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Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo (página 3)



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-Está bien. Madre -acepta Mónica, ahogando un suspiro-. ¿Cuándo podré volver?

-¿Por qué no pregunta primera, cuándo debe marcharse?

-Necesito saber antes cuándo me permitirán volver a mi refugio.

-..–De su salud depende. Ponga empeño en curarse, en repo-nerse, y su ausencia de nuestro lado será menos larga. Si no ocurre nada de particular, debe esperar nuestro aviso. Si ocurre algo, hija mía, si se siente usted realmente sola y desamparada, si le faltan las fuerzas, entonces no espere ni vacile: vuelva, vuelva en cualquier momento. Esta es la casa de Dios, y ésta será su casa…

-Gracias, Madre. Me devuelve usted la vida con esas pala-bras -asegura Mónica, conmovida y feliz.

-Pero piense que sólo en un caso de verdadera, de absoluta necesidad, debe regresar antes de ser llamada.

-Así lo haré. Madre. Y ahora, si usted me lo permite, creo que debo escribir a mi casa… Mi madre ignora la resolución de ustedes. Debo prevenirla…

-La señora Molnar ha sido ya prevenida, y le aguarda en el locutorio. Ha venido a buscarla. Rece un momento en la capi-lla, diga adiós momentáneamente a sus hermanas de claustro, y vaya al locutorio. Allí la estaremos esperando…

11

-¿QUIERES ENTRAR A ver si puedo hablar con mi ma-dre, Ana?

-Si, niño. ¡Cómo no! Yo sí puedo entrar, pero resulta que la señora está con su jaqueca, le duele la cabeza, y cuando a la señora le duele la cabeza no quiere hablar con nadie, porque cuando habla con alguien le duele más.

La mirada de Renato D'Autremont, un momento antes en-cendida de cólera, se ha dulcificado contemplando la oscura y familiar figura de Ana. Nada parece haber cambiado en su an-cha casa natal, y menos que nada aquella pintoresca sirvienta nativa que cuidó su infancia. Como quince años atrás, su ros-tro, de color de cobre, es fresco y terso; viste el alegre traje típico de las mujeres de aquella tierra, anudado el pañuelo de colorines sobre la cabeza mulata de rizos apretados, y hay, como entonces, una luz plácida e ingenua en los grandes ojos infan-tiles y una sonrisa bobalicona y dulce en .los carnosos labios…

-¿Desde cuándo está enferma mamá?

-¡Uy! ¡Quién sabe! El niño como que ya no se recuerda, pero a la señora siempre le duele algo. Por eso siempre hay que estar en silencio en esta casa…

-¡Ay, Ana.. .! Tu no cambias… -afirma Renato, gozoso y sonriente-. ¡Vaya… vaya! Ve a avisarle a mi madre, pues es absolutamente necesario que yo le hable y que se empiece a arreglar lo que está mal.

-Lo que usted mande, niño. Voy en seguida… -acata Ana, penetrando en la alcoba de Sofía D'Autremont.

Han pasado apenas unos segundos cuando Ana reaparece. apremiando a Renato, al tiempo que se aleja pasillo adelante:

-Pase, niño, pase. La señora lo está esperando. Para usted, como que no le duele nada. Pase… pase…

Tiernamente, Renato D'Autremont se ha inclinado para be-sar las manos de su madre, tan blancas y tan suaves como cuan-do él era un muchacho. Ahora es un hombre de espléndido cor-te: fino, delgado, flexible, ni pequeño ni alto. Tiene los claros ojos de Sofía; los cabellos, como los suyos, color de lino claro; y el porte arrogante de aquel Francisco D'Autremont que fue su padre. Tiene, como aquél, la frente despejada y altiva, la mirada profunda y penetrante, y arde en ella, más viva aún que en los días de su infancia, aquella llama de inteligencia superior, de sensibilidad generosa e inquieta, que le hace a la vez com-prensivo y sencillo, tierno y humano, apasionado y soñador.

-¿Mamá, ¿te sientes realmente mal? Me duele haber tenido que molestarte, pero…

-¿Cómo se puede usar esa palabra tratándose de ti, hijo?

-Ana me dijo que tu salud seguía siendo delicada. Mucho me temo que no la hayas atendido como es debido, pero aho-ra.. . ahora si vas a hacerlo, ¿verdad?

-Dejemos mis achaques. Ven aquí, acércate… Quiero vol-ver a mirarte de cerca, una y otra vez. Mentira me parece te-nerte ya a mi lado. No se sacian de ti mis ojos, hijo mío… Mi Renato…

Tras contemplarle con orgullo, mira Sofía la pequeña fusta que aun sostiene en la mano, y las finas espuelas de plata que calza sobre las botas brillantes…

-Ya veo que vienes de recorrer la finca.

-De un extremo a otro…

-Mucho has tenido que galopar. ¿No te has cansado más de la cuenta, hijo?

-Sólo me he cansado de ver injusticias, mamá.

-¿Cómo? ¿Qué dices, Renato?

-Pues… la verdad. Lo siento, pero yo siempre soy since-ro. Creo que hay muchos males a los que hay que poner remedio en Campo Real. Y, desde luego, quiero advertirte que no estoy conforme, en absoluto, con la administración de Bautista.

-¡Pero, hijo! ¿Qué quejas puedes tener de un hombre que vive por entero entregado a su trabajo?

-Es duro y cruel con los trabajadores, mamá… más que duro, inhumano con los que aumentan nuestra riqueza con su sudor y con su trabajo… y no estoy conforme. Hay cosas que no pueden seguir ocurriendo, mamá. No espero sino tu permiso para tratar de remediarlas. Son cosas con las que estoy seguro que tú no puedes estar conforme,'que no es humanamente po-sible que tú hayas autorizado. El dice que sí, pero…

-¿El? Entonces, ¿le has hablado, has discutido con Bautista?

-Naturalmente, mamá.

-Mal hecho, hijo. Me temo que hayas sido ingrato con él. ¡y le debemos tanto… ¡

-Más debemos a los trabajadores, mamá, a esos cientos de desdichados… ¡No podemos seguir explotándolos en la forma en que Bautista lo hace! Viven peor que si fueran esclavos.

-Pasan de dos mil, hijo. No puede manejárseles sin un respeto, sin una disciplina, sin una autoridad… No te fíes de la primera impresión. Bautista sabe cómo tratarlos. ¿Sabes que nuestras tierras, con él, rinden el doble de lo que rendían en tiempos de tu padre y de Pedro Noel? ¿Sabes que se han adqui-rido fincas nuevas, uniéndolas todas a Campo Real, y que casi media isla te pertenece? Mira, ven aquí. Hoy es 15 de mayo de 1899. Yo nombré administrador a Bautista al día siguiente de morir tu padre: el 6 de mayo de 1885. En catorce años, nuestra riqueza se ha duplicado. ¿Qué podemos, en realidad, reprochar a un administrador semejante?

-Sigo hallando impropio el trato que se da a los trabaja-dores en nuestra finca, mamá. Sigo considerando inhumanos los procedimientos de Bautista, aunque hayan doblado nuestra fortuna…

-Ya veo que eres un soñador… pero no un hombre cual-quiera … Un D'Autremont… con derechos, por ser quien eres, a vivir como rey en esta tierra que los D'Autremont honran con pisar. Esta tierra salvaje…

-¡A la que amo con todo mi corazón! -ataja Renato, con gesto decidido y orgulloso-. No sólo soy el amo de esta tierra, también soy su hijo. Siento que le pertenezco y he de luchar porque, sobre ella, los hombres sean menos desdichados. No quisiera chocar contigo, mamá, pero…

-Está bien. Si no quieres chocar conmigo, no hables en este momento. Tiempo habrá. Hablaremos más adelante, cuando te hayas hecho un poco al ambiente. Cuando puedas verlo todo con más claridad, serás hacendado… más tarde. Sé mi hijo unos días, un par de semanas. No creo que sea pedirte demasiado, después de una ausencia tan larga. Af fin y al cabo, todo se hará como tú digas. Eres el amo, y así quiero que lo sientas. Pero, por el momento, hablemos de cosas más gratas. Me pareció en-tender que tenías novia, que estabas enamorado, ¿no?

-Sí, mamá -responde Renato en tono suave y tierno-. Es-toy enamorado de la criatura más adorable de la tierra, de la mejor de las amigas de mi infancia… sensible como una mujer, traviesa y alegre como una chicuela, mimosa como una criatura que desea ser llevada siempre entre los brazos, exuberante como sólo puede serlo una hija de esta tierra…

-¿Una hija de esta tierra? -se sorprende Sofía-, Pensé que tu novia estaba en Francia

-En Francia estaba, pero ahora está mucho más cerca. Ha nacido, como yo, en la Martinica. Ha vivido aquí hasta los siete años. Regresó hace seis meses.

-¿A qué familia pertenece? Espero que no hayas puesto los ojos en quien no sea digna de ti, por su casta y por su sangre.

-Lo es, madre. Lo es en todo sentido. Y se llama Aimée de Molnar…

-¡Ah…! -se sorprende gratamente Sofía-, ¿Es posible? ¿Aquella niñita… ?

-Aquella niñita es hoy la muchacha más hermosa que pue-das imaginarte, mamá. ¿Te parece bien? ¿Te agrada mi elección?

-¡Caramba.. . caramba! -comenta divertida y con agrado Sofía-, Mira tú por dónde… Confío en que me agrade la mu-chacha. De la familia, y otros detalles, no hay nada que objetar. Es decir, algo que en realidad tiene poca importancia. Y mira tú lo que son las cosas… Tiene poca importancia, gracias a los buenos servicios de Bautista.

-¿Qué dices, mamá?

-Los Molnar están casi arruinados, 'pero no importa. Tú eres lo bastante rico para olvidar ese detalle. Tráeme cuanto an-tes a tu novia… -Ha vuelto la cabeza y de pronto, sorprendi-da, exclama-: ¡Ah… Yanina…! Acércate. Es Yanína, Renato, sobrina de Bautista y mí ahijada. Pero debo añadirte algo más: mi enfermera, mi compañera en esta soledad, mi hija casi…

Renato D'Autremont ha vuelto la cabeza, también sorpren-dido, para mirar a la muchacha que está de pie tras él. Ha lle-gado silenciosamente, sin un gesto, sin una palabra… Tiene un rostro moreno al que sirven de marco negrísimos cabellos lacios, unos grandes ojos oscuros, rasgados, enigmáticos, que acusan cla-ros rasgos mongólicos… Unas mejillas trigueñas y pálidas, don-de abren los labios rojos y frescos, aunque plegados en un gesto extraño de amargura, de desencanto, mientras vibra, contenida y tensa, su rara personalidad.

