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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 2)



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Robato no era hombre que vacilara: echó una mirada en derredor, observando al grupo instalado en un rincón del comedor, temiendo la presencia de oídos femeninos e indiscretos, y asegurándose de que no iban a llegar a los de la desolada viuda semejantes recuerdos. Pero todo ello sin vacilaciones, pues él no rechazaba desaños, ya que era hombre de fácil improvisación, resueltamente, tomó pie en las últimas palabras de la pregunta:

– ¿Desnudo, envuelto en un diario? ¡Ah, vaya si me acuerdo! – carraspeó para aclarar su voz retumbante y dar tiempo a que se desatara su imaginación- . Pero si el periódico era mío… Fue en el burdel de Eunice- Un- Diente- Sólo; además de nosotros dos y de Vadinho me acuerdo que estaba Carlinhos Mascarenhas, Jenner y Viriato Tanajura… Se había bebido mucho durante toda la noche, teníamos una mona descomunal…

El tal Robato era un noctámbulo de las huestes de Vadinho, aunque de otra estirpe. No lo tentaba el juego ni le huía al trabajo; por el contrario, era un hombre- orquesta y tenía fama de activo y competente. Fabricaba dentaduras, arreglaba radios y tocadiscos, hacía retratos para carnets, se movía cómodamente en medio de toda clase de máquinas, con maña y prolijidad. Su ruleta era la poesía, bien medida y bien rimada (rimas ricas), su casino los bares y cabarets en que transcurrían sus madrugadas – en compañía de otros tenaces literatos y de hetairas simpatizantes de las musas y de sus cultores- , declamando odas, cantos libertarios, poemas líricos y lúbricos y sonetos de amor. Todo de su pluma. El mismo se proclamaba «rey mundial del soneto», y había batido todas las marcas conocidas, siendo autor, hasta aquella fecha, de 20.865 sonetos, entre los decasílabos y los alejandrinos, de arte menor y arte mayor, así como anacíclicos. Un principio de calvicie amenazaba su cabellera morena de vate, pero no aminoraba su radiante simpatía.

Mientras él hablaba, era como si Vadinho cruzase de nuevo por la sala, envuelto en diarios.

El joven Artur no lo olvidaría más, le recordaría para siempre así, cubriéndose con las páginas de La Tarde, héroe de un mundo prohibido y fascinante.

Las anécdotas proseguían mientras doña Norma, doña Gisa, la casadera Regina y otras mozas y señoras servían café con pastelitos y copas de cachaca y de licor de frutas. Los vecinos habían contribuido para que nada faltase en el velatorio.

Los importantes, sentados en el comedor, en el corredor, en la puerta de calle, recordaban a Vadinho entre anécdotas y risas. Los otros, sus aparceros de juego y de granujerías, lo recordaban en silencio, serios y conmovidos, permaneciendo en la sala de recibo, de pie junto al cadáver. Al entrar, se detenían ante doña Flor y estrechaban su mano, turbados, como si fueran responsables de las malas andanzas de Vadinho. Muchos de ellos ni siquiera la conocían de vista, pero de tanto oír hablar de ella sabían que a veces Vadinho le había sacado hasta el dinero de los gastos diarios para jugarlo en el Pálace, en el Tabaris, en el Abaixadinho, en el antro de Zezé Meningite, en el de Abilio Moqueca, en las múltiples ruletas ilegales de la ciudad, incluso en el mal afamado garito del negro Paranaguá Ventura, en donde por principio sólo podía ganar el banquero.

Figura torva y temible esa del negro Paranaguá Ventura, con sus incontables entradas en la policía – un montón de acusaciones jamás probadas del todo- , con fama de ladrón, violador y asesino. Había sido procesado por asesinato, siendo absuelto más por falta de coraje de los jurados que por falta de pruebas. Decían que era autor de otros dos crímenes, sin contar a la mujer apuñalada en la Ladeira de Sao Miguel, en pleno mediodía, porque ésta se había salvado por un tris. El cubil de Paranaguá sólo era frecuentado por matones profesionales, gente de cartas marcadas, rateros, carteristas, estafadores, gente que ya no tenía nada más que perder. Pues bien: hasta allí llegaba Vadinho con su escaso dinero y su alegre risa, y quizá fuese uno de los pocos elegidos que se podían alabar de haber ganado alguna vez con los dados falsos de Paranaguá. (Se sabía que de cuando en cuando el negro permitía que algún compinche de su preferencia acertase una jugada.)

También habían venido casi todas las alumnas de doña Flor. Las alumnas y ex alumnas, unánimes en el deseo de consolar a la estimada y competente profesora, tan buenita ¡cuitada! De tres en tres meses se sucedían las promociones en los cursos de cocina general (por la mañana) y de cocina bahiana (por la tarde), que iban a doctorarse en horno y fogón. Con diploma impreso y con un Cuadro de Honor, que se exponía en una tienda de la Avenida Sete, desde una antigua camada, a la que había pertenecido doña Oscarlinda, enfermera de categoría, funcionaria del Hospital Portugués, esbelta y provocativa, que perdía el juicio, que se enloquecía por armar líos. Había exigido el diploma y el Cuadro de Honor, movilizando a las compañeras, haciendo una campaña de todos los diablos, recogiendo donaciones, encontrando un dibujante gratuito: la entrometida no dejó títere con cabeza. Ante semejante presión, doña Flor aceptó todo, incluido el dibujante, un conocido de doña Oscarlinda, no sin antes proclamar la competencia de su hermano Héctor – autor del cartel con el nombre de la Escuela cuando ésta estaba todavía en la Ladeira do Alvo- , y que ahora, desdichadamente, residía en Nazareth das Farmhas. De todos modos, sintió halagada su vanidad cuando leyó en el diploma y en el Cuadro de Honor, en grandes letras tipográficas:

ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE

Y más abajo, en caracteres ornamentales:

Directora: Florípedes Paiva Guimaráes

En los raros días en que se despertaba relativamente temprano, Vadinho se quedaba en casa y rondaba a las alumnas, entrometiéndose en las clases de cocina y perturbándolas. Reunidas en torno a la profesora, vivaces y graciosas, tomaban nota de las recetas, las cantidades exactas de camarones, de aceite de dendé, de coco rallado, una pizca de pimiento «do reino», aprendían a preparar el pescado y la carne, a batir los huevos. Vadinho intervenía con una frase sobre los huevos, de doble sentido, y las descaradas se reían. Unas descaradas, eso es lo que eran todas ellas. Mucha amistad y mucho adular a doña Flor, pero sus ojos estaban más interesados en el granuja. Allí estaba él con su aire travieso y altivo, despatarrado sobre una silla o tendido sobre un peldaño de la puerta de la cocina, a sus anchas, midiéndolas con la mirada de arriba abajo, demorándose con atrevimiento en las piernas, en las rodillas, en los sobacos, a la altura de los senos. Ellas bajaban los ojos, pero el- no- sé- cómo- llamarle no bajaba los suyos. Doña Flor preparaba los platos salados y los bollos, las tortas y los dulces en las clases de práctica. Vadinho opinaba, lanzaba pullas, comía las golosinas, circulando en torno a ellas, trabando conversación con las más bonitas, arriesgando la mano pecaminosa si alguna, más audaz, se le acercaba. Doña Flor se ponía nerviosa, tensa, al punto de equivocarse en la cantidad de manteca derretida para el difícil manué, rogando a Dios que Vadinho se fuera a la calle, al malandrinaje, al infortunio del juego, pero que dejase en paz a las alumnas. Ahora, en el velatorio, rodeaban y consolaban a doña Flor, pero una de ellas, la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca, apenas podía contener las lágrimas y no desviaba los ojos del rostro del muerto. Doña Flor percibió en seguida lo exagerado del sentimiento y el corazón le dio un vuelco. ¿Habría habido algo entre ellos? Nunca había notado nada sospechoso, pero ¿quién podría garantizar que no se hubieran encontrado fuera de la escuela y terminado en un hotelito cualquiera? Vadinho, desde lo ocurrido con la pizpireta de Noémia, aparentemente había dejado de acechar a las alumnas. Pero era muy astuto, nada le impedía esperar a la desvergonzada en la esquina, darle conversación… y ¿qué mujer resistiría la labia de Vadinho? Doña Flor seguía la mirada de Ieda, descubría los trémulos pucheritos de la moza. No cabía duda, iay!, Vadinho era incorregible…

De todos los disgustos que le diera el marido, ninguno comparable al caso de la virgen Noémia, putita de familia respetable, y para colmo ennoviada, ¡un horror! Pero doña Flor no quería recordar esa antigua pena en la noche del velatorio, cuando por última vez contemplaba fijamente la cara de Vadinho. Todo eso había pasado, era algo lejano, la fulana se había casado, se había ido con el novio, un tipo llamado Alberto, con humos de periodista y un talento precoz, pues siendo tan joven era ya cornudo. Además, con el casamiento, la engreída se había puesto fea de repente, se había convertido en una barrigona increíble.

Cuando en aquella ocasión todo terminó bien, por milagro, Vadinho le dijo, en el calor del lecho y de la reconciliación: «Como mujer permanente sólo a ti soy capaz de soportar. El resto no es más que xixica para pasar el tiempo. En el velatorio, rodeada por tanta gente y por tanto afecto, doña Flor no deseaba acordarse de aquella historia ya olvidada, ni vigilar los gestos y las miradas de la pequeña Ieda, con su llanto incontenible, su secreto revelado por las lágrimas. Muerto él ya no importaba nada, ¿para qué aclarar, poner en limpio, acusar y afligirse? Él había muerto, lo había pagado todo y hasta con intereses al morir tan joven. Doña Flor se sentía en paz con el marido, no tenía cuentas que saldar con él.

