Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8


    Corazón salvaje, de Adams Caridad Bravo – Monografias.com

    1

    LA TORMENTA DE octubre ruge sobre el inquieto Mar de las Antillas… Es de noche, y las ráfagas de un -viento hura-canado hacen estrellarse contra los acantilados de rocas las olas gigantescas, que caen luego, en hirviente manto de espuma, ba-jo el azote de la lluvia.;. Negro está el cielo; y la tierra, como sobrecogida. Es la costa brava que se abre, primero en pequeñas ensenadas, en playones estrechos, y luego, unos pocos metros más allá, se convierte en selva espesa… Tierra antillana sobre la que ondea la bandera de Francia

    Un barco entra en el puerto de Saint-Pierre, a despecho de los elementos desencadenados… y uniéndose al concierto del viento y"de las olas, la salva de honor de veintiún cañonazos le saluda desde el fuerte de San Honorato…

    AI mismo tiempo que la fragata, que ya se acoge a la rada de Saint-Pierre, un pequeño bote desvencijado ha ganado mila-grosamente la arena de una diminuta playa próxima a la ciu-dad, y su único tripulante salta, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar el frágil cayuco, librándolo de la furia renovada de los elementos…

    La luz vivísima de un rayo ha iluminado de pies a cabeza al audaz marinero, que en noche tal arriba a la ensenada. Es fuerte y ágil; con flexible soltura de felino da unos pasos ale-jándose del mar, para erguirse después, como calculando-el peligro del lugar en que dejó su bote. Tiene la piel tostada por ta intemperie; ancho y fuerte el cuello; los hombros, cuadrados;

    las caderas, estrechas; las manos, callosas, y los pies descalzos, que parecen aferrarse como zarpas a la tierra que pisan.. .Pue-de tener apenas unos doce años…

    El ominoso estampido de un trueno agitabas sombras noc-turnas. .. El muchacho, dominando su primer movimiento de, temor instintivo, mira de frente al firmamento oscuro, donde marcan los rayos los latigazos de su vivida luz, y exclama:

    -¡Santa Bárbaral

    Por un momento parece vacilar, mas -no es por temor. La horrible noche no le produce espanto… Sólo calcula, con mira-da certera, qué camino debe seguir para llegar más pronto a la ciudad cercana, cuyas luces se apiñan alrededor de la bahía.

    Palpa el pequeño sobre que como un tesoro lleva entre sus ropas mojadas, mira de nuevo al bote que dejara sobre la arena y echa a andar con paso silencioso y rápido…

    -Si no se da usted prisa, llegaremos tarde a la fiesta del Gobernador, amigo D'Autremont.

    -¿Prisa? Nunca me di prisa por nada ni por nadie, amigo Noel; sin contar con que llueve a cántaros. Pocos serán los in-vitados que no se retrasen esta noche, y además, el Mariscal Pont-mercy llega en esa fragata que vio usted entrar hace veinte mi-nutos escasos. El es el invitado de honor…

    -No más que usted, amigo mío. La fiesta es en honor de ambos, y el coche está aguardando desde hace mucho rato. •

    -Está bien, amigo Noel… Vamos, pues… Francisco. D'Autremont se ha puesto de pie con ademán de elegante fastidio… Ha dado unos pasos a través de la lujosa estancia, y se detiene en medio del vestíbulo, con gesto de extrañeza al oir los fuertes aldabonazos que repentinamente cu-bren el lugar con sus ecos… Disgustado, interpela altanero a su criado:

    -¿Quién llama de ese modo, Bautista?

    -Iba a verlo en este momento, señor -responde el criado-. No sé quién pueda ser el atrevido…

    -Pues ponlo en su lugar -ordena, tajante, D'Autremont. Una ráfaga dé. viento y lluvia hace irrupción, silbando, en el elegante vestíbulo; y airado, D'Autremont grita:

    -¡Cierra esa puerta, estúpido!

    Antes que el criado logre cerrarla, el importuno visitante ha penetrado de un salto; los revueltos cabellos mojados sobre la frente, el cuerpo semidesnudo chorreando agua sobre las al-fombras… tan sorprendentemente atrevido y audaz, que Fran-cisco D'Autremont y Pedro Noel retroceden al verle, apagada la indignación por la sorpresa…

    -¡Caramba! -exclama Noel.

    -¿Pero qué es esto? -indaga D'Autremont.

    -Busco al señor Francisco D'Autremont… -explica el muchacho con decisión.

    -Debe ser un loco, señor… -interviene el criado-. ¡Voy a…! . , –

    -¡Ahora, déjalo en paz! -ataja imperativo D'Autremont.

    -¿Es usted don Francisco D'Autremont? -inquiere el mu-chacho-. ¿Es usted, señor?

    -Si, soy yo… Pero tú, ¿quién eres? ¿Y qué diablos te pasa para atreverte a llegar a mi casa de esta manera?

    -Mi nombre es Juan. Vengo desde el Cabo del Diablo pa-ra traerle esta carta. El señor Bertolozi se está muriendo y dijo que tenía usted que llegar antes de que él acabara. Si es usted de veras el señor D'Autremont, venga conmigo… Traje mi bote para llevarlo… ¿Vamos…?

    El muchacho ha dado un paso hacia la puerta, pero se de-tiene observando el rostro de Francisco D'Autremónt, que le mira estupefacto, en la mano el mojado sobre de la carta que acaba de entregarle.. .Es un hombre alto y distinguido, que viste con extraordinaria elegancia… A su lado" Pedro Noel, su amigo y notario; rechoncho y bondadoso, mueve la cabeza como si no pudiese dar crédito -a lo que está viendo y escuchan-do, y con. sorpresa y disgusto a la vez, pregunta: '

    -¿Llevar al señor D'Autremont en tu bote?

