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Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo (página 7)



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-¿Para qué quieres que te mate? ¿No amas a tu esposo, al noble caballero D'Autremont? ¿No eres feliz siendo dueña de Campo Real? ¿No eres dichosa con tus trapos de seda y la ba-sura de tus collares y tus alhajas?

-Tú sabes bien lo que me hace feliz, y no es nada de eso, Juan, tú lo sabes…

-Yo no sé nada. ¿Qué puedo yo saber de la señora D'Autremont, la esposa de mi mejor amigo? La esposa de Renato D'Autremont, tan generoso y tan solícito para mí como si tu-viéramos la misma sangre, tan preocupado de mi porvenir, que no quiere dejarme seguir en el mar; tan atento a mi bienestar, que quiere velar por él personalmente; tan seguro y confiado, que* me ofrece un puesto en el que me seria muy fácil arruinarlo y, además, deshonrarlo.

-¿Pero estás loco?

-Lo está él, en todo caso. Aunque mis palabras te suenen a sarcasmo, son la pura y estricta verdad. Gracioso, ¿no? Ex-traordinariamente gracioso… Pero no hay razón para que te muestres desesperada. Al contrario… Eres una mujer de suer-te, Aimée, de suerte extraordinaria. ¿Qué más quieres?

-Quisiera saber si eres sincero; quisiera saber por qué ha-blas como hablas. Y además, ¿para qué has venido? ¿Qué. te propones? ¿Qué vas a hacer al fin?

-Para lo que he venido, ya lo dije antes: para matarte. Pero alguien me detuvo en el primer impulso…

-Mónica. .. ¡Esa fue Mónica!

-Puede que fuese ella. Le debes la vida. Ya tienes algo que agradecerle. Pero también puedo pensar que fue Renato. Es difícil dar de puñaladas a un niño que sonríe y que nos llama "el mejor amigo de su infancia". Y decirle a Renato quién eres, es peor que apuñalearle. Porque no sólo cree en mí ese… ben-dito de Dios. También cree en tí. ¿Has visto nada con más gra-cia? Cree en ti, Aimée, te considera la mujer más pura, más noble, más leal. Te ama como al sol que llegara a su vida, ilu-minándola y purificándola. -Y enfureciéndose lentamente mien-tras habla, escupe el insulto-: ¡A ti… a ti, carroña, basura, mujerzuela hipócrita y despreciable, más y más perdida que la última ramera! Pero tranquilízate, él no lo sabe y tú eres la señora D'Autremont, ama y reina de Campo Real -termina en son de burla.

-¡Oh, basta! ¡Mátame si crees que te he engañado, si defraudé tu amor y destrocé tu corazón; pero no me insultes, porque no voy a tolerarlo!

-¿No? ¿Cómo vas a hacer para no tolerarlo?

-¡Soy capaz de gritar, de ser yo la que lo diga todo!

-¿De veras?… Hazlo… Será maravilloso… Dile la ver-dad. a Renato. Dile, además, que te he tratado como a lo que eres. Llámale para que me. pida cuentas de mi ofensa. Vuélvelo contra mí, que eso es lo que estoy deseando: que venga como hombre ofendido y que me injurie, que me ataque. Entonces sí será fácil destrozarlo con estas manos. Entonces sí que la par-tida estará igualada. ¡Hazlo, Aimée, hazlo! ¡Grita, llámalo!

-Demasiado sabes que no voy a hacerlo, y de eso te apro-vechas para tratarme como me tratas -protesta Aimée brotán-dole la ira por todos los poros de su ser-. Sabes que estoy perdida, sin defensa. ¡Eres un cobarde!

-Sí… soy un cobarde, porque no debí haber escuchado una palabra de nadie, porque debería haber matado a cuantos me cerraron el paso, llegar hasta tí como me había propuesto y apretar tu cuello con estas manos… -Juan ve el temor re-flejado en el pálido rostro de Aimée y, despectivo e irónico a la vez, la tranquiliza-: No, no te asustes, no grites. Tú si que eres cobarde… cobarde y baja… Porque eres embustera, hi-pócrita; porque' te arrastras, te arrastras mordiendo por la es-palda, infiltrando tu veneno por la sangre…

-Juan… Juan… -suplica Aimée, adolorida-. Sé que me odias, tienes que odiarme. Sé que me desprecias, tienes que des-preciarme. Pero en el fondo de tu corazón me amas, tienes que amarme, porque el amor no se arranca de golpe…

-El tuyo está arrancado, |y hasta la última raíz está fuera!

-No lo creas, Juan. Sólo estás luchando con él, como yo he luchado durante horas y días, y a cada tirón por arrancarlo te sangra el corazón, como a mí me ha sangrado, como aún me sangra y duele hasta enloquecerme. Porque yo te quiero, Juan, es a tí a quien sigo amando. Nada ni nadie me hará cambiar.

Se ha hundido en la penumbra, ha resbalado a lo largo de la columna en que busca apoyó, y ahora llora en silencio, cu-bierto el rostro con las manos, mientras Juan la mira llorar, rota la voluntad en la lucha titánica de aquella nueva turba de sentimientos y de ideas que han brotado en su alma, vaci-lando como entre dos abismos, y reprocha:

-Basta de mentiras, de embustes, de farsas… Si me hu-bieras amado, si me hubieras querido sólo un poco,- sólo la mi-tad de lo que me jurabas…

-¡Te quería y te quiero!

-¡No mientas más! Ahí están los hechos, tus hechos, dema-siado profundos, demasiado claros: ¡Te casaste con otro!

-Con otro a quien no amo. ¡Te lo juro! No lo quiero, no lo quise nunca. Lo detesto, me fastidia. Las circunstancias me empujaron. Yo no sabía que tú ibas a volver… Alguien me dijo que no ibas a volver más.

-¿Quién fue ese alguien?

-Pedro Noel, el notario. Indaga, pregunta… Me dijo que tenías líos con la justicia, que Ía policía te buscaba, que no podrías volver más a la Martinica, y yo pensé que tus pala-bras habían sido falsas, que mentías a sabiendas cuando te ale-jaste prometiendo volver. Pensé que te habías burlado de mi amor…

-¿Y por qué no esperaste un poco más?

-Me cegó el despecho; Renato me apremiaba…

-Naturalmente… apremiaba… Y como tu estabas jugan-do con dos barajas… No, a mi no me engañas. Sé quién eres, sé cómo eres.. . Yo no soy Renato, bueno y candido. Sé toda la maldad, todo el egoísmo, todo la crueldad fría e hipócrita que tienes en el alma.

-¡Pero me quisiste sabiendo eso!

-Sí, te quise como puede quererse lo que más nos daña, la droga que envenena, el vicio que arrastra, el peligro en el que podemos perecer a cada instante… Así te quise, y por tí pensé lo que nunca había pensado: ser otro hombre, cambiar de vida, colmar tu ambición y tu vanidad, humillar lo único que tenía en el mundo: mi orgullo de pirata… Volverme como los de-más, sólo para satisfacerte, para quererte a la luz del día, para saberte mía, mía solo, aunque el Luzbel se hundiera en otras manos, aunque no pudiera seguir llamándome Juan del Diablo, aunque todo lo mío se hiciera polvo, para hacer de ese polvo una alfombra de flores por donde tú pisaras. Así te quise… ¡Pero todo acabó, todo ha terminado! ¿Quisiste ser la señora D'Autremont? Pues a serlo. ¡A serlo de verdad!

-¡No! ¡No! ¡Me mataré si me dejas! ¡Te juro que me ma-taré si me dejas!

-¿Tú matarte? ¡Bah! -rechaza Juan en tono despectivo-. Si no te dejo, será para volverte loca, para atormentarte, para torturarte, para hacer de tu vida un infierno.

– -¡No me dejes, Juan!

-Mi ama… mi ama… Viene gente… ¡Cuidado! -avisa Ana acercándose apresurada-. Viene gente por ese lado… y creo que es el señor Renato…

-¡Aimée! -llama Mónica aproximándose al grupo. Aimée ha ^retrocedido, hundiéndose en las sombras; Juan permanece inmóvil;-Mónica ha dado un paso acercándose más a él, al tiempo que llega lentamente Renato, con una disculpa en los labios:

-Perdónenme si interrumpo una conversación interesante. Oí la voz de Juan, y como se había despedido para irse a acos-tar hace más de una hora…

-Sí… pero tuve calor. No sirvo para dormir encerrado.

-Mónica ha respirado un poco más tranquila. Por un instante aguardó tensa trémula de angustia, la respuesta que pudiese dar Juan. Ahora le sorprende su cambio repentino, la fría se-renidad con que ha contestado a Renato, la leve y amarga sonrisilla que asoma a sus labios, al proseguir-: Piensa que he pasado más noches de mi vida al raso que bajo techo.

-Me hago cargo. Las noches en el mar han de ser de-liciosas.

-Sí… Sobre todo cuando se es grumete o marinero de tercera clase, y lo despiertan a uno a puntapiés para hacer la guardia… -observa Juan con ironía.

-No quise aludir a esos recuerdos tan poco agradables -rehuye Renato jovialmente-; pero, siendo como eres patrón y propietario de tu barco, estoy seguro que las noches a bordo tienen para ti muchos encantos, tantos que casi, casi empiezo a darte la razón.

-¿La razón en qué?

-En algo de que antes hablaba con Mónica. -Y volvién-dose de pronto a la aludida, le recuerda-: También tú te des-pediste para acostarte, Mónica. Me dijiste que estabas rendida, lo cual me pareció muy lógico, y renunciaste a esperar la llega-da de Noel…

-¿Viene Noel? -pregunta Juan, extrañado.

-Le estoy esperando. Tuve un aviso que el coche que le traía había sufrido un accidente en el camino, pero ya no debe tardar. Una visita por sorpresa, como la tuya. Me seguiré con lo que estaba diciéndote: pienso que acaso hago mal en empe-ñarme tanto en que cambies de vida…

-No creo que hagas mal. Es una solicitud que te agradezco. Además, me dijiste que me necesitabas…'

-En efecto, es lo que dije.

-Pues no creo que deba negarte esa problemática ayuda, cuando tan desinteresadamente has tratado de servirme siem-pre que lo he necesitado. '

-Pero, Juan, lo que quiere decir Renato… -interviene Mónica, nerviosa.

-Déjale que termine, Mónica -la interrumpe Renato- Por favor… Habla, Juan…

-Termino en seguida. Iba a decirte que acepto el cargo que me ofreces… ¡Que me quedo en Campo Real!