-Conque sobrina de Bautista… ¿Me recuerda?

-No es de tu tiempo. Vino a esta casa cuando ya tú te ha-bías marchado; pero tiene diez años junto a mí.

Sofía se ha puesto de pie, apoyándose en la muchacha, que bien puede tener unos veinte años, y sonríe siguiendo la mirada de sus grandes ojos, fijos, como deslumbrados, en el rostro de Renato.

-Creo que no habías llegado a ver a mi hijo de cerca, Yanina…

-No, no, señora. Cuando llegó él, no estaba yo en Campo Real, ya usted lo sabe. Y luego no he tenido ocasión…

-No, efectivamente. ¿Qué te parece?

-El señor es magnífico. Todo un gran señor, como es na-tura! …

-¡Por Dios, mamá! -salta Renato-. ¡Qué manera de for-zar un elogio!

-No es forzado -niega Sofía jovialmente-. Yanina no dice nunca sino lo que siente, ¿verdad? Desde niña la he ensenado a ser totalmente sincera conmigo, absolutamente franca.

-Una maravillosa cualidad -acepta Renato sonriendo y mi-rando a la muchacha un poco desconcertado. Sin saber por qué, aquella criatura no le es simpática… Acaso la asocia demasia-do con su tío.

-¿Qué querías, Yanina? ¿Para qué entraste? -pregunta Sofía.

-Mi tío esperaba que el señor lo llamase después de hablar con la señora. Mandó decir que estaba, afuera, aguardando…

-Pues dile… -empieza a decir Renato: pero su madre le interrumpe:

-Perdóname que sea yo quien tome la palabra, Renato. -Y dirigiéndose a la muchacha, advierte-: Dile que, por el momento, no vamos a necesitarlo. Más adelante hablaremos de todo… Ahora tenemos otra cosa más grata en qué ocuparnos. Pronto tendremos huéspedes, ¿verdad, Renato? La señora Molnar y sus hijas… Digo sus hijas porque tengo entendido que la mayor todavía no se ha casado…

-Ni creo que se case, mamá. Repentinamente se despertó en ella la vocación religiosa. Se empeñó en tomar los hábitos y estuvo un año de postulante en un convento de Burdeos. Luego fue trasladada aquí, a Saint-Pierre. Está en el noviciado de las madres del Verbo Encarnado y, naturalmente, no sale, ni es de suponer que acompañe a Aimée y a su madre. Fue, en verdad, algo extraño… -Renato queda de pronto pensativo, como rememorando tiempos pasados.

-¿Extraño? -se interesa Sofía.

-Sí, porque nadie sospechaba en ella nada parecido. Es también una criatura encantadora, llena de vida, de espiritua-lidad. Te advierto que yo me llevaba maravillosamente con ella… Casi podría decirte que era más amigo de Mónica que de Aimée. Ella se ocupaba de mí siempre, resolvía mis pequeños apuros de estudiante y era a mi lado como una hermana buena.

-¿Y está .contenta con todo eso la señora Molnar?

-Es lo bastante religiosa para no oponerse a una vocación sincera.

-Bueno, hijo, ella sabrá… ¿Quieres venir ahora conmigo a dar una vuelta por las habitaciones que solemos usar para los huéspedes? Necesito mandar arreglar de nuevo las dos mejores, lo más rápidamente posible, porque quiero conocer a tu Aimée cuanto antes. Mucho tengo que querer a la mujer que va a ser tu esposa para perdonarle el que me haya robado la mitad de tu corazón… Porque pienso, me hago la ilusión al me-nos, de que es tan sólo la mitad lo que me ha robado.

-¡Mamá querida… no te ha robado nada! Mi corazón en-tero te pertenece, como también le pertenece a ella. A los que saben querer, el corazón se les ensancha y deja sitio para muchos afectos.

Se han alejado juntos, tiernamente apoyada Sofía, en el bra-zo de Renato, mientras inmóvil, tensa, los grandes ojos fijos en ellos, Yanina los contempla alejarse…

-Me gustaría que ordenases cambiar esas cortinas, mamá, por algo más alegre, más claro, más tropical… Ahí, y que hi-cieras abrir esas dos ventanas, que no sé por qué están con-denadas ..

-Las mandé clavar, hijo, porque a veces el viento las abre y entra por ellas mucho sol.

-Toda la luz del sol es poca para alumbrar a mi novia, mamá -afirma Renato en una exaltación de entusiasmo y de pasión-. Ella adora la luz, el color, el cielo azul y el clima de esta tierra de eterna primavera.

-Di mejor, de eterno verano.

-Por el calor, sí, desde luego… Pero no ese seco verano de Europa en el que la tierra parece que se muere de sed, sino este verano fecundo, de aguaceros torrenciales, en el que las plantas crecen como por arte de magia, en el que las flores no viven más que un día, pero abren por millones cada 'mañana. Tu no sabes lo que hablábamos Aimée y yo de esta tierra, allá en Francia, y con qué ansias anhelábamos regresar…

-Pues ya estás aquí. . . en tu Campo Real…

-Y aquí es donde quiero verla a ella. Este es el marco que le corresponde a su belleza… su belleza cálida, exuberante, un poco tempestuosa a veces, mamá. Bueno, no quiero adornártela demasiado… Mi Aimée tiene su genio y sus arrebatos… Hasta en eso se parece a esta tierra que, con gustarme tanto, a veces me da una sensación de terror… Es como un temor sordo de que, repentinamente, sobrevenga una catástrofe. Ha habido tantas…

-Ya pasaron esos tiempos, y me atrevo a pensar que defi-nitivamente.

-Ocho veces ha sido destruida Saint-Pierre por los terre-motos, ¿no? Más o menos destruida, ¿verdad, mamá?

-Por fortuna, no vi ninguno. Tengo entendido que si, que desde que se tiene memoria de la isla, además de muchos pe-queños han habido ocho grandes terremotos. Pero el diabólico volcán que los ha engendrado tiene ya sesenta años de absoluta calma. No es fácil que vuelva a repetir las viejas hazañas, y también me atrevo a pensar que los arrebatos de tu linda novia pasarán en la paz del hogar que vas a proporcionarle, en la di-cha de tenerte por esposo. Tú la quieres, y eso basta para que yo la acepte como hija… Pero vales tanto tú, mi Renato, que, para mi corazón de madre, no hay en el mundo mujer capaz de merecerte.

-No me engrías así, mamá-ríe Renato-. Vas a conver-tirme en algo insoportable.

-La sangre, gota a gota, daría por verte feliz… plenamente feliz… Amado, respetado, reverenciado por los tuyos…

-Con lo que poseo soy ya plenamente feliz… Sólo tengo un anhelo: que los demás también lo sean un poco… Repartir algo de esta dicha, para sentirme con más derecho a disfrutar-la… Hacer un poco de obra de justicia, de bondad…. Y me vas a perdonar que toque un tema que antes, a.ti, no te era. agradable…

-¿Cómo? -se alarma, sin saber por qué, Sofía.

-Que te pregunte por alguien a quien nunca quisiste mu-cho. Supongo que tu amor de madre tenía su influencia nociva en mí, cuando yo era un muchacho…

Sofía D'Autremont ha apretado los labios, ha palidecido, mientras sin mirarla, sin darse cuenta de su turbación, sigue Renato hablando con el alma en los labios:

-Mamá, ¿te acuerdas de aquel muchacho que papá trajo a la casa el día antes de la desgracia que le costó la vida? ¿Re-cuerdas su interés por él, su recomendación postrera de que yo le amparara?

-¿Quién podría olvidar eso, Renato? -observa Sofía, seca y tensa.

-¿Has sabido algo de él? ¿Qué fue de su vida? Inútilmente te pregunté en algunas de mis cartas y me temo que nadie pue-da darme razón, que nadie haya vuelto a saber de él después de escaparse…

-Todo Saint-Pierre sabe de ese hombre -explica Sofía con marcada dureza en la voz y en el gesto-. Es un aventurero repugnante, un jugador de ventaja, una especie de pirata. Debería estar en la cárcel, pero anda suelto jactándose de sus hazañas. Es muy conocido en las tabernas, en los burdeles, en las casas de juego del puerto, y todavía siguen llamándole… ¡Juan del Diablo!

Como si escupiera las palabras, como si trémula de rencor las mordiese, Sofía D'Autremont habla, mientras Renato la es-cucha fruncido el ceño, casi consternado. Y es de pena, no de condenación ni reproche, la frase que sube a sus labios:

-;Pobre Juan! ¡Qué vida tan dura ha debido tener! ¡Cuán-to habrá sufrido y luchado para llegar a eso!

-Si hubiese querido ser un hombre de bien y lo hubiera logrado, comprendería tus palabras: tendría el mérito de su es-fuerzo. ¿Pero qué es lo que ha hecho? Nacer en el vicio, seguir en el vicio y hundirse en él más y más.

-Es cierto… Mas cuando desde niño se vive con' el alma envenenada…

-¿Por qué había de estar él envenenado? ¿Por qué no di-ces con más justicia que llevaba el vicio y la maldad en "la masa de la sangre?

-No creo que mi padre tuviera tanto empeño en proteger-lo si hubiese sido así.

-¿No lo crees? ¡Ay, Renato! Ya eres un hombre y puedo hablarte claramente… Tu padre estaba muy lejos de ser un santo.

-Sé perfectamente cómo era mi padre -salta Renato, im-petuoso, como si le hubiese picado una víbora.

-Yo no quiero menoscabar tu respeto ni tu cariño de hijo -dulcifica Sofía-. Pero las cosas no son como te imaginas. Si tú pudieras recordar…

-Recuerdo perfectamente, madre, y hay algo que tengo clavado en el corazón como una espina. La última vez que ha-blé con mi padre, fue con insolencia, con rebeldía…

-Me defendiste de su brutalidad, hijo -pretende disculpar Sofía-. No tenías más que doce años. Nada más doloroso y humillante para mí que la actitud de Francisco aquella noche;

pero nada más hermoso que el recuerdo de tu actitud, Renato. Si te duele haberlo hecho, si te pesa como un remordimiento…

-Nunca, mamá -la interrumpe Renato con decisión y firmeza-. Hice lo que tenía que hacer, lo que quisiera yo que un hijo mío hiciera, aun contra mí mismo, si, en un momento de cólera y locura, llegara a olvidar el respeto que le debo a su madre… Y él lo comprendió así, y su gesto, su actitud de aquella noche, todo me lo demostró… Sintió la vergüenza de aquel momento de violencia, huyó ocultándose a mis ojos, tomó como un loco aquel caballo, y en su desesperación, en su angustia, sobrevino el trágico accidente que le costó la vida. Y cuando volví a verlo, cuando me habló por última vez, su mano se extendió para acariciarme y hubo un elogio en sus palabras cuando me dijo: "Sé que sabrás defender a tu madre y velar por ella". ¿No recuerdas?

