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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 13)



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– Pero él se va a acostar en la cama…

Vadinho hizo un ademán de pena e impotencia:

– No lo puedo impedir, pero, apretándonos un poco, cabemos los tres…

Esta vez ella se enojó realmente:

– ¿Qué es lo que piensas de mí? ¿O ya olvidaste cómo soy? ¿Por qué me tratas como si fuera una mujer de la vida, una meretriz? ¿Cómo te atreves? ¿Ya no me respetas? Tú sabes bien que soy una mujer honesta…

– No te enojes, mi bien… Fuiste tú quien me llamó…

– Sólo quería verte y conversar contigo…

– Pero si aún no hemos hablado…

– Vuelve mañana y entonces conversaremos…

– No puedo estar yendo y viniendo… ¿O piensas que es un viaje de juguete como ir de aquí a Santo Amaro o a la Feira de Sant'Ana? ¿Crees que basta con decir «voy a tal parte, ahora vuelvo»? Mi bien, ya que vine, me instalo de una vez…

– Pero no aquí, en el dormitorio, en la cama, por el amor de Dios. Mira, Vadinho, incluso aunque él no te vea, yo me quedo como muerta, sin saber qué hacer. No tengo cara para eso – dijo con voz entrecortada… (él nunca quiso verla llorar).

– Está bien, voy a dormir en la sala, mañana resolveremos eso. Pero antes quiero un beso.

Él doctor ya estaba lavándose en el cuarto de baño, se oía correr el agua. Ella ofreció la mejilla, pudorosa.

– No, mi bien… En la boca, si quieres que me vaya…

El doctor aparecería de un momento a otro… ¿Qué otra cosa podía hacer sino satisfacer la exigencia del tirano, ofrecerle los labios?

– ¡Ay, Vadinho, ay…! – Y no dijo nada más, labios, lengua y lágrimas – ¿de vergüenza o de alegría?- , enjugados por aquella boca voraz y sabia. ¡Ah, ése sí que era un beso!

Él se fue totalmente desnudo como estaba, ¡tan bello y tan viril! El dorado vello le cubría brazos y piernas, una mata de pelos rubios en el pecho, la cicatriz del navajazo en el hombro izquierdo, el bigote insolente y la mirada de chulo. Salió dejándole el beso, que le quemaba en la boca (y en las entrañas).

Trasponiendo la puerta, el doctor Teodoro le hizo los debidos elogios:

– Una fiesta de primera, querida. Todo en orden, no faltó nada, todo perfecto. Así es como me gusta, sin un error – dijo. Y fue a cambiarse tras el respaldo de la cama, mientras ella se ponía el camisón.

– Felizmente, todo salió bien, Teodoro.

Para celebrar el aniversario se puso el camisón de encajes y volantes de la noche de bodas en Paripé, obra de doña Enaide, guardado desde entonces. Se contempló en el espejo, sintiéndose bonita y deseable. Y tuvo ganas de que la viese Vadinho, aunque fuera sólo una ojeada.

– Voy adentro a beber un vaso de agua, vuelvo en un minuto, Teodoro.

Era posible que el otro se hubiera quedado dormido, fatigado por el largo viaje. Para no despertarlo, entró al corredor caminando de puntillas. Sólo quería verlo un instante, acariciar su rostro si estaba dormido y mostrarle (de lejos), si estaba despierto, el camisón.

Llegó justo a tiempo para verlo salir a través de la puerta, desnudo y apurado. Se quedó inmóvil, helada, sintiendo que le dolía el corazón; ¿se habría ofendido decidiendo irse de vuelta y dejándola sola para siempre? Nunca más vería su rostro delicado para posar en él sus labios, nunca más se podría exhibir en camisón ante él (para que él extendiese la mano y se lo sacase, riéndose). Nunca más. Se había ido ofendido.

Mejor así, quizá. Seguramente mejor así. Era una mujer recta…, ¿cómo mirar a otro hombre, aun a ése, cuando su marido la esperaba en la cama, con el pijama nuevo (regalo de aniversario del casamiento)? Mejor así, mejor que Vadinho se hubiera ido para siempre. Ya lo había visto, ya lo había besado, no deseaba nada más. Mejor así, repetía, mejor así.

Pudo marcharse de allí e irse al dormitorio. ¿Por qué partiría él de regreso tan pronto? ¿Por qué se fue tan de repente si para venir hubo que atravesar el espacio y el tiempo? Quién sabe…, a lo mejor no se fue para siempre.

Quién sabe, quizá salió a pasear, echar una ojeada a la noche de Bahía, ver cómo andaba el juego, cómo lo habían cultivado en su ausencia…, habría salido sólo a inspeccionar, de ronda, del Pálace al carteado de Tres Duques, del Abaixadinho a la casa de Zé da Meningite, del Tabaris al antro de Paranaguá Ventura.

  • V. De la terrible batalla

entre el espíritu y la materia,

con singulares acontecimientos

y pasmosas circunstancias, que sólo

podían ocurrir en la ciudad

de Bahía, y crea lo que aquí

se cuenta quien quisiere

(con un coro de atabaques y agogós y

con Exu lanzando una cantiga picaresca:

Ya cerré la puerta,

ya la mandé abrir).

ESCUELA DE COCINA

«SABOR Y ARTE»

Lo que les gusta a los orixás

y lo que les repugna

(Información suministrada por Dionisia de Oxóssi)

Todos los miércoles Xangó come amala, y en los días de respeto come tortuga o carnero (ajapá o agutan). A Ewa, orixá de las fuentes, le repugnan la cachaca y la gallina. lyá Massé come conquém. Para Ogun, reservar el chivo y el akikó, que así se llama al gallo en lenguaje de iniciado. Omolu no soporta el cangrejo.

De espejo y abanico, de melindre y mimo, a Oxun le gusta el acara y el ipeté hecho con ñame, cebolla y camarones. Para acompañar a la carne de cabra, su carne predilecta, servirle al mismo tiempo: harina de maíz con aceite de palma y miel de abejas.

Oxóssi, a quien le encanta ser muy respetado, rey del Ketu, cazador, está lleno de repugnancias. En la selva enfrenta al jabalí, pero no come pescado si éste tiene piel, no tolera el ñame ni el frijol blanco y no quiere ventanas en su casa; su ventana es la selva.

A la guerrera que no teme a la muerte ni a los eguns, a Yansá, no le ofrezcan calabaza, ni le den lechuga o zapote, ella come acarajé. Frijoles con maíz para Oxumaré, y para Nanan carurú bien sazonado. (El doctor Teodoro es de Oxalá, se le ve en seguida por su seriedad y compostura. Cuando luce temo blanco y lleva su fagot, es igual a un paxoró, parece Oxolufan, Oxalá viejo, el mayor de los orixás, el padre de todos.) Las comidas de Oxalá son ojojó de ñame, despacho de maíz blanco, girasol y acaca. A Oxalá no le gustan los condimentos, no usa sal ni tolera el aceite.

(Dicen que fue el Asobá Didi quien hizo los conjuros para el finado y los búzios los confirmaron tres veces: el santo de Vadinho era Exu y no otro. ¿Será Exu el diablo, como se afirma por ahí? Quizá sea Lucifer, el ángel caído, el rebelde que enfrentó a la ley y se vistió de fuego.)

Es comida para Exu todo cuanto la boca prueba y come, pero bebida es una sola, la cachaca pura. Exu espera las encrucijadas, sentado en la noche, para tomar el camino más difícil, el más estrecho y complicado; según dicen todos, el mal camino, pues Exu sólo acepta el reinado. ¡Qué Exu más reinador el de Vadinho!

1

No tardaría el croupier en anunciar la última bola: habían llegado la madrugada y el cansancio. Desesperada, Madame Claudette iba de jugador en jugador, extendiendo su mano pedigüeña de uno en otro. Ya ni siquiera conseguía dar a los ojos y a la voz el tono de convite, el toque de malicia, la promesa de un dulce pago. Ya no le quedaba ni un resquicio de amor propio, sólo miedo al hambre, a morir de hambre. Ya no decía, con su puro acento parisiense: «mon chéri», «mon petit coco», «mon chou»; sólo suplicaba – la voz saliéndole de entre los dientes podridos- una ficha, al menos una de las más chicas, de cinco mil- réis. No para jugar, sino para cambiarla, asegurándose así la comida del día siguiente.

Si la hubiesen atendido cuando entró, burlando la vigilancia del portero, o conmoviéndolo (había orden de no dejarla pasar), hubiera puesto la ficha en la ruleta para que se multiplicase – con toda seguridad– , obteniendo así dinero para el alquiler, vencido, de la pocilga en el conventillo de Pelourinho, donde vivía junto a los ratones y las cucarachas (unas cucarachas negras y cascarudas, que se subían a la cama, un asco). Cada mañana la despertaban los gritos y carraspeos, las amenazas de desalojo inmediato de Pestilente, cobrador de la señora doña Inmaculada Taveira Pires, propietaria de aquel y de otros muchos tugurios, cuya renta íntegra le había dejado el comendador para sus caridades.

En cuanto al alquiler…, ¿quién sabe?, tal vez pudiese conseguir otro plazo, por un día o dos, si el Pestilente se sintiera dispuesto a «aliviar la materia», como él decía, y ella satisfaciera sus necesidades. Precio terrible, al decir de quienes conocían a Pestilente (aun conociendo también a Madame Claudette y su extremada decadencia: comparada con él, ella era perfume y flor).

Cercana a los setenta – si no los tenía ya- , casi calva, apenas con unos pocos pelos, le quedaban restos de los dientes, y tenía cataratas en los ojos. Ya no estaba en condiciones de ejercer el honrado oficio en el que un día fuera excelsa majestad, cuando los clientes hacían cola en la sala de la pensión- de- mujeres en donde lo cumplía con refinamiento. Había desembarcado en San Salvador cuando poseía toda la fuerza y el encanto de los cuarenta años, pareciendo de veinticinco – vía Buenos Aires, Montevideo, San Pablo, Río- , «sensación de París» y del alto meretricio de Bahía. Hacía tanto tiempo, que Madame Claudette no guardaba de él sino un débil recuerdo, de modo que la remembranza de todo aquel fausto ni siquiera le servía como fuente de alegría.