    -¡Cuando digo yo que es un loco…! Lo mejor será lla-mar para que vengan a llevárselo… -insiste el criado.

    -¡Quieto! -ordena D'Autremont. Luego, como recordando, murmura-: Bertolozi… Bertolozi…

    -Dijo que fuera usted en seguida, que él, por desgracia, no podía esperar demasiado. Si .salimos ahora mismo, al ama-necer estaremos allá.

    -Bertolozi se está muriendo..: – susurra D'Autremont.

    -Eso aseguró el curandero… Que no llegará a mañana..;

    Y le dejó un remedio, pero él no se lo quiso tomar y me mandó con esta carta… Dijo que usted tenía que ir allá…

    -Pues está completamente equivocado. No conozco a nin-gún Bertolozi… -exclama D'Autremont, ceñudo.

    -¡No es posible, señor! Si es usted don Francisco D'Autremont…

    -¡No conozco a ningún Bertolozi! -recalca éste. Se vuelve hacia su amigo y le invita-: ¿Vamos, Noel?

    -¡Pero, señor.. .1 -se lamenta el muchacho, Ha salido seguido del notario, sin volverse a mirar al muchacho, y salta ;el cochero del pescante para abrirle la puerta del carruaje. Por un instante contempla la mojada carta, la hunde luego en su bolsillo, y entrando al coche ordena con voz fuerte:

    -Al palacio del Gobernador. ¡Pronto!

    El muchacho se acerca, gritando implorante:

    -¡Señor… señor… señor…!

    Todo es inútil. El coche se ha alejado; el muchacho vacila un instante, y luego echa a andar bajo la lluvia que azota la calle…

    Pedro Noel, el notario de la familia'D'Autremont, con las gruesas manos apoyadas sobre la empuñadura'de plata de su bastón, mira de reojo al hombre que va a su lado. A pesar de la brusca respuesta dada al muchacho, a pesar de su gesto gla-cial, Francisco D'Autremont parece hondamente conmovido, profundamente preocupado. Tiene los labios apretados y las mejillas pálidas… Las inquietas manos cambian a cada instan-te de posición y con frecuencia palpan el húmedo sobre guar-dado en su bolsillo… Al fin, el notario, tras mirar y remirar, arriesga una palabra:

    -¿No va usted a leer esa carta? Puede tratarse de .algo real-mente Importante. Cuando se obliga a un niño a venir desde el Cabo del Diablo hasta la ciudad, para traerla en una noche como ésta… será porque ese Bertolozi, a quien usted no conoce, tiene absoluta necesidad de decirle algo… -Baja la voz y, en tono insinuante, explica-: Bertolozi-.. A mí ese nombre me suena…

    -¿Cómo…?

    -De momento no pude recordarlo, mas ahora voy haciendo memoria… Andrés Bertolozi llegó a la Martinica hará unos quince años. Pertenecía a una de las más distinguidas familias de Nápoles… Trajo dinero para comprar una hacienda, y ad-quirió una bien extensa al Sudeste de la isla, con grandes plan-taciones de café, tabaco y cacao. Pronto se convirtió en un -hombre opulento, alegre y liberal, franco y expresivo, como la mayor parte de los italianos, y trajo consigo a su esposa: una bellísima muchacha de laque estaba locamente enamorado…

    -¡Basta! -le ataja, airado, D'Autremont.

    -Perdón… No creí importunarle. Me sorprende que no recuerde a Bertolozi. Usted estaba en Saint-Pierre cuando los días de su desgracia…"

    -¿A qué llama usted su desgracia?

    -El principio de su desgracia fue la fuga de su esposa…

    -¿Qué trata de insinuar?

    -No insinúo, amigo D'Autremont… recuerdo. Bertolozi ju-ró públicamente matar al hombre que se la había llevado, pero el nombre de aquél quedó en el misterio. Ella desapareció para siempre y Bertolozi se dio a todos los vicios: bebía, jugaba, buscaba la compañía de las peores mujerzuelas del puerto… Al fin perdió la finca y, totalmente arruinado, desapareció él también. Pero recordando, recordando, me viene a la memoria algo que me dijo un amigo…

    El coche se ha detenido frente a la puerta de la casa del Gobernador, mas Francisco D'Autremont no se mueve… Ten-so, crispado, vuelto hacia el notario, parece esperar sus ultimas palabras, que Pedro Noel pronuncia como a desgana, con una sutil insinuación resbalando de cada frase:

    -Parece ser que el último pedazo de tierra que le quedaba era esa desnuda roca del Cabo del Diablo. Sobre ella, por sus propias manos, fabricó una cabaña, y allí es donde seguramente agoniza y desde donde le ha mandado llamar. ¿No le parece?

    -Tiene usted la buena memoria más abominable que co-nocí jamás.

    -¡Por Dios, amigo D'Autremont, es mi oficio…! Son tan-tas las historias que se escuchan cuando se manejan papeles de familia, que con frecuencia son el reflejo de dramas de alcoba. Por lo demás, Bertolozi fue un hombre interesante… Sus asun-tos dieron mucho que hablar, y su desgracia…

    -No me interesa su desgracia. ¡Nunca fui su amigo!

    -A veces, con ser enemigo basta para interesarse.

    -¿Qué quiere decirme. Noel?

    -¿Me autoriza para que hable francamente?

    -¿Acaso no estoy pidiéndole que lo haga?

