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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 4)



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Escuela de Cocina Sabor y Arte… – repitió- : Sabor y Arte… – y bajó la voz, mientras su bigotito rozaba la oreja de la muchacha- : ¡Ah!…, quiero saborearte… – juego de palabras que no era sólo un retruécano de mal gusto: era a la vez una franca advertencia sobre sus intenciones, un cínico programa, un claro proyecto de seducción. Nunca había tenido un festejante como éste, tan diferente de los otros, ni había imaginado que se pudiera cortejar de aquel modo. ¿Cómo no lo rechazó de inmediato?

Flor no era una de esas descocadas ventaneras, de amoríos escandalosos en la esquina, al pie de las escaleras o en la oscuridad de los portales. Jamás ningún insolente se había atrevido más allá de un tímido beso, y Pedro Borges apenas si llegó a rozar sus mejillas. Ella no era muchacha acostumbrada a tolerar caricias íntimas. Bastaba que un impulsivo extendiera la mano en un gesto osado con la intención de tocarla, para que Flor se llenase de indignación y lo despidiera, como queriendo conservarse íntegra para aquel a quien realmente amase. En cambio a éste no, a éste nada le rehusaría; y éste era Vadinho. He ahí por qué no lo rechazó como a los otros, sin grosería ni escándalo, pero firme e inflexible.

Ni siquiera lo rechazó la primera vez, y sin embargo casi no se conocían, pues sucedió el domingo del Bando Anunciador, al día siguiente de la fiesta en casa del mayor Tiririca. Flor había ido con las amigas a ver las comparsas y allí apareció Vadinho, poniéndose a su lado. Las otras se apartaron, entre risitas… Realmente, cabía suponer que era el momento en que iba a ocurrir la indispensable declaración (una declaración más o menos vehemente y florida, según el temperamento y la vena del pretendiente; algunos, más timoratos, preferían hacerla por escrito, utilizando, si era preciso, la ayuda del «Secretario de los Amantes»). Antes de llegar él, las muchachas estaban comentando el enamoramiento del joven: en la fiesta, no había dejado sola a Flor ni un minuto, siendo su pareja de baile permanente. Ahora se declararía. Grave momento: la joven podía dar el sí o pedir un tiempo para pensarlo mejor, generalmente veinticuatro horas. Flor había anunciado a sus amigas que se proponía hacer sufrir unos días a Vadinho, pero las otras lo dudaban; ¿tendría el coraje necesario?

De labios de él no salió ninguna clase de declaración, la conversación giró en torno a los más diversos temas; siempre en tono divertido…, ¡un veleta era este Vadinho! Dos animados conjuntos carnavalescos, en competencia, se encontraron junto al muro de la iglesia de Sant'Ana, y aprovechando la avalancha que se produjo cuando la gente corrió hacia allí, apretujándose, Vadinho se puso detrás de ella, abrazándola, cubriéndole los senos con las manos y besándola ávidamente en la nuca. Ella, temblorosa, cerró los ojos y lo dejó hacer, casi muerta de miedo y de alegría.

Los primeros días de este cortejo sin declaración formal y sin formal consentimiento fueron inolvidables. Todos los años, en el verano, cuando se celebraban las fiestas del barrio, acostumbraba Flor a pasar un tiempo con sus tíos, a los que quería mucho. La Escuela de Cocina se cerraba durante el mes de febrero y ella iba para asistir a la procesión de la oferta a Yemanjá, el día 2, cuando los saveiras cortan las ondas cargadas de flores y presentes para doña Janaína, madre de las aguas, de la tempestad, de la pesca, de la vida y la muerte en el mar. Flor le ofrecía un peine, un frasco de perfume o un anillo de fantasía. Yemanjá mora en Río Vermelho, su peji se alza en una punta de la costa, sobre el océano.

Junto con las muchachas del lugar, tenía un alegre e intenso programa de diversión: por la mañana, playa; de tarde, paseo por el Farol da Barra y por Amaralina, yendo en ocasiones hasta Pituba; la organización y los ensayos de carnaval: levantar el tablado era una divertida faena; los picnics en Itapoá, en la casa del doctor Natal, un médico amigo de tío Porto, o en la Lagoa de Abaeté, con guitarras y canciones; y las batallas de confeti… De noche caminaban por el Largo de Sant'Ana o por Mariquita, entre las coloridas barracas, o iban a bailar a casa de alguna familia amiga, cuando ellas mismas no invadían y ocupaban una sala de recibo, improvisando un «asalto».

La casa de Porto, cubierta de enredaderas y acacias en flor, estaba situada en la Ladeira do Papagalo, y los domingos, invariablemente, el tío salía con otro aficionado a la pintura, un tal José de Dome, que vivía en el Largo, oriundo de Sergipe y apocado como él solo. Salían a dibujar caseríos y paisajes. Unos dos años antes, cuando Rosalía y Antonio Moráis se habían ido a Río, Flor, triste y sola, llegó a sentir cierta vaga inclinación por el pintor, hombre ya maduro, que tendría sus cuarenta años aunque aparentaba menos, un mulato duro y enjuto. Un día, venciendo su timidez, él le propuso hacerle un retrato, y hasta llegó a empezarlo, en ocres y amarillos hirientes, contra los cuales resaltaba el color de Flor, transfigurado. «Es obra de un loco, un disparate; además ese fulano es lelo», sentenció doña Rozilda, que en materia de arte no iba mucho más allá de los cromos de los almanaques, al ver aquella explosión de color y de luz. Pero José de Dome no pudo terminar el retrato. No tuvo tiempo, pues Flor debía regresar a la Ladeira do Alvo y, aunque prometió ir los domingos, nunca lo hizo: ella tampoco entendía la pintura del sergipano. Le era simpático por su sonrisa y su soledad. Pero ésa fue una relación amistosa; no un amor: no se puede dar ese calificativo a los largos silencios y a las breves sonrisas que se producían durante las horas de pose. No pasó de ser una efímera inclinación, que sólo duró los días de veraneo, sin que el artista llegara a vencer su timidez. Cuando Flor regresó a Río Vermelho y volvió a encontrarse con el amigo del tío la cordialidad siguió siendo la misma, pero estaba roto el encanto de las vacaciones anteriores y era como si nada hubiese ocurrido entre ellos. En cuanto al retrato inconcluso, aún está hoy en la pared del taller del pintor, en el tercer piso de una vieja casona, en la esquina del Largo de Sant'Ana; allí puede verlo el que quiera, basta con atreverse a subir las destartaladas escaleras.

¡Qué diferencia con Vadinho…! El era como una avalancha incontenible que la arrastraba, dominándola y decidiendo su destino. Al finalizar aquellos perfectos y vertiginosos días de Río Vermelho, Flor comprendió que ya no le sería posible vivir sin la gracia, la alegría, la loca presencia del muchacho. Hizo todo lo que él le pidió: en las fiestas no bailó con ningún otro; entrelazadas sus manos con las de él cruzó la kermesse del Largo y descendió hasta la oscuridad de la playa, como él le sugirió, para besarse más libremente en las sombras de la noche; con un escalofrío sintió cómo la mano de él subía bajo su vestido, acariciándola, ascendiendo hasta los muslos y las caderas.

¿Quién hubiera imaginado a doña Rozilda tan democrática, tan liberal? Cerraba los ojos a los evidentes excesos de los enamorados, tan sin control, tan desenfrenados que hasta la tía Lita, tan poco apegada a los convencionalismos, llegó a preocuparse y advertir:

– ¿No te parece, Rozilda, que Flor le está dando demasiada cuerda a ese mozo? Salen juntos a todas partes como si fueran novios, como si no hiciera más que unos pocos días que se conocen…

Doña Rozilda reaccionó con violencia, en tono de pelea:

– No sé qué diablos tienen ustedes en contra de Vadinho. Sólo porque el muchacho es rico y tiene una posición brillante, todo es un puro rum- rum contra él; no sé por qué le tomaron tirria… En cambio con esa porquería de pobretón metido a pintor se habían entusiasmado hasta decir basta y si de ustedes dependiera se hubieran casado en el acto. Como si yo fuera a darle mi hija a ese escarabajo. Pero de Vadinho sólo imaginan maldades. No veo que haya nada malo en que él festeje a Flor, pues ella ya está en edad de casarse… Cuando el Señor del Bonfin, oyendo mis oraciones, nos manda un buen partido, tú y Porto arman un alboroto tremendo…, que si esto…, que si lo otro…, ¡déjenme, mujer, tranquila…!

– Yo no armo nada, mi santa, sosiégate. Sólo comentaba… Por qué siendo tan escrupulosa, tan no- me- toques que ya dices que es una perdida…, ahora te pasaste al otro lado…, le das rienda libre a la nena…

– ¿Entonces te parece una perdida? ¿Es eso lo que crees? Dilo…

– Cálmate, Rozilda…, tú sabes que no dije eso… Doña Rozilda quería cerrar la discusión:

– Yo sé lo que estoy haciendo, es mi hija, y con la ayuda de Dios se casan este año…

– Puede ser, Dios lo quiera…

– ¿Puede ser? Va a ser, no lo dudes…, no me vengas en cuanto ves a una chica paseando sola con un muchacho con cuentos chinos…, lo que pasa es que ustedes tienen antipatía a Vadinho…

Pero no, nadie le tenía antipatía al joven; los había seducido a todos con su labia y su fantasía; primero a los conocidos de Río Vermelho, después a los de la Ladeira do Alvo. Doña Lita y Porto ya se sentían amigos suyos y bien que les gustaba para marido de Flor. En cuanto a doña Rozilda, parecía vivir exclusivamente para cumplir sus deseos, para adivinar sus caprichos.

En cuanto a caprichos, Vadinho sólo tenía uno; estar a solas con Flor, tomarla en sus brazos, vencer su resistencia y su pudor, irse apoderando de ella poco a poco en cada encuentro. Amarrándola en las cuerdas del deseo, pero amarrándose él también, atándose a esos ojos de aceituna y maravilla, a ese cuerpo tembloroso y arisco que deseaba con avidez y se contenía por pudor. Preso, sobre todo, en la mansedumbre de Flor, en la atmósfera familiar, en el ambiente de hogar propio, en la gracia simple de la moza, en su quieta belleza; atmósfera que ejercía una poderosa fascinación en el mozo.