Inclinó la cabeza y dejó de controlar los movimientos de la moza. Al bajar los ojos sólo sentía en el recuerdo la mano de Vadinho, acariciando su cuerpo en el lecho matrimonial, diciéndole al oído: «Todo xixica para pasar el tiempo; permanente, sólo tú, Flor, mi flor de albahaca, ninguna otra.» ¿Qué diablos quería decir xixica?- se preguntó de pronto doña Flor- . Era una pena no habérselo preguntado, pero seguro que no sería nada bueno. Sonrió. Todo xixica; permanente sólo ella, Flor, una flor de Vadinho, deshojada por su mano.

5

Al día siguiente, a las diez de la mañana, salió el entierro con gran acompañamiento. Ese lunes de carnaval por la mañana no hubo murga ni comparsa que se pudiera comparar en importancia y animación con el funeral de Vadinho. Ni de lejos.

– Mira…, por lo menos espía por la ventana… – le dijo doña Norma a Sampaio, desistiendo de arrastrarlo al cementerio- . Espía y verás lo que es el entierro de un hombre que sabía cultivar sus relaciones. No era una fiera salvaje como tú… Era un juerguista, un jugador, un vicioso sin principio ni fin, y sin embargo mira… Cuánta gente, y cuánta gente de bien… Y eso en un día de carnaval… Tú, Sampaio, cuando mueras no vas a tener quien agarre la manija del cajón…

Sampaio no respondió, ni echó una mirada por la ventana. Enfundado en un viejo pijama, en la cama, con los diarios de la víspera, se limitó a lanzar un débil gemido, metiéndose el dedo gordo en la boca. Era un enfermo imaginario, tenía un miedo loco a la muerte, le horrorizaban las visitas a los hospitales, los velatorios y los entierros, y en aquel momento se sentía al borde del infarto. Estaba así desde el día anterior, desde que la mujer le informara de que el corazón de Vadinho había estallado de repente. Pasó una noche de perros, esperando la explosión de las coronarias, dando vueltas en la cama entre fríos sudores, y oprimiéndose con la mano el lado izquierdo del pecho.

Doña Norma, poniéndose sobre la cabeza de hermoso pelo castaño un chal negro, apropiado para la ocasión, concluyó, implacable:

– Yo, si no tengo por lo menos quinientas personas en mi entierro, daré por fracasada mi vida. De quinientas para arriba…

Partiendo de ese principio, Vadinho podía considerarse triunfante, colmado. Medio Bahía había asistido a su funeral, y hasta el negro Paranaguá Ventura abandonó su lúgubre cubil, y allí estaba, el terno blanco relumbrante de almidón, corbata negra y brazalete negro en la manga izquierda, llevando un ramo de rosas rojas. Cuando agarró una manija del cajón y dio el pésame a doña Flor, resumió el pensamiento de todos en la más breve y bella oración fúnebre que haya tenido Vadinho:

– ¡Era un machazo…!

Intervalo

Breve noticia (aparentemente innecesaria)

de la polémica que se desató en torno

al posible autor de un poema anónimo,

que circulaba de cafetín en cafetín

y en el cual el poeta lloraba

la muerte de Vadinho – revelándose

aquí, al fin, la verdadera identidad

del ignoto bardo, sobre la base

de pruebas concretas

(declamación a cargo del inmenso Robato Filhol)

No. Ciertamente no se iba a transformar, con el transcurso del tiempo, en un misterio indescifrable de las letras, en otro oscuro enigma de la cultura universal que desafiase, siglos después, a universidades y sabios, estudiosos y biógrafos, filósofos y críticos, convirtiéndose en materia de investigaciones, comunicaciones, tesis para ocupación de becados, institutos, catedráticos, historiadores y bellacos varios en busca de existencia fácil y regalada. Éste no iba a ser un nuevo caso Shakespeare, no pasaría de convertirse en una duda tan insignificante como el pequeño acontecimiento que le servía de tema e inspiración al poema: la muerte de Vadinho.

No obstante, en los medios literarios de Salvador surgió una pregunta, y en torno a ella se desató la polémica: ¿cuál de los poetas de la ciudad había compuesto – y hecho circular- la Elegía a la irreparable muerte de Waldomiro Dos Santos Guimaraes, Vadinho para las putas y los amigos? La discusión fue adquiriendo rápidamente intensidad y no tardó en agudizarse, causando su actitud enemistades, represalias, epigramas y hasta algunas bofetadas. Sin embargo, todo – debates y rencores, dudas y certidumbres, afirmaciones y negaciones, insultos y sopapos- quedo circunscrito a las mesas de los bares, donde, alrededor de las heladas copas de cerveza, se juntaban hasta altas horas de la noche los incomprendidos talentos jóvenes (para demoler y arrasar toda la literatura y el arte anteriores a la feliz aparición de aquella nueva y definitiva generación), así como los escritorzuelos enconados, empedernidos, resistentes a todas las innovaciones, con sus retruécanos, epigramas y frases retumbantes; unos y otros – genios imberbes y literatos sin afeitar- enarbolaban con la misma violenta decisión sus últimas producciones en prosa y verso, todas y cada una de ellas destinadas a revolucionar las letras brasileñas, si Dios quisiera.

Mas no por limitarse la polémica al ámbito del estado de Bahía (del estado y no sólo de la capital), pues el debate repercutió en municipios de la región del cacao (en los anales de la Academia de Letras de Ilhéus pueden encontrarse referencias dignas de crédito a propósito de una velada que se dedicó al estudio del problema); ni por no haber obtenido espacio en los suplementos y revistas, agotándose en las discusiones orales; no por todo eso el curioso, y a veces agrio debate, puede dejar de merecer atención e interés a la hora de narrar la historia de doña Flor y de sus dos maridos, en la cual Vadinho es un personaje importante, un héroe situado en primer plano.

¿Héroe? ¿No será más bien el villano, el bandolero responsable de los sufrimientos de la muchacha, en este caso doña Flor, esposa dedicada y fiel? Ese es otro problema, desligado de la cuestión literaria, que preocupaba en aquella ocasión a poetas y prosistas: un problema quizá más difícil y grave, quedando a cargo vuestro el darle respuesta si una obstinada paciencia os hace llegar hasta el final de estas modestas páginas.

Pero nadie dudaba que Vadinho era el héroe indiscutible de la elegía: «jamás habrá otro mágico juglar que tenga tanta intimidad con las estrellas, los dados y las putas», retumbaban los versos en desmedida alabanza. Y si el poema – tal como sucedió con la polémica- no obtuvo espacio en las hojas literarias, no fue por falta de méritos. Un tal Odorico Tavares, poeta federal que estaba por encima de los chismes de los vates estatales (el déspota controlaba dos diarios y una estación de radio, y los tenía a todos en un puño), al leer una copia dactilografiada de la elegía se lamentó:

– Lástima que no se pueda publicar…

– Si no fuera anónimo… – reflexionó otro poeta, Carlos Eduardo.

El tal Carlos Eduardo, joven que se las daba de buen mozo, era un experto en antigüedades y socio de Tavares en un negocio un tanto oscuro de imágenes antiguas. Los más fracasados literatoides y los genios juveniles más vehementes, todos los que no tenían ninguna esperanza de ver estampados sus nombres en el suplemento dominical de Odorico, acusaban a éste y a Carlos Eduardo de negociar antiguas tallas de santos, robadas en las iglesias por un grupo de rateros especializados, bajo la jefatura de un tipo de dudosa reputación, un mentado Mario Cravo, amigo y cofrade de Vadinho. El astuto Cravo, flaco y bigotudo, vivía manipulando piezas de automóvil, chapas de hierro y máquinas averiadas: retorcía y remendaba toda esa chatarra y luego le atribuía valor artístico al resultado, entre los aplausos de los dos poetas y de otros entendidos, que unánimemente calificaban aquellos hierros como escultura moderna, afirmando que el fulano era una revelación, un artista notable y revolucionario. He ahí otro asunto cuyo análisis no tiene cabida en estas páginas: el del valor real del maestro Cravo, pues no es posible estudiar aquí su obra. Adelantemos, sólo a título de información, el dato de que la crítica consagró después su obra, e incluso algunos plumíferos extranjeros le dedicaron estudios. Pero en aquel entonces no era todavía un artista conceptuado, sólo estaba en los comienzos, y, si bien poseía cierta notoriedad, se la debía sobre todo a su discutible actuación en las sacristías y los altares. En cierta ocasión de extremada penuria el mismo Vadinho participó personalmente, según consta, en una sigilosa peregrinación nocturna a la iglesia de Recóncavo, romería organizada por el herético Mario Cravo. El saqueo de la iglesia dio que hablar debido a que una de las piezas birladas, un San Benito, era atribuida a Fray Agostinho da Piedades, y los frailes pusieron el grito en el cielo. Actualmente la valiosa imagen se encuentra en un museo del Sur, por obra y gracia – si hemos de creer a los maledicentes pseudoliteratos- de Odorico y Carlos Eduardo, que en aquellos días eran flacos y estaban asociados tanto en la musa lírica como en el devoto comercio.

Esa mañana, antes del almuerzo, estaban ellos conversando en la redacción sobre cosas de santos y de cuadros cuando Carlos Eduardo sacó del bolsillo una copia de la elegía y se la dio a leer al poeta Odorico.

Lamentando no poder publicarla – «no por anónima, pondríamos un pseudónimo cualquiera…, sino por las palabrotas»- , Tavares insistió: «Es una pena…», y volvió a leer en voz alta otro verso:

«Están de luto los jugadores y las negras de Bahía.»

Le preguntó al amigo:

– Habrás descubierto en seguida al autor, ¿no?

– ¿Crees que será de él? Sin embargo, me pareció…

– Está a la vista…, escucha: «Un momento de silencio en todas las ruletas, banderas a media asta en todos los mástiles de los burdeles, nalgas desesperadas que sollozan.»

– Es capaz…

– Es es capaz. Es, con seguridad – agregó riendo- . Viejo sinvergüenza…

En los medios literarios no estaban tan seguros. Atribuyeron la elegía a distintos poetas, unos, vates conocidos, otros, jóvenes principiantes. Fue adjudicada a Sosígenes Costa, a Carvalho Filho, a Alves Ribeiro, a Helio Simóes, a Eurico Alves. Muchos señalaron a Robato como el autor más probable. ¿Acaso no la declamaba él con entusiasmo, con toda su voz, rica en modulaciones?