    -Pues bien..; creo que debería usted leer esa carta, e ir a ver a su enemigo Bertolozi, al Cabo del Diablo… -"

    Francisco D'Autremont, nervioso, ;ha oído las palabras del notario, y con gesto de rabia estruja en su bolsillo aquella car-ta que el muchacho le entregara momentos antes. Luego sonríe, tratando de vestir de ironía la'inquietud que apenas puede ya disimular: –

    -¿No tenía tanto empeño en que llegásemos temprano a la fiesta del Gobernador?

    -Hasta hace media hora era lo más importante que te-nía usted que hacer.

    -Y ahora, ¿qué? ¿Le parece más importante que el Go-bernador y su fiesta, recoger el último aliento de ese vicioso, de ese borracho, de ese desdichado caído en todos los vicios, sólo porque una mujer le ha engañado?

    -Era su esposa y él la amaba -responde Noel con suavidad-. Lo cubrió de vergüenza y él no logró jamás encontrarse con el agresor. .

    -¡No lo encontró porque no quiso buscarlo! -salta D'Autremont, con ira concentrada.

    -Tal vez el otro supo ocultarse bien…

    -¿Piensa usted que era un cobarde?

    -No, claro que no puedo pensarlo. Sin duda, era capaz de afrontarlo todo todo, menos el escándalo. Por lo demás, tenía obligaciones graves, y Gina Bertolozi no lo ignoraba. Era casado… su esposa estaba a punto de darle un hijo… Yo no culpo a ese hombre, amigo D'Autremont… Son pecados de hombre… Más grave me parece no acudir a la llamada de un . moribundo…

    -¡Basta, Noel! Iré allá.

    -¡Por finí Perdóneme por haber insistido tanto. Le conoz-co un poco, amigo D'Autremont, y sé que hay cosas que no se las perdonaría usted jamás.

    -Entonces, ¿quiere usted presentar mis excusas al Gober-nador?

    -Con verdadero gusto, amigo mío.

    -Pues vaya. -De pronto D'Autremont exclama-: ¡Un mo-mento, ..!

    -No es preciso que me recomiende la discreción más ab-soluta -aclara Noel, comprensivo-. Es… mi oficio, amigo D'Autremont.

    2

    LA TORMENTA HA amainado. El mar está casi tran-quilo, y un viento fresco, casi. frio, llega con la proximidad del alba, barriendo las nubes.

    El frágil bote, que resistió la tempestad, encalla en la arena de una profunda grieta, tallada en la roca viva por los golpes del mar, y otra vez salta el muchachuelo metiéndose en el agua para sacar a tierra la barquilla, dejándola a salvo. Luego, sus pies descalzos, endurecidos por la intemperie, trepan por los peñascos afilados, primero con agilidad de felino, después más lentamente, como si no quisieran llegar hasta el lugar a donde van… Ya en lo alto del farallón de rocas, parece como si fuesen de plomo… se detienen a cada instante, tiemblan como si fue-ran a tomar otro rumbo, y al fin llegan hasta el hueco sin puer-ta, entrada de la mísera cabaña que es la única habitación, hu-mana en el Cabo del Diablo.

    Una voz de enfermo, cargada de rencor, pregunta:

    -¿Quién es?

    -Soy-yo: Juan…

    -¡Juan del Diablo!

    Del camastro donde yace, con febril esfuerzo se ha incor-porado un hombre que más parece, un despojo humano: la piel sobre los huesos; las mejillas hundidas; sucios, crecidos y revuel-tos el cabello y la barba… la boca, un hueco crispado de do-lor… por vestidos, unos sucios andrajos. Inspiraría compasión profunda si no fuese por su mirada: ardiente, audaz, desafiado-ra, cargada de odio, relampagueante de rencor, como cargadas de odio y amargura suenan cada una de sus palabras.

    -¿Y el perro que te mandé buscar? ¿Viene contigo? ¿Dón-de está? ¿Dónde está el maldito Francisco D'Áutremont? ¡Co-rre… llámalo! Tráelo, dile que pase… ¡Un poco más y no puedo aguardarle!

    -No vino conmigo-se excusa el muchacho.

    -¿No…? ¿Por qué? ¿No hiciste lo que te dije, maldito? ¿No llegaste a su casa? No me obedeciste, ¿eh? Ahora verás.. .

    Ha tratado de levantarse, pero cae de nuevo sin fuerzas, para quedar inmóvil, extenuado, los ojos vidriosos… El muchacho le mira impasible, sé acerca paso a paso, con una expre-sión extraña en sus profundos ojos altaneros, y afirma:

    -Si; llegué a su casa… – .

    -¿Y le diste la carta?

    -Sí, señor, en la mano.

    -¿Y no vino después de leerla?

    -No la leyó. Dijo que no conocía a nadie que se llamara Bertolozi…

    -¿Dijo eso el perro?

    -Y se fue en coche a una fiesta donde lo estaban esperando.

    -¡Maldito! ¿Y tú qué hiciste entonces? ¿Qué hiciste?

    -¿Qué iba a hacer? Nada.

    -¡Nada… Nada! Sabes que me estoy muriendo. -. sabes que necesito que venga, ¡y no haces nada! ¡Tenías que ser quien eres.. .1

    -¡Pero, padre…! -suplica el muchacho.

    -¡No soy tu padre! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No soy tu padre. ¡Cuando esa maldita volvió a buscarme, cuando vino a buscar mi amparo, ya te traía en los brazos.. .1 ¡No eres hijo mío! Si ella, además de engañarme, me hubiera robado un hijo mío, yo la habría matado. Pero no, volvió con el hijo de otro, con el hijo de ese canalla… ¡contigo!

    -¿Hijo de quién?