El muchacho nunca había hecho vida de familia. No llegó a conocer a la madre, que murió al darlo a luz, y el padre no tardó en desaparecer de su existencia. Vadinho era el producto de una ocasional pareja, formada por el primogénito de una familia pequeña burguesa de buen pasar con la mucama de la casa; su padre, el ya mencionado pariente lejano de los Guimaráes, mientras se mantuvo soltero se ocupó de él. Pero luego hizo un casamiento afortunado, y procuró librarse del bastardo, por quien su esposa, ignorante y devota, sentía un santo horror – «¡hijo del pecado!»- . Lo internó entonces en un colegio de curas, en el que a trancas y barrancas Vadinho llegó hasta el último año del secundario, que no terminó porque un domingo de visitas sintió una súbita pasión por la madre de un colega, distinguida cuarentona casada con un comerciante de la Cidade Baixa, a la que se consideraba en aquel tiempo como la puta más fácil de la alta sociedad de la capital. Fue una pasión voraz y correspondida.

Era una pasión con ribetes románticos. La insigne lo miraba lánguidamente y suspiraba, y Vadinho la rondaba por el patio de visitas del colegio, triste como una cárcel, una lúgubre cárcel de niños. Ella le daba chocolatinas y bizcochos, sacándolos del paquete que traía para el hijo. Vadinho le ofreció a escondidas una orquídea, robada del invernadero de los frailes. Un día de salida (el primer domingo del mes; Vadinho nunca había salido hasta entonces, pues nadie lo venía a buscar ni tenía adonde ir), ella lo llevó a almorzar a su casa, un palacete en el Largo da Graca, presentándolo al marido:

– Un compañero de Zezito, huérfano, no tiene familia…

Zezito, que era medio retardado, se dedicaba a criar preás, y los domingos de salida todo el tiempo le parecía poco para atender a los pequeños roedores en el sótano de la casa. En cuanto el comerciante comenzó a roncar, a la hora de la siesta, Vadinho se vio arrastrado al cuarto de coser, en donde fue envuelto en besos y caricias, y poseído. «Mi chiquito, mi discípulo, mi alumno, yo soy tu maestra, ¡ay!, mi doncel…» Ella, consciente de su condición de maestra, se dedicaba a enseñarle…, ¡y cómo enseñaba! La pasión fue en aumento, insaciable y brutal. Ella, deshaciéndose en ayes y promesas, le repetía una y otra vez, cínica y tranquilamente, que él era su primer amante y que nada anhelaba en el mundo más que irse con él para vivir juntos aquel gran amor, ocultos en cualquier rincón. Lástima que él estuviera interno en un colegio…

– Si yo me fuese del colegio, ¿vendrías de verdad a vivir conmigo?

Y se escapó del colegio, apareciendo una noche, a primera hora, para liberarla del «bestial burgués» que tanto la hacía sufrir, que tanto la humillaba cuando la poseía. Había encontrado un miserable cuarto en una pensión de último orden y comprado pan, mortadela (adoraba la mortadela), un mejunje con etiqueta de vino y un ramito de flores. Todavía le sobraban unos cuantos mil- réis de los que habían reunido los colegas más íntimos, que, conocedores del caso y solidarizados, se habían juntado para financiar su fuga y su amor. Para ellos Vadinho era un machazo.

La estimada señora casi se muere del susto cuando él invadió el hogar, en momentos en que el marido, en la otra sala, se escarbaba los dientes y leía los diarios. Ella, indignada, le dijo que estaba loco. No era una aventurera, no iba a dejar la casa, el esposo y el hijo, su comodidad y su posición social, e irse a vivir como manceba de una criatura en la miseria y en la deshonra. Vadinho no estaba en su sano juicio, debía volver al colegio, donde quizá no habían advertido su escapada, y el próximo domingo de visitas, ¡ah!, ella le prometía…

Las promesas no lograron calmarlo, estaba lleno de ira, se sentía vejado, burlado. Sin tener en cuenta la proximidad de los cuernos del comerciante, agarró a madame por la larga y oxigenada cabellera, le dio unos bofetones y la insultó y armó un jaleo de tales proporciones que no tardaron en presentarse, en agitada concurrencia, no sólo el marido y los criados, sino también los vecinos del elegante Largo da Graca. Vadinho declaró después que aquel día se había hecho hombre. Un hombre escarmentado para siempre.

Fue así cómo, de mano del escándalo, entró en la vida nocturna de la ciudad, siendo un jovencito de diecisiete años con el que simpatizó Anacreon, un timbero famoso, jugador de fino estilo. Nadie más autorizado para revelar al mozo inexperto las sutilezas y matices de la ronda, del veintiuno, del bacará y del póker, e introducirlo en las dialécticas de las mesas de ruleta y en la mística de los dados; pues Anacreon no sólo era competente, era asimismo un corazón leal, que miraba de frente a la vida, y un tanto quijotesco. Con el padre tuvo un breve encuentro, negándose él a volver al internado y el ruin Guimaráes a darle su bendición y cualquier clase de ayuda financiera: «no tenía recursos para alimentar a revoltosos». Desde que contaba con la fortuna de la mujer se había vuelto mezquino y moralista. Además, a esa altura de su vida, en que su nombre aparecía en las notas de sociedad, le asaltaban serias dudas con respecto a la paternidad de Vadinho. ¿Sería verdaderamente hijo suyo? La finada Valdete lo había acusado, entre besos, de haberla desflorado y embarazado. Pero ¿es la palabra de una criada un documento que merezca crédito? Jamás conoció a otro hombre, habían manifestado sus llorosas amigas, junto al cadáver de ella. Pero la palabra de las otras domésticas, que no tenían dónde caerse muertas, ¿puede constituir una prueba, cualquiera sea la cosa de que se trate? Hacía tanto tiempo que sucediera todo eso…, cuando era un adolescente irresponsable, un atolondrado… Quizá fuese hijo suyo, quizá no lo fuese. ¿Quién podía presentar una prueba? ¿Cómo estar seguro? De lo que no cabía duda es de que se trataba de un hijo de puta de los peores: un mocoso y ya intentaba «forzar a una honesta señora, madre de un condiscípulo en cuya casa fuera recibido como un hijo…». El tal padre de Vadinho era un Guimaráes de la «rama podrida», como decía Chimbo; no había heredado el ímpetu y la generosidad de la familia.

Vadinho no volvió a sentir nunca, desde entonces, el perfume de un sentimiento familiar, ni volvió a tener nunca un afecto complejo y profundo. Su vida sentimental, rica y variada, pues sus múltiples amantes eran de las más diversas edades, posiciones sociales y color, había transcurrido principalmente en los burdeles y en los cabarets: metido entre rameras y concubinatos pasajeros, además de unas pocas aventuras con mujeres casadas, sin que ninguno de estos lazos tuviera la fuerza del amor. Jamás un encamotamiento le hizo sentir más plena y voluminosa la vida, y nunca una ausencia o una riña, el final de un asunto, lo volvió gris, vacío, suicida. Se desplazaba hacia otro cuerpo de mujer del mismo modo que cambiaba de mesa en la sala de juego cuando el 17, su número, le fallaba.

El encuentro con Flor en la fiesta del mayor volvió a encender en él, de repente, aquella antigua necesidad de hogar, de mesa puesta, de cama con sábanas limpias. Ni siquiera tenía domicilio estable, iba de una pensión barata en otra, mudándose cada mes por falta de pago. ¿Cómo iba a desperdiciar dinero en alquileres cuando le quedaba tan poco para el juego?

Flor traía un nuevo sabor a su vida, una quietud, una placidez, un sabor a ternura familiar:

– Me gustas porque eres mansa como un bichito, mi bien…

Lo había seducido al punto de estar dispuesto a soportar a la madre. ¡Qué vieja terrible y cargosa, ridícula y absurda! Amaba la sencillez de la muchacha, su dulcedumbre, su alegría sosegada y su compostura. Si bien luchaba diariamente para derribar su resistencia y quebrar su castidad, sentíase, sin embargo, contento y orgulloso de que ella fuera así, recatada y seria. Porque sólo a él correspondía el domar ese recato, convertir en placer ese pudor. Los amigos de Vadinho descubrían un nuevo brillo en sus ojos cuando de pronto se quedaba inmóvil ante la ruleta, soñador, olvidándose de poner una ficha.

Los íntimos como Mirandáo ya no se sorprendieron cuando en carnaval lo vieron integrando el conjunto de los «Alegres Gazeteiros» organizado por las familias de Río Vermelho, con figurines del tío Porto, en el que las muchachas y los muchachos disfrazados de vendedores de diarios voceaban el Diario de Bahía, el Diario de Noticias y O Imparcial. Un carnaval de confeti y mamáe- sacode, de serpentinas y canciones, en que el pomo de perfume era para mojar a las muchachas cortejadas y no para olerlo. Un carnaval sin cachaca. Lo opuesto a los carnavales de Vadinho, que transcurrían, ininterrumpidamente, de sábado a miércoles, en una sola borrachera continua, que duraba los cuatro días, integrando comparsas de máscaras, entre prostitutas y bailando en medio de la calle, con bebida a granel. Al término de cada una de las noches se caía de borracho en un tugurio cualquiera de la zona.

«Mira quién va allá, en aquella comparsa, con un pandero…, es Vadinho…, en una comparsa, ¡quién lo diría!», exclamaban admirados los conocidos, acostumbrados a verlo en pleno relajo durante las juergas de carnaval. Allí estaba, al lado de su Flor, cubriéndola de confeti y de ternura.