«Con él partió la madrugada, cabalgando la luna.»

No podían creer que Robato recitase versos de otro, gesto poco habitual en esos medios; no tenían en cuenta el generoso carácter del sonetista, su predisposición a admirar y aplaudir la obra ajena.

Puede incluso afirmarse que el comienzo del éxito de la elegía, y el principio de la polémica suscitada por ella, ocurrió una alegre noche en el burdel de Carla, la «gorda Carla», competente profesional llegada de Italia, cuya cultura sobrepasaba la del «métier» (en el que, además, «descollaba», según Néstor Duarte, ciudadano de afamada inteligencia y que había corrido mundo, todo un conocedor); Carla había leído a D'Annunzio y se volvía loca por unos versos. «Romántica como una vaca», así la calificaba el bigotudo Cravo, con quien ella anduviera metida durante un tiempo. Carla no podía vivir sin una pasión dramática y navegaba de bohemio en bohemio, suspirando y gimiendo, muerta de celos, con sus inmensos ojos azules, sus senos de prima donna, sus muslos enormes. También Vadinho había merecido sus favores y algún dinero, si bien ella prefería a los poetas. Incluso versificaba en la «dulce lengua de Dante con mucho estro e inspiración», como decía el adulador Robato.

Todos los jueves por la noche Carla patrocinaba una especie de salón literario que se celebraba en sus amplios aposentos. Participaban en él poetas, artistas, bohemios y algunas figuras destacadas, como el magistrado Airosa, y las chicas del prostíbulo estaban siempre dispuestas a celebrar los versos y a reírse con las anécdotas mientras se servían bebidas y pasteles. Carla presidía la soirée, reclinada en un diván repleto de cojines y almohadones, vistiendo una túnica griega o simplemente cubierta de pedrerías: una ateniense de figurín o una egipcia de Hollywood recién salida de una ópera. Los poetas declamaban, intercambiaban frases ingeniosas, epigramas, retruécanos, y el magistrado sentenciaba algún axioma preparado durante la semana con duro esfuerzo. El momento culminante de la tertulia era cuando la dueña de la casa, la gran Carla, surgía de entre las almohadas, con su tonelada de carne blanca recubierta de falsa pedrería, y, con un hilo de voz, algo paradójico en mujer tan monumental, declamaba su amor al último elegido en azucarados versos italianos. Mientras esto sucedía, el artista Cravo y otros groseros materialistas se aprovechaban de la semioscuridad reinante en la sala – la luz estaba dispuesta así, para oír y sentir mejor la poesía en la penumbra- y, sin respetar una atmósfera de tan alta espiritualidad, de tan excelsos sentimientos, los infames toqueteaban descaradamente a las chicas, procurando conseguir favores gratuitos en perjuicio de la caja del prostíbulo.

Los saraos terminaban siempre deslizándose de la poesía a la pornografía hacia el final de la noche. Brillaban entonces Vadinho, Giovanni, Mirandáo, Carlinhos Mascarenhas y, sobre todo, Lev, un arquitecto que comenzaba su carrera, hijo de inmigrantes, galancete larguirucho como una jirafa, dueño de un repertorio inagotable y buen narrador. Soportaba un nombre ruso impronunciable y las chicas lo habían bautizado, Lev Lengua de Plata, quizá por sus cuentos. Quizá…

En uno de aquellos «elegantes encuentros de la inteligencia y la sensibilidad», declamó Robato, con voz trémula, la elegía a la muerte de Vadinho, prolongándola con algunas palabras emocionadas sobre el desaparecido, amigo de todos los que frecuentaban aquel «delicioso antro del amor y de la poesía». Hizo referencia, de pasada, al hecho de que el autor había preferido «las nieblas del anonimato al sol de la publicidad y de la gloria». El, Robato, había recibido una copia del poema de manos de un oficial de la Policía Militar, el capitán Crisóstomo, también amigo fraternal de Vadinho. Pero el militar carecía de otras informaciones sobre la identidad del poeta.

Muchos atribuyeron los versos al mismo Robato, pero, ante su rotunda negativa a aceptarlos como suyos, anduvieron señalando como autor a cuanto poeta versificaba en la ciudad, especialmente aquellos de condición noctámbula y de reconocida bohemia. Sin embargo, no faltó quien jamás creyese en las negativas de Robato, atribuyéndolas a modestia y persistiendo en señalarlo como autor del poema. Todavía hoy hay quienes piensan que las estrofas de la elegía fueron obra suya.

La discusión se fue agriando hasta tal punto que en cierta ocasión llegó a traspasar los límites de la literatura y de la civilidad, terminando el conflicto en bofetones cuando el poeta Clóvis Amorim, cuya lengua viperina le llenaba la boca de epigramas, chupando permanentemente el cigarro comprado en el Mercado Modelo, negó al bardo Hermes Climaco la menor posibilidad de ser el autor de los discutidos versos, pues carecía de genio y gramática para tanto.

– ¿De Climaco? No diga tonterías… Ése, con mucho esfuerzo, podrá hacer una cuartela de heptasílabos. Es un poeta constipado…

Quiso la mala suerte que en ese momento apareciera en la puerta del cafetín el poeta Climaco, con su eterno traje negro, llevando capa y paraguas, quien arremetió encolerizado:

– Constipada es la puta que te parió…

Y se agredieron a insultos y sopapos, con evidente ventaja de Amorim, mejor versificador y atleta más robusto.

También es curioso y digno de contarse lo sucedido con un individuo, autor de dos escuálidos cuadernos de versos, al que algunas personas menos avisadas le conferían la paternidad del poema. Primero, la negó con firmeza; luego, como insistieran, fue menos pertinaz en sus negativas, y por último sus palabras fueron tan confusas y tímidas que la negativa parecía más bien una avergonzada afirmación.

«Es de él, no hay duda», decían al verlo restregarse las manos, bajar los ojos y sonreír, mientras murmuraba:

– Es cierto que parecen versos míos. Pero no lo son…

Lo negaba siempre, pero al mismo tiempo jamás admitía que se le atribuyeran a otro las discutidas estrofas. Si lo intentaban, se desesperaba por demostrar la imposibilidad de semejante hipótesis. Y si algún obstinado insistía en sus argumentos, refunfuñaba, terminante y misterioso:

– Bueno…, ¿me lo van a decir a mí?.. Tengo razones para saberlo…

Y cuando las oía declamar acompañaba lentamente el recitado, corrigiéndolo en cuanto se alteraba una palabra, velando por la fidelidad del poema, celoso como si la obra fuera suya. Sólo más tarde, cuando se reveló el nombre del verdadero autor, se desprendió finalmente de esa gloria ilícita. Pasó entonces de inmediato a decir horrores de la elegía, negándole cualquier mérito o belleza: «poesía de prostíbulo y de estercolero».

En medio de tantas discusiones, la elegía continuaba su curso, leída y adornada, recitada en las mesas de los bares al caer la madrugada, cuando la cachaca hacía surgir los sentimientos más nobles. Los recitadores le cambiaban adjetivos y verbos y a veces trastocaban o se tragaban las estrofas. Pero, correcta o adulterada, mojada en cachaca, caída en el suelo de los cabarets, allá iba la elegía elogiando a Vadinho, entonando su alabanza. Quienquiera que la hubiese compuesto reflejaba el sentimiento general de aquel submundo en el que Vadinho se había movido desde la adolescencia y del cual terminó siendo una especie de símbolo. La elegía fue el punto más alto en el derroche de loas al mozo jugador. Si le fuera posible oír tantas expresiones elogiosas y nostálgicas no lo hubiera creído. Jamás fuera en vida blanco de tantos encomios y alabanzas; muy al contrario: vivió con los oídos zumbándole constantemente con el rumor de retos, consejos y sermones, referidos a su mala vida y a sus malos sentimientos.

Por otra parte, la indulgencia con respecto a sus fechorías y a esa exhibición pública de sus pretendidas cualidades, transformándole en héroe de poema y en figura casi legendaria, duró poco tiempo. Una semana después de su muerte ya comenzaban las cosas a ser puestas de nuevo en su punto, y la opinión de las clases conservadoras, responsables de la moral y la decencia, se manifestó por boca de las comadres y las vecinas, intentando imponerse al anárquico y disolvente panegírico trazado por la subversiva ralea de los burdeles y los casinos en un intento criminal de socavar las costumbres y el régimen. Se creaba así un nuevo y apasionante problema, como si no bastara con el de la propiedad de los versos. Con referencia a esta última, se prometieron pruebas de la verdadera identidad del autor, por fin revelada ahora e inscrita para siempre en el libro de oro de las letras patrias.

Cuando, años después de la muerte de Vadinho, el poeta Odorico recibió su volumen de las Elegías impuras – uno de los tres enviados gratuitamente por el poeta- en magnífica edición de lujo, con una tirada reducida de sólo cien ejemplares autografiados, ilustrados con xilografías de Calazans Neto, se volvió hacia Carlos Eduardo, y le pasó el precioso libro.

Estaban los dos amigos sentados en la misma sala de redacción en la cual, un día ya lejano, habían leído y discutido juntos la elegía. Sólo que ahora eran señores gordos y respetables – y ricos, muy ricos- , propietarios de colecciones y de inmuebles.

Odorico recordó:

– ¿No te lo dije en aquella ocasión? Era de él. – Y concluyó, con la misma sonrisa y con las mismas palabras de otrora- : «Viejo sinvergüenza…»

También Carlos Eduardo soltó su risotada cordial, de hombre realizado y tranquilo, mientras admiraba la primorosa edición. En la tapa, con letras grabadas en madera, el nombre del poeta: Godofredo Filho. Lentamente fue pasando las páginas y preguntándose (con cierta envidia): «¿Qué calles y laderas escondidas, qué oscuras sendas de crepúsculo, qué negras, fragantes grutas habían descubierto y amado juntos el poeta ilustre y el pobre vagabundo, hasta el punto de haber brotado entre ellos la rara flor de la amistad?» Pausadamente, reflexionando sobre tales enigmas, Carlos Eduardo tocaba el papel como si acariciase la suave epidermis de una mujer, acaso de piel negra, de nocturno terciopelo. La cuarta elegía, de las cinco que componían el tomo, era la dedicada a la muerte de Vadinho, «la ficha azul, olvidada en el tapete».

