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Amor se escribe sin hache, de Enrique Jardiel Poncela (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

A las tres en punto de la tarde toda la compañía y Zambombo agregado se hallaba a la orilla del mar.

Zacarías González consultó un mapa de papel tela, ya arrugadísimo, que llevaba entre la piel y el "maillot".

–Señores: hay que hacer un esfuerzo y ver si llegamos al anochecer a Guayaquil…

Todos contestaron:

–Muy bien.

–¿Prevenidos?

–Sí.

–Pues ¡gente al agua!

Y se tiraron al Océano uno detrás de otro.

A las quince o dieciséis brazadas, González volvió a hablar, dirigiéndose a la primera actriz:

–A ver, Emilita… No es cosa de estarse sin hacer nada. Vamos a "pasar" esa escena que tenemos floja.

Y declamó con voz que dominaba el rumor del oleaje:

"…Con cada vez que te veo

nueva admiración me das,

y cuanto te miro más,

aun más mirarte deseo.

Ojos hidrópicos creo

que mis ojos deben ser,

pues cuando es muerte el beber

beben más, y de esta suerte,

viendo que el ver me da muerte,

estoy muriendo por ver…"

Y Emilia tomó la palabra para replicar de esta manera:

"–Con asombro de mirarte,

con admiración de oírte,

no sé qué pueda decirte

ni qué pueda contestarte…"

La voz de los actores-anfibios iba desvaneciéndose en la lejanía.

–Hasta que lleguemos a Barcelona -pensaba Zambombo sin dejar de nadar tienen tiempo de aprenderse todo el teatro clásico español.

Fin del Libro Segundo

El lector puede pasar al Tercero

Es mucho más corto. ¡Animo!

Libro Tercero

Romanza El amante

Primer capítulo

En donde se demuestra, una vez más, que las palabras son aire

La caza de la mariposa

¿Habéis intentado cazar una mariposa?

Si no lo habéis intentado, no lo intentéis. Cuando pensáis haberla acorralado, se escapa; cuando creéis que va a posarse, alza el vuelo; cuando la tenéis en la mano, huye. Y esto, entre brillos de alas, fulgor de luces, inconsecuencia y versatilidad.

Al final vosotros estaréis fatigados, mareados, sudorosos.

Y la mariposa ir  a esconder su aguijón en una flor acromada.

Y comprenderéis que habéis perdido el tiempo. Y la decepción os envolver  en sus redes.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Buscar una mujer linda es como querer cazar una mariposa. (¡Cuánto lirismo!, ¿eh?)

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Zambombo se quedó en Guayaquil, y desde allí cablegrafió a Madrid pidiendo dinero.

Los componentes de la "Compañía González-Fernández" siguieron valerosamente su viaje a nado.

–¡Son dignos de que les aplaudan mucho en Barcelona, durante su "debut" con "La vida es sueño"! -murmuró Zambombo al despedirles.

Y él, por su parte, en cuanto recibió dinero, emprendió "la caza de la mariposa" por todos los jardines del mundo…

Quiero decir que se dedicó a buscar a Sylvia.

Zamb renuncia a la caza

Pero Sylvia no aparecía.

Ni en París, ni en Rotterdam, ni en Londres…

Zamb volvió a la "maison" Tao, y al "bistró" del "boulevard" Rochechouart, y al "Hotel Crillon". Y volvió al "Hotel Coolsingel". Y volvió al palacio de Park-Lane.

–No sabemos nada de milady… -declaró en Park-Lane el mayordomo.

Y Oliverio, aquel estúpido de Oliverio, que "tenía la culpa de todo", declaró también:

–No. No sabemos nada…

Zamb hizo un viaje a Escocia, al condado de Hardifax, y giró una visita al castillo de los Brums, en Mersck.

Pero Sylvia tampoco estaba allí. Hacía ya años que no visitaba el castillo.

–El clima de Escocia no sienta bien a "milady"… -le explicaron.

Y a los seis meses de esta persecución, de esta carrera detrás de una sombra, Zambombo dejó caer los brazos con desaliento.

–Es imposible… No la encontraré nunca…

De pronto, cierta noche, callejeando por Montmartre ¡oh, Montmartre! tuvo una inspiración. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Edward Meigham, el empleado del Gobierno, en cuyo barco había huido Sylvia, era, seguramente, el único hombre que podía saber el paradero de "la mariposa".

Corrió a Londres, al Colonial Office (Ministerio de Colonias). Se informó, preguntó, tenía necesidad de hablar con el empleado Meigham, y…

Las respuestas, dichas en un estilo seco, contundente e inapelable, fueron desoladoras:

–Mister Edward Meigham no pertenece ya a este Ministerio.

–¿Desde cuándo?

–Desde hace un mes, que pidió la excedencia de su destino.

–¿Y dónde vive?

–No podemos informarle.

–¿Ni dónde está?

–Tampoco.

Pero Zamb veía bien claro dónde estaba Meigham.

–Está con Sylvia -se confesó.

Y comprendió que la había perdido irremisiblemente.

La había perdido como se pierde un pasador del cuello caído debajo de un armario: para toda la vida.

Público de tren

El regreso de Zambombo a España fue triste, negro, desesperado. Cayó en su departamento del ferrocarril igual que un fardo, un fardo de amargura y pesimismo. Reaccionó ya en las proximidades de Madrid.

Cuando se miró, maquinalmente, en el espejo del cuarto-tocador, quedó extrañado de la expresión de su rostro. Parecía haber envejecido de súbito.

–La vida tiene estas desigualdades -pensó-. A veces, quince años pasan sobre nosotros sin dejar huella, y a veces, bastan quince días para desmoronarnos por fuera y por dentro.

Y agregó, mientras deslizaba sus dedos por el semblante demacrado y fatigado:

–Parezco un infanticida sin contrata.

Luego volvió al vagón, valseando ligeramente por el pasillo a impulsos de las oscilaciones del tren.

Sentóse de nuevo. Frente a él una viajera menudita, de pelo rojizo, leía un "magazine". De vez en cuando la viajera disparaba hacia Zambombo las ballestas de sus pupilas azules, verificando el ensayo general de una sonrisa inductora.

Zambombo acabó por levantarse irritado. !Las mujeres­ !Ah­… Todas iguales… El las conocía bien…

Y salió al tránsito, con ánimo de instalarse en el departamento contiguo. Allí, una muchacha mofletuda y gazmoña y un "pollo" con lentes se hacían el amor bajo la mirada vigilante de una mamá obesa y linfática. La muchacha y el "pollo" de los lentes no se decían nada, pero se contemplaban, se apretaban las manos, volvían a contemplarse, volvían a apretarse las manos. Y en sus rostros había una expresión de mutuo embeleso que les daba un aire de estupidez inaudito.

–¡Imbéciles­ -barbotó Zambombo, pasando de largo ante el departamento-. Llegarán a Madrid; reanudarán su vida necia; ir n al cine, a paseo, siempre con la mamá… Regañarán cuatro veces al mes, para hacer las paces a la media hora. Se casarán al fin, después de ocho o nueve años de relaciones; engordarán como cerdos… Transmitirán a varios hijos su medianía intelectual y su gordura. Al cabo de los años se morirán de una bronconeumonía o de una indigestión, y en los últimos instantes rezarán para que Dios los lleve al Cielo… ¿Y estos seres son el Hombre y la Mujer? ¿Estos son los "reyes de la creación"? ¡Qué risa! No hay más "rey de la creación" que el microbio del tifus… ¡Ese sí que tiene importancia!…

En otro departamento dos ancianas enlutadísimas rezaban el rosario sin otro ruido que un bisbeo monótono.

Zamb gruñó:

–¡Hum! Dos viejas… !España está  llena de viejas que se arman un lío para cruzar las calles­ Y todavía una urbanidad absurda y un falso concepto del respeto nos mandan que tengamos para ellas toda clase de atenciones… ¡Atenciones! ¡En casos de guerra, estas viejas fósiles son las que tenían que ir a morir a las trincheras del frente, y no los hombres jóvenes, útiles y fecundos!…

En otro departamento, dos caballeros de aire respetable hablaban con voz fuerte. Hasta Zambombo llegó la frase de uno de ellos:

–Mire usted: España necesita un Gobierno que sea…

Y Zambombo también se apartó con repugnancia.

–He aquí -se dijo- dos idiotas que se creen en el deber de dar su criterio sobre la gobernación del país… Hasta puede que cada cual tenga su fórmula ideal, que aplicaría en el caso de ser Gobierno… Entre tanto, sus casas están desgobernadas y ellos mismos procuran trabajar lo menos posible en su profesión. Lo que no impide para que protesten de todos los gobernantes, sean los que sean. ¡A latigazos había que gobernar a semejante traílla de vagos y de charlatanes!

En el último departamento, tres niños, redonditos y sonrientes, jugaban sobre el drapeado de las butacas con un cachorro de perro lobo, que llevaba un collar con la inscripción:

"Currinche-1927"

Zamb estuvo mucho tiempo viendo jugar a los niños y al perro. Aquello era lo único que tenía sentido en la vida: los niños y los perros.

