La condena, de Franz Kafka – Monografias.com
La condena, de Franz Kafka
Era domingo por la mañana 21 en lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante,· estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera que se extendía a lolargo del río en forma de hilera, y que sólo se distinguía entre sí por la altura y el color.
Acababa de terminar una carta a un amigo de su juventud que se encontraba en el extranjero, la ce-rró con lentitud juguetona y miró luego, con el codo apoyado sobre el escritorio» por la ventana, hacia el río, el puente y las colinas de la otra orilla con su color verde pálido 22.Reflexionó sobre cómo este amigo, descontento de su éxito en su ciudad natal, había literalmente huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio en San Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que desde hacíatiempo parecía haberse estancado, tal como había lamentado el amigo en una de sus cada vez más infrecuentes visitas.
De este modo se mataba inútilmente trabajando en el extranjero, la extraña barba sólo tapaba con dificultad el rostro bien conocido desde los años de la niñez, rostro cuya piel amarillenta pareciamanifestar una enfermedad en proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una auténtica relación con la colonia de sus compatriotas en aquel lugar y apenas relación social algunacon las familias naturales de allí y, en consecuencia, se hacia a la idea de una soltería definitiva.¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se le debía quizá acon- sejar que volviese a casa, que trasladase aquí su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo cual no existía obstáculo» y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los amigos? Pero esto no significaba otra cosa que decirle al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndole aún más, que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía, por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que todos, con los ojos muy abiertos de asombro, le mirasen como a alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él era como un niño viejo, que debía simple- mente obedecer a los amigos que se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.
¿E incluso entonces era seguro que tuviese sentido toda la amargura
que había que causarle? Quizá ni siquiera se consiguiese traerle
a casa, él mismo decía que ya no entendía la situación
en el país natal, y así permanecería, a pesar de todo,
en su extranjero, amargado por los consejos y un Poco más distanciado
de los amigos. Pero si siguiera real mente el consejo y aquí se le humillase,naturalmente
no con intención sino por la forma de actuar, no se encontraría
a gusto entre sus amigos ni tampoco sin ellos, se avergonzaría entonces
no tendría de verdad ni hogar ni amigos. En estas circunstancias ¿no
era mejor que se quedase en el extranjero tal como estaba? ¿Podría
pensarse que en tales circunstancias sal- dría realmente adelante aquí?
Por estos motivos, y si se queda mantener en pie la relación
epistolar con él, no se le podían hacer verdaderas confidencias
como se le harían sin temor al conocido más lejano. Hacía
más de tres años que el amigo no había estado en su país
natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante la inseguridad
de la situación política en Rusia, que, en consecuencia, no permitía
la usencia de un pequeño hombre de negocios mientras que cientos de miles
de rusos viajaban tranquilamen- te por el mundo. Pero precisamente en el ranscurso
de estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg.
Sobre la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la
cual Georg vivía con su anciano padre en la misma casa, había
teni- do noticia el amigo, y en una carta había expresado su pésame
con una sequedad que sólo podía tener su origen en el hecho de
que la aflicción por semejante acontecimiento se hacía inimaginable
en el extranjero. Ahora bien, desde entonces, Georg se había enfrentado
al negocio, como a todo lo demás,con gran decisión. Quizá
el padre, en la época en que todavía vivía la madre, le
había obstaculizado para llevar a cabo una auténtica actividad
propia, por el hecho de que siempre quería hacer prevalecer su opinión
en el negocio. Quizá desde la muerte de la madre, el padre, a pesar de
que todavía trabajaba en el negocio, se había vuelto más
retraído. Quizá desempeñaban un papel importante felices
casualidades, lo cual era incluso muy probable; en todo caso, el negocio había
progresado inesperadamente en estos dos años, había sido necesario
duplicar el personal, las operaciones comerciales se habían quintuplicado,
sin lugar a dudas tenían ante si una mayor ampliación. Pero el
amigo no sabia nada de este cambio. Anteriormente, quizá por última
vez en aquella carta de condolencia, había intentado convencer a Georg
de que emigrase a Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que
se ofrecían precisamente en el ramo comercial de Georg.
Las cifras eran mínimas con respecto a las proporciones que había
alcanzado el negocio de Georg. Él no había querido contarle al
amigo sus éxitos comerciales y si lo hubiese hecho ahora, con posterioridad,
hubiese causado una impresión extraña. Es así como Georg
se había limitado a contarle a su amigo cosas sin importancia de las
muchas que se acumulan desordenadamente en el recuerdo cuando se pone uno a
pensar en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que mantener intacta la
imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su ciudad natal
durante el largo período de tiempo, y con la cual se había conformado.
