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Ciencia y pensamiento en Europa: Apogeo y crisis de la razón moderna, 1848-1927




Enviado por Eugenia Sol



Partes: 1, 2

  1. El imperio de la razón
  2. Las primeras fisuras en el edificio de la representación determinista
  3. La crisis de los fundamentos de la racionalidad clásica
  4. La revolución de los fundamentos de la razón moderna

A mediados del siglo XIX el imperio de la Razón brillaba en todo su esplendor. El programa de la Ilustración parecía plenamente realizado ante los ojos de la burguesía europea, que sobrepuesta del sobresalto de las revoluciones de 1848 consolidaba su poder político, afianzado ya su poderío económico. La publicación en 1849 del Discurso sobre el espíritu positivo de Augusto Comte constituía la expresión del espíritu de la época. Los avances de la ciencia y el progreso tecnológico a ellos asociado parecían augurar un brillante porvenir. Esta confianza en el futuro, esa fe en el Progreso, que descansaba en los logros alcanzados por la Razón, proporcionaba a las clases dirigentes del Viejo Continente la firme convicción de estar llamadas desempeñar una misión histórica, ahora ratificada sobre bases científicas, de la superioridad de la raza blanca y de la civilización por ella engendrada, que servirá de cobertura ideológica a la expansión de los imperios europeos. La aparición de El Origen de las especies de Darwin en 1859 y de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels en 1884, marcan la culminación de este proceso, que caracteriza a la civilización occidental desde la aparición de la época moderna. Determinismo biológico y determinismo social completan el recorrido intelectual de Occidente iniciado con la revolución newtoniana.

El imperio de la razón

Los hombres de la Ilustración eran conscientes de que su programa de refundación del conocimiento encontraba su máxima justificación en la revolución newtoniana, en tanto ésta alteraba radicalmente los fundamentos del conocimiento científico hasta entonces vigente. El lugar central asignado a la ciencia en La Enciclopedia y su explícita reivindicación de fundar sobre nuevas bases todo el sistema del conocimiento así lo atestiguan.

El gran éxito del sistema newtoniano a la hora de explicar los procesos físicos relacionados con el movimiento de los cuerpos y del sistema solar, así como el método científico empleado en los Principia, explican el vigor de la Filosofía Natural propuesta por Newton. El papel desempeñado por la Mecánica en el sistema newtoniano hizo que la representación mecanicista de la Naturaleza se transformase en dominante en la cultura occidental desde mediados del siglo XVIII.

La representación determinista, culminación del proyecto de la Ilustración.

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Lo que en Newton eran meros postulados en Kant adquirió el rango de absoluto. La extraordinaria influencia que tuvo la filosofía kantiana durante la primera mitad del siglo XIX contribuyó decisivamente a que los físicos y matemáticos tomaran las leyes de la Física clásica por absolutamente necesarias. El concepto de Naturaleza defendido por Kant se constituyó así en la concepción dominante de la cultura occidental hasta la aparición de la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica durante el primer tercio del presente siglo, instalándose en el centro de la episteme de la época moderna.

En la Crítica de la Razón Pura, Kant trató de establecer los fundamentos y los límites de la razón humana, a través de la realización de una síntesis superadora de las dos grandes corrientes del pensamiento occidental de la segunda mitad del siglo XVIII: el racionalismo de la Ilustración y el empirismo inglés. Kant era un newtoniano convencido cuando escribió la Crítica de la Razón Pura. Al sistema newtoniano adaptó primero sus principios; a éstos, después sus categorías, y a éstas, finalmente, su tabla de juicios. De Newton tomó asimismo las formas de la intuición -espacio y tiempo-. Y absolutizando a Newton, Kant afirmó que todo ello va necesariamente implicado en la naturaleza del espíritu humano, sin lo cual no es posible ningún tipo o forma de conocimiento.

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Kant afirmó la necesidad del principio de causalidad sobre la base de su teoría de los juicios sintéticos a priori de la matemática y la física puras, en la que los conceptos de espacio y tiempo constituyen las formas puras de la intuición sensible, los elementos esenciales de todo conocimiento. Para Kant el conocimiento a priori de los objetos era posible porque el propio intelecto regía la percepción de los mismos; de esta forma, Kant consideraba factible fundamentar una ciencia de estricto y necesario valor universal salvando el escepticismo de Locke y Hume.

