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Gente peligrosa, de Fredric Brown




    Gente peligrosa, de Fredric Brown – Monografias.com

    Gente peligrosa, de Fredric Brown  

    Mister Bellefontaine temblaba un poco allí, de pie en el extremo del andén de aquella pequeña estación. El tiempo era lo suficientemente frío para ello, pero no era por esa causa. Era por culpa de aquella lejana sirena aullando de nuevo. Un lejano y débil gemido en la noche… el gemido de un alma en pena.

    Había empezado a oírlo media hora antes, mientras le cortaba el cabello el único empleado de una pequeña barbería situada en la calle principal de aquel también diminuto pueblo. Y el barbero le había estado explicando de qué se trataba.

    – Pero está a cinco millas de distancia – se dijo para sí, sin conseguir con ello, de todos modos, aliviarse de aquel peso.

    Un hombre fuerte y desesperado puede recorrer cinco millas en menos de una hora y, ¿por qué no?, podía haberse escapado bastante antes de que le echaran en falta. Es muy probable que sucediera así; de haberlo visto huir le habrían atrapado inmediatamente.

    Quizás, incluso, se había escapado a media tarde, y ya hacía varias horas que corría suelto. ¿Qué hora sería? No mucho más de las siete, y su tren no pasaba por allí hasta casi las ocho. Aquellos días empezaba a oscurecer ya pronto.

    Mister Bellefontaine había andado demasiado rápido desde la barbería hasta la estación. Más rápido de lo que es de aconsejar en una persona que padece asma. Los escalones que se tenían que subir para llegar al andén habían acabado con el poco aire que aún quedaba en su interior, por lo que tuvo que dejar su maletín en el suelo para descansar unos instantes antes de acabar de cruzar el andén para llegar a la estación.

    Aún continuaba respirando con dificultad, pero creyó que podría caminar lo que le faltaba y así poder escapar de una vez de aquella oscuridad que le rodeaba. Levantó el maletín, y casi tropezó a causa del desacostumbrado peso, cuando se acordó de que en su interior conservaba el revólver.

    Resultaba más extraño en él que en cualquier otra persona el llevar consigo un revólver. Aunque se tratara de uno descargado y envuelto en papel, y con la caja de los cartuchos que le correspondían envuelta en otro papel distinto y colocada también en distinto compartimento de la maleta. Sin embargo, mister Murgatroyd, el cliente a quien había venido a visitar para tratar de un asunto perfectamente legal, le había pedido como favor personal que se llevase consigo el revólver hasta Milwaukee para entregárselo a su hermano, el hermano de mister Murgatroyd naturalmente, al que se lo había prometido.

    – Es una cosa francamente difícil de mandar por cualquier medio de transporte – le había explicado mister Murgatroyd -. No sabría cómo enviarlo: si por paquete postal, o como muestra sin valor, o cómo. Incluso quizás sea ilegal el enviarlo por correo; no lo sé.

    – No debe serlo – se apresuró a decir mister Bellefontaine -, pues bien los mandan por correo para venderlos contra reembolso. Aunque quizás los envíen por un correo especial.

    – Bueno – continuó Murgatroyd -, usted va directamente a Milwaukee de todas formas, por lo que no le resultará demasiado molesto. Además tampoco tendrá que llevárselo, ni nada parecido. Con sólo llamarle a la oficina, él irá hasta la suya para recogerlo. Ahora mismo le escribiré anunciándole que le he pedido que se lo llevara consigo. ¡Hecho!

    Así que no tuvo más remedio que cargar con él para no ofender al cliente, y mister Bellefontaine se veía ahora con la pistola en el interior del maletín, cosa que no le producía ningún bienestar.

    «¡Maldito asma! – pensó mientras abría la puerta de la pequeña sala de espera de la estación y entraba en su interior -. Y maldita farmacia de esta pequeña ciudad, que ni siquiera tiene efedrina. La próxima vez me traeré unas pocas cápsulas conmigo…»

    Parpadeó hasta acostumbrar su vista a la luz y miró a su alrededor.

    Sólo había un hombre en la sala. Era un hombre alto, delgado, vestido pobremente, y con ojos inyectados en sangre. Había estado sentado con la cabeza apoyada entre las manos hasta que él entró, pero entonces levantó la vista y le dijo:

    – Hola.

    – Hola – contestó sucintamente mister Bellefontaine -. Hace frío fuera, ¿eh?