Queda así resuelto un problema, como se había prometido. Pero surge y se impone otro, y quién sabe si será posible encontrarle solución: es el «misterio Vadinho». Queda confiado a vuestra perspicacia.

¿Quién era Vadinho? ¿Cuál era su verdadero rostro? ¿Cuáles sus exactas proporciones? Su rostro de hombre ¿estaba bañado de sol o cubierto de sombra? ¿Quién era él, el juglar de la elegía, el machazo de la expresión de Paranaguá Ventura o el desaprensivo malandrín, el sablista incorregible, el mal marido según la voz de la vecindad, de las amistades de doña Flor? ¿Quién lo había conocido mejor y lo definía ahora mejor: los piadosos asistentes a la misa de las seis, en la iglesia de Santa Teresa, o los incorregibles habitúes del Tabaris («la bolilla girando en la ruleta, la baraja y los dados, la última apuesta»)?

II. Del tiempo inicial de la viudez, tiempo de

duelo de luto cerrado, con las

memorias de las ambiciones y los engaños,

del enamoramiento y las bodas,

de la vida matrimonial de Vadinho

y doña Flor, y de las fichas y dados

y la dura espera ahora sin esperanza

(y la molesta presencia de doña Rozilda)

(con Edgar Coco en el violín, Cayrnmi en la guitarra

y el doctor Walter de Silveyra con su flauta encantada)

ESCUELA DE COCINA

«SABOR Y ARTE»

Receta de doña Flor:

Cazuela de cangrejos

Clase teórica:

INGREDIENTES (para 8 personas): Una jícara de leche de coco pura, sin agua; una jicara de aceite de palma; un kilo de cangrejos tiernos. Para la salsa: 3 dientes de ajo; sal a gusto; el jugo de un limón; cilantro; perejil; cebollita de verdeo; dos cebollas; media jicara de aceite suave; un pimiento; medio kilo de tomate. Agregar después: 4 tomates, una cebolla y un pimiento.

Clase práctica:

Rallen 2 cebollas, machaquen el ajo en el mortero.

La cebolla y el ajo no apestan, no señoras,

son frutos de la tierra, perfumados.

Piquen el cilantro bien picado, así como el perejil, algunos tomates, la cebollita y medio pimiento.

Mezclen todo en aceite suave y aparte pongan esa salsa de tan rico aroma.

(«A estas locas les parece que huelen mal las cebollas, ¿qué saben ellas de los olores puros?

A Vadinho le gustaba comer cebolla cruda,

y sus besos eran ardientes.»)

Laven los cangrejos enteros en agua de limón,

hay que lavarlos bien, un poco más todavía,

para quitarles la suciedad, pero tratando de que no pierdan el perfume marino.

Y ahora, a condimentarlos; uno por uno,

sumergiéndolos en la salsa; después, a la sartén,

echándolos uno a uno, cada cangrejo con su condimento.

Con la salsa restante, rociar los cangrejos

con sumo cuidado, que este plato es muy delicado.

(«¡Ay, era el plato preferido de Vadinho!»)

Elijan ahora cuatro tomates, un pimiento

y una cebolla. Córtenlos en rodajas y pónganlos encima para dar un toque de belleza. Ponerlos en adobe durante dos horas hasta que se sazonen.

Después pongan al fuego la sartén.

(«Iba él mismo a comprar los cangrejos,

en el Mercado tenía un antiguo compinche…»)

Cuando estuviere casi cocido, y sólo entonces,

agregar la leche de coco, y, en el último instante,

el aceite de palma, poco antes de retirar del fuego.

(«Probaba la salsa a cada rato,

nadie tenía un gusto más exigente.»)

Y ahí está este plato fino, exquisito, de la mejor cocina;

quien lo hiciere puede alabarse con razón

de ser una cocinera de buena mano.

Pero, si no fuese competente, es mejor que no se meta,

no todo el mundo nace artista del fogón.

(«Era el plato predilecto de Vadinho,

nunca más lo he de servir en mi mesa.

Sus dientes mordían el tierno cangrejo,

el aceite de palma doraba sus dientes.

¡Ay, nunca más sus labios, su lengua;

nunca más su boca abrasada de cebolla cruda!»)

1

Ahora bien, en la misa del séptimo día, oficiada por don Clemente Nigra en la iglesia de Santa Teresa – envuelta la nave en la espléndida luz matinal, azulada y transparente, que venía del mar cercano, como si el templo fuera un navío dispuesto a zarpar- , la simpatía y la solidaridad manifestadas en los susurrados comentarios estaban dedicadas a doña Flor, arrodillada en primera fila, ante el altar, toda de negro, con una mantilla de encaje prestada por doña Norma, con la que ocultaba los cabellos y las lágrimas, y un tercio del rosario entre los dedos. Pero en los cuchicheos no se la compadecía por haber perdido al marido, sino por haberlo tenido. De rodillas en el reclinatorio, doña Flor nada escuchaba, como si no hubiera nadie en el santuario más que ella, el sacerdote y la ausencia de Vadinho.

Un rumor de beatas, viejas ratas de sacristía, rencorosas enemigas de la gracia y la risa, se elevaba junto con el incienso en enconado murmullo:

– No valía ni un centavo de rezos, el renegado.

– Si ella no fuese una santa, en vez de misa lo que daba era una fiesta. Con baile y todo…

– Para ella su muerte es como una carta de emancipación…

En el altar, celebrando misa por el alma de Vadinho, la tez macerada por las vigilias pasadas sobre antiguos libros, don Clemente sentía en la atmósfera mágica de la mañana, que apenas despuntaba, ciertas perturbaciones, maléficas auras, como si algún demonio, Lucifer o Exu, más probablemente Exu, anduviese suelto por la nave. ¿Por qué no dejaban en paz a Vadinho, por qué no le dejaban descansar? Don Clemente lo había conocido bien: a Vadinho le gustaba ir al patio del convento a charlar con él; se sentaba sobre el cerco y contaba historias que no siempre armonizaban con aquellas venerables paredes, pero que el fraile oía con atención, curioso y comprensivo ante cualquier experiencia humana.

Había en el corredor, entre la nave y la sacristía, una especie de altar, y en él un ángel tallado en madera, escultura anónima y popular, tal vez del siglo XVII, y parecía como si el artista hubiera tomado a Vadinho de modelo; la misma fisonomía inocente y desvergonzada, la misma insolencia, idéntica ternura. Estaba el ángel arrodillado ante la imagen, mucho más reciente y barroca, de Santa Clara, y extendía hacia ella las manos. En cierta ocasión don Clemente llevó a Vadinho hasta allí, para mostrarle el altar y el ángel, curioso por saber si el bohemio se daría cuenta del parecido. Éste se echó a reír en cuanto vio las imágenes.

– ¿Por qué se ríe? – preguntó el fraile.

– Que Dios me perdone, padre… Pero ¿no parece como si el ángel estuviese engatusando a la santa?

– ¿Estuviese qué? ¿Qué términos son ésos, Vadinho?

– Discúlpeme, don Clemente, pero es que ese ángel tiene una cara clavada de gigoló… Ni siquiera parece ángel…, observe la mirada…, es una mirada de cachondo…

Volviéndose hacia los fieles para dar la bendición, las manos alzadas, el sacerdote vio cómo refunfuñaban las beatas: allí estaba la perturbación, el maligno, ¡ah!, bocas de lodo y maldad, ¡ah!, hedientes y ácidas doncelleces, mezquinas y ávidas solteronas, bajo el comando de doña Rozilda… «¡Que Dios las perdone, en su infinita bondad!»

– Él incluso le bajó la mano a la pobrecita. Pasó las de Caín…

– Porque quiso. No porque le faltara mi consejo… Si no fuese tan calentona me hubiera hecho caso… Hice lo que estaba en mis manos…

Así peroraba doña Rozilda, madre de doña Flor, nacida para madrastra, intentando con denuedo cumplir su vocación.

– Pero a ella la había picado la tarántula…, le ardían las entrepiernas… Dios me libre…, no quiso oírme nada, se rebeló… Y encontró quien la apoyase…, casa donde esconderse…

Al decir esto miró hacia donde estaba arrodillada, rezando, doña Lita, su hermana, y agregó:

– Mandar decir una misa por ese inútil es tirar el dinero, es algo que sólo sirve para llenar la barriga del fraile…

Don Clemente tomó el turíbulo y echó incienso contra el fétido aliento del demonio, que salía por la boca de las beatas. Después descendió del altar, se detuvo ante doña Flor, puso afectuosamente una mano sobre su hombro y le dijo, para que lo oyeran las viejas ponzoñosas de aquel coro siniestro:

– Los ángeles extraviados también se sientan junto a Dios, en su gloria.

– Ángel… ¡Cruz Diablo!… Era un demonio del infierno… – rezongó doña Rozilda.

Don Clemente, la espalda algo encorvada, cruzó la nave, camino de la sacristía. En el corredor se detuvo a contemplar aquella extraña imagen en la que el artista anónimo había fijado a un tiempo la gracia y el cinismo. ¿Qué sentimientos lo habrían llevado a hacerlo, qué especie de mensaje había querido transmitir? Dominado por las pasiones humanas, el ángel devoraba con ojos lascivos a la pobre santa. Ojos de cachondo, como dijera Vadinho en su pintoresco lenguaje, y una sonrisa indecente una cara desvergonzada, alguien que no tenía arreglo. Igual a Vadinho, nunca se había visto tanto parecido. ¿No habría exagerado él, don Clemente; no habría hecho una afirmación precipitada, al poner a Vadinho junto a Dios, en su gloria?