En la solución de las antinomias propuesta por Kant en la Crítica de la Razón Pura se condensa el marco conceptual de la nueva representación cosmológica que dominó la época clásica hasta la aparición de la Teoría General de la Relatividad en 1916. "El Mundo no tiene un principio en el tiempo ni límite extremo en el espacio". En la tercera antinomia Kant sostenía que "la causalidad de la causa, que llega o empieza, ha empezado también y, según el principio del entendimiento, tiene necesidad, a su vez, de una causa". De esta manera, Kant situaba la ley de la causalidad como ley fundamental de la Naturaleza, condición imprescindible de toda posibilidad de conocimiento. Unas páginas más adelante Kant explicitaba con mayor contundencia si cabe el papel que desempeñaba la ley de la causalidad: "Esta ley de la Naturaleza, a saber, que todo lo que sucede tiene una causa,… por consiguiente, todos los acontecimientos son determinados empíricamente en un orden natural, esta ley, en virtud de la cual sólo los fenómenos pueden constituir una naturaleza y suministrar los objetos de una experiencia, es una ley del entendimiento en la que no está permitido, bajo ningún pretexto, apartarse o distraer ningún fenómeno, porque de otro modo se colocaría a este fenómeno fuera de toda experiencia posible, distinguiéndole con ello de todos los objetos de la experiencia posible para hacer de él un simple ser de razón y una quimera".

La contundencia de las palabras de Kant hablan por sí solas del status que en su sistema filosófico detenta el principio de causalidad, razón de ser de la representación determinista de la Naturaleza. El sistema kantiano, que encuentra punto de apoyo en la reflexión de Spinoza sobre la causalidad, constituyó la expresión más elevada, en el terreno de la Filosofía, del programa mecanicista desarrollado en el campo de la Filosofía Natural durante los siglos XVII y XVIII, en el que el sistema newtoniano expuesto en los Principia representa la culminación de la revolución científica inaugurada por Copérnico, Kepler y Galileo.

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Fue Pierre Simon de Laplace quién expresó de forma más acabada la visión de la representación determinista de la Naturaleza derivada del sistema newtoniano en el prefacio de su Essai philosophique sur les probabilités: "Así pues, hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos".

El darwinismo y el determinismo biológico.

La aparición de la teoría evolucionista de Darwin fue interpretada como la culminación de la representación determinista, tal como afirmó el gran físico vienés Ludwig Boltzmann en su conferencia ante la Academia Imperial de la Ciencia, el 29 de mayo de 1886: "Si ustedes me preguntan por mi convicción más íntima, sobre si nuestra época se conocerá como el siglo del acero, o siglo de la electricidad o del vapor, les contestaré sin dudar que será llamado el siglo de la visión mecanicista de la naturaleza, el siglo de Darwin".

Entre 1830 y 1859, año de la aparición de El Origen de las especies de Darwin, se desarrolló en Gran Bretaña un intenso debate sobre el problema del origen de los organismos, marcado por la necesidad que sentían los hombres de ciencia de encontrar una teoría metacientífica que permitiera explicar los fenómenos, y entre ellos el origen de las especies, sobre la base de la existencia de leyes naturales que debían regirse por los criterios científicos establecidos por la física newtoniana.

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La aparición en 1844 de la obra de Chambers Vestiges of the Natural History of Creation (Vestigios de la Historia Natural de la Creación), de claros postulados evolucionistas, avivó dicho debate, que se prolongaría hasta 1875, fecha en la que las tesis darwinistas eran ya mayoritariamente aceptadas por la comunidad de científicos, y habían pasado a formar parte del acervo común de la mentalidad positivista dominante en los círculos ilustrados europeos.

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En 1833 sir Charles Lyell publicó el segundo volumen de sus Principles of Geology, en el que planteó en toda su magnitud el problema sobre el origen de los organismos. En esta obra Lyell recurrió a la teoría de Lamarck (Jean-Baptiste de Monet), según la cual los cambios en la conducta provocan la aparición de nuevas formas orgánicas, además de plantear la generación espontánea de formas vivas y situar el origen del hombre en especies menos evolucionadas, como el orangután, para plantear el problema de la evolución de los seres vivos. Lyell se mostró en contra de las tesis lamarckianas acerca de la generación espontánea, y propugnó la estabilidad de las especies. A pesar de ello, Lyell atribuyó erróneamente a Lamarck la defensa de la noción de evolución en función del registro fósil, facilitando así la penetración del evolucionismo entre los científicos británicos, merced a la aparente certeza de la existencia de un registro fósil progresivo.