    El reloj que pendía sobre la ventanilla de los billetes marcaba las siete y diez. Cuarenta y cinco minutos de espera. A través de la ventanilla pudo ver al canoso jefe de estación escribiendo algo en una vieja máquina de escribir, sobre una mesa que se apoyaba contra la pared más alejada de la estancia. Mister Bellefontaine no tuvo necesidad de ir hasta la ventanilla. Ya tenía consigo su billete de vuelta.

    El hombre alto permanecía sentado a un lado de la estufa de carbón de forma acampanada, y cerca de la pared extrema. Allí se veía un confortable sillón, al otro lado de la estufa, pero mister Bellefontaine no quiso atravesar toda la habitación para sentarse precisamente entonces.

    Aún respiraba con dificultad por efecto de la caminata sobre su asma y antes quería recuperar todo el aire que le faltaba. Probablemente se vería obligado a hablar en cuanto tomase asiento en aquel sillón, y de tener que hacerlo con frases entrecortadas, se vería en la necesidad de explicar detalles sobre su molesta dolencia.

    Por lo tanto, para excusar el que permaneciese de pie, se volvió para mirar a través de la puerta acristalada, como si estuviera esperando algo.

    Sin embargo pudo ver su imagen reflejada en el vidrio. Vio un hombrecillo regordete, de cara sonrosada y con calva incipiente, aunque realmente eso último no se adivinaba ya que llevaba el sombrero puesto. En cambio, sus gafas con montura de concha le daban un aspecto serio que encajaba muy bien con su carácter, ya que mister Bellefontaine se tomaba a si mismo muy en serio. Tenía ahora cuarenta años, y cuando llegase a los cincuenta habría llegado a ser ya un importante abogado de empresa.

    La sirena volvió a gemir.

    Mister Bellefontaine sintió un ligero escalofrío al oírla, y luego se acercó hasta la estufa y se sentó en el sillón. Su pequeño maletín pareció hundirse pesadamente al apoyarlo en el suelo.

    – ¿Espera el de las siete cincuenta y cinco? – se interesó el hombre alto.

    Mister Bellefontaine asintió.

    – Hasta Milwaukee.

    – Yo sólo llego hasta Madison – dijo el hombre alto -. Sin embargo, viajaremos juntos a lo largo de un par de cientos de millas; más vale pues que nos presentemos. Mi nombre es Jones. Contable de la «Saxe Paint Company».

    Mister Bellefontaine se presentó a su vez y luego añadió:

    – ¿La «Saxe Paint»? Creía que estaba en Chicago.

    – Es la sucursal de Madison.

    – Oh – dijo mister Bellefontaine.

    Ahora le tocaba a él decir algo, pero no se le ocurría nada en absoluto. Quebrando el silencio volvió a escucharse la sirena. Esta vez se oyó más fuerte, y él tembló.

    – Este aparato me pone malo – pudo decir.

    El hombre alto recogió el atizador y abrió la portezuela de la estufa.

    – Hace frío aquí dentro – dijo mientras atizaba el fuego -. Diga, ¿qué es esta sirena?

    – El asilo para locos homicidas – le contestó -. Se ha escapado uno de ellos.

    Inconscientemente disminuyó el tono de su voz.

    – Probablemente algún maníaco criminal. Éste es el tipo de locos que guardan allí.

    – Oh – contestó el hombre alto, fuertemente impresionado.

    Atizó con más fuerza el fuego, cerró de golpe la puertecilla y se reclinó en su silla, aún con el atizador en la mano.

    Se trataba de un atizador demasiado grande para una estufa tan pequeña. Con las piernas separadas, el hombre alto lo balanceaba meditabundo entre sus rodillas. En vez de mirar hacia mister Bellefontaine su mirada se concentraba sobre el atizador.

    – ¿Se conoce la descripción? ¿Se sabe qué facha tiene el loco? – preguntó repentinamente.

    – Pueees… no – contestó mister Bellefontaine.

    Sus ojos parecían ahora como hipnotizados por el balanceo del atizador.

    «¿Y si…? – pensó de pronto -. No, era absurdo. ¿O quizá no? Había algo que…?»

    De repente se dio cuenta de qué era lo que le preocupaba. Se le había ocurrido pensar que aquel hombre alto que tenía enfrente, vestía en forma muy extraña; ahora mister Bellefontaine se daba cuenta de que no se trataba de que el otro vistiera pobremente. La tela era de buena calidad, o por lo menos no era mala. Lo que realmente ocurría era que sus prendas no eran de su talla.