Fue descendiendo poco a poco, calle a calle, desde la Pensión Europa, en la Praga do Teatro, cumbre suprema de lo chic, donde los coroneles del cacao tiraban billetes de quinientos y aprendían, en cursos intensivos, las gálicas finuras del placer; de allí fue bajando de jerarquía y de precio hasta llegar, tras un viaje de años y años, implacablemente, a la última inmundicia en la falda de las laderas, el arroyo de Juliáo, al del Pilar, el callejón de la Carne Podrida. Y por último, ni tampoco eso. Desde entonces fue aguantando su hambre amarga en los cuartos más miserables. Trotadera a escondidas, se ofrecía por dos gordas en las esquinas más lúgubres, «miché de París, mon coco». Cierta vez, un negro que andaba en los comienzos de la borrachera, le dijo, casi afectuosamente, dándole una moneda:

– Vaya a criar a sus nietos, abuelita, usted ya no sirve para puta.

No tenía nietos, ni un pariente, ni un amigo, ni nada. Tampoco le quedaban vestidos elegantes para ponerse, y sus últimos trapitos eran una mezcla de remiendos y suciedad. Había vendido, pieza por pieza, todo cuanto poseyera. De la última joya, la que conservara por más tiempo (herencia de la familia), se había desprendido cierta madrugada, hacía unos diez años (más o menos, pues Madame Claudette hace mucho que dejó de contar meses y años), cuando, ya en la decadencia, ejercía en la calle San Miguel miché barato. Vadinho, cofrade insensato pero galante, le había ofrecido montones de dinero y se llevó el collar azul- turquesa.

En ese instante, allí, ante la mesa de la ruleta, en el momento exacto de hacer juego, al girar la última bola, Madame Claudette, sin fichas, sin un vintén, y sin esperanzas, se acordó de Vadinho. Con ganancias o pérdidas, en noche de suerte o de mala sombra, jamás dejara él de ofrecerle por lo menos una ficha de diez tostóes y un palpito. En una ocasión él casi hizo saltar la banca en el Casino Tabaris, saliendo con los bolsillos abarrotados de dinero y yendo a festejarlo con una panda de amigos, en un itinerario de copas, de lugar en lugar. En cada uno de ellos, al llegar, distribuía, como un rey de cuentos de hadas, billetes de cinco y diez mil- réis, y algunos de veinte y cincuenta. Fue un delirio, las atorrantas lo llevaban en andas.

Si Vadinho viviese, si estuviera allí, al menos le daría una ficha, asegurándole el bife con frijoles y el paquete de cigarrillos, y además lo haría con aquella traviesa sonrisa suya, con su insolente gracia, mientras decía: «A su disposición, Madame, a su servicio.» Madame respondía: «Merci, mon chou», y se iba a jugar. Pero, ¡ah!, había muerto joven, en un carnaval, si no le fallaba su borrosa memoria.

Sucedió exactamente en el momento en que lo recordaba, justamente entonces: Chastinet, el croupier perfecto, iba a recoger y pagar la última bola, con las manos llenas de fichas – de cien, de doscientos, de quinientos: las de quinientos eran grandes, de madreperla, una belleza- , cuando sintió algo, una angustia, como si le atravesaran el cuerpo. Soltó un grito ronco y breve, le cayeron los brazos abriéndosele las manos y las fichas rodaron por la alfombra.

Los malandras se precipitaron rápidamente y hubo una confusión de hombres y mujeres agachándose y disputando. Sólo Madame Claudette, de puro confundida y desesperada, no tuvo fuerzas para entrar en el remolino y se quedó quieta hasta que Chastinet, ya repuesto, se arrodilló para recoger lo que quedaba. También Granuzo, jefe de sala, venía corriendo para salvar lo que se pudiese. Sobraron fichas para todos menos para ella, atónita.

De pronto, Madame Claudette sintió que una mano le ponía en el fláccido pecho una de las grandes, de las de quinientos, de las de madreperla, dinero de sobra para pagar el cuarto y garantizarle una quincena de almuerzos.

«A su disposición, Madame, a su servicio», le pareció que decía una voz como aquella otra, llena de astucia y picardía. «Merci, mon chou», respondió ella, siguiendo la antigua costumbre. Tomó el camino de la caja para realizar su fortuna, pues era demasiado vieja y curtida para buscar una explicación al misterio. Probablemente alguno de los jugadores, con generosidad y rapidez, le había puesto en el escote una de aquellas fichas robadas. «Merci, mon vieux…», fuera quien fuese.

2

Doña Flor despertó sobresaltada. El doctor Teodoro ya se había bañado y afeitado y comenzaba a vestirse.

– Dormí demasiado…

– Es natural, querida, debes estar muerta de cansancio. No es un juego preparar una francachela como la de anoche y además recibir y atender a la gente… Necesitas descansar. ¿Por qué no te quedas en cama? La empleada preparará todo…

– ¿En cama? Si no estoy enferma…

Y se levantó, arreglándose a toda prisa: todas las mañanas desayunaban juntos, y a toda costa quería ser ella quien pusiese el cuscuz a calentar; sólo ella sabía preparar la masa al gusto del marido, leve y esponjosa. Para conseguirlo le ponía una pizca de tapioca en polvo.

Estaba cansada, sí, pero no por la fiesta; tenía el cansancio de una noche de insomnio, el oído alerta, como en otros tiempos, esperando los pasos conocidos en la calle, a altas horas. Además de otra inquietud: ¿había notado Teodoro, por casualidad, alguna diferencia en ella cuando se celebró el festejo principal con que cerraron las brillantes conmemoraciones del aniversario? No era miércoles ni sábado, pero doña Flor tenía puesto el camisón nupcial y el doctor dijo:

– ¡Qué recuerdo más gentil, querida! Hay ocasiones que se imponen, perdóname si hoy abuso sin hacer caso al calendario…

Él era siempre así, tan prudente y delicado, ¿qué mujer no quedaría cautiva de su educación? Aceptó doña Flor, pero con los sentimientos en desorden. Sus labios dolidos, la boca hecha una brasa, la lengua un fuego, conservaban el gusto picante de Vadinho, su ardiente sabor; y el beso con que el doctor, invariablemente, daba principio a sus transportes, le supo a fofo e insípido.

Llena de confusión, se perdió en el camino, rompiéndose la coordinación justa y perfecta que los unía en el placer, casto pero impetuoso. En su turbación, no pudo acompañar al marido paso a paso como de costumbre, y allá se fue él primero, mientras que doña Flor, en el bis (pues hubo bis), consiguió liberarse de la prisión de sus tensos nervios. Jamás se había dado así, con tanto desacierto, casi repitiendo los errores de la noche de Paripé. Por suerte, aunque él la hubiese notado extraña y esquiva, seguramente atribuyó el desencuentro y el comportamiento a la fatiga, al ajetreo de la fiesta de cumpleaños.

De mañanita, cuando la primera luz, todavía confundida con la noche, comenzaba a extenderse por las paredes, doña Flor oyó unos pasos a lo lejos, y sólo entonces se quedó dormida, con un sueño pesado, como si hubiera tomado estupefacientes.

Ahora se ponía las chinelas, la bata floreada sobre el camisón, se pasaba el peine por el pelo y se encaminaba a la cocina. Pero al llegar a la sala descubrió al perverso, tendido sobre el diván, en toda su impúdica desnudez. Tenía que despertarlo sin falta antes de condimentar el cuscuz (desde la cocina llegaba el suave aroma del café, que el ama estaba colando). Doña Flor tocó el hombro de Vadinho y él abrió un ojo, rezongando:

– Déjame dormir, acabo de llegar…

– No puedes dormir aquí, en la sala…

– ¿Qué tiene de particular?

– Ya te dije, me turbas…

Él hizo un gesto de impaciencia:

– ¿Y yo qué tengo que ver…? Déjame en paz. .

– Ya comienzas con tus modales de bruto… Por favor, Vadinho…

Él volvió a abrir los ojos y sonrió perezosamente:

– Está bien, boba. Voy al dormitorio… ¿Ya salió mi colega?

– ¿Colega?

– Tu doctor… ¿No nos hemos casado contigo los dos, no somos tus maridos? Colegas de concha, mi bien… – Y la miraba con complicidad e impudor.

– ¡Vadinho! No te admito esas groserías…

Había alzado la voz, y de la cocina se oyó a la empleada:

– ¿Me hablaba, doña Flor?

– Decía que ya voy a hacer el cuscuz…

– No se enfurruñe, mi bien… – dijo Vadinho levantándose. Tendió la mano para agarrarla…, ¡oh, qué desnudez más indecente!…, pero ella huyó.

– No tienes juicio…

Los dos hombres se cruzaron en el comedor, y, viéndolos pasar, uno que salía, otro que entraba, doña Flor sintió ternura por ellos, tan diferentes, pero ambos maridos suyos ante la iglesia y el juez. «Los dos colegas», se acordó riéndose de la graciosa picardía. En seguida se contuvo: «Dios mío, me estoy volviendo de un cinismo que ni Vadinho.» Además, el cínico le estaba haciendo una guiñada de entendimiento mientras sacaba la lengua en dirección al doctor, haciendo con la mano un gesto pornográfico. Doña Flor se disgustó.

No, eso no estaba bien, y ella no podía tolerar esas indecencias, esas bromas sucias, esas maneras de granuja, esas groserías y abusos. Ya era tiempo de que Vadinho aprendiese a comportarse en una casa respetable.

El doctor, afeitado al ras, de chaleco y chaqueta, reluciente, le decía:

– Hoy estamos un tanto atrasados, querida…

– Dios mío, el cuscuz – exclamó doña Flor corriendo hacia la cocina.

3

Al finalizar la clase del turno de la mañana, cuando las alumnas estaban echando a suertes para ver quién se llevaría la compotera de baba- de- moca para su casa, doña Flor sintió su presencia ya antes de verlo.

Aún no se había acostumbrado al hecho de que sólo era visible para ella, y, al encontrarlo junto a la mesa, exhibiéndose completamente desnudo, se estremeció. Pero como las alumnas no reaccionaban ante el escándalo, recordó su privilegio: para los demás, su primer marido era invisible. Mejor así.