La importancia de los Principles reside en la íntima conexión establecida en ellos entre el evolucionismo y la idea de progreso. Lyell era consciente de que el evolucionismo representaba la más seria amenaza hacia las posiciones antiprogresivas de las que él era abanderado. A pesar de ello, se mostró partidario del carácter natural del origen de las especies, es decir, el hecho de que estas se encontraban sometidas a leyes naturales.

Los argumentos en pro y en contra de las tesis evolucionistas rebasaron ampliamente los límites del debate científico, en tanto afectaban al status de las creencias religiosas. En efecto, la interpretación literal de las Sagradas Escrituras se enfrentaba radicalmente a las tesis progresivas sobre el origen de los organismos. Aceptar la afirmación de la procedencia animal de la humanidad y mantener la creencia en la creación del Hombre a imagen y semejanza de Dios -pilar del cristianismo-, era realmente problemático.

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Adam Sedgwick, en su discurso presidencial pronunciado en la Geological Society en 1831, al contrario que Lyell, se mostró convencido de que el hombre representaba la culminación de la Creación, en desacuerdo con las tesis de éste sobre la creación actual de especies. La oposición de Sedgwick al evolucionismo respondía a razones esencialmente teológicas, aunque tratara de fundamentarlas en criterios científicos, al compartir con Lyell la noción de una Creación providencial. Sin embargo, al igual que su colega, su aceptación de que el mundo se regía por leyes naturales invariables entraba de lleno en colisión con su visión teológica sobre el origen providencial de los organismos.

Una postura similar a la Sedgwick era la mantenida por William Whewell, para quien la aparición de nuevas especies no podía considerarse una consecuencia evidente de la existencia de leyes naturales, aunque se mostraba contrario a aceptar que los hechos naturales pudieran obedecer a razones ajenas a las leyes de la naturaleza. La contradicción existente entre su creacionismo y su afirmación de leyes naturales generales, era resuelta por Whewell mediante la aceptación de la posible existencia de causas sobrenaturales no sujetas a leyes naturales conocidas, por cuanto el hecho sobrenatural de la creación escapa a la lógica de las leyes naturales, pero, una vez ocurrido, todo queda bajo el dominio de las leyes naturales. De esta forma, Whewell trataba de armonizar sus convicciones sobre la causalidad geológica, con su concepto racionalista de vera causa que aceptaba lo sobrenatural y su creencia teológica de la existencia de un Dios arquitecto supremo de la Naturaleza. Whewell se mostraba de acuerdo con los postulados antidireccionalistas de Lyell, a pesar del marcado carácter direccionalista de su obra, consciente de los peligros teológicos que entrañaba el direccionalismo.

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La publicación anónima en 1844 de los Vestiges of the Natural History of Creation de Robert Chambers, de manifiesta tendencia evolucionista, avivó considerablemente la polémica. Chambers extendía, al principio de su obra, la visión cosmológica de Laplace al mundo biológico, de manera que el origen de los organismos debía encontrarse sometido a la regularidad e inexorabilidad de las leyes naturales que estaban por descubrir, de manera similar a lo realizado por Newton en el campo de la física. Su confianza en esta posibilidad estaba basada en los resultados del registro fósil, que parecían mostrar con toda evidencia la evolución de los organismos desde las formas más primitivas hasta las más evolucionadas, en cuya cumbre se situaría el hombre. La oposición al evolucionismo de los Vestiges se manifestó con prontitud en los escritos de Adam Sedgwick, William Whewell y Thomas Henry Huxley, éste último ferviente defensor con posterioridad de la teoría darwinista. Si bien en este momento las tesis evolucionistas no se impusieron, es indudable que su publicación facilitó la aceptación posterior de El Origen de las especies, al proponer de manera explícita la generalización del sistema newtoniano al mundo de la materia viva, algo que incluso sus críticos difícilmente podían negar.

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La aparición en 1843 del System of Logic de John Stuart Mill contribuyó a la aceptación del evolucionismo; en esta obra se mantenía que todo queda sujeto a la ley de causalidad universal, incluidas las ciencias sociales, por lo que incluso el comportamiento humano, no sólo su aparición en la Tierra, se encuentra sujeto a determinadas leyes naturales. La obra del pensador inglés Herbert Spencer discurrió por derroteros similares. En sus Principles of Phycology, aparecido en 1855, apostaba con claridad por el evolucionismo para explicar no sólo la naturaleza física del hombre sino también su dimensión psicológica. En 1857 Spencer se decantaba por una explicación del mundo totalmente evolucionista.