Como si repentinamente hubiese tomado una nueva reso-lución, ha hablado Juan mirando con fijeza a Renato, un ex-traño matiz de desafío en el tono de sus palabras… Luego se vuelve lentamente hacia el oscuro rincón por donde Aimée des-apareciera, con la esperanza de que ella esté muy cerca, de que haya escuchado sus palabras, de que recoja, valorando en cuanto significa, aquella determinación con que responde al reto, que ella le lanzara. Habría dado sangre de sus venas por poder mi-rarla a la cara en ese instante, para adivinar en sus ojos si había en ella placer o espanto, pero no atisba más que sombras espesas, y al volverse de nuevo ve otro rostro de mujer, pálido y helado como de mármol, dos manos blancas que se aprietan crispándose; una figura grácil que un instante se estremeció de angustia: Mónica de Molnar. Y aquella leve y burlona sonrisa que es siempre para él un arma contra ella, despunta en sus la-bios, al decir:

-¿Te ha dejado pensativo mi resolución, Renato?

-No, Juan -niega Renato con nobleza-. Al contrario; es algo que deseo desde hace mucho tiempo y déjame decirte las palabras que por los especiales incidentes de tu llegada todavía no te he dicho, pero que me salen del corazón: Bienvenido a Campo Real, Juan. Bienvenido a la que siempre debió ser tu casa, y lo es desde este instante.

-Gracias, Renato… -se conmueve Juan a pesar suyo.

-Espero que sea yo el que tenga que darte las gracias muy pronto, cuando hayamos logrado lo que deseo. Pero ha llega-do un coche… Sí, ha llegado un coche al frente de la casa… Seguramente es el bueno de Noel… Vamos allá… -invita Renato alejándose.

Juan no ha seguido a Renato. Ha quedado inmóvil bajo la mirada interrogadora y ardiente de Mónica, clavada en él como una amenaza, que se expresa al decir estupefacta:

-¿Debo suponer que está usted loco?

-¿Yo? ¿Por qué, Mónica?

-¿Piensa de veras quedarse en Campo Real?

-¿Y por qué no debo quedarme? Por lo visto, es el más ardiente deseo de los dueños de esta casa. Ya oyó usted a Renato, y supongo que también a la nueva señora D'Autremont, puesto que, seguramente, estaba usted escondida escuchando. , -¡No tengo semejantes costumbres!

-Pues aun contra su costumbre, parece que, al menos por esta vez, lo ha hecho. De otro modo no se comprende que sa-liera en un momento tan oportuno, a .tiempo de cubrir la re-tirada de su hermana. ¿Estaba usted de acuerdo con ella?

-¿Quiere callarse? -ordena Mónica impulsada por la ira.

-No se enfurezca; ya veo que no… Debo suponer, enton-ces, que llegó por casualidad. Pero aun por casualidad, pudo oírla. Yo había decidido alejarme…

-¡Tiene que alejarse, Juan! ¡Usted no puede seguir aquí! ¿Qué se propone? ¿A dónde quiere usted llegar?

-Por el momento, solo hasta ese coche. Santa Mónica -con-testa Juan burlonamente-. Voy a evitar que el viejo Noel co-meta una indiscreción enterando al buen Renato de lo que más vale que ignore: que se ha casado con la amante de Juan del Diablo.

-¡Qué vil y qué despreciable me parece usted en este mo-mento! -salta Mónica en voz baja, pero trémula de indignación.

-¿Yo…? -Juan se contiene haciendo un esfuerzo y con amargo cinismo explica-: Eso no es nada nuevo. Son los sen-timientos que suelo inspirar a las personas como usted: puras e impecables… Pero no se preocupe, que ya empiezo a saber cubrir las apariencias y, por lo visto, la apariencia es lo único que vale en el mundo de las gentes respetables. A sus pies, fu-tura abadesa…

-¡Estúpido, payaso!

-Ese sí es un insulto nuevo… Payaso… Hasta ahora na-die me lo había llamado. ¿Payaso? Puede ser. Pero el que pre-tenda reir a costa de este payaso, pagará la función en moneda de sangre. Dígaselo a su hermana, a la joven señora D'Autremont. Prevéngala de que la entrada para el circo de Juan del Diablo cuesta muy cara. ¡Demasiado cara!

23

-COLIBRÍ, ¿VIENES CONMIGO a dar un paseo?

-Al fin del mundo voy detrás de usted, patrón. Saltando sobre una y otra' pierna, hacia delante y hada atrás, con aquella agilidad que le ha valido el mote que ostenta, sale Colibrí tras de Juan rumbo a las amplias cuadras que ocu-pan el fondo de la casa. Son las seis de una espléndida mañana, el aire transparente, el cielo azul muy claro y los primeros rayos del sol asoman dorando las cumbres,'limpias por excepción, de aquellas tres montañas que se alzan como gigantes petrificados sobre la fértil tierra martiniqueña: Mont Pelee y los picos de Cabet.

-¿Hasta dónde vamos, mi amo?

-Por lo pronto, a buscar un caballo.

-A mí no me gustan los caballos, mi amo. Ni los caballos, ni los burros, ni los coches, ni las montañas… Me gusta' el mar. ¿Cuándo vamos para el mar, patrón?

-No lo sé. Colibrí. Tal vez mañana mismo, acaso nunca más…

-Qué raro se ha vuelto usted, patrón. Antes lo sabía todo, hasta lo que iba a pasar dentro de un año… y ahora no sabe ni lo que usted mismo va a hacer mañana.

-¿Te extraña? Algún día sabrás que así marcha un barco, cuando es una mujer la que toma el timón de nuestra vida, Colibrí.

-Pero usted dijo antes que no había más ama nueva…

-No… no hay más ama nueva. Pero cuando una pasión nos hace su esclavo, el ama es la desesperación, y el rumbo, la ruta de la desgracia… ¡Mira.-.!

Se ha detenido sujetando al muchacho. Ya están muy cerca de la entrada de las caballerizas y no se ve por ahí ningún sir-viente. Pero alguien saca un caballo del pesebre. Unas manos blancas buscan al azar una montura, se' extienden hasta alcan-zar uno de los frenos colgados de la via central de la cuadra… Una mujer se dispone a ensillar por sí misma un caballo, y ha-cia ella va Juan con rápido paso, ofreciéndose:

-¿Puedo ayudarla en algo?

-¡Oh… Usted… ¡ -se sorprende Mónica.

-¿No hay un criado que pueda hacer esto en su lugar?

-Sin duda, pero es muy temprano y prefiero no molestar a nadie ¿Quiere seguir su camino y dejarme en paz?

-Mi camino es éste. Santa Mónica. Me acerqué para en-sillar un caballo en el que dar un paseo. Me es igual ensillar dos o, mejor aún, enganchar mi cochecito y llevarla, ya que parece gustar, como yo, de los aires matinales. ¿A dónde es el paseo? Colibrí, ayúdame un poco… Vamos a enganchar el coche…

-Sí, patrón,.. Volando… -aprueba el. muchachuelo ale-gremente.

-Ya le he dicho que no quiero que nadie se moleste por mí.

-No es molestia; al contrario. ¿No ha visto la alegría de ese monigote? Le tiene horror a los caballos… le encanta la idea de que vayamos a pasear en coche. Daremos un paseo al llevarla a usted a donde vaya. No creo tener nada que hacer en todo el día.

-Usted sólo tiene que hacer una cosa, Juan: marcharse… Irse pronto… ¡Irse para siempre!

-¡Caramba! ¿No sabe usted decirme otra cosa? Resulta mo-nótono escucharla. Cuando no aconseja u ordena, insulta. Re-sulta usted terrible, señorita Molnar -comenta Juan en tono de guasa.

-¿Cómo'puede bromear? ¿Es que no se da cuenta de" la situación en que nos coloca a todos su presencia aquí? ¿Por qué se empeña en quedarse? ¿Qué espera? ¿Qué aguarda?

-¿Alguna vez se le ha ocurrido a usted preguntarse qué espera, qué aguarda el náufrago que en medio del mar se ate-rra a un resto de lo que fue su nave, mientras el sol abrasador le tortura hasta enloquecerle, mientras la sed le afiebra y le ex-tenúa el hambre, mientras a su alrededor ve asomarse a las feroces bestias del mar? ¿Se ha preguntado usted qué aguarda, cuando con sus ojos casi ciegos recorre el horizonte por donde no se asoma la esperanza de un barco? ¿Por qué sigue aferrado al madero con los dedos heridos, crispados? ¿Por qué sigue tra-gando el agua amarga que le cae en los labios, en lugar de sol-tarse y acabar de una vez? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué?

-Bueno… -reflexiona Mónica, dubitativa-. Eso es distin-to. Será por instinto de conservación, por deber y derecho hu-mano de defender su vida… ¡E1 espera un milagro que lo salve! Pero usted…

-Yo estoy como ese náufrago. Santa Mónica, y no creo en los milagros…

-¿Y no cree tampoco en la bondad-humana, Juan:.. de : Dios?. :

:.-No, no creo en ella. Aunque me dé usted ese ridículo hombre que-no tengo por qué llevar. Supongo que se burla de mí con el mismo derecho que yo de su presunta santidad.

-Yo no me burlo de nadie, Juan. Primero le creí a usted una fiera, un bárbaro… No voy -a negárselo. Después, al sa-berle hombre, al sentirle humano, al ver que a pesar suyo no es Indiferente a la amistad de Renato y no fue del todo sordo a mis súplicas, tengo que decirle: ¿Para qué prolongar esta si-tuación horrible? Acepte su fracaso y vayase.

-Yo no he fracasado. Aimée me quiere. A su modo, pero me quiere. Sin santidad, sin dignidad, .si me deja que le hable claro. Me quiere y me prefiere, como tantas veces me prefirie-ron las mujerzuelas de las tabernas del puerto. Creo que es ca-paz de venir conmigo a donde yo quiera llevarla.

-¿Pero está loco? ¿Están locos los dos? ¿Cómo puede estar pensando en una cosa semejante? ¿Quiere… pretende… es-pera…? –

-Me ha pedido que no la abandone; me lo ha suplicado llorando. Cuando usted llegó anoche tan oportunamente a ocu-par su lugar, eso era lo que ella. me pedía, y mi respuesta fue aceptar el cargo que me ofrecía Renato.

-¡No! ¡No es posible! ¡No puede llegar a ese extremo la maldad humana!