Las alumnas continuaron riendo y bromeando como si entre ellas no estuviese un hombre desnudo en pelo, que las estudiaba de arriba abajo con ojo clínico, demorándose en las más bonitas, el abusador. Ahí estaba otra vez perturbando las clases, metiéndose con las alumnas igual que antes. A propósito, Vadinho le debía ciertas explicaciones, la rendición de algunas viejas cuentas atrasadas: lo de aquella pérfida Inés Vasques dos Santos, la esquelética.

Muy suelto de cuerpo, a sus anchas, con paso ligero, casi un paso de danza, dio tres vueltas en torno a la exuberante Zulmira Simóes Fagundes, criolla augusta, de opíparas caderas, de sueltos, independientes senos de bronce (por lo menos lo parecían), secretaria privada del poderoso magnate señor Pelancchi Moulas, muy privada al decir de la gente.

Habiendo aprobado sus ancas con preferencia y alabanza, Vadinho quiso poner en claro de una vez por todas el enigma de los senos: ¿serían realmente de bronce o solamente de una extraordinaria firmeza? Para salir de dudas se elevó en el aire, los pies hacia arriba, la cabeza hacia abajo y escudriñó en el descote de la princesa de la nación nagó.

Doña Flor se quedó muda, aterrada: todavía no lo había visto nunca en vilo, tan a su arbitrio en el aire como en tierra firme, manteniéndose en él del modo que mejor le conviniese: vertical o extendido horizontalmente, inclinado o de cabeza para abajo, como en aquel momento estaba, espiando los pechos de la soberbia moza.

A las alumnas no les era dado verlo, es cierto, pero algo debían sentir en la atmósfera, pues estaban nerviosas en demasía, riéndose y hablando sin ton ni son, con una especie de presentimiento. Doña Flor se fue poniendo furiosa, Vadinho estaba sobrepasando todos los límites.

Y realmente los sobrepasó cuando, no satisfecho con escudriñar, metió la mano escote abajo para averiguar, definitivamente, de qué materia prima estaban hechas aquellas divinas creaciones: ¿eran de carne y sangre, o eran un milagro?

– ¡Ay! – gimió Zulmira- , me están tocando… Doña Flor perdió la cabeza ante tanta canallada y explotó, gritando:

– ¡Vadinho!

– ¿Quien? ¿Qué ¿Cómo? ¿Qué le pasa? ¿Qué fue? – Atontadas, excitadas, las alumnas rodeaban a la compañera y a la profesora- . ¿Qué fue lo que dijo, doña Flor? ¿Y usted, Zulmira?

Zulmira explicó, suspirando mimosamente:

– Sentí que algo me tocaba y palpaba el seno..

– ¿Le duele?

– No… Fue más bien agradable…

Doña Flor se repuso con esfuerzo… Vadinho había desaparecido al oír su indignada exclamación.

4

Al atardecer, Vadinho le insistió dos o tres veces, con tono zumbón, sonriendo burlonamente:

– Vamos a ver quién puede más, mi santa… Tú con tu doctor y tu orgullo, o yo…

– ¿Tú con qué?

– Yo, con mi amor…

Era un desafío, y doña Flor, fortalecida por la promesa que él le hiciera poco antes (no la tomaría por la fuerza, sólo a las buenas, con su consentimiento), se apuró a aceptarlo, dispuesta a correr el riesgo, pues para eso poseía un carácter íntegro y un ánimo valeroso. «Quien atravesó, arrogante mío, sin quemarse el infierno de la viudez, no le tiene miedo a fantasmas ni a seductores»:

– Pongo mi honestidad por encima de todo… Vadinho se echó a reír:

– Estás hablando lo mismito que el doctor, mi bien. De un modo estrambótico, muy engolada, pareces un profesor… Ahora le tocó a ella reír:

– Soy profesora, ya lo era antes de conocerlo a él y de conocerte a ti. Y por más señas una profesora muy cotizada…

– Profesora de manjares y de presunción…

– ¿Crees de verdad que me volví presuntuosa? ¿Que cambié?

– Tú nunca vas a cambiar, mi bien. Tu única presunción es tu honra. Pero ya la gocé una vez y la voy a gozar otra… Por más profesora que seas, mi bien, en el yogar eres mi alumna. Y yo vine aquí para acabar de formarte…

Siguiendo el juego, entre risas y bromas, tiernamente, se quedaron conversando hasta la hora del almuerzo. Doña Flor, llena de aires y de jactancia: jamás lograría doblar Vadinho su voluntad de mujer honesta y vencer su virtud de casada. La otra vez era una adolescente cohibida, no supo regular las emociones del primer amor y allá se le fue la honra, en la brisa del Itapoá. Pero ahora era una mujer experimentada en el dolor y en la alegría y conocía el precio y el significado de cada cosa. Vadinho se iba a cansar de esperar.

Mas él no creía que la resistencia de ella fuese invencible:

– Vas a entregárteme cuando menos lo esperes… Como la otra vez…, ¿y sabes por qué?

– ¿Por qué?

Arrogante, insolente, él contestó:

– Porque te gusto y porque en el fondo, allá muy en el fondo, donde ni tú misma puedes ver, estás loquita de ganas de entregarte a mí…

Vadinho estaba lleno de ardides y de compadradas. Doña Flor, firme en su decencia fundamental, le respondió:

– Esta vez vas a perder… el tiempo y la serenata…

Fue un atardecer sereno y lleno de encanto, a pesar de sus comienzos difíciles y desagradables. Cuando, después de las clases vespertinas, doña Flor salió del baño y se estaba perfumando y peinando ante el espejo, semidesnuda, con sólo el sostén y la bombacha, sintió un murmullo de aprobación que procedía de alguna parte del aposento. Sin embargo, antes de entrar y de salir del baño, había revisado el cuarto, comprobando la ausencia de cualquiera de sus dos maridos: el doctor estaba todavía en la farmacia y Vadinho no volvió a aparecer desde el escándalo del primer turno. Pues bien: allí estaba el tinoso, sobre el ropero, balanceando las piernas. Borroso en la penumbra, parecía hecho de la misma madera que el ángel colocado en el corredor de la iglesia de Santa Tereza. Su mirada caía sobre los hombros de doña Flor, tan libidinosamente, que su gula parecía que iba a resbalar como un aceite sobre ella, sobre su cuerpo húmedo. ¡Dios mío!, exclamó doña Flor, tomando la bata para vestirse a todo lo que daba.

– ¿Y eso por qué, mi bien? ¿Es que yo no te conozco, toda, todita entera? ¿Hay alguna parte que no te haya besado? ¿Qué tontera es ésa?.., ¡qué estupidez…!

Con un salto de bailarín – ¡qué ligereza de movimientos!- su cuerpo desnudo atravesó la luz y la sombra y vino a aterrizar con elegancia sobre la cama de hierro, sobre el nuevo colchón de resorte:

– Hijita, este nuevo colchón es una nube, es más que bueno… Mi enhorabuena…

Y se estiró con indolencia. Un rayo de luz destacaba la sonrisa satisfecha en su rostro sensual y tentador. Doña Flor, en la sombra, lo contemplaba.

– Ven aquí, Flor, ven a acostarte conmigo, vamos a yogar un poquito. Acuéstate aquí, vamos a rodar en este colchón fabuloso…

Todavía con rabia por lo acontecido con las alumnas – por aquel despropósito de Vadinho metiéndole mano a los senos de Zulmira, y a la apestada le gustó, pues aun sin percibir al sinvergüenza, se derretía toda, en desmayado ademán- , doña Flor reaccionó con brusquedad:

– ¿Te parece poco lo que hiciste? Y no contento con eso ¿todavía vienes a esconderte para espiarme? En todo este tiempo no has mejorado tu modo de conducirte, podías haber aprovechado…

– No te pongas así, mi bien… Acuéstate aquí, juntito a mí.

– ¿Aún tienes coraje para pedirme que me acueste contigo? ¿Qué es lo que piensas de mí? ¿Que no tengo honra ni carácter? Vadinho no quería discutir:

– Mi bien, ¿por qué ese enojo? No hice nada exagerado… Sólo dejé que los ojos se regalaran en la anatomía de la moza… Nada más que por curiosidad, para saber cómo están hechos esos caprichos de Pleancchi Moulas. Dicen que él mama en esos pechos… – Se rió y después dijo en voz baja- : Venga, mi bien, siéntese aquí junto a su maridito, ya que no quiere acostarse, ya que tiene miedo. Siéntese, para hablar dos palabras…, ¿no fuiste tú misma quien dijo que necesitabas hablar?

– Si me siento vas a querer tomarme por la fuerza…

– ¡Ah, si yo pudiese!…, ¿así que crees que si yo pudiera tomarte por la fuerza, sin tu consentimiento, estaría aquí adulándote, perdiendo el tiempo? Por la fuerza, mi bien, jamás te voy a poseer: toma nota de eso, que es palabra de Vadinho…

– ¿Tienes prohibido forzarme?

– ¿Prohibido? ¿Y por quién? No hay Dios ni diablo que me prohiba nada. ¿No lo sabes tú? ¿Acaso no has vivido conmigo siete años?.. ¿Y todavía no me conoces?

– ¿Y por qué, entonces?

– ¿Alguna vez te tomé a la fuerza? Dime.. una sola…

– Nunca…

– ¿Y entonces? Yo mismo me lo prohibí, nunca necesité forzar a una mujer, y una vez que Mirandáo quiso apoderarse de una negrita por las malas, en el arsenal de la Uniáo, yo no lo dejé… Este fulano, querida, sólo toma lo que le dan y cuando se lo dan de buen grado, de corazón… A la fuerza, ¿qué gusto puede haber que no sea malo?

La contempló largamente, volviendo a sonreír.

– Tú vas a dárteme, Florcita linda, y yo estoy loco porque llegue pronto la hora de gozar tu peladita… Pero eres tú misma quien te me vas a dar, quien va a abrir las piernas, pues yo sólo quiero cuando tú también quieres. No te quiero con gusto a odio, mi bien.