Alfred Russell Wallace era también un evolucionista que intuía, inspirándose en los Principles de Lyell, que la solución al enigma del origen de los organismos se encontraba en la distribución geográfica. En el Essay of the Principle of Population de Thomas Robert Malthus, encontró en 1858 la idea que le llevaría al concepto de selección natural, por caminos paralelos a los recorridos por Darwin.

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 De hecho y aunque parezca paradójico Darwin se convirtió en un evolucionista por seguir las tesis del geólogo sir Charles Lyell, que desde 1835 era presidente de la de la Real sociedad geológica de Londres. En 1838 encontró la clave para la explicación del origen de las especies en la selección natural, provocada por la lucha por la existencia, después de conocer las tesis de Malthus, como el mismo puso de manifiesto: "Llegué a la conclusión de que la selección es el principio del cambio al estudiar las producciones domésticas, y luego, al leer a Malthus, me di cuenta enseguida de cómo aplicar ese principio". Darwin se mostraba, además, plenamente de acuerdo con las tesis de William Herschel y William Whewell sobre la validez del sistema newtoniano para explicar el origen de los organismos. De lo que se trataba era de encontrar una teoría general que fuera capaz de explicar el origen de las especies que estuviera en plena concordancia con el sistema newtoniano.

Su newtonianismo se vio confirmado por el conocimiento del Cours de philosophie positive del pensador francés Auguste Comte, y la importancia otorgada por éste a la ley de gravitación universal. Si Darwin demoró en veinte años la publicación de sus tesis, ello fue debido no sólo a la solidez con la que quería dotar sus argumentos frente a las previsibles críticas de los antievolucionistas, sino también a su deseo de presentar su teoría de una forma general, al estilo newtoniano, en el que la selección apareciera como la ley natural de la evolución de las especies.

En El Origen de las especies, cuya primera edición fue publicada por el londinense John Murray en 1859, Darwin recurrió, para presentar su teoría, al método hipotético-deductivo empleado por Newton. A partir de ahí, desarrolló las tesis malthusianas para explicar la lucha por la supervivencia de las especies, en función de su crecimiento geométrico frente al desarrollo aritmético de las fuentes alimentarias. Una vez establecido el principio de la lucha por la existencia, Darwin planteó el mecanismo de la selección natural sobre la base de la adaptabilidad al medio, por la cual los organismos que incorporan mejoras heredables mostraban mayores posibilidades para sobrevivir y reproducirse que los que no lo hacían o desarrollaban variaciones heredables desfavorables. De forma paralela a la selección natural, y complementaria a ésta, se desarrollaba la selección sexual por mediación del macho y/o de la hembra. En El Origen de las especies Darwin presentó íntimamente asociadas la evolución y la selección natural, y eliminó cualquier referencia a la generación espontánea; de esta forma organizaba su teoría como un todo coherente, que respondía plenamente a las exigencias de una ley natural de carácter universal, acorde con los presupuestos epistemológicos de raíz newtoniana.

El determinismo social en la obra de Karl Marx.

Si Darwin había construido una sólida teoría sobre el origen de las especies acorde con los postulados newtonianos, bajo la forma de una ley general basada en los principios rectores de la selección natural y la evolución; Karl Marx trataba de construir una teoría general sobre el comportamiento del hombre como ser social, que permitiera explicar la evolución de los sistemas sociales, para sustentar su ideal revolucionario sobre firmes bases científicas. Marx se enmarcaba, de esta forma, en la amplia corriente de científicos sociales, que desde los años treinta del pasado siglo se mostraban convencidos de la posibilidad de extender a las ciencias sociales los logros alcanzados por la física newtoniana, en la que se insertaban nombres de la talla de Stuart Mill, del padre de la sociología, Auguste Comte, o del pionero de la demografía, Malthus.