Pero eso no le impedía chapalear en los más bajos basurales e ingerir una cachaca absurda, después de haberse despedido de Flor a medianoche. Se iba derecho al Tabaris, al Meia- Luz, al Flozó. El lunes, con el pretexto de un trabajo urgente en Palacio, se fue a las diez de la noche. No podía llegar tarde al gran baile de la Gafieira do Pingúelo, al que Andreza y otras soberbias morenas iban disfrazadas de damas de la corte de María Antonieta, con vestidos de satén y terciopelo y albas cabelleras de algodón.

Ni siquiera en los momentos cumbres de la pasión, los de mayor dulzura familiar, los de pensamientos más hogareños, imaginó Vadinho cambiar su vida, modificarla, adquirir nuevos hábitos, regenerarse, Mirandáo amenazaba con hacerlo de cuando en cuando:

– Hermano, voy a regenerarme… De mañana en adelante…

Vadinho nunca habló de eso. Amaba a Flor apasionadamente y proyectaba casarse con ella, pero ni aun así estaba dispuesto a rehuir sus solemnes compromisos: su juego y malandrinaje cotidianos, sus borracheras y jaleos, sus casinos y burdeles.

11

Mar de rosas, libres horizontes, azul cerúleo, la paz del mundo y su dulzura, Flor y Vadinho enamorados. Y súbitamente la borrasca, el temporal, el cielo encapotado, la guerra sin cuartel, la abominación, la prohibición cayendo sobre Flor y Vadinho.

Un tanto atribulado por sentirse culpable de los acontecimientos – ¿no había sido él quien comenzara a levantar aquel castillo de naipes, incapaz de resistir el soplo de la menor averiguación?- , Mirandáo, moralista con humos de filósofo, reflexionaba:

– Ya ves…, ¿qué garantía puede tener uno? Ninguna… Hasta un motor de camión, cuando se adquiere, tiene garantía por seis meses… Y en cambio cuando uno piensa que está instalado firmemente en la vida, que las cosas al fin se ordenaron, ahí mismo se desmorona todo, el santo cae de las andas y se convierte en basura

Opinaba Mirandáo que Vadinho había caído de las andas en que lo había colocado, como a un santo, y que el santo se había transformado ahora en basura, siendo sus restos esparcidos por el muladar. No había remiendo que pudiera restaurar su buen concepto ante doña Rozilda, en su nueva situación de «dimitente al puesto de oficial del gabinete». El concepto formado sobre él, por lo demás, estaba igualmente comprometido ante Flor…, ¿cómo iba a aceptar al cuentero que la había embaucado? Mirandáo conocía esas personas mansas y suaves: cuando sienten que se abusó de su confianza surgen en ellas la obstinación y el orgullo y ya no dan marcha atrás.

– Cuando se encabritan no hay nada que hacer… – concluía con pesimismo.

¡Vil, ordinario, abyecto, infame sujeto!: para doña Rozilda el idioma era pobre en expresiones suficientemente varoniles y enérgicas como para rotular a un espécimen humano tan bajo… que todavía en la víspera era el pretendiente ideal, un santo llevado en andas, todo adornado de alabanzas. Su hija se podía casar hasta con un guardia de la policía, o con un criminal ya sentenciado por el juez, cumpliendo su pena en la cárcel, pero jamás con ese miserable canalla. Habiendo recogido en las vecindades del Alvo estas crudas opiniones, Mirandáo meneaba la cabeza, apesadumbrado y realista: si Vadinho pensaba seguir el cortejo es porque no entendía nada de mujeres. Él, siempre tan listo, ahora, cegado por la pasión, no se daba cuenta de la realidad: todo se había enculado. Y el afligido Mirandáo, para poder sobrellevar tanta conmoción, pidió otro trago al mozo del Bar Triunfo.

A Vadinho le importaba poco restaurar su crédito ante doña Rozilda, aplacar la furia de esa vieja de todos los diablos, un pellejo intolerable, un purgante. Pero no estaba dispuesto a romper con Flor, a perder su apacible risa, su quieta ternura, su entrecortado suspirar. Por el contrario, ahora había decidido casarse con ella. Porque finalmente, de todo aquello, lo único serio era el cariño, la comprensión, el quererse de verdad, el amor de los dos: el resto no pasaba de ser una broma absurda. ¿Quién le gustaba a Flor? ¿Él, Vadinho, su persona, o el cargo inventado, el cargo que no ejercía, el dinero que no tenía?

De toda esa historia sólo había una cosa que lo disgustaba: el haber sido desenmascarado por Celia, su protegida, aquella patizamba que ahora era maestra gracias a su intercesión. Ella era quien había armado todo ese barullo y desenredado el ovillo, denunciándolo a doña Rozilda.

«¿Órdenes de arriba?» Ese estafador no había subido nunca ni siquiera las escaleras de Palacio; el único palacio que él conocía, y ése lo conocía bien, era el Pálace, antro de juego y perdición, así como de mujeres de la vida… ¿Influencia? A no ser en las calles de la más baja prostitución, con las pupilas y los estafadores. «¿Miembro del Gabinete del gobernador?» Si se atreviera a entrar en el despacho del gobernador, lo prendían en el acto y lo llevaban a la gayola. «¿Su nombramiento de maestra? Era mejor no pensar en eso, ¿cómo se puede saber de qué enredos y maquinaciones es capaz ese embaucador?»

Pero… ¿cómo Celia, insignificante maestra primaria, había descubierto esa red de engaños, desmenuzando todos los detalles de la farsa, no dejando quedar ni siquiera una sombra de duda, un puede- ser- quién- sabe al cual pudiera agarrarse doña Rozilda, náufraga en el mar de la sucia existencia? ¿Por qué semejante empeño en desenmascarar y denunciar al trapisondista, al seductorzuelo?

Vadinho se sorprendió de sentirse herido:

– Y mira quién… Yo no le hice ningún mal a esa muchacha, al contrario…

Quizá por eso mismo. Cuando Vadinho le consiguió el empleo, Celia se sintió al mismo tiempo agradecida y ofendida. En el fondo, no le perdonaba haberse engañado con respecto a él, y que no fuese el gigoló presentido por su olfato de resentida, de malvada: su existencia miserable la había vuelto envidiosa y ruin. Cada día estaba menos agradecida y más ofendida…, aquel individuo no acababa de convencerla… Hasta que por casualidad le dieron una pista. Entonces escarbó y removió cielo y tierra para descubrir, minuciosamente, la trama de mentiras iniciada por Mirandáo en casa del mayor, y de cuyo desarrollo era más responsable la vida que el mismo Vadinho. Una vez reconstruidos los capítulos de aquel imaginario folletín, Celia se sintió recompensada: a ella no se la engañaba así como así, tenía ojo y olfato: para embaucarla a ella hacía falta algo más que conseguirle empleo, nombramiento y posesión del cargo. Satisfecha, feliz con su vileza, ya no le pesaba la pierna coja al subir los peldaños que conducían al primer piso, en el que doña Rozilda y Flor estaban cosiendo para el ajuar. «Ese figurín no pasa de ser un miserable gigoló; ella, Celia, nunca lo había dudado.» Su roñoso semblante resplandecía; pocas veces se había sentido tan contenta: mucha gente iba a llorar ese día, y maldecir al diablo, y crujir los dientes. ¿Y hay en el mundo algo tan espléndido y excitante, un espectáculo que se pueda comparar al del sufrimiento ajeno? Para Celia no existía nada igual. Jamás un hombre había mirado su cuerpo con ojos de deseo; nunca le había sonreído alguien con amor, y los niños de la escuela le tenían miedo, le huían.

Doña Rozilda, convulsionada, quería matar y morir, y gemía pidiendo un vaso de agua. Flor no le dio alguna importancia, no hizo caso a sus ayes, dedicándose a Celia:

– ¡Fuera de aquí, perra, no vuelva más…!

– ¿Yo, Flor? ¿Hablas en serio? ¿Por qué?

– Aunque él fuera lo que usted dice, usted no debía venir con chismes, él le consiguió empleo… Lo que usted debiera hacer es ocultar todo lo que supiera en contra de él; estaba muriéndose de hambre y él le buscó el puesto…

– ¿Y cómo sé yo si fue él?.. ¿Quién lo vio? Para mí que la carta del padre Barbosa…

Flor casi no levantaba la voz, pero sus palabras escupían ira y desprecio:

– Fuera de aquí, antes de que yo le enseñe a no meterse en la vida de los otros, perra vagabunda.

– Pues quédate con él, que te haga buen provecho; verdaderamente tú naciste para descarada.

Y bajó las escaleras clamando contra la ingratitud humana.

Guerra, sí. ¿Qué otra palabra, qué otra definición usar? Y guerra sin misericordia. La guerra entre doña Rozilda y Flor tuvo principio allí mismo, en aquel mismo instante. Al sonar el portazo en la cara de Celia, doña Rozilda dejó de quejarse, abandonó su desmayo y gritó llamando a la maestra. Quería continuar hablando sobre Vadinho, revolviendo la herida:

– ¡Celia! ¡Celia! No te vayas… Flor dijo, con voz cortante:

– Acabo de echarla…

– Ella vino a hacerte un favor y tú la expulsas en vez de agradecérselo.

– Esa intrigante no vuelve a poner más los pies aquí…

– ¿Desde cuándo mandas tú en esta casa?

– Si ella entra, yo me voy…

Mirandáo había acertado al dar por supuesto el poco crédito de Vadinho con doña Rozilda. Pero se equivocó, y totalmente, en cuanto a la reacción de Flor. Naturalmente, no estaba contenta, había sufrido una desilusión…, este Vadinho sin cabeza…, ¿para qué esas mentiras? Sin embargo, en ningún momento pensó romper con él, en dar por terminada la relación. Lo amaba, trayéndole sin cuidado su oficio o su empleo, su posición social, su importancia en la política.

Así se lo dijo cuando, desafiando las órdenes de doña Rozilda, salió a conversar con él en una esquina próxima. Escuchó y aceptó sus explicaciones, derramando algunas lágrimas… «Loco, no tienes juicio, mi tonto lindo.» Entonces, por primera vez, le habló él de amor, de cómo la quería y deseaba, hambriento y anhelante…, y la quería y deseaba como esposa. Y esto, para Flor, compensó todo el enojo, toda la pena que le causara al mentirle y engañarla sin necesidad.