-Sí… Sí… -susurra Sofía, con un hilo de voz ahogada.

-Pero también hubo un mandato que era como una sú-plica -persiste con tesón Renato-. Me dijo que amparase a Juan, que le diera mi apoyo de hermano… Era -una huérfano, lo sé. El hijo de un amigo que murió en la miseria. Mi padre, moribundo, me traspasó la súplica de otro moribundo, su vo-luntad que no pudo cumplir.

-Olvida las palabras de. tu padre, Renato. Estaba casi in-consciente cuando las pronunció. No tenía sino la obsesión, la idea fija por la discusión que habíamos tenido horas antes a causa del maldito muchacho…

-¿A causa de Juan fue la discusión de ustedes? -se sorpren-de vivamente Renato.

-Naturalmente… Todo mi afán era defenderte de la ca-rroña que tu padre se empeñaba en traer a la casa, y me lo agradeces poniéndote de parte suya… -se lamenta Sofía, con despecho-. Yo he sufrido infinitamente más de lo que imagi-nas. ¿Cómo piensas que he vivido durante catorce años de so-ledad, enferma, aislada, en un país hostil, en un clima que me hace daño? Pues he vivido pensando en ti, luchando por ti, de-fendiendo todo lo tuyo: tu fortuna, tu porvenir, tu casa, tu nombre inmaculado…

-Lo sé perfectamente -acata Renato, como en una dis-culpa.

-Pues si lo sabes, no deberías mortificarme por un…

-Está bien, mamá -la interrumpe Renato, con el deseo de cortar la desagradable escena-. Olvidemos todo esto… Mañana mismo iré a Saint-Pierre. Haré que Aimée y la señora Molnar se preparen para venir cuanto antes. Sé que Aimée te va a gus-tar mucho, y entre los dos vamos a tratar de compensarte todas las penas que has sufrido… Ya verás…

12

LA PODEROSA VOZ de Juan ha penetrado, resonante, hasta el fondo de la gruta, bañada con aquel nombre que es miel en sus labios:

-¡Aimée.., Aimée!

Pero no hay respuesta a su llamada. .Rápidamente da unos pasos hundiendo los pies en la arena blanda. Luego retrocede y vuelve a salir a la desierta playa. Con la agilidad de un felino salta sobre las piedras cortantes y trepa por el sendero casi im-practicable, a través de los ásperos acantilados.

Ha llegado hasta el apretado grupo de árboles que forman el fondo del jardín de los Molnar. Muy cerca, las inquietas aguas de un arroyuelo saltan entre las piedras, refrescando el aire, y de los gruesos troncos de los árboles pende una trenzada hama-ca de seda de colores: trono, ahora vacío, de la peligrosa mujer a quien ama. Junto a la hamaca, en el suelo, hay una flor, des-hojada por aquellos dedos nerviosos y ardientes, un abanico, un diminuto frasco de perfume y el último número de la más pi-caresca revista parisién… Juan del Diablo aparta con el pie aquellas naderías, y con su paso cauteloso, de tigre en acecho, va acercándose a la vieja casa, mientras susurra con la voz en diapasón:

-¡Aimée… Aimée…!

-¿No te alegras de estar de nuevo aquí, hijita?

-Sí, mamá, me alegro de estar otra vez a tu lado. Mónica de Molnar acaba de llegar del convento y aun viste las tocas almidonadas y el hábito blanco de las novicias del Verbo Encamado. Un corazón de plata prendido al pecho, puli-do y brillante como una joya, completa el religioso atavío que tan maravillosamente realza su porte señoril.

-Ha sido tan amargo volver a esta casa sin ti -se lamenta Catalina Molnar, con un sollozo fluctuando en su garganta-. ¡Te he echado tanto de menos.!

-Ya irás acostumbrándote, mamá…

-Nunca, hija, nunca. Si cambiaras de idea, mi Mónica… En todas partes se puede servir a Dios.

-Ya lo sé, mamá; pero también sé que muy pronto, apenas te haré falta. Aimée se basta por sí sola para llenar la casa…Además, pronto se casará, y entonces vivirás con ella, como es natural. Yo seguiré mi camino… Pero, ¿dónde está Aimée?

-Salió con unas amigas desde por la mañana. Ni ella ni yo podíamos sospechar que iban a llamarme para permitir que dejaras el convento. Ya verás qué contenta se pone cuando vuel-va y te encuentre aquí. Tu hermana es alocada, pero muy buena. Y te quiere mucho, hija, créeme.

-Así lo creo, mamá…

Con pasos inseguros, Mónica va cruzando las grandes es-tancias de aquella antigua casa de gruesos muros encalados, vie-jos y bien cuidados muebles, y anchas ventanas abiertas al jar-dín selvático, única herencia que el difunto señor Molnar dejara.

-Supongo que te podrás quitar los hábitos, ¿no?

-Desde luego, aunque pretiero conservarlos.

-Está bien… -acepta Catalina con gesto de resignación-. No seré yo la que quiera otra vez contrariarte… Este es tu antiguo cuarto. ¿Quieres volver a ocuparlo? Creo que es el me-jor, el que tiene más luz y aire… Espérame aquí un momento mientras voy a disponer las cosas para que lo arreglen. Voy a llamar a la criada…

Mónica de Molnar ha quedado sola, pero no se detiene en aquel cuarto de anchas ventanas y paredes empapeladas. Siente una angustia que sordamente la oprime, una inquietud que la sacude, que la arrastra… Bruscamente echa a andar sin rumbo fijo. Sigue cruzando la larga fila de amplias habitaciones… Se mueve como una autómata, impulsada por una fuerza extraña, mientras tiembla su corazón emocionado bajó el techo de la vie-ja morada paterna. Al fin llega al último cuarto, sin muebles, el cual tiene una única ventana con las grandes hojas entorna-das; pero tras .ellas como una sombra que se agita un instante… Luego, una mano audaz que, dándoles un empujón violento, las hace abrirse de par en par, y una voz masculina que exclama:

-¡Aimée… por fin… ¡

Mónica ha retrocedido estremecida, temblando, porque un rudo rostro varonil ha asomado tras las rejas de aquella venta-na. Por un momento, como dos aceros han chocado en el aire las dos miradas; después, las pupilas de Mónica se dilatan para hacerse más duras, más fijas, más altivas-.. Por primera vez en su vida, Mónica de Molnar está mirando a Juan del Diablo…

Juan no ha retrocedido, no ha tratado de disimular su sor-presa. Lleva un pantalón descuidado, arremangado hasta deba-jo de la rodilla, y una tosca camiseta a rayas. Podría ser el úl-timo marino de cualquier barco de cabotaje; pero su gesto es demasiado altanero, su porte demasiado arrogante, pisan con demasiada firmeza sus anchos pies descalzos, está demasiado se-guro de sí mismo… y sonríe… sonríe con leve y fina son-risa burlona, mientras- examina con calma el bellísimo ros-tro de mujer que enmarcan las tocas almidonadas, y exclama, disculpándose:

-¡Caramba! No se asuste tanto… No tiene delante a Sa-tanás. ..

-No me asusto -responde Mónica, serenándose a medias.

-Ya lo veo… Ni siquiera se ha persignado al oír el nom-bre del enemigo, lo cual es raro en la gente de su clase.

-¿Puedo saber qué desea usted, señor? -indaga Mónica, visiblemente molesta.

-Con usted, nada -expresa Juan con cierta insolencia bur-lona, pero sin un asomo de aspereza en la voz.

-¿Con quién, entonces? -inquiere Mónica con gesto altivo.

-Ya dije el nombre de la persona a quien buscaba, a quien esperaba ver llegar…

-¿Aimée? ¿Busca usted a mi hermana? -se asombra Móni-ca sin ocultar su disgusto.

-Así parece… ¿No está ella?

-¡No tengo por qué informarle! -se encrespa Mónica, ya sin poder dominarse.

-Altanera, ¿eh?

-¡Y usted, insolente! Me llama altanera y me está faltan-do al respeto desde que empujó esa ventana.

-¡Oh! Por poca cosa se ofende la abadesa…

-No lo soy ni estoy dispuesta a tolerar sus estúpidas burlas.

-¡Caramba! Habla fuerte Santa Mónica… ¿No es ese su nombre? ¡No… no se vaya! Me está usted dando una gran sorpresa. Yo pensé que las monjas eran más amables y… me-nos bonitas… ¡Oh!, no se ofenda tanto. En cierto modo, es un halago. Además, no estoy diciendo más que la verdad…

-¡Voy a llamar a un criado para que le obligue a retirarse!

-¡Pobre hombre! -ríe Juan, realmente divertido-. No pon-ga en ese compromiso a nadie, ni quiera aparentar conmigo lo que no es… En su casa no hay criados.

-¡Es el colmo! -se exaspera Mónica, abandonando el cuarto.

-¡ Mónica… ¡ ! Santa Mónica…! ¡Escúcheme…! -llama Juan. Y al no hacerle caso ésta, exclama riendo-: ¡Terrible cuñada!

-Mónica, hija, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? Estás de-mudada. ¿Por qué?

-Por nada, mamá… ¿Dónde está Aimée? -indaga Mónica. Se ha sentado, ahogándose casi: tan bruscamente late su cora-zón, tan apresuradamente corre por las venas su sangre, subien-do a su garganta en borbotón de ira incontenible.

-Ya te dije antes que había salido con unas amigas desde por la mañana…

-¿Y dónde ha ido? -apremia Mónica a su madre-. ¿Qué amigas son esas?

-Bueno, hija, de los nombres no me acuerdo muy bien. Son muchachas de aquí, amigas de la infancia… Tu hermana ha reanudado alguna? gratas amistades… Se aburre sola en es-te caserón y, naturalmente, entra y sale…

-¡Mi hermana está comprometida para casarse con un hom-bre dignísimo!

-Ya lo sé; pero no creo que tenga nada de particular.. .

-¡Nunca ves nada de particular en lo que Aimée hace! Con tu excesiva indulgencia, fomentaste siempre todas sus locuras, todos sus caprichos… -reprocha Mónica a su madre, sin poder disimular su indignación.