-La maldad humana es capaz de llegar infinitamente más lejos de cuanto usted pueda imaginar- asegura Juan con gesto adusto y voz enronquecida.

-¡No! ¡No! ¡Tendrían que ser dos monstruos! ¡No pue-den destrozar así el honor y la vida de Renato! ¡No pueden he-rirle de esa manera, porque hay un Dios en los cielos y ese Dios enviaría sobre, ustedes sus rayos… ¡

-No diga tonterías. Santa Mónica -ríe Juan amargamen-te. Y volviéndose hacia donde se encuentra el muchacho negro, lo llama-: ¡Colibrí! ¡Ven acá! Acércate… Quítate la camisa..

-¿Cómo? ¿Qué? -se extraña Mónica.

-Esta señorita quiere ver tu espalda. Colibrí. Quiere ver las huellas de tus golpes y de tus quemaduras. Quiere enterar-se, porque no lo sabe y va a palparlo en este momento, hasta qué extremos pueden llegar la maldad y la crueldad humanas. Quiero que le cuentes lo que ha sido tu vida, lo que han hecho contigo aquéllos con quienes estabas antes. Y quiero que usted escuche esos relatos, señorita Molnar, y que después me diga dónde estaba Dios cuando las bestias con figura humana, que fueron sus amos, lo maltrataban de esta manera. ¡Quiero que me diga usted dónde estaba Dios, señorita Molnar, y por qué no envió entonces uno de sus rayos!

Brusco, violento, relampagueante la mirada, Juan del Dia-blo ha despojado a Colibrí de su camisa de hilo blanco, des-nudando el pequeño cuerpo, alzándolo en sus brazos para que ella pueda verlo más de cerca, mirando con ansia el bello ros-tro de mujer, que ya no expresa indignación ni cólera, sino es-panto, dolor y piedad, cuando balbucea:

-No… no es posible… Este niño… esta pobre cria-tura … '

-Véalo, pálpelo, escúchelo hablar. El le dirá lo que puede sufrir una criatura humana sin que se conmuevan los cielos. Mire estos hombros destrozados por las cargas de leña, superio-res a sus fuerzas de niño; estos pobres huesos deformados por el hambre y los malos tratos. Vea las cicatrices de las quemadu-ras, de los latigazos… Para los hombres que lo explotaban era menos que una bestia, menos que un perro cubierto de carroña: era un niño negro, huérfano, abandonado, sin una ley capaz de protegerlo, sin una mano que se -alzara para detener la de sus verdugos…

-¿Pero dónde? ¿Dónde halló usted a esta criatura?

-¿Dónde? ¡Qué más da! ¿Acaso no hay millares como él? ¿Acaso estas'horrendas cosas no pasan en todos los rincones de la tierra? ¿Acaso cada día no se cometen atrocidades semejantes bajo todos los cielos? Sí… la crueldad humana es infinita y Dios no envía sus rayos… Siguen triunfando los malvados, si-guen los fuertes pisoteando a los débiles. Y cuando una de es-tas criaturas, tratadas peor que una sabandija, logra sobrevivir y se alza llena de todo el rencor del mundo, saturada de toda la crueldad que contra ella usaron, cuando un niño así llega a hombre, ¿cómo puede pedirle a nadie que se sacrifique por los que siempre fueron dichosos? ¿Cómo puede esperar nadie de él más que odio y crueldad?

-Pero usted… usted…

-Sí… Yo soy ése… Me enseñaron a odiar, a herir antes de que me hiriesen, a matar para que no me mataran, y si no hubiera logrado aprender esa lección, que tan duramente me enseñaron, no estaría vivo frente a usted, señorita Molnar. No espere de mí nada; no espere conmoverme jamás con súplicas y lágrimas. Las odio, las detesto, no sé lo que es piedad. Seguiré por mi camino, destrozándolo todo si es preciso. Y no tenga usted miedo, ¡que Dios no envía sus rayos! Nada tengo resuelto con respecto a su hermana, pero no es por piedad. Ignoro el significado de esa palabra… Ahora, voy a enganchar el coche para llevarla a ese maldito viaje…

Se ha alejado dejando antes en el suelo, junto a ella, el oscuro muchacho semidesnudo que la mira con los grandes ojos llenos de asombro. Y ella se inclina contemplándolo como si por primera vez le mirase, y viese a través de él mucho más allá; todo un mundo dolorido y trágico. Y en ese mundo, Juan .. .el niño que fue Juan del Diablo… Y mientras piensa en él, sus blancas manos resbalan acariciando la piel. oscura de Coli-brí, sus horribles cicatrices, aquella pobre carne candidamente negra, inocente y torturada, y de pronto le estrecha contra su corazón y lo besa con una ternura nueva, pura y distinta, que cual un diáfano manantial le sube desde el corazón hasta los labios, de donde brota con infinita piedad el lamento:

-¡Pobre Colibrí!

-¿Usted es el ama nueva? El patrón dijo que veníamos a la Martinica a buscar al ama nueva… Después dijo que no había más ama nueva, pero ahora… ahora… El dijo que el ama era linda, que el ama era buena…. -La ha mirado con un ansia encendida en las pupilas color de azabache, con un hambre de calor y cariño, y Mónica vuelve a estrechar contra su pecho la redonda cabeza de cortísimos cabellos rizados-. Es usted mi ama nueva, ¿verdad?

-No, Colibrí. Ni tuya ni de nadie. De nadie soy ama, por-que nada me pertenece en este mundo… Ni siquiera mi co-razón …

-Listo el cochecito. ¿Quiere montar? -la interrumpe Juan que llega con el coche, parándolo frente a ella.

-¿Por qué tiene que molestarse por mí? "-Porque no es molestia ni me cuesta nada. Lo que no cuesta nada se da con facilidad…

-Tiene razón. Tiene razón en eso, como en muchas co-sas más.

-Tengo razón en todo -asevera Juan con rudeza-. Cuan-to digo no es más que la verdad.

-No es verdad todo cuanto dice -refuta Mónica suave-mente-. Usted niega que en su corazón haya piedad, usted nie-ga que haya amor, y hay ambas cosas, Juan de Dios.

-¡Juan del Diablo! -se encrespa Juan.

-Como usted quiera… Juan del Diablo… capaz de ayu-dar a una mujer que le fastidia y de salvar a este niño, rescatán-dolo de un infierno por el que usted mismo ha cruzado…

-¡No lo hice por piedad!

-¿Por odio entonces? -indaga Mónica con ironía.

-Tal vez… o acaso por egoísmo. Colibrí soy yo mismo, su infancia fue mi infancia. También a mí, algunas veces, : Quien supo mirarme como a un ser humano…

-Renato D'Autremont… Recuerdo una por una las pala-bras que pronunció ayer. El padre de Renato también quiso rescatarle…

-¿El padre de Renato? Creo preferible que no hablemos del padre de Renato, Santa Mónica.

-¿Por qué? •

-Porque… llegaría usted tarde a donde va… Vamos, arriba… Tú también. Colibrí. Sube con ella. No es la pri-mera vez que Santa Mónica te lleva a su lado.

-Ni será la última. Colibrí es mi amigo ya.

-Muy bonita frase, pero no me conmueve.

-¡Ni aspira a conmoverlo, Juan del Diablo! -se enfurece Mónica.

-¿Quiere usted un "plantador", ¿Noel?

-¡Oh… caramba! -se sorprende el notario acercándose a Juan.

-Sírvase éste. Llenaré para mí otro vaso. Supongo que cuando ponen aquí este hermoso jarro y estos vasos, será pa-ra que los huéspedes nos atendamos solos. ¡A la salud de us-ted, Noel!

-No, no, gracias, Juan, no voy a tomarme ese brebaje. Pe-ro gracias a Dios que te echo por fin la vista encima…

El notario se ha acercado hasta la mesa de mimbre que sos-tiene media docena de vasos y una gran jarra de aquella popu-lar bebida martiniqueña hecha de jugo de pina con ron blanco, y observa con desconfianza el vaso lleno, mientras Juan apura el suyo hasta el fondo y vuelve a llenarlo.

-Llevo dos horas dando vueltas en la casa sin tropezar con nadie, ni siquiera con un sirviente.

-Beba Su "plantador"… resulta refrescante -invita Juan haciendo caso omiso de la observación de Pedro Noel.

-¿Quieres decirme lo que ha pasado, Juan?

-Poca cosa, por no decir, nada. Creo que está a la vista.

-No vas a querer volverme loco, ¿eh? Creo que si estoy aquí fue porque me espantaste, porque saliste de mi casa de una manera que me dejaste -turulato. Hubiera pensado que es-tabas loco, que de repente te habías trastornado, si no fuera por lo extrañadísimo que es todo cuanto está pasando.

-Sí, todo es extraño, sorprendente…

-Anoche, por tu actitud y por tus medias palabras, enten-dí que debía callarme la boca. Muerto de inquietud y de cu-riosidad, estuve esperándote en mi cuarto, pero amaneció y no llegaste por allá. Salí a buscarte y no estabas en la casa ni nadie supo darme razón de tí… ¡Por Dios vivo, respóndeme, Juan ¡.

-¿Qué quiere que le responda?

-Lo que está pasando… lo que ha pasado. Te enfureciste hasta perder la razón cuando leíste la tarjeta del matrimonio de Renato con la señorita Molnar. Pareció enloquecerte de furia la noticia de esa boda. Saliste con cara de degollar a tres o cuatro. Pasé una noche horrible, salí hacia aquí con mil tra-bajos y en un coche alquilado que me dejó a mitad del cami-no, y cuando por fin llego a esta casa te hallo mano a mano con Renato, en calidad de huésped de honor.

-En calidad de futuro administrador de Campo Real. Al menos, esa fue la proposición de Renato. Y yo la he aceptado.

-Pero… pero… cada palabra que dices me enreda más. ¿Viniste en esa forma tan extraordinaria para que Renato te nombrara su nuevo administrador? Me estabas hablando de mil cosas distintas, de mil proyectos: de arreglar tus papeles, de armar un tren de pesca, de reconstruir la cabaña, o mejor dicho, de hacer una residencia habitable en tu Peñón del Diablo, de casarte… Y de pronto…

-De pronto, todo se vino abajo. Fue como si esas monta-ñas que tenemos delante cayesen hechas polvo, como si se abrie-se la tierra y por sus grietas vomitase fuego, como si el mar se alzara para pasar barriendo y arrasando cuanto hallara a su pa-so… Pero, olvídese de cuanto le preocupe o le moleste. Beba su "plantador", y aguardemos… Yo le acompaño con el ter-cer vaso.