Tendrían que tener paciencia y esperar, le dijo Flor. Por lo menos los diez meses que faltaban para que ella cumpliera los veintiún años; todavía era menor y dependía de la madre. Y que Vadinho ni pensara en obtener el consentimiento de doña Rozilda… Nunca había visto a la madre tan exaltada y furiosa. Ni siquiera iba a ser fácil encontrarse; tenía que hallar la manera de verse sin que su madre lo sospechara. El festejo, ese festejo con tantas facilidades, tan bien aceptado y apadrinado por doña Rozilda, pasaba ahora a los subsuelos de la ilegalidad, estaba prohibido definitivamente: la cotización de Vadinho en la Ladeira do Alvo no valía ni un poco de polvo de la calle. Vadinho le enjugó con sus besos las lágrimas, allí mismo, sin importarle la gente que pasaba.

Doña Rozilda la esperaba bufando, empuñando el rebenque, un pedazo de cuero crudo para castigar a los animales y a los hijos desobedientes. Hacía mucho que no lo usaba; el que más lo había padecido era Héctor, estudiante relapso. Rosalía también había llevado algunos rebencazos. Y Flor algunas zurras, cuando chica. Colgado en la pared del comedor, caído en desuso, el primitivo látigo sólo servía ya como símbolo de cruel autoridad materna. En cuanto Flor traspuso la puerta, doña Rozilda levantó el rebenque; el primer chicotazo le cayó sobre el cuello y la nuca, dejándole un cardenal, marca de guerra que iba a tardar más de una semana en desaparecer.

Aguantó sin llorar, cubriéndose la cara con las manos, reafirmando su amor. «Mientras yo esté viva no te vas a casar con él», rugía doña Rozilda. Al día siguiente, Flor casi no pudo levantarse; tenía todo el cuerpo lastimado y la mancha roja seguía en el cuello. Toda la Ladeira comentaba los sucesos; la negra Juventina, soberana en su ventanal, distribuía los detalles, y el doctor Carlos Passos criticaba los métodos educacionales de doña Rozilda, si bien no le negaba razones para estar disgustada y furiosa.

Vadinho se presentó a la hora acostumbrada; el primer piso estaba totalmente cerrado, el balcón vacío, la puerta de la escalera cerrada y atrancada. La ventana del cuarto de Flor daba sobre la calle transversal y por entre las persianas salían rayos de luz. Pronto encontró quien le contase la paliza de la víspera; según las comadres, Flor, presa en el cuarto, encerrada con llave, suspiraba.

Vadinho estuvo de acuerdo con la negra Juventina, cuando la manceba de Antenor Lima calificó a doña Rozilda con retórica exactitud: «Una hiena bestial, eso es lo que es ella, don Vadinho.» Éste oyó las noticias en silencio, dijo hasta luego y se fue.

Pasada la medianoche volvió, para hacer abrir todas las ventanas a la redonda y despertar la Ladeira y las calles próximas con la más dulce de las serenatas, una serenata tan dulce y apasionada como pocas veces hasta hoy se habrán hecho en ésta o en cualquier otra ciudad. Quienes la oyeron, conservan su recuerdo imperecedero en los oídos y en el corazón.

También… ¡cómo para no ser así! Vadinho logró juntar en homenaje a Flor lo mejor que había. Llevó al flacucho Carlinhos Mascarenhas, el guitarrillo de oro, a quien fuera a buscar el burdel de Carla, en el confortable lecho de Marianinha PenteIhuda. Al violín estaba la figura popular de Edgar Coco, el nonplus- ultra, otro igual sólo en Río de Janeiro o en el extranjero podría encontrarse. Tocaba la flauta – ¡y con cuánta maestría!- el licenciado en derecho Walter da Silveira. Vadinho lo había arrancado de sus libros, pues acababa de licenciarse y se preparaba para hacer oposiciones a juez; de allí a poco, ya magistrado meritísimo, no volvería a exhibir más en público su flauta insigne, privando a las musas de un celestial deleite. Punteaba la guitarra un mozo querido de todos por su educación y alegría, sus maneras humildes e hidalgas a un tiempo, su competencia en la bebida, su finura de trato, y desde luego, por su música: por la calidad única de su arte, que sólo él tenía y nadie más, así como por su voz entre misteriosa y picara. Un retado. Había comenzado a tocar y cantar en la radio y ya lo coronaba el éxito. Se citaba su nombre, Dorival Caymmi, y los íntimos exaltaban sus composiciones inéditas; el día en que se difundieran, el moreno se iba a hacer famoso. Era amigo entrañable de Vadinho, habían tomado juntos los primeros tragos y juntos transitado las primeras madrugadas. De reserva habían traído a Jenner Augusto, pálido cantor de cabaret, y de yapa a Mirandáo, ya borracho.

Se detuvieron unos minutos al pie de la Ladeira; el violín de Edgard Coco sollozó los primeros acordes, estremecedores. Le siguieron el guitarrillo, la flauta, la guitarra. Y Caymmi rompió a cantar, en dúo grande, y su pasión contrariada: mostraba su deseo de desagraviar a su enamorada, aliviar sus tristezas, hacer apacible su sueño, traerle el consuelo de la música, prueba de su amor:

Noche alta, cielo risueño,

la quietud es casi un sueño.

Sobre la selva la luna

va cayendo como una

lluvia de raro esplendor…

Pero tú duermes, no escuchas

a tu cantor…

La modinha de Cándido das Neves subía por la Ladeira más aprisa que ellos e iban apareciendo rostros curiosos que se demoraban en las ventanas, presos del hechizo de la música, de la voz de Caymmi. La negra Juventina daba palmadas aplaudiendo, pues era del bando de Flor y Vadinho, y le volvían loca las serenatas. Algunos despertaban con rabia, con la intención de protestar, pero la dulzura de la canción los vencía y se adormecían oyendo la llamada del amor. El doctor Carlos Passos fue uno de ellos: saltó de la cama, lleno de ira asesina; sus días eran atareados, pues comenzaba en el hospital a las seis de la mañana y a veces no volvía a su casa hasta las nueve de la noche. Pero entre el dormitorio y la ventana su ira se fue aplacando, y comenzó a tararear la melodía, poniéndose de bruces sobre el antepecho para escuchar con más comodidad.

Manda, luna, tu luz plateada

para que así se despierte mi amada…

Ahora estaban parados bajo la luz de un farol, justo en la esquina de enfrente de la casa de Flor. Vadinho se había adelantado un poco al grupo para que le diese mejor la luz del foco eléctrico y ser más fácilmente visto por la joven. Los sones de la flauta del doctor Silveira ascendían por el muro, los ayes del guitarrillo penetraban por el balcón, el violín de Edgard Coco abría las ventanas del cuarto de la moza e iba a sacarla de la cama con un estremecimiento. «¡Dios del cielo, es Vadinho!» Corrió a la ventana, levantó la persiana y allí estaba él bajo la luz, los cabellos rubios, los brazos alzados:

Quiero matar mis deseos,

sofocarla con mis besos…

Fueron llegando algunos noctámbulos, que se detuvieron a escuchar. Cazuza Embudo salió vestido con un viejo pijama, atraído por la música y por la posibilidad de que los rondadores tuvieran una botella. Doña Rozilda apareció en el balcón del primer piso, surgiendo de la oscuridad, y su cólera cortó la música y el poema:

– ¡Vagos! ¡Atorrantes!

Pero la canción era más alta que sus gritos, la voz de Caymmi subía hacia las estrellas:

Canto…

y la mujer que yo amo tanto

no me escucha, está durmiendo..,

¿De dónde había sacado Flor aquella rosa que de tan roja parecía negra? Vadinho la recogió en el aire. Noche romántica, de enamorados, la luna amarilla en el cielo, el olor a romero, toda la ladera cantando en coro para Flor, presa en su cuarto:

Allá en lo alto la luna esquiva

está en el cielo tan pensativa

y tan serenas las estrellas…

Y desembocaba doña Rozilda en la puerta de calle, abriéndola de par en par, el rodete deshecho, envuelta en una bata ajada y en su odio. Se enfrentó al grupo, subiéndole una oleada de furia:

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! – gritaba desesperada- . O llamo a la policía, voy a quejarme a la comisaría, ¡perros!

Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un instante ellos perdieran el aplomo y suspendieran el canto. Doña Rozilda se irguió victoriosa en medio del silencio de la calle:

– ¡Fuera!, ¡carnada de cachorros, fuera!

Pero fue sólo un instante. En seguida la flauta del doctor Silveira hizo oír una tonada que parecía una risa burlona, como el silbido de un mulato, una musiquita de juerga, intencionada:

laiá déjeme

subir por esa ladera…

Y entonces se vio a Vadinho avanzar en dirección a su futura suegra, y delante de ella, al son de la flauta, ejecutar con perfección y donaire, con un zapateo y un esguince del cuerpo, el paso del sirí-bocéta, el difícil y famoso paso del siri-bocéta. Sofocada, llena de pánico, sin voz, doña Rozilda reunió sus últimas fuerzas, que apenas le alcanzaron para huir escaleras arriba.

Y la serenata reconquistó la noche y la calle, prosiguiendo rumbo a la madrugada. Los noctámbulos, más o menos bebidos, reforzaron el coro. El guardia nocturno apareció de ronda por allí y se quedó a escuchar y aplaudir, y surgió la botella presentida por Cazuza Embudo. El repertorio era vasto. Cantaron Vadinho y Caymmi; cantó Jenner Augusto; cantó el doctor Walter con voz profunda de bajo… y cantó el guardia de ronda, pues su sueño era cantar en la radio. La calle entera cantaba en la serenata a Flor, reclinada en la alta ventana, vestida de volados y encajes, bañada por la luna. Abajo, Vadinho, galante caballero, en la mano la rosa que de tan roja parecía negra. La rosa de su amor.