-Pero, hijita… ¿Por qué me hablas así? -se alarma Ca-talina Molnar.

-No es el tono que debo emplear contigo, mamá. Lo sé demasiado -se suaviza Mónica, arrepentida de su arrebato-. Pero a veces no es una capaz de contenerse, y en este caso… Bueno, manda a buscar a Aimée en seguida. Que le digan que yo la llamo, que la necesito… que venga… -Observa que su madre vacila, e indaga: ¿O es cierto que no hay en casa nin-gún criado? Respóndeme a eso, mamá.

-Está la muchacha que cocina, lava y plancha… Pero no se trata de eso… Lo que pasa…

-Lo que pasa es que no sabes dónde está; que, como siem-pre, Ai.mée hace su capricho; que entra y sale sin que tú sepas a dónde va ni con quién anda. Y, sin embargo, la has dado en compromiso, has permitido que un hombre como Renato…

' Mónica se ha mordido los labios furiosamente, hasta que el violento dolor la hace reaccionar y calma el arrebato de có-lera que la sacudió como una descarga… hasta que baja la cabeza juntando las manos, en aquel gesto con que se fuerza a la oración, mientras solícita, la madre pregunta:

-Hijita, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te has puesto así de repente?

-Nada, mamá -intenta disculparse Mónica-. Los nervios … Estoy fuera de mí… Esa es mi enfermedad…

-¡Vaya, por Dios! La Priora me habló de tristeza y debili-dad, no de tus nervios. Pero, en fin, todo irá remediándose. En el fondo, creo que tienes razón, un poco de razón al menos. Tu hermana es caprichosa, alocada… No me obedece… Nos hace mucha falta tu pobre padre…

-De él también se burlaba -se queja con amargura Móni-ca-. De él y de todos; pero no va a burlarse de Renato… Ella prometió hacerlo feliz.

-Y lo hará. Claro que lo hará… Si el pobre muchacho está más enamorado.. . Cada dia recibe tu hermana sus aten-ciones y sus regalos, y en cualquier momento lo verás por aquí…

-¿Cómo? -se alarma Ménica-. ¿No está en su tinca de Campo Real?

-Está; pero ya se ha escapado dos veces en los diez días es-casos que lleva en la Martinica. No hay camino largo cuando se quiere tanto, y Renato está loco por tu hermana. No hay más que mirarlo frente a ella… Todo cambia: su expresión, su mi-rada … Ella, a su modo, le quiere. El representa para ella todo lo que necesita en la vida para triunfar, aparte de ser un buen mozo. Lo que yo deseo es que se casen cuanto antes y, una vez casada, ya verás cómo las cosas cambian. Sin contar con que en Campo Real no habrá muchos galanes para que tu hermana ejerza la coquetería.

-Me tema que la coquetería de Aimée puede ejercitarse en cualquier parte y hasta con el hombre más repugnante. La creo capaz de mirar a un gañán, a un mendigo…

-¡Calla! -ordena Catalina visiblemente disgustada-. Aho-ra sí estás ofendiendo gratuitamente a tu pobre hermana. Pare-ce mentira, Mónica…

Desde fuera llega el ruido característico de un coche que se detiene, y un estallar de voces y risas juveniles.

-Creo que ahí está tu hermana -informa Catalina-. Ya verás qué contenta se pone al encontrarte. Te quiere más que tú a ella, Mónica.

-¿Crees eso? -observa Mónica con un matiz de amargura en la voz.

-Me lo estabas demostrando con tus palabras de hace un momento. Ella no te critica nunca… siempre está de tu parte. Fue la primera en tratar de convencemos, a tu padre y a mi, de que te dejáramos hacer tu gusto y tomar los hábitos. Te quiere más que tú a ella… Mucho más…

-¡Adiós, Gustavol ¡Hasta mañana! No dejes de venir tú

también, Ernesto… Y traigan a Carlos…- se oye la voz de Aimée, despidiéndose alegremente.

-¿Son esas sus amigas? -inquiere Mónica con mordacidad.

-Amigas vinieron a buscarla -asegura Catalina-. Estaban en un grupo… Ahora han venido a dejarla los muchachos… No creo que tenga nada de particular.

-¡Qué ciega estás! Anda, adviértele que yo he llegado a casa.

-¡Quieta!

-|0h.. .! -se asusta Aimée; pero en seguida susurra zala-mera-: ¡Juan…! Pero, Juan…

-He dicho que quieta -insiste Juan con energía. Bruscamente, sujetándola por los hombros desde la espalda, obligándola a echar hacia atrás la cabeza para beber con ansia la miel de sus labios, Juan besa largamente a Aimée, sorpren-diéndola en el momento en que iba a recostarse en la suave ha-maca de mallas de seda. Un instante saborea ella también ávi-damente la caricia, para rechazar después, falsamente indignada:

-¡Pirata… salvaje…! ¿Qué manera de tratarme es esa? ¡Ay! ¡ Suéltame! Y no levantes la voz. Pueden oirte desde la casa.

-No lo creo. Está muy lejos… Te fabricaste un buen rin-cón entre estos árboles. Pero es mejor mi cueva en la playa. Esta noche te espero allí.

-¡Esta noche no puede ser! -niega Aimée vivamente.

-Esta noche te espero, y esta noche irás.

-No sé si pueda…

-Podrás. Te estaré esperando. Ya verás qué fácil te es arre-glar las cosas cuando pienses que yo te estoy esperando allá aba-jo, y que si tardas…

-Ya lo sé.. .Te irás… -sentencia Aimée en tono burlón.

-No. Vendré a buscarte, y te llevará aunque sea a rastras.

-No seas bárbaro. Es casi seguro que iré a la cueva esta noche.

-Es absolutamente seguro que irás. Mi barco sale de ma-drugada.

-¿Hasta dónde? ¿Por qué no me lo dices? No voy a de-latarte …

-Perderías el tiempo. Las leyes son mallas muy burdas. Los peces vivos de mi calaña, que saben coletear, no quedan nunca entre esas redes.

-¡Ah! ¿Luego es cierto que hay un misterio en tus viajes? ¿Hasta dónde va tu barco? Dímelo… Anda… ¿Dominicana? ¿Guadalupe? ¿Llegarás hasta Trinidad, o pondrás proa a Ja-maica?

-Volveré dentro de seis semanas…

-¿Seis semanas? ¡Es una enormidad!

-Tal vez cinco… ¿Me echarás de menos?

-Lloraré por ti todos los días. ¡Te lo juro, Juan! No sé qué tienes… Me trastornas… A veces maldigo la hora en que te conocí, en que te escuché…

-Esta noche no la maldecirás. Te espero…

-¡Iré… iré! Pero ahora escóndete, vete, alguien viene. Es mi hermana. ¡Vete… vete, por caridad! -suplica Aimée, ner-viosa-. Si nos ve juntos, estoy perdida.

-¿Perdida? ¿Por qué?

-¡Vete, Juan! -ordena más que ruega Aimée, desespera-damente. De un brusco empujón le ha apartado, y corre al en-cuentro de Mónica.

-¡Mónica… hermanita! -exclama Aimée, sofocada, pero intentando ser jovial.

-¿De dónde vienes? -indaga Mónica, severa.

-¿De dónde he de venir? Del jardín… ¿No lo ves? ¿Por qué no te quitas los hábitos? No sé cómo los resistes con el ca-lor que está haciendo… ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Qué te pasa?

Mónica ha apoyado las manos finas y nerviosas en los hom-bros de Aimée para mirarla lenta, fijamente, como penetrándole los pensamientos. Están a la entrada de aquellas últimas ha-bitaciones del caserón de los Molnar, y el corazón de Aimée la-te apresurado, temiendo, como desde los días de su infancia, aquella mirada sagaz de su hermana mayor, a la que su alma apenas puede ocultar secretos.

-No has contestado a mi pregunta, Aimée. ¿De dónde vienes?

-Ya te dije que del jardín. ¿Qué más quieres que te diga? Si vas a empezar como antes, a regañarme apenas llegas…

-Yo no quería volver aquí. Otra voluntad más fuerte que la mía me obligó a hacerlo. Ahora pienso que tal vez fue un designio de la Providencia.

-¡Ay, ay, ay! Ahora sí estoy aviada. En cuanto tú nombras la Providencia…

-No te hagas la inconsciente, porque no lo eres. Estás muy creada también para el papel de niña mimada…

-En definitiva, ¿qué es lo que quieres? -se subleva Aimée, presa de la ira-. A mí no me estorba qué estés aquí, si no te metes en mis cosas.

-Tengo que meterme, Aimée. Entre nosotras hay un pac-to… un pacto solemne. Juraste, Aimée… Juraste con lágrimas en los ojos, y has de cumplir tu juramento.

-No estoy haciendo nada de particular,..

-¿De veras? Con la mano en el corazón, sinceramente, ¿crees estar cumpliendo tus deberes dé prometida de Renato?

-¡Ya salió Renato!

-Tiene que salir, puesto que vas a casarte con él, puesto que prometiste hacerle dichoso…

-Que lo sea… Yo no le estoy haciendo nada. Pero ya ves… En diez días lo he visto dos veces. Eso, después de seis meses de ausencia… seis eternos meses metida en este caserón que es una tumba.

-Una tumba muy frecuentada… Llegaste con amigos, sa-les a todas horas, te vienen a buscar y te conocen por tu nom-bre tipos que…

-¿Qué? ¿Qué estás diciendo? -ataja Aimée francamente alarmada.

-Te oí hablar en el jardín… ¿Con quién?

-Con nadie.

-¡No mientas! No mientas, porque es lo que más me su-bleva de ti. Entre esos árboles sonaba claramente la voz de un hombre, y a esta ventana vino a buscarte un hombre y te llamó de tu nombre. Un hombre inmundo, repugnante, insolente. la especie de marinero…

-¡Ah! El pobre Juan… -comenta hipócrita y ladina Ai-mée-; ¿Hablaste con él? ¿Qué te dijo? Te advierto que no anda muy bien de la cabeza. Es un infeliz, pero..

-¿Infeliz? ¿Loco? ¿Pobre? ¡Pero la forma en que habló de ti… ¡

-¿Qué pudo decirte el muy canalla?

-No es lo que dijo, sino cómo lo dijo. Ya veo que le cono-ces… ¿Quién es ese hombre?