–Lo malo -se dijo- que los perros no saben hablar, y los niños, andando el tiempo, se hacen hombres…

Y añadióse:

–Además, para tener un hijo, es imprescindible soportar a una mujer… Y cuando se tiene un perro, es necesario bajarlo a la calle…

Tampoco aquello, tampoco…

Fue al vagón "restaurant". Tomó café. Se acordó con melancolía del otro viaje hacia Hendaya, un año antes. Se acordó de Honorio Lips, "célebre ladrón internacional"… Y se acordó de Mignonne, la rubia de los senos menudos y explosivos, como granadas de mano.

¡Qué lejos quedaba aquello!

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

El tren se detuvo ante la estación de un pueblecito de la sierra. Zamb bajó al andén y lo paseó de largo a largo.

Todo estaba quieto y mudo en las primeras horas lívidas de la mañana. Pinares inmensos corrían por el horizonte; las nubes se abrazaban a las cumbres, como dos buenos amigos que se encontrasen al cabo de mucho tiempo.

Relinchaba la locomotora entre chorros de vapor y bocanadas de humo. Dos frailes atravesaron el andén y treparon a un coche de tercera. Al pasar los frailes, un papel cayó al suelo, revoloteando. Zambombo lo cogió por curiosidad. Decía:

J. M. J.

Obediencia

Superior de los Carmelitas Descalzos de "Avila".

Certifica: Que "los padres Joaquín y Emiliano" se trasladan por orden suya de "Avila a Villalba".

Y en su consecuencia, suplica al encargado del despacho de billetes se sirva expedir "dos" billetes de "3¦9 clase a media tarifa, en conformidad con lo acordado por el Consejo de Administración de la Compañía.

Avila, "5" de "marzo" de "1928".

¿Y el Claustro? ¿Y el Convento, no sería una solución? Pero Zamb no tardó en desechar la idea; él, fraile descalzo… ¡Imposible! Con lo propenso que era al reumatismo…

–Nada -resumió-. No queda más que morirse de asco.

El 4 y medio por ciento

Así llegó a Madrid. Así se sentó una tarde en el gran sillón de su despacho y así apoyó los codos nuevamente en la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli).

Y tuvo que entregarse al desagradable trabajo de hacer arqueo. Aquel año de viajes por Europa había abierto un enorme boquete en su fortuna personal. No le quedaban, en números redondos, más que 20.000 duros. Después de una lucha rabiosa y de maldecir reiteradamente a Pitágoras, logró averiguar que sus 20.000 duros eran, exactamente, 103.666 pesetas.

–Bueno -dijo limpiándose la frente sudosa-. Ahora se trata de ver qué renta mensual me producirán esas 103.666 pesetas, al 4 y medio por ciento.

Pero semejante investigación era ya superior a sus recursos matemáticos.

–En la "Isla de Capua" -murmuró con desaliento- los cálculos eran más sencillos… Y es que las grandes ciudades lo complican todo.

Llamó a Louis, el criado. Pero Louis no "daba una". Ni la cocinera. Ni la doncella.

Entonces Zamb bajó a la tienda de ultramarinos más próxima, donde el dependiente, que era un analfabeto declarado, hizo las cuentas rápidamente, manejando un lápiz con la mano derecha y partiendo bacalao con la izquierda.

Zambombo dispondría mensualmente de 388,75 pesetas. O sea, 77 duros y 15 reales.

La verdad es que no podía lanzarse a hacer gastos extraordinarios.

Anécdotas

A partir de aquel día, el pesimismo, la amargura y la tristeza de Zamb se hicieron más hondos. Vagaba por la ciudad de un lado a otro irritado contra cuanto veía.

Un anochecido observó que en un ancho portal entraba bastante gente, y entró él también. Se encontró, al cabo, en un salón, decorado de modo abominable, donde cierto individuo pronunciaba una conferencia.

–Es indudable -decía aquel señor que en el mismo instante de morir, las facultades sentimentales se aguzan, se imponen. Probablemente el espíritu toma una nueva posición con respecto a la materia. Ya William Hunter lo dijo… Al morir nos invade, sin duda, una dulzura, una ternura, una tranquilidad -de ahí los "movimientos carfológicos"- que nos hace verlo todo suavemente, al través de un cristal de extraordinarias diafanidad y pureza. La muerte es quizá agradable… Es quizá  envidiable…

Entonces Zamb se puso de pie y, encarándose con el conferenciante, gritó:

–¿Y por qué no se muere usted entonces?

Lo echaron del local.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Lo echaron también de varios teatros por declarar en voz alta y de pie sobre su butaca, que la comedia que se estaba representando era una sandez, y su autor un cretino. (Y, sin embargo, decía la verdad.)

Le echaron de bastantes cafés y de bastantes "cines".

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Una mañana, en el Retiro, hizo el amor a una señorita. La encontró tan imbécil que tuvo que huir hacia la puerta de Hernani para no tirar a aquella señorita al estanque.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Por la calle, en los "cabarets", en los espectáculos, veía muchachas muy jóvenes y muy lindas acompañadas de viejos repugnantes y litiasirenálicos, desbordantes de dinero y de lascivia.

–¿Por qué permite Dios -se preguntaba- que la carne divina de las mujeres se manche de babas? Y ellas, ¿por qué son tan marranas que lo toleran?

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Una madrugada capturó en la esquina de un paseo a cierta peripatética de rostro triste y juvenil. La llevó a su casa. Entraron ambos en la alcoba donde un día había entrado Sylvia.

(–Qué más da? -pensaba él-. En el mundo no hay categorías morales, sino sociales.)

La piculinita pronunció, entre risas frías, varias palabras soeces. Zamb la vio ir y venir y desnudarse con la naturalidad del entrenamiento.

Todo aquello era superior a su resistencia nerviosa. Sacó un billete pequeño y se lo pasó a la muchacha.

–Toma y lárgate.

Ella le dio las gracias sin extrañarse.

–Es tarde -añadió- y hoy "ya no voy a hacer nada"… ¿Me dejas dormir aquí?

Zamb tuvo un segundo de tormenta interior. ¿No era terrible que un ser humano pudiera llegar a la mansedumbre humillante de dirigirle esas palabras a un desconocido?

Pero la muchacha no estaba humillada ni estaba ya triste siquiera…

–¡Bah! -se dijo Zamb-. No sienten su tragedia; es mentira… Todo lo que tienen encima estas mujeres es muchos kilos de bazofia literaria, condimentada por los literatos de mancebía y unas camisas de color.

Y agregó en voz alta:

–Quédate. Y cuando te marches, no me despiertes.

El se fue a dormir al div n del despacho.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Otro día hizo una observación importante:

–No hay nada más imbécil que los hombres públicos, las mujeres públicas y los espectáculos públicos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Empezó a sufrir grandes dolores de cabeza y largos insomnios.

–A los treinta y un años estoy ya como si tuviera cincuenta… ¡Esto marcha! Marcha hacia la Nueva Necrópolis, pero marcha.

Y en una semana agotó dos tubos de comprimidos de "pantopón", según fórmula:

Pantopón …… 0,01

Sacch, lact … 0,09

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Los pensamientos frívolos

Hacía un mes que se paseaba entre multitudes desconocidas y hostiles.

Los pensamientos de Zamb eran bastante frívolos:

¿A dónde va toda esta gente? ¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Qué espera?

Pero otros pensamientos mucho más frívolos le asaltaban:

–¿No es absurdo -se decía- semejante ajetreo para acabar todos bailando una danza macabra en el estrecho interior de un ataúd, junto a un puñadito de cal y varias legiones de gusanos?

Se detuvo en una plaza y murmuró:

–¡Qué solo estoy! ¡Qué brutalmente solo estoy!

La idea del amor se abría paso a codazos entre las demás, como el chico que quiere ponerse en primera fila ante el "guignol" callejero:

–¡Si uno lograra que alguien le quisiese de veras!

Y se replicó a sí mismo:

–¡Bah!… Utopías, sueños irrealizables, falsas palabras consoladoras… ¡El amor! ¿Qué es el amor?

Un anuncio, pegado en una valla, le dio la respuesta:

"Amor"

La mejor pasta para

limpiar metales

–¿Cómo se va a esperar amor y felicidad de gentes que pasan al lado de uno respirando esa atmósfera mefítica de la urna de la falsedad y del egoísmo?

Hacia él venían, cogidos por el brazo, un hombre y una mujer, jóvenes y hermosos.

–He aquí el amor, tal vez… -pensó Zambombo.

Y los estudió atentamente. Ella era una mujer de unos veinte años, de cuerpo esbelto, quebradizo y rotundo. Sus actitudes tenían un desmayo, una laxitud emocionantes. En su rostro había una luz sobrenatural, que irradiaban dos pupilas verdes e inmensas. Su boca estaba incendiada por un rojo ardiente; al besarla, el alma debía de disolverse en el éter, como una melodía. Sus rubios cabellos olían a flores primaverales. El era un guapo mozo, de rasgos enérgicos y ojos fulgentes.

Avanzaban hacia Zambombo. Indudablemente, ambos se habían amado mucho. Aquella noche se amarían también. Eran el uno digno del otro… Y, sin embargo, en sus semblantes no se leía el entusiasmo mutuo. En el de ella, se leía la satisfacción de humillar a las demás mujeres con su hermosura y su elegancia, y el placer de observar que los hombres la deseaban rabiosamente, indecentemente.

