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Aristóteles, ética a Nicómaco (página 2)



Partes: 1, 2

Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, [24] unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza donde quiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas, que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro asunto.

Por lo pronto el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente aquella para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres corrompidos o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a la de un señor y la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo; y la razón manda al instinto como un magistrado, como un rey; porque evidentemente no puede negarse, que no sea natural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte la relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer. [25]

Esta es también la ley general, que debe necesariamente regir entre los hombres. Cuando es uno inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal es la condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro, es el no poder llegar a comprender la razón, sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo demás, la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.

Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su apariencia corporal como lo son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto, hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.

Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa.

Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención [26] en virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal le estiman muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo{9}.

Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La causa de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es, que la virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y que la victoria supone siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer por tanto que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y por los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí igualmente débiles y falsas; porque podría creerse en vista de ambas, tomadas separadamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la superioridad del mérito.

Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera los hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así los partidarios de esta opinión{10} tienen el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo que se llama esclavitud natural; y esto es precisamente lo que hemos preguntado desde el principio.

Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las personas de que acabamos de [27] hablar, se creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes; pero por el contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues, que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así la Helena de Theodecto exclama:

¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?

Esta opinión viene precisamente a asentar sobre la superioridad y la inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo, entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de padres distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un hombre produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.

Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener que esta distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el servir como esclavo y al otro el reinar como señor; se puede sostener, en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente la autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. El interés de la parte es el del todo; el interés del cuerpo es el del alma; el esclavo es una parte del señor, es como una parte viva de su cuerpo, aunque separada. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca benevolencia; sucediendo todo lo contrario, cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al uno señor y al otro esclavo.

Esto muestra con mayor evidencia, que el poder del señor y el del magistrado son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las autoridades no se confunden en una sola: la una recae sobre hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, la autoridad doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene cierta naturaleza; y por distinciones semejantes es uno esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la ciencia que deben practicar ni más [28] ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que estaban en esclavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase muy bien extender sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de preparar las viandas{11} o cualquiera otra de este género, puesto que unos servicios son más estimados o más necesarios que otros, y que, como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor. Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no tanto porque posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta ciencia en verdad no es muy extensa ni tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben saber hacer. Y así, tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, cede su puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política o a la filosofía.

La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa algo de la guerra y de la caza.

No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del esclavo.

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{6} Teopompo, historiador contemporáneo de Aristóteles, refiere (Ateneo, lib. VI, pág. 265) que los Quiotes fueron los que introdujeron la costumbre de comprar los esclavos, y que el oráculo de Delfos, al tener conocimiento de semejante crimen, declaró: que los Quiotes se habían hecho merecedores de la cólera de los dioses. Esto sería una especie de protesta del cielo contra este abuso de la fuerza. S. H., pág. 12.

{7} Platón habla de este talento de Dédalo en el Eutifron y en el Menon.

{8} Iliada, XVIII, 376.

{9} En la guerra del Peloponeso se degollaba a los prisioneros, y lo refiere Tucídides como si fuera el hecho más indiferente. Lib. I, capítulo XXX, lib. II, cap. V.

{10} En la República aconseja Platón a los griegos que no reduzcan a esclavitud a los griegos y sí sólo a los bárbaros.

{11} La cocina de Siracusa tenía gran reputación. Véase el lib. III de la República de Platón.

Política · libro primero, capítulo III

De la adquisición de los bienes

Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo nuestro método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición de los bienes.

La primera cuestión que debemos resolver, es si la ciencia de adquirir es la misma que la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una ciencia auxiliar. Si no es más que esto último, ¿lo será al modo que el arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte de tejer? ¿O como el arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servicios de estas dos artes subsidiarias son realmente muy distintos: lo que suministra la primera es el [29] instrumento, mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo por materia la sustancia que sirve para fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante, el metal que emplea el estatuario. Esto prueba, que la adquisición de los bienes no se confunde con la administración doméstica, puesto que la una emplea lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración doméstica pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la familia?

Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta administración, o si es una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee esta ciencia debe conocer las fuentes de la riqueza y de la propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza abrazan objetos muy diversos. En primer lugar puede preguntarse, si el arte de la agricultura, y en general la busca y adquisición de alimentos, están comprendidas en la adquisición de bienes, o si forman un modo especial de adquirir. Los modos de alimentación son extremadamente variados, y de aquí esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los animales, ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos; variaciones que son precisamente las que diversifican la existencia de los animales. En el estado salvaje unos viven en grupos, otros en el aislamiento, según lo exige el interés de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros frugívoros y otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección de alimentos es para lo que la naturaleza les ha destinado a un género especial de vida. La vida de los carnívoros y la de los frugívoros difieren precisamente en que no gustan por instinto del mismo alimento, y en que los de cada una de estas clases tienen gustos particulares.

Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos de existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que sin pena y sin trabajo se alimentan de la carne de los animales que crían. Sólo que, viéndose precisados sus ganados a mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo vivo. Otros subsisten con aquello de que hacen presa, pero no del mismo modo todos; pues unos viven del pillaje{12}, y otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de los estanques o de los lagos, o en las orillas de los [30] ríos o del mar; y otros cazan las aves y los animales bravíos. Pero los más de los hombres viven del cultivo de la tierra y de sus frutos.

Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre sólo tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir para atender a su subsistencia al cambio ni al comercio: nómada, agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos que viven cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando del uno lo necesario para llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y salteadores, cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede con los demás que abrazan el género de vida que la necesidad les impone.

Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los animales a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar todo su desarrollo. Ciertos animales en el momento mismo de la generación producen para el nacido el alimento que habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí mismo. En este caso se encuentran los vermíparos{13} y los ovíparos. Los vivíparos llevan en sí mismos, durante un cierto tiempo, los alimentos de los recién nacidos pues no otra cosa es lo que se llama leche. Esta posesión de alimentos tiene igualmente lugar cuando los animales han llegado a su completo desarrollo, y debe creerse que las plantas están hechas para los animales, y los animales para el hombre. Domesticados, le prestan servicios y le alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la mayor parte, a su subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades, suministrándole vestidos y otros recursos. Si la naturaleza nada hace incompleto, si nada hace{14} en vano, es de necesidad que haya creado todo esto para el hombre.

La guerra misma es en cierto modo un medio natural de adquirir, puesto que comprende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que, nacidos para obedecer, se niegan a someterse; es una guerra que la naturaleza misma ha hecho legítima.

He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma [31] parte de la economía doméstica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo, so pena de no poder reunir los medios indispensables de subsistencia, sin los cuales no se formarían ni la asociación del Estado ni la asociación de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la única riqueza verdadera, y todo lo que el bienestar puede aprovechar de este género de adquisiciones, está bien lejos de ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón:

«El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.»

Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las demás artes. En efecto, no hay arte, cuyos instrumentos no sean limitados en número y extensión; y la riqueza no es más que la abundancia de los instrumentos domésticos y sociales.

Existe por tanto evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a los jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto cuáles eran sus fuentes.

Resta ahora este otro género de adquisición que se llama más particularmente y con razón la adquisición de bienes, y respecto de la cual podría creerse que la fortuna y la propiedad pueden aumentarse indefinidamente. La semejanza de este segundo modo de adquisición con el primero es causa de que ordinariamente no se vea en ambos más que un solo y mismo objeto. El hecho es, que ellos no son ni idénticos, ni muy diferentes; el primero, es natural, el otro no procede de la naturaleza, sino que es más bien el producto del arte y de la experiencia. Demos aquí principio a su estudio.

Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de la misma manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un zapato puede a la vez servir para calzar el pie o para verificar un cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble uso. El que cambia un zapato por dinero o por alimentos con otro que tiene necesidad de él, emplea bien este zapato en tanto que tal, pero no según su propio uso, porque no había sido hecho para el cambio. Otro tanto diré de todas las demás propiedades; pues el cambio efectivamente puede aplicarse a todas, puesto que ha nacido primitivamente entre los hombres de la abundancia en un punto y de la escasez en otro de las cosas necesarias para la vida. Es demasiado claro, que en este sentido la venta no forma en manera alguna parte de la [32] adquisición natural. En su origen, el cambio no se extendía más allá de las primeras necesidades, y es ciertamente inútil en la primera asociación, la de la familia. Para que nazca, es preciso que el círculo de la asociación sea más extenso. En el seno de la familia todo era común; separados algunos miembros, se crearon nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero diferentes que los de las primeras, y esto debió necesariamente dar origen al cambio. Este es el único cambio que conocen muchas naciones bárbaras; el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.

Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un modo de adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la satisfacción de nuestras necesidades naturales. Sin embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el origen de la riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se transformaron, desenvolviéndose mediante la importación de los objetos de que se carecía y la exportación de aquellos que abundaban, la necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las cosas indispensables a la vida son naturalmente difíciles de transportar.

Se convino en dar y recibir en los cambios una materia, que, además de ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello particular, que es el signo de su valor. Con la moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia. Esta es la causa de que se suponga muchas veces, que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y sin embargo, este dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no [33] teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de hambre?{15} Es como el Midas de la mitología que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de su mesa.

Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son preciosos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna, que nace de esta nueva rama de adquisición, parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término.

Estas dos especies de adquisición tan diferentes, emplean el mismo capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecentamiento [34] indefinido del dinero, y la otra otro muy diverso; esta semejanza ha hecho creer a muchos, que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor, que sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.

Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo superfluo; habiendo hecho ver lo que son estos medios, y cómo pueden convertirse para nosotros en una necesidad real. En cuanto al arte que tiene por objeto la riqueza verdadera y necesaria, he demostrado que era completamente diferente del otro, y que no es más que la economía natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte que, lejos de ser infinito como el otro, tiene, por el contrario límites positivos.

Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a saber, si la adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de familia y del jefe del Estado. Ciertamente es indispensable suponer siempre la preexistencia de estos bienes. Así como la política no hace a los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da, y se limita a servirse de ellos; en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos los primeros [35] alimentos que proceden de la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y después queda a cargo del jefe de familia disponer de estos dones, como convenga hacerlo; así como el fabricante no crea la lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus cualidades y sus defectos, y conocer la que puede o no servir.

También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma parte del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto que los miembros de la familia necesitan tanto la salud como el alimento o cualquier otro objeto indispensable para la vida. He aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe del Estado deben ocuparse de la salud de sus administrados, por otra parte este cuidado compete, no a ellos, sino al médico. De igual modo lo relativo a los bienes de la familia hasta cierto punto compete a su jefe, pero bajo otro no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe suministrarlos. A la naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la primera materia. A la misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues en efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite la vida; y he aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza natural, que todos los hombres saben explotar.

Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir, comercial y doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla con no menos motivo despreciada{16}, por no ser natural y sí sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para execrar la usura, porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el destino para que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio, y el interés, que de él se saca, le multiplica, como lo indica claramente el nombre que le da la lengua griega. Los padres en este caso son absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero producido por el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a la naturaleza. [36]

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{12} Como observa Tucídides (lib. I, cap. V), el hacer esto no era una cosa deshonrosa en los primeros tiempos de la Grecia.

{13} Sin duda Aristóteles se refiere a aquellos insectos cuyos huevos son demasiado pequeños para poderse descubrir a simple vista.

{14} Principio de las causas finales de que Aristóteles hace un uso muy frecuente.

{15} Montesquieu observa, que las inmensas cantidades de oro y plata del nuevo mundo no impidieron que España cayera en la miseria, ocasionada por una multitud de causas.

{16} Platón ha explicado con gran claridad y con más moderación que Aristóteles las causas del desprecio en que cayó en general el comercio.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

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Santiago de los Caballeros,

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2015.

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