Aimée ha sonreído, tranquilizándose totalmente, otra vez se-gura de sí misma, otra vez dispuesta a hacer de su cinismo el arma que nunca le talló, y sin dar valor a sus palabras, explica:

-Es un pescador. Tiene una barca y se va lejos… A veces trae muy buen pescado. Yo se lo compro, y en esta soledad, en este absoluto aburrimiento, he tenido la debilidad de hablar con él… sobre detalles de su oficio. Aquí no se guardan lasdistancias, no se vive con tanta etiqueta como en París o en Bur-deos. ¿No puedo interesarme en lo que hace un pescador? ¿No puedo ni siquiera hablar con las gentes? ¿Vas a convertirte en mi cancerbero? ¿Vas a hacerme la vida imposible por.,. ?

-¡Calla, Aimée ¡

-Está bien. Nos callaremos las dos… Comprenderás que no voy a ser yo la que se cal le siempre para que tú digas lo que te dé la gana. Si hablas tú, hablaré yo también, y le diré a Renato…

-No dirás una sola palabra -exclama Mónica con violenta ira apenas contenida-. ¡No dirás nada a nadie! ¿Entiendes? Te olvidarás de lo que, por desgracia, sabes. Callarás para siempre, porque como te atrevas…

-1 Mónica, me haces daño! ¡Ay.-.! -se queja Aimée.

-Dispénsame. No quise hacerte daño. No quiero tener que hacerte daño nunca, hermana. Pero hay un pacto entre las dos, y es preciso que lo respetes. En él me va más que la vida. ¿En-tiendes? ¡Más que la vida!

-Mamá nos está llamando -indica Aimée; pues, en efecto, llega hasta ellas la voz de Catalina, llamándolas-. ¡Por favor, Mónica, no te pongas de esa manera! No tomes asi las cosas,.. No pasa nada… No te van bien esos arrebatos con el traje que llevas… Todo lo tomas por la tremenda… No sabes vivir en el mundo, hermana.

-¡Aimée, hijita! ¡Aquí está Renato! ¡Ven… ¡ -es la voz de la señora Molnar que se va acercando en busca de su hija.

-Renato… Renato ahora. ¿Oíste eso, Mónica? -indaga Aimée en tono burlón-. Cálmate, serénate. Renato siempre tu-vo el don dé llegar a tiempo. ¿No te parece?

Mónica no responde. Inmóvil, apretados los labios, blancas las mejillas, parece repentinamente una estatua de cera bajo las tocas inmaculadas. Aimée la contempla un momento, sonríe .for-zada, y sacude el brazo de su hermana con gesto afectuoso:

– Cálmate y ponle buena cara a Renato. Va a tener una gran sorpresa al encontrarte aquí. Seguramente tiene mucho que charlar contigo, Mónica. Sé buena y entretenlo. Ya sabes que el te aprecia. No seré egoísta y te lo prestaré un buen rato para que arreglen el mundo en teoría, como tienen por costumbre hacerlo. Y no te preocupes, que Renato es feliz y lo será mien-tras me quiera.

Junto a la alta ventana de la sala colonial, por donde pene-tran los últimos rayos dorados del sol que muere, Renato D'Autremont. estrecha las manos de Aimée en el empeño pueril y enamorado de robarle un beso. Desde lejos, fingiendo un ir y venir oficioso. Catalina Molnar les observa complaciente. ¡Qué recatada y pura parece ahora la ardiente amante de Juan del Diablo! Otras son sus miradas, su sonrisa; otro su gesto, perfecta imitación de novia íntima, enamorada, ingenua…

-¡Aimée… mi amor, mi gloria, mi vida.. .! -exclama Renato, apasionado.

-Cálmate… No te acerques tanto… Mamá nos obser-va… -coquetea Aimée, riendo-. Me asustas con esos arrebatos.

-Perdóname. Te adoro, Aimée, ¡te adoro y' no veo el momento en que por fin seas mi esposa!

-Para eso falta mucho tiempo…

-Sólo el que tú quieras. Por mi parte, todo está dispuesto. Mamá lo sabe ya. Está conforme, dichosa… Sólo espera el mo-mento de conocerte, de darte su bendición y de- fijar la fecha de la boda.

-¿Qué estás diciendo? ¿La señora D'Autremont… ?

-Dulce madre mía… Ya te quiere, sólo con saber cómo te quiero yo. ¡Cómo he pensado en ti estos días, mi vida! ¡Có-mo he soñado con verte allí, en mi casa, entre esos campos que serán tu reino! Porque allí serás como una princesa, como la soberana de un cuento de hadas…

-¡Pero, Renato! -protesta Aimée-. Me prometiste que vi-viríamos en Saint-Pierre…

-Bueno… En Saint-Pierre tenemos una vieja casa. Más adelante mandaré repararla; pero te aseguro que cuando veas Campo Real, nada te parecerá más grato, porque si el Paraíso estuvo en alguna parte de América, es en ese valle al pie de las montañas, donde no es posible ya reunir más belleza: flores, paisaje… y tú… Cuando tú estés, no será un paraíso terrenal, será el propio cielo…

-¡Qué bonito hablas, Renato! Claro que pierdes el tiem-po… Mamá lleva cinco minutos ausente y no me has dado un beso.

-¡Mi vida.. .!

La ha besado con ternura, con respeto, conteniendo sus an-sias, sujetando la pasión que arde en sus venas, haciendo dul-zura y rendimiento de aquella llamarada de deseo que provocan los labios sensuales, la piel aterciopelada, los ojos profundos, el perfume exuberante de flor tropical que emana de la carne de aquella mujer.

-Ahora, estáte quieto. Mónica va a salir de un momento a otro…

-¿Mónica? Es cierto… tu mamá me dijo que estaba en casa, que había salido por unas semanas del convento. Será muy grato saludarla. Aunque no sé… De algún tiempo a es-ta parte, tu hermana me ha retirado toda su amistad, todo su afecto. A mamá no se lo dije, pero si vieras cómo me preocupa eso… Que recuerde, yo no le he hecho nada… Consciente-mente, al menos, yo…

-¡Qué tontería! -le interrumpe Aimée-. Claro que no pa-sa nada. Eso forma parte de su vocación religiosa y del estado de sus nervios. Mónica se ha vuelto tan extraña… Está muy mal de salud. Delicada, nerviosa, excitable… Por cualquier ton-tería hace una tragedia. En el propio convento no saben qué hacerse con ella. Por eso se empeñaron en que saliera un par de meses. A veces roe pregunto si no estará un poquito trastornada…

-¿Qué dices? ¡Vaya una ocurrencia! Mónica es una criatura excepcionalmente inteligente, equilibrada, entera… Una mu-jer admirable por todos conceptos.

-¿Te parece admirable? -dice Aimée en tono burlón-. ¿Y por qué no te enamoraste de ella?

-¿De Mónica? -se asombra Renato, divertido-. No. sé… Cualquiera puede enamorarse de una criatura encantadora co-mo ella lo .es sin disputa, pero estabas tú y fue de tí de quien me enamoré, y es a ti a quien adoro, a quien querré siempre… definitivamente… ¡hasta el día de mi muerte!

-Dímelo otra vez, Renato. Dímelo muchas veces. ¿Me que-rrás siempre, pase lo que pase? ¿Me quieres?

-¡Te quiero, Aimée! -afirma Renato, arrebatado de pa-sión-. ¡Te quiero tanto, tan total, tan profundamente, que si un día… lo que es locura pensar, claro está… que si un día fueras indigna… 1

-¿Me perdonarías?

-¡No, Aimée! No podría perdonarte nunca-una traición, pero tampoco podría dejarte vivir para que fueras de otro.¡Te mataría, si! ¡Te mataría con estas mismas manos que té adoran, que tiemblan al estrechar las tuyas! ¡Te mataría, aunque con el dolor de matarte se acabara mi vida también!

Bruscamente, Aimée se ha levantado, arrancando sus manos a las de Renato. Junto a ellos, muy cerca, llegada bien a tiem-po a oir las últimas palabras, está Mónica, silenciosa y serena, no es sólo el sobresalto de su presencia lo que sacude a su bella hermana.

Lo es también el gesto fiero, la mirada ardiente que ha descubierto en el rostro de Renato D'Autremont, la mueca casi feroz con que sus labios se distendieron. Pero la presencia de Mónica le transforma de manera absoluta. Ceremoniosamente ha puesto de pie para saludarla, aguarda en vano a que su mano se extienda, y ante la inmovilidad de la novicia, inclina la frente en un saludo que más tiene de cortés que de cariñoso:

-A sus pies, Mónica. ¡Cuánto gusto de verla! ¿Cómo es-tá usted?

-Bien. ¿Y usted, Renato? -corresponde Mónica en forma amable, pero fría.

-En el mejor de los mundos, naturalmente -exclama Re-nato con jovialidad-.., Tanto que, lo confieso, a veces me da miedo.

– Miedo de qué? Si alguien merece la dicha en el mundo, es usted.

.'-Le agradezco la afirmación. Con frecuencia pienso que la vida me ha dotado en demasía, y me atormenta la impaciencia de realizar las buenas obras, a que supongo estoy obligado para no, ser ingrato con mi destino feliz.

-Usted siempre procede noblemente, y hace dichosos a los que dependen de usted. No creo que tenga en realidad -esa deuda que pretende…

-Pues yo sí creo, Mónica, y no sabe cómo me alegre de que la casualidad me permita contar con usted, algunas co-sas que deseo hacer y que considero muy urgentes.

-¿Contar conmigo? No comprendo…

-Claro. No he perdido la mala costumbre que me repro-chó usted más de una vez. Empiezo a referir las cosas por el final. No puede comprenderme, puesto que no conoce el prin-cipio. Pero aquí llega la señora Molnar… Por favor, .dona Ca-talina… Acerqúese… Hay una invitación para toda la fami-lia y quiero que toda ella me escuche. He venido por ustedes…

-¿Cómo? ¿Para qué? -indaga la señora Molnar.

-Para una visita al paraíso. Perdónenme la jactancia de llamar de esta manera a mis tierras de Campo Real. Necesito que preparen sus cosas y que salgamos para allá inmediatamente.

-¿A Campo Real nosotras? -se asombra Catalina Molnar.

-Yo sé que lo más correcto sería que mi madre viniera pri-mero, y que la invitación fuera hecha personalmente; pero con-fío ,en que la excusen al saber que hace más de diez años no abandona la finca. Su salud es bastante delicada para no hacer-lo. Ella me ruega que la perdonen por no venir, por enviar solamente esta carta con su mejor emisario, que soy yo mismo. Es para-usted, doña Catalina. ¿Quiere hacerme el favor de leerla?