Y en él… En él se leía el orgullo de llevar al lado una mujer brillante y envidiada.

Cuando pasaron, Zamb escupía en el suelo:

–¡Puaf! ¡Qué asco!

Esto era el amor: en el hombre una presunción ridícula. En la mujer una vanidad sucia. Y en los dos un instinto animal, de secreciones y de glándulas.

–¡Qué asco, Dios mío, qué asco! ¡Y "eso" constituye la base del mundo! ¡"Eso" es el eje ideal alrededor del cual gira el planeta desde una aurora remota a una noche ignorada!

Las mujeres: nervios, pasiones confusas, ambiciones necias, los trajes, las joyas, y encima de ello, sensualidad y orgullo.

Los hombres: fatuidad, bestialidad y lujuria.

Y el dinero: el metrónomo que llevaba el compás de la vida de todos merced a su tintineo disolvente.

Los hombres, con tal de tener dinero, traicionaban, mentían, se envilecían, asesinaban, vendían a un amigo, a un camarada, a un hermano.

Las mujeres se vendían a sí propias.

Los ideales -paredes de tierra arcillosa- se desmoronaban ante Zambombo.

–Pero, ¿no queda algo sólido -se preguntaba- a donde agarrarse un alma que sufre y que está  hambrienta de sinceridad y de eco?

Regresó a su casa. Todo estaba mudo y frío. También él estaba helado por dentro.

–Mi caja torácica -pensó- es una cámara frigorífica. Por eso el corazón, que está  ahí guardado, se conserva sin corromperse.

Se acostó. Dio vueltas en la cama.

–Todo da vueltas -se dijo-: el Mundo, las rotativas, las mujeres y los hombres en los "dancings", los caballitos del tíovivo en las verbenas, las ruletas, los discos de gramófono, los perros antes de echarse… La vida es una rotación continua: Por eso acaba por marearnos y producirnos náuseas.

Se incorporó, buscó un comprimido de pantopón y se lo tragó de un golpe.

Sus ideas fueron haciéndose turbias y complicadas: comenzaba a dormirse.

–El pantopón -susurró todavía-. El pantopón es la única… verdad… in…du…da…b…l…e…

Y se durmió tan pesadamente como se dormiría a orillas del Níger, en el África, un hipopótamo que llevase tres días de juerga sin acostarse.

Mignonne rebusca en su bolso

A la mañana siguiente, con esa claridad que pone el descanso en las ideas del hombre, Zamb se acordó de Arencibia. El nombre de Arencibia se le apareció tan luminoso, como se le apareciera el de Shakespeare, en la Abadía de Westminster, mucho tiempo atrás:

Arencibia

¿Por qué no ir a visitar al marido de Sylvia? ¿Por qué no estrechar aquella amistad, en la que podía encontrar un consuelo?

–Arencibia pensaba igual que yo pienso ahora -recordó Zambombo-. Mejor dicho: yo pienso ahora igual que pensaba Arencibia. ¡Ah! Qué razón tenía él cuando me aseguraba que mis ideas acabarían siendo tan corrosivas como las suyas… Hoy comprendo que Arencibia es un hombre de gran talento. Además, ¿quién que no sea Arencibia puedo yo encontrar que sepa darme la réplica? ¡Qué justeza la de sus palabras, cuando despreciaba la ilusión, el amor y las mujeres! Arencibia está solo y amargado; yo, también. Ambos lo estamos probablemente por la misma causa; uniéndonos, nos consolaremos mutuamente…

Y decía esto mientras el taxi patinaba por el asfalto de la Castellana, mojado, brillante, mercurial.

Bajó, pagó, regañó con el "chauffeur": lo que se hace siempre. Luego, traspuso la verja del portón. Al ir a entrar, vio algo que le dejó inmóvil.

Arencibia subía a su automóvil -el "Cadillac", ya familiar para Zambombo- en compañía de una mujer delgada, vibrátil, de ojos grises e incandescentemente rubia: Mignonne Lécoeur, la ex amante y ex cómplice de Honorio Lips, "célebre ladrón internacional"…

Arencibia descubrió a Zambombo y retiró del estribo del coche su pie derecho, que ya se apoyaba para ganar el interior. Y fue hacia Zamb con su cortesía habitual.

–¡Querido Pérez Seltz! ¿Ya de vuelta? Lo celebro de veras, pues no hay nada que tanto me entristezca como tener alejados de mí a los amigos verdaderamente estimados.

Era el mismo hombre exquisito del año anterior.

Siguió:

–Discúlpeme si no puedo atenderle en este momento; no puede figurarse cuánto me contraría. Pero ya ve: aquella señorita me espera.

Y señaló a Mignonne, que dentro del auto y con la cabeza baja, rebuscaba en su bolso no se sabe qué cosas.

–¿Nos veremos mañana? ¿Eh? O esta tarde… Mejor esta tarde. ¿En "Spiedum"? ¿A las seis? Pues hasta luego.

Y subió al auto, después de dejar un apretón cordial en la diestra de Zambombo.

El auto despegó, pasando ante Zamb; Arencibia aún le dirigió una sonrisa; Mignonne continuaba con la cabeza baja, rebuscando en su bolso.

–No me ha conocido -pensó Zambombo.

("Seguía siendo un ingenuo, y lo sería hasta la tumba. Porque un hombre puede olvidarse de una mujer a la que ha amado durante un mes. Pero una mujer no se olvida nunca de un hombre al que ha amado durante diez minutos.")

Los  áspides verdes

Las seis. "Spiedum". Orquesta de señoritas. Tés completos.

Zamb entró por la puerta pequeña. Entretanto, Arencibia entraba por la puerta del chaflán (1).

Se sentaron -(¡claro está!)- y Zambombo se notó violento y sin saber qué decir. Por delicadeza, ahora no quería nombrar a Sylvia. Ya no se acordaba de la poca delicadeza con que había hablado al marido el día de la primera entrevista

Pero Arencibia sacó a Zambombo del apuro… y sacó dos cigarrillos de la pitillera: en ella, continuaban brillando los  áspides verdes sobre el fondo negro.

–¿Le ha gustado a usted la muchachita con quien salía de casa esta mañana? -inquirió Arencibia.

Zambombo fue a contestar: "Me gustó ya el año pasado cuando la tuve en los brazos", pero -felizmente- Arencibia siguió hablando sin esperar la respuesta de Zamb, según su costumbre; dijo:

–Se llama Mignonne Lécoeur, y es francesa. Acaba de fugarse de un colegio de monjas de Pu, donde la había encerrado un tutor desaprensivo que la ha robado toda su fortuna. Al llegar a Madrid, desorientada, tropezó conmigo y… En fin, querido Pérez Seltz, no debía decírselo, porque es indiscreto; pero confío en la caballerosidad de usted…

–¿Qué? Hable.

–Pues que Mignonne me ha entregado su honra…

Zambombo estaba convertido en hielo. Su cabeza era un caos. ¿Era que el Universo se desquiciaba? ¿Cómo Arencibia, un hombre escéptico, amargado y demoledor, podía creer a pie juntillas esa historia fantástica? ¿Cómo podía admitir en su papel de educanda tímida y virgen a la antigua cómplice del ladrón Lips, mujer que había vivido arrastrada por todos los barrizales de la sociedad y que sólo con la memoria de un Inaudi podía retener el número exacto de sus amantes?

–¡Es prodigioso! -se decía mentalmente.

Arencibia seguía amontonando virtudes sobre ella.

–¡Pobre muchacha! -exclamaba-. No tiene usted idea de su candor. Todo lo pregunta, todo le extraña… Y luego, ¡hay que oírle entonar canciones infantiles del colegio, con aquella vocecita angelical, tan dulce!… Créame, Pérez Seltz: paso ya de los cuarenta y cinco años, y a mi edad, después de haber corrido tanto, empieza uno a necesitar al lado una niña inocente, pura y enamorada.

Zambombo sufría oyéndole. Aquel hombre era bueno y noble, como tantos hombres; y una mujer vil, lo engañaba y lo escarnecía. Pensó en decirle todo, en subir el telón, en enseñar la tramoya… ¿Y para qué? Era tanto como destruir una ilusión sólida. Sólida, sí; porque todas las ilusiones sólidas del mundo eran estatuas de Nabucodonosor. Es decir: cuerpos de piedra sobre pies de barro (2).

Así es que Zamb, en lugar de remover el pasado de Mignonne, removió el café de su taza. Y cuando hubo injerido seis centímetros cúbicos de infusión de torrefacto, se echó hacia atrás en el diván y le dijo a Arencibia:

–Le encuentro a usted muy cambiado. Si no recuerdo mal, hace un año usted decía que la ilusión era un error poetizado; el amor, como sentimiento, una mentira; y la mujer, un ser despreciable…

Arencibia recibió aquel jarro de agua a bajo cero con perfecta ecuanimidad.