    Aquel vestido había sido confeccionado para una persona de talla media, y lo mismo ocurría con el abrigo. La giras de los pantalones habían sido dobladas hacia abajo a pesar de que el planchado demostraba que no habían sido confeccionados con esta idea, pues aún se podía ver el doblez original. Ésa era la razón por la que colgaba en forma tan rara sobre sus tobillos. A pesar de ello, aún le venían unos dos o tres centímetros cortos; y lo mismo ocurría con las mangas del abrigo y de la chaqueta.

    Mister Bellefontaine se quedó muy quieto en su silla haciendo como que no miraba pero continuando con el rabillo del ojo su inspección furtiva. La camisa del hombre alto tenía un cuello demasiado grande para él. Había sido confeccionada para una persona con un cuello mucho más grueso. El delgado pescuezo de Jones bailaba en su interior.

    ¿Y sus ojos ariscos e inyectados en sangre?

    «Habrá dirigido sus pasos hacia el ferrocarril – pensó mister Bellefontaine -. Hacia una pequeña estación como ésta, alejada del manicomio. Por el camino habrá entrado a robar en alguna casa para cambiar su traje de uniforme por ropas normales, O quizás haya incluso asesinado a un hombre para conseguirlas. Y, naturalmente, esas ropas no eran de su medida.»

    Mister Bellefontaine se había quedado rígido, y podía notar cómo el frío subía por sus mejillas a medida que éstas mudaban de color. Desde luego, podía estar equivocado, pero…

    «Jones – pensó -; el nombre que cualquiera elegiría en una ocasión corno ésta, de no haberlo meditado con anterioridad. La Compañía Saxe Paint, una de las más importantes del país, extensamente anunciada y de la clase que a cualquiera le viene en seguida a la memoria

    Y tuvo un resbalón al decir que trabajaba en Madison, pero supo apañarlo alegando que se trataba de una sucursal.

    Y no parecía que llevase consigo ninguna maleta. Solamente los vestidos que tenía puestos, e incluso éstos no le pertenecían. Ropas robadas y ¡quizás había matado para conseguirlas! Había asesinado a un hombre hacía sólo una o dos horas. A un hombre bajo y grueso y con un cuello macizo…

    El atizador continuaba describiendo lentamente aquel arco hipnotizante. Y también lentamente, los sanguinolentos ojos del hombre alto fueron subiendo desde el atizador hasta el rostro de mister Bellefontaine.

    – ¿Cree usted…? – dijo. Pero entonces cambió el tono de su voz -. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

    Mister Bellefontaine tragó saliva y contestó como pudo:

    – Na… nada.

    Aquellos ojos cargados de sangre continuaron observándole fijamente y luego se dirigieron de nuevo hacia el atizador. El hombre alto no continuó preguntando lo que había comenzado.

    «Lo sabe – pensó oscuramente mister Bellefontaine -. Yo mismo me he traicionado con mi expresión. Sabe que sé quién es. Y si ahora intento huir de aquí, comprenderá que voy a llamar a la policía. Y puede acabar conmigo golpeándome con el atizador antes de que yo haya intentado alcanzar la puerta.

    Ni siquiera tendría necesidad de emplear el atizador. Podría estrangularme con facilidad. Pero no, estoy seguro de que emplearía el atizador. Por la forma en que lo mira mientras lo balancea, es seguro que piensa utilizarlo como arma.

    Pero ¿me atacará de todas formas, incluso si no hago ningún movimiento? Podría ser; está loco. Y los locos no necesitan razones.»

    Tenía el interior de la boca completamente seco. Sus labios parecían pegados con cola, por lo que mister Bellefontaine se vio obligado a pasar por ellos la lengua para conseguir entreabrir la boca y hablar. Tenía que decir algo… algo sin importancia, para volver a dar confianza al loco. Con todo cuidado fue pronunciando cada palabra, una por una, para asegurarse de que no se volvería a traicionar con algún ligero tartamudeo o tropiezo.

    – Hace frío fuera – dijo. Y sólo cuando ya lo había dicho recordó que era la segunda vez que pronunciaba aquellas palabras. En fin, la gente repite las cosas con frecuencia.

    El hombre alto lo miró y luego volvió su atención al atizador.

    – Sí – contestó secamente.

    Ni una sola inflexión, nada que demostrase qué era lo que estaba pensando.