Se aproximó a la ventana practicada en la piedra y contempló el patio del convento. Allí acostumbraba a sentarse Vadinho, sobre el muro, con el mar a sus pies, cortado por los saveiros. Una vez le dijo:

– Padre, si Dios quisiera mostrar su poder haría que el diecisiete se diera doce veces seguidas. Ése sí que sería un milagro famoso. Si ocurriera yo iba y cubría de flores toda la iglesia…

– Dios no se mete en el juego, hijo mío…

– Entonces no sabe lo que es bueno y lo que es malo. La emoción de ver la bolilla girando y girando en la ruleta y uno arriesgando la última ficha, con el corazón sobresaltado…

Y en tono de confidencia, como un secreto entre él y el sacerdote:

– ¿Cómo no va a saber eso Dios, padre? En el atrio, doña Rozilda elevaba la voz:

– Dinero tirado… No hay misa que salve a ese desgraciado. ¡Dios es justo!

Doña Flor, escondida la cara dolorosa bajo el chal, surgió en el fondo, apoyada en doña Gisa y en doña Norma. En la claridad azul de la mañana, la iglesia parecía un barco de piedra navegando.

2

Hasta el martes de carnaval por la noche no llegó la noticia de la muerte de Vadinho a Nazareth das Farinhas, en donde residía doña Rozilda en compañía del hijo casado, funcionario del Ferrocarril. Allí estaba amargándole la vida a la nuera, esclava de su mando dictatorial. Sin pérdida de tiempo, se fue a Bahía el miércoles de ceniza, día semejante a ella si se ha de creer a otro yerno suyo, Antonio Moráis: «Ésa no es una mujer, es un miércoles de ceniza, le quita la alegría a cualquiera.» El deseo de poner la mayor distancia posible entre su casa y la de la suegra fue sin duda uno de los motivos por el cual este Moráis vivía desde hacía varios años en los suburbios de Río de Janeiro. Hábil mecánico, aceptó la invitación de un amigo y allá se fue a probar suerte en el Sur, en donde prosperó. Se negaba a volver a Bahía, incluso de paseo, mientras «la arpía apestase el ambiente». Doña Rozilda, en cambio, no detestaba a Antonio Moráis, ni tampoco a su nuera. Pero sí detestaba a Vadinho, y jamás le perdonaría a doña Flor ese casamiento, resultado de una vil conspiración contra su autoridad y sus decisiones. En cuanto al casamiento de Moráis con Rosalía, la hija mayor, aunque no era lo que a ella le hubiera gustado, no se había opuesto al noviazgo ni había objetado el compromiso. No se llevaba bien ni con él ni con la nuera porque el carácter de doña Rosalía hacía que se consagrase a convertir la vida del prójimo en un infierno. Cuando no estaba llevándole la contraria a alguien, se sentía inútil y desdichada.

Con Vadinho era diferente: le tenía aversión desde los tiempos en que festejaba a doña Flor, cuando descubrió la red de engaños y trampas en que la enredara el indeseable pretendiente. Le había tomado odio para siempre, no podía siquiera oír su nombre. «Si en este país hubiera justicia ese canalla estaría en la cárcel», repetía, si le hablaban del yerno, si le pedían noticias del atorrante o le mandaban recuerdos para él.

Cuando visitaba a doña Flor, muy de cuando en cuando, era para estropearle el día, no hablando de otra cosa que de las trampas del mozo, su vida libertina, sus actos vergonzosos, sus escándalos cotidianos y permanentes.

Todavía estaba en la cubierta del barco y ya su boca había comenzado a despotricar, gritándole a doña Norma, que la esperaba en el muelle de la Bahiana a pedido de doña Flor:

– ¡Al fin estiró la pata el excomulgado!

El vapor estaba atracando, repleto de una impaciente multitud de viajeros sobrecargados de bultos, cestos, bolsos y los más diversos envoltorios con frutas, harina de mandioca, ñame y batata, charque, xuxu y zapallos. Doña Rozilda desembarcó vociferando:

– Le dio un ataque, ¿en?.., ¡ya debía haber reventado hace mucho tiempo!

Doña Norma se sentía derrotada; doña Rozilda tenía la virtud de dejarla sin fuerzas para reaccionar, en completo desánimo. La servicial vecina había amanecido en el pequeño muelle; su rostro bondadoso traslucía su afán de dar consuelo, de dar ánimo a una suegra enlutada y llorosa, estando dispuesta a lamentar a dúo la precariedad de las cosas de este mundo: hoy se está vivo y coleando y mañana en un cajón de difunto. Escucharía las lamentaciones de doña Rozilda, le ofrecería el consuelo de la resignación ante la voluntad de Dios, ¡Él sabe lo que hace!; y, juntas la madre y la amiga, conversarían sobre la nueva situación de doña Flor, viuda, sola en el mundo y tan joven todavía. Doña Norma iba preparada para eso: gestos, palabras, actitudes, todo sincero y sentido, nunca hubo en su modo de ser la menor parcela de hipocresía. Doña Norma se sentía un poco responsable por todo el mundo, era la providencia del barrio, una especie de socorro de urgencia de los alrededores. De toda la vecindad acudían a la puerta de su casa (la mejor casa de la calle: sólo la de los argentinos de la fábrica de cerámica, los Bernabós, podía compararse con ella y ser quizá algo más lujosa); todas venían a pedir algo en préstamo, desde la sal y la pimienta hasta la loza para los almuerzos y cenas y las prendas de vestir para las fiestas.

– Doña Norma, mamá me mandó a preguntar si usted podía prestarnos una jicara de harina de trigo, que es para una tarta que está haciendo. Después se la paga…

Era Anita, la hija menor del doctor Ives, un vecino cuya esposa, doña Emina, cantaba canciones árabes acompañándose al piano.

– Pero, nena, ¿tu mamá no fue ayer al mercado? ¡Hum…! ¡Qué mujer más olvidadiza…! ¿Una jicara basta? Dile que si quiere más que mande a buscarla.

O si no, era el negrito de la residencia de doña Amelia, con su voz chillona:

– Doña Norma, la patrona me mandó a pedir la corbata negra de don Sampaio, la del lazo de mariposa, que a la del señor Ruas se la comió la polilla…

Eso cuando no aparecía doña Risoleta, dramática, siempre con su aire de mortificada:

– Normita, acuda por el amor de Dios…

– ¿Qué pasa, mujer?

– Un borracho se plantó a la puerta de casa, no hay modo de hacerlo salir, ¿qué hago?

Allá se fue doña Norma, y cuando reconoció al hombre se echó a reír:

– Pero si es Bastiáo Cachaca, queridos… Vete, Bastiáo, sal de ahí, vete a echar un sueño en el garaje de casa…

Y así el día entero: cartas pidiendo dinero prestado, llamados urgentes para socorrer a un enfermo, y los parroquianos reclamando las inyecciones. Doña Norma les hacía competencia gratuita a los médicos y a las farmacias, para no hablar de los veterinarios, pues todas las gatas de los alrededores venían a dar a luz a los fondos de la casa, sin que allí les faltara jamás asistencia y alimento. Distribuía muestras de remedios, suministrados por el doctor Ives; cortaba vestidos y moldes (estaba diplomada en Corte y Confección); redactaba las cartas del personal doméstico, daba consejos, oía lamentaciones, secundaba proyectos matrimoniales, incubaba amores, resolvía los más diferentes problemas, y siempre alborozada. Por todo lo cual Zé Sampaio la definía así:

– Es una caga- volando, no tiene paciencia ni para sentarse en el artefacto… – y metía en la boca el dedo grande, resignado.

La buena vecina se había hecho a la idea de ir a recibir a una doña Rozilda apenada, a la que consolaría amparándola en su pecho. Y la otra le salía con esa absurda insensatez, como si la muerte del yerno fuese una noticia festiva. Ahí venía ahora, descendiendo por la escala, en una mano el clásico envoltorio de harina de Nazareth, bien tostada y olorosa, además de una cesta en la que se movían con impaciencia una sarta de cangrejos comprados a bordo, y en la otra una sombrilla y la maleta. Felizmente, pensó doña Norma, no se trataba de una maleta grande, de esas que anuncian la intención de quedarse, sino una pequeña, de madera, de las que se usan en las visitas breves, por unos pocos días – y- hasta- otra- vez. Se adelantó para ayudarla y darle el ceremonioso abrazo de los pésames; por nada del mundo hubiera dejado de cumplir el penoso deber de las condolencias.

– Mis condolencias…

– ¿Pésames? ¿A mí? No, querida mía, no desperdicie su cortesía. Por mí, ya podía haber espichado hace mucho tiempo, no lo echo de menos. Ahora puedo golpearme el pecho y decir de nuevo que en mi familia no hay ningún descastado. Y qué vergüenza, ¿eh?, eligió morir en medio del carnaval, disfrazado… a propósito…

Se detuvo junto a doña Norma y puso en el suelo la maleta, la cesta y el envoltorio para observar mejor a la otra, la midió de arriba abajo y le hizo un elogio intencionado:

– Pues sí señor…, no es por adularla, pero usted engordó una pizquita…, está lindaza, mozota, gordita, apetitosa, que Dios la bendiga y la libre del mal de ojo…

Arregló la cesta, de la que intentaban huir los cangrejos, e insistió con terquedad:

– Así me gusta: una mujer que no presta oídos a las estupideces de moda…, como ésas que andan por ahí haciendo régimen para adelgazar y que terminan tísicas… Señora mía…

– No diga eso, doña Rozilda. Y yo que pensé que estaba más delgada… Sepa que estoy siguiendo un régimen de los más severos. Suprimí la cena y hace un mes que no sé lo que es el gusto de los frijoles…

Doña Rozilda volvió a examinarla con ojo crítico:

– Pues no lo parece…

Con la ayuda de doña Norma volvió a hacerse cargo de los envoltorios, y ambas se encaminaron hacia el Elevador Lacerda mientras doña Rozilda ametrallaba:

– ¿Y don Sampaio? ¿Siempre metido en cama? Nunca vi un hombre con menos chispa. Parece un perro viejo…

A doña Norma no le gustó la comparación y sonrió con aire de reprobación:

– Es su carácter, él es así…, apagado… Doña Rozilda no era mujer capaz de disculpar las flaquezas humanas:

– Válgame Dios…, un marido tan encerrado en sí mismo como el suyo debe ser un castigo. El mío…, el finado Gil…, bueno, no voy a decir que valiese gran cosa, no era ningún santo…, pero, en comparación con el suyo…, un hombre que no sale, que no va a ninguna parte, siempre malhumorado, siempre en casa…

Doña Norma intentaba cambiar de conversación, llevarla por un camino lógico: después de todo, doña Rozilda había perdido un yerno y por eso venía a la capital; era sobre tan palpitante y dramático asunto de lo que debían hablar, y ésa había sido la intención de doña Norma cuando fue a buscarla al puerto:

– Flor anda muy triste y abatida. Lo sintió mucho.