–Sí. Es posible que dijera eso… Todos esos desprecios y, en particular, el desprecio a la mujer son enfermedades de la época…

Divagación sobre el misoginismo

–El misoginismo, es decir, el odio, la aversión a la mujer -continuó Arencibia-, es una enfermedad de la época. Y al mismo tiempo, algo tan viejo, tan viejo como el mundo… Remotamente, en china se odiaba a la mujer: se la negaba el alma, cosa que, por otra parte, también hicieron, siglos después, los cristianos. Shi-King decía: "¿Qué es lo que puede hacer de bueno la mujer?", y no acertaba a contestarse. Grecia, pueblo de cuya cultura sería ocioso hablar, no estimaba tampoco a la mujer; la adoraba por hermosa, pero no la estimaba… Eurípides clama en una de sus tragedias cuyo título no recuerdo:

"… ¿por qué creaste, ¡oh Júpiter!, para que gozara de la luz del sol,

al engañador mal de los hombres, que es la mujer?…" (1).

Más tarde el cristianismo declaró a la mujer perversa y diabólica: los Santos Padres lo han repetido hasta el cansancio. Y fue misógino, luego, el marqués de Sade… Y en la edad moderna, la lista de misóginos es numerosísima: Strindberg, Weininger, Nietzsche, Mobius, Schurtz, van Mager, Beb, Braund, Schopenhauer, de quien ya repiten frases todos los dependientes de tiendas de telas…

Arencibia hizo una pausa para añadir en un tono de voz diferente:

–Pero el misoginismo, querido Pérez Seltz, como toda teoría generalizadora, tiene su misma inexactitud de eso: en generalizar. Hay mujeres despreciables y hay mujeres admirables.

–Las admirables son aquellas que se suicidan al cumplir los quince años -intervino Zambombo con gesto agrio.

Arencibia siguió como si no le hubiese oído.

–Además -dijo-, tampoco puede uno confiar en la serenidad de opinión de los misóginos. China es el pueblo atrasado por excelencia; en Grecia abundaba el homosexualismo masculino; los Santos padres del Cristianismo eran gentes sin instrucción (aparte de que Cristo amaba y defendía a la mujer); el marqués de Sade era un pobre perturbado cuya conducta sólo puede disculparse con la anormalidad; y en cuanto a modernos filósofos y científicos nadie ignora que Schopenhauer estaba sifilítico y se llevaba muy mal con su madre, y que Strindberg había sufrido muchos desengaños de amor, y que Weininger nunca tuvo suerte con las mujeres… Mobius es quien mejor ha razonado el misoginismo en su curioso tratado "De la imbecilidad fisiológica de la mujer". Mobius hace dudar hasta a feministas tan entusiastas como Wede, Daumer, Quensel, Groddeck… Hace dudar, sí. Pero, luego, se pregunta uno: "Muy bien; la mujer es indeseable, pero ¿con qué la reemplazamos?…"

–Con nada -gruñó Zambombo.

–Entonces hágase usted eclesiástico, y ni siquiera ser  usted un buen eclesiástico, porque odiará a más de la mitad del género humano, y en el corazón de un buen eclesiástico no debe existir ningún odio…

Zambombo se revolvió, nervioso, en su asiento. Le irritaba la fuerza y la exactitud de los disparos de Arencibia; y le irritaba que se combatiesen sus actuales ideas, y le irritaba, finalmente, que aquel hombre no pensase como él, pues se advertía definitivamente solo en el mundo con sus opiniones y sus amarguras.

–Desengáñese, Pérez Seltz; la vida ofrece al hombre de talento dos problemas terribles: el económico y el sexual, y uno y otro se relacionan estrechamente. La vida ofrece estos dos problemas terribles… y hay que resolverlos. ¿Cómo? En esta sencilla pregunta residen la felicidad o la desgracia.

Zambombo replicó:

–No me convence usted. Para mí la mujer sigue siendo un insecto ponzoñoso del que hay que huir para que no nos envenene la sangre. ¿Que mi odio a la mujer ha nacido del desengaño? Bueno. También el feminismo de usted ha nacido de una ilusión que comienza a brotar en su alma. Pero eso no prueba nada. Toda reacción es producto de una acción. Si nos apartamos del fuego es porque sabemos que el fuego quema. Y la experiencia no es más que el fruto de la observación ajena y propia. ¿Qué más quisiera yo, qué más querrían todos los misóginos, sino que la mujer fuera noble, recta, pura, inteligente, discreta, púdica y abnegada? Si fuera así la adoraríamos de rodillas, porque es -además- lo mas bello de la Creación y porque el corazón del hombre que piensa, late siempre hambriento de cariño, por lo mismo que advierte el inmenso vacío de la existencia. Pero la mujer no es así, aunque se lo crean los estudiantes de bachillerato, que -por otro lado- está  bien que lo crean, pues la juventud debe ser optimista y afirmativa. La mujer no es así, no. Dios se daba perfecta cuenta de la clase de tipo que era Eva, y por ello, en su infinita sabiduría y misericordia, obligó al hombre a nacer de mujer y a engendrar hijas: de esta suerte habría por lo menos dos hembras que escaparían al odio del hombre… La idea es digna de Dios. Pero yo pertenezco al grupo de los que ni aun así ceden en su odio.

–Hombre, hombre… -protestó conciliador Arencibia.

Zamb le cortó la palabra.

–No hablemos más -exclamó-. Venía a buscar su amistad y su semejanza de opiniones conmigo. Siendo éstas opuestas, aquélla no me interesa. Usted ha vuelto la casaca, cegado por el amor, esa venda azul, y, a fuerza de habilidad, intenta justificarse… ¡Un chasco más!… Y esto es todo. Adiós, Arencibia. Que sea usted feliz.

Y se puso de pie. Una voz sonó a sus espaldas:

–¿Me permite?…

Se volvió. Era Mignonne, que venía a buscar a Arencibia, temerosa sin duda de que Zamb la hubiera desenmascarado, y que pedía paso franco para llegar hasta el diván.

Arencibia los presentó:

–Mignonne… El señor Pérez Seltz…

–Ella clavó en Zamb su mirada, ya tranquila, porque adivinó que no la había desenmascarado. Y en aquella mirada -¿agradecimiento? ¿vicio?- fulgía una lucecita verde, una especie de luciérnaga, en la que Zamb leyó claramente que la ex amante del ladrón Lips le había reconocido y se hallaba dispuesta a reproducir "la noche del expreso" a ocultas de Arencibia…

Zambombo se inclinó, y con una sequedad rotunda, concluyó:

–He tenido mucho gusto…

Mignonne le sonrió turbiamente y a media voz, para que Arencibia no la oyese:

–Yo lo tuve también… -repuso haciendo una apoyatura sobre el verbo.

Una oleada de asco irreprimible se le vino a la boca a Zamb. ¡Y aún decía Arencibia que…!

Ladeándose, Mignonne explicó con acento candoroso:

–¡Es extraño! Este caballero se parece un horror al profesor de esgrima que teníamos en el Colegio…

Zamb salió del café dando un portazo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Llovía mucho. Caían torrentes de agua.

–Mucha agua cae, mucha… -gruñó Zambombo-, pero aún no era bastante para limpiar el mundo.

(En cambio era suficiente para armar barro.)

Último capítulo

En donde el lector se entera, al fin, de por qué esta novela se titula "Amor se escribe sin hache"

Cuesta abajo, a 100 por hora

21 de mayo. Primavera madrileña.

Nevaba furiosamente.

Esta circunstancia le tenía muy contento a Zambombo; tan contento, que ya no le echaban de las conferencias, ni de los cafés, ni de los teatros: lo que ocurría ahora era que ni siquiera le dejaban entrar.

–¡¡Cuidado!! -gritaban los acomodadores al verle-. ¡Que viene ahí el individuo ese que rompe las butacas a puntapiés y les pega bastonazos a las bombillas!

Y le aguardaban en la puerta, señalaban el cartel de:

Reservado el derecho de admisión y le prohibían el acceso al local.

Zamb casi se alegraba de aquellas cosas.

–¡Hacen bien! -murmuraba-. Porque si no, soy capaz de prender fuego a medio Madrid.

Su odio se había desparramado, como el petróleo ingente, y llegaba a todas partes: aborrecía ya no sólo a las personas, sino a los animales, a los  árboles, a los minerales y a las plantas. Sufría una especie de "aborrecimiento universal" de carácter crónico.

–¡Y pensar -se decía- que todo esto obedece al influjo de una mujer! ¿Qué espantoso morbo transmiten esos seres que tantas cosas pueden deshacer dentro de uno?

Había abandonado definitivamente su antigua casa y vendido los muebles a un trapero.

Louis, el criado, le indicó el Hotel de Ventas.

–¡No, no! Ha de ser un trapero, el trapero más mugriento de España, quien se los lleve…

Y, efectivamente, una mañana el sol de la Cabecera del Rastro los acarició, apilados junto a un tenderete lleno de clavos viejos, de atornilladores mohosos y de jaulas para grillos de tercera mano. Por la mesa (acero con incrustaciones de lapislázuli) tuvieron la avilantez de darles dieciséis pesetas.

Ajustó la cuenta a Louis. Ajustó la cuenta a la cocinera. Y ajustó la cuenta a la doncella. Y los despidió tristemente.

–Siempre os echaré de menos -les comunicó- porque ahora ya no me queda al lado nadie a quien poder regañar.

