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Cadete del espacio, de Robert A. Heinlein (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

-¿Eso dijo? Oye, eso es muy vago. Porque esto significa que un cadete veterano puede ordenarnos hacer casi de todo. ¿Quieres decir que un veterano, amparado por la ley puede decirme cómo debo hacerme la raya de mi cabello?

– Exactamente has empleado las mismas palabras que el teniente Von Ritter. Un veterano no te puede decir que violes un reglamento, no te puede decir que golpees al capitán, y no te puede ordenar que te quedes quieto mientras te está golpeando. Pero esto es aproximadamente todo lo que le limita. El señor Von Ritter dice que lo demás se deja al buen entender y a la discreción del veterano, y que el indicarme los modales en la mesa eran definitivamente parte del trabajo del señor Dynkowski, y que yo no tenía que olvidarlo! Después me dijo que me presentase de nuevo a Ski.

-¿Alardeó Ski de su superioridad?

– Nada de esto – Tex frunció las cejas -. Es la parte extraña de esto. Ski trató todo el asunto de la misma manera que si me hubiese dado una clase de geometría. Dijo que ahora que yo estaba seguro de que sus órdenes concordaban con el reglamento, quería que supiese por qué me había dicho cómo comer mi tarta. Me dijo también que podía ver que yo lo consideraba una intrusión en mi vida privada. Le dije que suponía que con eso quería decir que yo ya no tenía más vida privada. Me dijo que no, que tenía una, de hecho, pero quedaría reducida al mínimo, durante un tiempo. Entonces, me explicó el asunto. Un miembro de la Patrulla debe saber moverse en cualquier sociedad; si su anfitrión come con cuchillo, entonces él comerá con cuchillo.

– Todo el mundo sabe eso.

– Sí, pero me indicó que los candidatos vienen de todas partes. Unos vienen de familias y de sociedades en las cuales los buenos modales requieren que todo el mundo coma en un plato único, con sus dedos… como algunos de los chicos musulmanes. Pero hay unas normas globales de maneras de comportarse que son aceptables en todas partes, entre la clase alta.

– Tonterías – dijo Matt -. He visto al Gobernador de Iowa con un perro caliente en una mano y un trozo de tarta en la otra.

– Apuesto que no era durante una cena oficial – le contestó Tex -. No, Matt, lo que dijo tenía sentido. Me dijo que la tarta no era importante, pero que forma parte de una norma más amplia: por ejemplo que nunca debes hablar de la muerte en Marte, a un marciano.

-¿Es verdad?

–Creo que sí. Me dijo que, con el tiempo, aprenderé «como se come una tarta con un tenedor», ésas fueron sus palabras, bajo cualquier circunstancia, en cualquier planeta. Y con eso acabó.

¿Qué más podía decirte? Apuesto a que te sermoneó toda la noche.

– Oh, no, tal vez diez minutos.

Entonces, ¿dónde estabas? Todavía no hablas regresado a tu cuarto justo antes del toque de silencio.

– Oh, todavía estaba en el cuarto de Ski, pero estaba ocupado.

¿Qué hacías? ¿Le rascabas la espalda?

– No – Tex parecía un poco molesto -. Estaba escribiendo «Comeré siempre la tarta con mi tenedor, dos mil veces.

Tex y Matt intentaron explorar la nave, y visitaron las cubiertas que les estaban abiertas. Pero la sala de máquinas estaba cerrada y un guardia de la Infantería de Marina del espacio les impidió pasar por el pasaje que conducía a la sala del piloto. Intentaron ver algo más desde las portillas de la sala de recreo pero se dieron cuenta de que se había implantado un orden: el sargento de esta cubierta requería a cada uno de los cadetes que declaraban formalmente que no hablan tenido la posibilidad de mirar, antes de permitirle hacerlo.

En cuanto a las otras cubiertas de pasajeros, se dieron cuenta de que vista una, las hablan visto todas. Los cuartos de baño a bordo de la nave les interesaron por un momento, ya que las curiosas e inteligentes modificaciones necesarias para su funcionamiento en el espacio eran nuevas para los dos.

Pero cuatro horas eran demasiado para pasarlas inspeccionando duchas e instalaciones; después de un rato encontraron otro sitio bastante tranquilo para descansar, y experimentaron por primera vez la característica sobresaliente de todo viaje en el espacio: la monotonía.

Mucho más tarde, el altavoz de la nave vociferó:

– Prepárense para la aceleración. Diez minutos de aviso.

Abrochados otra vez, cada uno en su sitio, los chicos sintieron unas cortas sacudidas de propulsión a intervalos bastante largos, después una espera muy considerable, seguida de una sacudida muy débil.

– Ese es el cable de arrastre – observó el sargento del compartimento de Matt -. Nos van a remolcar. No tardaremos ya mucho en llegar.

Diez minutos más tarde el altavoz anunció

– Por cubiertas, y en sucesión, descarga de pasajeros.

Desabróchense – dijo el sargento. Dejó el sitio que tenía en el centro de la nave y se colocó al lado de la escalera de la escotilla. Transbordar a los pasajeros requería mucho tiempo, puesto que cada una de las dos naves no tenía más que una cámara de presión que las uniese. La partida de Matt espero mientras otras cuatro cubiertas descargaban, y luego subió por la escalera hasta la séptima cubierta. Allí había una portezuela para pasajeros abierta, pero más allá, en vez del espacio vacío, había el interior de un tubo ondulado, de un metro ochenta de diámetro. Por el centro pasaba una cuerda, asegurada a una plataforma en la nave.

A lo largo de esta cuerda se desplazaban los cadetes, como monos.

Cuando le tocó el turno, Matt cogió la cuerda y tiró de sí mismo. A unos quince metros más allá de la cámara de presión el tubo se abría de pronto a otro compartimento, y Matt se encontró en su nueva casa, la N.C.P. Randolph.

VI

Lectura, escritura y aritmética

La N.C.P. Randolph fue un crucero potente y moderno, en su tiempo. Su longitud era de doscientos setenta metros, su diámetro de setenta, resultando así ser de un tamaño mediano; pero su masa, como nave escuela, era solamente de unas 60.000 toneladas.

Estaba situada a dieciséis kilómetros de distancia de la Estación Tierra, en una órbita común. Dejada bajo la influencia de su gravedad mutua, hubiera seguido una órbita muy lenta alrededor de la Estación Tierra, que era diez veces más pesada. Pero para la seguridad del tráfico en la Estación Tierra, será mejor mantenerla en una posición fija.

Era fácil de conseguirlo. La masa de la Tierra es de seis mil billones de toneladas, la de la Estación Tierra es una mil millonésima de esto, tan sólo de ¼ 600.000 toneladas. A quince kilómetros, el «peso» del Randolph respecto a la Estación Tierra era aproximadamente de un par de gramos, el peso de mantequilla necesario en la Tierra para untar la mitad de una rebanada de pan.

Cuando entró en el Randolph. Matt se encontró en un compartimento ancho y bien iluminado, de forma extraña, que se parecía un poco a un trozo de pastel. Grupos de cadetes jóvenes estaban dirigidos por otros cadetes que llevaban brazaletes negros. Uno de estos cadetes se adelantó hacia él, moviéndose con la gracia de un renacuajo.

– Escuadra diecinueve. ¿Dónde está el jefe de la escuadra diecinueve?

Matt levantó el brazo.

-¡Aquí, señor! Soy el jefe de la diecinueve.

El veterano se paró con una mano sobre el cable de gula al cual Matt se agarraba.

– Le relevo, señor. Pero quédese cerca de mí y ayúdeme a reunir estos benditos. Supongo que los conoce de vista, ¿no?

– Oh, creo que sí, señor.

– Tendría que ser así, ha tenido tiempo.

Matt se entristeció al darse cuenta, un poco más tarde que el nuevo jefe de la escuadra, el cadete López, conocía de memoria la lista de los componentes de la escuadra, mientras que Matt tenía que servirse de su copia para localizar a sus miembros. En realidad no sabía que se trataba de una preparación ordenada y eficaz, a él le pareció «clase». Con Matt descubriéndolos y López que hacia incursiones, como un halcón, por todo el compartimento si era necesario, para reunir a los vagabundos, la escuadra diecinueve fue rápidamente reunida cerca de una salida, a la que se agarraron como una bandada de murciélagos.

– Síganme – les dijo López -, y aguántense. Nada de maniobras libres. Dodson, cubra la retaguardia.

– Si, señor.

Serpentearon a través de pasadizos interminables, moviéndose a lo largo del cable, de un compartimento a otro, a través de portezuelas y doblando esquinas. Matt estaba totalmente perdido. En este momento, el hombre que le precedía se paró. Matt se acercó y encontró la escuadra reunida en otro compartimento.

– Es la hora del rancho – anunció López -. Aquí está su comedor. La comida será servida dentro de unos minutos.

Detrás de López habla mesas y bancos, firmemente asegurados a la pared del fondo. Las superficies de la mesas daban frente a Matt, por debajo de él, por encima de él o de través… por todos sitios. Parecía una disposición poco práctica.

– No tengo mucha hambre – dijo un cadete, débilmente.

– Debería tener hambre – contestó López con aire razonable -. Hace ya cinco horas que han tomado su desayuno. Tenemos el mismo horario que en Hayworth Hall, zona más ocho Tierra. ¿Por qué no tiene hambre?

– No sé, señor, sólo que no tengo hambre.

López rió entre dientes y, de repente, pareció tan joven como sus mandados.

– Era puro cachondeo, chaval. El maquinista jefe va a girar en un momento, en cuanto nos hayamos separado del Bolivar. Entonces os podréis sentar cómoda y llanamente y consolar vuestro tierno estómago con tranquilidad. Tendréis apetito. De momento, tomadlo con calma.

Otras dos escuadras entraron. Mientras estaban esperando, Matt dijo a López:

– Señor, ¿a qué velocidad dará la vuelta la nave?