Ella sabía que ésa era la pura verdad: el orgullo crecía en el pecho del (primer) marido como una aureola, como un resplandor. No precisamente de santo, sino de hombre, de hombre macho y derecho. Entonces doña Flor se sentó al borde del lecho; Vadinho, tendido junto a ella, la miraba. Sintió relajarse sus nervios y se abandonó, desarmada frente a él. Apenas se sentó y ya la mano del bandido le descendía por la cintura al ánfora del vientre. Se levantó indignada:

– Verdaderamente, no tienes arreglo… Me hiciste creer que hablabas de corazón, que eras un hombre de palabra. Pero en seguida te desmientes, y comienzas a meter mano…

– ¿Y acaso te estoy obligando, tomándote a la fuerza? ¿Sólo porque puse la mano en tu ombligo? Siéntate aquí y escucha, mi bien: no te voy a forzar, pero eso no quiere decir que no haga todo, todo, que no use todos los recursos para que tú te me des por tu propia voluntad. Siempre que te pueda tocar te voy a tocar, cuando pueda darte un beso te lo voy a dar. No te engaño, Flor mía, voy a hacer todo, todo, y a prisa, porque estoy loco por comerte todita, vine muerto de hambre.

Era un reto: su honra de mujer honesta contra la fascinación de Vadinho y su labia, su jactancia y su picardía.

– No te engaño, Flor, te voy a envolver, y cuando ese doctor tuyo menos se lo piense tendrá una corona de cuernos en la cabeza. Además, mi bien, con esa cabezota y alto como es, va a quedar lindo, va a ser un pedestal de la mejor calidad para la cornamenta.

¿La desafiaba? Pues muy bien, mi señor primer marido y garañón de fama en las casas de cita y en la zona, sutil seductor de solteras y casadas, el menda, el bigardo: por más astuto que seas no vas a gozar otra vez mi peladita. Con toda tu astucia, con toda tu labia, con tu prosopopeya entera, mi bigardo, no me dejaré vencer ni burlar: soy una mujer honesta, no voy a manchar mi nombre ni el de mi marido. Acepto el desafio.

Luego de reflexionar de ese modo, tomó una decisión y volvió a sentarse al borde del colchón:

– No hables así, Vadinho, es feo… Respeta a mi marido…, no digas esas palabras, vamos a hablar de cosas serias. Si yo te llamé, como tú dices, fue para conversar contigo. No era con mala intención. ¿Por qué tienes una idea tan baja de mí?

– ¿Yo? ¿Cuándo pensé mal de ti?

– Fui tu mujer durante siete años…, tú andabas suelto por la calle… y no sólo en el juego. Vivías en la cama de todas las mujeres perdidas de Bahía, te metiste con muchachas y con mujeres casadas, unas tipas todavía peores que las de la vida… Y ya que hablamos de esas estúpidas, acabo de descubrir que anduviste liado con Inés, una tísica que iba a la escuela hace ya mucho tiempo…

– ¿Inés? ¿Flacucha? – Buscó el nombre y la figura en su memoria excelente, de sablista, y allí encontró a la esbelta Inés Vas- ques dos Santos, con su hocico y su apetito voraz- . ¿Eso? Puros huesos y pellejo. Nada importante, no te preocupes por eso, mi bien. Un pasatiempo y de los peores. Además, hace tanto que sucedió…, ¿por qué sacas a relucir eso, un asunto tan viejo, algo ya pasado?

– Asunto viejo, algo ya pasado, pero yo no lo supe hasta el otro día… ¿Te imaginas qué vergüenza, Vadinho? Tú muerto y enterrado, yo casada de nuevo, y tus fechorías persiguiéndote todavía… Por eso y por otras cosas iguales es por lo que te llamé, porque todavía tenemos cuentas que ajustar. No te llamé para lo que tú piensas…

– Pero, mi bien, fuera para lo que fuese me llamaste, y ya que estoy aquí, ¿qué mal hay en que yoguemos un minutito? Aprovechemos y démosle gusto al cuerpo. Tú andas algo necesitada; yo, ni digamos…

– Tú debías conocerme, saber que no soy mujer capaz de engañar a su marido. Durante siete años me hiciste toda clase de diabluras, me engañaste de todas las maneras. Todo el mundo lo sabe y se comenta hasta en la calle…

– ¿Y tú haces caso a esa porquería de alcahuetas?

– Tú me engañaste y no poco, fue algo serio… Si yo fuese otra te hubiera largado, o te hubiera llenado de cuernos y de vergüenza. ¿Hice eso? No, aguanté firme porque soy una mujer recta, Vadinho, gracias a Dios. Nunca miré a ningún hombre mientras tú vivías…

– Lo sé, mi bien…

– Y sabiéndolo, ¿cómo quieres que engañe a Teodoro, que es tan marido mío como tú, y un hombre serio que nunca me traicionó con otra? Nunca, Vadinho, nunca. Una vez, hasta… – Pero se contuvo.

– ¿Hasta qué, mi bien? – le pidió él con voz muy suave- , cuenta el resto…

– Pues hubo muchas mujeres que andaban tras él, y él ni medio…

– ¿Fueron verdaderamente tantas? No exageres, mi bien, sólo una, y era Magnolia, la zorra mayor de Bahía, y él hizo un papelón. En dónde se vio que un nombre grande, doctor y todo, se portase como un chico virgen, sintiera miedo de una mujer…, sólo le faltó pedir socorro. Una vergüenza…, ¿sabes cómo le llaman después de ese fiasco? Doctor Lavativa, mi bien…

– Vadinho, no sigas… Si quieres conversar seriamente, muy bien, pero venir aquí para burlarte de mi marido, eso no… Has de saber que me gusta mucho, que sé apreciar el trato que me da y nunca voy a manchar su nombre…

– Fuiste tú quien sacó la conversación, palomita mía. Pero

di la verdad…, ¿quién te gusta más? No mientas… ¿Yo o él?…

Puso la cabeza en el regazo de doña Flor y ella le acarició los cabellos. Meditabunda, no respondió a la comprometedora pregunta.

– Nunca lo voy a engañar, Vadinho, él no lo merece…

Vadinho respondió aliviado, sonriendo inocentemente, como una criatura. Ella le acariciaba el pelo, una mata de pelos rubios, una dulce tibieza. Lo que él le decía ahora no era ya una pregunta, era una afirmación:

– A ti te gusto más yo, mi bien… Estoy seguro.

– Él sólo merece que le dé amor…

La mano de doña Flor se detuvo en la cicatriz del navajazo: le gustaba sentir el recuerdo de esa pelea, ocurrida antes de haberse conocido, el tajo ancho y hondo, ganado en una riña de adolescentes, inmediatamente después de haberse fugado del colegio. ¡Qué Vadinho más fanfarrón y granuja! ¡Y tan buen mozo!

La dulzura de la tarde entraba en el cuarto en penumbra, con una brisa imperceptible.

– Mi bien – dijo él- , yo tenía una nostalgia tan loca de ti, tan grande, que pesaba en mi pecho como una tonelada de tierra. Hace tiempo que quería venir, desde que me llamaste por primera vez. Pero tú me habías atado con el mokan que te dio Didí y hasta ahora no pude librarme de él y venir… Porque sólo ahora me llamaste de veras, con ganas, necesitándome verdaderamente…

– Yo también tuve nostalgia todo el tiempo… De nada sirvió que tú fueras malo, Vadinho, casi me muero cuando tú falleciste…

Doña Flor sentía dentro de ella algo así como ganas de reír, o de llorar, da lo mismo, pero en sordina, muy bajito. Era tan suave la caricia de la mano de Vadinho en su brazo, en su cuello, en su cara, mientras la cabeza de él descansaba en su regazo, moviéndose en busca de una posición más cómoda, sintiendo en los muslos su peso y su calor, adormeciéndola. Linda cabeza de cabellos rubios. Doña Flor fue bajando el rostro poco a poco. Vadinho alzó el suyo, y, de repente, le dio un beso y no por la fuerza.

Desprendióse doña Flor del beso y de los brazos en los que ya se sentía desfallecer.

– ¡Dios mío! ¡Ay! ¡Dios mío!…

No era un desafio cualquiera. No podía permitirse un solo minuto de abandono, ni el menor descuido, si no quería que el tinoso la embaucase.

Silbando, muy campante, con una sonrisa burlona, Vadinho se levantó y comenzó a revolver los cajones del armario. Acaso de puro curioso, o, ¿quién sabe?, para dejar que doña Flor buscara por el cuarto, sin sentirse coartada, los restos de su fuerza de voluntad, de su proclamada resolución.

5

Cuando llegó el doctor a la hora de la cena, doña Flor ya se había reintegrado totalmente a su innata decencia, fortaleciendo aún más su decisión de conservarse digna del marido, preservando su limpio nombre y su fama, y defendiendo la limpidez de su frente, en la que refulgían las ideas y bullían los conocimientos. «Jamás deshonraré el nombre que me ofreciste, ni pondré cuernos en tu testa, Teodoro: antes prefiero morir.»

Lo importante era no facilitarle las cosas, no darle oportunidades, no permitir que el muy astuto conmoviera sus sentidos, obteniendo la complicidad de la materia vil y despreciable, materia capaz – como le enseñara la propaganda de yoga en los tiempos hambrientos de la viudez- de traicionar sus sentimientos impolutos y comprometer su honor. Si Vadinho pretendía seguir viéndola tenía que contenerse en los límites del decoro, de las relaciones platónicas, pues no podía haber otras entre ella y su anterior marido.

No ocultaba doña Flor – ni siquiera intentaba hacerlo- su ternura por el ex finado, su primero y gran amor. Él fue quien la despertó a la vida, convirtiendo a la mocita alocada de la Ladeira do Alvo en una hoguera de altas llamaradas, y enseñándole la alegría y el sufrimiento. Sentía por él una honda ternura, una emoción, un no sé qué, una mezcla de lo bueno y lo malo, era un sentimiento difícil de precisar y ella misma no podía explicarlo.