Y levantó definitivamente la casa.

La portera le dijo adiós llorando, con esa facilidad para el llanto que tienen todas las mujeres y en particular las de la clase baja.

–Mi marido, el pobrecito, no puede bajar a despedir al señor, porque está  en cama con una angina de pecho.

–¿Una angina de pecho, eh? Pues a ver si cumple pronto los cinco años…

Y salió del portal.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Fue a instalarse a una casa de huéspedes inmunda de la calle del Ave María, donde le cobraban cuatro pesetas diarias por dormir, comer y beber agua.

–¿Y el vino? -preguntó Zamb.

–El vino es aparte -contestó la patrona-. Y la carne también es aparte; y el pescado también es aparte; y los huevos, y el postre…

–Bueno, señora; pues ya que ha decidido matarme de hambre, máteme en pocos días, haga el favor.

En la casa de huéspedes había mesa redonda: tres empleados de Hacienda, dos estudiantes de Medicina, un viajante y cinco gatos.

El primer día, delante de los gatos, de los estudiantes, etcétera, Zambombo improvisó un pequeño discurso. Argumentó así:

–Señores y caballeros, suponiendo que haya algún caballero entre ustedes. El azar nos ha reunido a todos alrededor de esta mesa, que -según he comprobado, al apoyarme- está coja. Es cierto que el azar y el absurdo juegan al fútbol diariamente con el planeta. Pero se equivocan ustedes si suponen que yo tomo en consideración el azar. A mí me importa un rábano el azar y las máquinas de cortar jamón y el binomio de Newton. También me importan un rábano ustedes mismos. No tengo ningún gusto de enterarme de las modistas que conquistan estos pollos ("por los estudiantes"), ni de los expedientes que copian estos ciudadanos ("por los empleados de Hacienda"), ni de los artículos que coloca aquel trotacalles ("por el viajante"), ni de los tejados que visitan estos individuos ("por los gatos"). En consecuencia: ¡ordeno y mando que delante de mí no se hable de nada! Y hago la advertencia ahora, porque si alguien olvida luego mis palabras, y, estando yo en el comedor, pretende hacer confidencias en voz alta, automáticamente le partiré el cráneo con una silla. He dicho.

Nadie replicó. Desde entonces, las comidas transcurrieron en medio de un silencio impresionante.

Y cuando un huésped tenía que pedir a otro el salero, escribía en un papelito: "¿Me deja usted el salero?", y le daba el papelito por debajo de la mesa.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Zamb comenzó a descuidar el arreglo de su persona.

–¿Afeitarse? ¿Cortarse el pelo? ¿Y para qué?…

–¿Cambiarse de ropa? ¿Para qué?…

–¿Limpiarse el calzado? ¿Para qué?

–¿"Hacerse" las manos? ¿Para qué?… ¿Para qué?…

Y la gente pasaba ya a su lado con precauciones, y cuando coincidía en un tranvía, o en el Metro, al lado de un señor gordo, Zamb observaba cómo el señor gordo se ponía una de las manos en el bolsillo del reloj, "por si acaso"…

–¿Será bestia la Humanidad? -gruñía Zambombo-. ¿Pero no se han convencido aún de que los ladrones van mejor vestidos que sus víctimas para inspirarles confianza?…

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Un día salió a la calle sin abrocharse los zapatos.

Otro día salió sin corbata.

Los primeros de mes, cuando iba a cobrar al Banco sus 328 pesetas 75 céntimos, los cuentacorrentistas le miraban con gran escama y se decían unos a otros:

–¿Por qué dejarán entrar aquí vagabundos?

Porque aquellas 388 pesetas 75 céntimos eran el único dique que contenía el total desmoranamiento de Zamb, el tenue hilo que le hilvanaba aún a la burguesía. En su aspecto exterior, Zamb ya no parecía un burgués, parecía un fabricante de asfalto en la ruina.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Por fin, cierta tarde, un "chauffeur" de "taxi" le tuteó, al apostrofarle para que se quitara de en medio:

–¡Ahí va, tú, "atontao"!

La Sociedad -ese organismo podrido y conservado en el hielo de la hipocresía- le daba a Zamb, por boca de un "chauffeur" de "taxi", el espaldarazo de mendigo.

Stappleton y los bandidos

En una sola tarde tuvo dos encuentros inesperados.

El primero fue en la calle de Carretas, manga de colar café que vierte su "caracolillo" humano en la Puerta del Sol. Zamb bajaba con  ánimo de meterse en el "Metro" y trasladarse a la plaza de Manuel Becerra a solventar un asunto relacionado con la casa de huéspedes (1).

Veinticuatro horas antes había fallecido el viajante de comercio, y Zambombo acudía al entierro.

–Estos espectáculos alegres me encantan -le comunicó a la patrona al salir.

Y es que en todos los perturbados se verifica ese fenómeno de frecuentar los cementerios. Ejemplos: Hamlet, don Juan Tenorio y generación poética del siglo XIX.

En la calle de Carretas, frente a una tienda pequeñísima, tan pequeña que era imposible que allí pudieran vender otra cosa que no fuesen fototipias, Zamb vio un grupo de transeúntes rodeando a un hombre alto, vestido de "chaquet", tocado con un sombrero calañés, que llevaba un trabuco debajo del brazo y una manta jerezana al hombro. Era el notable entusiasta de la vida de España, honorable Rudyard Stappleton.

Stappleton hablaba y los transeúntes reían. Zamb se acercó más sin que Rudyard le reconociese. El honorable Stappleton estaba explicando a su público que llevaba diez días en la Península Ibérica y que en esos diez días no había encontrado a un solo bandido, lo cual era incomprensible. Después se dirigía cortésmente a los que se hallaban más próximos:

–¿Alguno de ustedes -decía- será tan amable que me comunique dónde están los bandidos y a qué hora desfilan los toreros en sus mulas?

Y los oyentes reían hasta la congestión pulmonar.

–¡Este tío está "tarata"! -sentenció un chiquillo, que iba jugando al aro con una rueda de automóvil.

–Amigo: tiene usted un "tablón" de quince metros -advirtió otro a Stappleton.

–¿Un tablón? ¿Dónde? -indagaba Rudyard.

Y las risas se oían ya en los alrededores de la Estación del Norte.

Un individuo que había permanecido callado en el grupo, y que, sin duda, se daba cuenta de lo que le sucedía al honorable Stappleton, le tocó en un hombro para advertirle:

–Mire, caballero; ahí vienen los que usted busca.

Y señaló a una pareja de guardias, que se acercaba.

–Pero esos -observó Rudyard- no llevan trabuco.

–No. Es que ahora les han cambiado el uniforme y llevan sable -replicó el guasón.

Stappleton, convencido ya, se acercó a los guardias y se puso ante ellos, en posición de "arriba las manos".

–Señores bandidos -les comunicó-, pueden robarme cuando quieran. Tengo sesenta mil libras destinadas a robos y atracos.

Los guardias se llevaron al honorable Stappleton atado codo con codo.

Zamb les dejó ir. Era de esperar que el comisario se percataría del caso y haría comprender a Rudyard que tal vez España no era un país de gentes muy pintorescas, pero que, desde luego, era un país de gentes muy mal educadas.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

El segundo encuentro de Zamb…

Los millones de Fermín (Vals.)

El segundo encuentro fue unos pasos más allá. Había desembocado en la Puerta del Sol y la porra blanca de un regulador del tráfico le detuvo en unión de diez o doce personas. Pasaron varios autos y tranvías; pasó un "taxi" cargado de flores. ¿Cuántas flores llevaría aquel "taxi"? Quizá setenta kilos, quizá cien kilos… Detrás avanzaba un automóvil particular, negro, alargado, brillante, charolado, como un zapato de "frac". El auto se detuvo un instante al lado de Zambombo, se entreabrió una portezuela, salió por allí una mano…

Y esa mano agarró a Zamb de las solapas, y, con un tirón enérgico, le arrastró al interior del auto, que enfiló a buena marcha la Carrera de San Jerónimo.

Zamb, aturdido, cayó de espaldas en el butacón, a la vera del hombre que acababa de raptarle de tan singular forma.

Zambombo miró a aquel hombre, y exclamó con voz gutural:

–¡Fermín!

A lo que el otro contestó con igual guturalidad:

–¡Zambombo!

Dios disponía que los dos amigos se encontrasen siempre en un automóvil.

Pero esta vez Fermín no iba ante el volante con uniforme de "chauffeur"; sino dentro del coche y con unos brillantes en las manos que hacían daño a los ojos: como el cinematógrafo y las recetas de los oculistas.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Se cruzaron entre ellos todas esas preguntas propias de la situación y que el lector ya conoce de sobra, por lo cual escribiremos únicamente el principio de las frases:

–Pero ¿y cómo tú…

–¿Quién iba a suponer que…

–¿Y dónde has…

–¿Por qué…

–Explícame el…

–Dime cómo…

"Etcétera, etcétera."

A una de las últimas preguntas de Zamb, Fermín contestó:

–¿Que si soy rico? Tengo siete millones de pesetas.

Zambombo hubo de hacer un violento esfuerzo para cerrar la boca, que insistía en quedársele abierta.