– Conseguiremos una gravedad en la superficie exterior. Se necesitan unas dos horas para hacerlo, pero comeremos tan pronto como pesemos lo bastante para que vosotros, marmotas, podáis tragar vuestra sopa sin sofocaros.

– Pero, ¿qué velocidad representa esto, señor?

-¿Puede hacer un cálculo simple?

– Sí, ¿por qué, señor?

– Entonces hágalo. El Randolph mide de punta a punta sesenta metros, y damos la vuelta sobre nuestro eje principal. La velocidad en el círculo elevada al cuadrado partida por el radio de la nave. ¿Cuántas revoluciones por minuto representa?

Matt parecía abstraído. López dijo:

– Venga ya, señor Dodson… imagine que está bajando hacia la superficie, y a punto de estrellarse. ¿Cuál es la respuesta?

– Eh… me temo que no pueda hacerlo de memoria, señor.

López miró alrededor:

– Muy bien. ¿Quién conoce la respuesta?

Nadie habló. López movió la cabeza tristemente.

– ¡Y vosotros, muchachos, esperáis aprender a navegar en el espacio! Habríais hecho mejor yendo a un colegio elemental. No importa: la solución es de unas cuatro o cinco décimas de revolución por minuto. Lo que da una gravedad para beneficio de mujeres y niños. Esto se reduce día tras día, hasta que dentro de un mes estaremos de nuevo en caída libre. Esto deja tiempo para acostumbrarse, de lo contrario…

Alguien dijo:

– Anda, debe utilizar mucha energía.

López contestó:

-¿Está bromeando? Funciona por frenado eléctrico de los volantes: el árbol tiene conductores de campo enrollados alrededor; se hacen funcionar como un generador y se deja que la reacción entre el volante y la nave haga dar un giro a ésta. Se acumula minuto. Lo que da gravedad uno para beneficio de electricidad y luego, cuando se quiere parar el movimiento, se utiliza la electricidad para emplearlos como un motor y de esta manera volver al principio, sin consumo de energía, excepto pequeñas pérdidas. ¿Entiende?

-¿Eh? Creo que sí, señor.

– Búsquelo en la biblioteca de la nave, esboce el esquema y enséñemelo después de la cena – el joven cadete no dijo nada; López le habló rudamente -. ¿Qué le ocurre señor? ¿No me ha oído?

– Sí señor. Le he oído, señor.

– Así está mejor.

Muy despacio, flotaron hacia una pared lateral, chocaron contra ella y empezaron a deslizarse hacia la pared exterior, donde estaban aseguradas las mesas. Mientras llegaban allá la rotación de la nave era ya suficiente para permitirles ponerse en pie y a las mesas recuperar su lugar, en pie sobre el suelo, mientras que la portezuela por la cual habían flotado era ahora un hueco arriba, en el techo.

Matt se dio cuenta de que no sentía vértigo sino solamente una sensación de peso que aumentaba. Todavía se notaba ligero, pero pesaba lo bastante para sentarse a la mesa y quedarse en contacto con su asiento; minuto a minuto, imperceptiblemente iba pesando más.

Miró su sitio en la mesa, buscando controles que le permitieran pedir su comida. Había grapas y huecos para guardar cosas, que suponía que servían para los vuelos en caída libre, pero no había nada más. El puñetazo de López sobre la mesa le hizo levantar la cabeza.

– Y ahora, caballeros, esto no es un hotel de recreo. Numérense alrededor de la mesa – esperó a que los jóvenes lo hubieran hecho, y dijo -: Acuérdense de su orden. Los números uno y dos nos traerán las calorías hoy, y después cada uno de ustedes por turno.

-¿Dónde vamos, señor?

– Utilicen sus ojos. Allá.

Allá, era una puerta que ocultaba una cinta de reparto. Los cadetes de otras mesas estaban reunidos alrededor. Los dos cadetes designados como camareros se fueron allá y volvieron al poco rato, con una enorme bandeja de metal conteniendo veinte raciones, cada una empaquetada en su fuente de servicio y todavía echando humo. Los cuchillos, tenedores, cucharas y tubos para sorber estaban atados a cada fuente.

Matt encontró que la comida sólida estaba cubierta por tapas que se cerraban solas, a menos que se las trabase, mientras que los líquidos venían en envases cubiertos, provistos de válvulas dentro de las cuales se podían poner los tubos. Nunca había visto utensilios de mesa adaptados a las condiciones de caída libre en el espacio. Le encantaron, aunque una vajilla normal también hubiera servido, mientras la nave estaba bajo rotación.

Para comer había bocadillos calientes de carne de buey, con patatas, ensalada verde, sorbete de lima y té. Durante la comida, López continuó haciendo muchas preguntas, pero a Matt no le tocó ninguna. Unos veinte minutos más tarde, la bandeja de metal frente a Matt estaba tan limpia como si le hubiera pasado un esterilizador. Se relajó, pensando que la Patrulla era una buena ocupación y el Randolph un buen sitio donde estar.

Antes de dejar a los chicos que controlaba, L& pez les dio a cada uno su horario de asignaciones. El número de cuarto de Matt era A-5197. Todos los cuartos estaban en el puente A que era la parte exterior, aislada, de la nave. López les dio una explicación breve y condescendiente sobre el sistema de numeración de los espacios en la nave, y se despidió. Su actitud no dejaba pensar que él mismo se había perdido durante un día entero, poco después de su llegada el año anterior.

Matt se perdió, naturalmente.

Intentó atajar a través de la nave, como le había indicado un infante de marina que pasaba y se quedó completamente confundido cuando se encontró en el centro sin gravedad del Randolph. Cuando hubo regresado a través de niveles de gravedad creciente hasta el nivel de gravedad uno y vio que no podía continuar, paró al primer cadete con brazalete negro que encontró y le pidió ayuda. Unos minutos más tarde le conducía al pasillo número cinco, donde encontró su propia habitación.

Tex ya había llegado.

Hola Matt – le saludó -. ¿Qué te parece nuestro pequeño camarote en el cielo?

Matt puso en el suelo su bolsa de costado.

– Me parece bien, pero la próxima vez que tenga que salir voy a ir dejando un hilo como pista. ¿Hay algún mirador?

-¡Ni hablar! ¿Qué esperabas, un balcón?

– No sé. Más bien esperaba que tendríamos la posibilidad de ver la Tierra.

Empezó a hurgar alrededor, a abrir puertas.

-¿Dónde está el cuarto de baño?

– Sería mejor que empezaras a desenrollar tu hilo. Está al final del todo del pasillo.

– Oh. Un sistema primitivo. Bueno, creo que podemos aguantarlo – continuó explorando. Era una sala común, de unos doce metros cuadrados. Tenía puertas, dos en cada lado, que daban a cutículas más pequeños -. Oye, Tex – anunció cuando los hubo abierto todos -, este sitio está pensado para cuatro personas.

– Para los mejores de la clase.

– Me pregunto quién nos tocara.

– Yo también – Tex sacó su hoja de tareas -. Dice que podemos cambiar de compañeros de cuarto hasta mañana a la hora de cenar. ¿Tienes alguna idea, Matt?

– No, no puedo decir que conozca realmente a nadie aparte de a ti. Pero no me importa, mientras no ronquen y mientras no sea Burke.

Un golpecito en la puerta les interrumpió. Tex gritó: «¡Entra!» y Oscar Jensen introdujo su rubia cabeza.

-¿Ocupados?

– Nada de eso.

– Tengo un problema. Pete y yo nos encontramos en uno de estos cuartos para cuatro y los dos compañeros de cuarto con quien hemos caído quieren tener sitio para unos amigos suyos. ¿Estáis ya completos?

Tex miró a Matt, que asintió. Se dio la vuelta hacia Oscar.

– Me puedes dar un beso, Oscar… estamos prácticamente casados.

Una hora más tarde los cuatro se hablan instalado. Pete estaba de muy buen ánimo.

– El Randolph es exactamente lo que me ordenó el doctor – dijo. Me va a gustar este sitio. Si mis piernas empiezan a dolerme lo que tendré que hacer será ir a la cubierta G y me parecerá que estoy en casa: volveré a mi propio peso otra vez.

– Ajá – convino Tex -, si esto fuera mixto seria perfecto.

Oscar sacudió la cabeza.

– No para mí. Soy enemigo de las mujeres.

Tex cloqueó tristemente.

– Oh pobre, pobre chico. Mira, mi tío Bodie también pensaba que era enemigo de las mujeres…

Matt nunca descubrió cómo tío Bodie habla vencido su problema. Un altavoz, puesto en la sala común, le ordenó presentarse al compartimento B-121. Llegó allá, tras unas vueltas equivocadas y se encontró con un cadete que acababa de salir.

-¿De qué se trata? – preguntó.

– Entra – le dijo el otro -. Orientación.

Matt entró y se encontró con un oficial sentado ante una mesa.

– Cadete Dodson, señor, me han ordenado que me presente.

El oficial levantó la cabeza y le miró, y sonrió. Siéntese Dodson. Soy el Teniente Wong. Su preceptor.

-¿Mi preceptor, señor?

– Tu tutor, tu inspector, lo que quieras llamarme. Mi tarea es vigilar que tú y una docena más como tú estudiéis lo que sea necesario. Piensa en mí como si estuviera a tu lado con un látigo negro.

Sonrió entre dientes.

Matt también sonrió. Empezaba a gustarle el señor Wong.

Wong cogió un paquete de papeles.

– Tengo tu historial aquí, vamos a prepararte un programa de estudios. Veo que escribes a máquina, utilizas regla de cálculo y calculador diferencial, que sabes taquigrafía… esto está muy bien. ¿Sabes algún otro idioma? A propósito, no te molestes en hablar básico, hablo el inglés de América del Norte bastante bien. ¿Cuánto tiempo hace que hablas básico?

– Esto…, no conozco ningún otro idioma, señor, teníamos básico en secundaria pero no pienso realmente en básico. Tengo que vigilar lo que digo.