12

En el hogar y en el cariño de tía Lita y de su marido Thales Porto, en Río Vermelho, buscó y obtuvo refugio la perseguida Flor cuando huyó de su casa para casarse con Vadinho.

Porto, sin mucho entusiasmo: no quería complicaciones con doña Rozilda, mujer de armas tomar y capaz de cualquier cosa; era un hombre que quería vivir tranquilo. Tranquilo en su rincón, con su pequeño empleo y su manía de pintar. En las vacaciones pasadas la cuñada ya los había acusado a él y doña Lita de oponerse al festejo de la sobrina, cuando ella aún le atribuía a Vadinho un mar de virtudes, cuando el joven era para ella un dios- salvador, un niño- Jesús, sin que le faltara para ser santo de iglesia nada más que la aureola. Tonta metida a sabihonda, engreída, llena de tirrias y enconos: eso era doña Rozilda. Y Porto no quería camorra con mujer tan turbia y petulante. Pero ¿qué hacer, si Flor se había presentado despeinada, envuelta en llanto, trayendo como escolta a un Vadinho serio y solemne, muy consciente de su responsabilidad? Venían a confesar lo irremediable; él le había destapado las vergüenzas, le había comido la breva, era preciso que se casaran. Lo quisiera o no doña Rozilda, con o sin mayoría de edad, tenían que casarse. Flor había dejado de ser una joven virgen y ahora sólo el matrimonio podría restituirle la honra que él le había robado.

Flor, llorando desenfrenadamente, pedía perdón a los tíos. Si había llegado a tanto, despreciando los rígidos principios familiares, venciendo el miedo y el pudor, entregando su virginidad al pertinaz inspector de jardines, la única culpable verdadera era doña Rozilda, con sus trapisondas y su intransigencia, prohibiéndole cualquier contacto con el enamorado, encerrándola en la casa, como si ella, una mujer hecha, a la que le faltaba poco para ser mayor de edad, fuese una criatura. Hasta la había pegado. ¿Quién podía soportar tanto aborrecimiento? Al fin y al cabo Vadinho no era ningún degenerado, ningún facineroso, ningún forajido, ningún cangaceiro de la banda de Limpiáo; tampoco ella tenía quince años; no era una ingenua ignorante de las cosas de la vida.

Los gastos de la casa, ¿acaso no corrían por cuenta de Flor, que pagaba el alquiler y la comida? Poca era la contribución de la madre, ya que desde que no estaba Rosalía el taller de costura sólo recibía algún que otro encargo. En cambio, la Escuela de Cocina había progresado y de ella vivían la hija y la madre.

Entonces ¿por qué se arrogaba doña Rozilda el derecho a resolver ella sólita, a condenar sin apelación, negándose a oír a las personas sensatas, como tía Lita, don Antenor Lima y el mismo doctor Luis Henrique, padrino de Héctor, cuya opinión siempre había acatado antes? En esta ocasión había rechazado con energía los consejos del doctor. Thales Porto meneaba la cabeza: la parienta había perdido totalmente el sentido.

Ni Flor ni Vadinho podían soportar tal situación. Para el muchacho el caso se había transformado en una definitiva y emocionante apuesta. Como en la ruleta o en los dados, frente al azar. Deseaba a Flor y ese deseo lo dominaba totalmente, de la cabeza a los pies, turbándole la razón como si no existiera otra mujer en el mundo, como si ella – con su cuerpo regordete y sus mejillas redondas- fuese la más bella y apetecible hembra de Bahía, la única capaz de saciar su hambre y su sed, la única que podía remediar su soledad. «No, nunca, jamás, mientras yo tenga vida», repetía doña Rozilda, rechazando las renovadas propuestas de casamiento de Vadinho, transmitidas por parientes y amigos.

La propia tía Lita había intervenido días antes, como recordaba Flor. Y la otra había salido con una letanía de maldiciones, poco menos que a pedradas:

– Mientras Dios me dé vida y salud ese canalla no se casa con mi hija. No es que ella merezca tantas preocupaciones, es una sonsa, una ingrata, nació para esclava. Pero yo no lo consentiré, mientras dependa de mí. Prefiero verla muerta antes que casada con ese vagabundo.

Lita había discutido tratando de convencer a la hermana y romper ese muro de odio: el amor hacía milagros, ¿por qué no confiar en la regeneración de Vadinho? Doña Rozilda gruñía, acusadora:

– Basta con el disgusto que tú diste a tu familia cuando te casaste con Porto. Después él se compuso…, pero ¿y si no se compusiera? ¿Si hubiese seguido siendo un desvergonzado toda la vida?

Decía desvergonzado acentuando todas sus letras, haciendo que la palabra estuviese más cargada de vicio y de culpa.

Se refería al pasado de Porto, cuya juventud había transcurrido en los medios teatrales de Río de Janeiro haciendo excursiones por el interior del país, pero sin detenerse en las ciudades, como escenógrafo y coreógrafo de compañías de la legua; habiendo sido también, forzado por las circunstancias, actor y apuntador, director y dibujante de figurines. Después del casamiento sentó cabeza, obteniendo empleo en Bahía. De su vida en las candilejas sólo quedaba un álbum de recortes y un puñado de anécdotas. No perdía ocasión de mostrar el álbum y contar las anécdotas.

– ¿Y no fue un acierto? – contestaba doña Lita, en el fondo orgullosa del pasado bohemio del marido- . ¿Conoces otro matrimonio más feliz? Además no tengo ninguna vergüenza de su trabajo en el teatro. No robaba a nadie, ni engañaba a nadie, ni desfloraba doncellas…

– ¿Y cómo iba a desflorarlas si eran todas meretrices, si tenían todas el traste roto? ¿Dónde iba a encontrar una doncella? Las ganas no le faltarían, no era trigo limpio.

Aunque era amable y bondadosa, en cierto sentido lo contrario de la hermana, doña Lita no soportaba, sin embargo, que se ofendiese al esposo, y, si la espoleaban, se le subía la sangre a la cabeza:

– Haz el favor de meter tu lengua en el trasero y no hablar mal de mi marido, que no vine aquí para oír tus insultos…

Doña Rozilda, obediente, se quedaba con el rabo entre las piernas, mascullando disculpas. Doña Lita era la única persona en el mundo por quien sentía respeto y estimación, y jamás reñía con ella.

– Vine aquí porque quiero mucho a Flor, como si fuera mi hija… ¿Por qué diablos no dejas que la chica se case? A ella le gusta el muchacho y él está loco por ella. ¿Porque él no es un todopoderoso como a ti se te metió en la cabeza que debía ser?

– Estás cansada de saber que yo no me metí nada en la cabeza; ellos abusan de mí, los miserables. – El recuerdo del monstruoso engaño la enfurecía- . ¿Sabes una cosa? Es mejor que des esta conversación por terminada. Con ese inservible no se casa ella mientras de mí dependa. Cuando tenga veintiún años, si todavía quiere, puede ir y desgraciarse. Antes, no la dejo y se acabó.

– Tú estás buscando sarna para rascarte… Ya verás…

Y así era, pues ante el fracaso de esta última embajadora, Flor resolvió oír la voz de la razón. O sea, los argumentos que le susurraba Vadinho intentando convencerla de que sólo había una solución práctica, viable, posible, y que al mismo tiempo era una tierna y dulce prueba de amor y confianza. Por último, se convenció y abrió las piernas, dejando que él la poseyera, como le suplicaba hacía tanto. Para decir toda la verdad, sin escamotear detalles (ni siquiera con la simpática intención de mantener íntegros a los ojos del público la inocencia y el recato de nuestra heroína, presentándola como una ingenua víctima del irresistible donjuán), debemos decir que Flor estaba loquita por dar, por dar y darse, y que el fuego le devoraba las entrañas y el pudor con incontenible llamarada. Un amigo adinerado, Mario Portugal, por entonces soltero y disipado, le prestó a Vadinho una escondida casita por el lado de Itapoá. En ella, la brisa desató los cabellos lisos y negros de Flor y el sol puso en ellos azulados reflejos. Entre el rumor de las olas y el vaivén del viento, él le fue sacando la ropa, pieza a pieza, beso a beso, mientras le decía, riendo, al tiempo que la desvestía y se apoderaba de ella:

– No sé yogar estando tapado, aunque sea sólo por la sábana, para cuanto demás vestido. ¿De qué te avergüenzas, mi bien? ¿No se casa la gente para eso mismo? Y aunque así no fuera, yogar es cosa de Dios, fue Él quien mandó que se yogara. «Id a yogar por ahí, hijos míos, id a hacer un nene», dijo Él, y fue una de las mejores cosas que dijo.

– Por lo que más quieras, Vadinho, no seas hereje…

Y Flor se envolvía en una colcha roja. Todo en aquel cuarto era excitante: en las paredes, cuadros de mujeres desnudas, reproducciones de dibujos en los que los faunos perseguían y violaban a las ninfas, y un espejo inmenso frente al lecho. El tal Mario era un viva la Virgen, y había creado una atmósfera pecaminosa, con perfumes en el tocador y bebidas heladas. Flor sentía que un escalofrío le recorría el vientre.

– Si Él quisiera que uno no yogase, iba y hacía a todo el mundo capado y los nenes nacerían huérfanos de padre y madre… No seas tonta, deja esa colcha…

Levantó la tela roja y Flor floreció en la blancura de la sábana. Vadinho exclamó con alegre sorpresa:

– Pero la tienes pelada, mi bien, casi pelada… ¡Qué cosa loca y más linda…!

– ¡Vadinho…!

Él le cubrió las vergüenzas con su cuerpo y ella cerró los ojos. Estalló el aleluya sobre el mar de Itapoá; llegó la brisa en los ayes del amor, y, en un silencio de peces y sirenas, la voz jadeante de Flor en aleluya. En el mar y en la tierra, aleluya; en el cielo y en el infierno, ¡aleluya!