    Entonces, repentinamente, mister Bellefontaine se acordó del revólver. Si al menos éste estuviera cargado y en su bolsillo, en vez de encontrarse descargado y envuelto en el interior de la maleta. ¿Cómo podría él…?

    Su mirada, recorriendo el local en forma desesperada, cayó sobre un letrero que indica «Hombres». ¿Podría? ¿Le detendría el asesino si se levantaba y se dirigía hacia aquella puerta?

    Gruesas gotas de sudor perlaban su frente al levantarse lentamente recogiendo de paso el maletín. Le llegó un pequeño ramalazo de valor y se atrevió a decir con voz casi indiferente:

    – ¿Me excusará un momento?

    Y rodeando la estufa y la silla que ocupaba el loco, se encaminó hacia la puerta del lavabo.

    Por el rabillo del ojo pudo comprobar que el hombre alto se volvía para mirarle. ¡Pero no se levantaba!

    Rápidamente, mister Bellefontaine atrancó la puerta y buscó el pestillo a lo largo de la misma. Pero no había; ni tampoco cerradura. Sus manos temblaban mientras abría el maletín.

    Miró por todos lados pero no vio nada que le pudiera ser de utilidad. Ni siquiera una ventana por la que… solamente una, pequeñita, casi tocando al techo e imposible de alcanzar. Tampoco había nada con lo que poder montar una barricada ante la puerta. Únicamente un ligero pestillo en la puerta del retrete, pero un hombre podría echarlo abajo con sólo una mano.

    No, allí no estaba seguro. Todo lo más que podía hacer era cargar el revólver y guardárselo en el bolsillo para tenerlo a punto cuando volviera a salir. Y además tampoco podía permanecer allí encerrado demasiado rato. Debía apresurarse… correr…

     

    Mister Jones estuvo mirando durante un rato con curiosidad hacia la puerta cerrada del lavabo, y luego, encogiéndose de hombros, volvió a prestar atención a su atizador.

    Vaya tipo más extraño su acompañante. Definitivamente, había perdido la chaveta, esto estaba claro. Había esperado tener a alguien con quien poder charlar durante el viaje, pero si ésa era la mejor compañía de que podía disponer, más valía que le diesen morcilla. En fin, ya intentaría dormir en el tren.

    Estaba seguro de que podría dormir, después de la noche pasada. Nadie se hubiera esperado una fiesta tan brutal, aquí en medio del campo. Pero Madge, su hermana, se había empeñado en celebrarlo, y lo mismo Hank, su cuñado. El licor había sido mediocre, pero fuertecillo. Se había celebrado un aniversario, de acuerdo. Pero ¡vaya trompa la que habían agarrado los vecinos, los Wilkinses!

    Sin embargo, tampoco él se había quedado atrás en cuestión de cogorzas, pensó con disgusto mister Jones, saliendo al granero en busca de un poco de aire fresco y cayéndose en el barro tan largo como era. ¡Dios mío! ¿Volvería a parecer el mismo aquel traje cuando se lo devolvieran? Y ahora se veía forzado a vestir un traje de Hank hasta que llegase a Madison.

    Pasaría mucho tiempo hasta que volviese a beber tanto como la noche pasada. Resultaba divertido de momento, pero había que ver cómo se sentía uno al día siguiente, incluso por la noche. Menos mal que hoy no había tenido que regresar aún al trabajo, con los ojos en aquel estado. Los muchachos de la oficina le habrían hecho salir de sus casillas.

    Mañana… ¡oh, maldita Saxe Paint y todas las tenedurías de libros! Mañana mismo lo dejaría si el viejo Man Rogers, el gerente de la sucursal, aún no le había dicho que al cabo de poco él ya estaría en disposición de salir a la calle. Vendiendo no se le daría tan mal. Y él entendía en pinturas, por lo que le valía la pena aguantar un par de meses más garabateando en los libros.

    La puerta del lavabo se abrió y apareció aquel curioso tipejo. Mister Jones se volvió para mirar y sí, aún continuaba con su expresión de perturbado. Era una especie de mirada tensa, electrizada, como si llevase pegada una máscara sobre la cara.

    Y caminaba en forma extraña mientras volvía, con el maletín en la mano izquierda y la derecha introducida hasta el fondo del bolsillo de su abrigo.

    ¿Y para qué se habría llevado consigo aquel maletín, puestos a pensar? Estaba claro que nadie se lo hubiera llevado en los pocos minutos que había pasado encerrado.