– Te inscribo para venusiano, marciano y el dialecto comercial de Venus. Tu escritor vocal… ¿has mirado el equipo de tu cuarto?

– Solamente lo ojeé, señor. Vi que había una mesa de estudio y un proyector.

– Encontrarás un rollo de instrucciones en el cajón superior de tu mesa, a mano derecha. Míralas cuando vuelvas. El escritor-vocal instalado en tu mesa es un buen modelo: puede escuchar y transcribir, además del vocabulario básico, el vocabulario especial de palabras técnicas de la Patrulla. Si te limitas a ese vocabulario, puedes incluso escribir cartas de amor.

Dodson miró detenidamente al Teniente Wong, pero el rostro de éste permanecía impasible; Matt decidió no reírse.

– De modo que vale la pena que perfecciones tus conocimientos de básico, incluso para fines sociales. Sin embargo, si dices una palabra que la máquina no encuentra en su lista, repetirá «bip», lamentándose, hasta que vayas a salvarla. Bueno, pasando a las matemáticas, veo que tienes problemas con el cálculo de tensores.

– Sí, señor – admitió Matt -. En mi escuela no enseñaban eso.

Wong sacudió la cabeza tristemente.

– Algunas veces pienso que la educación moderna está deliberadamente dedicada a estropear a los chicos. Si los cadetes llegaran aquí conociendo ya el tipo de cosas que el joven animal humano puede aprender y debería aprender, tendríamos menos accidentes en la Patrulla. No importa… empezaremos con los tensores ahora mismo. No puedes estudiar ingeniería espacial si no conoces su lenguaje. ¿Tu escuela era del tipo ordinario, Dodson? ¿Explicaciones en clase, deberes, etcétera?

– Más o menos, y estábamos divididos en tres grupos.

-¿En qué grupo estabas?

– Estaba en el avanzado, señor, en la mayoría de las asignaturas.

– Esto ayuda un poco, pero no demasiado. Vas a llevarte un susto, hijo. Aquí no tenemos salas de clase ni cursos fijos. Salvo en el caso del trabajo de laboratorio y de la instrucción en grupo, trabajas solo. Es agradable sentarse en una clase soñando despierto, mientras el profesor pregunta algo a otra persona, pero aquí no tenemos tiempo para esto. Hay mucho que hacer. Ahí tienes los idiomas de los otros mundos… ¿jamás estudiaste bajo hipnosis?

– No, ¿por qué, señor?

– Empezaremos ahora mismo. Cuando te marches de aquí, vas al Departamento de Psico-Instrucción y pides una primera sesión de hipnosis en venusiano para principiante… ¿qué pasa?

– Bueno, oiga señor, ¿es absolutamente necesario estudiar bajo hipnosis?

– Definitivamente. Estudiarás bajo hipnosis todo lo que se pueda estudiar así, para tener tiempo para los temas realmente importantes.

Matt asintió.

– Ya veo, cosas como la astrogación.

-¡No, no, no! La astrogación, no. Un niño de diez años puede aprender a pilotar una nave del espacio, si tiene aptitud para las matemáticas. Eso se aprende en el parvulario, Dodson. Las artes del espacio y de l~ guerra son un mínimo en tu educación. Sé, por tus pruebas, que puedes con las matemáticas, ciencias físicas y tecnológicas. Lo más importante es el mundo que tienes alrededor, los planetas y sus habitantes: biología extraterrestre, historia, culturas, psicología, leyes e instituciones, tratados y convenciones, ecología de los planetas, ecología del sistema, economías interplanetarias, aplicaciones de la extraterritorialidad, costumbres religiosas comparadas y la ley del espacio, para mencionar solamente algunas.

Matt lo miraba con ojos como faros.

– ¡Por Dios! ¿Cuánto tiempo se necesita para estudiar todo esto?

– Todavía estarás estudiando cuando te jubiles. Pero ni siquiera estos temas son tu educación; son simplemente materia prima. Tu verdadera tarea es la de aprender cómo pensar, y esto significa que tienes que estudiar otros temas: epistemología, metodología científica, semántica, estructuras de los idiomas, modelos de éticas y moralidad, variedades de la lógica, psicología de la motivación, etcétera. La idea básica de esta escuela es que un hombre que piense correctamente, automáticamente se comportará bien moralmente… al menos según nuestro concepto de la moral. ¿Cuál es la conducta moral adecuada, para un hombre de la Patrulla, Matt? Tus amigos te llaman Matt, ¿verdad?

– Sí, señor, la conducta moral adecuada para un miembro de la Patrulla…

– Sí, si, continúa.

– Bueno, pienso que significa hacer su tarea, vivir en conformidad con su juramento, y este tipo de cosas.

-¿Por qué tendrías que hacerlo?

Matt se quedó callado y parecía obstinado.

-¿Por qué tendrías que hacerlo cuando te puede causar una muerte poco agradable? Pero no importa. Nuestro primer propósito es vigilar el que aprendas cómo funciona tu mente. Si el resultado es un hombre que se adapta a los propósitos de la Patrulla porque su propia mente, cuando sabe utilizarla, funciona de esta manera, entonces de acuerdo, entra en servicio. En caso contrario, tenemos que dejar que te marches.

Matt se quedó en silencio hasta que al final Wong dijo:

-¿Qué piensas? ¡Desembucha!

– Bien, mire señor: estoy de acuerdo en trabajar para conseguir mi nombramiento. Pero usted lo presenta como algo que está fuera de mi control. Primero tengo que estudiar muchas cosas, de las que nunca he oído hablar. Entonces, cuando todo termine, alguien puede decidir que mi mente no funciona bien. Me parece que lo que ustedes necesitan son superhombres.

– Como yo – Wong sonrió y cruzó los brazos -. Tal vez sea así, Matt, pero como no existen superhombres, tenemos que hacer todo lo posible con mozalbetes como tú. Venga, ahora vamos a hacer la lista de los carretes que necesitarás.

La lista era larga. Matt se quedó sorprendido y contento de ver que también había carretes de historia. Señaló un tema que le confundía: Una introducción a la arqueología lunar.

– No veo por qué tengo que estudiar esto: la Patrulla no trata con los selenitas, pues murieron hace millones de años.

– Esto libera tu mente. Hubiera podido escoger la música moderna francesa. Un miembro de la Patrulla no debe limitar su horizonte a lo que está seguro que necesitará. Te apunto los temas que quiero que estudies primero, después los rebuscas en la biblioteca y tomas estos carretes y te vas a Psico para tu primera hipnosis. Dentro de una semana más o menos, cuando hayas acabado con este primer grupo, vuelves a verme.

-¿Quiere decir que espera que estudie todos los carretes que voy a sacar, en una semana? – Matt observó la lista con sorpresa.

– Eso es. Y durante tus horas libres, pues normalmente estarás ocupado con mucha instrucción de grupo y en laboratorio. Vuelve la semana próxima y aumentaremos la dosis. Ahora, márchate.

– Pero… ¡Sí, señor!

Matt encontró el Departamento de Instrucción Psicológica y fue introducido en una pequeña sala por un aburrido técnico en hipnosis con el uniforme del personal de servicio de la Infantería Marina del Espacio.

– Tiéndete en esta silla – le dijo. Apoya la cabeza ¿Es tu primer tratamiento?

Matt asintió.

– Te gustará. Algunos chicos vienen aquí solamente para descansar. Ya saben más de lo que necesitan. ¿Qué curso me dijiste que querías?

– Venusiano para principiantes.

El técnico habló brevemente por un altavoz instalado en su mesa.

– Es curioso, hace algo así como un mes, un veterano estaba aquí para un repaso en electrónica. La biblioteca pensó que había dicho «canónica» y ahora va cargado de una cantidad de conocimientos religiosos, que nunca utilizará. Dame el brazo – el técnico irradió un punto de su antebrazo e inyectó la droga -. Ahora descansa y sigue esta luz que rebota. No te preocupes… relájate… relájate… y cierra… tus… ojos… y… relájate… estás… llegando…

Alguien estaba de pie frente a él, llevando un inyector hipodérmico a presión.

– Se acabó. Te he dado antídoto.

-¿Eh? – dijo Matt -. ¿Qué ha pasado?

– Quédate sentado un par de minutos y después te podrás ir.

-¿No ha dado resultado?

-¿Qué es lo que no ha dado resultado? No sé a que estabas sometido, yo acabo de entrar de servicio.

Matt volvió a su cuarto bastante deprimido. Había tenido un poco de miedo de la hipnosis, pero ver que, aparentemente, el método no había tenido resultado en él, todavía era peor. Se preguntó si podría continuar los estudios si se veía obligado a estudiarlo todo, incluso los idiomas de otros mundos, por métodos convencionales.

No tenía otra solución que volver a discutir esto con el teniente Wong, mañana, decidió.

Oscar estaba solo en el alojamiento, ocupado intentando clavar un clavo en la pared de la sala común. Un cuadro estaba apoyado en la silla, sobre la cual se había subido.

– Hola, Oscar.

-¿Cómo estás Matt? – Oscar volvió la cabeza mientras hablaba. El taladro que utilizaba resbaló y se desolló el nudillo; por lo que empezó a hablar de manera extraña y balbuceante -. ¡Que las maldiciones persigan esta cosa sin nombre hasta los abismos más lejanos del fango del mundo!

Matt cloqueó en signo de desaprobación:

-¡Contenga su voz, pez impío!

Oscar levantó la cabeza y le miró con mucha admiración.

– Matt, no sabía que sabías algo de venusiano.

La boca de Matt se abrió. La cerró, y la abrió para decir:

-¡Bueno, que me aspen si lo sabía yo!

VII

Para convertirse en un hombre del espacio

El sargento se agachó en el aire, sus pies alzados.

– Cuando cuente uno – iba diciendo -, tomen la posición de preparados, con sus pies a unos doce centímetros del acero. Al dos, coloquen los pies sobre el acero y empujen.