–Veo -agregó Fermín- que no andas muy bien de fondos… No te preocupes. Mañana abriré a tu nombre una cuenta corriente de tres millones. ¿Te conviene? ¿Tendrás bastante?

Zamb, súbitamente galvanizado por la esperanza, oprimió una de las rodillas de Fermín:

–¿Hablas por casualidad en serio? ¿No es una broma estúpida?

Fermín estuvo a pique de ofenderse:

–¡Qué imbécil! -barbotó-. Te merecías que hablase en broma. Pero te hablo en serio. Tengo siete millones de pesetas. ¿Tú sabes lo que dan de sí siete millones de pesetas?…

–Dan de sí más que un jersey de lana -replicó Zamb, que se había puesto de pronto de un excelente humor.

–Me sobra dinero -dijo Fermín-. Ayer mismo estuve pensando lo que podría hacer con el dinero que me sobra. Dudaba entre edificar un sanatorio de tuberculosos o montar una fábrica de patatas fritas.

–Da lo mismo -aclaró Zamb-. Y para las dos cosas tendrías mucho público.

–Pero hoy ya no dudo. Los tres millones que no me hacen falta, pasarán a tu poder.

–Pues, chico, no te doy las gracias, porque me parece inadmisible utilizar esa fórmula, que se emplea cuando le regalan a uno un cigarrillo, para responder al regalo de tres millones de pesetas.

–Sí, verdaderamente… Debía de existir otra palabra más importante para estos casos. Digan lo que quieran, el idioma español es pobre, ¿no?

–No es que el idioma español sea pobre. Lo que sucede es que hasta ahora no se había dado el caso en España de que un amigo le regalase a otro tres millones de pesetas, y, ¡claro!, no ha hecho falta inventar esa palabra nueva, que exprese el agradecimiento máximo…

–¿Y por qué no la inventas tú? Puesto que el caso se ha dado ya, es necesario inventar la palabra.

–Espera, a ver…

Zambombo estuvo un rato pensativo, mientras el auto corría, remontando la calle de Alcalá.

–¿Qué te parece carchofas?

–¿Cómo?

–Carchofas. En lugar de decir: "¡Muchas gracias!", se diría: "¡Muchas carchofas!". Y en vez de decir: "Te quedo muy agradecido", decir: "Te quedo muy acarchofado…" ¿Te gusta?

–Sí. Es bonito. Pero como se lo digas a otro que no sea yo, te rompen una pierna…

–Es que nadie en el mundo me volver  a regalar tres millones de pesetas y, por lo tanto, no tendré que decírselo a nadie.

–En ese caso…

–En ese caso, Fermín -concluyó Zamb algo emocionado-, ¡te doy miles de "carchofas" por tu gigantesco regalo y te juro solemnemente que mi "acarchofamiento" será eterno!…

Curioso episodio de don Chimborazo Popocatepetl

Cuando el auto pasaba frente a las Escuelas de Aguirre, Zambombo preguntó:

–Bueno, ¿y cómo te las has arreglado para llegar a rico? ¿Robando? Porque trabajando es imposible…

–¿Robando? -dijo Fermín-. No. Soy muy bruto para saber robar.

–¿Estafando, entonces?… Para estafar no hace falta ser inteligente; basta con tener aspecto de hombre de negocios y de persona formal.

–No. Tampoco he llegado a rico estafando -negó Fermín.

–Pues explícame -rogó Zamb- cómo has adquirido la fortuna… Mejor dicho: cómo "hemos" adquirido la fortuna.

–Es una historia curiosa. Verás.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y Fermín contó lo siguiente:

–Una tarde, en esa primera hora en que los que tienen que comer comen, y los que no tienen que comer emiten palabras feas, pasaba yo por una calle del barrio de Pozas.

–¿Cuál?

–No interrumpas, que está lloviendo.

Efectivamente: comenzaba a llover, y Fermín, después de elevar los cristales de las ventanillas, siguió:

En la casa número 17 había un entierro dispuesto a ponerse en marcha hacia la Almudena. Un entierro suntuoso; un entierro de unas 8.000 pesetas.

–¡Siempre fuiste un buen tasador!…

–Si vuelves a interrumpir, me callo.

–Habla, pero dame un cigarro, porque es la primera vez en la historia que un individuo comienza una narración sin repartir tabaco entre sus oyentes.

–Es verdad. ¡Toma! No me extrañó que el entierro fuese suntuoso; pero sí me extrañó muchísimo que no llevase detrás acompañantes. Encerrado el arcón mortuorio en el coche fúnebre, éste se puso en marcha seguido por un solo automóvil, absolutamente vacío. ¿Quién será esta pobre persona, al parecer rica, que se halla tan abandonado en el mundo?, me preguntaba yo, parado en la acera. Y en esto un caballero vestido de luto, de labios abultados y nariz prominente, que, visto de perfil, tenía cara de serrucho, se dirigió a mí para decirme:

–¿Vamos?

Yo, por no contradecirle, le repliqué:

–Vamos…

Y ambos echamos a andar detrás de la carroza negra. Recorrimos varias calles sin cruzar la palabra. En una plazoleta, el coche negro se detuvo. Nosotros nos detuvimos también.

–Aquí se despide el duelo -anunció el caballero de la cara de serrucho-. ¿Se queda usted o sigue hasta el cementerio?

Dudé, desparramando una mirada a mi alrededor. Vi que uno de los caballos empenachados agitaba de alto abajo su cabeza, como si "dijera que sí", y juzgando aquello de buen augurio, contesté:

–Sigo hasta el cementerio.

–Entonces, permítame que le ofrezca un sitio en mi automóvil.

Y el caballero de la cara de serrucho me hizo subir al auto vacío que escoltaba el duelo. Ya en marcha, me dijo con tono conmiserativo:

–Qué desgracia, ¿eh?

–¡Tremenda! -exclamé yo, poniéndome en situación y confiando en que acabaría por enterarme de quién era el muerto y de las circunstancias de la desgracia.

–Quién iba a pensar que don Chimborazo…

–¡Ya, ya! ¡Pobre Chimborazo!… Diga usted, ¿ha muerto de una erupción?

–No. De pulmonía triple.

–¿Es que tenía tres pulmones?

–Tenía todo lo que le daba la gana: era riquísimo.

Al llegar al cementerio, yo sabía:

1. "Que el muerto se llamaba don Chimborazo Popocatepetl."

2. "Que era un mexicano millonario y sin familia."

3. "Que no conocía a nadie en Madrid."

4. "Que en la vecindad decían de él que estaba más loco que un cangrejo de río."

5. "Y que le había gustado siempre coleccionar pisapapeles."

No era mucho saber, pero era algo.

Don Chimborazo se dejó enterrar rápidamente y sin protestas. Un cuarto de hora después de haber entrado en la Almudena, salíamos de nuevo.

–¿Va usted a Sol? -me preguntó el señor de la cara de serrucho.

–Sí.

–Le dejaré allí.

Y en seis minutos, el auto nos llevó a la Puerta del Sol. Me despedí de aquel caballero y salté a tierra. Entonces él apoyó una de sus manos en mi hombro izquierdo y me trasladó estas palabras extraordinarias:

–Tengo el gusto de comunicarle, señor, que don Chimborazo Popocatepetl, que en paz descanse, ha dejado su fortuna a todas las personas que asistiesen a su entierro. Soy el notario y he seguido al coche mortuorio hasta el cementerio con el exclusivo fin de dar fe de los asistentes al acto. Ahora bien: como el único asistente ha sido usted, usted es el heredero universal de don Chimborazo. Su fortuna asciende a siete millones de pesetas. Tenga, pues, la bondad de pasarse mañana, a las cinco, por mi despacho para formalizar las cosas…

Cuando acabó de hablar el señor de la cara de serrucho, yo había perdido el conocimiento y tuvieron que meterme en volandas en una farmacia.

Hasta las dos de la madrugada del día siguiente no recobré el habla. Hasta una semana más tarde no empecé a conocer a las personas. Y tardé un mes en poder firmar de un modo legible.

El caballo, a régimen

Zambombo estaba maravillado del episodio de don Chimborazo. Fermín concluyó de esta manera:

–Comprenderás -le dijo a Zamb que a mí me hablan mal de don Chimborazo Popocatepetl, y asesino con dinamita al que sea.

–Claro, claro…

–Y te explicarás también por qué venimos al cementerio: todas las semanas le traigo flores a don Chimborazo; pero no un ramo ni dos, sino cien kilos de flores cada vez. ¿No las ves ahí delante?

Y señaló al frente. Por los cristales del parabrisas, Zamb descubrió, abriendo marcha, el "taxi" cargado de flores que tanto le había extrañado al pasar por la Puerta del Sol.

–Y los primeros de mes -añadió Fermín- me hago acompañar de un pirotécnico y, delante de la tumba de aquel santo, que se llamó don Chimborazo Popocatepetl, quemamos una vistosa colección de fuegos artificiales.

–¿Te lo permiten los guardias del cementerio?

–Con oro todo se alcanza -sentenció Fermín-. Los únicos que no me perdonaban las sesiones de pirotecnia eran los fuegos fatuos. Afortunadamente he hecho correr la voz de que ellos brillan más que mis fuegos artificiales, y, como son fatuos, se lo han creído fácilmente, y ahora viven tan satisfechos y tan orondos…

–Veo que sabes ser agradecido… -murmuró Zambombo, poniendo cara de circunstancias agravantes.