– Porque es una pasmosa, una tonta. Siempre lo fue, no parece hija mía. Salió a su padre, señora mía, usted no conoció al finado Gil. No lo digo por alabarme, no, pero el hombre de la casa era yo. Él no decía ni pío, quien resolvía todo era esta servidora de usted. Flor tiró a él, salió floja, sin voluntad; si no, ¿cómo pudo aguantar tanto tiempo un marido tal como el que se consiguió?

Doña Norma pensó para sí que si el finado Gil no hubiese sido también una papilla, un flojo sin voluntad, ciertamente no hubiera soportado mucho tiempo a semejante esposa, y lamentó la suerte que le tocó al padre de doña Flor. Y también la de doña Flor, ahora amenazada por las constantes visitas de su madre, que incluso era capaz – ¿quién sabe?- de venir a residir con la hija viuda y corromper la atmósfera cordial del Sodré y sus alrededores.

En los tiempos de Vadinho, cuando doña Rozilda aparecía, lo hacía a la disparada, en rápidas visitas de paso, el tiempo indispensable para hablar mal del yerno y emprender el camino de vuelta antes de que el maldito apareciera con sus chacotas de mal gusto. Porque con Vadinho doña Rozilda nunca lograba ventaja; jamás lo había dominado, y ni siquiera había conseguido ponerlo alguna vez nervioso e irritarlo. Apenas la veía, generalmente murmurando, le daba un ataque de risa y el granuja se mostraba muy satisfecho, como si la suegra fuese su visita preferida.

– Pero miren quién está aquí: mi santa suegrecita, mi segunda madre, este corazón de oro, esta candida paloma. Y esa lengüita, ¿cómo está?, ¿bien afilada? Siéntese aquí, mi santa, junto a su yernecito querido, y pongamos al sol todos los trapos sucios de Bahía…

Y se reía, con aquella risa tan suya, sonora y alegre, de hombre astuto y satisfecho de la vida: si los vencimientos de tantos documentos, si tanta deuda por todas partes, tantos aprietos de dinero y tanta urgencia de efectivos no habían conseguido entristecerlo y exasperarlo, ¿qué esperanzas podría alimentar doña Rozilda de conseguirlo? Por eso lo odiaba, y por lo que él le hiciera en los primeros tiempos de las relaciones amorosas con su hija.

Entonces, en un rapto de ira, abandonaba el campo de batalla, y, espoleada por la risa del yerno, se vengaba en doña Flor, acusándola en plena calle, ante agitadas asambleas:

– Nunca más volveré a poner los pies en esta casa, ¡hija maldita! Quédate con tu perro marido, déjalo que insulte a tu madre, olvida la leche que mamaste… Me voy antes de que me pegue… No soy como tú, que te gusta la leña. – La risotada de Vadinho la perseguía por las esquinas y restallaba en las callejuelas como una carcajada burlona, y doña Rozilda perdía la cabeza. Cierta vez la perdió completamente, al punto de olvidarse de su condición de señora viuda y recatada: deteniéndose en la calle abarrotada de gente y volviéndose hacia la ventana, en la que su yerno se desternillaba de risa, con el brazo desnudo hizo el gesto de pelarle todo un racimo si no todo un cacho de bananas. Acompañaba el grosero gesto con maldiciones e insultos, desgañitándose:

– Tome, puerco, tome y métaselo en el… Los que pasaban se escandalizaron, entre ellos el grave profesor Epaminondas y la pulcra doña Gisa.

– Qué mujer más desaforada… – comentó el profesor.

– Es una histérica… – sentenció la profesora.

A pesar de conocer bien a doña Rozilda, pues había sido testigo de ése y de otros furores suyos; a pesar de estar familiarizada con su difícil carácter, aun así, mientras hacían cola para entrar al Elevador, volvía doña Norma a sorprenderse. Nunca pudo imaginar que pudiese persistir la inquina entre la suegra y el yerno más allá de la muerte, y que doña Rozilda no concediera al finado ni siquiera una palabra de aflicción, aunque fuese sin sentirla, sólo para guardar la forma, de labios afuera. Ni eso:

– Hasta el aire que se respira aquí es más suave desde que el desgraciado estiró la pata…

Doña Norma no pudo contenerse:

– ¡Ave María! Señora, qué rabia le tenía usted a Vadinho, ¿eh?

– ¡Vaya! ¿Acaso no era para tenérsela? Un atorrante que no poseía nada; ni para un remedio; una esponja, un jugador, no valía para nada… Y se metió en mi familia, la mareó a mi hija, sacó a la infeliz de la casa para vivir a costa de ella…

Jugador, borrachín, mal marido… Todo era verdad, reflexionó doña Norma. Pero ¿cómo se puede odiar más allá de la muerte? ¿Acaso en las exequias de los difuntos no se deben barrer y enterrar resentimientos y discordias? Mas no era ésa la opinión de doña Rozilda:

-Me llamaba vieja chismosa, nunca me respetó, se reía de mí en mis narices… Me engañó cuando me conoció, me tomó por idiota, me hizo pasar las de Caín… ¿Por qué voy a olvidarme? ¿Solamente porque está muerto, en el cementerio? ¿Sólo por eso?

3

Cuando el recordado Gil pasó a mejor vida, aquel papilla carente de energía dejó a la familia en medio de serias apreturas, en muy precaria situación. En este caso no se trata sólo de una frase hecha – «pasó a mejor vida»- , no se trata de un lugar común; es una expresión que refleja con exactitud la realidad. Fuese lo que fuere lo que lo esperara en los misterios del más allá, un paraíso de luz, de música, de ángeles luminosos, o un tenebroso infierno con calderas hirviendo; o un húmedo limbo; o peregrinaciones por los círculos siderales, o nada, sólo el no ser, cualquier cosa sería mejor si se la compara a la vida en común con doña Rozilda.

Flaco y silencioso, cada día más flaco y más silencioso, don Gil sustentaba su tribu con lo que le dejaban unas modestas representaciones comerciales, de productos de reducida aceptación, que le proporcionaban discretas ganancias, apenas lo suficiente para los gastos: los diarios garbanzos, el alquiler del primer piso en la Ladeira do Alvo, la ropa de los chicos, las pretensiones burguesas de doña Rozilda con sus manías de grandeza, su ambición de relacionarse con familias importantes y de penetrar en los círculos de gente bien forrada de dinero. Doña Rozilda no se daba con la mayoría de los vecinos, a los que no había favorecido la suerte: empleados de tiendas, almacenes, escritorios, cajeros y costureras. Despreciaba a esa gentuza incapaz de ocultar su pobreza; ella se daba aires, llena de jactancia, y sólo se trataba con algunos de los habitantes de la Ladeira, con las «familias representativas», como le insistía al finado Gil cuando lo pescaba en flagrante delito, sorbiendo una cervecita en la poca recomendable compañía de Cazuza Embudo, quinielero y sableador metido a filósofo, uno de los más discutibles locatarios del Alvo. ¿Será necesario aclarar que Embudo no era su apellido? No era más que un apodo significativo, que aludía a su gaznate siempre abierto, a su sed insaciable.

¿Por qué no frecuentaba Gil, en cambio, al doctor Carlos Passos, médico reputado; al ingeniero Vale, capo en la secretaría de Vialidad; al telegrafista Peixoto, señor entrado en años, en vísperas de ser jubilado, habiendo alcanzado la cumbre de la carrera postal; al periodista Nacife, todavía joven, pero que ya juntaba algún dinerito con El Tendero Moderno, publicación consagrada que podía acreditar en su haber «la defensa intransigente del comercio bahiano»? Todos ellos eran vecinos también de la Ladeira, y todos «representativos». El tonto del marido ni siquiera sabía elegir sus amistades; cuando no estaba con Embudo se metía en la casa de Antenor Lima para jugar al chaquete o a las damas, tal vez la única alegría verdadera de su vida. Antenor Lima, comerciante establecido en el Taboáo, era uno de los más destacados amigos de Gil, y merecería incluirse en la lista de los vecinos representativos si no fuese público y notorio su amancebamiento con la negra Juventina, que había comenzado siendo su cocinera. Ahora ella se instalaba en la ventana de la casa, propiedad del comerciante, y con criada para todo servicio, se había vuelto insolente y respondona; sus agarradas con doña Rozilda hicieron época en la Ladeira do Alvo. Pues bien: a la puerta de calle de esa basura se sentaba Gil, muy zalamero, tratando a esa ordinaria como si fuese una señora casada por el juez y el sacerdote.

De nada valían los esfuerzos de doña Rozilda para encaminarlo hacia amistades influyentes: la familia Costa, descendiente de un antiguo político, poseedora de un campo inmenso en el Matatu; el político hasta llegó a tener una calle con su nombre, y su nieto, Nelson, era banquero e industrial; los Marinho Falcáo, de Feira de Sant'Ana, en cuya tienda había hecho de joven su aprendizaje Gil (don Joáo Marinho fue quien le prestó dinero para iniciarse en la capital); el doctor Luis Henrique Dias Tavares, director de repartición – una cabeza privilegiada, que firmaba artículos en los diarios- , a doña Rozilda se le llenaba la boca cuando pronunciaba su sonoro apellido, sintiendo al hacerlo cierto sabor a parentesco: «es compadre mío, bautizó a mi Héctor».