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La obra de Karl Marx representa el intento de superar la corriente idealista dominante en la primera mitad del siglo XIX, representada por Fichte, Schelling y el propio Hegel, desde una perspectiva radicalmente diferente a la adoptada por Schopenhauer. La filosofía de Marx constituye la expresión más acabada del hegelianismo de izquierdas. Si bien la influencia de Hegel en el pensamiento de Marx es innegable, no es menos cierto que su obra se caracteriza por una crítica radical del idealismo hegeliano, mediante la construcción de un sistema filosófico que considera al hombre, a través de su actividad, como el centro sobre el que descansa la tarea de transformar la realidad. Para Marx el estudio del "mundo real" no recae sobre las espaldas del mundo de "las puras ideas", sino sobre la realidad "empírica y material" del hombre y del mundo en que éste se desenvolvía. La ruptura con el idealismo imperante en la filosofía del XIX era evidente y radical. La reivindicación del papel del hombre por parte de Marx encontró una primera aproximación en el materialismo de Feuerbach, pero insatisfecho por su "materialismo contemplativo e inconsecuente" propuso como tarea de la filosofía constituirse en instrumento de transformación del mundo, en tanto que éste "es un producto histórico" resultado de la actividad humana, superando la fase anterior en la que "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo".

En consecuencia, Marx inició la construcción de un sistema filosófico al servicio de la transformación de la realidad, y encontró en las relaciones de producción el elemento configurador de la realidad empírica y material en la que el hombre se desenvuelve. El materialismo histórico de Marx sitúa, por tanto, en las relaciones de producción existentes históricamente el grado de desarrollo alcanzado por el hombre en su devenir, dando razón de ser a la organización social y a la representación del mundo -a través de la cultura, en la más amplia acepción del término- vigentes en cada época.

Marx se enfrentaba así con la concepción hegeliana de la historia, según la cual el sujeto de la historia es la Idea, la conciencia o el espíritu absoluto, llegando a la conclusión de que "en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia".

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Marx reelaboró de esta forma la filosofía de la historia hegeliana, despojándola de su carácter idealista, pero compartiendo su sentido finalista, al encontrar en la evolución histórica de las relaciones de producción el instrumento adecuado para desarrollar una praxis que conduciría a la transformación de la realidad. La revolución aparecía así como el único horizonte que podía liberar al hombre, permitiendo su realización completa y con ella la realización de la historia. La eliminación de la alienación del hombre -concepto tomado por Marx de la Fenomenología del espíritu de Hegel- mediante la revolución encontró en el método dialéctico, de inspiración hegeliana, el camino adecuado para fundamentar la necesidad histórica del paso a la sociedad sin clases, como el mismo Marx reconoce en el prólogo a la segunda edición de El Capital: "Mi método dialéctico no sólo difiere del de Hegel, en cuanto a sus fundamentos, sino que es su antítesis directa. Para Hegel el proceso del pensar, al que convierte incluso, bajo el nombre de idea, en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real; lo real no es más que su manifestación externa. Para mí, a la inversa, lo ideal no es sino lo material transpuesto y traducido en la mente humana… La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel, en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera, expuso de manera amplia y consciente las formas generales del movimiento de aquélla. En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darla la vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística."

Marx era un hombre de su tiempo, y como tal su sistema filosófico pretendía llevar hasta sus extremas consecuencias el mensaje liberador del hombre, procedente de la Ilustración y sólo parcialmente realizado con la Revolución Francesa. Marx creía haber encontrado en la socialización de los medios de producción el camino para la erradicación de la alienación humana, mediante la eliminación de la explotación del hombre por el hombre. Su pensamiento estaba fuertemente imbuido del carácter finalista de la Ilustración, como lo demuestra su interpretación de los sistemas kantiano y hegeliano y el intento de cristalizar las aspiraciones liberadoras de la Ilustración, una vez elevada la burguesía al pedestal del poder. Sus continuas apelaciones a la necesidad e inevitabilidad de la revolución; su filosofía de la historia, fuertemente impregnada de nociones hegelianas a través de su reinterpretación de la dialéctica; su noción del progreso, como un proceso lineal cuya meta final se encuentra en la sociedad sin clases; sus constantes afirmaciones acerca del carácter científico del socialismo, nos revelan las estrechas vinculaciones de la obra de Marx con el ambiente cultural de su época.

Las primeras fisuras en el edificio de la representación determinista

En el momento en el que la representación determinista era aceptada de manera prácticamente universal dentro de la cultura occidental como la representación de la Naturaleza científicamente comprobada, aparecieron las primeras fisuras en el sólido edificio de la racionalidad clásica. De una parte, la reflexión schopenhaueriana que trataba de resolver, por caminos distintos a los transitados desde Kant, la dicotomía existente entre sujeto y objeto, con la pretensión de fundar un nuevo concepto de realidad. De otra, la cada vez más problemática relación entre el electromagnetismo y la representación mecanicista derivada del sistema newtoniano, sobre la que se había asentado la representación determinista. Sin embargo, estas fisuras no cuestionaban todavía los pilares básicos de la racionalidad clásica, la crisis de los mismos tardaría aún en llegar. Prueba de ello es el papel asignado, dentro de los cánones clásicos, en el pensamiento de Schopenhauer al principio de causalidad estricto; o, las dificultades teóricas de Maxwell y Lorentz para abandonar la representación mecanicista, a pesar de la evidencia de su incompatibilidad con los fundamentos teóricos y prácticos del electromagnetismo.