Fue así como Georg, en tres cartas bastante distantes entre sí,
informó a su amigo acerca del compromiso matrimonial de un señor
cualquiera con una muchacha cualquiera, hasta que, finalmente, el amigo, totalmente
en contra de la intención de Georg, comenzó a interesarse por
este asunto. Georg prefería contarle estas cosas antes que confesarle
que era él mismo quien hacía un mes se había prometido
con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia acomodada. Con
frecuencia hablaba con su prometida de este amigo y de la especial relación
epistolar que mantenía con él. –Entonces no vendrá a nuestra
boda -decía ella–, y yo tengo derecho a conocer a todos tus amigos.
–
-No quiero molestarle -'-contestaba Georg—, entiéndeme, probablemente
vendría, al menos así lo creo, pero se sentiria obligado y perjudicado,
quizá me envidiaría y seguramente, apesadumbrado e incapaz de
prescindir de esa pesadumbre, regresaría solo, solo ¿sabes lo
que es eso?
–Bueno, ¿no puede enterarse de nuestra boda por otro camino?
–Sin duda no puedo evitarlo, pero es improbable dada su forma de vida.
–Si tienes esa clase de amigos, Georg, nunca debiste comprometerte.
–Sí, es culpa de ambos, pero incluso ahora no desearía
que fuese de otra forma. Y si ella, respirando precipitadamente entre sus besos,
alegaba todavía: –La verdad es que sí que me molesta. Entonces
era realmente cuando él consideraba inofensivo contarle todo al amigo.
–Así es como soy y así tiene que aceptarme —decía
él–. No pienso convertirme en un hombre a su medida, hombre que quizá
fuese más apropiado a su amistad de lo que yo lo soy. Y, efectivamente,
en la larga carta que había escrito este domingo por la mañana,
informaba a su amigo del compromiso que se había celebrado con las siguientes
palabras: «Me he re- servado la novedad más importante para el final.
Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha perteneciente
a una familia acomodada que se estableció aquí mu- cho tiempo
después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya
habrá oportunidad de contarte más detalles acerca de mi prometida,
baste hoy con decirte que soy muy feliz y que en nuestra mutua relación
sólo ha cambiado algo en cuanto que tú, en lugar de tener en mi
un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás
en mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá próximamente,
una amiga leal, lo que no deja de tener importancia para un soltero.Sé
que muchas cosas te impiden hacemos una visita, pero ¿acaso no sería
precisamente mi boda la mejor oportunidad de echar por la borda, al menos por
una vez, todos los obstáculos? Pero, sea como sea, actúa sin tener
en cuenta todo lo demás y según tu buen criterio»Georg había
permanecido mucho tiempo sentado en su escritorio con la carta en la mano y
el rostro vuelto hacia la ventana. Con una sonrisa ausente había apenas
contestado a un conocido que, desde la calle, le había saludado al pasar.
Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través
de uncorto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su
padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía
por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía contacto
con él en el negocio; comían juntos en una casa de comidas, por
la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero después la
mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con su periódico,
en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como ocurría
con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o, como
ahora, fuese a ver a su novia. Georg se extrañó de lo oscura que
estaba la habitación del padre incluso en esta mañana soleada,
tal era la sombra que proyectaba la alta pared que se elevaba al otro lado del
estrecho patio. El padre estaba sentado ante la ventana, en un rincón
adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el periódico,
que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual intentaba contrarrestar
una cierta falta de visión. Sobre la mesa estaban aún los restos
del desayuno, del que no parecía haber comido mucho.
–iAh Georg! –exclamó el padre, e inmediatamente se dirigió
hacia él. Su pesada bata se abría al andar y los bajos revoloteaban
a su alrededor. «Mi padre sigue siendo un gigante», se dijo Georg. –Esto está
insoportablemente oscuro –dijo a continuación. –Si, si que está
oscuro —contestó el padre. -'-¿También has cerrado la
ventana?
–Lo prefiero así -Fuera hace bastante calor —-dijo georg como
complemento a lo anterior, y se sentó. El padre retiró la vajilla
del desayuno y la colocó sobre una cómoda.
–La verdad es que sólo quería decirte —continuó
Georg, que seguía los movimientos del anciano totalmente aturdido—
que, por fin, he informado a San Petersburgo de mi compromiso. Sacó un
poco la carta del bolsillo y la dejó caer dentro de nuevo. –¿Cómo
que a San Petersburgo? -preguntó el padre.