Empujó contra la pared del acero y se disparó por el aire, mientras todavía hablaba:

– Aguanten mientras cuentan cuatro y giren al cinco – su cuerpo tomó la forma de una bola y dio media vuelta -. Comprueben su rotación – su cuerpo se enderezó de nuevo -, y hagan contacto al contar siete.

Sus dedos tocaron la lejana pared.

– Dejando que sus piernas bajen suavemente para que su impulso sea absorbido, sin rebote – cayó suelto, como un saco vacío, y permaneció flotando cerca del lugar donde había aterrizado.

La sala era un cilindro de quince metros de diámetro, en el centro de la nave. La sala entera estaba montada sobre rodillos y giraba uniformemente en dirección contraria al giro de la nave y con la misma velocidad angular: así, era como si estuviese inmóvil.

Sólo se podía entrar por un extremo, en el centro de rotación.

Era una pequeña isla de «caída libre»: el gimnasio sin gravedad. Una docena de jóvenes cadetes se agarraban a una cuerda de sujeción, que iba de un lado a otro de la pared del gimnasio, y miraban al sargento. Matt era uno del grupo.

Y ahora, caballeros, intentémoslo de nuevo. A mi voz de mando: ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

Al contar cinco, en cuyo momento todos deberían haber dado la vuelta en el aire, netamente y juntos, había desaparecido todo semblante de orden. Hubo choques, un cadete ni siquiera había logrado apartarse de la cuerda, y otros dos, refugiados de una escaramuza en medio del aire, flotaban a la deriva hacia el final de la sala. Sus caras tenían el aspecto aturdido de un perro intentando moverse sobre hielo, mientras hacían molinetes con brazos y piernas en un intento de avanzar.

-¡No! ¡No! ¡No! – dijo el sargento cubriéndose la cara con las manos -. Mirarlos, resulta insoportable. ¡Caballeros, por favor! Un poco de coordinación. No se lancen a la pared como un terrier dispuesto a luchar. Un empujón firme y uniforme… asi.

Se lanzó hacia un lado, usando la tracción que le daban sus botas espaciales, e interceptó a los dos desertores cogiendo a cada uno con un brazo y dejando que su impulso llevara los tres cuerpos lentamente hacia el extremo de la cuerda.

– Agárrense – les dijo -, y vuelvan a sus puestos. Ahora, caballeros, otra vez. Sitúense. A la voz de mando: empujón normal, con contacto suave: ¡uno

Poco después, les aseguraba que preferiría tener que enseñar a nadar a un gato.

A Matt no le importaba. Se las había arreglado para alcanzar la pared y quedarse allí. Sin gracilidad, ni ajustándose a los tiempos, ni en el lugar exacto que pretendía, pero lo había conseguido, después de una docena de fracasos. Por el momento, se consideraba ya como un hombre del espacio.

Cuando la clase se dio por terminada, corrió a la habitación y a su propio cubiculo, seleccionó un carrete de Historia Marciana, lo puso en su proyector y empezó a estudiar. Se había sentido tentado a quedarse en el gimnasio de caída libre, para practicar; quena a toda costa pasar la prueba de «caminata por el espacio»: Las acrobacias en caída libre, ya que los que la pasaban y también se calificaban en el uso de trajes espaciales básicos, tenían una salida cada mes, en la Estación Tierra.

Pero había tenido otra entrevista con el Teniente Wong pocos días antes. Este había sido breve y mordaz, y había tratado del empleo adecuado del tiempo.

Matt no quería otra escena parecida, ni los cinco puntos negativos que con ella habían llegado. Apoyó la cabeza en el respaldo de su silla de estudio y se concentró en la grabación del conferenciante mientras, frente a él, pasaban escenas en estereocolor, retratando con fría belleza el rico pasado del antiguo planeta.

El proyector se parecía mucho al equipo de estudio que utilizaba en su casa, excepto que era más completo, podía proyectar en tres dimensiones y estaba conectado a un escritor-vocal. Matt vio que esto ahorraba mucho tiempo. Podía detener la conferencia, dictar un resumen, y hacer que la máquina proyectase sus notas impresas en la pantalla.

La estereoproyección también ahorraba tiempo en los temas manuales:

– Ahora entras en la sala de control de un cohete de transporte del tipo A-6 – decía el conferenciante invisible -, y vas a practicar un alunizaje sin aire… – y, mientras, la cámara entraba por la puerta de la cabina del piloto y se encuadraba en la posición correspondiente a la cabeza de éste. Así, la visión de un vuelo podía hacerse muy real.

O podía ser un carrete sobre trajes espaciales:

– Este es un traje para cuatro horas – decía la voz -, de tipo M, y puede ser llevado en cualquier lugar más allá de la órbita de Venus. Tiene un cohete de baja capacidad, capaz de producir un cambio total de velocidad, en una masa de 150 kilos, de quince metros por segundo. El aparato de radio tiene, de un traje a otro, un alcance de ochenta kilómetros. La calefacción y refrigeración interna son…

Cuando a Matt le llegó el turno de instrucción sobre trajes espaciales, sabía todo lo que, sin práctica, se podía aprender sobre este tema.

Su turno llegó cuando pasó la prueba básica de caída libre. No había terminado con la caída libre, le quedaba la instrucción de grupo sobre trabajo de precisión, combate cuerpo a cuerpo, uso de armas personales y otros perfeccionamientos, pero se le juzgó capaz de conducirse lo suficientemente bien. También quedaba autorizado a practicar deportes en caída libre: lucha, tenis de mesa, jai alai, y algunos otros, pero hasta ahora sólo había sido elegido para el club de ajedrez. Escogió el polo espacial, un juego en el que se combinaba el water polo y la lucha sucia, y se apuntó a la liga local, en el grupo más bajo, de los «nariz-sangrante».

Se perdió su primera oportunidad de instrucción de trajes espaciales porque el tener la nariz magullada le había convertido en respirador por la boca y el respirador de un traje tipo M exige inspirar por la nariz y expirar por la boca. Pero a la semana siguiente ya estaba listo y ansioso. El instructor ordenó:

«Colocarse los trajes» sin más preliminares, ya que se suponía que habían estudiado el carrete de instrucción.

Algunos días antes, se había eliminado el resto ~e giro de la nave. Matt se enroscó como una pelota, flotando libremente, y abrió la parte delantera de su traje. Era una operación incómoda; al cabo de un momento se encontró intentando meter las dos piernas por una de las perneras del traje. Se echó atrás y empezó de nuevo. Esta vez, la enorme pecera le caía hacia adelante por la abertura.

La mayor parte de la sección ya estaba en los trajes. El instructor nadó hacia Matt y le lanzó una mirada penetrante.

-¿Ha pasado la prueba básica de caída libre?

– Sí – respondió Matt, tristemente.

– Es difícil de creer. Se comporta como una tortuga puesta de espaldas. Veamos – el instructor ayudó a Matt a meterse dentro, como si estuviera poniendo un pelele a un bebé. Matt se puso colorado.

El instructor repasó la lista de chequeo: presión del tanque, presión del traje, carga de combustible del cohete, oxigeno en el traje, oxígeno en la sangre (calculado mediante un dispositivo fotoeléctrico pegado al lóbulo de la oreja) y finalmente el equipo de radioteléfono portátil de cada traje. Después, los metió dentro de la cámara de aíre.

Matt sintió que su traje se hinchaba cuando desapareció la presión de la cámara. Se estaba haciendo más difícil mover brazos y piernas.

Enganchen sus cuerdas de seguridad – gritó el instructor. Matt desenrolló la suya de su cinturón y esperó. Los informes llegaron: «Número uno, enganchado » « Número dos, enganchado».

– Número tres, enganchado cantó Matt por el micro de su casco, mientras prendía su cuerda en el cinturón del cadete número cuatro. Cuando todos estuvieron en cordada, como escaladores, el instructor se enganchó a su vez a la cadena y abrió la puerta de la cámara. Miraron al vacío, tachonado de estrellas.

– Peguen las suelas – dirigió el instructor, y suavemente, colocó sus botas en uno de los lados de la compuerta. Matt hizo lo mismo y sintió que las suelas magnéticas de sus botas se pegaban al acero. Síganme y permanezcan juntos.

Su profesor caminó a lo largo de la pared hacia la puerta abierta y dio un extraño y pequeño paso agachado y con las piernas muy abiertas. Una bota estaba todavía dentro de la puerta, pegada a la pared, con la punta dirigida hacia dentro; la otra la llevó más allá de la esquina, dobló las rodillas y tanteó la superficie exterior de la nave. Retiró el pie que aún tenía en la cámara y estiró su cuerpo, con lo que casi desapareció, ya que ahora se hallaba erguido, pegado a la parte exterior de la nave, con los pies planos sobre el costado de ésta.

Siguiendo en orden, Matt atravesó la puerta. Encontró que era difícil el giro de noventa grados para salir de la cámara y «ponerse de pie» en la parte exterior de la nave; necesitó utilizar sus manos para equilibrarse en el marco de la puerta. Pero salió fuera y se «puso en pie». No había ni arriba ni abajo; todavía estaban sin peso, pero el costado de acero era como un «suelo» bajo ellos; se pegaban al mismo tal como una mosca se pega al techo.

Matt dio un par de pasos de prueba. Era como caminar en el barro; sus pies se adherían firmemente a la nave, luego se soltaban de repente. Le costó acostumbrarse.

Habían salido en la parte oscura de la nave. El Sol, la Luna y la Tierra permanecían detrás, bajo sus pies. Tampoco se podía ver la Estación Tierra.

– Daremos una vuelta – anunció el instructor, con voz resonante en sus cascos -. Permaneced juntos.

Empezó a moverse alrededor del curvo costado de la nave. Un cadete situado al final de la cadena intentó despegar ambas botas magnéticas de la nave, al mismo tiempo. Lo consiguió, saltando, y entonces no tuvo forma de volver atrás. Se alejó hasta que su cuerda de seguridad tiró de los dos chicos que estaban a cada lado.