    Siempre y cuando, naturalmente, no llevase algo de valor en su interior, joyas u otra cosa parecida. Pero no; era demasiado pesado para tratarse de joyas, por la forma en que lo había soltado la primera vez que lo dejó sobre el suelo. Solamente podía tratarse de muestras de ferretería, aunque los vendedores de este ramo tampoco llevaban sus muestras en maletines de cuero como aquél.

    Observó con curiosidad al hombrecillo mientras éste se sentaba en la misma silla de antes, pero sin sacar la mano del bolsillo, y volvía a colocar el maletín frente a sí. Sin embargo, esta vez el maletín ya no pareció hundirse. Diríase que pesaba menos, como si ya no contuviera nada, o solamente papeles. Como si no hubiera nada en su interior que lo mantuviera en pie, el maletín se dobló cayendo al suelo, después de lo cual aquel individuo lo recogió apoyándolo seguidamente contra la pared para que no volviera a caer. Estaba vacío, o al menos había sido retirado de su interior algo pesado.

    Cada vez con más curiosidad, mister Jones levantó su vista del misterioso maletín hasta el pálido y tenso rostro de su dueño.

    ¿Estaría loco aquel tipo? ¿Realmente loco?

    Débilmente, en medio de aquel silencio, se oyó el gemido de la sirena. Y al oírla el hombrecillo puso los ojos en blanco; su rostro se contrajo de miedo, y comenzó a temblar de nuevo.

    A mister Jones se le subió la mosca a la nariz. Haciendo como si no lo hubiera visto, dirigió rápidamente su mirada hacia el atizador que tenía en la mano. Los nudillos se apretaron sobre el mango al darse cuenta de que ésta era la única arma que podía emplear contra el maníaco homicida.

    ¡Por Dios! ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?

    Había llegado resollando y echando los pulmones por la boca; había estado corriendo. Se había vuelto para mirar por el cristal y así comprobar si le seguían.

    Y luego había actuado conscientemente durante un tiempo. Los locos también lo hacen; tienen períodos en que no se les puede diferenciar de una persona normal.

    Un maníaco homicida – pensó -. ¿Intentará asesinarme, será por eso por lo que reacciona de esta forma? ¿Volviéndose cada vez más rabioso y dándose ánimos a sí mismo antes de matar?

    Sin embargo, no es más que un tipejo. Podría con él, aunque dicen que los perturbados tienen una fuerza terrible. Sin embargo, yo sé cómo defenderme. ¡Siempre y cuando no lleve un revólver consigo!

    De pronto, y ya sin lugar a dudas, mister Jones supo qué era lo que había estado guardado en el maletín; se dio cuenta del porqué aquel loco había ido al lavabo…, para guardarse en el bolsillo la pistola que había tenido dentro del maletín hasta aquel momento. Y ahora estaría con su mano derecha apretada contra la culata y el dedo en el gatillo.

    Fingiendo que seguía contemplando el atizador, mister Jones dirigió su vista por el rabillo del ojo hacia el bulto que escondía el bolsillo del abrigo. Una pistola, desde luego. Abultaba más de lo que hubiera hecho la mano y, además, se podía notar la línea que marcaba el cañón a lo largo del bolsillo. Un revólver, probablemente, con un cañón de unas cinco o seis pulgadas de longitud.

    «Si se tratara de un loco escapado – intentó explicarse a sí mismo -, no me habría contado el significado de esta sirena. Sin embargo, he sido yo quien se lo ha preguntado. Debió pensar que yo ya lo sabía y que, si se lo preguntaba, era porque había sospechado al verle llegar resoplando. Así que se vio forzado a decirme la verdad, por si yo estaba ya enterado. Y ese extraordinario nombre que me ha dado, Bellefontaine, un nombre que parece haber sido sacado de un libro. La gente normal no tiene esos nombres.»

    Pero eso no eran más que argumentaciones; la pistola, en cambio, era un hecho. Y no valen argumentos frente a una pistola encañonada hacia uno, y en manos de un loco homicida.

    ¿A qué esperaría?

    A lo lejos se escuchó el distante silbido de un tren. Mister Jones se las arregló para, sin volver la cabeza, echar una rápida ojeada al reloj de la estación. Aún faltaban quince minutos para el tren de pasajeros de las siete cincuenta y cinco; debía tratarse de algún tren de carga que pasaba por allí, probablemente en dirección contraria.