-Sí, hijo, pero… -empieza a protestar Catalina.

-Creo que no hay ningún inconveniente para que vayas con Aimée a Campo Real, mamá -interviene Mónica-. Yo, como es natural, volveré a mi convento, y al regreso…

-De ninguna manera, hija. Saliste del convento porque tu salud es delicada. Justamente, tanto tu confesor como la abade-sa me dijeron que seria magnifica para ti una temporada en el campo, y puesto que la mamá de Renato nos invita a las tres…

-La señora D'Autremont no contaba conmigo -la inte-rrumpe Mónica.

-Con usted se cuenta siempre para todo, Mónica -asegura Renato-. Y si para que se convenza es preciso que mi madre haga ese viaje y venga personalmente a pedirle que nos acom-pañe un par de semanas en Campo Real, lo hará. Estoy seguro de ello. Además, déjeme decirle ahora el final, porque antes empecé. Cuento con su ayuda y sus consejos para remediar mu-chas cosas que no están a mi gusto allá en mis tierras.

-¿Conmigo? Pero si yo… -comienza a protestar Mónica.

-Usted era en otro tiempo mi mejor amiga, Mónica. Voy a prescindir de sus hábitos, de la barrera de frialdad que se ha empeñado en alzar entre nosotros dos, para decirle… para de-cirte, Mónica, como en aquellos -tiempos en que éramos como dos hermanos, como dos soñadores imaginando un mundo nue-vo, mejor y más generoso… Como cuando soñábamos con ser reyes de un mundo de dicha, de bondad, en el que nadie su-friera, en el que todo fuera paz y justicia… Pues bien, Mónica, ese mundo lo tengo, es mío… Pero no es un mundo de bondad, de dulzura, ni siquiera de justicia. En la belleza de mi paraíso hay rincones oscuros, amargos; gentes tratadas cruelmente; ni-ños que necesitan de un porvenir mejor. Yo quiero remediar todo eso y te necesito a mi lado… como lo que fuiste en aque-llos años de adolescencia: mi guía, mi compañera, mi maestra muchas veces…

Mónica de Molnar calla, inclinada la frente, temblorosos los labios, llenos los ojos de lágrimas que sólo con enorme es-fuerzo logra contener. Así, frente a frente, no se atreve a recha-zar las palabras de Renato; le llegan demasiado profundamen-te, hay una dicha demasiado intensa en medio de su dolor profundo, al escucharle hablar de esa manera. No podrá negarle nada que él le pida así. Sabe que no podrá negárselo y,, sin embargo, balbucea una última resistencia:

-Necesitaría el permiso de mis superiores…

-Hoy mismo lo tendremos -afirma Renato, decidido-. Iré al convento, haré que mamá escriba a la Abadesa…

Monica se ha serenado totalmente, como si de repente hu-biese halado dentro de sí la fuerza que necesita, y clava en el rostro de Renato su limpia mirada valerosa, al aceptar:

-Iré, Renato. Iré con ustedes…

-Es un postre exquisito, ¿lo has hecho tú, Aimée?

-Sí; claro… con una receta de Mónica, que ha aprendido a hacer maravillas en la repostería del convento, y ayudada un poquito también por mamá.

-Seguramente, tus manos le ponen algo angelical… Renato ha sonreído mirando a Aimée que le devuelve la sonrisa con esfuerzo, tensos los nervios, fija toda su atención no en aquella mesa familiar, sobre cuyo mantel blanquísimo reful-gen los últimos restos de la vajilla de plata de los Molnar, sino en el antiguo reloj cuyas manecillas avanzan implacables, cuya campana cantarina pregona la hora de una cita a la que no sabe cómo acudir. Son las ocho, y el ardiente corazón se le desboca pecho adentro… Son las ocho, y claramente su ima-ginación le muestra la recia figura varonil del hombre que en aquel momento salta sobre la playa y penetra, buscándo-la hasta el fondo de la cueva… el mar que ruge, los brazos atléticos que pudieran estar estrechándola, la arena blanca co-mo un áspero lecho perfumado de algas, y Juan del Diablo junto a ella, con sus ojos de abismo, con sus besos de fuego, con su cuerpo macizo como el de un oso y ágil como el de un tigre… con su atractivo irresistible de tritón de fiera…

-Este postre es lo único especial que. pudimos hacer para ti, hijo -explica Catalina,* como excusándose-. Como no te es-perábamos, y apenas nos diste tiempo…

-Fui hasta el centro buscando a un viejo amigo de mi pa-dre: el notario Noel. Pero no tuve la suerte de hallarlo en su bufete. Cuando salga de aquí iré a su casa. Tengo empeño en hablar con él. Fue notario de los D'Autremont durante muchos años. No sé por qué motivo se alejó de mi casa, pero quiero que vuelva a ella. Es un hombre bondadoso y honrado, mi pa-dre lo apreciaba enormemente…

El viejo reloj del comedor lanza al espacio el sonido vi-brante de sus campanadas, y Aimée se alarma:

-¡0h…!

-¿Qué tienes, Aimée? -indaga Renato, solícito.

-¡Uf! Nada… ¿Qué quieres que tenga? Calor. „. hace un calor terrible aquí adentro -se queja Aimée.

-¿Quieren que pasemos a la sala a tomar el café? -propo-ne Catalina.

-No puedes entretener mucho a Renato, mamá -reprende Aimée echando una mirada al reloj-. Ya oíste que tiene que ver a ese señor…

-Hay tiempo… Después de hablar con él, tal vez empren-da el regreso a Campo Real esta misma noche -explica Rena-to-, El camino es bueno. Gozamos de una luna espléndida, y estoy impaciente por decirle a mi madre el resultado satisfacto-rio de su invitación. Además, cuanto más pronto me vaya, más pronto vuelvo por ustedes. ¿Cuándo podrán estar listas? ¿El viernes? ¿El sábado?

-Yo creo que el viernes, ¿verdad, muchachas? -recaba Ca-talina.

-Yo estoy preparada en cualquier momento -asegura Mónica.

-¿Y tú? -pregunta Renato-a su novia; pero al no recibir contestación de ésta, insiste-: Aimée… ¿no me oyes?

-¡0h!, sí, sí, naturalmente… ¿Qué decías? -exclama Ai-mée, vacilando y como saliendo de un letargo.

-Renato hablaba desvolver por nosotras el viernes, pero tú estás como en las nubes… -explica Mónica, con un velado reproche en la voz.

-Es que estoy asfixiándome de calor. ¿Cuándo acaban de traer ese café?

-En cualquier parte es igual -acepta Renato-. Lo toma-remos aquí mismo, ya que lo trajeron, y abreviaré la sobreme-sa, aunque no conozco nada más difícil que irse de esta casa.

Ha vuelto a sonreír mirando Aimée, cuya sonrisa es aho-ra casi una mueca. No puede más, está desesperada, y al mis-mo tiempo tiembla, teme, recuerda la amenaza de Juan: ir por ella si no acude a la cita.

En la puerta, dos mujeres miran marchar a Renato. Luego, Mónica se aparta dejándose caer, como sin fuerzas, sobre un si-llón de mimbre, mientras la señora Molnar entorna suavemente el postigo buscando con la vista a su hija menor, y le pregunta a Mónica:

-Dónde fue tu hermana?

-No sé. Tenía calor… al jardín seguramente.

-Qué encantador es Renato, ¿verdad?

Mónica no contesta; baja la cabeza como si hundiese sus pensamientos en el agitado mar de su alma en tormento. La señora Molnar entra lentamente a su alcoba, mientras cruzando la casa, llena de impaciencia, irrumpe Aimée en la habita-ción de su hermana. Sobre una silla está el manto negro con que, para salir cubre su hábito de novicia Mónica. Sin dete-nerse se apodera de él y sigue su camino cada vez más de prisa. Al llegar al jardín se envuelve de pies a cabeza en la oscura tela, y como una sombra se desliza hacia los árboles, hundién-dose en ellos rumbo al camino de la playa.

-Mónica… ¡Qué raro! ¡Qué extraño que salga así! Qué raro es todo en ella

Renato D'Autremont piensa en voz alta, a fuerza de descon-cierto, de sorpresa. Está de pie, a cincuenta metros escasos de la casa de las Molnar, cuyas blancas paredes ilumina con su luz clarísima la luna llena. Se ha detenido en aquella esquina, por la que debe doblar perdiendo de vista la vetusta residencia. Se ha detenido con ese impulso irresistible de los enamorados, de mirar una vez más, aunque sólo sean las paredes del sitio en que vive el objeto de su amor. Se ha detenido ansiosamente, esperando ver la figura de Aimée recortarse tras las rejas de la ventana, pero nadie hay en la ventana ni en la puerta. Sólo ha visto cruzar a una sombra… Se siente extrañamente inquieto. Paso a paso ha vuelto a la casa y da una vuelta en torno a la misma. Hay luz en dos habitaciones. Dos de las tres mujeres que habitan esa casa están despiertas, piensa Renato. Como si co-metiese un sacrilegio, penetra en el jardín de sombras.

Ha llegado al centro de aquel 'macizo de árboles espesos, donde una hamaca cuelga de dos troncos. Ahora, la luna, fil-trándose entre las ramas, pone cuchillos de plata sobre la malla de seda y cabrilleos de estrellas en las aguas del arroyo cercano. Muy despacio se inclina a recoger del suelo un pañuelo perfu-mado de lilas, un espejo que quedó abandonado junto a la ha-maca. Reconoce ese espejo. Es el juguete preferido de Aimée, lo ha visto entre sus manos cien veces, lo ha' visto reflejar su belleza, como ahora, cual terso lago diminuto refleja las estre-llas, y con una ternura que invade su voz, susurra:

-Aimée… mi vida…

Ha besado el cristal helado, aquél que reflejara tantas ve-ces la boca breve, dulce, cálida, fuente de vida para él. Luego, baja la frente. Ha sentido una súbita vergüenza. Está allí casi como un ladrón. Inquieto, mira hacia la casa. De las dos ventanas iluminadas, una se apagó ya. La otra sigue brillando con luz amaríllenta.

-Aimée . Tú no duermes, ¿verdad? ¿Piensas en mí, sueñas despierta? ¿Lees? ¿Rezas? ¿Acaso esperas con ansia, como yo, el día de mañana para verme de nuevo?

Suavemente desliza el espejo en sus bolsillos, y se aleja con paso rápido.

13

-CRISTO, ÓYEME… CRISTO, ampárame… Señor, sostenme, dame tu fuerza en la agonía, dame tu luz en las tinieblas … ÓYEME..