Uno de ellos, al que pilló con un pie apartado de la nave, al andar, también se desprendió, y aunque intentó con todas sus fuerzas alcanzar el acero, no pudo. A su vez el cadete de su lado, el último de la cuerda, también se desprendió.

No hubo más separaciones, ya que los sucesivos tirones en la cuerda habían utilizado la energía del salto, no muy violento, del primer cadete. Pero, ahora, había tres cadetes bamboleándose en la cuerda, flotando y contorsionándose grotescamente.

El instructor captó este movimiento con el rabillo del ojo y se agachó. Encontró lo que buscaba: un anillo de acero hundido en el costado de la nave, y fijó su cuerda de seguridad en él. Cuando se aseguró de que todo el pelotón no iba a ser desprendido, ordeno:

– Número nueve, arrástrelos hacia aquí, suave, muy suavemente. No vaya a desprenderse usted haciéndolo.

Momentos más tarde, los vagabundos estaban de vuelta y adheridos a la nave.

– Ahora – dijo el instructor -, ¿quién es el responsable de esta estupidez propia de un «marmota»?

Ninguno respondió.

– Desembuchad – dijo bruscamente -. No fue un accidente: es imposible soltar ambos pies, a menos que saltéis. ¡Desembuchad, demonios, o haré que hasta el último de vosotros se enfrente al Comandante!

Con la mención de esta horrible palabra, una voz débil y mansa respondió.

– Fui yo sargento.

– Alza el brazo para que sepa quien habla. No leo los pensamientos.

– Vargas… número diez -el cadete alzó la mano.

– De acuerdo. Todos de vuelta a la cámara de aire. Permanezcan juntos – cuando todos estuvieron allá, el instructor dijo -. Adentro, señor Vargas. Desenganche su cuerda, átela a la compuerta y espérenos. Volverá a tener esta instrucción… dentro de un mes.

– Pero, sargento.

– No protestes, o daré parte de ti por intentar desertar de la nave…

En silencio, el cadete hizo lo ordenado. El instructor se asomó dentro viendo que, realmente, Vargas se estaba anclando, después se enderezó.

– Vamos caballeros, empezaremos de nuevo y nada de tonterías, esto es una instrucción, no una merienda campestre.

En aquel momento, Matt dijo:

– Sargento Hanako.

-¿Sí? ¿Quién es?

– Dodson, número tres. ¿Y en el supuesto de que todos nos hubiéramos desprendido?

– Hubiéramos tenido que volver con nuestros cohetes.

Matt pensó en ello.

-¿Y si no hubiésemos tenido puestos los cohetes?

– El oficial de guardia sabe que estamos fuera; en la radio escuchan nuestra frecuencia. Sólo hubieran tenido que localizarnos por radar hasta que hubieran preparado una navecilla auxiliar para rescatarnos. De todos modos, escuchad todos vosotros: sólo porque os hayan envuelto en algodón en rama, no es razón para comportaros como un puñado de escolares. No se me ocurre ninguna forma peor, o más solitaria de morir que verse abandonado en un traje espacial, mientras vuestro oxígeno se acaba – hizo una pausa -. Una vez vi a uno así, después de que lo encontraron y lo trajeron de vuelta.

Estaban dando la vuelta a la nave y la forma esférica de la Tierra había estado apareciendo en su horizonte de metal.

De repente, el Sol apareció ante su vista.

-¡Cuidado con el deslumbramiento! – gritó el sargento Hanako. Rápidamente, Matt colocó su visor para interferencia máxima y lo ajustó para proteger su cara y sus ojos. No intentó mirar el Sol; se habla deslumbrado los ojos bastante a menudo desde los miradores de las salas de recreo de la nave, intentando tapar exactamente el disco del Sol con una moneda, para poder ver las prominencias y la fantasmagórica aurora. Era un trabajo inútil, el resultado acostumbrado era dolor de cabeza y manchas delante de los ojos.

Pero no se cansaba de mirar a la Tierra.

Colgaba delante de él, grande, gorda y hermosa y pareciendo más real que vista desde una portilla. Se la veía crecida al cruzar Acuario, tanto, que si hubiera estado en Orion, hubiera ocultado al gigantesco cazador desde Betelgeuse a Rigel.

Frente a ellos, estaba el Golfo de Méjico. Encima, se extendía Norteamérica con el casquete polar, puesto como un gorro de cocinero. El polo todavía brillaba bajo la luz mortecina de finales del verano en el norte. La línea del amanecer había sobrepasado Norteamerica, excepto la punta de Alaska; sólo el Pacífico Central permanecía oscuro.

Alguien dijo:

-¿Qué es este punto luminoso en el Pacifico, cerca del borde? ¿Honolulú?

A Matt no le interesaba Honolulú; buscaba, como de costumbre, Des Moines. Pero el Valle del Mississipi estaba nublado; no podía encontrarlo. Algunas veces podía divisarlo, simplemente con sus ojos, cuando el día era claro en Iowa. Cuando era de noche en Norteamérica siempre podía decir qué joya de luz era su hogar, o creía que podía.

Estaban de cara a la Tierra, de modo que el polo Norte, les parecía «arriba». Muy lejos, a la derecha, casi a una anchura de nave de la Tierra, prácticamente ocultando Regulus de Leo, estaba el Sol, y aproximadamente a mitad de camino entre el Sol y la Tierra, en Virgo, se hallaba la Luna creciente. Al igual que el Sol, la Luna no parecía mayor que desde la superficie terrestre. Los brillantes costados metálicos de la Estación Tierra, que estaba en el cielo entre el Sol y la Luna y a noventa grados de la Tierra, brillaban más que la Luna. La Estación, a unos quince kilómetros escasos, parecía seis veces mayor que el satélite natural.

– Ya basta de curiosear – dijo Hanako -. Pongámonos en marcha.

Avanzaron, estudiando la nave y apreciando su tamaño, hasta que el sargento les paró:

– Un poco más allá y estaríamos dando golpes con los pies sobre la cabeza del Comandante. Y puede estar dormido – deambularon hacia popa y Hanako les dejó ir por el borde de la popa hasta que miraron por las toberas de sus potentes tubos. Les dijo que volvieran enseguida -. Aunque no se hayan hecho funcionar desde hace años, esta zona es un poco caliente y de todas formas, no están protegidos de la pila atómica en la cubierta noventa y tres de popa. ¡Ahora, adelante!

Por caliente, no quería decir caliente al tacto, sino radiactiva.

Les condujo al centro de la nave, se desenganchó del cadete que estaba a su lado y amarró la cuerda del muchacho a la nave.

– Número doce, engánchese al acero. El truco para moverse por el espacio – continuó -, está en equilibrar el cuerpo con el chorro: el empuje debe pasar por su centro de gravedad. Si se equivocan y no lo corrigen enseguida, empezarán a dar vueltas, gastarán el combustible y tardarán un tiempo endiablado en detener su giro. No es más difícil que sostener un bastón sobre el dedo, pero la primera vez que lo intenten, les parecerá que cuesta. Preparen su visor.

Apretó un botón de su cinturón, apareció un pequeño dispositivo metálico delante de su casco, de modo que un pequeño anillo de metal quedaba a un metro de su cara.

– Escojan una estrella brillante o cualquier otra cosa, alinéenla en la dirección que quieran seguir. Entonces, tomen la posición de salida, ¡no, no! Todavía no, yo lo haré primero.

Se agachó se levantó con las manos y con mucho cuidado, apartó sus botas del costado, y Juego se equilibró en un cadete a su alcance. Vio la vuelta y se apartó de forma que flotaba con su espalda en la nave, brazos y piernas extendidos. El tubo de su cohete apuntaba directamente a la nave desde sus omoplatos, su mira apuntaba desde el casco en dirección opuesta.

Continuó:

– Tengan preparado el contacto de encendido en su mano derecha. Y ahora, amigos, ¿han visto alguna vez un par de bailarines de adagio? Ya saben lo que quiero decir: hay un hombre vestido con un taparrabos de piel de leopardo y una chica todavía con menos ropa y se van moviendo por el escenario, y él la va cogiendo.

Varias voces respondieron que sí. Hanako continuó:

– Entonces ya saben de que estoy hablando. Hay un truco que siempre hacen, la chica salta y el hombre la levanta, balanceándola en lo alto con una mano. El tiene su mano en los omoplatos de ella, que permanece un alto de forma muy artística. Esta es exactamente la forma de que debe funcionar la propulsión. El empuje se produce en sus omoplatos y tienen que equilibrarse sobre él. Sólo que son ustedes los que tienen que hacer el balanceo, pues si el empuje no pasa exactamente a través de su centro de gravedad, empezarán a dar vueltas. Ustedes mismos podrán ver que empiezan a girar, mirando a través de su visor. Tienen que corregirlo antes de que ya no les sea posible. Lo pueden hacer cambiando su centro de gravedad. Extiendan cl brazo o la pierna hacia el lado en que han empezado a girar. El truco es…

– Un segundo, sargento – le cortó alguien -, usted dijo simplemente hacia atrás, lo que quiere decir es extender el brazo o pierna del otro lado, ¿no?

-¿Quién habla?

– Lathrop, número seis. Lo siento.

– Quise decir lo que dije, señor Lathrop.

– Pero…

– Adelante, hágalo a su manera. El resto de la clase lo hará a la mía. No perdamos el tiempo. ¿Alguna pregunta? De acuerdo, apártense de mi chorro.

El semicírculo se echó atrás, hasta que quedó frenado por las cuerdas de seguridad ancladas. Una brillante llamarada naranja salió de la espalda del sargento que avanzó derecho hacia adelante o «arriba», despacio al principio, después cada vez más deprisa. Su micrófono estaba abierto; Matt podía escuchar, sólo por radio, el ahogado movimiento de su propulsor… y podía oír al sargento contando segundos:

-¡Y, uno! ¡Y… dos! ¡Y… tres! – al llegar a diez, la propulsión y la cuenta se pararon.