Aquel día por la mañana Flor había salido a ayudar a doña Magá Paternostro, la ricacha que fuera alumna suya, a preparar un almuerzo de cumpleaños, una comilona para más de cincuenta personas, además de dulces y salados para la tarde. De allí salió para encontrarse con Vadinho… y sucedió lo que tenía que suceder. Doña Rozilda la imaginaba en la cocina de doña Magá y ella estaba perneando con Vadinho en Itapoá.

Desde aquel día la vida de Flor fue un puro inventar pretextos para volver a ir con Vadinho a la casita de la playa. Recurría a las amigas y a las alumnas: «Si mamá pregunta si salí contigo, dile que sí.» Y así lo hacían, pues todas le tenían cariño y muchas eran simpatizantes activas de su causa. Después de la clase, alguna de ellas anunciaba:

– Voy a invitar a Flor a la matinée, la pobre necesita olvidar…

Y parecía estar olvidado, pensaba con alivio doña Rozilda. En los últimos tiempos Flor ya no ponía cara ceñuda, y había desistido de permanecer encerrada en el dormitorio a la espera de ver aparecer al sinvergüenza en la calle para asomarse ostensivamente a la ventana, en abierta provocación, mientras el no- sé- cómo- llamarle se demoraba conversando en la puerta de la negra Juventina.

Esa peste y otras descaradas de la vecindad hacían de alcahuetas de los enamorados, de correveidiles. Doña Rozilda les tenía ojeriza, algún día se las iban a pagar con intereses. Desde su ventana, Flor le tiraba cartas y le mandaba besos con la punta de los dedos. Hasta que doña Rozilda perdía la cabeza y explotaba en denuestos contra la hija y el festejante, mientras el muy cínico se reía en la esquina.

En los últimos días, no obstante, doña Rozilda percibió señales de mudanza. La actitud de Flor ya no era la misma, ya no cantaba modinhas tristes ni tenía siempre en la boca el asqueroso nombre del galán y él, incluso, dejó de aparecer por la calle. Flor volvió a sonreír, a dar los buenos días, a responder cuando doña Rozilda le dirigía la palabra.

En la Baixa dos Sapateiros, la eventual amiga le recomendaba al despedirse:

– ¡Juicio, hein! – y se reía con aire de complicidad.

También se reían Flor y Vadinho; se zambullían en un taxi – siempre el mismo, propiedad de Cígano, chófer de plaza y viejo amigo del mozo- y partían a toda velocidad rumbo a Itapoá con las manos entrelazadas, robándose besos por el camino. Cígano los iba a buscar de vuelta al llegar el crepúsculo y regresaban, sin apuro, la cabeza de Flor reposando en el hombro de Vadinho, sus negros cabellos a merced de la brisa, y una lasitud, una ternura, un deseo de seguir juntos… ¿Por qué tenían que separarse?

Él, cada vez más exigente, clamaba por pasar una noche entera con ella. Ya no le bastaba con tenerla junto a sí y poseerla; quería adormecerse al ritmo de su respiración, dormir en la vecindad de su sueño. También Flor deseaba esa noche íntegra, esa posesión más allá de los límites del reloj, de las horas contadas y cada vez más breves para su anhelo.

– Pero… – le dijo una tarde, cuando él insistió- si yo pasara la noche fuera ya no podría volver a casa…

– ¿Y para qué volver? Nos unimos y se acabó. Lo que pasa es que tú no quieres resolver las cosas de una vez, no sé por qué…

– ¿Y adonde voy a ir hasta que nos casemos?

Acordaron que iría a vivir con los tíos Lita y Porto, a la casa de Río Vermelho, que era un segundo hogar para Flor. Una vez decidido esto, ella, al día siguiente, después de la clase, se encerró en su cuarto, juntó sus cosas y llenó dos maletas y un baúl. Después cerró la puerta y se fue, diciendo que iba al Mercado de Yansá, en la Baixa dos Sapateiros. Allí la esperaba Vadinho con el taxi. Y una vez más los llevó Cígano, pero no volvió a buscarlos hasta la mañana siguiente.

A una conocida que llegó en busca de novedades y costuras, doña Rozilda le dijo:

– Flor salió a hacer unas compras. Está al volver… Felizmente ya no habla más del tipo, está menos enojada…

– Acabará olvidando…, siempre es así…

– Tiene que olvidar, quiera o no quiera…

La visitante se quedó conversando; doña Rozilda le contó algo sobre una familia que acababa de instalarse en la ladera, gente de Amargosa.

– Bueno. Flor tarda en llegar, me voy. Recuerdos…

Y doña Rozilda se quedó sólita, esperando, al principio un tanto preocupada, más tarde inquieta, y al llegar la noche teniendo ya la certeza absoluta de que Flor había perdido la cabeza y se había ido de la casa. Con un cortaplumas forzó la cerradura del cuarto y vio las maletas hechas y el baúl repleto. La hipócrita la había engañado, comportándose como si hubiera roto con el canalla para poder salir, enloquecida, y desgraciarse. Doña Rozilda dejó la luz encendida toda la noche, el rebenque al alcance de la mano. ¡Ah, si tuviera el atrevimiento de volver…!

Cuando al día siguiente, antes del almuerzo, aparecieron la hermana y el cuñado – Porto no sabía dónde meter las manos- , hizo toda una escena, arrancándose los pelos, fuera de sí:

– No quiero saber nada… Aquí no entra una mujer perdida, el lugar de las putas es el burdel…

– Haz el favor de respetarme. Flor está en mi casa y mi casa no es un burdel. Si no te importa la felicidad de tu hija, es cosa tuya. A mí y a Thaes nos importa mucho. Vine para decirte que Flor se va a casar. Si quieres, el casamiento se hace aquí, para que todo esté correcto y en orden como debe ser. Si no quieres, se hace en mi casa y con mucho gusto…

– Las mujerzuelas no se casan, se arriman…

– Escucha, mujer…

De nada sirvieron la dialéctica de la tía Lita y la silenciosa presencia de tío Porto. Ni asistiría al casamiento ni daría su conformidad, que consiguieran una autorización del juez, si querían, revelando toda la tramoya, exhibiendo la deshonra de la ingrata. Que no contaran con ella para encubrir la trapisonda, para tapar el traspié de la desvergonzada.

Y al día siguiente se fue a Nazareth, en donde el hijo la recibió sin entusiasmo. Héctor también pensaba casarse y seguía soltero sólo porque el sueldo no le alcanzaba para el matrimonio. Pero estaba dispuesto a hacerlo en cuanto lo ascendieran y pudiera ahorrar algo. Ya tenía en vistas a una novia: una ex alumna de Flor, aquella de los ojos húmedos, llamada Celeste.

13

Camino del Sodré, yendo a ver una casa que se alquilaba, Flor se encontró con otra ex alumna suya, doña Norma Sampaio, digna señora, esposa de un comerciante de la Cidade Baixa, persona muy alegre y amiga de novedades, lindota, de cuya bondad natural y generoso corazón ya se dio antes noticia. Vivía en la vecindad.

La casa correspondía a las necesidades de Flor, pues servía para vivienda y escuela, y además era de un precio relativamente bajo. «Entonces considérese desde ya inquilina», le aseguró doña Norma. El propietario del inmueble era un conocido suyo y con toda seguridad le daría preferencia. Que lo dejase de su cuenta, que no se volviese a preocupar más.

Durante todo ese trance encontró en doña Norma comprensión y consuelo. La ex alumna se hizo cargo de los diversos problemas de la muchacha y contribuyó a su solución, resolviéndolos todos.

Para comenzar, levantó su abatida moral. Flor le hizo un minucioso relato de cuanto había pasado. A doña Norma le gustaba saborear los detalles, que no le vinieran con una historia contada a las carreras, saltando partes. Flor sufría al pensar que todo el mundo se había enterado de su mal paso («mal paso» era la expresión usada por la tía Lita, delicadamente), como si llevara el estigma de la mentira estampado en el rostro: una mujer sin vergüenza, que ya sabía cómo era un hombre y se fingía doncella soltera.

– Bueno, nena, deja de ser tonta… ¿Quién sabe que te entregaste? Cuatro o cinco personas, media docena como máximo, y se acabó… Si quisieras hasta podrías casarte con velo y guirnalda…, ¿quién iba a reclamar? Tu madre se fue de viaje; ella sí

que era capaz de venir a hacerte un escándalo a la puerta de la iglesia…

Flor no podía ocultar su vergüenza. Procedió mal, pero no le quedaba otro remedio. Para doña Norma todo ese horror se reducía a nada:

– Eso de dar algo antes de casarse sucede a cada dos por tres y entre las mejores familias, querida mía…