-¡Basta! No estoy para bromas. ¿A qué hemos de aguardar?

-Es lo que me pregunto yo a mí mismo. ¿A qué aguardar? ¿A qué estoy aguardando? -confiesa Juan con lenta amargura. Mas de pronto, cambiando a un tono medio irónico, medio jo-vial, exclama ¡Oh.. Aquí llega la joven señora D'Autre-mont. Anoche no me hizo el honor de sentarse a la mesa. Ahora sí parece dispuesta a hacemos los honores de la casa. Qué bella es, ¿verdad. Noel?

Con los labios entreabiertos de asombro, ha vuelto la cabe-za el notario para ver acercarse a Aimée, realmente deslumbran-te en estos momentos. Lleva un ceñido traje de seda roja, lo bastante escotado para mostrar él cuello perfecto, los impeca-bles brazos de color de ámbar. Los brillantes cabellos negros, recogidos con gracia criolla, caen por el cuello hasta la espalda, brillan los ojos negros como dos estrellas tropicales, y se entre-abre la boca fresca, jugosa, tentadora, con una sonrisa inde-finible, como si destilara miel y veneno al propio tiempo. Tras mirarla a ella. Noel observa a Juan, que ha palidecido bajo la piel tostada. Un instante cruza por sus pupilas un relámpago de amor y de odio, de desesperación v de deseo, también de ciega e insensata esperanza, y escapa la súplica angustiada de la garganta del viejo amigo:

-¡Juan… Juan… ¡¡ienes que salir inmediatamente de esta casa!

-Buenas tardes -saluda Aimée aproximándose adonde se hallan los dos hombres.

-Buenas tardes, señorita -corresponde Noel visiblemente turbado.

-Señora ya, señor Noel -rectifica Aimée con suave natu-ralidad-. ¿Cómo está usted? Anoche no tuve la oportunidad de saludarlo. No me sentía bien y me acosté temprano. ¿Hizo un buen viaje? ^

-Regular nada más.

-Vino usted llamado por mi esposo, ¿verdad? Los dos hombres se han mirado en silencio: el anciano notario totalmente desconcertado; Juan con su amarga sonrisa de cinismo en los labios, la fiera máscara helada que impone a su dolor y a su amor. Como si tomara una resolución repen-tina, responde Noel a la espléndida muchacha:

-En realidad, vine para ocuparme de los asuntos de Juan.

-¿Ah, sí? ¿Llamado por él?

-No precisamente llamado, sino por la necesidad de pun-tualizar ciertas cosas. El bueno de Juan, que es mi amigo y cliente desde que era niño, es demasiado violento, demasiado arrebatado. Me dio una serie de órdenes tan confusas cuando estuvo en mi casa, que no pude entender lo que de veras que-ría. El tenia sus proyectos al llegar, que me parecieron exce-lentes. .. Quiere cambiar va goleta por unos cuantos barcos pesqueros, reconstruir su casa en el Peñón del Diablo, poner en orden sus papeles, emplear razonablemente el dinero que trae… Son ideas excelentes… -Y con marcada intención, pro-sigue-: Sería criminal si alguien tratara de quitárselas, de lle-varle por otros rumbos… No, no exagero, señora D'Autremont. Seria sencillamente criminal… Juan, he venido a buscarte; tu presencia es necesaria en Saint-Pierre…

-Aquí también hace mucha falta… más falta que en nin-guna parte -asegura Áimée-. Renato cuenta con él. Está en apuros graves, precisamente por su falta de carácter. Si Juan se encarga de la administración de Campo Real, será aquí el verdadero amo.

-Creo que .el único verdadero amo debe ser el señor D'-Aütremont -rectifica Pedro Noel-. Juan es demasiado indepen-diente, demasiado violento, demasiado impetuoso para poder someterse a los intereses de nadie. Por el bien de todos, es me-jor que venga conmigo ahora mismo.

-No iré. Noel, no iré -rehusa Juan-. La señora D'Autre-mont ha dicho una cosa muy interesante, y en la que tiene más razón de lasque ella misma piensa. Si me quedo en Campo Real, seré el amo de todo. Es grato mandar donde se ha sido menos que el último sirviente…

-¡no es grato hacer daño a los que sólo bien nos desean! -rebate el viejo notario.

-El bien y el mal son dos conceptos muy confusos; cam-bian según quien lo reciba y quien lo haga -sentencia Juan.

-¡Caramba! No te conocía como filósofo, Juan -comenta Renato que ha oído las últimas palabras de Juan, y se ha acer-cado al grupo-. Buenas tardes a, todos. Me alegro de verte con tan buena cara, Áimée… Pero volviendo a tus palabras, Juan, déjame decirte que difiero de tu opinión. El bien .y el mal son cosas concretas y claras. El camino recto no es más que uno y tarde o temprano se arrepienten los que lo abandonan. Cada hombre honrado lleva un juez en su corazón…

-¡Caramba… cada hombre honrado! ¿Conoces tú a mu-chos de esa clase?

-Conozco por lo menos a dos, y los tengo delante. Por eso quiero que me ayuden a gobernar esta finca, que es casi como un pequeño estado. Pero sentémonos, ¿no les parece? Tome-mos algo…

-Para mí, medio vaso -indica Aimée-. Digo, si es que me permiten quedarme en esta reunión de caballeros…

-Por supuesto -accede Renato-. He pasado la noche y parte de la mañana acompañando a mi madre…

-¿Doña Sofía se encuentra mal? -se interesa Noel.

-Sí. Por desgracia, cada día más delicada, lo cual hace mi labor más difícil. Mi madre y yo, que nos adoramos, solemos, no obstante, vivir en absoluto desacuerdo. Muy rara vez acer-tamos a compaginar algo; pero, cediendo yo un poco y ella otro poco, hemos logrado firmar la paz…

Ha hecho una pausa, apurando el contenido de aquella be-bida de aspecto refrescante que pone fuego en las venas, mien-tras se cruzan en el aire las miradas de los demás. El ambiente se hace cada vez más espeso, como si bajo el cielo encapotado las pasiones contenidas se hinchasen lentamente con turbias rá-fagas de tempestad. Pero Renato sigue hablando con su voz cla-ra y amable de caballero:

-¿Sería pedirle demasiado, Noel, que volviera a ser nues-tro consejero legal?

-Bueno, Renato… yo… Si ha hablado usted con su madre claramente, sabrá…

-Mi madre está conforme. Acepta y me da con ello una alegría. Juan aceptó ya… No creo que vas a volverte atrás, Juan. He hablado mucho de tí con mi madre…

-Voy a usar, acaso prematuramente, de mis derechos de consejero, y con toda franqueza, aunque sea delante de Juan, no me parece que ésa sea una medida acertada. Juan, que en efecto ha decidido cambiar de vida. tiene otros proyectos que van mejor con su carácter. Yo me encargaré de ayudarle a rea-lizarlos. Arreglaremos sus papeles, construiremos una verdadera casa en el Cabo del Diablo… Estoy seguro que por muy poco dinero puede quedar todo eso arreglado. ¿No le hablaste a Renato también de tu proyecto de un tren de pesca? El negocio puede ser muy bueno en manos de un hombre como Juan…

-Tan bueno que podemos hacerlo en grande. Noel -afir-ma Renato-. Campo Real tiene leguas de la costa más rica en pescado de la isla entera. Una vez que hayamos arreglado las cosas de la plantación, podemos intentar…

Renato ha seguido hablando, pero Juan no le escucha, no ha oído apenas sus- palabras. Se ha ido alejando hasta llegar a la baranda que da sobre el jardín y Aimée se pone de pie suavemente, yendo tras él.

Noel ha mirado a Renato que contempla las dos figuras, juntas ya cerca de la baranda. Pero ni un músculo se mueve en su fino rostro impasible, no hay en sus ojos una expresión que pueda delatar lo que pasa por su alma. Su mano se extiende para llenar de nuevo el vaso, y luego lo lleva a sus labios apu-rándolo despacio, saboreándolo…

-Quisiera que habláramos a solas, Renato.

-Casi a solas estamos. Noel.

-Bueno, pero no es eso. Quiero decir en tu despacho, con una gran calma, con una absoluta libertad de decirte…

-¿Para qué. Noel? ¿Para aconsejarme que no deje a Juan en esta casa? Es inútil. Tal vez no debí haberlo traído nunca. En realidad, no lo traje, vino por si mismo, como si su destino' lo empujara, y se quedará… Se quedará, porque es mi deseo más ardiente. ¡Por que me he empeñado yo en que se quede!

-Juan, ¿me oyes? ¡Juan… ¡

La voz de Aimée suena inútilmente cargada de pasión… Juan no le responde, no vuelve la cabeza para mirarla. Sólo sus mandíbulas se aprietan un poco más, acaso se crispan sus manos apoyadas en la baranda y se hace más intensa la fiera expresión de sus pupilas, fijas, sin verlo ni mirarlo, en el abier-to paisaje. Pero Aimée da un paso acercándose más, indiferen-te a los ojos que tras ellos siguen cada uno de sus movimientos, y a la vez temblando como si con aquel temblar, temer y esperar, llenara hasta los bordes el vaso sombrío de sus emociones.

-Juan, ¿qué has decidido de nuestras vidas?

-¿De tu vida? -contesta Juan en tono bajo, pero desde-ñoso y cortante-. Nada. Tú misma decidiste, tú misma esco-giste el camino, tú misma señalaste la meta a la que querías llegar, a la que ya has llegado. Estás en ella, en la cumbre… Todo lo que tu vista alcanza te pertenece… • Es justo que lo pagues con la moneda de tu cuerpo. Y no digo con la moneda de tu alma porque no creo que tengas alma…

-Tú eres el único que no tiene derecho a dudarlo. No re-huyas los ojos, mírame a la cara para decirme eso.

-¡no pienso volver a mirarte a la cara! -escupe Juan al tiempo que se aleja.

-¡Juan! -llama Aimée, y alzando más la voz, repite-:

¡Juan…!

-¿Qué pasa? -pregunta Renato acercándose a su esposa.

-l0h, nada! -intenta disimular Aimée realizando un enor-me esfuerzo-. Juan parece totalmente sordo. Le estaba pregun-tando algo… algo sobre el tiempo. Supongo que para un na-vegante no será difícil…

El trepidar de un trueno y una ráfaga de viento huracanado han interrumpido las vacuas palabras de Aimée, y Renato observa con frialdad:

-Creo que para nadie es difícil predecir el mal tiempo cuando ya está sobre nosotros.