Su instructor estaba a tres metros por encima alejándose, de espaldas a ellos. Continuó su conferencia:

– Por muy bien que se equilibren, siempre acabarán dando alguna vuelta. Cuando quieran cambiar de dirección, dóblense en forma de bola y así lo hizo él -. Para girar más rápido… y estírense cuando hayan girado todo lo que quieran.

De repente, se enderezó y se les encaró.

– Conecten la propulsión y equilíbrense sobre el chorro, para enderezar su nuevo rumbo… antes de que sobrepasen la dirección que quieran tomar.

No conectó la propulsión, sino que continuó hablando, mientras se apartaba de ellos y giraba con lentitud:

– Siempre hay alguna forma de retorcerse alrededor del eje de rotación para poder encontrar el camino que necesiten, por lo menos durante algunas décimas de segundo. Por ejemplo, si quisiera dirigirme hacia la Estación… – la Estación Tierra estaba casi en ángulo recto con su rumbo; realizó unas contorsiones similares a las de un mono muriendo entre convulsiones y se estiró de nuevo, como una estrella de mar, de cara a la Estación; pero, ahora, giraba en saltos mortales sin que cambiara su eje de rotación -. Pero no quiero ir a la Estación, quiero volver a la nave.

El mono volvió a morir; cuando cesaron las convulsiones, el sargento estaba cara a ellos. Conectó de nuevo su propulsión y volvió a contar diez segundos. Colgaba en el espacio, quieto con respecto a la nave y su clase y a medio kilómetro, aproximadamente.

– Voy a llegar en un aterrizaje a chorro, para ahorrar tiempo – la propulsión duró veinte segundos y el motor se apagó, tras lo que avanzó hacia ellos con rapidez.

Cuando todavía estaba a unos sesenta metros, giró sobre sí mismo y puso el cohete en marcha, alejándolo de la nave durante diez segundos. El propósito de sus maniobras era quedar a unos quince metros, y acercarse a tres metros por segundo. Se dobló de nuevo como una pelota y llegó con los pies hacia la nave.

Cinco segundos más tarde, sus botas se pegaron al acero, y se dejó caer sin rebote.

– Pero ustedes no lo harán así – siguió -, mis tanques tienen más capacidad que los suyos, que tienen cincuenta segundos de potencia, y cada segundo es bueno para un cambio de velocidad de treinta centímetros por segundo, esto es para ciento cincuenta kilos de masa; algunos de ustedes, los más delgaduchos, irán un poco más rápido. Aquí está su plan de vuelo: diez segundos, contados, alejándose. Giren tan deprisa como puedan y empleen quince segundos en volver. Esto significa que os llegarán a un metro y medio por segundo. Incluso una abuela debería poder hacerlo sin rebotar. ¡Lathrop! Desengánchese, usted es el primero.

Cuando el cadete se le acercó, Hanako se ancló a la nave con dos cuerdas cortas y, de su cinturón, sacó una cuerda muy larga. Pasó un extremo por un gancho delante del cinturón del cadete y el otro por su propio traje. El estudiante lo miró con aversión.

-¿Es necesario este gancho?

El sargento Hanako le miró:

– Lo siento, Comodoro, es el reglamento. Y cierre el pico. Prepárese para salir.

Silenciosamente, el cadete se agachó y después se apartó, con una pincelada ardiente, cada vez mayor, que salía de su espalda. Al principio se movía bastante bien después, empezó a girar.

Extendió una pierna y se giró por completo.

-¡Lathrop, desconecte su propulsión! – estalló Hanako. La llama desapareció, pero la figura del traje continuó girando y alejándose. Hanako tiró de su cuerda de seguridad -. Hemos pescado un gran pez, muchachos – dijo alegremente -. ¿Cuánto creen que pesa? Tiró de la cuerda, haciendo que Lathrop girara en el otro sentido, ya que la cuerda se había enrollado a su alrededor. Cuando la cuerda quedó libre, tiró del cadete.

Lathrop llegó y se sujetó al casco.

– Tenía razón, sargento. Quiero probarlo de nuevo, a su manera.

– Lo siento. El reglamento señala un cien por cien de reserva de combustible para esta operación; tendría que repostar – Hanako dudó -. Apúntese para mañana por la mañana. Le tomaré como extra.

-¡Oh, gracias sargento!

– De nada. ¡Número uno!

El cadete siguiente salió bien, pero dio la vuelta en un ángulo y tuvo que ser detenido con la cuerda de seguridad antes de que pudiera asegurarse al casco. El que le siguió no consiguió orientarse de ninguna manera: Se alejó, de espaldas a la nave, y parecía a punto de seguir en dirección a Draco hasta el fin de sus días. Hanako tiró un poco de la cuerda de seguridad mientras la dejaba correr por sus guantes y le hizo dar la vuelta hacia la nave.

– Diez segundos de propulsión, mientras mantengo la cuerda en tensión – ordenó. La cuerda de seguridad mantuvo el cadete en su sitio hasta que regresó -. Número tres – llamó Hanako.

Matt se adelantó, sintiéndose realmente emocionado. El instructor enganchó la cuerda de seguridad y dijo:

-¿Alguna pregunta? Póngase en marcha cuando esté listo.

– De acuerdo – Matt se agachó, soltó sus botas y se tendió. Se equilibró con la rodilla del sargento. Frente a él estaban las constelaciones del norte. Escogió la Estrella Polar como referencia, entonces soltó el seguro del mecanismo de encendido de su guante.

-¡Y… uno! – notó una pequeña y firme presión a través de su correaje, un impulso que no llegaba a cinco kilos. Polaris parecía vibrar con el chorro del diminuto cohete. Luego, la estrella osciló hacia la izquierda, fuera del anillo de la mira.

Extendió el brazo y la pierna derechos. La estrella osciló más deprisa, apareció y volvió a desaparecer. Con cuidado, extendió de nuevo sus extremidades derechas y casi olvidó cortar la propulsión a la cuenta de diez.

No podía ver la nave. La Tierra oscilaba a la derecha en la negrura aterciopelada. El silencio y la soledad eran lo más intensos y más completos que nunca hubiera podido experimentar.

– Ahora es cl momento de girar – dijo Hanako a su oído.

-¡Oh! – exclamó Matt y agarró sus rodillas. Los cielos rodaban a su alrededor. Vio la nave oscilando en su campo de visión, demasiado tarde. Se estiró como una estrella de mar, pero ya la había sobrepasado

– Tómelo con calma – aconsejó el sargento -. No enrosque tanto, y acierte la próxima vez. No hay que darse prisa.

Se volvió a convertir en una bola, pero no por tanto tiempo La nave apareció de nuevo, aunque estaba a doble distancia que antes. Ahora, la centró antes de que la pasara oscilando. Las figuras que se hallaban sobre su costado estaban a unos cien metros y todavía se alejaban. Centró en su mira el casco de alguien, pulsó el interruptor y empezó a contar.

Pasó unos momentos de angustia, creyendo que algo no marchaba bien. Las figuras de la nave no parecían acercarse y ahora oscilaban suavemente apartándose. Estuvo tentado de encender de nuevo cl cohete, pero las órdenes de Hanako habían sido muy precisas; decidió no hacerlo.

La nave desapareció de su vista; se dobló en forma de bola para hacerla aparecer de nuevo. Cuando la vio estaba mucho más cerca, y se sintió aliviado. De hecho, los dos cuerpos: nave y hombre, habían estado acercándose a un metro y medio por segundo, pero un metro y medio por segundo es un paseo muy lento.

Aleo más de un minuto después de haber cortado su propulsión, hizo una contorsión para poner sus botas frente a él y se pegó al casco, a unos tres metros del instructor.

Hanako avanzó y colocó su casco junto al de Matt par poder hablarle en privado, con la radio desconectada

– Un buen trabajo, chico; conservaste tu serenidad cuando te pasaste. De acuerdo, te apuntaré para el entrenamiento avanzado.

Matt se acordó de desconectar Su radioteléfono portátil:

¡Gracias!

– Te lo has ganado, no es un regalo – Hanako volvió a conectar con el circuito -. De acuerdo, vamos, numero cuatro.

Matt quería correr a su habitación, encontrar a Tex y vanagloriarse un poco. Pero había otros siete que tenían que salir. Algunos lo hicieron bien, otros tuvieron que ser pescados.

El último se pasó. No desconectó el motor, a pesar de los gritos de Hanako para que lo hiciera. Se apartó de la nave haciendo una gran curva y comenzó a girar, mientras el sargento tiraba de la cuerda con fuerza intentando parar su giro y encaminarle de regreso. Al cabo de cincuenta largos segundos, se le acabó el combustible; estaba a casi trescientos metros y todavía seguía retrocediendo rápidamente.

El sargento hizo con él lo que un pescador luchando con una barracuda, después lo atrajo muy, muy despacio, ya que 110 había forma de eliminar la velocidad que le diera la tensión de la cuerda.

Cuando al final llegó, se pegó al casco y se ancló con la cuerda de seguridad, Hanako suspiró.

-¡Demonio! – dijo -, creí que iba a tener que salir a rescatarte.

Fue hacia el cadete y los cascos se tocaron, la radio desconectada. El cadete no apagó la suya.

– No lo sé – le oyeron replicar -. El Interruptor no funcionaba mal, pero me sentía incapaz de mover un solo músculo. Le oía gritar a usted pero no podía moverme.

Matt volvió a la cámara de aire con el grupo, sintiéndose muy sereno. Sospechaba que había una vacante a la hora de cenar. La costumbre del comandante era sacar, sin demora, a cualquier cadete que no sirviera. Sentía el hálito frío del desastre en su propio cuello.

Pero se animó cuando les ordenaron romper filas. Cuando estuvo fuera de su traje, y lo hubo inspeccionado tal como decía el reglamento, se lanzó hacia su habitación, rebotando en los giros, de una forma no aprobada para el movimiento en la nave.