    ¿De quién… ¿de quién? ¿Quieres saberlo? Para decírselo, lo mandé llamar. Hijo de él, de ese, del que se iba en coche a una fiesta mientras yo veo acercarse a la muerte.. Del que me lo quitó todo, del que me lo robó todo, para darme, en cam-bio, a ti.

    -¡Ño entiendo… no entiendo!

    -¡Pues entiéndelo! Ese señor que te volvió la espalda, ese señor que te dijo que no me conocía… ¡es tu padre!

    -¿Mi padre… ¿Mi padre…? -balbucea el muchacho en el paroxismo de la sorpresa.

    -Pero no te preocupes… tampoco te conocerá ¡Qué asco!

    -Señor Bertolozi… repítame eso. ¿Mi padre…? ¿Dijo us-ted que mi padre…?

    -Tu padre es Francisco D'Autremont. ¡Díselo a todo el mundo, grítalo en todas partes! Tu padre es Francisco D'Autremónt… A él le debes toda tu desgracia. Le debes la miseria, le debes la vergüenza, le debes tu desnudez y tu hambre…Le debes el insulto que han de echarte a la cara cuando seas ; hombre, porque él manchó a tu madre! Todo eso le debes… Y ahora, cuando lo llamo porque me estoy muriendo, porque Vas a quedarte solo, se va a una fiesta donde lo están esperando.

    -Un sollozo se quiebra en su garganta, dejando paso a la ter-nura-. i Juan… Juan, hijo mio… 1

    -¡Señor…!

    -Te aborrezco porque eres hijo suyo, pero hay algo con lo que puedes limpiarte, lavarte esa mancha… Cuando seas hombre, busca a Francisco D'Autremont y haz lo que yo no hice, lo que no tuve el valor de hacer: mátalo. ¡Mátalo! -Y como si en estas palabras hubiese puesto el último hálito de su vida, cae desplomado al suelo.

    -¡Señor… señor, señor ¡Respóndame! Lo ha sacudido en vano. ¡Andrés Bertolozi no responde-rá más!

    Nadie en la costa; nadie en la honda grieta, entrada de la, estrecha playa; nadie en los imponentes farallones de rocas en los que rudamente se estrella el mar; nadie en lo alto .del promontorio del Cabo del Diablo; nadie en todo cuanto su vista inquisitiva alcanza… Ni alma viviente ni habitación ^ hu-mana … Sólo una cabana miserable al amparo del negro pro-montorio que se adentra en el mar: el Cabo del Diablo.

    Bien puesto tiene el nombre el abrupto paisaje, ahora más desolado bajo los espesos nubarrones grisáceos que envuelven las montañas… tan bajos, tan cerca de la tierra, como si qui-sieran también tragársela. Con paso firme. Francisco D'Autremont va hada aquella cabaña y llama con estentórea voz:

    -¡Bertolozi!

    El nombre suena hueco en la desnuda estancia sin puertas, sin ventanas, sin muebles casi… En el camastro se halla la forma rígida de un cuerpo que se destaca bajo una sábana, in-creíblemente limpia en aquel lugar… Impresionado, D'Autremont musita:

    -Bertolozi…

    De un tirón ha Bajado un poco la sábana para ver aquel rostro en el que la muerte puso ya su máscara, y apenas puede reconocer en él al hombre Joven, sano y arrogante, que fue su rival… Hay manchones de canas entre los revueltos cabellos oscuros, entre la espesa barba que cubre las mejillas adelgazadas, y hay también una sombra de suprema paz sobre los párpados cerrados… Estremeciéndose, Francisco D'Autremont cubre aquel rostro, y retrocede un paso. …

    Ha llegado tarde, demasiado tarde… Aquellos labios lívidos ya no le entregarán el secreto que guarda… Callan para siempre… Pero la mano de Francisco D'Autremont palpa ner-viosamente en sus bolsillos y extrae el arrugado sobre de aquella carta que aun no ha leído… La guardó-como puede guardarse un veneno, un arma, una dormida sierpe emponzoñadora. Pero ahora, frente a aquel cadáver, rasga el sobre y da un paso hacia la ventana sin hojas, por la que penetra la luz lechosa del día que nace…

    "Con mis últimas fuerzas te escribo, Francisco D'Autremont, y te pido que vengas a mi lado. Ven sin miedo… No te llamo para intentar una venganza. Es tarde para que yo me cobre en sangre todo el mal que me has hecho y que le hiciste a ella. Eres rico y feliz, amado y respetado, mientras yo, hundido en la abyección y en la miseria, miro llegar la muerte como la úni-ca liberación posible. No he de repetirte cuánto te odio. Tú lo sabes. Si te matase con el pensamiento, te habría aniquilado; pero sólo yo mismo me he consumido poco a poco en la ho-guera de este rencor que me cubre el alma…"

    Por un instante. Francisco D'Autremont ha interrumpido la lectura para contemplar la forma rígida que destaca bajo el lienzo blanco, sintiendo que la angustia le invade, que le es difícil respirar bajo el techo de aquella cabaña donde todo pa-rece rechazarlo, y otra vez vuelven sus ojos a la lectura

    "Me mata el odio más que el alcohol, más que el abando-no. .. Y por odio he callado durante muchos años. Hoy quiero decirte algo que acaso pueda interesarte. Esta carta la pondrá en tus manos un muchacho. Tiene doce años y nadie se ocupó jamás de bautizarlo. Yo le llamo Juan, y los pescadores de la costa le dicen algo más: Juan del Diablo… Poco tiene de ser humano. Es una fiera, un salvaje… Lo crié en el odio… Tie-ne tu corazón malvado, y yo he dado, además, rienda suelta a todos sus instintos. ¿Sabes por qué?" Voy a decírtelo por si no te decides a venir a escucharme: Es tu hijo…"

    La carta ha temblado en sus manos… Con ojos agranda-dos -de angustia mira a todas partes, pero los renglones des-iguales le atraen como letreros de fuego, y bebe de un sorbo él resto de veneno de aquellas palabras…

    "Si lo tienes delante, míralo a la cara… A veces es tu vivó retrato… Otras, se parece a ella… A ella… la maldita… Es tuyo… Tómalo… Tiene el corazón envenenado y el alma dañada de rencor. No sabe más que aborrecer… Si lo llevas contigo, será el peor castigo que puedas tener… Si -lo aban-donas, será un asesino, un pirata, un salteador de caminos, que acabará en la horca… Y es tu hijo… Tiene tu misma san-gre. .. ¡Esa es mi venganza!"