-No… claro… Soy tonta, ¿verdad? Bendito sea Dios! Llueve a cántaros… y ese Juan… -Ha extendido la mano, sin saber qué hacer ni qué decir, totalmente desconcertada, se-ñalando al hombre que marcha firme y descuidado, indiferente a la lluvia, al viento, al temporal que ya descarga sobre el valle, haciendo más rápido el crepúsculo que llega-, ¿Tu has visto qué hombre más extraño, Renato? Estábamos hablando del mal tiempo, y de pronto se va… Se va bajo esa lluvia… Supongo que no estará loco tu nuevo administrador. Sería una verdadera lástima, porque tenías razón, gana mucho con el trato. Acercándose a él, hablándole, ¡qué simpático resulta tu Juan del Diablo! ¡Qué pintoresco y qué simpático!

-¿Puedo saber en qué ocasión, en qué momento has ha-blado con Juan lo suficiente como para cambiar de ideas con respecto a él?

Aimée se ha vuelto sacudiendo la cabeza, como para des-pertar, como para volver a la realidad. Mira los ojos de su es-poso, fijos, clavados en su rostro como si pretendiese adivinar qué es lo que pasa por su alma, y balbucea:

-Bueno… ahora mismo. Estábamos aquí, juntos, hablan-do, mientras mirábamos las nubes…

-Me parece que eras tú sola la que hablaba. Ni una sola vez vi a él volver hacia tí la cabeza para mirarte… ni una sola.

-¡Caramba, no penseque te fijaras tanto! Por lo que se ve, estabas espiando nuestros menores movimientos…

-No espiaba; te miraba, te miraba como siempre que estás al alcance de mi vista. Soy un hombre que te quiere, Aimée.

-¡Oh, ya lo sé! De lo contrario, no te hubieras casado. Ahórrame el recordatorio de que no traje dote al matrimonio.

-Sólo un villano podría hacer a su esposa una alusión se-mejante. Sólo un villano, Aimée; pero desde ayer es la tercera vez que me tratas como a un villano.

-Desde ayer estás como loco, como una fiera: nervioso, exasperado, desconfiando de mi, atormentándome… Supongo que te peleaste con tu madre y como con ella no puedes des-ahogarte …

-Por cuarta vez me ofendes, Aimée. ¿Qué tienes? ¿Por qué has cambiado como has cambiado? ¿Por qué en unas horas to-da tu suavidad, toda tu dulzura…?

-Toda mi dulzura, ¿qué? ¡Acaba!

-Es que no sé ni cómo empezar. Tú sabes que yo me había hecho el propósito de no discutir jamás contigo, sabes que te-nía la ilusión de que viviésemos el uno junto al otro adivinán-donos los pensamientos, de que nuestros sentimientos fueran co-mo uno solo, de que con sólo una mirada llegase cada uno al fondo del alma del otro…

-¡Oh, eres terriblemente romántico, Renato! -interrumpe Aimée con cierto malhumor-. Quieres hacer de la vida un idilio, un poema, y la vida tiene muchos días vulgares, muchas horas malas, muchos momentos desagradables en los que no se puede vivir soñando…

-¡Pero sí amando!

-Bueno, a todas horas…

-¡A todas horas! ¡Siempre! Ese fue mi propósito y tú lo compartías, lo aceptabas y lo juramos, lo juramos los dos frente al altar. ¿Es que tan pronto te has olvidado? Juraste ser como parte de mí mismo, y yo juré llevarte sobre mi corazón y amar-te como mi propia carne. ¡Pronto lo has olvidado!

-¡Es que te has vuelto insoportable"…! -Exclama Aimée con ira, alzando la voz.

-No grites. Noel nos está mirando -reconviene Renato en tono bajo y firme-. No quiero darle el triste espectáculo de nuestras desavenencias.

-¡Lo siento, pero no sé disimular!

-Tienes que hacerlo, puesto que eres una D'Autremont.

-¡Caramba… mucho había tardado en salir el ilustre apellido!

-¿Qué dices? -se sorprende Renato.

-Que no lo menciones más, porque estoy harta de él, ¿en-tiendes? ¡Harta! Como de esta finca, de esta casa y de…

-¡Cállate! -ordena imperioso Renato. Luego, cambiando el tono, se dirige al viejo notario-: Acerqúese, Noel. Estába-mos comprobando que llueve a cántaros.

-Sí, tenemos arriba una buena tormenta, pero no hay mo-tivo para extrañarse, pues es lo de casi todos los días. Sin em-bargo, parece que es pasajera y ya va amainando.

Noel se ha acercado a la baranda, observando al pasar, con su mirada comprensiva y penetrante, los rostros demudados del joven D'Autremont y de su esposa. Ella está muy pálida y a él le tiemblan los labios. La mirada del viejo mira sin ver en la noche tormentosa, y vuelve a ellos más tranquila tras no haber hallado rastro de Juan. Y desviando la conversación, pregunta:

-¿No tendré el honor de saludar hoy a doña Sofía?

-Me temo que no. Noel. Es lo que estaba tratando de ex-plicarles antes. Entre mi madre y yo hay cierta disparidad de criterio. A pesar de que yo he tratado por todos los medios evitarlo, nos hemos disgustado. Es usted un amigo de bastante confianza para que yo no se lo oculte… Más que un amigo, puesto que acabo de nombrarlo nuestro asesor legal.

-Y ya lo dije antes: que mucho me temo que parte de ese disgusto haya sido por mi nombramiento…

-Ño, mi madre se resiente de la presencia de Juan. Pero tampoco Aimée simpatizaba con él. Ahora tengo la esperanza de que cambie mi madre al igual que mi esposa ha cambia-do… aunque sea de un modo menos rápido…

Ha mirado a Aimée de un modo extraño y ella vuelve la cabeza esquivando aquella mirada, que Noel capta plenamente. Como si se arrojase al agua, el viejo notario se decide:

-¿Y por qué ese empeño de traer a Juan a Campo Real, Renato? '

-Usted es el que menos debería preguntarlo, puesto que sabe que ésa fue la voluntad expresa de mi padre. Esperé en-contrar en usted un aliado, y me resulta todo lo contrario.

-Estoy tratando de velar por la tranquilidad de esta casa. Juan es joven y violento; probablemente disoluto, de carácter muy independiente, y me temo que bastante mal educado. Su presencia en el salón de doña Sofía…

-No tiene por qué frecuentarlo. Como administrador pue-de construírsele una pequeña casa en cualquier otro lugar de la finca. Allí puede vivir a su modo y hacer lo que le plazca.

-Me parece una gran idea. -Aimée ha hablado, totalmen-te serena ya, con un raro relámpago en las pupilas de azabache, y parece desafiar la mirada sorprendida de los dos hombres, dominando la situación con soltura mundana-. Es una forma de compaginar las cosas. Yo sé que Renato no tiene otro deseo. Usted como amigo, y yo como esposa;. Noel, vamos a hacer todo lo posible por complacerlo y ayudarlo. Creo que a usted no le falta autoridad ni diplomacia para amansar un poco a ese gato montes de Juan de1 Diablo. Hágalo, Noel, hágalo… por Renato.

Sólo unos pasos se ha alejado el notario, de la joven pare-ja; sólo un instante les ha dejado solos, tratando a su vez de serenarse, de penetrar hasta el fondo el torbellino oscuro que ve agitarse en derredor. Pero ese momento ha bastado para que Aimée sonría a Renato, para que se apoye en su brazo hacién-dole sentir la cálida y tierna presión de sus dedos, alzando la cabeza para mirarle muy cerca, frente a frente, con aquella mirada suya, intensa y cálida, cuyos efectos conoce muy bien, y susurra con humildad: ^

-Perdóname, Renato, a veces soy violenta, impaciente, mal-criada. .. Sí, lo reconozco. Es mi carácter, y-tal vez no le falte razón a los que aseguran que me mimaron demasiado. Perdó-name … Yo sé que a veces me pongo insoportable; pero es sólo un momento, mi Renato. Es como una ráfaga… qué sé yo… una especie de explosión de mis nervios… Naturalmen-te, no se puede tener en cuenta nada de lo que digo cuando estoy así, porque nada es verdad. Doy una impresión malísima, lo sé perfectamente: la impresión de odiar lo que más amo. Pe-ro yo sé que tú eres capaz de comprenderme… de comprender-me y de perdonarme, ¿verdad?

-Tal vez yo deba también pedirte perdón -se disculpa Re-nato suave, pero dubitativo-: te traté ruda y ásperamente… Pero dijiste cosas tan duras y tan extrañas… Dijiste que odia-bas mi nombre, mi casa;.. esta casa y este nombre que son tuyos, porque junto con mi alma y mi corazón entero te los he dado. Sentí algo espantoso, Aimée. Tuve la horrible sensa-ción de que todo era mentira en la vida, porque tú habías sido capaz de mentirme y de engañarme. ¡La horrenda impresión de que nunca me habías querido!

-¡Pero qué locura, Renato! -protesta Aimée con falsa ter-nura-. Te pido de rodillas que olvides mis palabras. No me des explicación de ellas, no pretendas que yo te diga por qué las dije. Yo misma no lo sé, y ya ni siquiera podría repetirlas. Las he olvidado y es preciso que tú también las olvides. ¡Te lo ruego! Porque te quiero, te adoro, Renato…

Se ha arrojado en sus brazos, que la estrechan con ansia, con un temblor en el que aún vibran la duda y la angustia. Y mientras cerrados los ojos se apoya en aquel pecho leal, Aimée piensa en otros ojos, en otros brazos, en otro' pecho más ancho y duro: piensa y sueña un instante, que otra vez está en brazos de Juan del Diablo…

24

BAJO LOS ARBOLES, Juan ha estado a punto de trope-zar con Mónica, y un momento la mira como si despertara, co-mo si volviese a la realidad desde un torbellino de pesadilla, y es tan terrible la expresión de su rostro que Mónica tiembla como si se asomara a un abismo.

-Juan, ¿qué ha pasado?

-Todavía no ha pasado nada, Santa Mónica. Cálmese… -aconseja Juan conteniéndose a duras penas y con una vibra-ción de ironía en la .voz.

-Estoy perfectamente calmada, pero si pudiera usted verse la cara…

-¿Qué pasa con mi cara? No es tan bella ni tan sugerente como la de Renato, ¿verdad?