Estaba contenta, feliz de ver al malvado, de hablar con él, celebrar sus salidas, y reírse con sus locuras; feliz, incluso, con los ayes de su corazón, nuevamente esperándolo ansiosamente en la noche inacabable, atenta a sus pasos en el silencio de la calle, insomne; con él en las buenas y en las malas, como antes. Pero ahora, todo eso no iba más allá de una amistad amorosa, sin otras implicaciones, sin mayores compromisos, sin indecencias de cama. La cama, ¡ah!, ¡he ahí el peligro! Suelo lleno de trampas, territorio de derrotas.

Ahora, casada de nuevo, feliz con el segundo esposo, sólo podía mantener con el primero relaciones castas, como si aquella impúdica y desmedida pasión de su mocedad se hubiera convertido, con la muerte de Vadinho, en una púdica turbación de románticos enamorados, despojada de la violencia de la carne para ser puro espíritu inmaterial (lo que además se imponía por ésas y por todas las otras razones). La cama y el gozo del cuerpo, sólo con el segundo, con el doctor Teodoro, los miércoles y los sábados, con bis y dulce afecto. A Vadinho bastaba con darle el tiempo que debía dedicar a dormir, único tiempo vacío en medio de tanta felicidad, o quizá, de tanta felicidad sobrante… Si Vadinho estuviera de acuerdo en encarar así la situación, y respetara el convenio, muy bien: ese platónico sentimiento lleno de dulzura y la presencia discreta y alegre del muchacho serían la gracia y el perfume en la vida de doña Flor, tan ordenadamente dispuesta, compensando cierta monotonía insulsa que al parecer es parte integrante de la felicidad. Mirandáo, filósofo y moralista (como hartamente se comprobó aquí), manifestó cierta vez en su castizo dialecto bahiano:

– La felicidad es bastante jodida, aplastadora: en resumen, un aburrimiento…

Pero si Vadinho no quería mantenerse en esos límites, doña Flor no lo vería más, rompiendo de una vez por todas esas relaciones, borrando esos sentimientos, incluso ese afecto espiritual tan inocente que no llegaba a ser pecado, ni tampoco una desconsideración, una amenaza a la relumbrante testa de su íntegro y respetado esposo.

Tranquilizada con estas meditaciones, fuerte el ánimo y habiendo saboreado una pastilla de menta para quitarse de la boca el gusto a pimienta y miel que le dejara aquel beso impúdico, doña Flor recibió al doctor Teodoro con la misma afectuosa mansedumbre, con el mismo tierno ósculo de todas las tardes, haciéndose cargo de la chaqueta y el chaleco y trayéndole el fresco saco del pijama. El doctor, para cenar, para sus estudios en el escritorio y para sus ensayos de fagot, vestía el saco del pijama sobre la camisa y la corbata, poniéndose cómodo.

Durante la comida, doña Flor notó en la voz y en los modales del esposo una gravedad mayor de la acostumbrada, al borde de la solemnidad. El boticario, como se sabe, ya era muy formal de suyo. Pero esa tarde, su rostro impenetrable, su silencio, su modo de comer sin prestarle atención, revelaban preocupación e inquietud. Doña Flor observó al marido mientras le pasaba la fuente del arroz y le servía el lomo relleno (con farofa de huevos, longaniza y pimentón). El doctor debía tener algún problema serio, sin duda, y doña Flor, esposa buena y solidaria, se inquietó de inmediato ella también.

Cuando llegó el café (acompañado de bollos de tapioca, un maná del cielo), el doctor Teodoro dijo al fin, y eso con cierta reticencia:

– Querida, deseo conversar contigo sobre un asunto muy importante, de interés para los dos…

– Dilo pronto, querido…

Pero él tardaba, cohibido, buscando las palabras. ¿Qué asunto sería ése, se preguntaba doña Flor, tan difícil que hacia que el doctor se sintiera tan inseguro? Preocupada por la inquietud del marido, se había olvidado totalmente de sus propios problemas, los de su doble matrimonio.

– ¿Qué es, Teodoro?

Él se quedó mirándola, tosió y le dijo:

– Deseo que hagas lo que quieras, que decidas lo que mejor te parezca, lo que creas más conveniente…

– Pero ¿qué es, Dios mío? Habla de una vez, Teodoro…

– Se trata de la casa… Está en venta

– ¿Qué casa? ¿Esta en que vivimos?

– Sí. Tú sabes que yo había juntado dinero para comprarla, como era tu deseo. Pero cuando ya íbamos a cerrar el negocio, cuando todo estaba arreglado…

– Ya sé, la farmacia…

– …surgió la oportunidad de adquirir una parte más de la farmacia, exactamente la que me daba la mayoría, garantizándome la propiedad de la Científica… Yo no podía dudarlo…

– Hiciste muy bien, obraste con acierto… ¿Qué te dije entonces? «La casa queda para después.» ¿No fue así?

– Lo que ahora sucede, querida mía, es que la casa está en venta y por una suma ridícula. .

– ¿En venta? Pero si teníamos la opción…

– Sí, teníamos…

Dio detalles del asunto: el propietario se metió a explotar una hacienda en Conquista y comenzó a criar ganado, enterrando cantidades de dinero en el cebú. ¿Sabía doña Flor lo que era «la carrera del cebú»? ¿Había oído hablar? Pues bien, en esa carrera se había ido también la soñada casa propia. El propietario la ponía en venta por una ínfima cantidad. En cuanto a la opción, según él, debiera corresponderle a la antigua inquilina, pero doña Flor había perdido todo derecho a invocarla cuando desistió de comprarla después de estar casi cerrado el trato, en la fase de los documentos. El dueño no podía quedarse a esperar a que el doctor Teodoro terminase de apoderarse de todas las cuotas de los herederos de la farmacia, antes de decidirse a comprar la casa. Tenía la intención de venderla de inmediato. ¿Para qué servía un inmueble alquilado por una cantidad ridícula en el que los Madureiras vivían gratis? El buen negocio era criar el fuerte ganado cebú, por cuyo kilo de carne daban un dineral. No pudiendo abandonar la hacienda, encargó la venta de la casa al Departamento Inmobiliario del banco del amigo Celestino. Y con seguridad no faltarían candidatos, ante el estimulante precio fijado. ¿Cómo sabía el doctor Teodoro todo aquello? Muy simple: Celestino se lo había dicho, en su despacho, en la casa central del banco. Citó al farmacéutico por teléfono: «deje esas drogas y venga aquí, urgente»; le expuso la situación y luego le preguntó: ¿por qué no hacía un esfuerzo y compraba la casa? Era un negocio redondo, imposible una transacción mejor, el loco ofrecía el inmueble prácticamente por nada – lo necesario para un lote de terneros- , embarcado como estaba en la aventura del cebú.

– Cuando el cebú deje de correr en el mercado, maestro Teodoro, se va a fundir mucha gente buena… De aquí del banco no sale ni un vintén para esa especulación… Compre la casa, caro mío, no discuta.

Tenía razón el portugués en lo que decía sobre la casa y el cebú…, también el doctor desconfiaba de aquella locura por los terneros, vacas y toros. Pero ¿de dónde iba a sacar el capital si todavía hacía poco que pusiera todos sus ahorros en la adquisición de la cuota de la farmacia, más dinero pedido al banco, que le prestara el mismo Celestino, con documentos de vencimiento riguroso?

El banquero observaba al boticario, un tipo honesto, lleno de escrúpulos, incapaz de estafar a nadie. No era hombre que corriese el riesgo de una operación bancaria sin la absoluta certeza de que podía responder… El doctor Teodoro no jugaba nunca. Celestino se sonrió: ¡qué sorprendente era la vida! La apacible doña Flor, con su tímida presencia y sus insuperables condimentos, se había casado con los dos hombres más opuestos, el uno lo contrario del otro. Se imaginó a sí mismo ofreciendo dinero prestado a Vadinho como ahora lo hacía al boticario. Las nerviosas manos del muchacho hubieran tomado la pluma y firmado cuanto papel se le pusiera delante con tal de que las firmas le dieran unos cuantos mil- réis para la ruleta.

– Reúna algún dinero y yo le consigo el resto sobre una hipoteca de la misma casa. Vea…

Tomó el lápiz e hizo cuentas. Si el doctor conseguía unos pocos contos, no tenía que preocuparse por el resto: la hipoteca sería a largo plazo, a bajo interés, con todas las facilidades. Lo que el portugués le proponía era un negocio como se hacen entre padre e hijo: Celestino conocía a doña Flor desde su primer casamiento, había comido en su casa, le tenía estimación. Igualmente estimaba al doctor Teodoro, hombre de bien, de carácter recto. En su alocución se cuidó de citar a Vadinho, en deferencia al segundo esposo y porque el granuja estaba muerto. Pero en ese instante recordaba su perfil y su picardía, y el recuerdo lo hacía sonreír con complacencia y dilatar otros seis meses los plazos de la hipoteca.

– Le agradezco su oferta. No olvidaré su generosidad, mi noble amigo, pero en este momento no dispongo en absoluto del dinero necesario para completar el capital. Ni tengo tampoco a quién pedírselo. Es una gran pena, porque Florípides tenía muchas ganas de adquirir la casa. Pero no hay forma…

– Florípides… – murmuró Celestino para sí mismo, «nombre absurdo»- . Dígame una cosa, doctor Teodoro, usted, en su casa, ¿la llama Florípides?

– En la intimidad, no. La llamo Flor, como todos, por lo demás.

– ¡Ah, bueno.. ! – Frenó con un ademán las explicaciones que iba a darle el doctor; su tiempo era un tiempo precioso, de banquero- . Pues, caro mío, según me informaron, doña Flor o doña Florípides, como usted quiera, tiene unos ahorros bastante abultados en la Caja Económica… Más que suficientes para completar, con la hipoteca, lo necesario para la compra de la casa…

El doctor ni se había acordado del dinero de la esposa:

– Pero ese dinero es de ella, jamás lo tocaré, es un dinero sagrado…

Una vez más volvió el banquero a medir de arriba abajo al farmacéutico sentado frente a él: Vadinho le sacaba las monedas a la mujer para ir a jugar, y a veces se las arrancaba a la fuerza, brutalmente. Hasta la pegaba, según le dijeran.