La pretensión de Schopenhauer de establecer sobre nuevas premisas la teoría del conocimiento.

Schopenhauer estaba profundamente interesado, al igual que Kant, en delimitar las esferas del pensamiento abstracto e intelectual y, en consecuencia, distinguir y separar la esfera de los hechos de la esfera de los valores. La manera en que resolvió este problema se alejaba notablemente de la solución kantiana.

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"El mundo en mi representación", así comienza la principal obra de Arthur Schopenhauer. La representación tenía para él dos aspectos esenciales e inseparables, cuya distinción constituye la forma general del conocimiento: ser abstracta o concreta, pura o empírica. De una parte está el sujeto de la representación, que es aquello que lo conoce todo pero que no es conocido por nadie, porque no puede llegar a ser nunca objeto de conocimiento. De otra parte, está el objeto de la representación, condicionado por las formas a priori del espacio y del tiempo. No puede haber, por tanto, objeto sin sujeto, ni sujeto sin objeto. Para Schopenhauer, si al objeto del conocimiento se le llama materia, la realidad de la materia se agota en su causalidad, para él, la función fundamental del intelecto es la intuición inmediata de la relación causal existente entre los objetos. Espacio, tiempo y causalidad constituyen para Schopenhauer las formas a priori de la representación. En su obra Über die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichender Grunde (Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente), estableció las cuatro formas del principio de causalidad que constituyen las formas de necesidad que dominan todo el mundo de la representación. Pero para Schopenhauer la realidad no era exclusivamente representación, que sólo es fenoménica; el hombre tenía abierto otro camino para ser libre: el mundo como voluntad. La voluntad es, para Schopenhauer, la "cosa en sí", la realidad interna, de la cual la representación es fenómeno o apariencia.

Los objetos, para Arthur Schopenhauer, existen sólo en tanto en cuanto son conocidos; los sujetos en tanto en cuanto son conocedores. Fuera de este contexto, nada se puede decir de ambos. Ellos constituyen los límites recíprocos del mundo como representación. Schopenhauer trataba de superar la dicotomía kantiana entre sujeto y objeto, al considerarla muy problemática; para ello partía de la representación, transformando la razón especulativa pura de Kant en el mundo como representación. Para él "fenómeno quiere decir representación y nada más. Toda representación, sea de la clase que sea, todo objeto es fenómeno".

Como veremos, la influencia que tuvo en Ernst Mach la discusión schopenhaueriana sobre la naturaleza de la realidad, el intento de superación de la dicotomía kantiana entre sujeto y objeto y su radical fenomenismo, fue básica, puesto que estos elementos constituyeron el eje nodal sobre el que giró la crisis de los fundamentos que afectó a la cultura occidental durante el último tercio del siglo XIX.

La teoría electromagnética y la crisis de la representación mecanicista de la naturaleza.

La construcción de una teoría sobre la naturaleza de la luz creó innumerables problemas de carácter teórico para la física del siglo XIX. Ya en el siglo XVII surgieron los primeros intentos del físico neerlandés Christiaan Huygens (1629-1695) y del astrónomo inglés Robert Hooke (1635-1703), en los que la luz era interpretada como una onda que se propagaba a través de un medio: el éter. Frente a estas teorías ondulatorias surgió la interpretación corpuscular de la luz, que encontró en la Optica de Newton, publicada en 1704, su mayor respaldo, a pesar de que éste mantuviera una actitud de gran reserva y evitara pronunciarse de manera tajante sobre la naturaleza última de la luz, aunque admitía la existencia del éter, para explicar algunos de los fenómenos ópticos.

De esta manera, en torno a 1850 dos teorías contradictorias y aparentemente incompatibles entre sí pugnaban por explicar la naturaleza de la luz. Las dificultades se acrecentaron de manera notable a la hora de intentar explicar los fenómenos eléctricos y magnéticos, lo que provocó una importante división entre los partidarios de una y otra teoría.