-¿Por qué habla siempre en esa forma abominable? Lo hace usted difícil, Juan de Dios…

-¿Por qué no cambia ese estúpido mote?

-Suena un poco menos mal que el que usted se complace en ostentar… empiezo a creer que con menos razón de la que pretende.

-¿De verdad? ¿Qué la hace pensar eso?

-¿No cree que la historia de Colibrí puede ser bastante? Ese niño le adora, Juan. Dice que es usted el hombre más bue-no del mundo…

-¿Y él qué sabe? -refuta Juan riendo amargamente.

-¿Qué le pasa? ¿Por qué se ríe así?

-Es mi forma de hacerlo. Me rio de usted y de todos los prudentes, como debe reírse el diablo. ]Qué maravillosa hipo-cresía! Usted no quiere sino disimular, tapar, echar tierra sobre la podredumbre, envolver en trapos la llaga…

-Juan, por Dios… -protesta Mónica conteniendo apenas su inflama ira-. ¡Usted…!

-Yo, ¿qué? Acabe… Sea franca, diga la verdad… Insúl-teme … si es lo que está deseando. Mientras junta las manos, mientras me mira con cara de cordera, mientras me dice con su dulce vocecita que no soy tan malo, lo que está deseando es que uno de estos rayos me fulmine… Bien, pues dígalo claro, y en paz…

-Yo no le deseo mal ni a usted ni a nadie… A usted menos que a nadie.

-¿Y eso por qué? ¿Porque se lo ordena su moral cristiana? ¡Maravilloso! '

-Maravilloso, sí, aunque usted pretende burlarse. Porque nunca me dijeron palabras más sublimes en el idioma humano, que aquéllas de Jesús: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que-os persiguen y os maltratan, rogad a Dios por los que os atormentan".

-¡Fantástico! -trata de reir Juan furioso-. No pensé reirme, Santa Mónica, pero usted tiene el don de provocarme… "Amad a vuestros enemigos" ¿Se practica esa máxima en socie-dad? ¿Quién la practica? ¡Ahí, sí, ya sé: el inefable Renato…

-¡Le prohibo burlarse de él ¡

-¡Caramba! ¡y con cuánta energía! ¿Por qué lo defiende tanto? Se lo he preguntado ya varias veces, pero no se ha dig-nado contestar. ¿Por qué. Santa Mónica? ¿Hay también algún precepto de la moral cristiana que ordene dar la vida por un cuñado?

-¡Basta! ¡ Es usted un canalla, un bárbaro!

-¡Qué pronto cambia usted de opinión! Era el hombre más bueno del mundo,, y de repente soy un canalla, un bárbaro, un salvaje, una fiera, un demonio… Juan del Diablo. Eso me gusta oírle decir. Digalo muchas veces, porque a ratos me pa-rece que lo estoy olvidando, y no quiero olvidarlo. Ayúdeme con su odio y con su desprecio. Los necesito, son como un revulsivo, como el hierro candente que se aplica a la mordedu-ra venenosa de un reptil…

-¿Qué se propone entonces? -se desespera Mónica, visi-blemente desconcertada-. ¿Qué va a hacer? ¿Piensa aún reali-zar la infamia de que me habló antes?

-¿Llevarme a Aimée? Le advierto que es lo único que ella desea.

-No puede ser… ¡Está mintiendo ¡

-Vaya a preguntárselo a su hermana, aunque a usted, pro-bablemente, no va a decirle la verdad. Le dirá que yo la per-sigo, que la amenazo… no que ahora mendiga lo que despre-ció, que al fin y al cabo prefiere a Juan del Diablo…

-¡Ella no puede sentir ni decir eso! ¡Seria tan baja, tan despreciable… ¡

-Como yo mismo… Repítalo; ya lo dijo una vez: que la despreciaba por ser capaz de amarme. Pues despreciela, siga despreciándola con toda su alma, porque es a mí al que ella quiere, es conmigo, y no con el caballero D'Autremont, con quien desea estar… Es traidora, ambiciosa y malvada, pero es una mujer de carne y hueso, no como usted, de pasta celes-tial … Es usted impecable e intocable; pero con toda su pure-za, me temo que ha puesto los ojos donde no debe, donde no se lo permite su moral cristiana…

-¡Basta… cállese! ¡De mí no tiene usted que decir na-da! ¡Canalla!

-¡Quieta! -ordena Juan, sujetándola con firmeza-. No se atreva a abofetearme. De caballero no tengo más que la ropa. Iba usted a pasarlo muy mal…

-Todo es en usted abuso y dureza. ¡Oh, déjeme!

-Por supuesto… Dejarla… No me interesan sus senti-mientos. Allá Renato si tiene la suerte de que usted le quiera. Sólo le señalo su tejado de vidrio para que no tire piedras al de los demás, y para que no se interponga en mi camino.

-¡No seguirá por él! Voy a impedir por todos los medios que logre usted lo que se propone. ¡Voy a luchar con todas las armas!

-Tenga cuidado no se vuelvan contra su Renato…

-¡No es mi Renato ni lo será nunca! -exclama Mónica en tranca desesperación-. Pero usted no hará lo que se propone, no se llevará a Aimée de esta casa, ¡porque antes soy capaz de matarlo!

Juan que ha vuelto a tomarle las manos sujetándolas fuerte entre las suyas duras y anchas, y un instante la mira sintiéndo-la por primera vez mujer junto a él, mientras algo parecido a una sonrisa se asoma a sus labios cuando recalca:

-De modo que es cierto: quiere usted a Renato… Y por él es capaz hasta de amenazarme de muerte. No la creía capaz de tanto. Tiene usted temple hasta para matar con estas ma-nos blancas y suaves, que tienen uñas como garras, según veo. ¿Sabe que de pronto me resulta usted interesante? No hay duda de que también es bella. Sobre todo, como está ahora, forcejeando como una gata salvaje, perdido totalmente el aire de abadesa… ¡Ay, fiera!

Juan la ha soltado. Mónica ha clavado fieramente los dien-tes en su mano, y ahora huye mientras él, sorprendido, se res-taña la sangre, y comenta burlón:

-¡Demonios con la santa!

-Mónica, hija, ¿qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Estás cansada?

-Sí, madre, muy cansada…

Con esfuerzo, Mónica se ha puesto de pie dulcemente ayudada por las manos temblorosas de su madre. Están en su al-coba y la señora Molnar acaba de encontrarla de rodillas, juntas las manos, hundido el rostro entre los brazos, como desmayada sobre el lecho. Lleva ahí mucho, rato, desde que llegara del campo tras su encuentro con Juan, y hay una oleada de rubor en sus mejillas cuando la mirada de su madre se clava en ella interrogante. Su cabeza se inclina con la horrible impresión de que la acusación de Juan ha dejado sobre ella una huella visi-ble. .. Si, tiembla, se estremece, agoniza pensando que los ojos de aquel hombre han penetrado hasta el fondo de su alma, que está frente a él como desnuda, que acaso también esté como desnuda frente a los demás, y cree ver un reproche hasta en aquellos ojos cansados, nublados por las lágrimas, los ojos de su madre que la miran con pena, al quejarse:

-No sabes lo que me atormenta que tengas que sufrir así por tu hermana, tú que podrías ser feliz en el camino que ele-giste, tú que conoces las pasiones… Acaso hice mal en rogarte que defendieras a tu hermana…

-No hiciste mal… Sólo pienso que ella no desea ser de-fendida.

-¿Te lo dijo tu hermana? ¿Le hablaste?

-No; hablé con él, con Juan del Diablo, que no renuncia a lo que llama su desquite, su venganza… Que asegura que es a él, sólo a él a quien Aimée quiere; que rudamente me ordena apañarme de su camino… Y a veces pienso que ese hombre tuvo razón al insultarme… '

-¿Pero te ha insultado?

-Es como un tigre en celo. La quiere… la quiere, siente que las circunstancias lo acorralan y como un tigre se defiende a zarpazos. Mas no es eso, madre, no es temor lo que me ins-pira. Es… qué sé yo… qué sé yo…

-Pero tú estabas decidida, firme. ¿Qué ha podido decirte para cambiarte así? ¿Qué amenaza ha podido formular?

-No fue una amenaza, fue sólo una horrible verdad.

-¿Y qué pudo hallar él contra ti? Tú tienes toda la fuerza, toda la autoridad moral necesaria… Tu conducta, tu dignidad, tu pureza…

-Mi pureza… -repite Mónica con amargura.

-¿Por qué lo dices de ese modo, hija? ¡Me alarmas!

-No, madre, no te alarmes… Es puro mi cuerpo. Fui has-ta hoy, a costa de todo, por caminos de pureza y de dignidad; pero a veces un sentimiento nace y es como una planta veneno-sa cuyas raíces se nos clavan adentro pudriéndonos el alma. A veces pienso que deberíamos huir, irnos lejos, buscar, como so-ñé un día, la paz… ¡la paz para mi alma en el fondo de un claustro o de una tumba!

-¿Qué dices? ¿Por qué hablas de ese modo?

-No debo hablar así, es verdad. No debo hablarte a ti de este modo… Pero ese hombre…

-¿Qué pasa con ese hombre? Es un malvado, ¿verdad? Un malvado empeñado en traernos la desgracia…

-A veces ni siquiera me parece un malvado. Pienso que sufre, que ha sufrido en su vida tanto, tanto, que voluntaria-mente mató en su alma la compasión y la piedad. Pienso que ama a Aimée, ¡y cómo la ama! De otro modo, pero tanto como Renato. ¿Qué hay en ella, qué, hay en su alma o en su carne que así se apodera del corazón de los hombres?

-¡Pero todo eso no es más que una desgracia ¡ ¿No lo ves, hija? Ella es sólo una esclava de sus pasiones, de sus locuras. Si ahora la abandonas, si la dejas faltar a sus deberes, ¿quién sabe hasta dónde rodará? A mí no me escucha; yo no tengo palabras con qué sujetarla. ¡No la dejes cometer una locura; luego se-rán inútiles sus lágrimas…! Hija, hija, en ti confío… Confío en que tú, por amor de hermana…

-¿Y si no fuese sólo por amor de hermana? -le ataja Mó-nica-. ¿Si fuese otro amor el que me empujara?