    – Pálido de espanto primero, rojo de indignación un instan-te después, Francisco D'Autremont ha estrujado aquella carta, último mensaje de su rival vencido, de su enemigo inmóvil para siempre ya; triunfador en la muerte, tanto como en la vida fue derrotado… Con súbito impulso de irrefrenable cólera, ha ido hasta el camastro, descubriendo el rostro del Cadáver, y le espe-ta, tembloroso de horror y de rabia:

    – Mientes! ¡Mientes! ¡Esto no es verdad! .¿Por qué no me esperarte con-vida para obligarte a confesar! ¡Embustero! ¡Co-barde! ¡Como siempre fuiste, tenías que portarte, hasta el final! ¡Cobarde, si… cobarde! Jamás me buscaste cara a cara… Ja-más, como hombre, me pediste cuentas… Y ahora… ¿por qué no estás vivo? ¿Por qué no me aguardaste? -Ha retrocedido tambaleándose, cegado por un vaho rojo que forma en torno suyo. como una atmósfera de irrealidad-. ¡Eres el más vil de los embusteros, pero no vas a alcanzarme con tu torpe vengan-za! ¡No! ¡No!

    -¡Señor D'Autremont! -llama, suave, la voz de Pedro NoeL

    -¡Eso no es verdad! ¡Eso no es verdad!

    -¡D'Autremontl -insiste Noel, acercándose- ¡D'Autremont!

    -¡Cobarde… Canalla…! -Amigo'mío… ¿pero está' usted loco?

    -¿Eh? ¿Qué? -reacciona, por fin, D'Autremont. Está usted enfermo, trastornado… Vuelva a la realidad. .. -Noel… Amigo Noel…

    -Cálmese, por favor… Cálmese…

    Francisco D"Autremont se ha contenido con tremendo es-fuerzo, alejándose del camastro donde yace el cadáver, mientras Pedro Noel se acerca respetuoso.

    -Es un embustero… ¡Un embustero y un canalla…! -sentencia D'Autremont con voz sorda.

    -Ya no es nada, amigo mío, sino un triste despojo. Déjelo, y vamos…

    -¿Cómo está usted aquí? -interroga D'Autremont, salien-do del marasmo de su estupor.

    -Me pareció conveniente venir a buscarlo… Bautista me dijo el camino que había usted seguido. Creo que llegué a tiempo… y usted, en cambio, demasiado tarde. Pero venga, vamos…

    -Aguarde… Aguarde… ¿Dónde está el muchacho?

    -¿Qué muchacho?

    -El que llevó la carta… ¿Dónde está?

    -No sé… No he visto a nadie. Supongo que el desdicha-do Bertolozi vivía en la más absoluta soledad.

    -El niño vivía con él… ¿Dónde está?

    -Repito que no he visto a nadie, pero si usted se empe-ña… ¡Oh, mire.. .!

    D'Autremont se ha vuelto con viveza'… Muy cerca del camastro, sentado en el suelo, tras los desvencijados muebles de la casa -una mesa y un par de sillas rotas-, está el muchacho que fue hasta Saint-Pierre llevando aquella carta, y arden con un extraño fuego sus ojos oscuros bajo el pelo enmarañado que le cubre la frente…

    -¿Qué haces ahí escondido, muchacho? -indaga Noel-. Le-vántate … Levántate, que el señor te está buscando…

    Juan se ha levantado lentamente, sin dejar de mirar a Francisco D'Autremont, que siente enrojecer sus mejillas bajo aquella mirada… Es una mirada que acusa, que condena… acaso que pregunta…

    -¿Estabas ahí? ¿Estabas ahí desde que yo entré? -quiere saber D'Autremont-. ¡Responde!

    -Sí, señor -contesta el muchacho-. Ahí estaba…

    -¿Por qué te escondías? -pregunta Noel.

    -No estaba escondido… Estaba ahí…

    -Sin decir una sola palabra… -se queja D'Autremont.

    -¿Y qué tenía yo que decir?

    El muchacho se ha puesto de pie. Es ano para su edad, delgado y redo, inquieto y ágil como un animalillo montaraz, y D'Autremont se vuelve a él, sujetándolo bruscamente por los brazos…

    -Me has estado espiando, oyendo mis palabras… Sí, ¿ver-dad? ¿Conocías tú el contenido de la carta que llevaste?

    -¿Cómo? '

    -¡Que si habías leído esa carta…! [Responde! -le apre-mia D'Autremoht, airado.

    -¡Oh, suélteme! Yo no lo estaba espiando… ¡Suélteme! No tiene por qué sujetarme… Tampoco leí la carta.. No sé leer…

    -Naturalmente, amigo D'Autremont -interviene, conciliador, Pedro Noel-. iQué ocurrencia! ¿Cómo va a .saber leer este pobre muchacho!

    -¿Te había dicho él lo que me escribió en esta carta? ¡Res-ponde la verdad! -D'Autremont se dirige al muchacho, en tono amenazador.