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Con la llegada de James Clerk Maxwell la situación cambió radicalmente. Inspirándose en los trabajos de Michael Faraday, estableció la teoría unificada de los fenómenos eléctricos y magnéticos, para lo cual postuló la existencia del éter, que ocupaba todo el espacio y constituía el medio en el que se desarrollaban los fenómenos electromagnéticos. Además, Maxwell afirmaba que la luz era un fenómeno electromagnético más, por lo que la óptica debía ser considerada bajo la perspectiva de la electrodinámica. En su artículo "On Physical Lines of Force" -Sobre las líneas físicas de fuerza-, publicado en 1861, Maxwell desarrolló su teoría electromagnética de la luz y las ecuaciones del campo electromagnético. Para ello, se había basado en la suposición de la existencia de un modelo mecánico electromagnético, que presentaba enormes dificultades teóricas y prácticas debido a su complicación. Tras obtener dichos resultados le quedaban dos salidas: o desarrollar y perfeccionar el mecanismo propuesto hasta elaborar una teoría completamente mecánica del electromagnetismo; o prescindir del mecanicismo en la teoría.

Maxwell en su fundamental obra Treatise on Electricity and Magnetism, publicada en 1873, aunque no tenía muy claro cómo interpretar las ecuaciones de campo por él formuladas, independizó las mismas de toda analogía mecánica, proponiendo una teoría de campos. Esto no supuso una ruptura de Maxwell con la teoría newtoniana -en tanto que trató de demostrar que su teoría era consistente con la existencia de un mecanismo newtoniano en el campo-, a pesar de que los resultados por él alcanzados cuestionaban radicalmente la posibilidad de una explicación mecánica del campo.

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A raíz de la aparición de la teoría electromagnética de Maxwell se fue abriendo camino una nueva representación de la naturaleza, la representación electromagnética, que cobró un gran impulso con la difusión de los trabajos de Heinrich Hertz en 1887-88, al demostrar la existencia de la radiación electromagnética y derrotar de la idea newtoniana de la acción a distancia. Surgía así una nueva representación de la Naturaleza que disputaba, ahora sobre firmes bases físicas comprobadas experimentalmente, la absoluta hegemonía que hasta entonces había gozado la representación mecanicista de la Naturaleza. Los trabajos de Hendrik Antoon Lorentz culminaron con la aparición de la teoría electrodinámica de los cuerpos en movimiento, en 1892. Este hecho acrecentó el prestigio y el número de seguidores de la representación electromagnética de la Naturaleza en detrimento de la representación mecanicista.

A pesar de ello, la influencia de la representación mecanicista había llegado a ser un elemento tan constitutivo de la racionalidad clásica, que los fundamentos epistemológicos de la misma no fueron alterados por el avance de la visión electromagnética durante el último tercio del siglo XIX. Dicho con otras palabras, en el ámbito de la comunidad científica todavía no eran cuestionados de manera generalizada los principios epistemológicos que tomados de la mecánica newtoniana habían constituido el eje sobre el que se había construido la episteme clásica.

La crisis de los fundamentos de la racionalidad clásica

Ahora bien, conforme la teoría electromagnética se iba imponiendo en los círculos científicos del último tercio del siglo XIX, surgieron voces que reclamaban una revisión crítica de los fundamentos de la física clásica. Dicha revisión crítica pretendía eliminar los elementos metafísicos que habían contaminado la física teórica desviándola, a su juicio, de su verdadero carácter de ciencia empírica. Dos fueron las corrientes que sobresalieron en este período: el sensacionismo de Ernst Mach, cuyas posiciones se acercaban bastante a una fenomenología de la ciencia, fundamentalmente en sus escritos histórico-críticos sobre física; y el energetismo, cuyo máximo exponente fue el químico William Ostwald.

Ambas corrientes se enfrentaron con empeño a la representación mecanicista de la naturaleza. Los fenomenistas rechazaban toda hipótesis que no se fundamentara directamente en la experiencia; eran, por tanto, defensores de un positivismo extremo, de ahí la influencia que ejerció Ernst Mach en los fundadores del Círculo de Viena. El energetismo trataba de construir una concepción metateórica que liberara a la ciencia de su dependencia respecto de la Física, mediante el desarrollo de una ciencia superior, la energética, que unificara en ella al resto de las ciencias. La justificación de dicha pretensión la encontraban en el enorme desarrollo y éxitos que el tratamiento de la energía había deparado durante la segunda mitad del siglo XIX en la Física y en la Química. Además, el principio de conservación de la energía les parecía suficientemente general como para tratar de fundamentar sobre él una metateoría que englobara las distintas ciencias en un tronco común.