– Hermosos sentimientos, mi doctor, dignos de la cabalgadura que es vuesa merced… – Él portugués pasaba de la mayor finura a la grosería total- . Lo que es usted es un burro, un burro como un compatriota de esos que cargan con un piano y parten piedras en la calle… ¿Quiere decirme para qué sirve el dinero de doña Flor puesto en una libreta en la Caja? Ella deseando tener casa propia y aquí el caballero, por unos escrúpulos de mierda – de mierda, sí señor- , deja pasar una ocasión única. ¿No están casados con comunidad de bienes?

El doctor Teodoro se tragó en seco lo de la cabalgadura, el burro y la mierda. Conocía bien al portugués y le debía demasiados favores.

– No sé cómo hablarle a ella del asunto…

– ¿Qué es lo que no sabe? Pues aproveche la hora de la cama, que es la mejor para discutir negocios con la esposa, caro mío. Yo sólo discuto estos asuntos con la patrona cuando ya estamos los dos acostados y siempre me dio buen resultado. Escuche: le doy veinticuatro horas de plazo. Si mañana a esta misma hora usted no aparece, mando vender la casa a quien dé más… Y ahora, déjeme trabajar…

– Por mi gusto, tú no tocabas ese dinero de la Caja, Flor…

– ¿Y de qué me sirve?

– Para tus gastos… personales…

– ¿Qué gastos, Teodoro, si tú no me dejas pagar nada? Ni siquiera la mesada de mi madre… Tú pagas todo y hasta te enojas cuando yo protesto. En todo este tiempo no hice más que poner dinero en la libreta; sólo hice dos retiros, un poco cada vez, para comprarte dos chucherías. ¿Para qué guardar ese dinero que no es de ninguna utilidad? Únicamente para mi cajón, cuando me muera…

– No digas bobadas, querida… La verdad es que a mí, como marido, me cabe la obligación…

– ¿Y por qué no voy a tener yo derecho a contribuir a la compra de nuestra casa? ¿O es que tú no me consideras tu compañera para todo? ¿Es que sólo sirvo para arreglar la casa, cuidarte la ropa, hacer la comida e ir contigo a la cama? – doña Flor se excitaba- . ¿Una criada y una mantenida?

Ante tan inesperada explosión el doctor Teodoro se quedó sin palabras, sintiendo como si tuviera una piedra en el pecho, manteniendo en alto el tenedor con el trozo de bollo. Doña Flor, ahora, bajaba la voz, como quejándose:

– A no ser que no me ames, que me desprecies tanto que ni quieras que te ayude a comprar nuestra casa…

Quizá el doctor Teodoro, en todo el tiempo que llevaba casado, no se haya nunca conmovido tanto como en aquella cena. En un repente de tímido, exclamó:

– Tú sabes que te amo, Flor, que tú eres mi vida. ¿Cómo lo dudas? No seas injusta.

Ella, todavía exaltada, proseguía:

– ¿No soy tu mujer, tu esposa? Pues bien, mañana tú no vas al banco, soy yo quien va a ir y cierro el negocio con el señor Celestino…

El doctor Teodoro se levantó, se arrimó a ella y la abrazó estrechamente, apasionadamente. Se sentaron en el sofá, doña Flor sobre sus rodillas, las caras juntas, con una ternura casi sensual.

– Tú eres la más recta, la más seria y la más bonita de las esposas…

– La más bonita, no, Teodoro mío…

Lo miró en sus ojos bondadosos, bañados de felicidad.

– Bonita no… Pero te aseguro, eso sí que te lo aseguro, que soy seria, que soy una mujer recta.

Y habiendo dicho esto buscó con los labios la boca del doctor y la cubrió con la suya en un beso de amor: su buen marido, el único que merecía su ternura y el goce de su cuerpo. La noche entró entera en la sala. En la oscuridad, Vadinho, que contemplaba con inquietud la escena, se pasó la mano por la cabeza, se dio la vuelta y salió a la calle, descontento.

6

A partir de esa conversación entre doña Flor y el doctor Teodoro, los acontecimientos comenzaron a precipitarse con un ritmo cada vez más acelerado y confuso.

Sucedieron entonces en la ciudad cosas tales que podían asombrar (y asombraron) hasta a las criaturas más familiarizadas con el prodigio y la magia (como la vidente Aspasia, que todas las mañanas – acababa de llegar de Oriente, su verdadero habitat- , a las Portas do Carmo, en donde era «la única que empleaba el sistema de la ciencia espiritual en movimientos»; como el célebre médium Josete Marcos («fenómenos de levitación y de ectoplasma»), cuya intimidad con el más allá es de sobra conocida; como el Arcángel Sao Miguel de Carvalho, con su tienda de milagros en el Beco do Calafate; como la doctora Nair Sacá, «diplomada por la Universidad de Júpiter», que curaba cualquier enfermedad con pases magnéticos en la calle de los Quince Misterios; como Madame Deborah, del Mirador de los Afligidos, que detentaba los secretos de los monjes del Tíbet, y estaba en permanente gravidez como resultado del coito espiritual con el Buda Viviente, siendo ella misma una «revelación suprema del futuro», y capaz, con sus dones de adivina, de «prever y garantizar casamientos de fortuna a corto plazo y revelar los números que saldrían premiados en la lotería»; sin hablar de Teobaldo, Príncipe de Bagdad, ya un tanto caduco. Y no sólo se asombraron estas autoridades. El asombro alcanzó incluso a los que más íntimamente tenían tratos con el misterio de Bahía, a aquellos que lo crean, lo preservan y son sus depositarios a través del tiempo: madre y padres- de- santo, yalorixás y babalorixás, babalaós y iakarés, obás y ogás. Ni la misma Mae Senhora, sentada en su trono en el Axé do Opó; ni Menininha do Gantois, con su corte en el Axé lamassé; ni la tía Massi de la Casa Blanca, del venerado Axé la Nassó, ni siquiera ella, con la sabiduría de sus ciento tres años de edad; ni Olga de Yansá, danzando, soberbia y arrogante en su terreiro del Alaketu; ni Nézinho de Ewá; ni Simplicia de Oxumaré; ni Sinhá de Oxóssi, hija- de- santo del fallecido padre Procopio del Ilé Ogunjá; ni Joáozinho do Caboclo Pedra Preta; ni Emiliano de Bogum; ni Marieta de Tempo; ni el indio Neive Branco en la Aldeia du Zumino Reanzarro Gangajti, ni Luis de Muricoca: ninguno de ellos pudo controlar la situación y explicarla satisfactoriamente.

Ellos vieron estallar la guerra de los santos en las encrucijadas de los caminos, en las noches de macumba, en los terreiros y en la vastedad de los cielos, en ebós sin precedentes, despachos nunca vistos, hechizos cargados de muerte, conjuros y brujerías de todas las esquinas. Los orixás, hechos una furia, se unieron todos en un solo bando, con todas sus especies y naciones; en el otro bando estaba Exu, sólito, amparando al egun rebelde, ya que nadie había ofrecido ropas coloridas, ni la sangre de gallos y ovejas, ni un cabrito entero, ni siquiera una conquém de Angola. Exu estaba revestido con los ropajes del deseo, con los oropeles de la pasión que no muere, y como único sacrificio en su homenaje pedía la risa y la miel de doña Flor. Ni siquiera Yansá (¡epa hei!), la que expulsa las almas, la que no teme a los eguns y los enfrenta, la que manda en los muertos, la guerrera cuyo grito hace madurar las frutas y destruye los ejércitos, ni siquiera ella, la autoritaria, la temeraria, consiguió imponerse, pues ese babá de Exu le arrebató el alfanje y el eruexim. Todo estaba revirado, todo al revés, era el tiempo de lo contrario, el mediodía durante la noche, el sol entero a la madrugada.

Prosternados, a la hora del padé, las yalorixás y los babalorixás, a partir de cierto momento ya no quisieron intervenir más: correspondía a los encantados llegar a una decisión en el ardor de la batalla. Sólo intervino el babalaó Didi, porque era Asobá de Omolu, mago de Ifá, guardián de la casa de Ossain, y sobre todo, porque debido a su puesto de Korikoé Ulukótum en el terreiro de los eguns, en la Amoreira, hubo de intentar otra vez atar con las pajas del mokan el egun despertado de su sueño por el amor. Lo hizo a pedido de Dionisia de Oxóssi, pero fue en vano, como se verá más adelante. Sin embargo, no puede decirse que Cardoso y S.a se haya asombrado; no es él un ciudadano capaz de asombrarse, ni tampoco de asustarse y espantarse fácilmente. Pero sufrió un sacudón, ¡ah, sí que lo sufrió!, no se puede ocultar la verdad… y al decir que Cardoso y S.a se sorprendió, está definitivamente dicho todo y queda dada la medida del insólito, del absurdo clima de la ciudad. Fue por aquellos días cuando la gente, con rabia y lucidez, atacó la sede del monopolio extranjero de la energía eléctrica, exigió la nacionalización de las minas y del petróleo, puso en fuga a la policía y cantó la Marsellesa sin saber francés. Todo comenzó en aquella ocasión. Al principio doña Flor no se dio cuenta de la situación, al contrario de Pelancchi Moulas, cuya sangre calabresa intuyó primero y luego indicó el sentido y dirección de los sucesos la misma noche del lasquiné. Unos pocos días bastaron para convencer a Pelancchi. Aterrado – sí, aterrado, ese hombre sin miedo y sin entrañas, ese bandido de la Calabria, ese gángster moderno a la manera de Chicago, ese duro jugador- , mandó a Aurelio, su chófer y hombre de toda su confianza, al terreiro de la madre Otávia Kissimbi yalorixá de la nación congo, y él mismo fue en busca del filósofo y místico astrólogo Cardoso y S.a, únicos seres capaces de socorrerlo en tan terrible emergencia, de salvar su reino y su cetro. Sí, reino y cetro, pues Pelancchi Moulas era soberano del más poderoso trust de Bahía: rey del juego y del delito, bancaba legalmente la ruleta, la liebre francesa, el bacará, el lasquiné, en el Pálace, el Tabaris, el Abaizandinho; en las casas grandes y en las chicas, en las que sus agentes vigilaban con atención los dados y las barajas, los croupiers y jefes de sala, y le traían la diaria y gruesa recaudación de la ronda, el veintiuno y el siete- y- medio. Muy raras casas escapaban a su control, sólo alguna que otra: la de Tres Duques, la de Meningite y el antro de Paranaguá Ventura. Sobre todas las otras extendía sus garras ávidas y ganchudas (y bien tratadas, por una manicura exclusiva, una mulatita procreada por Barreiro – el padre de Tiburcio, el abogado- , un especialista: había modelado treinta y siete mulatas en diferentes madres, cada cual más gallarda y fabulosa).