    -Ya he dicho que no -responde el muchacho.

    -Por favor, amigo D'Autremont -aconseja Noel-, Cal-ma. .. Calma..,

    Francisco D'Autremont se ha alejado unos pasos, apretados los puños y trémulos los labios, mientras el notario mira bon-dadosamente al muchacho inmóvil, duro y hosco, y le pregunta:

    -¿A qué hora murió .el señor Bertolozi?

    -No sé… Hace tiempo ya…

    -¿No has avisado a nadie?

    -Llegué hasta las cabañas de allá abajo… Allí me dieron esa sábana… Después me dijeron que vendrían los de la jus-ticia… Pero yo no-estaba espiando a nadie… -insiste con terquedad-. Ese señor dice…

    -ei señor D'Autremont está nervioso por todo cuanto ha pasado. Tu actitud le pareció extraña, pero nada más. Ven acá… acércate un poco… Comprendo que tú también te sientes mal. ¿Qué eras tú del señor Bertolozi? ¿Amigo? ¿Parien-te? ¿Criado?

    El muchacho se ha erguido. Su mirada, como una flecha, se ha clavado en Francisco D'Autremont, que vuelve ya sobre sus pasos, mirándolo de frente. Un instante se cruzan en el airé aquellas dos miradas extrañamente iguales… y el notario, tras contemplarles, indaga con suavidad:

    -¿No sabes lo que eras del señor Bertolozi? Probablemente, vecino nada más… ¿Eres de la aldea de pescadores que está allá abajo?

    -No… Yo vivo aquí… El señor Bertolozi era… Era mí: padre…

    -Efectivamente -suspira D'Autremont-. Creo que este mu-chacho es hijo de Andrés Bertolozi y de su infortunada esposa. La enfermedad y el alcohol debieron enloquecer a Bertolozi en sus últimos tiempos… Ha debido decir tantas cosas extra-ñas, que el pobre muchacho está trastornado…

    Su mano temblorosa ha querido posarse en la cabeza de Juan, que con un brusco movimiento lo esquiva. Luego, con gesto de desaliento, D'Autremont sale lentamente de la cabana, y Noel va tras él. Unos pasos más adelante se detiene y el no-tario interroga a su amigo:

    -¿Me permite preguntarle qué va usted a hacer?

    -Haré que sepulten a BertoÍozi con decencia. ¿Querría ocu-parse de eso? -contesta D'Autremont con tristeza, sereno, ya dueño de sus emociones.

    -Naturalmente, si usted lo dispone…

    -Pienso salir para mis tierras mañana, de madrugada…

    -¿Y el muchacho?

    -Lo llevaré conmigo.

    -¡Ah… ¡ ¿Pero querrá irse?' No creo que ustedes hayan simpatizado. –

    -Confio en su buena mafia para conquistarlo. Noel.

    -Perdóneme una última pregunta. ¿Leyó, por fin, la fa-mosa carta?

    -La leí y la rompí en el acto. Sólo decía locuras y dispa-rates. Por eso sé que Andrés BertoÍozi estaba completamente loco. ¡Absolutamente trastornado!

    Pedro Noel se ha llevado al muchacho, alejándolo un tanto de la cabaña, rumbo al camino que por otra vía comunica con la ciudad aquel paraje desolado. Han pasado las horas, y los oscuros y rutinarios trámites para dar sepultura al cuerpo de Bertolozi tocan ya a su fin. Sólo queda aquel último punto delicado que Francisco D'Autremont encargara a su diplomático amigo y notario.

    -El señor D'Autremont va a llevarte con él. ¿Sabes lo que eso significa? Te llevará a su casa, donde van a tratarte bien, donde hay toda clase de comodidades. Tu vida va a cambiar…

    -¡No… no quiero! -protesta el muchacho, huraño.

    -¿Que no quieres? No puedo creerlo. Seguramente no he logrado que entiendas mis palabras… El señor BertoÍozi ha muerto. No te queda nada qué hacer por acá.

    -¡No quiero irme!

    -No seas terco… Vas a una hermosa casa donde gozarás de todas las comodidades, donde vivirás como un ser humano. El señor D'Aütremont quiere ampararte, es muy bueno…

    -¡No! ¡No! ¡No es verdad! ¡No quiero ir con él!

    -Pues tendrás que hacerlo, por las buenas o por las ma-las. No van a hacerte ningún daño… Al contrario… Pero será peor para tí que te lleven a la fuerza, metido en un saco como un mono salvaje.

    -jSi me llevan a la fuerza, me escaparé!

    -Y te volverán a atrapar… -dice el notario, afectuoso-. Pero, ¿por qué eres tan terco, muchacho? Mira… ¿quieres que hagamos un trato? Yo voy a ir con ustedes; pasaré dos o tres días en Campo Real, que es la hacienda del señor D'Autremont. Si no quieres quedarte allí, cuando yo regrese para Saint-Pierre, te traigo.

    -¿Por qué no me deja con usted desde ahora? Yo sé tra-bajar en muchas cosas: cortar leña, cuidar caballos… Yo…

    -Perfectamente. Te ocuparás de todo eso cuando volvamos a casa. Pero, por el momento, tienes que complacer al señor D'Aütremont. Te equivocas al pensar que no es bueno; es bue-no y generoso, posee una linda casa de campo, su esposa es una bella dama, distinguida y amable, y tiene un hilo que poco más o menos tendrá tus mismos años. Seguramente te querrá para que estés con él, para que le acompañes en sus juegos y seas algo así como su pequeño lacayo. Lo vas a pasar bien, Juan.