Cuando citaba esas relaciones de categoría se ensañaba con las de Gil, y preguntaba teatralmente a los interlocutores, a la vecindad, a toda la Ladeira, a la ciudad y al mundo, qué mal le habría hecho ella a Dios para merecer el castigo de tener ese marido, incapaz de darle un nivel de vida digno, a la altura de su linaje y de su medio. Los otros representantes comerciales prosperaban, ampliaban la clientela y la oficina, aumentaban la cantidad de las ventas mensuales, obtenían nuevos y valiosos corretajes. Muchos de ellos llegaban a tener casa propia, y si no un terreno en el que más tarde la construirían. Algunos hasta se daban el lujo de poseer automóvil, como un conocido de ellos, Rosalvo Medeiros, alagoano llegado de Maceió hacía pocos años, con una mano delante y otra atrás, y ahora tenía las dos al volante de un Studebaker. Tan viva la Virgen se había vuelto este Rosalvo que llegó al punto de no reconocer a doña Rozilda cierto día en que casi la atropella, cuando ésta, peatona y amable, se puso delante del auto para saludar al próspero colega de su marido. El sujeto no sólo le dio un susto de todos los diablos con la explosión del bocinazo, sino que encima la insultó, gritándole atrocidades:

– ¿Quiere morir, piojo de víbora?

En tres o cuatro años, con productos farmacéuticos, labia y simpatía, aquel groserote había conseguido automóvil, era socio del Bahiano de Tenis, íntimo de políticos y ricachos, lo que se dice un hidalgo, señores míos, lleno de engreimiento, y con una barriga de rey. Doña Rozilda crujía los dientes y se preguntaba: ¿y en cambio el tarambana de Gil qué hace?

¡Ah! Gil vegetaba, yendo a pie o en tranvía, con sus muestras de géneros, suspensorios, cuellos y puños duros; era especialista en productos fuera de moda, y estaba reducido a una pequeña clientela de tiendas de barrio, de anticuadas mercerías. No salía de eso, marcando el paso la vida entera. Nadie creía en su capacidad, ni él mismo.

Un día se cansó de tanta queja y reclamación, de tanto esforzarse sin resultado ni alegría. Porto, cuñado de su mujer, marido de Lita, la hermana de Rozilda, también vivía a los apurones, enseñando dibujo y matemáticas a los chicos de un establecimiento provincial para artesanos, en las lejanías de Paripé. Se levantaba todas las mañanas, tempranito con el sol, regresando al caer la tarde. Pero los domingos salía por las calles de la ciudad con una caja de colores y pinceles a pintar los coloridos caseríos, y esa ocupación le daba tanta alegría que jamás se lo había visto de mal humor o melancólico. Claro que se había casado con Lita y no con Rozilda, y Lita, todo lo opuesto a su hermana, era una santa mujer cuyos labios jamás se abrieron para hablar mal de ninguna criatura o ser viviente alguno.

Gil no progresaba ni siquiera en el juego del chaquete o de las damas, y Antenor Lima sólo lo aceptaba como compañero cuando no aparecía otro más fuerte. Pero Zeca Serra, campeón de la Ladeira, ni siquiera en ese caso lo aceptaba, ni aun para matar el tiempo: no tenía gracia jugar contra un rival tan mediocre, descuidado y distraído. Y para colmo, doña Rozilda le exigió su ruptura definitiva con Cazuza Embudo, cuando el amigo – muy caído, recién salido de la gayola, perseguido y procesado por quinielero- más solidaridad necesitaba. Y Gil, un gallina, cruzaba la calle para no encontrarse con él, obediente a las órdenes de la esposa.

Finalmente sacó la conclusión de que nada adelantaba con su sacrificada faena y aprovechó unos días de invierno muy húmedos para contraer una vulgar pulmonía, «ni siquiera una pulmonía doble» – ironizó el doctor Carlos Passos- , emigrando a lo astral. Silenciosamente, con una tos discreta y tímida. Otro hubiera podido salvarse, haber vencido la enfermedad, que era poco más que una gripe. Pero Gil estaba cansado, ¡tan cansado!, y no quiso esperar una enfermedad seria y grave. Por lo demás, no tenía ilusiones: nunca tendría una enfermedad brillante, importante, de moda, cara, de la que hablasen los diarios: lo mejor era, sin más, contentarse con una mezquina pulmonía. Así fue, y desapareció sin despedirse. Descanso.

4

Hacía mucho tiempo que doña Rozilda venía controlando con mano de hierro el escaso dinero de las comisiones, entregándole semanalmente al representante comercial sólo los centavos, estrictamente contados, para el tranvía y el paquete de cigarrillos «Aromáticos» – un atado cada dos días-. Y, aun así, el dinero economizado apenas alcanzó para los gastos del entierro, el luto, los días de duelo. Casi no había comisiones a cobrar por las últimas ventas – una cifra ridícula- , y doña Rozilda se encontró con un hijo mozalbete, que seguía el bachillerato, y las dos hijas mocitas – Flor acababa de entrar en la adolescencia- y sin ninguna renta.

No por ser ella como era – agria y desabrida- , de trato desagradable y difícil, se deben negar u ocultar sus cualidades positivas, su decisión, su fuerza de voluntad y todo cuanto hizo para criar a los hijos y mantenerse por lo menos en la posición en que quedara a la muerte del marido, sin rodar por la Ladeira do Alvo abajo hacia cualquier rincón de la calle o hacia las sórdidas viviendas del Pelourinho.

Se agarró a la casa de altos con toda su violenta obstinación. Mudarse a una vivienda más barata significaba la terminación de todas sus esperanzas de ascenso social. Era necesario que Héctor continuara estudiando hasta terminar el bachillerato y buscarle después un empleo, y casar, a las chicas, casarlas bien. Para eso era preciso no descender, no dejarse arrastrar por la pobreza sin disfraz, franca y descarada, sin pudor ni vergüenza, como de un delito que mereciera castigo.

Tenía que seguir en el piso de la Ladeira do Alvo, costase lo que costase. Así se lo explicó al cuñado cuando éste vino a prestarle los ahorros de doña Lita (que doña Rozilda pagó luego centavo por centavo, dígase esto en su honor). Ni una casa de alquiler razonable en el fin del mundo, en la Plataforma, ni un sótano en la Lapinha, ni cuarto y sala subalquilados en las Portas do Carmo: se mantuvo plantada en la Ladeira do Alvo, en la casa de altos, de alquiler relativamente elevado, sobre todo para quien como ella no disponía de bienes, ni muchos ni pocos.

Desde allí, desde los amplios balcones del primer piso, podía mirar el futuro con confianza: no todo estaba perdido. Modificaría los planes anteriores, sin desistir de sus pretensiones. Si cedía de inmediato, abandonando aquella casa bien puesta, amueblada, con alfombras y cortinas, y se iba a un conventillo cualquiera, ya no le estarían permitidas ni siquiera las esperanzas y las ilusiones. Si hacía eso no tardaría en ver a Héctor detrás de un mostrador de boliche, o cuando mucho, de una tienda, convertido en un empleaducho para toda la vida; y a las nenas las esperaría un destino igual, si es que no terminaban siendo camareras de bares o cafés, a disposición de los patronos y de los clientes, camino directo a «la zona», siendo causa de escándalo en las calles de mujeres honradas. Desde allí, desde la casa de altos, podía enfrentar todas esas amenazas. Abandonarla era rendirse sin lucha.

Por eso rechazó la oferta de un empleo en una tienda que Antenor Lima había encontrado para Héctor. Así como tampoco quiso ni siquiera hablar con Rosalía cuando la hija se le presentó dispuesta a trabajar como una especie de recepcionista y secretaria en «La Foto Elegante», floreciente establecimiento de la Bajada de los Zapateros, en donde Andrés Gutiérrez, español moreno y de bigotito recortado, explotaba el arte fotográfico en sus más diversas modalidades; desde las instantáneas de tres por cuatro, para documentos de identidad y profesionales («entrega en veinticuatro horas»), hasta las «incomparables ampliaciones a todo color, verdaderas maravillas», pasando por los retratos de los más diversos tamaños y por los de las tomas de bautizos, matrimonios, primeras comuniones y otros acontecimientos festivos dignos de la amarillenta eternidad de los álbunes familiares. Dondequiera que fuese necesario hacer una fotografía allí surgía Andrés Gutiérrez con su máquina y su ayudante, un chino que de tan viejo no tenía edad, arrugado y sospechoso. Circulaban rumores, que habían llegado a oídos de doña Rozilda, siempre receptivos a las habladurías, sobre Andrés, su «Foto Elegante», su ayudante y la amplitud del negocio. Se decía que era obra suya ciertas postales vendidas por el chino en sobres cerrados, cumbre suprema del arte naturalista, «desnudos artísticos» de éxito garantizado. Para tales fotos, según las comadres, posaban muchachas pobres y fáciles, a cambio de unos pocos centavos. De paso, las usufructuaba Andrés y, quizá, el chino; las beatas contaban horrores acerca del estudio fotográfico. No hay que asombrarse de que doña Rozilda haya corrido a la hija cuando ésta, entusiasmada e ingenua, le comunicó la oferta del español:

– Si me vuelves a hablar de eso otra vez te despellejo, te doy una paliza que te van a salir ronchas…

A Andrés lo amenazó con la cárcel, tirándole a la cara todas sus relaciones influyentes: que se metiera con su hija y ya vería las consecuencias, gallego de m…, con sus inmundicias y su pornografía; ella, doña Rozilda, llamaría a la policía…

Andrés, que tampoco tenía pelos en la lengua, siendo español de mal hígado, retrucó en el mismo tono. Comenzó por decir que gallego sería el cornudo del padre de doña Rozilda. ¿Así que él, condolido por la situación de la familia después de la muerte de don Gil, hombre educado y bueno, merecedor de mejor esposa, le ofrecía un empleo a la muchacha, a quien apenas si conocía, con el único propósito de ayudarla, y toda la recompensa que obtenía era que esa vaca histérica se pusiera a gritar a la puerta de su establecimiento, amenazando a toda la corte celestial, inventando un montón de historias, de miserables calumnias? Si ella no cerraba esa letrina que tenía por boca que se fuese a reventar a los infiernos, y aprisa, que si no quien llamaría a las autoridades iba a ser él, un ciudadano establecido, respetuoso de las leyes y al día con los impuestos; él, un andaluz de buena cepa, iy aquella bruja lo motejaba de gallego…! El chino, indiferente a la disputa, se limpiaba con un fósforo las uñas, largas como garras; unas uñas que, según las malas lenguas

Fuesen verdaderas o no aquellas excitantes historias, doña Rozilda no había criado a sus hijas, no las había educado, regaladas y gentiles, para capricho de ningún Andrés Gutiérrez, andaluz, gallego o chino, le daba lo mismo… Las hijas eran ahora su palanca para cambiar el rumbo del destino, su escalera para ascender, para elevarse. También rechazó otros empleos, éstos bien intencionados, para Rosalía y Flor; no quería que las chicas estuvieran expuestas al público y al peligro. El lugar de una doncella está en el hogar, su meta es el casamiento, pensaba doña Rozilda. Mandar las hijas a que estuviesen tras el mostrador de una tienducha, o a una boletería de cine, o a la sala de espera de un consultorio médico o dental, era entregarse, confesar la pobreza, ¡exhibir la llaga más repulsiva y purulenta! Haría trabajar a las muchachas, sí, pero en casa, para que perfeccionasen las virtudes domésticas que iban acumulando, pensando en el novio en el marido. Si antes las virtudes y el matrimonio ya eran detalles importantes en los proyectos de doña Rozilda, ahora se transformaban en la pieza fundamental de sus planes.

Mientras Gil vivía, doña Rozilda había proyectado que el hijo se recibiera, que fuese médico, abogado o ingeniero, y entonces ella, apoyada en el canudo de doctor, en el diploma de la Facultad, ascendería al lugar de los elegidos, brillaría entre los poderosos del mundo. El anillo de graduado, resplandeciendo en el dedo de Héctor, sería la llave que le iba a abrir las puertas de la gente de la «alta», de ese mundo cerrado y distante de la Vitoria, del Canela, de la Gracia, y junto con eso, como consecuencia, el casamiento conveniente de las hijas con colegas del hijo, doctores con linaje y futuro.

La muerte de Gil hacia imposible ese proyecto a largo plazo: Héctor estaba todavía en el bachillerato, faltándole dos años para terminar, pues estaba atrasado, lo habían aplazado en los exámenes. ¿Cómo iba a poder sostenerlo durante cinco o seis años en la Facultad, siguiendo una carrera larga y costosa? Con esfuerzo y sacrificio podía mantenerlo en el secundario – que cursaba en el Instituto de Bahía, un centro estatal y gratuito- hasta concluir el bachillerato. Poseyendo los estudios secundarios completos le sería posible librarse de los empleos miserables en el comercio, toda la vida marcando el paso, metro en mano. Tal vez consiguiera un puesto en algún banco, o, ¿por qué no?, alguna sinecura oficial, de empleado público, con garantías y derechos, gratificaciones y aumentos, promociones, anticipos y otros beneficios adicionales. Doña Rozilda contaba para conseguirlo con sus relaciones influyentes.

Pero ya no contaba más con el título de doctor – el anillo de graduado brillando, con una esmeralda o un rubí o un zafiro- para escalar las soñadas alturas. Era una lástima, pero nada se podía hacer; una vez más, el bosta del marido había arruinado sus proyectos con aquella muerte idiota.

Mas ahora ya no podría él arruinar sus nuevos proyectos, madurados en los días de duelo. En ellos, la llave maestra que abriría las puertas del confort y del bienestar era el casamiento, el de Rosalía y el de Flor. Casarlas («colocarlas», decía doña Rozilda) lo mejor posible, con jóvenes de apellido, vástagos de familias distinguidas, hijos de coroneles, hacendados o señores del comercio – de preferencia mayoristas- , establecidos, con dinero, con crédito en los bancos. Si ésta era la meta a lograr, ¿cómo iba a mostrar a las nenas en empleos mendicantes, exhibirlas como unas pobretonas mal vestidas, cuya gracia y juventud despertarían en los ricos e importantes sólo bajos instintos, pecaminosos deseos, que ciertamente les granjearían proposiciones, pero muy distintas a las del noviazgo y el matrimonio?

Doña Rozilda quería a las hijas en casa, recatadas, ayudándola, con su trabajo y comportamiento, a mantener la apariencia de bienestar y adornar esa ficción de gentes si no opulentas, por lo menos bien provistas y de esmerada educación. Cuando las muchachas salían a visitar a familias conocidas, o a una matinée dominical, o a alguna fiestita en casa de una familia conocida, iban siempre de punta en blanco, bien vestidas, con el ilusorio aspecto de herederas, con buenas maneras… Doña Rozilda era económica y contaba los centavos procurando equilibrar las finanzas domésticas y seguir adelante, pero no toleraba nada que desluciera el arreglo de las hijas, ni siquiera en la intimidad del hogar. Exigía que estuvieran impecables, dignas de recibir en cualquier momento al príncipe encantado cuando éste surgiera de repente. Para lograrlo, doña Rozilda no escatimaba sacrificios.

Cierta vez, Rosalía fue invitada a un bailecito, con motivo del cumpleaños de la hija mayor del doctor Joáo Falcáo, un potentado: palacete, arañas de cristal, cubiertos de plata, mucamos de etiqueta. Los otros invitados, todos gentes distinguida, podridos de dinero, de la mejor sociedad, un señorío que había que ver. Pues bien, Rosalía causó sensación; era la de mejor presencia, la más chic, a tal punto que mereció el elogio de la bondadosa anfitriona, doña Detinha:

– Es la más linda de todas… Esta Rosalía es un amor, una muñeca…

Parecía, sí, la más rica y aristocrática. Y sin embargo allí estaban las chicas de más fortuna y más aristocráticas de la nobleza local, sangre azul de bachilleres y médicos, de funcionarios y banqueros, de tenderos y comerciantes. Con su tez mate de mestiza negro- india, suave y pálida, era la blanca más auténtica entre todas aquellas finísimas blancas bahianas, que agotaban todos los tonos de la morenez. (Aquí entre nosotros, ¡que nadie nos oiga!, mestizas de la más fina y bella mulatería.)

Nadie, al verla tan elegante, diría que su vestido, el más elogiado de la fiesta, era obra propia y de doña Rozilda; el vestido y todo lo demás, incluso la transformación de un viejo par de zapatos en una obra maestra de satén. Entre las labores de Rosalía – cortaba y cosía, bordaba y tejía- , la costura era su punto más alto.

Sí, eran ellas, las muchachas, con sus labores, y bajo la férrea dirección de doña Rozilda, las autoras de aquel milagro de supervivencia: Héctor en el Instituto, terminando el bachillerato; al día con el alquiler del primer piso y con los plazos de la radio y de la nueva cocina, y hasta unos pequeños ahorros destinados a la terminación de los ajuares, los vestidos de bodas, los velos y las guirnaldas, las sábanas y fundas, los camisones y combinaciones que se iban poco a poco acumulando en los baúles.

Eran ellas, las nenas, Rosalía pedaleando en la máquina, cosiendo para afuera, cortando vestidos, bordando blusas finas, y Flor, al principio, preparando bandejas de dulces y salados para fiestitas familiares y pequeñas conmemoraciones: cumpleaños, primeras comuniones. Si la costura era el fuerte de Rosalía, en la cocina se destacaba la nena menor: había nacido con la ciencia del punto exacto, con el don de los condimentos. Desde pequeñita había hecho tartas y manjares, siempre rondando la cocina, aprendiendo los misterios del arte supremo con la tía Lita, tan exigente. Tío Porto no tenía otro vicio, aparte de la pintura dominical, que el de los buenos platos. Era un frecuentador de carurus y sarapateis, se volvía loco por una feijoada o un matambre con mucha verdura. De los encargos de bandejas de pasteles y empanadas, así como de almuerzos, pasó Flor a dar recetas y lecciones, y, finalmente, a la Escuela de Cocina.

Una en la máquina, en el corte y en la costura, otra en la cocina, en el horno y en el fogón, y doña Rozilda al timón, iban tirando. Modestamente, mediocremente, a la espera de que surgiesen los caballeros andantes durante alguna fiesta o paseo, envueltos en títulos o en dinero. Uno arrebatando a Rosalía, otro conduciendo a Flor – ambos al son de la marcha nupcial- hacia el altar y el alegre mundo de los poderosos. Primero Rosalía, que era la mayor.

Doña Rozilda se fijaba al doblar cada esquina, obstinadamente, esperando encontrarse con ese yerno de oro y plata, claveteado de diamantes. A veces la invadía el desánimo: ¿Y si no apareciese el príncipe encantado? Ya era tiempo de que se presentara, no se podía esperar toda la vida, las muchachas estaban alcanzado la inquieta edad en que las atraían los hombres. Rosalía, con sus veinte años desplegados en suspiros desde la ventana, hartos del pedal de la máquina de coser, reclamaba con urgencia ese esperado duque, ese conde, ese barón, ¿cuándo la iba a rescatar? Tan larga se hacía la demora, tan cansadora la espera… Con tal de que pronto Rosalía no se viera en el fondo del pozo, solterona, doncella empedernida, con ese hedor a rancio de las vírgenes exasperadas a que se refería, sonriendo, el buen tío Porto, burlándose de los pruritos aristocráticos de la cuñada.

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