Mónica ha afrontado temblando la mirada de su madre. Es como si se enfrentara a su propia conciencia, como si mos-trara con horror esa herida que sangra oculta en el fondo de su alma, esa herida que Juan ha descubierto, desarmándola al descubrirla, crucificándola en la más terrible de las dudas. Pe-ro tras un largo silencio, suena, húmeda de lágrimas, la voz maternal:

-Si un amor desdichado te ha hecho tan generosa, hija mía, si por él has aceptado todos los sacrificios y sólo luchas por verle feliz, renunciando tú a todo, ¡que Dios te bendiga por la nobleza de tu alma! Que Dios te bendiga, hija, porque a todos nos salvas al salvar la felicidad de Renato: porque la salvas a ella, loca y ciega; porque me salvas a mí, que rio po-dría resistir un golpe semejante… porque salvas el limpio nom-bre de tu padre…

Mónica se ha alzado como si repentinamente la tormenta de su alma se serenara, como si una nueva luz le alumbrase el oscuro sendero, como si una fuerza nueva la sostuviera, dándole su alma la facultad de aceptar todos los sacrificios, de asimilar todos los dolores, de afrontar todas las tempestades. Luego, jun-ta las manos y cae de nuevo de rodillas, ante cuyo gesto Cata-lina indaga:

-Hija, ¿qué haces?

-Le doy gradas a Dios, madre. Con lágrimas le pedía que me iluminara y él me envió tus palabras. Desesperada le pedí que me mostrara el sendero y por tu voz me lo ha mostrado. Ahora ya sé lo único que importa y no volveré a vacilar… ¡No volveré a dudar!

25

CON PASO LENTO, sobre los senderos mojados, Juan ha vuelto a la casa. Ha esquivado las escalinatas de piedra que dan a las anchas galerías, ha esperado que nadie lo observe y ha penetrado por la estrecha puertecilla del muro, cruzando los patios interiores, solitarios, apenas alumbrados por el pálido ful-gor de una media luna que asoma entre las nubes desgarradas.

Con extraña precisión recuerda los detalles de aquella casa apenas entrevista, y, como una flecha que diese en el blanco, se detiene junto a las ventanas entornadas de aquellas lujosas habitaciones del ala izquierda, preparadas para cuatro semanas de felicidad: el departamento nupcial de Aimée y Renato.

-¿A quién esperabas, Aimée? -pregunta Juan destilando amargo sarcasmo.

-¿A quién si no a ti puedo yo esperar?

-No lo sé, no conozco a los hacendados vecinos a Campo Real…

-¡Basta! -chilla Aimée iracunda-. ¿Hasta cuándo he de soportar tus insultos?

-¡Hasta que yo me canse de insultarte! ¡Hasta que me sa-cie de decirte quién eres, hasta que te satures del odio y del desprecio que para ti guardo!

-Por odio y por desprecio, ya te hubieras marchado. Hay algo más que te sujeta, que te amarga, que te acerca a mí, aun-que no quieras confesarlo. Hay algo que te hace desesperada-mente mío, como hay algo que me hace a mí desesperadamente tuya. Sí, Juan, tuya… aunque, como dijiste antes, no quieres volver ni a mirarme a la cara. ¿Por qué no lo haces? ¿Por qué vuelves a buscarme a pesar tuyo?

-Supongo que un hombre es menos que un perro cuando una pasión lo hace su esclavo -se lamenta Juan mordiendo con rabia la confesión.

Ha dado un paso hacia Aimée, acercándose más, pero ella retrocede, mira a uno y a otro lado, espía en las sombras, pone atento el oído, y al fin toma a Juan del brazo, obligándole a alejarse unos pasos, mientras indica:

-Ven, estamos en muy mal lugar… Renato fue a acompa-ñar al notario hasta el cuarto de doña Sofía, pero puede regresar, puede volver, y no debe encontrarnos hablando. Hay en él algo extraño. No sé si sospecha o si presiente, pero hay que tener prudencia, Juan. Mucha prudencia, mucho tacto, mucha calma… Hay que tener paciencia, Juan…

-Paciencia, ¿para qué?

-Para esperar… -Y con pasión suplicante, Aimée excla-ma-: Juan… Juan… Es inútil engañamos. Me quieres, Juan, me quieres. Tu ira, tus injurias, tu rudeza, tu crueldad no sig-nifican más que una cosa: todavía me amas. Puedes insultar-me, maldecirme, golpearme; puedes pensar que sólo deseas mi muerte, pero en el fondo no es verdad… En el fondo, Juan, vida mía, ¡tú me amas!

Lentamente le ha ido empujando hasta el extremo del lar-go corredor, le ha hecho descender los cuatro escalones que separan la abierta galería de los anchos arriates, ocultándole tras la espesa enredadera. Está tan cerca, tanto, que su aliento de fuego, como una llamarada de pasión y locura, pasa sobre el rostro de Juan enardeciéndole, embriagándole… Y hay en su voz una mezcla de ruego y de orden, al decir:

-Sí, Aimée, te quiero. ¡Eres mía, mía, y mía aunque sea en el fondo del infierno! ¡Te quiero! Deberías estar muerta, debería haberte matado yo con estas manos, pero te quiero y te beso maldiciéndote, y deberías temblar porque cada minuto, al estrecharte, siento también el impulso de apretar más y más, hasta tronchar tu vida, para que no me mires con esos ojos que se me clavan como puñales, para que no me hables con esa voz que me penetra poco a poco, enloqueciéndome y envene-nándome … Porque cuando te siento mía, aquí, a mi lado, co-mo estás ahora, no soy un hombre, soy una fiera. Una fiera capaz de todas las infamias… Vamonos… en seguida, ahora mismo, en este instante. ¡Vamonos lejos!

-¿Pero estás loco?

-Claro que estoy loco. Sólo estando loco podría volver a estrecharte en mis brazos; sólo loco, demente, borracho, soy ca-paz de confesar que te quiero… ¡Vamonos!

-Espera un poco, Juan, espera -suplica Aimée en voz baja y angustiada, pues ha llegado a sus oídos el rumor de pasos que se acercan-. ¿Oyes…? ¡Es Renato! ¡Por Dios, calla un momento! ¡Calla!

Le ha echado los brazos al cuello, obligándole a inclinarse, ocultándose en la tupida enredadera de madreselvas, contenien-do el aliento, mientras llegan a ellos, claras y distintas, las voces de Mónica y Renato junto con el estampido de un trueno que acompaña al viento y a la lluvia que se han desencadenado de repente.

-Ya está aquí la tormenta otra vez, Mónica.

-Si, Renato; pero no importa… , -¿Cómo no ha de importar? No puedo permitir que vuelvas a salir con este tiempo. Me ocuparé personalmente de esos traslados. Es preciso hacerlos, pero también es preciso que tú descanses.. .Muy pronto estarán las cosas de otra manera, con Noel y con Juan…

-¿Insistes en dejar a Juan en la casa?

-No va a quedar precisamente en la casa, pero si al cuida-do de la hacienda. ¿Qué pasa? ¿También tú le tienes mala vo-luntad? Pensé que eran amigos…

-No somos, enemigos, pero… -balbucea tímidamente Mó-nica, haciendo un esfuerzo.

-Pues con eso es bastante. Por fortuna, mamá recibió bien a Noel, aunque tampoco éste se halla de mi parte con respec-to a Juan…

-Entonces, Renato, ¿por qué…?

-No sigas, Mónica, te lo ruego. No me preguntes nada. Hay una sola respuesta que puedo darte: Juan vendrá a esta casa porque es justo. Si eso no. conveniente, el tiempo lo dirá. Tú fuiste hija ejemplar y no creo que te sea difícil compren-der el respeto que siento hada la postrera voluntad de mi pa-dre. Juan puede ser díscolo, ingrato, hasta malvado. No importa; Mi padre quiso que le tuviera junto a mí, que le tratara como a un hermano…

-¡ Pero es absurdo… ¡ :

-No es. absurdo. Contra todo lo que ustedes opinen, yo creo en Juan, tengo fe en la nobleza de su alma, porque tengo fe en el corazón humano. Hay algo que me dice que Juan es bueno. Sobre todo, que es leal, que es sincero, que es franco. No está amasado con pasta de traidores. Basta mirarlo a la ca-ra para comprenderlo. Juan no es una fiera, como mi madre y los demás se empeñan en creer. Es honrado y, si algún día tie-ne que herirme, lo hará frente a frente, cara a cara. En eso , estoy seguro de no equivocarme.

-¿Entonces… ?

-Entonces, nada. Confía en mí, sé lo que hago. Estás ren-dida y agotada. Anda Mónica, ve a descansar…

-En este momento no podría dormir…

-Entonces, para no retrasarme más, ¿podrías hacerme un favor?

-Los que quieras.

-Entra a esa alcoba y explícale a tu hermana que tengo que marcharme sólo por un par de horas. Temo que si soy yo quien le hablé, volvamos a discutir, y por hoy tuvimos ya bastante…

-¿Tuvieron un disgusto? -pregunta alarmada Mónica.

-Vamos a dejarlo en desavenencia. Por fortuna, todo que-dó bien, hicimos plenamente las paces, pero estas cosas siempre dejan resquemores y no quisiera volver a empezar. Adoro a tu hermana y creo en ella… quiero creer en ella antes que en nadie… Necesito la fe que me inspira, para poder vivir y respirar…

-¡Qué amargas son tus palabras, Renato! Parecen dictadas por la más completa desilusión.

-¡Qué disparate! Empecé por decirte que amo a tu herma-na. La quiero tanto, tanto, que no podría vivir sin ella.

-¿Quieres decir que la amas por encima de todo, que pase lo que pase estás dispuesto… ?

-No sé hasta dónde llega tu imaginación en ese pase lo que pase -la interrumpe Renato con grave gesto-. Perdóname si contesto a algo que ni remotamente soñaste pensar, pero deseo contestarlo: Si Aimée fuese .indigna, lo que quedaría de ella y de mí, lo que quedaría de esta casa no vale la pena de mencionarse… Bueno, pero estamos hablando tonterías, per-diendo un tiempo precioso y ofendiendo con pensamientos ab-surdos a la más digna y adorable de las mujeres, que es tu her-mana, sin agraviar lo presente, como dicen los campesinos. -Y con forzada jovialidad, suplica-: Ve junto a ella y acompáñala. Regresaré muy pronto. Hasta la vuelta, mi querida Mónica.