¿Y qué decir del inmenso imperio ilegal (en apariencia) de la quiniela? Sólo Pelancchi podía bancar en ella con permiso policial, y, si algún inconsciente se atrevía a hacerle la competencia, las celosas autoridades en seguida aplicaban al infame contraventor el máximo rigor de la dura lex, sed lex.

No existía en todo el estado de Bahía hombre de más poder, civil o militar, obispo o padre- de- santo. Pelancchi Moulas hacía y deshacía a su antojo.

Administrador, gobernante del más complejo y rico de los imperios, el del juego, al frente de un ejército de subordinados, de maestros de sala, croupiers, fiscales, banqueros, soplones, proxenetas, espías, policías y guardaespaldas, era el Papa de una secta con millares de creyentes sumisos, fanáticos y esclavos. Con sus dádivas sustentaba y enriquecía a ilustres figuras de su administración, la intelectualidad y el orden público, comenzando por el propio jefe de policía. También contribuía para la realización de obras pías y la construcción de iglesias.

A su lado, ¿qué eran el gobernador y el alcalde, los comandantes de tierra y mar – o de submarinos- , el arzobispo con su mitra y su anillo? Ningún poder en la tierra podía amedrentar a Pelancchi Moulas, viejo italiano de cabellos blancos, de risa afable y ojos duros, casi crueles, siempre fumando un eterno cigarrillo en boquilla de marfil y leyendo a Virgilio y a Dante, pues, aparte del juego, sólo le gustaban de verdad la poesía y las mulatas.

El negro Arigof andaba abatido: tanta mala suerte era demasiado. Hacía casi un mes que le había caído encima: desde que tropezó con el paquete del ebó al descender desprevenido por la escalera del altillo en que tenía su cuarto de soltero. Mandinga fuerte, hechizo puesto en su camino para arruinarle la vida. El papel se rompió y se desparramaron el engrudo amarillo, las plumas negras de gallina, las hojas rituales, dos monedas de cobre y pedazos de una corbata suya de punto, todavía en buen uso. La corbata le dio la pista segura: era una venganza de Zaíra, ¡aba sin corazón, incapaz de sufrir un insulto sin dar en seguida la respuesta.

Cierta noche en que perdió su calma y su elegancia de hidalgo, le dio un par de bofetadas en pleno Tabaris, para enseñarle modales de persona y para que no le jorobara más la paciencia. Zaíra era de la nación de los mucurumim, pero seguía los ritos caboclo y angola y tenía poderes ante los inkices.

Era un hechizo de los más fuertes, un bozó tremendo, ¿quién le prepararía a Zaíra un despacho tan fatal? Con seguridad algún entendido en lo que está escrito, bueno en las hojas y poderoso en la maldad. No hubo conjuro contra él que diese resultado, el ebó prendió la suerte del negro en el fondo de un pozo y él se arrastraba como un mendigo por las casas de juego, perdiendo en todas ellas. Ya había pignorado sus mejores prendas: el anillo de plata verdadera, la cadena de oro con higas de guiñé y un pequeño cuerno de marfil, el reloj comprado a un marinero rubio, tal vez robado en el camarote de algún millonario: tan bonito y señorón que el español Do Sete, con todo lo que sabía de joyas, silbó de emoción al verlo, ofreciéndole al negro quinientos mil- réis más si quería vendérselo en lugar de empeñarlo.

Zaíra, criolla mandinguera, nacida en la hechicería, le había secado la suerte. Preocupado, Arigof se preguntaba dónde andaría el resto de su corbata de punto. Seguramente atada a los pies de un caboclo o de un inkice, junto con su retrato, una fotografía chiquita, sacada para la cédula de identidad: el negro, sonriente, mostrando su diente de oro. Arigof se lo dio a esa iaba sin corazón en prueba de amor, y ahora imaginaba su rostro acribillado de alfileres en la hornacina del santo, para que el «despacho» se rehiciera cada mañana, apagándole de un golpe y para siempre su buena estrella.

Ya había tomado un baño de hojas, y Epifania de Ogun rezó por él. La iyá moró tuvo que renovar por tres veces el atado de hojas, pues se marchitaban apenas tocaban su cuerpo, tan grande era el peso del maleficio sobre la cerviz de Arigof.

Decaído a causa de semejante mala suerte iba el negro por la calle Chile reflexionando sobre las amarguras de la vida. Venía del restaurante y se encaminaba a la casa de Teresa. Waldomiro Lins lo había invitado a cenar, después de una tarde desastrosa en la cueva de Zezé da Meningite, donde el negro perdió los últimos níqueles. Arigof, de rabia, comió tanto que aquello parecía a la vez almuerzo, merienda y cena.

– Estás muerto de hambre, Arigof…, ¿qué te pasa? – preguntó el otro al ver tan exagerado apetito.

El negro respondió, definitivamente pesimista:

– No sé si voy a volver a comer otra vez…

– ¿Enfermo?

– De mala suerte, hermanito. Me ataron la suerte a los pies de un encantado, de un caboclo, si no es de un orixá de Angola, que esta peste debe proceder de gente de los inkices. Estoy en las últimas, hermano.

Le habló de su mala racha, de cómo se desvanecían los pálpitos más infalibles y no acertaba una. Perdía siempre, a los dados, a las cartas, en la mesa de la ruleta. Los parroquianos ya lo miraban de reojo, como si él contagiase la mala suerte:

– Mi mala suerte se pega, hermanito…

Le hizo un relato lleno de pormenores, en la esperanza de que Waldomiro Lins, joven de posibles y alegre compañero, lo ayudase en el apuro, prestándole unos billetes para el juego nocturno. Le falló el golpe, pues el amigo en vez del dinero le dio unos consejos. Sólo hay un modo de rehuir la mala suerte; escaparle al juego por un tiempo. Que no fuese loco; debía dejar que se retirase la marea de la mala suerte, que se extinguiera la fuerza del ebó. Si seguía porfiando iba a terminar desnudo, con los calzoncillos empeñados. Él, Waldomiro Lins, aprendió a respetar la mala suerte y el azar, y una vez pasó más de tres meses sin ver una baraja, un dado o una mesa de ruleta.

Subiendo por la calle Chile, Arigof daba la razón al amigo: su terquedad no pasaba de ser pura estupidez, obstinación de tarado. Lo mejor era ir a visitar a Teresa de la Geografía, una blanca que tenía calentura por los negros fuertes y que fuera el motivo de aquellas bofetadas a Zaíra. En la casa de Teresa, tendido en la cama junto a la blanca, sorbiendo una cachaca con limón, se olvidaría de tantas derrotas y descansaría de su mala suerte en el tapete. Sí, esta vez el negro Arigof estaba vencido, no le quedaba otro remedio que retirarse vergonzosamente. Tenía razón Waldomiro Lins, hombre de experiencia, buen consejero.

Aunque dispuesto a tomar el rumbo de la licenciosa geografía de la Teresa – la negrista- , no iba, sin embargo, muy satisfecho. No era su costumbre ni le causaba placer rehuir una batalla, incluso cuando como ahora, en plena desesperación, se daba por derrotado anticipadamente. Se acordó de otro Waldomiro, su amigo ejemplar e insustituible: Vadinho, desgraciadamente muerto. Era competente y audaz, inigualable en materia de juego y en general. Él sí que podría ayudarle si estuviera vivo.

Una noche, hacía muchos años, después de semanas y semanas de mala suerte absurda, cuando ya no le quedaba un vintén ni tenía a quién pedírselo, Arigof entró al Tabaris, tropezando con Vadinho, que estaba lleno de altivez y de fichas, y apostaba alto. Le dio al negro una ficha y su ejemplo victorioso: y Arigof ganó noventa y seis contos en unos minutos, nunca se había visto cosa igual. Fue una noche alucinante: Arigof ordenó la hechura de media docena de temos de una vez, tirándole en la cara al sastre los billetes de quinientos. Noche de descomunal orgía en el burdel de Carla, pagando él todos los gastos. Noche legendaria en las memorias del juego de Bahía.

¡Qué curioso!: mientras recordaba a Vadinho y su arrogancia, ¿no le parecía estar oyendo claramente su voz insolente?

– Y, negro cobarde, ¿en dónde está tu valentía? ¿En el culo de la blanca? El que no persigue a la suerte no merece ganar, tú lo sabes. ¿Desde cuándo eres discípulo de Waldomiro Lins? ¿Tú no eras ya profesor cuando él jugó por vez primera?

Arigof se quedó inmóvil en medio de la calle Chile, como un atontado, tan viva y próxima le parecía la voz de Vadiho en su oído. Surgiendo del mar, la luna comenzaba a cubrir de oro y plata la ciudad de Bahía.

– Deja la anatomía de la blanca para después, negro asustado, lo que tienes es miedo del hechizo, pero ¿acaso tú no eres hijo de Xangó? Deja la blanca para después de haber partido la mala suerte por la mitad, que esta noche la vas a celebrar.

Ese Vadinho atolondrado… tenía unos pálpitos tan absurdos, y era siempre el mismo, en la buena y en la mala suerte, siempre con la misma sonrisa maliciosa y desafiante. ¿Quién sabe?, pensó Arigof. Vadinho, desde lo alto de la luna, lo estaría viendo con su mala suerte a cuestas, sin su cadena de oro, sin el anillo de plata, sin el reloj codiciado por el español Do Sete…

– ¿Dónde está tu coraje, negro? ¿Dónde el negro Arigof, tres veces macho?