–¿Agradecido? Fíjate en este detalle: ¿te acuerdas de que uno de los caballos del coche fúnebre de don Chimborazo fue el que me decidió a llegar hasta el cementerio la tarde de autos, moviendo la cabeza de arriba abajo, como si afirmase? Pues he comprado el caballo a la Empresa de Pompas Fúnebres, y le he construido una cuadra para él solo, con alfombras, cuarto de baño, sala de billar y aparato de radio de cinco lámparas. De alimento no le doy más que remolacha, que para los caballos constituye una deliciosa golosina.

–¿Y el animal está contento?

–¡Contentísimo! Lo malo es que, como la remolacha produce tanto azúcar, se está volviendo diabético. Pero se curará, porque le he puesto a régimen.

–¿Y el régimen en qué consiste?

–En no permitirle mojar pan en las comidas.

"Amor se escribe sin hache"

Con su nueva fortuna de tres millones de pesetas (renta mensual de 11.250), Zamb comenzó a vivir igual que un príncipe de opereta vienesa con música de Leo Fall.

Su pesimismo había huido, asustado por el rasguear de la pluma en el "carnet" de cheques.

Por las mañanas se paseaba sobre un caballo ("pur-sang" -premio "Derby" 1925-) delgado, largo y sedoso, como las trenzas de una antigua educanda.

Por las tardes se disparaba en un "Bugatti" (Gran Prix), azul, vertiginoso e infatigable, como las aguas del Mediterráneo.

Por las noches se metía en los "cabarets", y salía de ellos con una borrachera agresiva, insultante y optimista, como un semanario satírico.

Y volvió a manchar de vinos caros sus "smokings" y sus "fraques".

Pero todavía se resistía Zamb a poner los ojos en un rostro o en un cuerpo de mujer.

Fermín le dio el empellón definitivo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Una noche, Fermín Martínez -don Fermín Martínez- se presentó en la casa-palacio de Zambombo -don Elías Pérez Seltz-, acompañado de dos señoritas de pelo negro, remos finos, pupilas brillantes, senos altivos, brazos blancos, bocas rojas y verguenza ausente.

–Te presento a mis amigas, Dolly y Molly -dijo Fermín (1)-. Las traigo para que nos vayamos a cenar juntos. Tú y yo nos dedicaremos a recordar el pasado y estas señoritas se dedicarán a las labores propias de su sexo.

–Gracias -replicó Zamb-, pero yo no voy. Me revientan las mujeres.

Al oír aquello, Dolly y Molly se sintieron súbitamente enamoradas de Zambombo.

Fermín cogió un habano de una caja de ebonita y se volvió a Zamb.

–No seas bruto -le aconsejó con cariñosa amabilidad-. Sin mujeres, la vida es como un rascacielos sin ascensor. O te vienes con nosotros a cenar, o te doy diez bofetadas consecutivas.

–Bueno: iré para que no te molestes en mover las manos…

Y le pidió a un criado el sombrero, el abrigo, el bastón y los guantes.

En la puerta discutieron el itinerario.

Zambombo dijo al fin:

–¿Por qué no nos vamos a aquel "bar" de Cuatro Caminos en donde nos vimos la última vez el año pasado?

–¿"El Polo Norte"?

–Eso. "El Polo Norte". Tendría gracia, ¿no?

–Sí. No estaría mal.

Y se fueron: en el "Metro", como cuatro castizos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

Su entrada en el "bar" produjo bastante expectación. Pronto, todo el local estuvo atestado de los perfumes de Dolly y Molly.

Fermín interviuvó al camarero:

–¿El "vermouth" está frío?

–Lo conservamos entre "icebergs".

–Pues trae cuatro "vermouths" de aperitivo, y la "carta"… ¡Ah! Procura que en los "vermouths" no caiga ningún oso blanco…

–Muy bien. Se lo advertiré al encargado del mostrador.

Entonces Molly, cuyas finas piernas establecían estrecho contacto, por debajo de la mesa, con las piernas de Zambombo, le dijo al joven:

–Oye… ¿y por qué te revientan las mujeres?

Zamb fue a contestar; pero se adelantó Fermín:

–Porque éste -explicó señalándole ha tomado demasiado en serio el amor, sin fijarse en que "amor" se escribe sin hache.

Dolly y Molly -como hacen todas las mujeres cuando no entienden una cosa- se echaron a reír. (Por eso ríen tanto al cabo del día.)

–¡Chits! Nada de reírse… -protestó Fermín-. Estoy hablando en serio. Las cosas importantes, las únicas cosas importantes que existen en el mundo, se escriben con hache, y, por el contrario, se escriben sin hache las infinitas cosas que no tienen importancia.

–Explica eso -pidió Zambombo, interesado.

–No hace falta explicarlo. Basta con repasar el diccionario. Busca las cosas trascendentales, y sólo las hallarás en la H. Los "hijos", con hache; el "honor", la "honra", con hache; Dios ("Hacedor Supremo"), con hache; "hombre", con hache; la materialización de Cristo (la "Hostia"), con hache; la "hidalguía", con hache; el "habilitado", que es el que paga, con hache…

Hubo nuevas risas.

–Os hago reír, ¿verdad? Reír es lo más importante del mundo: y "humorismo" se escribe con hache…

–¿Y comer? ¿No es importante comer?

–Ya lo creo… Por eso, los alimentos principales se escriben con hache: "harina", "huevos"… ¿Tiene importancia el día de mañana? No, porque aún no ha llegado. ¿Tiene importancia el día de ayer? No, porque ha pasado ya. Pero el día de "hoy", que es importantísimo, ya se escribe con hache. ¿Y hay algo tan importante como el "hambre"? ¿Y como la "higiene"?… Amigo se escribe sin hache, pero cuando es un amigo de verdad, entonces se escribe con hache, porque se le llama "hermano"… Un mineral conmocionó el mundo, fue padre de todo y creó la civilización: el "hierro". "Honradez" se escribe con hache…

Fermín hizo una pequeña pausa para agregar:

–Todos los símbolos de las cosas importantes tienen su hache correspondiente… "Hecatombe", o sea el siniestro máximo; la "hidra", lo más dañino; el "hada", lo más benéfico; la "hélice", que es lo que impulsa; el "hueso", que sostiene el edificio humano; "Hércules", que es la fuerza; "hermosura", que es la belleza; "horrible", que es la fealdad, con los superlativos de "horroroso" y "horrendo"; el "himeneo", que representa el matrimonio; los "himnos", que sintetizan el ideal patriótico de los pueblos; el "hogar", refugio de los que tienen la misma sangre… Y esa misma sangre, ¡tan importante!, es la "hemoglobina"… y cuando esa preciosa sangre se vierte, cosa gravemente trascendental, surge la "hemorragia"… El fuego se representa con la "hoguera" y el frío con el "hielo". Dos verbos imprescindibles, que personalizan el esfuerzo humano de muchos siglos, son "hacer" y "hablar". "Humanidad" se escribe con hache. Y la Humanidad dio un paso gigantesco cuando empezó a usar el "hilo" para confeccionar sus ropas. La altura mayor del planeta es el "Himalaya", y el primer médico, "Hipócrates", y el primer poeta, "Homero", y los mejores cigarros, los "habanos"… y ahí, en la moderna América del Norte, tenéis un río, que por sí solo ha creado un pueblo nuevo, una raza nueva, y que ¡naturalmente!, se escribe con hache; me refiero al "Hudson".

–¿Y el valor? ¿El valor no es importante? -dijo Zambombo-. Y sin embargo…

–Cuando el valor llega a ser algo importante, nace el "heroísmo"; es como el caballo, ese simpático animal que también se escribe sin hache, pero que cuando es verdaderamente bueno, tiene hache, puesto que se le destina al "hipódromo"; y todo lo relativo al caballo es "hípico"… Al asesinato de un ser humano se le llama "homicidio". El…

–¿Y el Sol?… ¡Sol se escribe sin hache! -interrumpió Dolly.

–¡Ignorante! ¿No sabes que Sol es "Helios"? A veces hay que retroceder a la antiguedad para encontrar algunas haches destrozadas por el uso. El pueblo elegido de Dios fue el "hebreo"; el pueblo constructor y precursor, los "helenos", y el pueblo destructor y retrógrado, los "hunos". Y es importante la "Historia", que se escribe con hache, y cuando alguien ejecuta algo grande, se dice que ha llevado a cabo una "hazaña". ¡Pero, hombre! Si hasta las mejores barajas son las de Fournier, don "Heraclio".

Esta vez las risas se le contagiaron al camarero.

–Por eso -siguió Fermín- el amor, que no tiene importancia ninguna, se escribe sin hache. No debe tomarse en serio el amor… ¡"Amor" se escribe sin hache!… Hay que reírse de las cosas escritas sin hache…

–Vienes a darme a mí la razón -argumentó Zambombo- porque mujer se escribe sin hache.