Aporreó la puerta del cubiculo de Tex.

-¡Ea, Tex, despierta! ¡Tengo noticias para ti!

No hubo respuesta; abrió la puerta, pero Tex no estaba allí. Según parecía, tampoco estaban Pete ni Oscar. Fue hacia su cubil, desconsolado, y cogió un carrete de estudio.

Casi dos horas más tarde, Tex entró como una tromba mientras Matt se preparaba para la comida y gritó:

-¡Hey, Matt! ¡Chócala amigo, estrecha la mano de un hombre del espacio!

-¿Hum?

– Acabo de pasar la prueba de «traje espacial básico», y el sargento dijo que era la mejor primera prueba que jamás había visto.

-¿Si? ¡Oh!

– Claro que lo dijo. Oh, muchacho. ¡Estación Tierra, allá voy!

VIII

Estación Tierra

-¡Grupo de permiso, suban a la navecilla!

Matt cerró su traje del espacio con la cremallera delantera, y se fue corriendo hacia el control de rutina. Oscar y Tex le seguían de cerca, mientras el grupo de permiso ya entraba por la puerta de la cámara de descompresión. El cadete oficial de guardia inspeccionó a Matt y cerró la puerta detrás de él.

La cámara de descompresión era un pasillo largo, cerrado en cada extremo, que conducía a un hangar el costado del Randolph en el cual estaban metidos los cohetes auxiliares. La presión desapareció y el extremo lejano de la cámara se abrió, Matt se lanzó, último en la fila, y encontró la navecilla repleta. No podía encontrar sitio; las literas para pasajeros estaban llenas de cadetes vestidos con sus trajes del espacio, ocupados en sujetarse con las correas.

El cadete piloto le hizo señas con la cabeza. Matt se hizo camino y tocó unos cascos.

– Señor – le dijo el veterano. ¿Sabe servirse de los instrumentos?

Suponiendo que se refería solamente al sencillo tablero de instrumentos de la navecilla, Matt contestó:

– Sí, señor.

– Entonces tome el asiento del copiloto ¿Cuál es su peso?

– Ciento treinta kilos, señor – contestó Matt, dando el peso combinado de su propio cuerpo y de su traje, con todo el equipo. So sujetó y miró alrededor intentando localizar a Tex y a Oscar. Se sentía muy importante, aunque una navecilla necesite un copiloto tanto como un cerdo necesita una cola de recambio.

El veterano añadió cl peso de Matt a su carta de centro de gravedad y momento-de-inercia, lo miró pensativamente y le dijo:

– Diga a G-tres que cambie do sitio con B-dos.

Matt conectó su radio teléfono portátil y dio la orden. Hubo un rápido movimiento mientras un joven pesado cambiaba do asiento con un cadete más pequeño. El piloto hizo una señal al cadete que maniobraba el hangar, y la navecilla y su plataforma de lanzamiento salieron vibrando de la cavidad, empujadas por un lento mecanismo.

Una navecilla auxiliar es un cohete para pasajeros reducido a los términos más sencillos, v ha sido definido como una percha para sombrero con un motor fuera borda. Funciona solamente en el vacío y no necesita tener líneas aerodinámicas.

El motor del cohete no está cubierto. Alrededor del mismo hay una ringlera de soportes de metal ligero, la percha de pasajeros. No es una nave en el sentido de tenor un casco, compartimentos herméticamente cerrados, etc.

Los pasajeros solamente se atan a la percha y dejan que el motor cohete les impulse.

Cuando la navecilla se hubo alejado de la nave madre, el cadete situado en el hangar giró mecánicamente la plataforma de lanzamiento en dirección a la Estación Tierra. El piloto movió las llaves que tenia frente a él, y la navecilla despegó.

El cadete piloto contempló su radarscopio. Cuando hubieron alcanzado los veintisiete metros por segundo en dirección a Estación Tierra, apagó el propulsor.

– Ponte en contacto con la Estación – le dijo a Matt.

Matt enchufó y llamó la Estación.

Navecilla número tres, del Randolph, en viaje programado. Llegará dentro do nueve minutos, más o menos – transmitió Matt, felicitándose de haber estudiado el carrete referente a la manera de operar de las pequeñas embarcaciones.

– De acuerdo – le contestó una voz femenina, y añadió. Utilice nuestra plataforma de contacto orbital Be de Barcelona.

– Be de Barcelona – repitió Matt- ¿Tráfico?

– Ninguno en órbita exterior. La Wingod Victory en órbita en remolque.

Matt dio parte a su piloto.

Ningún tráfico – repitió el veterano -. Señor, voy a dormir un ratito. Despiérteme cuando lleguemos a dos kilómetros.

– Sí, señor.

-¿Piensa que podría llevarla hasta la Estación? Matt tragó saliva.

– Lo intentaría, señor.

– Píenselo mientras duermo – el cadete cerró sus ojos rápidamente, flotando en caída libre tan confortablemente como si fuera en su propio cubiculo. Matt se concentró en los cuadrantes del instrumento.

Siete minutos más tarde sacudió al veterano, que abrió los ojos y dijo:

-¿Cuál es su plan de vuelo, señor?

– Bueno, esto, si continuamos de la misma manera que ahora, pasaremos exactamente por el lado exterior de la órbita. Yo no cambiaría nada. Cuando nos acerquemos a mil doscientos metros reduciría la velocidad relativa a unos tres metros por segundo, y entonces olvidaría el radar y frenaría a ojo mientras pasamos al lado.

– Ha estudiado demasiado.

-¿Está mal? – preguntó Matt, ansiosamente.

– No. Adelante. Hágalo – el veterano se inclinó encima del telescopio de seguimiento, para asegurarse de que la navecilla no chocara con la Estación. Matt contempló la línea final mientras su emoción aumentaba. Una vez ojeó la masa cilíndrica y brillante de la Estación, pero rápidamente volvió a mirar los instrumentos. Unos segundos más tarde pulsó el botón de combustible y un penacho do llamas brotó frente a ellos.

Una navecilla tiene propulsión en los dos extremos, abastecidos por los mismos tanques interconectados, bombas de combustible y tubos. Las navecillas son dirigidas más «por los fondillos de los pantalones» que por matemáticas complicadas. Por esto, son imprescindibles para acostumbrar a los estudiantes de piloto a manejar las naves cohetes.

Mientras se reducía la distancia, Matt sintió por primera vez la vieja pesadilla de los pilotos de cohete: ¿está bien calculada la maniobra para evitar un fracaso? Lo creía aunque sabía que su recorrido le haría pasar muy cerca de la estructura gigantesca. El soltar el botón de combustible le alivió.

El veterano le dijo:

-¿Podrás identificar Be de Barcelona cuando la veas?

Matt agitó la cabeza:

– No, señor. Es mi primer viaje a la Estación Tierra.

-¿Lo es? ¡Y te dejé pilotar! Bueno. Está allí delante, la tercera plataforma hacia abajo. Mejor que empieces a frenar.

– Sí, señor – la navecilla pasaba a lo largo de la Estación, a unos cien metros, a bastante velocidad. Matt dejó que Be-de-Barcelona se acercara durante unos momentos más, entonces lanzó un chorro corto, de prueba. No parecía frenarles mucho; dio otro, un poco más grande.

Unos minutos más tarde tenía la navecilla casi parada en el espacio y prácticamente frente a su punto de contacto. Miró al piloto inquisitivamente.

– Los he visto peores – gruñó el piloto -. Pídeles que nos lleven dentro.

– Randolph número tres, listos para contacto – dio parte Matt, por radio.

– Les vemos – anunció la voz de la chica -. Esperen el cable.

Un cable lanzado por un lanzacables, brotó con una trayectoria perfectamente llana y pasó por un anillo de metal atado a la navecilla.

– Le relevo, señor – dijo el piloto a Matt -. Suba allá y asegure esa cuerda.

Unos minutos más tarde la navecilla estaba asegurada a la plataforma Be-de-Barcelona, y los cadetes entraron en la cámara de descompresión intermedia. Matt localizó a Tex v Oscar en el vestuario, y se desvistieron Juntos.

¿Qué opináis de este contacto? – les dijo Matt, con indiferencia bien pensada.

Supongo que está bien – contestó Tex -. ¿Por qué?

– Lo hice yo.

Oscar levantó las cejas.

¿Tu lo hiciste? ¡Bien hecho, chaval!

Tex estaba sorprendido.

– ¿El piloto te dejó maniobrarlo? ¿En tu primer viaje?

– Bueno, ¿por qué no? ¿Crees que estoy bromeando?

– No, solamente estoy impresionado. ¿Te puedo tocar? ¿Me das un autógrafo?

– ¡Oh, déjalo!

Estaban, naturalmente, en la parte de caída libre de la Estación. Tan pronto como hubieron colocado sus trajes en su sitio, se fueron con prisa hasta la zona de centrifugado, frecuentada por los viajeros.

Oscar conocía un poco el camino por haber cambiado de nave en la Estación cuando era candidato y les condujo hasta la puerta del eje de rotación, el único sitio posible para pasar de la zona de caída libre hasta la zona de gravedad.

Desde el eje bajaron varios niveles, pasaron oficinas y alojamientos privados, hasta el primero de los niveles públicos. De hecho, era una calle ancha y profundamente iluminada, con un techo muy alto y aceras mecánicas en el medio. Tiendas y restaurantes se alineaban a los lados. Las aceras mecánicas hacían allá lejos una curva, puesto que el pasillo rodeaba completamente la Estación.

– Esto – les dijo Oscar -, es el Paseo del Paraíso.

– Ya veo por qué – asintió Tex, silbando bajito. Los otros siguieron el objeto contemplado: una rubia, alta y delgada, con un mínimo vestido de color azul, miraba el escaparate de una tienda de joyas.

– Tomatelo con calma, Tex – advirtió Oscar -. Es más alta que tú.