–Si, a mi amigo —dijo Georg, y buscó los ojos del padre. «En
el negocio es completamente distinto», pensó. «Cuánto sitio ocupa
ahí sentado y cómo se cruza de brazos!»
–Sí, claro, a tu amigo —dijo el padre recalcándolo.
–Ya sabes, padre, que en un principio quería silenciar mi compromiso.
Por consideración, por ningún otro motivo. Tú ya sabes
que es una persona difícil. Puede enterarse de mi compromiso por otros
cauces, me dije, y si bien esto apenas es probable dada su solitaria forma de
vida, yo no puedo evitarlo, pero por mi mismo no debe enterarse. –
–¿Y ahora has cambiado de opinión? –preguntó el
padre. Puso el periódico en el antepecho de la ventana y sobre el periódico
las gafas que tapaba con las manos.
–Sí, ahora he cambiado de opinión. Si verdaderamente
se trata de un buen amigo, me he dicho, entonces mi feliz compromiso es también
para él motivo de alegría y por eso no he dudado más en
comunicárselo. Sin embargo, antes de echar la carta quería decírtelo
Georg —dijo el padre, y estiró la boca sin dientes–, escucha por una
vez. Has venido a mí por este asunto, para discutirlo conmigo. Esto te
honra sin duda alguna, pero no sirve para nada, y menos aún que para
nada, si no me dices ahora mismo toda la verdad. No quiero traer a colación
cosas que nada tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida madre
han ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les llegue
su turno, y quizá antes de lo que pensamos.
En el negocio se me escapan algunas cosas, quizá no se me oculten,
ahora no quiero en modo alguno alimentar la sospecha de que se me ocultan, ya
no estoy lo suficientemente fuerte, me falla la memoria, ya no puedo abarcar
tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en segundo lugar, la muerte
de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero ya que estamos tratando
de este asunto de la carta, te pido, Georg, que no me engañes. Es una
pequeñez, no merece la pena, así pues, no me engañes. ¿Tienes
de verdad ese amigo en San Petersburgo? Georg se levantó desconcertado.
–Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos no sustituyen a mi padre. ¿Sabes
lo que creo?, que no te cuidas lo suficiente, pero los años exigen sus
derechos. En el negocio eres indispensable para mi, bien lo sabes tú,
pero si el negocio amenaza tu salud mañana mismo lo cierro para siempre.
Esto no puede seguir así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para
ti, pero desde el principio. Estás sentado aquí en la oscuridad
y en el cuarto de estar tendrías buena luz. Tomas un par de bocados del
desayuno en lugar de comer como es debido. Estás sentado con las ventanas
cerradas y el aire fresco te sentaría bien. iNo, padre mío! Iré
a buscar al médico y seguiremos sus prescripciones Cambiaremos las habitaciones.
Tú te traslada rás a la habitación de delante y yo a ésta.
No supondrá una alteración para ti, todo se llevará allí
Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito, necesitas
tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte, ya verás
como sé hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente a la
habitación de delante y allí te acuestas provisionalmente en mi
cama? La verdad es que esto sería lo más sensato. Georg estaba
de pie justo al lado de su padre, que había dejado caer sobre el pecho
su cabeza de blancos y despeinados cabellos.
-Georg —dijo el padre en voz baja y sin moverse. Georg se arrodilló
inmediatamente junto al padre, vio las enormes pupilas en su cansado rostro
dirigidas hacia él desde las comisuras de los ojos. –No tienes ningún
amigo en San Petersburgo. Tú has sido siempre un bromista y tampoco has
hecho una excepción conmigo. iCómo ibas a tener un amigo precisamente
allí No puedo creerlo de ninguna manera. –Padre, haz memoria una vez
más —dijo Georg, levantó al padre del sillón y le quitó
la bata, estaba allí tan débil…–, pronto hará ya tres
años que mi amigo estuvo en casa de visita. Recuerdo todavía que
no te hacía demasiada gracia. Al menos dos veces te oculté su
presencia, a pesar de que en esos momentos se hallaba precisamente en mi habitación.
Yo podía comprender bien tu animadversión hacia él, mi
amigo tiene sus manías, pero después conversaste agradablemente
con él. En aquellos momentos me sentía tan orgulloso de que le
escuchases, asintieses y preguntases…
Si haces memoria tienes que acordarte. Él contó entonces
historias increíbles de la revolu- ción rusa. Cómo, por
ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un balcón
a un sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre en la palma
de la mano, la levantó e invocó con ella a la multitud. Tú
mismo has contado de vez en cuando esta historia. Mientras tanto Georg había
conseguido sentar al padre y quitarle cuidadosamente el pantalón de punto
que llevaba encima de los calzoncillos de lino, así como los calcetines.