A la luz de un relámpago mira Aimée con angustia aquel rostro de Juan, duro y amargo. Aun resuenan-en el ancho pa-sillo las pisadas de Renato alejándose, aun la sombra de Mónica no ha desaparecido en la entornada puerta de aquella ha-bitación vacía. Junto al banco de piedra, al amparo de la es-pesa enredadera de madreselvas que los cubriese, sintiendo gol-pear los hilos de la lluvia helada sobre las mejillas ardientes, tiembla pensando cómo han podido llegar hasta él las palabras escuchadas, cuánto perdió en la ganada batalla. Juan, largo ra-to inmóvil, parece despertar bruscamente, oprimiendo su brazo con aquella roda mano de marinero, que es como una tenaza, y ordena imperativo:

-¡Vamonos en el acto! Tenías miedo de tropezar con Re-nato, y ahora ni ese miedo hay.

-Pero Mónica está ahí, en mi cuarto -señala Aimée en voz baja-. Me buscará, me esperará un momento; luego saldrá a registrar la casa y dará la voz de alarma antes que hayamos po-dido alejamos. No podemos irnos ahora, ni veo tampoco la necesidad.

-¿Que no ves la necesidad? -pregunta Juan con indigna-da sorpresa.

-Escúchame, Juan. Si fueras capaz de oírme tranquilo un momento, te diría: ¿Por qué huir dando un escándalo, si esta-mos juntos, si hay mil medios de… ?

-¡Calla! ¡Calla! No me propongas esa bajeza, esa suciedad, porque creo que entonces sí soy capaz de matarte. Dijiste que me querías, me hiciste confesar que yo también te amaba… ¡Ahora vendrás conmigo pase lo que pase!

De un brusco tirón, Juan ha obligado a Aimée, sacándola del escondite bajo la tupida enredadera de madreselvas donde largo rato han aguardado juntos, mirando muy de cerca, con furia contenida, el rostro de mejillas ardientes que no logran enfriar las heladas gotas de la lluvia. Rudo, salvaje,, con un amor que parece odio, la estrecha entre sus brazos poderosos, haciéndola crujir…

-¡Juan… me ahogas..,.!

-Eso es lo que quisiera: matarte. Pero se me niegan las manos a apretar tu cuello… y tengo miedo, ¿sabes? Si. Miedo de clavarte más todavía dentro de mi si es que te mato. Miedo de que tu imagen me persiga, de que me obsesionen tu voz, tus ojos y tu boca cuando ya no estés viva. Miedo de que me enloquezca el ansia de volver a verte y a oírte, cuando te haya matado….

La ha rechazado con brusquedad y da unos pasos hasta el centro del patio, indiferente a la lluvia que sobre él se arre-molina, al viento que ahora empuja de nuevo las nubes, des-garrándolas para dejar asomarse, entre sus jirones, las estrellas. Mirando a todos lados, temblando por los ojos que puedan ace-charla, Aimée llega hasta él en una súplica:

-Juan… escúchame… Me iré contigo, te juro que me iré contigo.., Pero no en este instante, Juan. Me iré contigo al fin del mundo, a donde quieras llevarme. Te lo he dicho y te lo he jurado. Te lo juro de nuevo, pero ten un poco de calma. Quiero tu amor, quiero vivir para tu amor, no correr a encontrar la muerte

-¡Nadie va a matarte si estás a mi lado! ¡Nadie llegará a ti mientras yo tenga aliento!

-Tú serás el primero que caigas, Juan. Y entonces, ¿qué sería de mí?

-¿Qué sería de ti? ¡También puedes morir en este instante!

-No. Tú no vas a matarme sabiendo que te amo. Ten-drías que estar loco y no lo estás, Juan. Estás herido, resentido, celoso dudando de mi amor, complaciéndote en negar cada una de mis palabras, pero sin poder hacerlo porque tu propio co-razón las afirma, porque hay cosas que no se fingen, y yo no podría acercarme a ti, ni estar en tus brazos, ni besarte como lo hago, si no te amara. Piensa un instante, Juan, piénsalo. Ya oíste a Renato… está sobre aviso…

-¡Que lo esté… que lo esté más! Si es lo único que estoy deseando… ¡Quiero que lo sepa, decírselo, gritárselo!

-Nos matará a los dos. Todo está de su parte: las leyes, las costumbres, la razón y el derechos Estamos entre cientos de gentes que serán enemigos mortales, jauría de perros feroces para darnos caza. No, Juan, no, tú no puedes arrojarme así a las fieras. Antes que eso prefiero que de verdad seas tú quien me mates… y no quiero morir. ¿Por qué delito voy a morir? ¿Qué hice yo más que amarte, quererte porque me salió del corazón este amor? Y eres tú mismo el que me condena a muer-te, ¿te das cuenta? Pero, ¿por qué me miras de ese modo? ¿Me desprecias, Juan?

.-Sí, Aimée, te desprecio.

-No me despreciarás cuando todo lo haya arreglado yo para huir sin peligro.

-¡Qué repugnante y qué mezquino sería huir sin peligro! Hay que huir ahora, jugándomelo todo, arriesgándolo todo, te-niendo que luchar para defenderte, con las uñas y las zarpas, como una fiera.' Huir ahora, entre todos los peligros, entre to-das las desventajas, puedo hacerlo, quiero hacerlo. Pero luego, cuando lo hayas preparado para que todo sea una burla, ¡qué bajeza, Aimée, qué bajeza tan grande! Sin embargo, lo haré, esperaré… pero no a que tú lo prepares, sino a prepararlo yo a mi manera.

-¿Qué dices, Juan?

-Te pondré a salvo, no correrá peligro tu preciosa exis-tencia, no arriesgarás nada para huir con Juan del Diablo. Te lo prometo… Para ti todo van a ser seguridades. Borraré el rastro y seré yo solo el que le haga frente a Renato…

-¡No, Juan, no! ¡Así no…!

, -Así será. Me lo has prometido, me has dado tu palabra, me lo has jurado. ¡Basta ya de prometer en vano y de jurar en falso! Habrá que aguardar, pero no será mucho tiempo. Habrá que seguir disimulando… A ti no te costará gran tra-bajo y yo también estoy aprendiendo a hacerlo. Soy tu discí-pulo aventajado. Yo también seré traidor por un rato, seré cobarde, vil y embustero, y aprenderé a mentir sonriendo, y aceptaré el pan y la sal bajo el techo donde afilo el puñal con que herir por la espalda. Sí, Aimée, esperaré.. .Esperaremos… Va ganando, va triunfando… Al fin y al cabo, ¿qué más da? Déjame darles la razón a todos: a doña Sofía, a Bautista, al viejo notario que tiembla nada más con mirarme… Déjame darle la razón a Mónica de Molnar. AI fin y al cabo, ¿qué más da?

-¡Por Dios, Juan, calla! -suplica Aimée repentinamente asustada-.Es Mónica… -Mírala… Nos ha visto, nos está mi-rando.. .A Vete, Juan, vete…! Por Dios, escóndete, aléjate… Yo le diré que no era contigo con quien hablaba. Pero ahora vete, vete!

Juan se ha alejado, altivo y altanero, sin bajar la cabeza, sin ocultarse, y Aimée retrocede de espaldas hasta quedar de nuevo junto a la enredadera de madreselvas. Ahí se detiene co-mo para tomar aliento y marcha luego, con lento paso de an-gustia, hacia aquella puerta entornada a la que Mónica se agarra porque el espanto la ha hecho tambalearse, porque se doblan sus rodillas y una frialdad de hielo, en lugar de sangre, parece correr por sus venas. Y con voz ahogada, reprocha:

-Estabas con él, ya lo vi…

-¿Con él? ¿Quién es él?

-¡Basta de farsas; guarda esos esfuerzos para los otros y úsalos, Aimée! Usa también la discreción y la prudencia, si no quieres que Renato acabe de comprender lo que te pasa.

-No entiendo nada de lo que dices… –

-¿Cómo pudiste llegar a ser tan cínica?

-Por favor, basta… ¿Es que se han propuesto todos in-sultarme? –

-¿Quiénes son todos? Renato y ese hombre, ¿verdad? Sobre todo, ese hombre que te mira como a la última de las mujerzuelas. Si le oyeras hablar de ti, si le oyeras expresarse con un desprecio tan hondo, tan brutal, que al ofenderte ofende a to-das las mujeres…

-¡Calla! -la interrumpe Aimée hondamente disgustada.

-Supongo que frente a él no tienes más recurso que bajar la cabeza, que le has dado tú el vergonzoso derecho de tratarte como te trata…

-A él le he dado lo que me ha dado la gana, pero a ti no te doy el derecho de intervenir en mis asuntos, el de meterte en mis cosas, 'el de hablar cuando nadie te ha preguntado… ¿Qué sabes tú de la vida ni de nada?

-A mí me tocará preguntarte: ¿Qué sabes tú de honradez y de vergüenza? ¿Qué sabes de horror y de asco, si ni asco ni horror te da llegar hasta la última de las infamias?

-¡Mónica, que se me está acabando la paciencia!

-Y a mí… a mí… ¿hasta cuándo piensas que va a du-rarme?

-Por mí puedes hacer lo que quieras -invita Aimée en tono desafiante-. Aunque, desde luego, no harás nada, no irás a ninguna parte, porque no hay nada que puedas hacer. Mejor dicho, sí hay: volverte a tu convento, que es la única actitud razonable que puedes tomar y si no quieres ya ser monja, vete a tu casa de Saint-Pierre, que es donde debes estar. Vete y llévate a mamá; ¡vete y déjame en paz, porque aquí no haces falta!

-Me iré con una sola condición: que hagas marcharse a Juan. Si él se va de veras, si se aleja de la Martinica, yo… yo.. ' -¿Te irías si yo te diera mi palabra de que Juan se va?

-Me iría después de haberlo visto marchar. Te conozco, Aimée, te conozco demasiado bien, supongo que por desgracia para ambas.

-Pues si me conoces, sabrás que yo no renuncio a nada jamás, que no renuncio ni al placer ni a la riqueza, teniendo ambas cosas en la mano.

-¿Qué pretendes… ?

-Lo que pretendo está muy claro, y por qué medios he de lograrlo es cuenta mía. Por tu bien te aconsejo que te va-yas, por tu bien exclusivamente, Mónica. No quiero ir contra ti, no quiero destrozarte a ti de paso, pero como enemiga leal te advierto, te he advertido ya cien veces, y esta es la ultima, Mónica… ¡apártate de mi camino, porque a la hora de la verdad no veré nada, no miraré nada!

-Tu camino no es el que supones y es por tu bien que quiero cerrarte el paso.

-Basta, Mónica, mi vida entera me la estoy jugando a una carta. La batalla es tan dura que me va en ella hasta la vida. No quieras interponerte, porque serás tú la primera víctima…

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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