Waldomiro Lins, prudente y sutil jugador, le había aconsejado que no insistiera contra la mala suerte, que se achicara, escondido en el lecho de la amante, tan alba y tan resabida: Teresa recitaba de memoria los ríos de China, los volcanes de los Andes, los picos de las montañas. Cuando veía al negro Arigof, enorme y desnudo, ella, muy melindrosa, saludaba al mismo tiempo el pico del Himalaya y el eje de la tierra: ¡esa desvergonzada de Teresa! Con tanta maldición encima mientras Teresa lo esperaba, realmente sólo un loco volvería esa noche a los naipes.

– Anda, que yo te lo garantizo, negro flojo… – le repetía la voz de Vadinho al oído.

Arigof miró en torno suyo, para ver si estaba por allí, pues hasta creía sentir el vaho de su aliento. Era como si su amigo del pasado lo tomase de la mano y lo condujera por los peldaños del Abaixadinho, cerca de allí.

– Nunca me dieron miedo las cartas… – dijo el negro.

Teresa lo esperaría comiendo chocolates, enredada en los lagos canadienses, en los afluentes del Amazonas. Sin un cobre en el bolsillo, Arigof entró en el Abaixadinho y se fue a las mesa del lasquiné.

Antonio Dedinho, el croupier, preparaba el cahier de seis barajas para volver a dar juego. A su alrededor, todas las caras eran de perdedores, ninguna reflejaba entusiasmo, la suerte era íntegra de la casa. Arigof no vio un amigo al que pudiese pedir una ficha o dinero. Antonio Dedinho anunció una banca de cien contos y puso boca arriba dos cartas sobre la mesa: la dama y el rey.

– En la dama… – oyó Arigof que ordenaba Vadinho.

¡Y nadie que le prestara por lo menos cinco mil réis! Se fijó en un hombre bien vestido, trajeado con un terno blanco, con unas fichas en la mano y aire de habitué, pero desconocido, quizá del interior. Arigof se sacó de la corbata el vistoso alfiler, una llave atravesando un corazón, regalo de Teresa. Pero el oro era metal dorado y los brillantes de vidrio sin valor, según le dijera desmoralizadoramente el español Do Sete, negándose a recibirlo de prenda. Mostrándoselo, Arigof se dirigió al ricacho de terno blanco:

– Estimado señor, présteme una ficha, una cualquiera, y quédese con esta joya en garantía. Ya le pagaré, mi nombre es Arigof, aquí me conocen todos.

El viva la Virgen le dio una ficha de cien:

– Guarde su alfiler, si gana me paga… y le deseo suerte. Puesta la ficha sobre la mesa, Arigof esperó sólito, pues nadie de la rueda quiso arriesgarse, era un desatino. Tampoco se atrevió el hombre de blanco, que prefirió mirar el juego. Antonio Dedinho dio vuelta a la primera carta, que resultó ser la dama. Arigof recogió las fichas y Dedinho echó de nuevo las cartas, que, por casualidad, volvieron a ser la dama y el rey. De nuevo Arigof puso su dinero en manos de la dama.

Antonio Dedinho sacó una carta del cahier y, más casualidad todavía, esa primera carta fue de nuevo la dama. Otra vez cartas y la casualidad fue aún mayor, pues ahora ya era algo notable: por tercera vez se vio en la mesa a la dama y al rey. Arigof se mantuvo firme en la dama y el hombre de blanco apostó junto con él. Llegaron los primeros curiosos. Antonio Dedinho sacó el naipe del cahier, y, por más increíble que parezca, la primera carta, por tercera vez, era la dama. Para más era de oros, recordando a la rubia Teresa. «Dios mío», exclamó una fulana, nerviosa.

No sólo nerviosa por el hecho de haberse dado tres veces la dama, sino porque seguía siendo la primera carta, además de haber aparecido tres veces seguidas sobre la mesa de juego las mismas cartas: la dama y el rey.

No sólo tres, sino doce veces cayeron sobre la mesa la dama y el rey, y por doce veces consecutivas acudió la dama a la llamada de Arigof, siendo siempre la primera carta que se daba la vuelta. Ahora no sólo apostaba el hombre de blanco, también otros apostaban siguiendo el palpito del negro, que ponía tres contos en todas las paradas, lo máximo permitido.

Mortalmente pálido, con el corazón encogido, Antonio Dedinho preparó un nuevo cahier. Lulu, el fiscal de sala, estaba ahora al lado de Dedinho y seguía con atención el barajar de los naipes. En torno a la mesa, el inquieto grupo veía aumentar sus filas. Venía gente del bacará y de la ruleta.

Antonio Dedinho mostró el cahier a los jugadores, retirando de él dos cartas: su palidez se hizo aún mayor y sus manos temblaron, pues las cartas eran la dama y el rey. Arigof sonrió: había quebrado la mala suerte, había roto el ebó cuando fue en busca de la buena suerte con manos y dientes. Y con el recuerdo de Vadinho. Si había otro mundo, si los muertos andaban por ahí en el más allá, como decían ciertos especialistas en el asunto, entonces tal vez Vadinho lo estuviera viendo desde lo alto de la luna que se derramaba en oro y plata sobre el mar y el caserío. Con seguridad estaría orgulloso de la valentía de su amigo Arigof, negro macho, vencedor de malas suertes y hechizos.

Pero la cosa es que Vadinho estaba verdaderamente allí, en la sala, muy arrimado a Arigof y muy furioso, ya que el negro decidió, después de profundos cálculos cabalísticos, cambiar de carta y cargarle al rey (era imposible que la dama volviera a repetirse, totalmente imposible). En eso oyó la voz severa del amigo, que le daba con dureza una orden:

– En la dama, negro- hijo- de- puta.

Y la mano de Arigof, independientemente de su voluntad, como si obedeciese a una fuerza superior, puso las fichas a la dama.

Apretando los dientes, con pánico en los ojos, Antonio Dedinho retiró la primera carta: dama. Conmoción general, exclamaciones, risas nerviosas, y cada vez más gente que venía a ver lo imposible.

Gilberto Cachorráo, el gerente del garito, con su aire desconfiado de perro ovejero, se apostó al lado de Lulu, dispuesto a descubrir la tramoya (¿qué otra cosa podía ser sino una fullería, y gorda?). En sus mismos hocicos se repitió el absurdo varias veces y la banca de cien contos estalló. Alborozada y alegre, la dama era siempre primera carta. ¿En dónde estaba la trampa, gorda o flaca, Cachorráo?

Antonio Dedinho, vencido, se volvió hacia el gerente esperando órdenes, pero éste no dijo nada, limitándose a mirarlo con desconfianza. El croupier preparó nuevos naipes, pausadamente, a la vista de todos y con el mayor esmero:

– Banca de cien contos…

Dio vuelta a dos cartas: dama y rey. Un silencio de muerte. Ahora todos querían apostar a la dama. Venía gente hasta de la calle y del Tabaris, adonde ya había llegado la sensacional noticia. Tampoco duró la nueva banca.

Ante una orden de Gilberto Cachorráo, Lulu salió disparado hacia el teléfono. En la sala lo imposible, era algo que ya aburría: la dama salía siempre y siempre era la primera carta. El hombre de blanco dijo en voz alta:

– Me voy ya porque siento que me pasa algo…, mi corazón no aguanta… Hace más de diez años que juego en Ilhéus y en Itabuna, en Pirangi y en Agua Preta. He visto mucha trapacería, fraudes de todos los tipos, pero nunca uno igual a éste. Y digo más: lo veo y no lo creo.

Arigof quiso devolverle la ficha e invitarlo a la cena en casa de Teresa, pero el hombre no aceptó:

– Dios me libre y guarde. Tengo miedo que todo sea un encantamiento, ya que esto es cosa de hechicería. Quédese con la ficha, que yo voy a cambiar las mías antes de que se desvanezcan o se deshagan.

Lulu volvió, no tardando en unirse a él y a Cachorráo la figura circunspecta de un criollo viejo, de anteojos, con mucha calma: el profesor Máximo Sales, principal testaferro de Pelancchi Moulas, su hombre de confianza.

Cuando Lulu le telefoneó, el magnate no podía creer esa historia sin pies ni cabeza. Con seguridad Lulu había vuelto a beber, y esta vez en horas de trabajo, un abuso imperdonable. Con la cabeza canosa reposando en la tibieza de los senos de Zulmira Cimóes Fagundes, en dulce intimidad, Pelancchi mandó a Máximo Sales para que pusiera en claro esa patraña pluscuamperfecta. Lo más probable es que todo eso no pasara de ser otro desmadre de Lulu:

– Si está borracho, profesor, no vacile, por favor, despídalo inmediatamente. Y telefonéeme el resultado…

Mal tuvo tiempo el testaferro de informarse sobre el fenómeno y comprobar la sobriedad de Lulu, cuando allá se fue por los aires la banca de cien contos, en los dedos de Arigof.

Antonio Dedinho, enjugándose el sudor de su frente exangüe, miró al trío que estaba frente a él. Tenía hijos por criar y no servía para otro empleo, ¡ay!, ¡Dios mío! Los tres lo miraban de reojo; el profesor Máximo susurró: «prosiga». Con su traje azul, sus anteojos sin aro, su anillo de rubí, Máximo Sales parecía un respetable catedrático de ensortijada pelambre blanqueada en el estudio y en las vigilias científicas. Era tan formal, tan digno, que todos lo trataban de profesor, incluso Pelancchi, aunque sólo se había licenciado en contravenciones, fichas y barajas. Y en esa materia era realmente una autoridad, de gran competencia, de notorio saber, un doctor angélicus.

Antonio Dedinho, víctima del destino, preparó otro cahier y todo volvió a repetirse, como en una pesadilla. Como dijo Amesina (su lindo sobrenombre estaba formado por Ame de Américo, su padre, y Sina de Rosina, su madre), meretriz dada a la lectura del Almanaque del Pensamiento y de otras fuentes esotéricas, aquello era «la esperada señal del fin del mundo». Máximo Sales hizo algunas preguntas a Cachorráo y a Lulu (cuyo aliento inocente comprobó), y, dejando aquel diluvio de damas, se dirigió al teléfono.

De ahí que apareciese en la sala Pelancchi Moulas, con Zulmira tras él. El grupo le abrió paso para que así pudiese ver bien de cerca cómo se diluía su dinero en el lasquiné. La banca de cien contos estalló en su cara.

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