Y hacía desfilar un extenso y curioso noticiario, con consoladores ejemplos. La hija del doctor Fulano, ése de la Facultad, ¿no se había entregado a un amigo del novio en las vísperas del casamiento, rompiendo el compromiso, huyendo con el otro y casándose con él a las apuradas? ¿Y no pertenecía actualmente a la flor y nata de la sociedad, apareciendo su nombre en los diarios?: «Doña Zutana recibió a sus amigos…, etcétera…» Y aquella otra Fulanita, hija del juez, ¿no fue encontrada en el acto de entregarse a su novio – ésa por lo menos se entregaba al novio propio- por detrás del Farol da Barra? El guardián los sorprendió en flagrante delito, sólo que no los llevó a la policía porque el diligente caballero le dio una buena coima. Pero le mostró a medio mundo la bombacha de la pecadora, que por lo demás era una preciosidad de encaje negro. Sin embargo, a pesar de esa exhibición de sus ropas íntimas, ella no dejó de casarse con velo y guirnalda, y llevando un vestido de bodas bellísimo, pues la fulana tenía gusto y dinero. ¿Y aquella otra – cuyo padre era un matamoros que ni doña Rozilda le ganaba, y que tenía a las hijas en un puño, con unos retos tremendos, asustadas, presas en casa- , y que fue sorprendida en Ondina, en medio de la espesura, con un hombre casado, un compadre de sus padres? Después se casó con un pobre diablo y ahora se acostaba con todo el mundo a más no poder. «Cuanto más mejor», era su lema. Se daba a los solteros y a los casados, a los conocidos y a los desconocidos, a ricos y pobres. «Muchas mujeres, hija mía, sólo no se dan antes de casarse porque no saben que es tan bueno o porque el novio no lo pide. Finalmente, antes o después, ¿quieres decirme qué diferencia hay?» La amiga no sólo aminoraba su falta para darle ánimos, sino que la ayudó y dirigió en las compras indispensables para hacer habitable la casa, aconsejándola en la elección de muebles y utensilios. Entre ellos la cama de hierro con la cabecera y los pies forjados, comprada a Jorge Tarrap, negociante con tienda de antigüedades y cosas viejas en la calle Ruy Barbosa y, como no podía dejar de ser, amigo de doña Norma. Un buen sujeto, el tal Jorge; un sirio alto y colorado, casi apoplético, que al enterarse del casamiento de Flor en fecha cercana le dio de yapa, como regalo, media docena de copas para licor. Doña Norma contribuyó con un par de toallas de baño y de cara, toallas de Alagoa, de primera. Y le cedió por lo que le había costado hacía mucho, o sea, casi gratis, una sensacional colcha de raso azulhortensia con ramos de glicinas estampados en lila, un monumento de elegancia. Doña Norma la había llevado en el pomposo ajuar de sus propias bodas como su mejor gala, y era regalo de unos tíos residentes en Río. Pues bien, el maníaco de don Sampaio le había tomado tirria a la colcha; según él, el lindo azul- hortensia era un rojo fúnebre y consideraba que la prenda era un trapo que sólo servía para cubrir ataúdes. Por causa de la maldita colcha casi se pelean en la misma noche de bodas. Si ella, doña Norma, no hubiese estado aquel día muerta de curiosidad por lo que iba a pasar, habría reaccionado contra los gruñidos e insolencias de don Sampaio. Él no se había conformado hasta que no se guardó el cobertor, y para siempre. Nunca más volvió a usarse, estaba prácticamente sin estrenar, y en la calle Chile costaba un dineral.

Hablando de colchas: la única contribución de Vadinho al ajuar fue una colorida colcha de retazos. Era obra colectiva de las pupilas del burdel de Inácia, una mulata de cara picada por la viruela, la más joven madama de Bahía, pero no por eso la menos experimentada. De vez en cuando, Vadinho se hacía presente en su lecho, permaneciendo encamado en él durante días y aun semanas. No era culpa suya si su contribución era tan pequeña en proporción a los infinitos gastos a que hubo que hacer frente y en los cuales los ahorros de Flor, ahorros que representaban años de trabajo, fueron rápidamente consumidos. Mucho había deseado Vadinho hacerse cargo de todos los gastos o de su mayor parte y mucho se esforzó para lograrlo. Nunca lo habían visto los amigos tan nervioso y persistente en las mesas de ruleta. Pero el diecisiete – su número- no se daba: era como si hubiese sido retirado de la numeración. También lo intentó en el grande y en el chico, la ronda y en el bacará, pero la suerte arreciaba en contra, tenía una mala sombra de todos los diablos. Se esforzó hasta el punto de no quedarle a quién arrinconar para darle un sablazo, a quién pedirle prestado, viéndose obligado a recurrir a la propia novia, sacándole un billete de cien.

– No es posible que la mala suerte continúe, querida. Esta madrugada vengo con una carroza llena de dinero y te vas a comprar medio Bahía, sin olvidar una docena de botellas de champán para el día de casorio.

No trajo ni el dinero ni el champán. Estaba verdaderamente de mala suerte, ¿hasta cuándo iba a durar la mala racha?

Así pues, sólo hubo champán en el casamiento civil, que se hizo en casa de los tíos. Thales Porto abrió una botella y el juez brindó con los desposados y la familia. También fue sencillo y rápido el acto religioso, al que asistieron, además de tía Lita y tío Porto, sólo algunas amigas íntimas de Flor, don Antenor Lima y doña Norma, claro está. Doña Magá Paternostro, la millonaria, no pudo ir, pero por la mañana mandó una batería de cocina, ése sí que era un regalo útil. Por parte de Vadinho fue sólo el director del Departamento de Parques y Jardines de la Prefectura, al cual el remiso funcionario, tomando el matrimonio como pretexto, había sableado igual que a los colegas; también estaban Mirandáo y la esposa, una señora flaca y rubia, avejentada, y Chimbo. La presencia del delegado auxiliar motivó que Thales Porto comentase con doña Lita que no todo era cuento en la historia que habían tramado los dos pájaros para embaucar a doña Rozilda. Por lo menos el parentesco de Vadinho con el importante Guimaráes, por lo menos eso, no era inventado.

Celebró la ceremonia religiosa, gracias a un pedido de doña Norma, el capellán de Santa Tereza, don Clemente. Vadinho exhibió su llamativa elegancia de cabaret, y Flor estaba toda de azul, sonriente, los ojos bajos. Doña Norma no consiguió convencerla para que fuese de blanco, con velo y guirnalda: la boda no tuvo coraje. Mirandáo llevó las alianzas, conseguidas en préstamo sobre la hora. En la víspera se hizo una colecta en el Tabaris, juntando el dinero necesario para que Vadinho pagara los anillos, ya elegidos en la joyería de Renot. Media hora después el joven perdió hasta el último centavo en la casa de Tres Duques. Aun así, hubiera podido conseguirlas al fiado si las hubiese ido a buscar. El joyero, con toda su fama de experto, no conseguía resistirse a la labia del mozo, y más de una vez le había prestado dinero.

Pero, fatigado por la noche entera en blanco, Vadinho se quedó durmiendo toda la mañana, saliendo luego a toda prisa para Río Vermelho en el taxi de Cígano.

Cuando ya abandonaban la iglesia, surgió el banquero Celestino llevando en la mano un ramo de violetas. Lo presentaron a Flor, ahora doña Flor, como corresponde a una señora casada. El banquero le besó la mano y se disculpó por el retraso con que llegaba y que se debía a que acababa de recibir la noticia, ni siquiera tuvo tiempo de elegir un regalo. Discretamente, le puso un billete a Vadinho mientras los invitados, comenzando por Chimbo y don Clemente, se acercaban deseosos de presentar sus saludos al capitoste.

Los recién casados se despidieron en el patio del convento. Sólo doña Norma los acompañó hasta el nuevo domicilio, en cuya fachada ya estaba puesto el cartel de la Escuela de Cocina Sabor y Arte. En la puerta de la casa, doña Flor invitó a la vecina:

– Entre y conversamos un poco… Doña Norma se echó a reír con malicia:

– Ni que yo fuera una tarada… – y, apuntando a las nubes oscuras que había sobre el mar- : Está llegando la noche, es hora de dormir…

Vadinho estuvo de acuerdo:

– Habló poco y lo dijo todo, vecina. Aunque para ese asunto yo tengo buena disposición a cualquier hora, con sol o de noche, me es igual, y no cobro extra…

Y abrazando a doña Flor por la cintura se fue con ella por el pasillo, mientras iba desabrochándola y desvistiéndola apresuradamente.

Al llegar al dormitorio la echó sobre la colcha azul- hortensia, quitándole la combinación y la bombacha. Doña Flor quedó tendida en el lecho, desnuda. Las primeras sombras del crepúsculo sobre sus senos erguidos.

– ¡Cruz Diablo…! – dijo Vadinho- . Esta colcha que te regalaron, mi bien, parece una mortaja. Saca eso de la cama, peladita mía, y trae la de retazos, que sobre ella vas a parecer todavía más cachonda. La otra guárdala para empeñarla…, deben dar un dineral por ella…

Sobre la colorida colcha de retazos, desnuda y sin recato, sólo cubierta por la penumbra del atardecer, estaba doña Flor, finalmente casada. Doña Flor con su marido Vadinho; lo había elegido ella misma, sin prestar oídos a los consejos de las personas de más experiencia, y contra la expresa voluntad de su madre. Incluso se había entregado a él antes de casarse, sabiendo quién era. Quizá fuese una locura, pero si no la hubiese hecho no habría podido vivir. Estaba como consumida por un fuego que le llegaba de la boca de Vadinho, de su aliento, mientras sus dedos le quemaban la carne como llamas. Ahora, ya casados, él la desvestía con pleno derecho, y le sonreía, acostado junto a ella en el lecho de hierro, mirándola. Su hermoso marido, con las piernas y los brazos cubiertos por un vello dorado, una maraña de pelo rubio en el pecho y la cicatriz del navajazo en el hombro izquierdo, negra y sin pelo. Tendida junto a él, doña Flor parecía una negra; negra y pelada. También estaba desnuda por dentro, muerta de deseo, temblando, con prisa, como si Vadinho le estuviera desnudando el alma. Él no cesaba de decirle cosas, disparates.

Yogaron hasta no poder más, y entonces ella tomó la colcha y se cubrió, adormeciéndose. Vadinho sonreía y le hacía cafuné. Vadinho, su marido. Bello y viril, tierno y bueno.

Doña Flor despertó a altas horas, cuando el reloj marcaba las dos de la mañana. Vadinho no estaba en la cama. Se levantó y salió a buscarlo por la casa. Pero él había desaparecido: había ido a jugarse el dinero obsequiado por el banquero. En la misma noche de bodas. Era demasiado.

Y doña Flor vertió las primeras lágrimas de casada, revolviéndose en la cama, loca de rabia, crujiendo los dientes de deseo.

14

Habían transcurrido siete años entre aquellas primeras lágrimas derramadas por doña Flor en la noche de bodas y las que vertió en la triste mañana del domingo de carnaval, cuando Vadinho cayó sin vida en medio de una samba de roda, entre máscaras y comparsas. Y, como bien dijo doña Gisa – señora que llamaba las cosas por su nombre, con intención y con exactitud y oportunidad- , ante el cuerpo del mozo extendido sobre el empedrado del Largo Dois de Julho, muerto irremediablemente, para siempre:

– Mucho lloró durante estos siete años por sus insignificantes pecados y por los del marido (una pesada carga de culpas y fechorías), y aún le sobraban lágrimas, lágrimas de vergüenza y de sufrimiento, de dolor y de humillación.