    -Yo prefiero quedarme con usted… o que me dejen solo.

    -Solo no vamos a dejarte. Yo te llevo, y…

    -Y me trae… Me trae después… me da su palabra… ¡Yo no quiero quedarme allá!

    -Bien, hombre, bien. Te llevo y te traigo. Eres un ingrato con el señor D'Autremont. Al menos, tienes que tratar de de-mostrarle tu gratitud por su buena voluntad. Anda, ve para el coche, que allí viene él y tengo que hablarle.

    -¿Qué pasa, amigo Noel? -pregunta D'Autremont.

    -Se resistió bastante, pero logré amansarlo con la promesa de ir yo con ustedes y traerle de regreso si no se halla a gusto. El prefiere quedarse conmigo, y no lo tome usted a desaire. Es un muchacho raro, pero me temo que extraordinariamente inteligente a pesar de su aspecto rudo y salvaje.

    -¿Temer? ¿Por qué?

    -Es una manera de hablar. Al fin y al cabo, siempre es preferible tratar con inteligentes que con brutos. Este nos ha probado ser un valiente. El viaje que hizo anoche en ese bote, y con esa borrasca, precisa un temple que muchos hombres no hubieran tenido. Parece, además, altivo, reservado, con cierta dignidad natural. Nada de eso es común en quien vive como un mendigo. Se le ve cierta casta…

    -¡Deje en paz su casta! Lo recojo porque supongo que era lo que quería pedirme Bertolozi, pero nada más. A mi esposa no tenemos por qué darle detalles de nada de eso. La imaginación de las mujeres todo lo enreda. Esperó que no se sorprenda usted demasiado si me oye contar alguna historia distinta referente al muchacho.

    -Me temo que es usted quien va a enredarla, porque ape-nas se peine y se lave la cara, ese muchacho no podrá pasar por ningún mestizo. ¿Se ha fijado en que es un buen mozo? Sus grandes ojos italianos recuerdan extraordinariamente a los de la infortunada Gina Bertolozi. ¿No se ha fijado?

    Noel le ha observado, viéndole palidecer, apretar los la-bios. .. Luego, Francisco D'Autremont encoge los hombros, forzando el gesto despreocupado, al comentar:

    -No he tenido tiempo de mirarle bien a la cara. De un modo o de otro, ya se arreglarán las cosas. Y. en el peor de los casos, (todavía soy yo el que manda en mi casa).

    3

    -jMAMA. MAMAITA.!.. POR ahí viene ya papá. ¡Por ahí viene.. .1

    Brillantes los ojos de alegría, un momento encendidas por la emoción las mejillas, habitualmente pálidas que enmarcan los lacios cabellos rubios, un muchacho como de doce años ha entrado en la alcoba de la señora D'Autremont, que abre los ojos, incorporándose lentamente en la amplia hamaca en que descansa.

    -¿Ya? ¿Es posible? ¡Pero si no lo esperaba yo hasta el sábado! .

    Sofía D.'Autremont tiene una belleza delicada y frágil… grandes ojos de color turquesa, cabellos rubios, suaves y lacios como los del muchacho, y, como éste, pálidas mejillas de color ámbar.

    Un momento ha desaparecido su gesto doliente ante la noticia que acaba de traerle su hijo. Y ya de pie, da unos pasos apoyándose en los delgados hombros de éste.

    -¿Estás seguro que es tu papá quien llega?

    -Pues claro, mamá, Sebastián vino corriendo a avisar. Di-ce que desde i lo alto de la loma vio a papá en su caballo blan-co, y detrás los tres coches de la caravana. A lo mejor vienen llenos de regalos…

    -¿Para ti?

    -Para ti, mamaíta. Si ha llegado barco de Francia, papá te traerá de todo: telas de seda, perfumes, bombones y todas esas cosas que siempre te trae. Yo le pedí un reloj de bolsillo. ¿Me lo traerá?

    -Seguramente, hijo. Pero llama a mis doncellas… ,A Isa-bel, a Ana… a la primera que encuentres. Tengo que peinar-me, que vestirme…

    -¡Señora, señora…! Dicen que el señor está llegando para acá -exclama Ana, la doncella, irrumpiendo en la alcoba.

    -¿Tú ves? ¿Tú ves, mamaíta? (Ya. está aquí)

    -1 Jesús! Ayúdame a peinarme. Ana. De cambiarme de ro-pa no hay tiempo, pero… •

    -La señora está, como siempre, linda y arreglada. No miente la doncella mestiza. Como siempre, la; señora D'Autreimont está impecable. Un fino traje blanco adornado con amplios encajes, medias de seda, zapatos de tacón Luis XV y un fino aderezo con el que muy bien podría presentarse en cualquier centro elegante de su tierra natal. Sin embargo, sólo está en la gran casa, centro de las plantaciones de Campo Real, mansión enorme y sólida, de amplísimas estancias suntuosas, grandes lámparas y pisos brillantes como espejos; tan lujosa, tan señorial, con sus' lunas de Venecia y sus consolas doradas, que resulta anacrónica en el corazón de aquella isla americana, tórrida y salvaje; pero es digna morada ,de la frágil dama que avanza paso a paso sobre el pulido parquet, una mano apoyada en el brazo de su doncella favorita, otra sobre la dorada cabeza de aquel hijo único tan extraordinariamente pareado a ella.

    -¡Ahí está papal -grita el muchacho, alejándose alborozado. Ha corrido al encuentro del jinete que ya se detiene frente a la entrada principal y desmonta de un salto del brioso caba-llo, arrojando las riendas a la media docena de sirvientes que han acudido para atenderle y saludarle. Y desde la semipenumbra de la ancha galería, Sofía D'Autremont contempla, con ojos de celosa enamorada, la figura varonil, altanera y'gallarda, an-te la que todos se inclinan, porque él amo de Campo Real es soberano indiscutible de la tierra que pisa.