Ostwald expuso sus concepciones en Die Energie y Der Energetische Imperativ, publicadas respectivamente en 1908 y 1912. Ostwald compartía con Mach su positivismo, que le llevaba a considerar que los conceptos científicos son conceptos compuestos que resultan de la elección y la combinación de elementos extraídos de la experiencia. Aunque el energetismo encontró una cierta audiencia en los medios ilustrados del cambio de siglo, no llegó a desempeñar un gran papel en la génesis de la revolución científica que durante el primer tercio del siglo XX iba a desmantelar los fundamentos que habían constituido la episteme clásica.

Fue la interpretación fenomenista la que desempeñó un papel más relevante en los medios científicos continentales, especialmente entre los países de lengua alemana, a través de la influencia de las posiciones epistemológicas defendidas por Ernst Mach. Su figura ocupa una posición destacada en el debate sobre los fundamentos de la física desarrollado en el cambio de siglo. Su influjo sobre el joven Einstein y los positivistas vieneses -que terminarían por forjar el famoso Círculo de Viena dando lugar al nacimiento del neopositivismo-, su labor divulgadora de la física o su ascendiente sobre los socialdemócratas austríacos y rusos, dan cuenta de la importancia de la obra de Mach en la cultura europea del cambio de siglo.

Mach, cuya originalidad impacto a las nuevas generaciones de principios de siglo, no era una figura aislada. La proximidad de sus teorías con las de Richard Avenarius o William James dan fe de ello. Las influencias culturales y filosóficas por él recibidas -entre las que destacaban Schopenhauer, Hume y Berkeley desde el campo de la filosofía, y Herbart, Fechner y Wundt desde la psicología, junto con las de Helmholtz y Hering en el terreno de la física- alimentaron el sensacionismo machiano; por no hablar del profundo impacto que le causo la aparición de El Origen de las especies y la filosofía evolucionista de Spencer.

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De esta forma, Mach, al enlazar la crítica schopenhaueriana con la psicofísica de la segunda mitad del siglo XIX, revela la relación problemática de la dicotomía clásica existente entre objeto y sujeto, fundamentada ésta última en la plena separabilidad del objeto y sujeto, base sobre la que se situó toda posibilidad de conocimiento científico durante la época moderna, dando razón de ser al concepto de realidad hasta hoy dominante.

La crítica machiana de la mecánica newtoniana no hizo sino profundizar en esta senda. Al tratar de eliminar las adherencias metafísicas de la física clásica, Mach se hacía eco de las voces que reclamaban una revisión crítica de los fundamentos de la física clásica. En su obra Entwickelung historisch-kritisch dargestellt (El desarrollo histórico-crítico de la Mecánica) trataba de demostrar, en primer lugar, que las leyes de la Mecánica no constituyen verdades absolutas, definitivas e inmutables, sino que por el contrario han variado conforme las circunstancias históricas cambiaban. En segundo término, pretendía demostrar que, pese a las apariencias, algunos de los principios mecánicos no son evidentes a priori o lógicamente necesarios y que, al menos en sus inicios, la mecánica fue una ciencia natural de observación, fundamentada sobre hechos experimentales.

La crítica de Mach al sometimiento de la ciencia respecto de la ley de la causalidad, como principio rector del funcionamiento completo y total de la naturaleza, apuntaba más lejos que la postura schopenhaueriana expresada en De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, pero no llegaba a alcanzar los planteamientos sostenidos por Friedrich Nietzsche en sus escritos póstumos. Su crítica machiana se extendía a la concepción dominante del tiempo, del espacio y del movimiento. Para él la distinción newtoniana entre tiempo relativo o aparente -días, horas…- y el tiempo absoluto que transcurre uniformemente no era en absoluto aceptable; así escribía: "El tiempo es más bien una abstracción a la cual nosotros llegamos por las variaciones mismas… Hablar de un tiempo absoluto independiente de toda variación está… desprovisto de sentido. Este tiempo absoluto no puede ser medido por ningún movimiento; no tiene por tanto ningún valor práctico, ni científico…". Mach críticaba desde una postura fenomenalista similar las concepciones newtonianas de espacio y movimiento absolutos.

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