Derramadas principalmente de noche. Noches desiertas, sin la presencia de Vadinho, noches de insomnio esperando, que se hacían largas, como si la aurora se retirase hacia las fronteras del infierno. A veces la lluvia repiqueteaba monótonamente en el tejado, y el frío reclamaba el cuerpo del hombre, la calidez de un pecho velludo, el abrigo de unos brazos fuertes. Doña Flor estaba en vela. Imposible dormir: el deseo de tenerlo a su lado era como una herida abierta. Estremecida, entre escalofríos, sumida en la tristeza y el desconsuelo, pasaba las noches en vela, en aquella cama en la que sólo había ansiedad y abandono.

Cuando Vadinho estaba con ella, ¡ah!, con Vadinho allí no había frío ni tristeza. De él surgía un calor alegre que le subía a ella desde las piernas hasta la cara, y la noche se desplegaba jubilosa. Doña Flor se sentía agasajada y de fiesta, y un poco irresponsable, como si hubiera bebido un vaso de vino o una copa de licor. La compañía nocturna de él la alegraba como un vino de aroma embriagador. ¿Cómo resistir a la seducción de aquella boca, de sus palabras, de su lengua? Eran noches de exaltado ímpetu, mágicas noches de aleluya.

Pero eran pocas esas noches en que lo tenía para sí, en que no salía después de cenar, y se recostaba en el diván, la cabeza en su regazo, oyendo la radio, contándole historias, acariciándola atrevidamente con la mano, jugando con ella, tentándola. Y después, temprano, la larga cabalgata en la cama de hierro.

Ocurrían muy de tarde en tarde. Cuando él, por un capricho repentino e imprevisible, abandonaba durante tres, cuatro días, o toda una semana, la farra, la jarana, la cachaca y el juego, y se quedaba en casa. La mayor parte del tiempo durmiendo, o rebuscando en los armarios, o tomándoles el pelo a las alumnas, o arrebatando a doña Flor para ir al lecho, cualquiera que fuese la hora, incluso en las más impropias e indiscretas. Ésos eran días cortos y plenos, en que el veleta andaba revolviéndolo todo, y sus carcajadas resonaban en el pasillo, hablando desde la ventana con los vecinos, oyendo los rezongos de doña Norma o enredándose en largos mano a mano con doña Gisa, llenando de vida y alegría el hogar y la calle. Se podían contar con los dedos esas noches enteras de vértigo y euforia, de risa incontenible y de cosquillas, cafunés, palabras cariñosas y el estruendo de los cuerpos en la cama de hierro. «Mi dulce de coco, mi flor de albahaca, mi cachucha pelada, tu cosita es mi panal de miel», le decía él. ¡Ay, las cosas que decía! ¡Ni te cuento, hermanito!

En cambio, se repetían en infinito rosario las noches de espera. Noches en que doña Flor dormía sobresaltada, despertando al menor ruido, o en las que no dormía nada, apoyada contra el respaldo de la cama, llena de ira y dolor, hasta adivinar sus pasos todavía lejanos y finalmente oír la llave dando vueltas en la cerradura. Por la manera en que abría la puerta ella sabía con cuánta cachaca andaba y cómo le había ido en el juego. Cerraba los ojos y fingía estar dormida.

A veces llegaba de madrugada y ella lo recibía con ternura, meciendo su sueño tardío. Con la cara fatigada, débil la sonrisa, él se ovillaba en la concavidad de su cuerpo. Doña Flor se tragaba las lágrimas para que Vadinho no se diera cuenta de su llanto, no percibiera su tristeza: él ya tenía preocupaciones de sobra, y sus nervios estaban rotos por las emociones de la batalla contra el azar. Venía casi siempre en copas y a veces borracho, y se quedaba dormido de inmediato, no sin antes recorrer su cuerpo en una larga caricia con la mano y murmurar: «Mi negra pelada, hoy me enterré, pero mañana tiro la casa por la ventana…» Y doña Flor continuaba velando y deseándolo, sintiendo contra el suyo el cuerpo de Vadinho que se estremecía en sueños, insistiendo en seguir jugando, en continuar perdiendo. Y comenzaba a gritar números, sumido en la maldición de la ruleta: «Diecisiete, dieciocho, veinte, veintitrés», sus cuatro números fatales. O exclamaba con rabia: Salió la «gata». Flor iba siguiendo las alternativas de su sueño y lo sentía apostar a la «liebre francesa», mejor dicho al «grande y chico», y veía cómo el banquero se llevaba todas las fichas, pues había salido «gata». Acabó por conocer toda la nomenclatura, la jerga, la loca matemática y la secreta seducción de los intríngulis del juego. De tal modo, en las madrugadas, ella lo protegía contra el mundo, contra las fichas y los dados, contra los croupiers, contra la mala suerte. Lo cubría, le daba calor con su cuerpo, y Vadinho, así dormido, era como una criatura rubia, como un niño grande.

También solía ocurrir que él no viniese, y entonces ella seguía esperando a lo largo del día y continuaba esperando durante la noche siguiente, sintiéndose podrida por tanta humillación. Al verla triste y silenciosa, las alumnas evitaban las preguntas molestas para no provocar turbadoras lágrimas de vergüenza. Entre ellas, comentaban con ásperas críticas la conducta y la mala vida del tramposo. ¿Cómo tenía coraje para hacer llorar a una esposa tan buena? Pero bastaba que él apareciera con su voz envolvente, sus bromas, su cinismo, y casi todas ellas se derretían, excitadas, sintiendo escozor en el rabo y en la papaya…

Durante el día Vadinho multiplicaba sus esfuerzos y sus correrías, a veces desesperado, a fin de conseguir el dinero necesario para el juego: en la mesa de ruleta no hay fiado, la ficha sólo puede comprarse al contado. Rondaba por los bancos, dando vuelta en torno a los gerentes y subgerentes, en busca de garantía para que le descontasen un pagaré; tratando con astucia de ablandar y convencer a los hipotéticos garantes del documento, o arrancar casi a la fuerza, y a costa de intereses absurdos, unos centenares de «mil- réis» de las uñas avaras de un usurero. Era capaz de pasar una tarde entera junto a un tacaño cualquiera, de esos que no sueltan fácilmente el fajo; y hasta encontraba cierta satisfacción en derrotarlos y ver cómo finalmente tomaban la pluma y ponían la firma en el documento, ya sin fuerzas para seguir resistiendo. Le daba lo mismo que fuese el aval de un documento o dinero en efectivo. Por lo demás, los más avisados resolvían el asunto del siguiente modo: Vadinho aparecía con un pagaré por un contó pidiendo un aval y la víctima le soltaba un billete de cien o de doscientos mil- réis para librarse de él. De otro modo corría el riesgo de firmar el documento y a los treinta o a los sesenta días encontrarse con un pagaré vencido e incobrable. Un riesgo serio, porque Vadinho no le daba a nadie la papa en la boca. Para resistir su verbo era necesario algo más que avaricia, era preciso ser un empedernido, de inconmovibles convicciones ideológicas, un insensible a los dramas de la vida, un fanático, un sectario sin corazón, como el italiano Guilherme Ricci, de la Ladeira do Taboáo, de legendario amarretismo, el cual se mantuvo impávido durante años, resistiendo todos los ataques de Vadinho.

Otro que logró resistir brillantemente fue el librero Dmeval Chaves, que por entonces era todavía un simple gerente de la librería y no el ricachón que es hoy. Pero un día se le pegó por la mañana temprano, luego almorzaron juntos, y continuaron la tenida por la tarde: lo estuvo ablandando durante seis horas seguidas, tiempo controlado por Mirandáo en su auténtico reloj suizo. Hasta Dmeval se rindió:

– Te juro, Vadinho, que éste es el primer pagaré que yo avalo en mi vida…

– Pues comienzas bien, mi viejo, no podías comenzar mejor. Es un estreno de primer orden, ahora no hay más que continuar. Además, quien avala una vez un documento mío ya no para más, le toma gusto…

Y salió corriendo para el banco, dejando al gordo gerente con la boca abierta, apoyado sobre el mostrador de la librería, turulato, sin alcanzar a comprender la razón de su insensato gesto, sin poderse explicar por qué había cometido el disparate de firmar.

En los tiempos en que había juego por la tarde y por la noche en el Tabaris, Vadinho ni siquiera iba a cenar a casa. Comía cualquier tontada, un carajé, un abará, un sandwich, y cenaba más tarde, de madrugada, cuando se cerraba la última puerta en el último tugurio… Los más retrasados – Giovanni, Anacreon, Mirabeau Sampaio, Media Porción, el negro Arigof, elegante como un príncipe de novela rusa- , salían en grupo hacia la Rampa del Mercado, las Sete Portas, la casa de Andreza, o iban a una tasca cualquiera donde hubiera un carurú de fólhas, un vatapá de pescado, cerveza helada, cachaca pura.

Cuando por casualidad iba a cenar a la casa era para salir inmediatamente, antes de las nueve, siempre con apuro. Así se frustraban siempre las esperanzas que albergaba doña Flor de verlo llegar de la calle y, como los maridos de las otras, ir a ponerse cómodo, vestir el pijama, leer los diarios, comentar la jornada, tal vez ir con ella de visita o al cine. ¿Cuánto tiempo pasaba ella sin ir al cine? Era preciso que doña Norma la arrastrara a alguna matinée, pues de lo contrario, con Vadinho eran tan raras las veces – raras e inesperadas- que salían juntos, que solían pasar meses sin hacerlo. Sin embargo, nunca cesó de preguntarle, cuando él se quitaba el saco y se aflojaba el nudo de la corbata:

– Hoy no sales, ¿no? Vadinho sonreía antes de responder:

– Salgo, pero vuelvo en seguida, querida. No tardo nada, tengo un compromiso, pero es algo rápido… – respondía invariablemente.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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