    Sí, ahora podía oírlo perfectamente, y sonaba como un tren de carga. Disminuía la marcha. Oyó cerrarse una puerta en la otra habitación de la estación, y adivinó de qué se trataba. Era el jefe de estación que salía hacia el andén. Sí, se escuchaban pasos a lo largo del andén hasta que el estruendo producido por el tren que se acercaba ya no los dejó oír.

    En cuanto la locomotora estuviera justo enfrente de la estación…, naturalmente, eso era lo que estaba esperando. ¡Aquel sonido ensordecedor y rugiente que amortiguaría la explosión del disparo!

    Mister Jones se puso en tensión apretando la mano alrededor del atizador hasta que los nudillos se volvieron mortalmente blancos, y adelantó el cuerpo. En cuanto comenzase a subir el cañón de aquella pistola que el bolsillo del loco marcaba, en forma indefinida… De un solo salto, mientras se abalanzaba sobre él con el atizador levantado en alto…

    El rugido del tren se acercaba, cada vez más fuerte, más cercano.., un sonido que todo lo arrasaba con su crescendo… más fuerte, más fuerte…

    Y a medida que mister Jones adelantaba su cuerpo, el cañón de la pistola se levantaba.

     

    El hombre vestido de uniforme azul, con botones dorados, cerró la puerta con cuidado tras de sí y se volvió hacia las dos personas que estaban sentadas a los lados de la estufa. Resultaban graciosos, sentados en aquellas posturas tan forzadas y embarazosas; como inmovilizados por el terror.

    ¿Debía hacerlo? No; resultaba demasiado peligroso. Ahora ya había conseguido el uniforme, y sería ya muy fácil tomar el tren y escapar lejos de la zona de búsqueda. Sin embargo sería tan sencillo matar a aquel par de amigos, ahora que llevaba una pistola en el bolsillo…, una pistola que gracias al uniforme podía llevar colgada tranquilamente del cinto, sin temor a nada.

    – Buenas noches – dijo, obteniendo sólo un murmullo como contestación de uno de ellos; el otro no dijo nada.

    El alto, el que jugueteaba con el atizador le preguntó:

    – ¿Han cogido ya al… loco?

    Y con el rabillo del ojo indicó al tipo gordito que estaba frente a él, como si quisiera con ello indicarle algo.

    Se echó a reír.

    – No, aún no han logrado atraparlo – dijo -. No creo que lo logren.

    Resultaba gracioso, extraordinariamente gracioso.

    – Van a tener bastantes dificultades ahora para cazarlo – continuó -. Ha matado a un policía en Wayneville para quitarle la pistola y el uniforme. ¡Y aún no lo saben!

    Volvió a reírse y aún seguía riéndose cuando su mano tocó la funda de su pistola.

    Pero ésta nunca llegó a salir pues, cuando estaba a la mitad, un disparo, un tiro inesperado, pareció brotar desde el interior del bolsillo del hombre más bajo y rozó su oído, mientras el más alto de los dos saltaba hacia él con el atizador en alto. Aún no había levantado siquiera la pistola cuando un segundo disparo del arma que empuñaba el hombrecillo le hirió en el hombro, y el atizador cayó fulminante sobre su cabeza. Intentó esquivarlo y sólo logró evitar que no le alcanzase toda la fuerza dcl golpe…

    El tren de carga silbaba ya a lo lejos cuando volvió en si. Alguien estaba telefoneando excitado a través del aparato de la estación, en la habitación contigua.

    Estaba atado de pies y manos. Intentó desatarse, un instante sólo, pero en seguida desistió y echando un suspiro levantó la cara para ver a los dos hombres que estaban de pie a su lado. Intentó recordar.

    ¡Vaya, le estaban esperando y se encontraban preparados cuando él entró!

    El pequeño debía de tener ya la mano sobre la pistola, y el alto agarraba, preparado ya, el atizador. Normalmente, la gente tiene que pensarlo un poco antes de lanzarse a un ataque repentino, pero aquel par de tipos habían saltado sobre él como una explosión de dinamita.

    Por Dios, si andaban muchos tipos tan peligrosos como estos dos, sueltos
    por esos mundos, más le valía volver a la seguridad del asilo,
    donde estaba seguro de que le cuidarían. ¡Pero si habían
    estado a punto de matarlo! ¡Debían de estar locos! 

    FIN

     

    Enviado por:

    Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

    "NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

    www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

    Santiago de los Caballeros,

    República Dominicana,

    2015.

    "DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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