Al ver la ropa, que no estaba precisamente limpia, se hizo reproches por haber
descuidado al padre. Seguro que también formaba parte de sus obligaciones
el cuidar de que el padre se cambiase de ropa. Todavía no había
hablado expresamente con su prometida de cómo iban a organizar el futuro
del padre, porque tácitamente habían supuesto que él se
quedaría solo en el piso viejo. Sin embargo, ahora se decidió,
de repente y con toda firmeza, a llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado,
casi daba la impresión de que el cuidado que el padre iba a recibir allí
podría llegar demasiado tarde. Llevó al padre en brazos a la cama.
Una terrible sensación se apoderó de él cuando, a lo largo
de los pocos pasos hasta ella, notó que su padre jugueteaba con la cadena
del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a la cadena del mismo,
que no pudo acostarle inmediatamente. Apenas se encontró en la cama,
todo pareció volver de nuevo a la normalidad. Se tapó solo y se
cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No miraba a Georg precisamente
con hostilidad.
–¿Verdad que ya te acuerdas de él? –preguntó Georg,
y asintió con la cabeza haciendo un gesto alentador.
—¿Estoy bien tapado? –preguntó el padre como si no
pudiese asegurarse él mismo de que sus pies se encontraban tapados. -Así
es que te gusta estar en la cama –dijo Georg, y colocó mejor el cobertor
a su alrededor.
–¿Estoy bien tapado? –preguntó el padre de nuevo, y
pareció prestar especial atención a la respuesta.
–Estáte tranquilo, estás bien tapado.
–iNo! –gritó el padre de tal forma que la respuesta chocó
contra la pregunta, echó hacia atrás el cobertor con una fuerza
tal que por un momento quedó extendido en el aire y se puso de pie sobre
la cama. Sólo con una mano se apoyaba ligera mente en el techo. –
–Querías taparme, lo sé retoño mío, pero
todavía no estoy tapado, y aunque sea la última fuerza es suficiente
para ti, demasiada para ti. iClaro que conozco a tu amigo! Sería el hijo
que desea mi corazón, por eso también le has engañado duran-
te todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso crees
que no he llorado por él? Precisamente por eso te encierras en tu oficina,
el jefe está ocupado. Sólo para poder escribir tus falsas cartitas
a Rusia. Pero, afortunadamente, nadie tiene que dar lecciones al padre de cómo
adivinar las intenciones del hijo. De la misma manera que ahora has creido haberle
subyugado, subyugado de tal forma que podrías sentarte con tu trasero
sobre él y él no se movería, en ese momento mi señor
hijo ha decidido casarse. Georg levantó la mirada hacia el espectro de
su padre. El amigo de San Petersburgo a quien de repente el padre conocía
tan bien, se apoderaba de él como nunca hasta ahora. Le vio perdido en
la lejana Rusia. Le vio en la puerta del negocio va cío y desvalijado
Entre las ruinas de las estanterías entre los géneros hechos jirones,
entre los tubos de gas 23 que estaban caídos, él permanecía
todavía erguido. ¿Por qué había tenido que irse
tan lejos?
–iPero mírame –gritó el padre, – Georg corrió,
casi distraído, hacia la cama, con la intención de comprenderlo
todo,pero se quedó parado a mitad de camino.
–Porque ella se ha levantado las faldas —-comenzó a hablar
el padre—, porque se ha levantado así las faldas de cerda asquerosa
–y para expresarlo plásticamente se levantó el camisón
tan alto que se veía sobre el muslo la cicatriz de sus años de
guerra–, porque se ha levantado así, y así las fal- das, te has
acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que nadie molestase, has profanado
la memoria de nuestra madre, has traicionado al amigo y has metido en la cama
a tu padre para que no se pueda mover, pero ¿puede moverse o no? Permanecía
en pie sin apoyo alguno y lanzaba las piernas en todas las direcciones. sonreía
con entusiasmo al comprenderlo todo. Georg estaba de pie en un rincón
lo más lejos posible del padre. Desde hacía un rato había
decidido firmemente observarlo todo con exactitud, para no ser indirectamente
sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba. Entonces se acordó
de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió
a olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo de
una aguja. –No obstante el amigo no ha sido todavía traicionado –gritó
el padre, y lo corroboraba su índice movido de acá para allá–
yo era su representante en este lugar. Georg no pudo evitar gritar: iComediante!
Reconoció inmediatamente el daño y demasiado tarde, los ojos fijos
se mordió la lengua hasta doblarse de dolor.