– Me gustan todas – contestó Tex -. Miradme – caminó despacio hacia la joven, Matt y Oscar no oyeron sus palabras de introducción, pero no se ofendió, puesto que se rió. Entonces le miró de arriba abajo, algo divertida, y de dijo, con voz que llegaba bastante clara:

– Soy casada y por lo menos soy diez años mayor que tú. Nunca hago caso do los cadetes.

Pareció que Tex escondía la cola entre las piernas y so alejó hacia sus amigos. Empezó a decir, furiosamente:

– Bueno, ahora no vais a meteros conmigo por haber intentado…

Cuando la mujer lo llamó:

-¡Espera un momento… los tres! – Se acercó a ellos y miró a Matt y Oscar -. Sois novatos, ¿verdad?

– Cadetes novatos, madame – contestó Oscar.

Buscó a tientas en su bolso, adornado de joyas.

– Si queréis divertiros y encontrar chicas más jóvenes, podéis ir a esta dirección – le dio una tarjeta a Oscar.

Asustado, éste dijo:

– Gracias, madame.

– De nada – se fue, arreglándoselas para perderse enseguida entre la muchedumbre.

-¿Qué dice? – preguntó Matt.

Oscar la miró, y la enseñó:

– Leedla.

Primera Iglesia Bautista de la Estación Tierra

Ralph Smitey, Pastor.

SALA SÓCIAL

2437, Nivel «C»

Tex sonrió, enseñando los dientes.

– Bueno, no podéis decir que fallé del todo – Buscó un argumento.

Hubo una discusión: Matt y Tex querían ir enseguida a la Sala Social: Oscar insistió en que tenía hambre y que quería una comida civilizada. Cuanto más discutían más razonable parecía la petición de Oscar. Finalmente Tex cambió de campo y Matt cedió ante la ventaja numérica; pocos minutos más tarde se arrepintió, cuando vio el precio del menú. El restaurante que había escogido era una trampa para turistas, un comedor extravagante con un bar anexo.

Tenía camareros humanos en vez do mesas automáticas y los precios de los artículos estaban en conformidad.

Tex vio la expresión de su cara.

Relájate, Matt – le dijo -. Esto lo pago yo, papá me mandó un cheque.

– Oh, no podría aceptar…

-¿Quieres pelea? Matt sonrió.

– De acuerdo. Gracias.

Oscar dijo:

-¿Cuánto vamos a castigarte, Tex? ¿Té y tostadas?

– Todo lo que queráis. Vamos a celebrarlo de verdad… Esto me recuerda que creo que tendríamos que beber algo.

-¿Huh? – dijo Oscar -. ¿Y ser vistos por uno de la Policía Militar? No, gracias.

Matt empezó a protestar, pero Tex se levantó.

– Mejor será que lo dejéis todo al cuidado del Padre Garmon. Ya es hora de que vosotros dos, Pobres y necesitados extranjeros, probéis un julepe de menta del viejo Sur. Se fue hacia el bar. Oscar se encogió de hombros.

Tex exploró el bar antes de entrar. No había cadetes, naturalmente, y lo más importante, no había ni oficiales ni Policía Militar de Infantería de Marina. Era pronto y el bar estaba casi desierto. Se acercó al cantinero.

-¿Puedes hacer un julepe de menta? – le preguntó.

El cantinero le miró y contestó:

– Lárgate. No puedo servirte licor. Está prohibido para los cadetes.

– No te pregunté si lo tengo prohibido o no. Te di je si podías hacer un julepe de menta – Tex alargo un billete sobre el mostrador -. En realidad, tres julepes de menta.

El cantinero miró el billete. Al final lo hizo desaparecer.

– Vuelve al comedor.

-¡De acuerdo! – dijo Tex.

Unos minutos más tarde un camarero colocó un Servicio completo de té frente a ellos, pero la tetera no contenía té. Tex sirvió la bebida repartiéndola cuidadosamente en tres tazas.

– A vuestra salud, compañeros. Bebed.

Matt tomó un trago.

– Sabe a medicina – dijo.

-¿A medicina? – protestó Tex -. ¿Esta noble poción? Nos veremos las caras al amanecer, amigo: café y pistolas para dos.- continúo diciendo que sabe a medicina. ¿Qué te parece a ti, Oscar?

– No es malo.

Matt apartó el suyo con la mano.

-¿No vas a beberlo? – le preguntó Tex.

– No gracias, Tex, de veras. Pero creo que esta bebida me sentaría mal. Creo que soy un blando.

– Bueno no lo despreciaremos – cogió la taza de Matt y echó un poco en la suya -. ¿Te lo partes conmigo, Oscar?

– No. Tómatelo tú.

– De acuerdo, si no quieres… hechó el resto en su taza.

Cuando sirvieron la comida que habían ordenado, Tex ya no se sentía interesado en ella. Mientras Matt y Oscar estaban ocupados masticando, los incitaba a cantar: -¡Vamos Oscar! Puedes aprenderlo.

– No sé cantar.

– Seguro que puedes. Te oí cantar, con la banda del Callejón del Cerdo. Cantaré el verso, palmearemos todos, y cantaremos el coro juntos:

– Allá… en el… corazón de Texas… Así es…

– Cállate – dijo Oscar -, o te vas a meter en un buen lío.

-¡Aguafiestas! Vamos, Matt.

– No puedo cantar con la boca llena.

– Mira – dijo Oscar a Matt, con voz baja y ansiosa -. ¿ Ves lo que yo?

Matt miró y vio al Teniente Wong entrando por el otro extremo del comedor. Fue hacia una mesa, se sentó, miró alrededor, vio la mesa de los cadetes, hizo un gesto con la cabeza y empezó a estudiar el menú.

-¡Oh, madre! – suspiró Matt, suavemente.

– Entonces cantaremos «Ioway» – anunció Tex -. Soy liberal.

– No cantaremos nada. ¡Por el amor de Dios, Tex, tate! Acaba de entrar un oficial.

-¿Dónde está? – preguntó Tex -. Invítale. No tengo resentimientos. Son buenos chicos, todos, los muy hediondos.

Matt miró rápidamente al Teniente Wong y casi se desmayó cuando vio que el oficial le hacía una seña con la mano. Se levantó y anduvo envarado hacia el oficial:

Dodson.

– Si, señor.

– Vaya decirle a Parman que se calme, antes de que tenga que ir a pedirle su nombre.

– ¡Oh, sí! ¡Si, señor!

Cuando volvió a la mesa, Tex ya se había calmado parecía sobrio y perplejo. La cara habitualmente de Oscar estaba ciega de cólera.

-¿Cuál es el veredicto?

Matt se lo dijo.

– Ya veo. Wong es un buen tipo. Ahora tenemos que sacarte de aquí.

Oscar llamó al camarero, abrió el bolsillo de Tex pagó la nota. Se levantó.

– Vamos. Sobrepónte, Tex, o te romperé el cuello.

-¿A dónde vamos? – preguntó Matt.

– Al cuarto de baño.

Felizmente, tenían el cuarto de baño para ellos solos. Oscar condujo a Tex a un lavabo y le dijo que se pusiera el dedo en la garganta.

-¿Por qué? – objetó Tex.

– Porque si no lo haces, lo haré por ti. Oye, Matt, ¿puedes cuidarle? Vuelvo dentro de unos minutos.

Oscar no volvió antes de veinte minutos, llevando mi envase de café caliente y un tubo de pastillas. Le obligó al paciente a tomar el café y media docena de pastillas.

-¿Qué son estas pastillas? – quiso saber Matt.

– Cloruro de tiamina.

– Parece que estás bastante enterado en esto.

– Bueno… – Oscar frunció las cejas -. Venus no es como la Tierra, ¿sabes? Todavía es bastante salvaje y poco civilizada. ¿Sabes?, allí pasan muchas cosas. Bébete el resto del café, Tex.

– Sí, señor.

– La parte delantera de su uniforme está hecha una porquería.

– Ya lo veo. Hubiéramos tenido que desvestirle.

-¿Qué vamos a hacer? Si vuelve así, habrá preguntas comprometidas.

– Déjame pensar – luego, le dijo a Tex -. Entra allí – Oscar indicaba uno de los cuartos de baño -, sácate el uniforme, dámelo y enciérrate dentro. Volveremos dentro de poco.

A Tex le pareció que eso era como si lo mandasen a las minas de sal, pero ya no tenía fuerzas para resistir. Entró. Poco después Matt y Oscar salieron, éste con un bulto firmemente enrollado, con un uniforme de cadete, debajo del brazo.

Cogieron la acera mecánica que recorría media Estación, pasaron a través de la muchedumbre, magníficamente vestida y apresurada, frente a tiendas lujosas y atractivas. A Matt le gustaba todo mucho.

– Dicen – dijo Oscar -, que se parece a como eran las antiguas grandes ciudades, antes de los Motines.

– Seguro que no se parece a Des Moines.

– Ni a Venus – Oscar encontró lo que buscaba, una lavandería automática, en un pasillo fuera de la sala de espera de la zona de emigrantes. Después de un largo rato, el uniforme les fue devuelto, limpio, planchado y bien plegado. Estando en la Estación Tierra, el precio estaba por las nubes. Matt miró lo que le quedaba de dinero.

– Mejor quedarse ya sin blanca – dijo e invirtió el resto en medio kilo de cerezas recubiertas de chocolate. Volvieron con prisa. Tex parecía tan abatido y contento de verlos que Matt tuvo de repente un arranque de generosidad y le dio a Tex la caja.

– Un regalo para ti, inútil, miserable y pobre criticón.

Tex parecía conmovido por el gesto, que no era más que un gesto, puesto que los dulces y similares eran, por derecho antiguo, propiedad común entre compañeros de cuarto.

– Vístete deprisa, Tex. La navecilla se marcha dentro de treinta y dos minutos, exactamente.

Veinticinco minutos más tarde, vestidos con sus trajes del espacio, entraban en la cámara de aire. Tex llevaba los chocolates bajo el brazo.

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