero ¿no te harta? -le masculló por fin, rasgando las palabras con los dientes.

El auto se había detenido en mitad del Rokin, a la puerta del "Hotel Rembrandt".

Sylvia dijo con la mano en la portezuela:

–¿Hartarme Flagg? Ni mucho menos… ¡Si Flagg es un tipo magnífico!…

–No concibo cómo puedes soportar a un hombre que no dice más que mentiras.

Sylvia miró a Zamb de alto a abajo, desvió una ceja hacia el noroeste y murmuró:

–Cambio todas las verdades tuyas por una sola mentira de él.

Y entró en el "hall", con la cabeza erguida, los brazos replegados y el paso lento. Antes de posarse en el suelo, las puntas de sus piececitos formaban una línea recta con el empeine y la pierna.

Parecía un "talón-rouge" dirigiendo el principio de un minué en las Tullerías.

Su entrada produjo un gran efecto.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

El primero en visitar los saloncitos inferiores fue Zambombo.

Llevaba la corbata torcida, como todo hombre que ha pasado un largo espacio de tiempo meditando.

–Esta mujer empieza a cansarse de mí -se confesaba, mientras los muelles de un sillón donde se sentó le colocaban diez centímetros más bajo que el nivel normal de las personas sedentes-. Empieza a cansarse de mí, y es natural que se canse. Yo soy un hombre vulgar y ella ama lo extraordinario…

Se levantó, hojeó unas revistas sin enterarse de nada. Luego, aprovechando la cristalera de una puerta, se puso derecha la corbata, diciéndose:

–Está loca, sí… ("tirando de la corbata hacia arriba"), y acabará por volverme loco a mí también… Porque la quiero… ("suspirando"). La quiero más que a mi vida ("tirando de la corbata hacia abajo"). ¡Ay! Si yo pudiera arrancarme este amor del corazón… ("tirando con rabia de la corbata hacia la izquierda"). ¡Si yo pudiera ("tirando con furia de la corbata hacia la derecha")… arrancármelo!

Lo que sí pudo arrancarse fue la corbata, que acababa de partirse en dos trozos.

Sylvia entró en el saloncito. Llevaba una falda dividida en "panneaux"; su tronco iba encerrado en un "pullover" de piel de antílope, sobre el que descansaba la fantasmagoría de una chaqueta bordada en tonos calientes. Avanzó despacio, calzándose unos guantes de gamuza con claveteados de oro (1).

Zamb fue hacia ella.

–¡Sylvia! -exclamó-. Dime una vez qué es lo que debo de hacer.

–Sube a ponerte otra corbata -le contestó tranquilamente Sylvia.

–Me refiero a lo nuestro…

–¿Lo nuestro?

–Sí. ¿Crees que tu conducta puede hacerme feliz? Yo te adoro, Sylvia… ("y la besó el claveteado de uno de los guantes"). Yo te necesito para poder seguir viviendo. ¿Por qué después de haberme hecho concebir tantas esperanzas de dulzura, me haces tragar ahora tanta hiel?

–La historia se repite… En 1415, el emperador Segismundo le ofreció la vida a Juan Huss, y luego le quemó vivo en Constanza.

Zambombo se quedó turulato. Y puso tal cara de primo, que a Sylvia le dio lástima.

–Mira, Zamb -agregó con voz de "buena amiga"-, ésta es la última vez que te lo repito: yo no soy una mujer vulgar; soy una heroína de novela. Una lady que se ha educado en la opulencia, que habla once idiomas y que viaja con dieciocho baúles de equipaje, no puede amar igual que una taquillera del "Metro", que una cupletista o que una hija de un coronel retirado. Observa lo que hago con mis trajes: me los pongo una vez. Hasta ahora he hecho igual con mis amantes. Está bien que las muchachas que se hacen un traje por temporada y que incluso se lo mandan reformar para la siguiente, tengan un solo amante o un solo marido. Si quieres ser un amor eterno, búscate una de esas muchachas: las hay a miles y languidecen, paseando con sus papás, por todas las ciudades del mundo. Pero cuando se desean los labios de una heroína de novela, hay que conformarse con ser sólo una ramita en el árbol amoroso de esa heroína. Me gustaste, porque te vi inexperto, provinciano y algo tonto. Después arrancaste varios chispazos en mi ilusión, haciendo cosas divertidas; te prometo, porque te estimo, que si haces más cosas divertidas, verás brillar también más chispazos. Pero hasta que eso ocurra no pidas nada de mí. El doctor Flagg, que físicamente es grotesco y que para una mujer vulgar resultaría indeseable, para mí es un hombre interesantísimo, un tipo "nuevo", algo que yo no había conocido aún. Su figura es abominable, pero sus mentiras son maravillosas. Flagg me gusta. Luego, acaso, me guste otro. No intentes oponerte a nada. Sobre que a mí las actitudes trágicas me hacen reír, adelantarías tanto oponiéndote como trasladándote de Bretaña a Siberia montado en un pelícano.

Zamb fue a agregar algo, pero Sylvia le inmovilizó con un ademán breve. Y dirigiéndose a Flagg, que acababa de aparecer en la puerta del saloncito, más alimonado que nunca, exclamó:

–Vamos, doctor. Quiero que me dé usted un paseo por Amsterdam. Zamb no nos acompaña, porque tendría que cambiarse de corbata, y esto nos retrasaría demasiado.

Y desapareció, apoyándose en el brazo de Flagg; que apenas alcanzaba con la cúspide de su cráneo amarillo al mentón de la dama.