De rodillas, frente a la imagen del Crucificado que preside la alcoba en la que corrieron los años puros de su infancia, Mónica reza… Reza con las manos juntas, enclavijadas, con los abiertos ojos fijos en Aquél de quien todo lo espera, con los pálidos labios trémulos, con el apasionado corazón golpeándole sordamente el pecho…

-¿Por qué llevarme hasta el último extremo Señor? ¿Por qué ponerme de nuevo frente a él? ¿Por qué arrastrarme, a la tentación? ¿Por qué hacer que despierten los recuerdos mal dor-midos apenas? ¿Por qué, Señor? ¿Por qué es tan dura la prueba?

Todo es silencio en la casona, menos su voz que es como un leve sollozo. Todo es quietud, menos el alma torturada que se retuerce queriendo escapar de su tormento, para aceptarlo al fin:

-Cristo… En tu noche de agonía, tú rechazaste el cáliz también. En tu Huerto de los Olivos, derramaste sudor de sangre, lloraste amargamente, y le pediste al Padre que tuviera pie-dad de tu flaqueza. Hoy soy yo quien te pide piedad… piedad o fuerzas para triunfar de mí misma, para ahogar los latidos de mi corazón, para domar mi carne rebelde… ¿No hay piedad, Señor? ¿Ha de ser? ¡Respóndeme en mi corazón! ¡Respóndeme! -Un sollozo atenaza su garganta, impidiéndole seguir el rezo. Pero pronto una sensación de conformidad la invade, y excla-ma-: Hágase tu voluntad. Señor… pero no me abandones en la prueba.

-¡Juan! ¡Mi Juan! ¿Qué hacías aquí?

-Sí; allí está Juan. Es él, y son sus brazos los que la estre-chan y es su boca, de labios ávidos y sensuales, la que besa la suya con ansias de sediento. Lo ha encontrado en lo alto de los acantilados, muy cerca ya de los últimos árboles de su jardín…

-Iba a buscarte. Te previne que lo haría. Jamás amenazo en vano, Aimée, y es bueno que lo sepas. No vas a burlarte de mi. No me interesabas, no quería caer en tus redes… Se bien lo que puede esperarse de las mujeres de tu clase…

-¡Oh, Juan,, mi lobo enamorado!

-¿Enamorado yo?

-¿Cómo se llama, pues, lo que sientes? No te interesaba, pero me buscas a todas horas. No querías acercarte a mí, y ahora te mueres si me retraso en una cita. Si eso no es amor, ¿cómo se llama? |

-No lo sé, ni me importa, ¿sabes? -contesta Juan con ru-deza-. Pero óyeme hasta el final. No quería sentir por ti, pero te propusiste hacerlo y lo lograste. Ahora, entiende que no me manejarás a tu antojo por ello. Cuando venga, tendrás que aguardarme, tendrás que recibirme, tendrás que acudir cuando te llame, te buscaré donde quiera que estés. Eso es lo que iba a hacer ahora.

-¿Sin importarte el perjuicio que con ello me causes?

-Cuídate tú de que no tenga que hacerlo. Yo no te fui a buscar a tu casa… Tú bajaste a mi mar, a mi cueva. Te-di-virtió el salvaje, tuviste la curiosidad de saber cómo era el amor de Juan del Diablo. Pues bien, ya lo sabes. No es algo que pue-das coger o rechazar como te plazca. No seré tu juguete, no seré el muñeco de ninguna mujer. Las mujeres se hicieron para los hombres…

-Yo invierto los términos: opino que los hombres se hicieron para las mujeres -contesta Aimée, sutilmente burlona, y conteniendo .a duras penas su irrefrenable pasión.

-Los hombres como yo mandan siempre, y la mujer que está a su lado, aun cuando fuese una reina, no es más que su mujer. ¿Entiendes?

-Entiendo que eres un tirano, un déspota, un bárbaro, un pirata y, además, un ingrato. Pero me gustas más que nadie. ¡Te quiero!

Juan se ha vuelto a besarla con ansia, haciendo resbalar el fino manto negro con el que Aimée se envuelve de pies a cabeza, y alzándolo con su ancha y dura mano, pregunta:

-¿Qué es esto?

-El disfraz que tuve que ponerme. Había visita en casa… Un invitado a comer que prolongó demasiado la sobremesa. Todavía no acababa de cruzar la puerta, cuando yo corrí para acá. Podían verme de lejos, pero lo negro todo lo tapa, todo lo iguala y todo lo disimula.

-¡Hum…! ¿Quién era tu invitado?

-Cualquiera. Un amigo de mamá y de mi hermana.

-¿Cómo se llama?

-¿Qué más da si no lo conoces? Un antiguo amigo de Mónica, que vino a verla por la tarde y se quedó para la cena. Ella entré en la cocina y, con sus blancas manos de abadesa, preparó un postre delicioso.

-¿Ah, sí? ¿Santa Mónica tiene esas atenciones para alguien?

-¿Santa… ? A propósito, tenemos que arreglar una cuenta. ¿Es posible que te hayas atrevido a hablar con mi hermana?

-¿Te lo contó ella?

-Está indignada con tu grosería, indignada con que yo tra-te a tipos como tú. Tuve que decirle que eras un pescador con el que yo charlaba alguna veces porque me interesaba tu oficio: la forma en que se manejaban el anzuelo y las redes… Hiciste muy mal, Juan. Mi hermana es mala enemiga.

-¿Mala enemiga? ¿Y qué puede hacerme? ¿Tiene influencia allá arriba? ¿Ordenará al mar que se trague mi barco? -se burla Juan, en verdad divertido.

-Eres un monstruo de egoísmo, Juan del Diablo. ¿De veras no te importa nada, nada, lo que pueda sucederme a mí por todo esto?

-A ti es a la que no pareció importarte. Esas cosas se pien-san antes. Aimée. Cuando yo me empeño en entrar a puerto en pleno temporal, sé bien lo que me juego: el barco y la vida… y allá el infierno si los pierdo.

-Contigo no se puede…

-No vas a manejarme. Te lo he dicho mil veces… Bueno, ya me voy. Zarpo al amanecer, y me quedan muchas cosas qué hacer todavía.

-¿Y estás seguro de no volver en cinco semanas? Eso es mucho tiempo…

-Yo también te echaré; de menos, Aimée -afirma Juan con sinceridad.

-Pero no querrás sufrir, te empeñarás en olvidarme, y me olvidarás en los brazos de otras mujeres. Lo sé perfectamente. ¡Para ti hay amores en todos los puertos!

-¿Y a quién le faltan? Pero no te preocupes… Volveré. pronto y te traeré un regalo… un regalo digno de ti… como para una reina.

La ha besado con un beso de fuego, beso largo con el que parece sorberle la voluntad y la vida. Luego la aparta de si, con suavidad…

Ahora es ella quien se prende a su cuello, ella la que le besa apasionada, loca, ciega, como si al arrojarse en brazos de aquel hombre se hundiera en un abismo y nada le importara sino el goce supremo en que se funden la vida y la muerte

-Me hallarás cuando vuelvas, Juan. Te lo juro… Pase lo que pase, estaré aquí, te esperaré. Me encontrarás igual que ahora… Me encontrarás así siempre que me busques, aun cuan-do tenga que hundirse el mundo entero para eso…

-Anúncieme al señor Pedro Noel. Es tarde, pero tengo la esperanza de que me reciba. Dígale que Renato D'Autremont tiene absoluta necesidad de verle.

En el vestíbulo de la modestísima casita del que fuera no-tario de su padre, Renato da su tarjeta a un .sirviente y queda pensativo, esperando. A pesar suyo, hay una imagen que le acompaña. Sin proponérselo, una y otra vez cruza por su ima-ginación aquella sombra que envuelta en el negro manto de las novicias del Verbo Encarnado, viera cruzar el jardín para ocul-tarse entre los árboles. Ni un instante ha pensado que aquella mujer pueda ser otra que Mónica; pero, ¿a qué podía ir ya de noche a aquel rincón del jardín, y por qué aquella forma furtiva, aquel paso apresurado, aquel correr cuando él apenas cruzaba la calle, como si hubiera esperado su marcha, impacien-te para correr allá?

-¡Renato! ¿Pero es usted realmente? -exclama Pedro Noel acercándose con alegría conmovida-. Renato D'Autremont, me da usted la sorpresa y la alegría más grande que he tenido en muchos años.

-Perdóneme lo intempestivo de la hora. Ya veo que…

-Sí… iba a acostarme; pero, en bata y todo, bajé corrien-do. Déme usted un abrazo, hijo mío. ¡Qué alegría verle! ¡Qué maravillosamente se ha transformado! Es usted un real mozo, caramba. Bastante parecido a su señora madre, pero con todo el aire, con toda la magnífica estampa de los D'Autremont. Dicho-so el que no desmiente la casta… Pero siéntese… siéntese. Tomaremos algo. ¿Qué le apetece? ¿Ginebra? ¿Coñac?

-Nada… nada, amigo mío. Vine sólo a charlar un rato.

-Pues esa charla hay que celebrarla, y también su regreso a la Martinica. Hace ya varios días, ¿verdad?

-Casi un par de semanas…

-Le agradezco que haya venido tan pronto a verme, y ya sé lo que vamos a tomar. -Pedro Noel se ha levantado y, ale-jándose un poco, alza la voz para llamar-: ¡Serapio… Sera-pio! Prepara dos ron-ponches con todas las de la ley. -Luego, regresando donde se encuentra Renato, exclama-: No va usted a desairarme la bebida nacional, ¿verdad?

-De ninguna manera…

-Renato, el pequeño Renato que regresa hecho todo un señor ingeniero. ¡Pero qué bien está usted, Renato! A mí me encontrará viejo, acabado… Y además, pobre. Casi, casi pobre de solemnidad. Mi carrera es como la política: medran poco en ella los hombres honrados, y yo no he podido curarme de esa enfermedad hereditaria. Honrado fue mi abuelo, honrado fue' mi padre, y si yo hubiera tenido un hijo, estoy seguro de que sería más estricto y más pobre que yo, lo cual es casi, casi, im-posible -ríe jovialmente.

-Si su mal no es más que ése, pronto vamos a remediarlo. Tengo mucho trabajo para usted -ofrece Renato, afectuoso y magnánimo.

-¿Qué? ¿Cómo? Espero que no ande usted envuelto en un enredo de papeles -se alarma el buen Noel.

-No ando envuelto en nada, pero creo que hay muchas cosas que arreglar y que usted puede ayudarme.

-Para eso, cuente conmigo siempre y a cualquier hora.