–iSi, por supuesto que he representado una comedia! iComedia! iBuena
palabra! ¿Qué otro consuelo le quedaba al anciano padre viudo?
Dime, y durante el momento que dure la respuesta sé todavía mi
hijo vivo. ¿Qué otra salida me quedaba en mi habitación
interior, perseguido por un personal infiel, viejo hasta los huesos? Y mi hijo
iba con júbilo por la vida, ultimaba negocios que yo había preparado,
se retorcía de la risa y pasaba ante su padre con el reservado rostro
de un hombre de honor. ¿Crees tú que yo no te hubiese querido,
yo, de quien saliste tú? «Ahora se inclinará hacia delante», pensó
Georg, «¡si se cayese y se estrellase!» Esta palabra se le pasó
por la cabeza como una centella. El padre se echó hacia delante, pero
no se cayó. Puesto que Georg no se acercaba como había esperado,
se irguió de nuevo.
–iQuédate donde estás, no te necesito! Piensas que tienes
todavía la fuerza suficiente para venir aquí, y solamente te contienes
porque así lo deseas, iNo te equivoques! Todavía soy el más
fuerte, iYo solo habría tenido quizá que retirarme pero así
la madre me ha dado su fuerza, con tu amigo me alié mara- villosamente
y a tu clientela la tengo aquí en el bolsillo! –ilncluso en el camisón
tiene bolsillos! –se dijo Georg, y creyó que con esta observación
podría hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó
en esto sólo durante un momento, porque inmediatamente volvía
a olvidarlo todo.
–iCuélgate del brazo de tu novia y ven hacia mí! iTe la
barro de al lado y no sabes cómo! Georg hacía muecas como si no
pudiese creerlo. El padre sólo asentía con la cabeza, ratificando
la verdad de lo que decía y dirigiéndose al rincón en que
se encontraba Georg.
–iCómo me has divertido hoy cuando has venido y me has preguntado
si debías contarle a tu amigo lo del compromiso! Si lo sabe todo, estúpido,
lo sabe todo! Yo le escribía porque olvidaste quitarme las cosas para
escribir. Por eso ya no viene desde hace años, lo sabe todo cien veces
mejor que tú mismo, tus cartas las arruga con la mano izquierda sin haberlas
leído, mientras que con la derecha se pone delante mis cartas para leerlas.
De puro entusiasmo agitaba el brazo por encima de la cabeza.
–iLo sabe todo mil veces mejor! –gritó.
–Diez mil veces —dijo Georg con la intención de burlarse de
su padre, pero todavía en su boca estas palabras adquirieron un tono
profundamente serio. –iDesde hace años estoy a la espera de que me vengas
con esa pregunta! ¿Crees que me preocupa alguna otra cosa? ¿Crees
que leo periódicos? iMira! Y tiró a Georg un periódico
que, de alguna forma, había ido a parar a su cama. Un periódico
viejo con un nombre que a Georg le era completamente desconocido.
–iCuánto tiempo has tardado en llegar a la madurez! Tuvo que
morir tu madre, no llegó a ver el día de júbilo. El amigo
perece en su Rusia, ya hace tres años estaba amarillo de muerte, y yo,
ya ves cómo me va a mí, para eso tienes ojos. -Entonces me has
espiado –gritó Georg.
El padre dijo como si tal cosa y en tono compasivo:
–Probablemente eso querías haberlo dicho antes, ahora ya no viene
a cuento.
Y en voz más alta:
–Ahora ya sabes lo que había además de ti, hasta ahora
no sabias más que de ti mismo. Lo cierto es que fuiste un niño
inocente, pero aún más ciertamente fuiste un hombre diabólico.
Por eso has de saber que yo te condeno a morir ahogado. Georg se sintió
como expulsado de la habitación, el golpe con el que el padre a su espalda
había caído sobre la cama resonaba todavía en sus oídos.
En la escalera, por cuyos escalones bajaba tan deprisa como si se tratase de
una rampa inclinada,sorprendió a la criada que estaba a punto de subir
para arreglar el piso.
-Jesús! -gritó, y se tapó la cara con el delantal,
pero él ya se había ido. Salió del portal de un salto,
el agua le atraía por encima de la calzada. Ya se asía firmemente
a la baranda como un hambriento a la comida. Saltó por encima como el
excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus años
juveniles. todavía seguía sujeto con las manos, que se iban do
poco a poco, divisó entre las barras de la baranda un ómnibus
24 que cubriría con facilidad el ruido de su caída, exclamó
en voz baja: «Queridos padres, siempre os he querido», y se dejó caer.
En ese momento atravesaba el puente un tráfico verdaderamente interminable.
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
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