Hasta Zambombo llegó la voz, cada vez más distante, del doctor:

–Pues una vez, milady, estaba yo luchando con un tiburón en el mar de los Sargazos, cuando vi avanzar hacia mí un submarino, iluminado con farolillos a la veneciana…

El juramento de pasta

Seis días en Ámsterdam:

Seis días que Zambombo no salió del "Hotel-Rembrandt".

Sylvia y Flagg no entraban, en cambio, en el Hotel. Paseaban por el Amstel; hacían excursiones al bosque de Harlem o se alargaban hasta Delft. Flagg contaba mentiras y más mentiras, que Sylvia escuchaba con embeleso.

Volvían tarde. Zamb les oía regresar. Y oía cómo lady Brums reía los relatos del doctor, y cómo, a veces, de pie, junto a la puerta de sus habitaciones, la dama permanecía una hora, y también dos, aguardando el final de una mentira demasiado larga de Flagg.

–Ese hombre se va a hacer polvo el cerebro -pensaba Zambombo-. No es posible que aguante mucho tiempo tan excesivo gasto de imaginación.

Luego, le envidiaba tristemente.

–¡Quién fuera él! Con su vientre enorme, con sus piernas cortas, con su pelo amarillo, con su tipo de tendero de ultramarinos… ¡quién fuera él!

Y sólo le consolaban dos cosas:

"Que Sylvia no había abierto a Flagg el embozo de su lecho, y que a él mismo acabaría por ocurrírsele algo grande para atraerse definitivamente a Sylvia".

A los seis días entraban en Rotterdam, como tres viajeros sin importancia.

El cielo era igual que en Ámsterdam: rojizo.

Zambombo siguió sin salir del Hotel, absolutamente exacto al otro, con la única diferencia de que no se llamaba "Hotel Rembrandt", sino "Hotel Coolsingel".

Sylvia y Flagg continuaron paseando. Ahora iban por las orillas del Mosa, o almorzaban en Hoosgtraat, o recorrían los muelles de Whikelminakade y de los Boomjpes (1).

Y Flagg enzarzaba mentiras y lady Brums se sentía dichosa oyéndolas.

Una noche, el doctor le dijo a Zambombo:

–¿Tampoco hoy viene usted con nosotros?

–No. Gracias. Decididamente, Holanda no me gusta. Y de noche, en particular, recorrer este país me revienta.

–¿Por qué?

–Porque está oscuro y huele a queso.

–Lo mismo ocurre en el "barrio chino" de Nueva York -afirmó Flagg-. Estando yo allí, el año 1915, me mandó Wilson que fuera a Chinatown a comprar una pulsera que quería regalar a una amiguita suya… Tomé en taxi de la "Yellow-CabCo.", y ya rodábamos por la Quinta Avenida, cuando noté que debajo del asiento del auto había un cocodrilo…

–¡¡Esas estupideces se las coloca usted a Sylvia!! ­¡Porque yo no se las tolero! -interrumpió frenéticamente Zambombo-. ¡Que usted lo pase como pueda!

Y se marchó a sus habitaciones, dejando al doctor Flagg con el cocodrilo en la boca.

Pero aquella misma noche, en cuanto notó que Sylvia y Flagg regresaban, Zambombo se metió sin pedir permiso en la alcoba del doctor.

Flagg, en mangas de camisa y con los tirantes colgando de las gomitas posteriores se hallaba dando cuerda al reloj.

Zamb, que a consecuencia de una de sus frecuentes reacciones iba dispuesto a lograr que Flagg renunciase a Sylvia o a colgarlo de un árbol, no dejó hablar al doctor.

–Mi admirado amigo -le dijo por todo preámbulo-. Vengo a asesinarle de la manera más definitiva que me sea posible.

–¿Cómo? -exclamó Flagg.

–No me gusta repetir las cosas. Usted con sus mentiras estúpidas me está robando a Sylvia, y antes de que se la lleve del todo he decidido asesinarle. Traigo una pistola, un frasco de arsénico y un cuchillo de postre. Elija.

Y sacó los tres objetos.

Al verlos, el doctor Flagg se tiró a nado en la alfombra y desapareció debajo de la cama como una carta por un buzón. Gritó angustiado:

–¡Por Dios! ¡Guarde esas cosas!… ¡Guarde el cuchillo y la pistola, que pueden dispararse! Yo estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera.

–¿Lo jura usted?

–¡Lo juro!

–Haga una cruz en el suelo, y júrelo poniendo la mano encima.

–No tengo con qué hacer la cruz…

Zambombo fue al contiguo cuarto de baño y volvió con un tubito de pasta dentífrica. Se lo arrojó a Flagg diciendo:

–¡Hágala con eso!

Y el doctor sacó una mano, nada más que una mano, y apretujando el tubito dejó en la alfombra dos regueros de pasta dentífrica que se cortaban en forma de cruz. Luego colocó la diestra encima y murmuró:

–Juro solemnemente que haré lo que el señor Pérez Seltz me ordene.

Entonces Zambombo dijo:

–Pues le ordeno… ¿Me oye?

–Sí, señor, sí -contestaron de debajo de la cama.

–¡Le ordeno que de un modo inexorable se niegue usted en lo sucesivo a contarle más mentiras a lady Brums!

–Ella pedirá que se las cuente…

–Y usted le contestará que ya no se le ocurre ninguna. ¿Entendido?

–Sí, sí.

–¡Jure obediencia otra vez!

Flagg volvió a jurar poniendo la diestra en la alfombra.

Y Zambombo abandonó la habitación pisando recio.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Lo primero que el doctor Flagg hizo al quedarse solo fue lavarse los dientes, para aprovechar la pasta que tenía adherida a la palma de la mano.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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