    -¿Me trajiste el reloj, papá?

    -No; hijo. No tuve tiempo de buscarlo.

    -¿Y la caja de colores? ¿Y las cuerdas para mi mandolina?

    -Lo siento, pero en este viaje no hubo tiempo para bus-car nada.

    -Francisco… -murmura Sofía, acercándose a su esposo.

    -Sofía… ¿cómo estás? -indaga D'Autremont, afectuoso y tierno.

    -Como siempre… Pero dejemos mis achaques. ¿Cómo es que has regresado tan pronto? Todavía no te esperábamos…

    -Supongo que no te disgusta el que haya adelantado mi regreso -contesta D'Autremont en tono jovial.

    -¿Disgustarme? ¡Qué cosas -dices! Es una sorpresa gratísi-ma; pero una sorpresa, al fin y al cabo. ¿Qué pasó? ¿No llegó la fragata que esperaban? ¿Suspendieron las fiestas preparadas en honor del Mariscal Pontmercy? ¿O acaso le traes tú?

    -¡Oh, no, no!.Ni siquiera he visto al Mariscal Pontmercy.

    -¿Qué ha pasado? ¿Alguna desgracia? El tiempo ha estado terrible estos últimos días…

    -No, ninguna desgracia. La fragata entró sin novedad y las fiestas deben estarse celebrando.

    -Pero…

    -No me interesó quedarme a ellas, Sofía. Eso es todo.

    -Pensé que te agradaría departir con un compatriota ilustre. Seguramente traerá cosas interesantes qué contar. Podría-mos tener noticias

    -¿Chismes de salón o intrigas políticas? ¿Para qué puede servirnos aquí, querida? Estamos a siete mil millas de Francia y hasta el sol nos alumbra a distintas horas.

    -No por eso podemos olvidar a nuestra patria-le repro-cha Sofía.

    -Mi patria es ésta, querida. Porque aquí está mi casa, está .mi hijo y estás tú. En esta isla, que sólo para tu salud ha sido inhospitalaria. ¿Pero'no sientes curiosidad en ver lo que , te traigo? .

    – Se ha vuelto hada el macizo de flores que envuelve la es-calinata, entrada principal de aquella mansión, donde acaban de detenerse los tres carruajes que forman la caravana que le seguía. Uno totalmente vacío, del otro descienden ya sus servi-dores particulares, y del tercero, que es el más próximo,, baja Pedro Noel casi arrastrando al hosco muchacho que ha sido su compañero de viaje. Las finas cejas de la señora D'Autremont se juntan en un gesto de extrañeza que es casi, casi de disgus-to, al comentar:

    -Pedro Noel….' ¿Pero a quién trae?

    -A alguien que puede entretener tus ratos de ocio y los de nuestro hijo Renato -explica D'Autremont.

    -¡Un muchacho!- salta, alegremente, Renato-. ¡Me tra-jiste un amigo, papá!

    -Justamente. Has dicho la palabra exacta. Te he traído un amigo. Me agrada mucho que lo hayas entendido en el pri-mer momento. Un amigo, un compañero….

    -¿Pero qué estás diciendo. Francisco? -interrumpe Sofía, con disgusto reprimido.

    -Traiga usted a Juan, Noel -le indica a éste, D'Autremont.

    -Señora D'Autremont -saluda Pedro Noel, aproximándo-se-, es un gran honor para mí el poder presentarle mis respe-tos. -Luego, dirigiéndose a Renato, exclama-: ¡Hola, buen mozo!

    -Buenos días, señor Noel -corresponde Renato.

    -Este es Juan… -explica D'Autremont, presentándolo.-

    -¿Juan? ¿Juan qué? -quiere saber-, Sofía.

    -Por el momento, Juan a secas. Es un huérfano desampa-rado, para el que espero no falte un rincón en esta casa tan grande.

    -Juán… a secas, ¿eh? -recalca Sofía, con retintín.

    -También me llaman Juan del Diablo -aclara el hosco muchacho, imperturbable.

    -Jesús, María y José -se escandaliza la doncella per-signándose.

    – Hay un momento de estupor general, y también alguna risa ahogada, cuando Noel, mundano, interviene:

    -Excúselo, señora. El diamante todavía está sin tallar.

    -Ya lo veo… Y sin separarlo de la broza -dice Sofía, en tono mordaz-. Los caballeros son una verdadera calamidad. A ninguno de los dos se les ha ocurrido bañar a este muchacho antes de meterlo en el coche.

    -Es un olvido que puede remediarse -explica D'Autremont, conteniendo su manifiesto disgusto-. Hazte cargo de él, Ana. Llévalo al baño, arréglalo, péinalo y ponle ropa limpia de Renato.

    -¿De Renato? -se extraña Sofía.

    -No creo que ya pueda usar la mía.

    -Ni cabe en la de mi hijo.

    -Todo puede compaginarse -interviene Noel, concilia-dor-. Seguramente no faltará ropa de alguien, que pueda ser-virle.

    -La negra Paula es la encargada de la ropa de los jorna-leros -aclara despectiva la. señora D'Autremont-. Pídele una camisa-y unos pantalones para este muchacho. Ana.

    -Yo "tengo un traje que me queda grande, mamá -ofrece Renato-. Todavía no lo he estrenado, precisamente por eso: Es el de paño azul…

    -Lo mandaron de regalo tus tíos desde Francia -se opone Sofía con creciente disgusto.

    Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

    Página siguiente 

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter