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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 3)



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De cuando en cuando Rosalía entreveía al ansiado pretendiente: en las espaciadas fiestas danzantes; en los viajes hasta la casa de la tía, en Río Vermelho; en las funciones de las matinée: al volante de un autito, todo vestido de blanco en un domingo de regatas, o un universitario burlón, o un estudioso con grandes libros de ciencia bajo el brazo o encorvándose en los malabarismos de un caprichoso tango argentino, o si no un romántico al son de una serenata nocturna.

Doña Rozilda también esperaba, y su impaciencia iba en aumento: ¿Cuándo, cuándo surgiría el anunciado yerno, ese millonario, ese viva la Virgen, ese hidalgo, ese doctor de borla y birrete, ese mayorista de la Cidade Baixa, ese hacendado del cacao o del tabaco, ese dueño de tienda o incluso de boliche, y en último caso, ese sudoroso gringo de almacén de ultramarinos? ¿Cuándo?

5

Mucho tiempo esperaron así, compuestas y arregladas – semanas, meses, años- , pero ningún hidalgo apareció; ni un joven aristócrata de la Barra o de la Graca, ni el hijo de un coronel del Cacao; ningún señor del comercio al por mayor y ni siquiera un gallego enriquecido en la dura labor de los almacenes y panaderías. El que llegó fue Antonio Moráis, con su taller de mecánico, su competencia de autodidacta, su honrado overall, negro de grasa. Llegó en el momento oportuno y por eso fue bien recibido. Rosalía ya había llorado lágrimas de célibe condenada a la soledad y a la beatería y doña Rozilda no tuvo fuerzas para oponerse. No era el yerno previsto en las largas vigilias pasadas trabajando en el pedal de la máquina o al calor del fogón. Pero ya no podía entrar en más consideraciones y argumentos o enfrentar la ira amenazadora, la obstinada impetuosidad de Rosalía, cuyos veinte (y tantos) años saludables clamaban por un marido.

Por lo demás, si bien Antonio Moráis no era rico ni importante, al menos no dependía de ningún patrono; tenía un pequeño y acreditado taller que le daba lo suficiente para sustentar mujer e hijos. Doña Rozilda se inclinó ante el destino, un poco a la fuerza, pero se inclinó, ¿qué podía hacer?

Por aquel entonces Héctor había conseguido un puesto en el Ferrocarril de Nazareth por intermedio de su padrino, el doctor Luis Henrique, y se había ido a vivir a la ciudad de Recóncavo, yendo a la capital muy pocas veces. Era un empleo con futuro, doña Rozilda no necesitaba preocuparse más por él. Por su parte, Flor había comenzado a dar clases de cocina a muchachas y señoras, ganando dinero y fama de profesora competente. Ahora era ella quien cargaba con la mayor parte de los gastos de la casa debido a que Rosalía, atemorizada con el correr de los años, gastaba sus ganancias en acicalarse, en vestidos y zapatos, perfumes y encajes.

Antonio Moráis se había fijado en Rosalía durante la matines del Cinema Olimpia, un día de función mixta en que además de las dos películas y de los episodios, don Mota, el empresario, había contratado unos artistas de paso por Bahía, restos de conjuntos, que fueron desmembrándose en las giras por el interior, hambrientas estrellas de empañada luz. Mientras «Mirabel, el sueño sensual de Varsovia», una polaca venerable, cansada de guerrear y de las candilejas y las camas de las casas de citas, meneaba sus viejas nalgas marchitas haciendo delirar a los chicos – que iban allí a instruirse- , Antonio Moráis divisó a doña Rozilda y sus dos hijas en las plateas: Rosalía tensa y expectante, y Flor con un vestido que parecía reventar a la altura de los pechos y de las caderas.

Y el mecánico no volvió ya a contemplar el pobre bamboleo del «Sueño de Varsovia». La petulante mirada de Rosalía se cruzó con su mirada suplicante. A la salida el mozo siguió a la madre y a las hijas a prudente distancia, hasta localizar la morada burguesa de la Ladeira do Alvo. Rosalía apareció por un instante en el balcón y dejó revoloteando una sonrisa.

Al día siguiente, después de la cena, se vio sufrir a Antonio Moráis, ladera arriba, ladera abajo, deteniéndose en la vereda opuesta cuando pasaba frente a la casa. Desde la ventana, Rosalía estaba en acecho, insinuante. El mecánico subía y bajaba, puestos los ojos en el alto balcón, silbando modinhas. Al rato, escoltada por Flor, Rosalía surgió al pie de la escalera. Dando unos pasos de gavilán canchero, Moráis se puso a su lado. Doña Rozilda, siempre alerta, ya había notado el jueguito en la matinée. Y, al ver a Rosalía tan ansiosa y rebelde, salió en busca de informaciones sobre el sujeto; Antenor Lima lo conocía y le dio datos concretos y favorables: mecánico, con buena mano, taller propio en Gales, un monstruo para el trabajo. Antonio Moráis había perdido al padre y a la madre cuando tenía nueve años en un choque de ómnibus y se había criado en la calle, pero, en vez de juntarse con los atorrantes y dedicarse a las aventuras del vagabundaje y a la mala vida, había entrado en el taller de Pé de Pilao, un negro más grande que la catedral, mecánico y buen tipo. En el taller del negrazo hacía de todo, servía tanto para un roto como para un descosido, era hábil como él solo. No tenía sueldo fijo, pero dormía allí y solía recibir propinas, algunas de ellas grandes. Aprendió a leer y a escribir sólito; con Pé de Pilao aprendió el oficio, y, siendo aún muchacho, comenzó a trabajar por su cuenta y riesgo, cobrando una miseria; era de manos hábiles y de cabeza despierta: los motores de los automóviles no tenían secreto para su curiosidad. Es verdad que no era un doctor, ni un joven con posibles, pero pocos mecánicos podían competir con él. Sus entradas eran seguras, y sería un marido de primera, ¿cómo diablos podía pretender Rosalía algo mejor si no era ninguna princesa ni poseía un campo de cacao?, preguntaba el mal educado Lima a la engreída y rezongona vecina.

Otros conocidos confirmaron las amplias referencias del comerciante, y doña Rozilda, después de aconsejarse con su compadre, el doctor Luis Henrique, un Ruy Barbosa de sabiduría que le dio consejos inestimables, y de mucho pesar los pros y los contras, se decidió a favor del mecánico. No era éste, repetía, el yerno de sus sueños, el príncipe de sangre noble y arcas de oro. Moráis sólo tenía sangre noble por parte de un lejano pariente ancestral, Obitikó, príncipe de una tribu africana traído a Bahía como esclavo; sangre azul que había de mezclarse más tarde con la sangre plebeya de villanos portugueses y holandeses mercenarios. De la mezcla resultó un pardo claro, de espontánea sonrisa, un simpático moreno. En cuanto a las arcas de oro, los ahorros en el colchón del mecánico no alcanzaban ni para poner casa en ese momento. Pero Rosalía se había atrancado en su babosa pasión y se negaba a considerar los oscuros orígenes, el modesto oficio y las pocas monedas del muchacho. Y frente a una Rosalía agresiva, de respuestas insolentes y de pocas cosquillas, doña Rozilda bajó la cabeza. Así que doña Rozilda, a la quinta o sexta aparición nocturna de Moráis, todo de blanco y muy almidonado, el sombrero ladeado, zapatos de dos colores, ¡irresistible!, lo enfrentó. Estaban los dos enamorados en pleno embeleso, los ojos en los ojos, las manos entrelazadas, hablando boberías, cuando desde las sombras de la escalera irrumpió doña Rozilda, inesperada e inquisidora, con voz severa, amenazante:

– Rosalía, hija mía, ¿quieres presentarme al caballero?

Hechas las presentaciones – Rosalía embarullándose al hablar, Moráis sin saber qué hacer- , doña Rozilda arremetió de inmediato, sin ninguna ceremonia ni consideración:

– Una hija mía no ennovia al pie de la escalera, sobre la calle, ni sale sola a pasear con su festejante; yo no crié una hija para que se divierta ningún pícaro…

– Pero yo…

– El que quiera conversar con mi hija tiene que declarar antes sus intenciones.

Antonio Moráis afirmó la pureza matrimonial de sus más recónditas intenciones; él no era un mulato que abusara de las hijas de los otros. Y respondió con presteza y modestia al minucioso interrogatorio, comprobando doña Rozilda sus informes propios, sobre todo los referentes a los ingresos del taller.

El mecánico fue aprobado y su presencia admitida oficialmente a la puerta de la casa, junto a la cual, a partir de aquella conferencia, Rosalía lo esperaba sentada en una silla. Desde la ventana, doña Rozilda vigilaba la moral de la familia: una hija suya no iba a ser disfrutada por ningún atorrante. Así, cuando Moráis se aprestaba a poner su tierna mano en la tierna mano de la muchacha, se oía el reprensivo carraspeo de doña Rozilda, cayendo desde arriba.

– ¡Rosalía!

Esto apresuró el noviazgo, pues Moráis estaba ansioso de gozar de más libertad, de una intimidad menos observada. Siendo ya novio oficial, pasó a frecuentar la casa, a salir con Rosalía los domingos para ir a la matinée, llevando a Flor de chaperón, con órdenes terminantes de vigilar y controlar a los enamorados e impedir los besos y las caricias: doña Rozilda exigía el máximo respeto. Flor no había nacido para soplón de la policía; comprensiva y solitaria, miraba para otro lado, se concentraba en la película, masticando confites y dejando en paz a la pareja con su ansiedad, con sus labios y manos atareados.

Durante el cortejo y el noviazgo doña Rozilda se mostró tan amable como le era posible, ocultando los rasgos más salientes de su carácter. Necesitaba casar a sus hijas y Rosalía había llegado al límite de la edad. Lo que sobraban eran mozas en busca de un marido, y en cambio escaseaban los jóvenes dispuestos a casarse. Ardua batalla ésa de casar las hijas, bien lo sabía doña Rozilda. Casi todas sus conocidas consideraban que el mecánico era un buen partido. Una de ellas, cierta doña Elvira, madre de tres mugrientas y legañosas doncellas, destinadas a una soltería definitiva, incluso había puesto a los tres pellejos en asedio de Moráis, deshaciéndose las tres en sonrisas y miradas prometedoras: sólo les faltaba arrastrarlo a la cama a esas relamidas, esqueléticas y atrevidas. Además, Moráis era trabajador y sobrio, y a la suegra no le sería difícil domarlo, dirigirlo a su voluntad en cuanto se casara. En esto se engañó: el yerno iba a darle una sorpresa.

De este modo, el artesano, sólo después de casado, conoció la verdad completa en lo que atañe a doña Rozilda. Decidieron vivir todos juntos en el primer piso de la Ladeira do Alvo, solución económica y sentimental, pues gastarían menos y continuarían unidos, ya que tanto doña Rozilda como Moráis no parecían desear otra cosa sino continuar juntos para siempre. Rosalía era opuesta a estos planes temerarios; «el casado casa quiere», recordaba ella, pero ¿cómo enfrentar esa luna de miel entre su madre y su novio?

Todavía no se habían cumplido seis meses de esa luna de miel cuando la combinación se deshizo, pues, como informó el yerno a los conocidos: «Sólo Cristo aguantaría vivir con doña Rozilda, y eso todavía no es seguro; tendría que hacerse la prueba para ver si el Nazareno tiene la resistencia necesaria. Pues quizá ni él mismo la soportaría.»

Y se mudaron al fin del mundo, allá por Cabula, zona casi rural. Moráis prefería aguantar aquel tranvía repleto y lento, en un viaje de nunca acabar, descarrilando a cada rato y siempre atrasado; prefería salir a la madrugada para llegar a tiempo al taller, situado en las inmediaciones de la Ladeira dos Gales; prefería, en fin, meterse entre aquella selva tupida en la que silbaban venenosas víboras de cascabel y en donde los exus de los muchos candomblés de los alrededores andaban sueltos por los caminos haciendo destrozos antes que tolerar la vida en común con la suegra. Eran preferibles los cascabeles y los exus.

En el primer piso de la Ladeira do Alvo quedaron, solas, la adolescente Flor, que ya comenzaba a ser una linda muchacha de delicado rostro, senos altos y arrogantes caderas, y doña Rozilda; una doña Rozilda cada vez más agria, limitada ahora a las gracias y a las labores de aquella hija, su última carta de triunfo en la batalla por el ascenso social, tantas veces perdida.

Sin embargo, no había perdido su fuerza, no había disminuido su voluntad de subir, de trepar los peldaños que la conducirían al mundo de los ricos. En las pesadas noches de insomnio (dormía poco, se quedaba rumiando proyectos), había decidido no entregar la benjamina a otro Moráis. A Flor le destinaba un partido mejor, un joven de calidad, un blanco distinguido, un doctor o un comerciante fuerte. Defendería con uñas y dientes esta última trinchera, no se volvería a repetir lo acontecido con Rosalía. Flor no sólo era mucho más obediente y juiciosa, sino que no temía quedar solterona; no hablaba de casamiento, no se alzaba contra la madre cuando ésta le prohibía congraciarse con empleaditos de escritorio, dependientes de boliche, o algún gallego despachante de panadería. Obedecía sin rezongos, no se revolvía contra su madre a los gritos, no se trancaba en el cuarto amenazando con suicidarse, en una de aquellas explosiones frecuentes en Rosalía, cuando doña Rozilda, celosa de su futuro, le prohibía cualquier galán de baja estofa. Resultado: se casó con aquel mequetrefe de Moráis, un don nadie, ¡ni dependiente!, sólo un simple artesano, un operario, ¡qué horror!, socialmente todavía menos importante que ellas. Podía ser un coloso en el trabajo, buen marido y alegre compañero: la verdad, sin embargo, es que la hija, en vez de subir, había descendido en la escala social; así, por lo menos, pensaba tristemente doña Rozilda, destinada a otras alturas. Pero con Flor era distinto, no volvería a repetirse el error.

Mientras doña Rozilda forjaba proyectos, Flor se hacía conocer como profesora de cocina, especialmente de cocina bahiana. Había nacido con el don de los condimentos y desde la niñez se la pasaba dando vueltas a recetas y salsas, aprendiendo a hacer manjares, gastando sal y azúcar. Hacía tiempo que recibía encargos de platos bahianos, y la llamaban a cada rato para ayudar en vatapás y efós, en moquecas y xinxins, y hasta en los famosos carurus de Cosme y Damián, como los celebrados en la casa de su tía Lita o en la de doña Dorothy Alves, en la que se reunían decenas de invitados y aún sobraba comida para otros tantos. Carurus anuales, promesas hechas a los santos Mabacas y a los ibejés. Con el tiempo su fama fue extendiéndose y venían a pedirle recetas o la llevaban a casa de gente rica para que enseñara el punto y el condimento de algunos de los platos más difíciles. Doña Detinha Falcáo, doña Ligia Oliva, doña Laurita Tavares, doña Ivany Silveira y otras señoras «de mucha figuración», de cuya amistad tanto se jactaba doña Rozilda, la recomendaban a las amigas, de modo que a Flor no le alcanzaban las manos. Una de esas señoras, snobs y adineradas, fue quien le dio la idea de la escuela, pues habiéndole pedido recetas teóricas y demostraciones prácticas, hizo hincapié, al pagarle el trabajo, en advertir que estaba remunerando a la excelente profesora y buena amiga, no abonando el salario a una cocinera. Eran amables sutilezas de doña Luisa Silveira, hidalga sergipana, llena de argucias y muy «mírame y no me toques».

Flor no comenzó a dar lecciones en serio, con escuela puesta, hasta después de la partida de Rosalía y Moráis a Río de Janeiro. El mecánico resolvió que no era suficiente la distancia entre los altos del Cabula y la Ladeira do Alvo y quiso poner por medio, entre su casa y la suegra, el propio mar océano.

Le había tomado una aversión mortal a doña Rozilda, «la desalmada», como la llamaba: «¡es peor que la peste, el hambre y la guerra!».

No tardó la escuela en prosperar; hasta algunas señoras del Canela y del García, incluso de la Barra, fueron allí a desvelar los misterios del aceite suave y del aceite de palma. Una de las primeras en asistir fue doña Magá Paternostro, ricacha con muchas relaciones y entusiasta propagandista de las dotes de Flor.

El tiempo fue pasando, fueron corriendo los años y Flor aún no tenía prisa en buscar novio; ahora era doña Rozilda quien comenzaba a preocuparse, pues al fin y al cabo la hija benjamina ya no era una nena. Flor se encogía de hombros, sólo le interesaba la escuela. El hermano, en uno de sus viajes desde Nazareth, dibujó el cartel con tintas de color – todos elogiaban sus dotes para el dibujo– , que colgaba del balcón:

ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE

Héctor había leído en los diarios una extensa información acerca de una escuela titulada «Saber y Arte», un experimento de un fulano llegado de los Estados Unidos, un tal Anisio Teixeira. Cambiándole una letra al título de moda, lo adaptó a los intereses de la hermana. Junto a las historiadas letras, la cuchara, el tenedor y el cuchillo, cruzados en graciosa tríada, completaban la obra del artista. (Si fuera hoy, ya podía Héctor ir pensando en una exposición individual y en la venta de sus cuadros a buen precio; pero los tiempos eran otros y el funcionario de ferrocarriles se contentó con los elogios de la hermana, de la madre y de cierta alumna de Flor, una de ojos húmedos, llamada Celeste.)

Las clases de cocina daban lo necesario para el mantenimiento de la casa y las pocas necesidades de la madre y la hija, así como para guardar algún dinero, pensando en los gastos del futuro casamiento. Pero, sobre todo, ocupaban el tiempo de Flor, la liberaban un poco de doña Rozilda y su cantinela acerca de cuánto sacrificio le había costado criar y educar a los hijos, criar y educar a aquella hija benjamina, y de cómo necesitaba encontrarle un marido rico que las sacara de la Ladeira do Alvo y del fogón, para llevarlas a las delicias de la Barra, de la Gracia, de Vitoria. Pero a Flor no parecían preocuparle los festejantes ni el noviazgo. En las fiestas bailaba con unos y otros, sonreía agradecida a los galanteos, pero no iba más allá. Ni siquiera correspondió a los apasionados pedidos de un estudiante de medicina, un alegre paraense, obsequioso y atildado. Mas no le dio cuerda, a pesar de la excitación de doña Rozilda: al fin un estudiante y ya casi doctorado aspiraba a la mano de su hija.

– No me gusta… – declaró Flor, decidida- , Es feo como el diablo…

Ni los consejos ni las broncas de la enfurecida doña Rozilda le hicieron mudar de opinión. A la madre le dio pánico: ¿iba a repetirse el caso de Rosalía, a resultar que Flor era igual a su obstinada hermana, dispuesta a resolver por su cuenta lo referente a novio y casamiento? Cuando más creía que la hija menor iba a ser una repetición del carácter del finado Gil, doblegada a su voluntad, la muchacha iba y manifestaba su desagrado hacia el doctorcito en vísperas de recibirse, hijo de un padre latifundista en el Pará, dueño de barcos e islas, cauchales, bosques de castaños, tribus de indios salvajes y ríos inmensos. Forrado de oro. En cuanto lo supo, doña Rozilda fue a informarse, y a la vuelta, después de escuchar a algunos conocidos, ya se sentía en la Amazonia, reinando sobre leguas de tierra, manejando a su voluntad a los mulatos y a los indios. Al fin había aparecido el príncipe encantado, su espera no había sido inútil ni se había sacrificado en vano. Atracaría en un barco del río Amazonas junto a las soberbias casas de la Graca, mientras los dueños la festejaban con zalamerías y adulaciones.

Flor sonreía, con su delicado rostro redondo, color mate; sonreía con los hermosos hoyuelos de sus mejillas, con sus ojos asombrados, y volvía a decir con voz perezosa, voz de mimo y modorra:

– No me gusta…, es feo como un día sin pan…

A doña Rozilda le daba un ataque. «¿En qué diablos pensaba ella?» Flor actuaba como si el casamiento fuese cuestión de gustar o no gustar, como si hubiera hombres feos y hermosos, y como si los pretendientes como Pedro Borges sobraran en la Ladeira do Alvo.

El amor nace con la convivencia, mi condesa de la Caca, con los intereses en común, con los hijos. Basta que no haya aversión. ¿Le tienes rabia?

– ¿Yo? No, Dios me libre. Hasta creo que es bueno… Pero sólo me voy a casar con un hombre a quien quiera.. Pedro es feo como un bicho…

Flor devoraba las novelas de la «Biblioteca de las Jóvenes» y soñaba con un muchacho pobre y hermoso, atrevido y rubio. Doña Rozilda espumajeaba de rabia e indignación. Su voz chillona inundaba la calle, transmitiendo los términos de la disputa a toda la vecindad:

– ¡Feo! ¿Dónde se ha visto que un hombre sea feo o lindo? La belleza del hombre, desgraciada, no está en la cara, está en el carácter, en su posición social, en sus bienes. ¿Dónde se vio que un hombre rico sea feo?

Lo que es ella no cambiaba el feúcho Borges (y sin embargo no era tan horrible, era alto y fuerte, aunque es cierto que su cutis era un poco granuloso) por toda esa caterva de muchachones descarados e insolentes del Río Vermelho, sin un centavo en el bolsillo, unos vagos que no tenían dónde caer muertos. El doctor Borges – ya le ponía el título por delante- era un joven caballero, se le veía en seguida en los modales, y de una familia distinguida del Pará; distinguida y podrida en dinero. Ella, doña Rozilda, lo sabía muy bien: la residencia de ellos en Belén era un palacio, con más de una docena de criados. Una docena, oíste, mala hija, caprichosa, loca, vanidosa, absurda. Con todos los pisos de mármol y también de mármol las escalinatas. Y alzaba las manos, en un gesto teatral:

– ¿Dónde se ha visto que un hombre rico sea feo?

Flor sonreía y los hoyuelos de su cara eran una preciosidad. No tenía apuro ninguno en casarse. Y le tapaba la boca con sus respuestas:

– Usted habla como si yo fuese una de esas cortesanas que valoran a los hombres por el dinero… No me gusta y se acabó…

La lucha entre doña Rozilda, irritada e irritante, con nervios de enloquecida, y Flor, serena como si nada sucediera, esa pelea en la que Pedro Borges era el objetivo y el premio, alcanzó su ápice con motivo de los festejos universitarios de fin de curso. El estudiante las invitó al acto solemne y al baile.

Para el acto solemne, en el Salón Noble de la Facultad, doña Rozilda se vistió de suegra, toda encorsetada en tafetán, majestuosa como un pavo real, riéndose hasta por los volados de las mangas, con una peineta de bailarina española clavada en la testa. En el baile de fin de curso, Flor resplandecía de encajes y tules y no tuvo un minuto de descanso. No dejó de bailar una sola pieza, tan solicitada fue por los caballeros. Pero ni así le dio esperanzas al recién recibido.

Ni siquiera cuando él fue a visitarlas en vísperas de partir para la lejana Amazonia, en compañía del padre para causar mejor impresión. El ilustre paraense se llamaba Ricardo, un gigante con vozarrón de tormenta y los dedos atiborrados de joyas hasta el punto de que doña Rozilda casi se desmaya al ver tanta piedra preciosa. Entre otras un diamante negro, inmenso, que valía por lo menos cincuenta cantos, ¡mi Dios!

El viejo habló de sus tierras, de los pacíficos indios, de la goma, de las historias del río Amazonas. Habló también de su alegría al ver a su hijo doctorado, como canudo de médico. Ahora sólo le faltaba verlo casado con una joven decente, modesta, sincera; no le importaba que tuviese fortuna; él había juntado bastante dinero – decía, y movía los dedos, en los que chispeaban los brillantes, iluminando la sala- . Quería una nuera que le diese nietos y nietas para llenar de algarabía y ternura su austera casa de mármol en Belén, donde el viejo Ricardo, viudo, pasó en soledad los años que Pedro dedicó a los estudios. Hablaba y miraba a Flor como esperando una palabra, un gesto, una sonrisa: si eso no era la introducción a la petición de mano, entonces doña Rozilda era una ignorante en tales asuntos. Temblaba de emoción y ansiedad, había llegado la hora bendita: jamás estuvo tan cerca de sus objetivos. Miraba a la bobota de la hija, esperando un consentimiento tímido aunque firme. Pero Flor se limitó a decir con su voz perezosa:

– No va a faltar una muchacha linda y decente que quiera casarse con Pedro, él bien lo merece. Yo sólo querría que fuese aquí, en Bahía, así le preparaba el banquete de bodas.

Pedro Borges se guardó sin resentimiento la alianza de oro ya adquirida y el viejo carraspeó y cambió de conversación. Doña Rozilda se sintió mal, jadeaba, se le salía el corazón. Se fue de la sala con repentina indignación, deseando ver muerta y enterrada a la hija, la ingrata, la animalota, la idiota, la enemiga de la propia madre, ¡maldita! ¿Cómo se atrevía ella a rechazar la mano del doctor – ahora era realmente doctor- , del mozo rico, del heredero de las islas, los ríos y los indios, la multitud de mármoles, los anillos deslumbrantes? ¡Ay! ¿Cómo se atrevía esa infeliz bastarda?

¡Ah! Qué muro de odio y enemistad, de imperdonable incomprensión, de insuperable rencor, se habría levantado entre madre e hija, juntándolas para siempre y para siempre separándolas, si a principios de aquel año, poco después de la partida del preciado Borges, no hubiera surgido Vadinho. ¡Ah!, ante los títulos, la posición y la fortuna de Vadinho – doña Rozilda había sido ampliamente informada por el propio Vadinho y por algunos amigos de él- el paraense no pasaba de ser un pobretón, con todo el mármol de su palacio y sus doce criados. Un indigente, con toda su tierra y toda su agua.

6

Con una breve y cortés inclinación y el rostro resplandeciente de simpatía, Mirandáo pidió permiso y se sentó junto a doña Rozilda. Las sillas de esterilla circundaban la sala, arrimadas contra la pared. El estudiante crónico («perseverante», corregía él cuando le recordaban sus siete años de Escuela de Agronomía), extendió las piernas, ajustó cuidadosamente la raya del pantalón y observó a las parejas que bailaban el tango argentino con corte, de difíciles figuras y pasos casi acrobáticos. Y sonrió complacido: ningún bailarín podía competir con Vadinho, ninguno tiene su clase. ¡Bendito sea Dios y te libre del mal de ojo! ¡Cruz Diablo!, concluyó Mirandáo, que era supersticioso. Mulato claro y elegante, era, a los veintiocho años, la figura más popular de los burdeles y casas de juego de Bahía. Sintiendo que la mirada de doña Rozilda seguía la suya, volvióse hacia ella, acentuando aún más su cautivante sonrisa y examinándola con ojo crítico, analítico. «Sexo liquidado, sin uso posible», diagnosticó con pesar. No por la edad. Hacía mucho que Mirandáo inscribiera en su código de procedimientos un párrafo afirmando que jamás se debe despreciar a ninguna por madura o vieja, pues podía caerse en errores fatales. Había mujeres de más de cincuenta años que mantenían su forma y su juventud de un modo raro y admirable, siendo capaces de sorprendentes «proezas», de marcas inesperadas. Lo sabía por viva experiencia, y todavía ahora, al escudriñar las ruinas de doña Rozilda, recordaba el esplendor crepuscular de Celia María Pía dos Wanderleys e Prata (tantos nombres para designar una retaquita como ésa), señora de la alta sociedad, una mujercita despabilada que era pura pólvora. Con más de sesenta años confesados y seguía insaciable, poniéndoles selvas de cuernos al marido y a los amantes. Con nietas balzaquianas y biznietas casaderas… y ella dedicada a obras de caridad, ¡y qué caridad la suya!: era una hembra ardiente y magnánima que dedicaba su vida a los jóvenes estudiantes necesitados. Mirandáo entrecerró los ojos para no ver a la vecina, un esperpento sin arreglo ni escapatoria, así como para recordar mejor el uterino e inolvidable furor de Celia María Pía dos Wanderleys e Prata, y los billetes de cincuenta y mil- réis que ella, agradecida, rica y derrochadora, le ponía a escondidas en el bolsillo del saco. ¡Ah!, ¡qué buenos tiempos aquellos, cuando Mirandáo se iniciaba en los estudios y en los misterios de la vida, novato de agronomía, aprendiz de la noche, y María Pía dos Wanderleys usaba legítimo perfume francés en las arrugas del cuello y en las partes bajas. Cuando abrió de nuevo los ojos y echó una mirada a la sala, aún sentía la fragancia de la inolvidable tatarabuela; a su lado, aquel trasto con cara de bruja – el pellejo colgándole de las mejillas, el pelo recargado de brillantina- continuaba escudriñándolo con sus ojitos menudos. Era un espantajo y bajo las enaguas debía heder como unas costras de carne tumefacta. Mirandáo aspiró ansiosamente los restos del perfume francés que quedaba en su lejano recuerdo. ¡Ah!, noble Wanderleys, ¿por dónde andarás ahora, septuagenaria? Pero la vieja de la silla…, ¡qué palo de escoba sin salvación!

Mas como era educado, y se preciaba de serlo, el permanente estudiante de agronomía no dejó de sonreírle a doña Rozilda. Era cuero viejo, una pelandusca, restos de un pez seco y salado, inútil para cualquier acto o pensamiento lúbrico, pero no por eso dejaba de merecer respeto y atención: probablemente se trataba de una exhausta madre de familia, al parecer viuda. Y Mirandáo era, en el fondo, un moralista extraviado en las casas de juego. Además, estaba en un momento de euforia.

– Fiestita animada, ¿no le parece? – preguntó a doña Rozilda, iniciando el histórico diálogo.

Siempre le sucedía lo mismo, en cada una de sus frecuentes curdas. La primera fase era de un júbilo estallante. El mundo le parecía perfecto y bueno, la vida alegre y fácil, y en esos instantes Mirandáo podía comprenderlo y estimarlo todo; establecíase entre él y las demás criaturas un clima de comunión total, incluso con ese hediente papagayo, su vecina de asiento. Era en esos momentos delicado y conversador, y su imaginación se superaba, no tenía límites. La figura del estudiante pobre, «estudiante perpetuo y perpetuamente seco», imagen creada por él, y de la que vivía, cedía lugar al hombre joven, importante y victorioso, ascendido a ingeniero agrónomo, cuando no a profesor de la escuela, enumerando sus privilegios, trepando cargos y conquistando mujeres. Rabiaba por contar historias, ¡y cómo las contaba! Era un maestro de la narrativa oral, creador de tipos y de suspenso, un clásico de la buena prosa.

Pero si seguía empinando, hacia el final de la noche el optimismo y la euforia se desvanecían, y al término de la juerga Mirandáo se hundía en penas y lamentaciones, flagelándose, hiriéndose con implacable autocrítica acordándose de la esposa, víctima de su degradación, de sus cuatro hijos que no tenían para comer y del desalojo que amenazaba a la familia, mientras él estaba allí, en los antros del juego y la prostitución. «Soy un miserable, un crápula, un canalla», exclamaba entonces un Mirandáo lastimoso, con remordimientos, sin malicia: un moralista. Pero esta segunda y lamentable fase sólo surgía de tarde en tarde, cuando la tranca era monumental.

Mas esta vez, a las veintitrés y treinta, en la fiesta que se estaba celebrando en casa del mayor Pergentino Pimentel, jubilado de la Policía Militar del Estado, Mirandáo ya se sentía en el mejor de los mundos, dispuesto a un cordial y provechoso cambio de ideas con doña Rozilda. Acababa de comer y beber a dos carrillos en el comedor, sirviéndose de todos los platos y repitiendo algunos. Aquello era un derroche de comida: una exhibición de manjares bahianos: vatapá y efó, abará y carurú, moquecas de siri mole, de camarones, de pescado, acarajé y acacá, gallina de xinxim y arroz de haussá, además de montañas de pollos, pavos asados, piernas de cerdo y tajadas de pescado frito para algún ignorante que no supiera apreciar el aceite de palma (pues, como decía Mirandáo a voz en grito y con desprecio, en este mundo hay toda clase de brutos, de sujetos capaces de cualquier ignominia). La comilona estaba regada con aluá cachaca, cerveza y vino portugués. Hacía más de diez años que el mayor daba esta fiesta en la fecha, cumpliendo severas obligaciones de candomblé, desde que los orixás habían salvado a su esposa, amenazada de muerte, con piedras en los riñones. No medía gastos, juntaba dinero todo el año para gastarlo con satisfacción esa noche. Mirandáo se había atracado, pues era de buen tenedor y todavía mejor copa. Ahora, repleto, exhausto de tanto comer y beber, sólo necesitaba un buen guitarrillo para ayudar a hacer la digestión.

En la sala, las parejas se cortaban en el tango argentino, con Joáozinho Navarro al piano. Para los conocedores, decir Joáozinho Navarro era decirlo todo. No había pianista más requerido en Bahía, y alguna gente, como cierto juez apellidado Coqueijo y muy entendido en música, ponía la radio sólo para oírlo teclear en un programa de canciones populares. Y de madrugada, en el Tabaris, ¿no era su piano el motivo de mayor animación? Era difícil conseguirlo para una fiesta particular, pues no le sobraba tiempo para esos trabajos de aficionado. Pero indefectiblemente asistía a la fiesta del mayor, a quien Joáozinho no quería enfadar, pues le debía algunos favores.

Mirandáo observaba con agrado a los bailarines, aprobaba con un movimiento de cabeza las figuras que hacía Vadinho – ¡maestro!- sonriéndole a la vecina y constatando, de paso, la ausencia total de colados, si se exceptuaban él y Vadinho. ¡Los únicos héroes! Colarse en la fiesta del mayor Tiririca (como los muchachones del Río Vermelho habían apodado al bravo Pergentino) era algo que se consideraba una proeza imposible, dando lugar a apuestas y desafíos. Mirandáo se sentía premiado. Al fin habían conseguido, él y Vadinho, romper la barrera establecida por el mayor y hacer que la pesada puerta de roble, cerrada con llave, que se abría únicamente para los invitados y sólo para los invitados – todos ellos rostros familiares para el dueño de casa, viejas amistades- , se franquease para él y su amigo, dándoles entrada. Y no sólo eso: ambos fueron recibidos con abrazos por el mayor y por doña Aurora, su esposa, todavía más celosa de la calidad de los invitados que el marido. Los reos que habían quedado afuera, en animada expectación, se morían de rabia al ver cómo entraban ellos, después de un breve cambio de palabras con el mayor Tiririca, cruzando el infranqueable umbral entre las ruidosas exclamaciones cordiales de doña Aurora. ¿Cómo lo habían conseguido?

Mirandáo, con la barriga llena, suspiraba y sonreía beatíficamente. Ahí estaba Vadinho, bailando en la sala; la linda dama que llevaba entre sus brazos, era una morena – regordita, entradita en carnes y «el que gusta de huesos es perro»- con ojos de aceituna y piel cobriza, color té, y hermosos senos y caderas.

– ¡Es una tentación, una perdición, esa morena! – exclamó Mirandáo, señalando a la moza que bailaba con su amigo.

El adefesio se puso en guardia, alzó el seco busto y aulló con voz batalladora:

– Es mi hija…

Mirandáo no se alteró en lo más mínimo:

– Pues reciba mis felicitaciones, señora. Se ve en seguida que es una muchacha decente, de familia. Mi amigo…

– El joven que está bailando con ella ¿es amigo suyo?

– ¿Si es amigo? Intimo, señora, fraterno…

– Y ¿quién es, podría decirme?

Mirandáo se enderezó en la silla, sacó del bolsillo el perfumado pañuelo y enjugó unas gotas de sudor que le caían por la ancha cara, cada vez más sonriente y feliz: nada le proporcionaba tanto placer como armar una patraña, una historia bien divertida.

– Permítame presentarme antes a mí mismo: doctor José Rodrigues de Miranda, ingeniero agrónomo, inspector en el Gabinete del Delegado Auxiliar… – dijo al tiempo que extendía la mano muy cordialmente.

Con una última pizca de desconfianza, doña Rozilda estudió detenidamente a su interlocutor, con hostil inquisición. Pero la fisonomía distinguida y la franca sonrisa de Mirandáo eran capaces de desvanecer cualquier sospecha, de quebrar cualquier resistencia; desarmaban y conquistaban a cualquier adversario, aunque éste tuviera la malicia y el recelo de doña Rozilda.

7

Paréntesis con Chimbo
y con Rita de Chimbo

Aquel mismo día, al caer la tarde, cuando mayor era el bochorno, con una atmósfera pesada, de cemento armado, estando Vadinho y Mirandao en San Pedro, en el Bar Alameda, tomando las primeras cachacas del día y haciendo proyectos para la fiesta de la noche en Río Vermelho, he aquí que ven aparecer en la puerta del café la sudorosa cara de Chimbo, el pariente importante de Vadinho, que por entonces estaba adscrito como delegado auxiliar, o sea, la segunda autoridad de la policía.

Juez del Registro Civil e hijo de un prestigioso político oficialista, sin el menor respeto por la tradicional austeridad de su padre, y sin ninguna preocupación por las apariencias, este primo lejano del joven, un Guimaráes de los legítimos y ricos, era una bala perdida, un haragán inveterado, bueno para el trago, los dados y las putas; para decirlo de una vez: era un viva la pepa. En los últimos tiempos se contenía algo, procurando frenar sus naturales ímpetus en atención al cargo. Cargo que por esa misma razón pensaba conservar poco tiempo, pues prefería la libertad a cualquier posición, y no estaba dispuesto a cambiarla por la más alta distinción, por título alguno.

Ya antes había renunciado al gobierno de Belmonte, ciudad de su nacimiento, en el que fuera designado intendente por el padre, senador y señor feudal de la región, después de un simulacro de elecciones. Pronto abandonó cargo y título, deberes y privilegios: era demasiado el precio que debía pagar por ellos. Los belmonteses no se contentaban con sus reales cualidades administrativas, exigían de su gobernador costumbres sin mácula, y eso era un abuso intolerable.

Hubo un bla- bla- bla de todos los diablos, un escándalo descomunal, sólo porque él, audaz y progresista, importó de Bahía algunas negras amigas para acabar con la monotonía de la pequeña ciudad y de su soledad. Había llevado a Rita de Chimbo, prestigiosa animadora de las noches del Tabaris. La cual se llamaba de Chimbo debido a la antigua y persistente chifladura que los unía, una pasión cantada en prosa y verso por los bohemios. Reñían, se decían de todo, se separaban «para siempre» y a los pocos días hacían las paces, y continuaban su idilio, totalmente chiflados. Por eso Rita había unido a su nombre el sobrenombre de su amor, del mismo modo que la novia adopta el apellido del novio en el acto del matrimonio. Cuando supo que Chimbo era intendente, señor de horca y cuchillo, ejerciendo derechos de vida y muerte sobre la indefensa población, exigió, en mensaje telegráfico, compartir su autoridad. ¿Qué placer en el mundo se puede comparar al del mando, al del poder? La voluptuosa Rita también quería saborearlo. Chimbo, sintiéndose solo en las noches de Belmonte, más largas por no tener nada que hacer, sin ocupación alguna que las llenara, escuchó la ardiente súplica y mandó a buscar a la hetaira.

Siendo Chimbo el intendente, el rey de su ciudad, Rita de Chimbo no podía desembarcar allí como una cualquiera; era la favorita, la concubina real. De ahí que invitara para que ella tuviera su propia corte a tres beldades amigas, distintas entre sí, pero las tres excelentes: Zuleika Marrón, mulata de caprichos y relajos, que con sus caderas contoneantes paraba el tráfico y desplazaba a los peatones; Amalia Fuentes, enigmática peruana de voz suave, con inclinaciones místicas, y Zizi Culhudinha, una espiga de maíz, frágil y dorada, insinuante como ella sola. Esta breve y hermosa caravana – ¡da tristeza decirlo!- no tuvo en Belmonte la entusiasta acogida que merecía; por el contrario, fue blanco de la franca hostilidad de las señoras e incluso de los caballeros. Si se exceptúan ciertos grupos sociales – los estudiantes imberbes, los escasos noctivagos, los cachacistas en general- y ciertos individuos, puede afirmarse que la población se mantuvo distante y recelosa.

Además, Rita de Chimbo fue vista a medianoche, en la escalinata de la Intendencia, cayéndose de borracha y saludando a la ciudad con su inagotable colección de groseros calificativos. Circulaban noticias espantosas: el viejo Abraáo, comerciante y abuelo, se arrastraba ridículamente a los pies de Zuleika Marrón, dilapidando el patrimonio de los nietos en bacanales con la barragana. Y Berceo, un muchacho hasta entonces decente y casto, funcionario de Correos y presidente de las Obras Pías, se apasionó por Amalia Fuentes, habiendo descubierto en ella raíces de pureza y religiosidad. Llegó a ofrecerle un anillo de compromiso, causando la desesperación de su incomprensiva familia. Culminó el escándalo cuando la Culhudinha se convirtió en la bienamada de todos los colegiales, en su sueño y en su reina, en su bandera de lucha y su pulcro ideal. Ahí andaba ella, muy rubia en las noches de Belmonte, rodeada de adolescentes… Y el poeta Sosígenes Costa le dedicaba sonetos. ¡Oh ignominia!

El maricón del vicario, un sacerdote arrogante de voz chillona, llegó a pronunciar un sermón contra Chimbo, vehemente catilinaria contra su escandalosa incontinencia. Calificó a las tan queridas chicas como «basuras del meretricio metropolitano» y «secuaces del demonio… », ¡pobres chicas! ¡Qué sermón incendiario! ¡En la misa del domingo, con la iglesia repleta… ! y el reverendo acusando a Chimbo de estar transformando la pacata Belmonte en Sodoma y Gomorra: las casas arruinadas, deshechas las familias, urbe infeliz a la que le había caído la desgracia de aquel intendente depravado, ese «Nerón en calzoncillos». Chimbo tenía sentido del humor y le hizo reír la virulencia del padre. Pero las chicas lloraron, y Rita de Chimbo clamó venganza. Así que Manuel Turco, árabe exaltado y secretario de la Intendencia, incondicional de los Guimaráes y notorio pelotillero, se propuso satisfacerla: dos matones de confianza se encargarían de enseñarle buenas maneras al subversivo vicario, sacudiéndole el polvo de la sotana.

Chimbo enjugó las lágrimas de Rita, agradeció la dedicación del sirio y recompensó a los dos matachines, unos asesinos escapados de Ilhéus: bajo su aparente despreocupación, era un hombre prudente y hábil y no le faltaba astucia política. ¡Imagínese la reacción del viejo senador si lo viera a él en guerra con la Iglesia, zurrando a un cura para desagraviar a unas cortesanas! Además, el padre tenía sus razones para semejante tirria. Al calificarlo de Nerón en calzoncillos se refería a aquella noche en que lo contempló en ropas menores, listadas, cuando el intendente se vio obligado a cruzar la ciudad con esa indumentaria debido a que el cura acababa de sorprenderlo en avanzado idilio con la candida Maricota, estimable doméstica que cuidaba los servicios de cama y mesa del sacerdote, siendo su oveja favorita.

No le quedó a Chimbo otro remedio que reunir a las ofendidas huéspedes, y llevando del brazo a Rita de Chimbo embarcarse con ellas en un vapor de la Bahiana. Fue así como renunció al cargo, a las honras y a la abultada comisión de los quinieleros, quedando Belmonte huérfano de su capacidad administrativa y de la amabilidad de las beldades de la capital. De la eficiente administración de Chimbo daban testimonio la restauración del puente de desembarco, la ampliación del grupo escolar y el arreglo de los muros del cementerio. La fugaz visión de las cuatro rameras continuó perturbando por mucho tiempo el sueño de Belmonte.

Chimbo se replegó en el anonimato de su rendidor puesto de servidor de la justicia, en donde nadie vigilaba sus pasos. Se reintegró a la vida nocturna, desde el Tabaris (nuevamente reinado de Rita Chimbo) al Pálace, desde el Abaixadinho hasta la casa de Tres Duques, del burdel de Carla al de Helena Picaflor. De las noches de fiestas y del jugoso y anodino cargo – juez del Registro Civil- lo retiraba de cuando en cuando el padre senador para utilizarlo en sus maniobras políticas, concediéndole posiciones y honras que otros ambicionaban, pero no él, Chimbo, que sólo quería vivir libre según su capricho.

Chimbo apreciaba a Vadinho no sólo por el distante y espúreo parentesco, sino también por las cualidades del joven compañero de ruletas y cabarets. Por eso, oyendo en cierta ocasión a alguien tratar a Vadinho de vago, y calificarlo como un tipo sin oficio ni medios de vida, le consiguió el modesto empleo de inspector de Jardines de la Intendencia, «pues un Guimaráes debe tener una posición reconocida en la sociedad».

– Ningún Guimaráes es un vagabundo.

Estas contradicciones eran características del simpático Chimbo, tan poco dado a convencionalismos y protocolos y al mismo tiempo tan profundamente solidario con la familia, y velando por el poderoso clan de los Guimaráes.

Así, pues, aquella tarde Vadinho y Mirandáo encontraron a Chimbo en Sao Pedro, cuando el delegado auxiliar se dirigía a la Jefatura de Policía. Un Chimbo aburrido de la vida, metido en un traje oscuro y caluroso, de ceremonia: ropa de entierro o de bodas – cuello duro de palomita, plastrón, bastón de caña con empuñadura de oro- , un Chimbo de etiqueta, en aquel abrasador día de febrero, bochornoso y asfixiante, de canícula mortal, cuando todas las bocas estaban ávidas por una cerveza bien helada.

– Sólo nos puede salvar la vida un bufido polar… – dijo Vadinho abrazando al pariente protector.

Chimbo maldijo al destino con plástica y fuerte expresión, llamando a las cosas por su nombre, en un arranque de furia: «qué mierda la vida jodida ésta, qué empleo más hijo de puta, que lo obligaba a acompañar al intendente a todos los rincones, a todas las ceremonias, a todas esas mierdas y porquerías… ». ¿No veían cómo tenía que andar disfrazado de comendador portugués? Esa noche tenía que asistir, en razón de su cargo, a la solemne inauguración de un congreso científico – Congreso Nacional de Obstetricia- en la Facultad de Medicina, con discursos y tesis, debates y opiniones sobre partos y abortos, un latazo monumental. Chimbo tragaba aprisa su copa de cerveza, procurando aplacar el calor y la rabia… ¡Su padre siempre con aquella manía de utilizarlo en política… !

Y todavía encima – ¡imagínense la mala suerte!- el tal congreso decide inaugurarse, tan luego, en la noche de la fiesta del mayor Pergentino, el mayor Tiririca, de Río Vermelho. Seguro que ellos sabían de quién se trataba. Él le había hecho un favor al militar – soltó un pedo a pedido suyo- , y ahora el mayor no lo dejaba en paz, queriendo agasajarlo a toda costa, empeñado en rendirle un gran homenaje. Según se decía, la fiesta de Tinrica era fenomenal, algo que realmente valía la pena, se comía y se bebía hasta hartarse. Y él, Chimbo, era invitado de honor, ¡imagínense la juerga!

– Y en cambio voy a tener que oír a los médicos hablando de partos… ¡Mi padre me consigue cada prebenda… !

¿Cómo convencer al senador de que lo dejase en paz, si el viejo era un sátrapa ante el cual el mismo gobernador temblaba? Los ojos de Vadinho brillaron y Mirandáo se sonrió: Chimbo, sin saberlo, acababa de abrirles las puertas de la gloria y de la casa del mayor.

8

Por la noche, frente a la residencia en fiesta, los dos embusteros apostaron con otros dos granujas a que entrarían en el baile y serían recibidos en él como si fueran invitados de honor y entraron y fueron recibidos con todos los honores y tratados como los ángeles, pues Vadinho se presentó al mayor y a doña Aurora como sobrino del delegado auxiliar, quien no podía asistir, y a Mirandáo como poseedor del inexistente cargo de secretario privado de Chimbo.

– Mi tío, el doctor Airton Guimaráes, tuvo que acompañar al gobernador al Congreso de Obstetricia. Pero como estaba resuelto a no rechazar su invitación, nos envía a mí y a su secretario, el doctor Miranda, en representación suya. Yo soy el doctor Waldomiro Guimaráes…

El mayor se mostró conmovido con la gentileza del delegado al presentarle sus disculpas y hacerse representar. Lamentaba que no estuviera presente en la fiesta, pues su deseo hubiera sido agasajarlo, pero tanto él como su esposa recibían con los brazos abiertos al representante de su estimado amigo. Ya el mayor extendía su mano a Vadinho cuando Mirandáo puso las cosas en su punto:

– Perdóneme, mayor, la intromisión: el representante del doctor delegado auxiliar es esta modesta persona, yo, doctor José Rodrigues de Miranda, profesor suplente de la Escuela de Agronomía, pedido en comisión por el doctor Airton… Mi amigo, el doctor Waldomiro, aunque sobrino del delegado, no lo representa a él sino al señor gobernador…

– ¿Al gobernador? – exclamó el mayor, abrumado por tanto honor.

– Sí – engranó Vadinho- , cuando el gobernador oyó que el delegado auxiliar pedía a su secretario y a su sobrino que fuesen a la fiesta del mayor, le había ordenado, pues él formaba parte del Gabinete de Su Excelencia, abrazar a «su buen amigo Pergentino y presentar sus saludos a su digna esposa».

El mayor y doña Aurora, hinchados de vanidad, les abrieron paso, los presentaban y ordenaban copas y platos para ellos; todo era poco para Vadinho y Mirandáo.

Pasmados, los colegas de truhanerías que habían quedado afuera no podían creer a sus propios ojos. ¿Qué patraña habían inventado los dos cínicos para ser recibidos así? Nadie recordaba que jamás un colado hubiera logrado cruzar el umbral de la puerta del mayor, quien hacía cuestión de honor el limitar la fiesta estrictamente a sus invitados, sus amigos, que eran garantía de decencia y de buen nombre. Jurándolo por sus gloriosos galones, se enorgullecía: «¿Un colado en mi fiesta? ¡Sólo pasando sobre mi cadáver!» Y los más eximios coladizos de la ciudad, capaces de penetrar, y habiéndolo hecho en fiestas muy exclusivas e imponentes, custodiadas por la policía; incluso fiestas en el Palacio de Gobierno y en la casa del doctor Clemente Mariani; fiestas junto a las cuales la del mayor era un simple bailongo, un bailecito de pobre, una milonga de barrio, un arrastrapiés cualquiera; pues bien, esos famosos coladizos, todos, habían fracasado en sus intentos, renovados cada año, de colarse en la fiesta del mayor. Ninguno alcanzó a trasponer la prohibida entrada.

Decir que ninguno es una exageración. Edio Gantois, un ingenioso estudiante, se asoció cierta vez con otro no menos pícaro, el ya anteriormente citado Lev Lengua de Plata, por entonces todavía estudiante, y en esa ocasión los dos consiguieron colarse y permanecer en la fiesta durante media hora, más o menos. Pero fueron echados a empujones y bofetadas: el musculoso Edio luchando cuerpo a cuerpo con los invitados y el desgalichado Lev cambiando puntapiés con el mayor.

¿Cómo habían fracasado tan lamentablemente después de triunfar? Aunque ésta sea otra historia, vale la pena contarla para así poder valorar mejor la hazaña de Vadinho y Mirandáo. Por aquel entonces había arribado a Bahía, con mucha propaganda en los diarios, para realizar dos únicas funciones en el Conservatorio, un extravagante concertista que tocaba un instrumento aún más raro: el serrucho, tan melodioso como el piano mejor afinado. Se trataba de un ruso de nombre estrambótico, «El Ruso del Serrucho Mágico», como anunciaban los carteles de propaganda y las noticias de los diarios. Edio poseía un viejo serrucho de carpintero, y Lev, hijo de ruso, un nombre estrambótico. Como los dos se volvían locos por una buena broma, envolvieron el serrucho en papel madera, tragaron unas cachacas para animarse y se presentaron a la puerta del mayor como «El Ruso del Serrucho» y su empresario.

El mayor Tiririca tenía un sexto sentido cuando se trataba de colados: los olía de lejos. Nada más poner los ojos sobre Lev y Edio, sintió que una voz interior lo ponía alerta.

Mas los invitados, al anunciarse la presencia de «El Ruso del Serrucho Mágico», ya saludaban con entusiasmo la posibilidad de oírlo tocar. En silencio, asaltado por las dudas, el mayor abrió la puerta y permitió entrar a los dos malandrines. Pero se dedicó a vigilarlos. No dejó de registrar el mayor la avidez con que se dirigieron al comedor, luego de arrimar el serrucho a un mueble, apurándose a comer y beber. Cruzando una mirada con doña Aurora, a quien tampoco le parecía nada católica la escena, el mayor reclamó, con el apoyo de la totalidad de los ansiosos invitados, una inmediata demostración musical: primero el concierto, después la pitanza. Por más que Edio intentó con su parla engatusadora aplazar la hora del desastre, no pudo conseguirlo. No se le concedió plazo ni apelación.

Además, debido a alguna extraña metamorfosis, Lev se sintió inspirado y comenzó a vivir de tal forma su papel y con tanto realismo, que ya creía ser el mismo ruso de los conciertos. Así que, sin hacerse rogar más, tomó el viejo serrucho entre aplausos y bravos. Lo hizo con tanta perfección – inclinada en ángulo su magra y alta anatomía, despeinado, los ojos en el otro mundo, ¡un auténtico maestro!- que engañó a todos, haciendo incluso que el mayor y doña Aurora dudasen de sus sospechas; hasta que hirió con una cuchara de café la panza del serrucho. Porque apenas le aplicó el primer golpe – según contó Edio después- todos los presentes, sin excepción, comprendieron que se trataba de una farsa. Pero Lev persistía, cada vez más poseso y convencido, haciendo vibrar a cucharazos el serrucho sin que ni el mayor, ni la esposa, ni los invitados, demostrasen la menor simpatía por tanto empeño y arte.

Hasta que el mayor se adelantó seguido por algunos amigos, los más susceptibles a esas bromas de mal gusto. La marcha por el pasillo en camino a la puerta de calle fue lenta y épica, verdaderamente inolvidable, Edio y Lev lo recordarían toda su vida. Coscorrones, puntapiés, resbalones y caídas. Doña Aurora quería arrancarles los ojos, pero el mayor se contentó con tirarlos a la calle en medio de los mirones allí reunidos. (Y sobre los cuerpos caídos de los dos echaron el serrucho, cada vez menos sonoro.)

Nada de eso les sucedió a Vadinho y Mirandao; ni el mayor ni doña Aurora tuvieron la más leve sospecha. Comieron y bebieron de lo bueno y de lo mejor. Mientras Vadinho bailaba en la sala, Mirandao se preguntaba si debía o no hacer un brindis, en nombre de Chimbo, por el mayor y por doña Aurora. No pudo evitar una sonrisa al oír preguntar a doña Rozilda quién era el mozo bailarín que escoltaba a su hija. Para obtener mayor efecto respondió con otra pregunta:

– ¿No se lo presentó el mayor?

– No. Yo estaba adentro y no lo vi llegar.

– Pues, estimada señora, tengo el placer de informarle que se trata del doctor Waldomiro Guimaráes, sobrino del doctor Airton Guimaráes, delegado auxiliar, nieto del senador…

– No me diga que se trata del senador Guimaráes, ése de quien se habla tanto…

– Del mismo, distinguida señora. El mandamás, el capo, el que tiene la sartén por el mango, el Niño- Dios de la política, ése mismo, mi padrino…

– ¿Su padrino?

– De bautismo. Y abuelo de Vadinho..

– ¿Vadinho?

– Es su apodo, de cuando era chico. Es el nieto preferido del senador.

– ¿Es estudiante?

– ¿No le dije que es doctor? Recibido, señora mía, abogado, oficial del Gabinete del gobernador, alto funcionario municipal, inspector…

– ¿Inspector de consumos?

La información estaba superando los sueños más temerarios de doña Rozilda.

– Inspector de juegos, ilustrísima señora – y, en voz susurrante- : Es la Inspección que deja más, una fortuna al mes, sin contar con las cortesías de la casa, una fichita aquí, otra allá… Y además, por si fuera poco, está encaramado en el Gabinete del gobernador…

Luego, sintiéndose generoso:

– La señora ¿no tiene algún pariente pobre que desee emplear? Si lo tuviera, basta con decirlo y dar el nombre… – Respiró hondo, contento de sí mismo, y prosiguió, indomable- : Ahí como lo ve usted bailando…, no se admire si en las próximas elecciones sale diputado…

– ¡Y tan joven todavía…!

– ¿Qué quiere usted, señora? Nació en cuna de oro, le dieron la papa en la boca, camina sobre rosas.

Aquella noche gloriosa Mirandao se sintió poeta, e improviso un discurso monumental que arrancó lágrimas incluso a la misma doña Aurora, la fiera de Río Vermelho.

Doña Rozilda entrecerró sus ojitos menudos para ver mejor mientras una llama de ambición, amarilla, le brillaba en la frente, Joáozinho Navarro finalizaba un tango floreado y Vadinho y Flor se sonreían. Doña Rozilda tembló de emoción: jamás había visto así la cara de su hija, y la conocía bien. Y el muchacho – se preguntaba- ¿también él había sido tocado y marcado para siempre? El rostro de Vadinho estaba rodeado como por un aire de inocencia, de candidez, de tanta sinceridad que la emocionó. ¡Ah, milagroso Señor del Bonfin! ¿Sería ése el yerno rico e importante que los cielos le habían destinado? Todavía más rico e importante que el paraense Pedro Borges, con todas sus lenguas de tierra y de río y sus docenas de criados. ¡Tener por yerno al nieto de un senador, que estaba en los secretos del Gobierno, que él mismo era Gobierno!: «¡Ay, válgame Nuestra Señora de Capistola! ¡Concédeme, Señor del Bonfin, la gracia de ese milagro, y seguiré descalza la procesión del lavatorio, llevando flores y un cántaro de agua pura!»

El mayor se estaba acercando. Doña Rozilda agradeció a Mirandáo su información y dirigiéndose al dueño de casa señaló al grupo formado por Vadinho, Flor, doña Lita y Porto en un rincón de la sala. Mirandáo, dándose cuenta de la maniobra de la vieja alcahueta, hizo un esfuerzo, se puso también de pie y fue a buscar una cerveza. Doña Rozilda le pidió al mayor:

– Mayor, presénteme a aquel joven…

– ¿No lo conoce? Pues es un pariente del doctor Airton Guimaráes, el delegado auxiliar, mi amigo del alma… – Sonrió vanidosamente y agregó- : Para los íntimos, Chimbo… Él me dijo: «Pergentino, llámame Chimbo, ¿somos o no somos amigos?» Es un hombre que no se anda con vueltas, derecho… me hizo un favorazo…

Hablaba en voz alta para que todos lo oyeran, haciendo alarde de su amistad con el delegado. Doña Rozilda estrechaba ya la mano del joven y Flor hacía las presentaciones.

– Mi madre…, el doctor Waldomiro…

– Vadinho para los amigos…

– El doctor Waldomiro vive a la sombra de nuestro eminente jefe, el gobernador. Trabaja en su Gabinete… – añadió el dueño de casa.

– El gobernador le tiene mucha simpatía, mayor. Hoy mismo me dijo: «Dale un abrazo al amigo Pergentino, amigo del alma…»

El mayor sentía una felicidad oprimente:

– Muchas gracias, doctor…

Porto, que se sentía un poco tímido ante tanta intimidad palaciega, comentó:

– Mucha responsabilidad… Pero también es muy importante…

Vadinho se hacía el modesto:

– Una sonsera… Ni siquiera sé si voy a continuar en Palacio…

– ¿Por qué? – preguntó doña Lita.

– Mi abuelo – dijo confidencialmente Vadinho- , el senador…

– El senador Guimaráes – susurró doña Rozilda.

Vadinho la miró, sonriéndole, mientras un aura de candor circundaba su rostro; luego le dedicó una sonrisa melancólica a Flor, que estaba lindísima:

– Mi abuelo quiere que vaya a Río, me ofrece un puesto…

– ¿Y usted va a aceptar? – preguntaba Flor, con la muerte en sus ojos de aceituna.

– Nada me retiene aquí… Nadie… Estoy tan solo…

Y Flor suspiraba a su vez: «Tan sola…»

Desde el comedor reclamaban al mayor, que no tenía un momento de descanso – como perfecto anfitrión- atendiendo a los invitados. Después apareció alguien dando unas palmadas y pidiendo silencio: el doctor Mirandáo iba a hacer un brindis por los dueños de casa. Se oyó el estampido de una botella de champaña al abrirse, saltando el corcho hasta el techo. Vadinho y Flor se encaminaron, sonrientes, hacia el lugar del discurso: «Un discurso de Mirandáo – le anunció Vadinho- es algo que no debe perder uno.» Doña Rozilda, dándole saltos el corazón al ver a la joven pareja en marcha hacia el idilio definitivo comentó, dirigiéndose a doña Lita y a Thales Porto:

– ¿No son una pareja perfecta? ¿No parecen nacidos el uno para el otro? Si Dios quisiera…

– ¡Calma, mujer! ¡Se acaban de conocer, señora mía, y ya estás tramando el casamiento! – dijo Lita, meneando la cabeza y pensando que su hermana estaba medio loca, con esa manía de encontrarle un novio rico a la hija.

Doña Rozilda, alzando el seco busto, contempló a la pesimista con arrogancia. Del comedor llegaba, rotunda, empapada en cerveza, la voz del orador, iniciando el brindis. Hacia allí se encaminó la viuda, llena de esperanzas. En ese momento los aplausos celebraban una frase feliz de Mirandáo, que proseguía impávido:

– «En las páginas inmortales de la Historia, señoras y señores, quedará grabado en refulgentes letras de oro el honorable nombre del mayor Pergentino, ciudadano de virtudes inconmensurables. (Dejó que la voz quedase vibrando en el aire un instante para subrayar la palabra feliz.) Y el nombre de su nobilísima esposa, este ornamento de la sociedad de la Boa Terra, doña Aurora, un ángel… Sí, señoras y señores míos, un ángel de impolutas (y repetía, con voz cantarina: «impolutas») cualidades, devota esposa, virgen de bronce…»

En el centro de la sala, el colado Mirandao, erguido el brazo y empuñando la copa de champaña, dominaba a los invitados y a los dueños de casa, todos pendientes de su elocuencia. El mayor sonreía con beatitud; la devota esposa, la virgen de bronce, bajaba los ojos, conmovida: jamás su fiesta alcanzara las alturas de ese triunfo.

– «… doña Aurora, ser amoroso, santa, santísima criatura…» Las lágrimas arrasaban los ojos de la santa criatura.

9

Los amores de Flor y Vadinho desembocaron directamente en el casamiento, pues no hubo noviazgo ni compromiso, como más adelante se verá cuando se explique la causa y la razón de esa anomalía que venía a romper con los procedimientos habituales, consagrados por todas las familias que se precian de tales. Unos amores, por lo demás, divididos en dos etapas distintas, perfectamente delimitadas y con sus características propias. La primera, plácida y risueña, toda azul y rosa, un cielo sin nubes, una verdadera fiesta, la armonía universal. La segunda, confusa y asediada, clandestina, color de vitriolo y de odio, el infierno en la tierra, el asco, la guerra declarada. Durante la primera fase, doña Rozilda era irreconocible, toda gentileza y comprensión, contribuyendo activa y devotamente al éxito del idilio. Pero después se vio a doña Rozilda repartir abominaciones, rencor y venganza – espectáculo tal vez pintoresco pero poco agradable- , dispuesta a emplear todos los medios para impedir el matrimonio de la hija con aquel tipo inmundo, «gusano, pústula, charca de pus». Toda esa podredumbre – «gusano, pústula, charca de pus»- era ahora Vadinho, antes el más perfecto joven soltero de Bahía, el pretendiente ideal, bello y simpático, un corazón generoso, una perla de muchacho, de carácter ejemplar, adamantino.

Mientras duró el inefable engaño originado por la enmarañada novela inventada por Mirandao en la fiesta del mayor Tiririca, confirmada y ampliada luego gracias a circunstancias imprevistas, doña Rozilda fue feliz. Durante casi dos meses, dos memorables meses de felicidad en los que pisoteó con el tacón de sus zapatos a toda la Ladeira do Alvo y alrededores, desde la negra Juventina con sus aires de señora hasta el doctor Carlos Passos con su creciente clientela. Exhibía su influencia e intimidad con los círculos gubernamentales, con las altas esferas; su intimidad con el poder, personificado en Vadinho. Y sobre todo exhibía al mozo enamorado de su hija, con su elegancia picara, su labia, su animada conversación, su prosopopeya. Veía en él a un Niño- Dios, lo era todo para ella. Y todo era poco para él. Doña Rozilda se deshacía en su afán de agradarle, de cautivar al muchacho, de amarrarlo.

Mucho contribuyó a que doña Rozilda se mantuviese en tan completa ceguera un curioso equívoco.

Entre las amigas de Flor había una ex compañera de colegio llamada Celia; la pobre Celia, además de pobre era lisiada, con una pierna defectuosa, coja. A duras penas – «a rastras y con la lengua fuera», como decía doña Rozilda- pudo cursar la Escuela Normal y diplomarse de maestra. Era aspirante a un nombramiento de maestra de escuela primaria provincial y hacía meses que luchaba por obtenerlo sin poder conseguir siquiera que la recibiese el director de Enseñanza. Doña Rozilda le tenía cariño y la protegía, quizá debido a que siendo la joven tan desdichada y humilde, a su lado ella y Flor parecían unas ricachonas. Oía con benevolencia a la cojita quejarse de la vida y de los grandes de este mundo, diciendo horrores de los funcionarios y denunciando sórdidos aspectos de esos «vampiros de la educación», como les llamaba con voz silbante que le salía de entre los dientes oscuros y podridos. Allí sólo conseguían nombramiento las que se entregaban, las que aceptaban invitaciones a paseos nocturnos por Amarelinha, Pituba, Itapoá, así como a fiestas íntimas…, ¡unas prostibularias! Una muchacha honesta no tenía posibilidades, se enmohecía en los sillones de cuero de las antesalas. De tanto enmohecerse en ellos, Celia se había convertido en un picante depósito de maliciosas anécdotas sobre funcionarios y jefes de sección, para no hablar del director de Enseñanza, invisible personaje sobre el cual, sin embargo, la rechazada postulante lo sabía todo: costumbres, bienes, preferencias, esposa, hijos, la amiguita. Nada se le escapaba. No obstante, jamás había conseguido ser recibida por él y exponerle su triste caso.

Fue entonces cuando, cierta noche en los primeros días del galanteo, la desesperada maestra (el plazo para la designación de nuevas pedagogas concluía esa semana) llegó a la casa de Flor coincidiendo con Vadinho y se la presentaron. A doña Rozilda le gustaría que la joven obtuviera su empleo, y más le hubiese gustado aún poder confirmar ante la vecindad la influencia del muchacho, del aspirante a yerno que disponía de nombramientos y de presupuestos, que tenía poder en la Administración del Estado, influencia que ella utilizaría con sumo placer.

Indudablemente la viuda estaba atrapada en una red de engaños con respecto a la personalidad del gavilán que rondaba a su hija; pero no estaba errada cuando, al describir a los conocidos su carácter intachable, elogiaba su buen corazón: para Vadinho todo sufrimiento era injusto y odioso. Así que apenas doña Rozilda le contó la historia de Celia, dramatizando los detalles, haciendo resaltar su lesión («incluso aunque quisiera no podría recibir las licenciosas invitaciones de los canallas de la repartición: carecía de atractivos para tanto»), exagerando las injusticias, multiplicando el hambre de la moza y de sus cinco hermanitos, de la madre reumática y del padre, que era sereno nocturno. Vadinho simpatizó en seguida con la noble causa y se convirtió en su campeón. Realmente decidido a hablar del asunto con sus conocidos de juego, algunos de los cuales tenían cierta influencia, juró con vehemencia a doña Rozilda y a Flor que al día siguiente por la mañana exigiría al director de Enseñanza, a la hora del despacho con el gobernador, el inmediato nombramiento de la maestra. No iba a pasar del día siguiente: que Celia fuese por la tarde a ver al director, que el nombramiento y el cargo eran para él coser y cantar.

– Déjalo de mi cuenta…

– Déjalo a él… – confirmaba doña Rozilda.

Flor no hizo ningún comentario, no le importaba si Vadinho gozaba o no de tanto prestigio, y hasta hubiese preferido que fuese menos influyente y por lo tanto menos ocupado. Pasaba días sin aparecer, sin venir a conversar con ella al pie de la escalera, y cuando venía tenía la cara abotargada, somnolienta (de pasar las noches en claro en el despacho del Gobernador).

Vadinho pidió el nombre completo y demás datos de la aspirante. Una vez más Celia hubo de redactar esa fría literatura en un pedazo de papel: sin esperanzas: ya lo había hecho muchas otras veces. ¿Por qué iba a conseguirle empleo ese atildado metido a picaflor, con su aspecto de villano, de vicioso, con seguridad un pobre diablo? Si hasta el padre Barbosa le había dado una carta para el director, y si el padre no había obtenido nada, ¿qué podía hacer el tal festejante de Flor? ¿A quién se le habría perdido la influencia para que él pudiera haberla encontrado? Se veía en seguida, en la cara trasnochada, que era un sinvergüenza. Celia había ido acumulando escepticismo y amargura, de tanto arrastrar la pierna zamba por las hostiles salas de la Dirección de Educación. No la enternecía la felicidad de los otros, ni siquiera la de aquellos pocos que deseaban ayudarla, compadecidos por su destino. Su corazón estaba seco, árido, y, al garabatear los nombres del padre y la madre, la fecha de nacimiento y el año en que se recibió, lo hacía con la certidumbre de perder el tiempo y el esfuerzo, pues ese mequetrefe no iba a dar un solo paso; ya estaba harta de esos cuenteros presumidos: puras promesas y se acabó. Pero ¿qué iba a hacer? Doña Rozilda estaba toda embobada con el vanidoso: doctor Waldomiro por aquí, doctor Waldomiro por allá, y ella, Celia, tendría que buscar quien le diera de comer. En cuanto al tipejo, bastaba verle la cara para comprender cuáles eran sus intenciones: comerle los ahorros a Flor, salir disparado y adiós para siempre.

Celia era injusta con Vadinho, pues el joven, para atender su pedido, hizo aquella noche el recorrido completo de las casas de juego, con doble mala suerte: perdió todo lo que llevaba en la cartera y no encontró un solo conocido importante al que exponer el pequeño drama de la maestra e interceder por ella. Ni Giovanni Guimaráes, ni Mirabeau Sampio, ni su tocayo Waldomiro Lins; ninguno de ellos apareció, como si todas sus relaciones influyentes se hubieran retirado del juego, abandonando la ruleta, el bacará, el punto y banca, la ronda y el veintiuno. Así fue pasando la noche, y la figura más ilustre que encontró fue Mirandáo, con el que terminó yendo a cenar un sarapatel de arromba en casa de Andreza, hija- de- Oxun y comadre del estudiante de agronomía.

– La tipa está verdaderamente maldita… – comentaba Vadinho contándole el caso a Mirandáo, camino del barracón de la negra de Oxun- . Patizamba, esmirriada, y encima de todo esa mala suerte…

Mirandáo le aconsejó a Vadinho que no se hiciera mala sangre; hay gente así, hermanada con la desgracia, y nada se adelanta con querer ayudarlos. Además, la preocupación quita el apetito, y el sarapatel de Andreza era un monumento, ensalzado hasta por el doctor Godofredo Filho, con toda su autoridad. Al día siguiente, ya Vadinho podría arreglar el asunto. Después de todo, la cargosa había esperado tanto que por un día más o menos no iba a suicidarse. En cuanto al sarapatel de su comadre Andreza, ¿cómo era la frase, mejor dicho, el verso del Maestro Godofredo?

¿Y a quién encontraron en la cena de la hija- de- santo? Pues allí estaba nada menos que el poeta Godofredo en persona, haciendo honor a la comida de Andreza, sin regatear elogios al condimento y a la cocinera, un pedazo real de negra, palmera imperial, brisa matutina, proa de navío. Andreza sonreía con toda su prosapia y realeza, mientras molía pimienta para el aderezo.

– ¡Pero mira quién está ahí! – exclamó Mirandáo, saludando- , mi inmortal, mi maestro, considéreme de rodillas ante su intelectualidad.

– Arrodillados estamos todos ante ese sarapatel divino – dijo riendo el poeta, dando la mano a los dos jóvenes.

Se sentaron a la mesa y Andreza no tardó en notar que Vadinho estaba preocupado. Él, que siempre era tan alegre y travieso, tan lleno de ingenio, tan pícaro. ¿Qué le había pasado para que tenga esa cara tan sombría, tan melancólica? Cuente, mi santo, descargue su pecho, eche afuera las amarguras. Andreza, de amarillo, pulseras y collares en los brazos y en el cuello, era la misma Oxun, toda mimo y hermosura. Cuente, blanquito mío, no se ponga tristón, aquí está su negra para oírlo y consolarlo.

Mientras comían – el mantel oliendo a pachulí, el piso perfumado con hojas de pitanga- , entre el sarapatel y la pura cachaca de Santo Amaro, Vadinho fue desgranando el rosario de desdichas de la infeliz maestra de escuela. Sentada a la cabecera, la negra Andreza se conmovía con el relato y oprimía con una mano el pecho jadeante. ¡Pobrecita, la chica, con su lesión y su hambre, con deseos de trabajar y sin empleo! ¿No sería posible que Godo, cuyo nombre aparecía en los diarios, y que era un alto funcionario, dijese una palabra a alguien, se preocupara por la pobrecita? Los labios de Andreza temblaban al suplicar… Vadinho tenía razón… ¿Cómo podía uno sentirse alegre cuando alguien sufría de ese modo, tenía una vida tan dura? Ya no podría sentir alegría hasta que no supiera que la muchacha tenía nombramiento. El poeta Godofredo prometió interceder, quién sabe, quizá consiguiese algo, ¿cuándo había quedado ella en volver a la Dirección? ¿Al día siguiente?.. No, aquella misma tarde, pues ya casi estaba amaneciendo… Eso es lo que él le había dicho que hiciera. Entonces que fuese, Godofredo vería… No aclaró que era pariente cercano y amigo íntimo del director de Educación y que un pedido suyo era una orden. Al poeta no le gustaba ostentar; incluso publicaba sus poemas muy de vez en cuando. Lo único que quería era devolver la sonrisa a Andreza; sin su sonrisa la noche era triste y el mundo desierto y frío.

Y de este modo, cuando Celia, a la tarde siguiente, pesimista pero obstinada, arrastraba su pierna zamba escalera arriba y entraba en la antesala del gabinete del director de Educación, cuál no sería su sorpresa al ver que el secretario de Su Excelencia, antes seco y ríspido, la saludaba efusivamente:

– Señorita Celia, la estaba esperando. Mi enhorabuena, ya salió su nombramiento, ya está firmado…

– ¿Eh?… – masculló temblorosa la maestrita- . ¿Cómo? Cada vez más amable, el secretario dijo en tono confidencial:

– Tal como se lo digo… Es lo primero que el director hizo al llegar… Con seguridad fue una orden que vino de arriba. Era una de las últimas vacantes y estaban todas reservadas… ¿Quiere un consejo? Vaya y preséntese en seguida, sin pérdida de tiempo.

Se presentó, tomó posesión, juntó a su esmirriada familia y se fue al primer piso del Alvo a dar las gracias. «Una orden de arriba…», informó; y doña Rozilda repetía las palabras, saboreándolas, llenándose con ellas la boca: tenían gusto a poder. Vibraba de satisfacción. No había esperado un nombramiento tan rápido, un resultado tan fulminante. Con esa urgencia, con tanta rapidez, sólo podían ser órdenes directas del gobernador y de ningún otro; sin duda Vadinho hacía y deshacía en el Gobierno.

La noticia circuló por la Ladeira y esa noche, cuando Vadinho llegó con la esperanza de estar a solas con Flor, en la oscuridad de la escalera, fue saludado por los vecinos, que casi formaban una manifestación, todos ellos deseando expresarle su aprecio. Cuál no sería su sorpresa ante tantos agradecimientos, abrazos y elogios y las histéricas exageraciones de doña Rozilda. Había pasado el día durmiendo y ya casi no recordaba las desventuras de la imposible postulante.

– ¡Ah!, no es nada, no me deben nada. ¡Por favor…!

El poeta había cumplido la promesa. Lo había prometido, aunque más a Andreza que a él. Pero ¿cómo decir la verdad, cómo deshacer el equívoco? Jamás doña Rozilda y sus vecinos, jamás la triste maestra y su gente esmirriada y mugrienta, con el color de la suciedad en la cara, todos juntos allí para manifestarle su agradecimiento, jamás podrían comprender por qué intrincados caminos andan el mundo y los hombres; jamás creerían que Celia debía su designación a una cocinera negra, mucho más pobre que ella, que vivía contenta en una casucha de madera junto a la orilla del mar, en Agua de Meninos, y que preparaba almuerzos para los saveiristas y changadores: la negra Andreza de Oxun.

Corrió la voz y llovieron los pedidos. En menos de una semana hubo ocho peticiones de nombramiento para maestras de escuela. Desde motorista de tranvía hasta inspector de impuestos, no hubo cargo que no tuviera un aspirante dedicado a adular a doña Rozilda, que no llamara a las puertas de la casa de la Ladeira do Alvo. Hasta el empleo de sacristán en la iglesia de la Conceicao da Praia, que aún no había quedado vacante, hasta eso le vinieron a pedir. Ni aunque Vadinho fuese a un mismo tiempo gobernador y arzobispo, ni aun así hubiera podido dar abasto.

10

Tocaba doña Rozilda las cumbres del poder, sentía el sabor inigualable de la fama. Y Vadinho tocaba los duros senos de Flor en la oscuridad de la escalera y sentía el gusto sin igual de la boca sedienta y temerosa de la muchacha, mordisqueándole los labios y revelándole un mundo apenas entrevisto de placeres prohibidos, ganando en cada noche de cortejo una nueva parcela de sus defensas, de su cuerpo, de su pudor, de su oculta emotividad. El deseo la consumía en una hoguera de altas llamaradas; brasas vivas ardían en su vientre, pero Flor procuraba contenerse, reprimirse. Mientras tanto, se sentía cada día menos dueña de su propia voluntad, su oposición era más débil, menor su resistencia, y se iba transformando en una sumisa esclava del audaz muchacho, que ya se había apoderado de casi todo su cuerpo, abrasado por una fiebre sin remedio, ¡ay!, sin remedio.

¡Atrevido Vadinho! Ni le había dicho que la amaba, ni había hecho alarde de sentimientos apasionados y ni siquiera le había pedido permiso para cortejarla. En lugar de frases poéticas, de términos alambicados, lo que ella oía eran frases dudosas, insinuaciones malintencionadas. Cuando subía la Ladeira do Alvo acompañando a Flor (cuyo regreso de casa de tía Lita, en Río Vermelho, ocurrió unos días después de la fiesta de Pergentino), el petulante, al leer el anuncio de la Escuela de Cocina, le murmuró al oído, en un susurro romántico, como alguien que la festejara con toda inocencia:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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