–¡Naturalmente! ¡Pues claro! Porque tampoco a la mujer se la debe tomar en serio… Porque para ser feliz, para no sufrir, para no volverse pesimista y amargado, no hay que buscar en la mujer más que lo que yo busco, lo que se escribe con hache: la "hembra".

–¡Te he cazado, amigo! -dijo Zambombo apretando la palanquita de un sifón para llenar la copa del "vermouth"-, porque tú y yo tenemos en gran abundancia una cosa, que es archiimportante y que, no obstante, se escribe sin hache…

–¿El qué?

–El dinero.

Fermín quedó pensativo. Por un momento, pareció derrotado; pero, en seguida, se rehízo y exclamó en tono triunfal:

–¿Y "herencia"? ¿Es que "herencia" no se escribe con hache? ¡Pues entonces!…

" " "

Y ahora, el autor, se cree en el deber de concluir su trabajo con otra frase (no menos importante) y que también se escribe con hache.

El autor se refiere a aquella hermosa locución latina, que dice: "Habent sua fata libelli".

O lo que es lo mismo: "los libros tienen su fin".

Fin de la novela

Madrid.- 29 de septiembre de 1928.

Este libro se escribió en 96 días, distribuidos en diferentes épocas del año 1928 y en los siguientes lugares: Café Universal. – Café Europeo. Café Varela. – Café Castilla. Café Español. – Café España. Cuevas del Hotel Nacional. – Café Gijón. – Café Recoletos. – Granja del Elenar. – Negresco. – Café de las Salesas. – Savoia. – Café Lisboa. – Fonda de la estación de Cercedilla. – Campamento de la Fuenfría. – Vagón restaurant del correo de Barcelona. – Vagón restaurant del expreso de Irún. – Vagón de tercera del ligero de Segovia. – Café Herrenhof y Café Sacher (Viena). Café Woer y Café Aschinger (Berlín). – Café Dar Abbas (Constantinopla). – Café Teofaní (El Cairo). – Bar Chumbica (Glorieta de Cuatro Caminos). – Vagón restaurant de un r pido de la P. L. M. – Vagón de tercera de un corto de Guadalajara. Café Kutz. – Café Oriental. Cervecería Millares y Domicilio del autor.

El número aproximado de las consumiciones hechas hasta rematar el libro, contando con que el autor al trabajar sólo toma café, alcanza a unos 112 cafés, que al precio medio de 80 céntimos, eleva la suma de gastos desembolsada a 90 pesetas con 60 céntimos. Agregando el 20 por 100 de propinaje, resulta un total de pesetas 99, lo que prueba que la literatura no es un deporte caro.

Se utilizó una estilográfica marca "Park" y medio litro de tinta de diversas marcas.

Notas

El París de Zambombo

(1) Estación de Quai d'Orsay. Yo escribo solamente "el Quai" para presumir de hombre de mundo, pues una novela de amor que no tenga algo de mundanismo es tan inconcebible como una mosca que no contagie ninguna enfermedad.

Honorio y Mignonne

(1) Llamados también saltinsillis y saltinmesis y saltincamis. Depende de lo que salten mejor.

(2) Modas en vigor cuando se escribió este fragmento de la novela: primavera de 1928.

La luna, las estrellas y el tope del furgón

(1) Invito a algunos de los poetas que andan sueltos por ahí a que escriban un madrigal más delicado y mejor dicho que el que acababa de construir Zambombo. Y conste que sólo lo señalo para hacer justicia a mi protagonista, cosa que es, a ratos, conveniente.

Palabras en alemán

(1) Alusión hípico-histórica, del mejor gusto, que da al relato una brillante universalidad.

La "Maison Tao" y la violación por sorpresa

(1)Si a unas señoras se les llama en español "viejas grullas", no se les ofende mucho. Pero si se lo llama uno en francés, no se les puede hacer una ofensa más grande. (Lady Brums lo dijo en francés.)

(2) –¡Oh! ¡Mi todo pequeño!… ¡Que yo te amo! "Traducción hecha con el sistema que emplean los traductores profesionales y algunos otros que, no siendo profesionales, tampoco saben traducir".

El suceso del Barrio de Passy

(1) ¡Papá! ¡Mamá!…

(2) ¡Mi querida muñeca!

(3) ¡Caramba! ¡Caramba!

(4) ¡Mamá!… Papá!…

(5) Pero, ¿qué ha sucedido? (6) Ya ves…

(7) ¡Papá! ¡mamá! ¡Papá!

("Hemos conservado el diálogo en francés para darle más sabor local")

Fantomas a media noche

(1) Rompecabezas muy utilizado por las tribus "Comanches" de pieles rojas. (Véanse las "Aventuras de Búfalo Bill".)

(2) Imperativo del verbo "subir". (Forma singular.)

(3) Imperativo del verbo "subir". (Forma plural.)

Días de amor y de fatiga

(1) En París todavía se tocan valses, aunque esto parezca imposible. (En aquella época nacía el "Ramona".)

(2) Repetimos a las lectoras que estas modas eran las que estaban en vigor en la primavera de 1928.

En los bajos fondos de París

(1) Origen del freno automático.

(2) "Bigotes alpinistas." Es lo mismo que "bigotes con guías".

(3) Nombre dado al vaso de menta. (Diccionario Larousse. 50 edición. Letra V. Página 2.332. Capicúa.)

(4) Ya hemos dicho en otra ocasión que Sylvi es el diminutivo de Sylvia.

Lo que era "rodar por la alfombra"

(1) En Francia se les llama "arrondissements", en su afán de poner motes a las cosas.

(2) El lector debe disculpar semejante abundancia de palabras francesas, no olvidando, ni por un momento, que nos hallamos en París.

Sylvia adopta una actitud resuelta

(1) No nos cansaremos de advertir a las señoras que estas modas fueron las de la primavera de 1928.

El juramento de pasta

(1) Cuando el lector vaya a Rotterdam, debe visitar también esos sitios, que a lo mejor se creer que son otros tantos camelos…

Una escena de amor original

(1)Estas sábanas eran de Holanda, lo que no debe chocarnos, porque, como se recordará, nos hallamos en Rotterdam.

La visión de Londres

(1) Fíjese el lector en que los puntos cardinales están puestos en inglés.

(2) Véase, a propósito de esto, una nueva diferencia entre Inglaterra y España… En España, los aragoneses viven en Madrid; los catalanes, en Madrid; los valencianos, en Madrid; los vascos, en Madrid; los extremeños, en Madrid. Se da el

caso de que en Madrid viven hasta los madrileños.

La discreción del honorable Stappleton

(1) Esta torre, en la que pocos viajeros han reparado, se halla en París.

Toda convalecencia es dulce

(1) "La Casualidad es la décima musa".- "Novejarque."

Proa al Perú

(1) Conviene hacer constar que en la primera y segunda edición de esta novela el capítulo presente acababa exactamente igual a como acaba ahora en la octava edición.

A bordo del "Gillette"

(1) Despreciable juego de palabras (el de las "esclusas" y el "escluso") que he incluido para que algunos compañeros tengan ocasión de decir que la novela es una facha.

Cálculos y preparativos de instalación

(1) En las costas del Pacífico, la luna no se oculta de día, como ocurre en el resto del planeta, sino que permanece visible en el cielo para facilitar los trabajos de orientación a los náufragos, tan abundantes en aquellas regiones. (2) Obsérvese cómo un hombre decidido y audaz lleva en su mismo organismo los recursos necesarios para vencer los obstáculos que pueda opo nerle una naturaleza salvaje. (3) Pero ¿quién será  Perkins, Dios mío?

(4) Puede calcularse que por cada 100 kilos que le caen en la cabeza a un ser humano, permanece desmayado un minuto. Como en 10.950 kilos hay, aproximadamente, 109 veces 100 kilos resulta que Zambombo y Sylvia estuvieron desmayados durante 109 minutos, o sea, dos horas menos once. No nos explicamos, por tanto, por qué al volver en sí era ya de noche.

Los "piscis rodolphus valentinus"

(1) Ciertamente que esos peces solo viven en alta mar, por lo cual el fenómeno de que se hallasen en el litoral de la isla no puede atribuirse más que a una inexplicable equivocación de ellos mismos, equivocación que -como se ver - había de resultar feliz para los náufragos.

La tragedia

(1) Las traduciré en pesetas para darme tono de financiero ya curtido. Son unas 35.000 pesetas. Efectivamente, resultaba caro, aun cuando el cálculo está mal hecho.

Los  áspides verdes

(1) Primera vez en la historia de las citas que dos hombres acuden a punto y a un tiempo.

(2) Bueno, ¿y de esto qué me dicen ustedes?

Divagación sobre el misoginismo

(1) Arencibia no recordaba el título de la tragedia a que se refiere. Lo diré yo. La tragedia en cuestión se titulaba "Hippolytos". Díez-Cañnedo, ese señor gordo que dicen que es crítico de teatros, hizo la crítica el día del estreno y aseguró que el autor llegaría a escribir cosas.

Stappleton y los bandidos

(1) A nadie debe extrañar que Zamb fuese a tomar el "Metro" de Sol Ventas, puesto que iba a sol-ventar un asunto.

"Amor se escribe sin hache"

(1) Dolly y Molly, abreviaturas de Dorotea y Emerenciana.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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