-Acaba de demostrármelo y, además, ya me lo decía el co-razón. Por algo llamé con tanta confianza a las puertas de su casa. No sé por qué tenía la seguridad de que habría de reci-birme a cualquier hora, y abusé de su bondad. La verdad es que apenas he estado en Saint-Pierre. He pasado estos días en Campo Real al lado de mi madre.

-Y a propósito, ¿cómo está la señora D'Autremont? -se interesa, siempre atento, el viejo notario.

-Con sus eternos achaques, pero mejor que nunca, me parece.

-¿Sabe ella que usted venía a visitarme? -pregunta Noel con manifiesta vacilación.

-Bueno… no exactamente…

-¿Pero ha dado su aprobación? Quiero decir… ¿está con-forme con esa ayuda que, según usted, tengo que prestarle?

-Lo estará cuando lo sepa, naturalmente. Apenas he tenido tiempo de hablar con ella de dos o tres asuntos, y son tantos los que hemos de tratar…

El notario Noel ha mirado hacia otra parte, mientras su único sirviente pone entre ambos los dos vasos de ron-ponche en una bandeja de estaño. Es la bebida típica de las pequeñas Antillas Francesas, dulce y aromática como la tierra que la brinda. Como siete anillos de colores, las siete rayas de los siete distintos licores que se ponen en ella sin mezclarlos: el verde esmeralda de la menta, el goloso marrón de la crema de cacao, el rojo rubí del curazao, el amarillo topacio del chartreuse, el blanco transparente del anís, el ópalo claro del benedictino y el dorado del ron perfumado y cálido. Salvando con un gesto su turbación, el anciano levanta su vaso:

-Por usted, amigo mío. Por usted y por su feliz regreso a estos lares.

-Por usted, y por nuestra Martinica, Noel.

-¿Nuestra? Suya, hijo mío, suya -comenta Noel en tono jovial-. Creo que, .por lo menos, en la mitad de su extensión territorial, y acaso me quedo corto. Mas no vale enorgullecerse ni ruborizarse. Hasta ahora no tiene usted el mérito de lo bue-no ni la culpa de lo malo.

-Pero acepto ambas cosas, como acepto mi apellido.

-Así se habla. Me gusta su firmeza. Sí he de serle franco, me causa usted una sorpresa gratísima con ser como es: D'Autremont… D'Autremont de pies a cabeza… y acaso el mejor de los D'Autremont.

-Humildemente, sin jactancia, aspiro a merecer esas pala-bras. Pero antes de entrar en materia más complicada, necesito de sus labios una información clara, fidedigna, imparcial. Ten-go entendido que, por fortuna, no es difícil. Se trata de Juan… Juan del Diablo. Creo que siguen llamándole así, y ahora con verdadera razón.

-Sí, Renato. Por desgracia, nuestro Juan del Diablo le ha hecho honor a su mote, que hoy es tristemente célebre en los barrios bajos de la ciudad. No sé si sabrá que desapareció en los mismos días en que a usted le embarcaban para Francia, y que todas mis investigaciones fueron en vano. Durante un buen tiem-po no se supo nada de él. Luego, tuve yo que ausentarme… Asuntos de trabajo y de familia me llevaron a la Guayana, don-de permanecí varios años. Cuando regresé, ya corría el rumor… Surgieron varios pequeños escándalos… Entonces, le busqué fui a verle…

-¿Y qué? -quiere saber Renato, vivamente impresionado.

-No había absolutamente nada qué hacer. Juan no quiso verme ni escucharme. Nada me debía, es cierto; ni siquiera con-sideración. En realidad, nadie hizo nunca nada por él, cuando él podía necesitar de alguien. Hoy es dueño de su vida, rudo y salvaje como un pirata de los siglos pasados. Tiene un barquichuelo siniestro, una especie de balandro artillado, por no sé qué concesión extraña que consiguió del Gobernador de Guada-lupe, con el que toma parte en cuanto negocio turbio, en cuanto enredo de contrabando o de clandestinaje se le viene a las ma-nos. .. Por temporadas es como un terremoto el tal Juan. No hay riña de taberna, no hay pelea ni extorsión, ni dolo ni escán-dalo, en Saint-Pierre, en el que no ande más o menos enredado, pero con una suerte o una habilidad tan endiabladas, que toda-vía no ha podido nadie ponerle frente a un tribunal.

-Increíble -murmura Renato, pensativo-. Juan… Juan .. .Y pensar que mi pobre padre…

Se ha puesto de pie sin terminar la frase y da unos pasos por la vetusta estancia, fruncido el ceño, el gesto terco y pre-ocupado. .. Pedro Noel se acerca, apoyando la mano en su bra-zo, y trata de aconsejarle:

-En este mundo hay cosas que no tienen remedio, y ésa es una de ellas. Si quiere oír mi consejo, olvídese de Juan, Re-nato. Olvídese de Juan…

-¿De dónde vienes? ,

-¿Eh? ¿Qué?

Sorprendida, temblando. Aimée se ha erguido y da un paso atrás ante la misma puerta de la alcoba de su hermana, a don-de silenciosamente llegara para dejar caer sobre una silla aquel manto negro en el que se envolviera dos horas antes. Le ha sor-prendido el brusco alzarse de la cabeza de Mónica; le sorprende también la mano crispada de su hermana sujetando su brazo, pero es demasiado astuta, demasiado mundana para dejar ver esa sorpresa… y sonríe, sonríe logrando dar a su voz el tono frívolo de las palabras sin importancia:

-¿Te asusté? Pense que dormías…

-Tú eres la que te has asustado.

-¿Yo? ¿Por qué? Qué tontería… entré a…

-A dejar aquí mi manto, ya lo estoy viendo. Por eso te pregunto de dónde vienes… para qué lo tomaste. ¿Quieres responderme?

-Naturalmente. No hay por qué adoptar ese tono dramáti-co. Vengo, Sencillamente, del jardín, de tomar un poco el ai-re… Llevaba horas ahogándome… Detesto las visitas de cum-plido, bajo la lámpara de la sala, con los ojos de mamá y los tuyos clavados encima como si quisieran fulminarme en cuanto le sonrio a Renato.

-Nadie te ha reprochado jamás sonreirle a Renato -repli-ca Mónica con firmeza agresiva.

-Como quieras; no voy a discutir. Es muy tarde y más vale que las dos tratemos de dormir. Aquí tienes tu manto, y perdó-name por haberlo tomado sin tu permiso.

-¿Para qué lo tomaste? Como estabas ahogándote de ca-lor. ..

-Bueno, hija, dispénsame -se disculpa Aimée de mal ta-lante-. No me tomaré la libertad de usar para nada tus trapos. No volveré a hacerlo más. ¿Estás conforme? Pues en paz, y bue-nas noches. A otras las suaviza el convento; pero a ti te ha vuelto insoportable. Más aún que antes, que ya era bastante…

-¡Aiméel -protesta Mónica con un reproche en la voz.

-Buenas noches, hermana -saluda Aimée, alejándose-. Tranquilízate y duérmete. No tengo ganas de discutir más…

Mónica ha quedado inmóvil, con el negro manto entre las manos, mirando inquieta y desconfiada hacia el lugar que a través de la puerta siguiera su hermana. Tras las horas de ora-ción y de lágrimas se siente más tranquila, pero sus dedos pal-pan el arrugado manto. Está -frío y húmedo, tiene el áspero aro-ma de la playa, huele a salitre, a yodo, al perfume salvaje ^e las algas, y, sin saber, por qué, piensa en el rostro varonil que viera asomarse tras los hierros de la ventana, en aquella frente altanera, en aquellos ojos audaces, en aquella boca sensual, y murmura:

-Ese hombre… Ese hombre horrible… ¿Para qué vino ese hombre a esta casa? ¿Para qué buscaba a mi hermana? ¿Pa-ra qué. Dios Santo?

14

LAS RÁFAGAS VIOLENTAS que empuja el viento desde el mar, hacen girar la lámpara de petróleo que esparce, como en un aleteo, su luz amarillenta y trémula sobre las cabezas de los jugadores reunidos en una taberna del puerto de Saint-Pierre.

-¡Da cartas! Voy con todo lo que tengo para ver la dama de diamantes. ¿Por qué no acabas de echarlas? -apremia Juan al rudo hombrón que se encuentra sentado frente a él.

-Aguarda… Aguarda, porque mi resto no es igual al tuyo. Tienes que completar -observa el jugador contrario.

-Retira lo que sobra. No tengo más.

-Primera vez que te oigo decir eso, Juan del Diablo. ¿No tienes más ni de dónde sacarlo?

-¡Voto a Satanás! ¡Te apuesto el Luzbel contra tu barca! Los vivos rostros de los contertulios se han inclinado más sobre la mesa mugrienta, de mal unidas tablas, y los recios pu-ños se cierran en ademán violento. Están en la última mesa de la peor taberna del puerto, nido de tahúres y de mujerzuelas, de contrabandistas y de borrachos… Alrededor de la mesa, don-de dos blancos se lo juegan todo, hay rostros de color de betún y de color de ámbar, cabezas lanudas de africanos y mechones lacios que caen sobre las trentes bronceadas de los hindúes… Negros, chinos, indios, mulatos… Es el fermento de Saint-Pierre, la espuma amarga y venenosa que va quedando como residuo de todas las impurezas, de todos los vicios, de todas las mise-rias, de todas las degeneraciones humanas.

-¿Aceptas o no aceptas? -insiste Juan.

-Mi resto vale más que el tuyo -responde con terquedad su rival.

-Por eso té nivelo la apuesta. Mi Luzbel vale más que tu barca desvencijada. Pero no me importa, la acepto. ¡Echa las cartas! ¿O es que tienes miedo después de desafiarme?

-Los barcos no pueden jugarse así… Hay que traer pa-peles …

-¡Al infierno los papeles! Hay diez testigos… ¡Mi balan-dra Luzbel contra tu barcal

El círculo se ha estrechado más. Ya los mirones están casi encima de aquellos dos hombres dispuestos a jugárselo todo a la mugrienta carta que salga. Nadie ha reparado en la fina fi-gura de un caballero que, tras observar de lejos la escena, se acerca muy despacio. Es joven, aun está a un lustro de los trein-ta años, y lo parece mucho más por su rostro lampiño, por sus cabellos rubios y lacios, por sus ojos claros, vivos e inteligentes como los de un muchacho precoz. Un viejo marinero que le acompaña le ha señalado a Juan, y a él se acerca para quedar mirándole con expresión indefinible…

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