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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 5)



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A veces llegaba antes de la cena, pero con otra finalidad. Eso ocurría en los días de derrota total, cuando al caer la tarde no había conseguido nada, cuando todas sus tentativas habían terminado en un fracaso absoluto, cuando le fallaba el palpito en la quiniela, los gerentes de los bancos se mostraban inflexibles y los garantes inabordables, cuando no tenía ya nadie a quien sablear. En esos días malditos llegaba hecho un basilisco. Él, que era siempre tan glotón, tan aficionado a saborear los manjares de doña Flor y sus recetas sin igual; esas tardes comía en silencio, inquieto; y comía poco, a todo vapor, sin prestarle atención a la comida. Lanzaba miradas calculadoras a su esposa, como para medir su humor, su receptibilidad. Y es que venía a pedirle dinero, siempre prestado, claro está, con formales promesas de pago, todas sin cumplir hasta hoy. Ella terminaba por darle algo, por las buenas o por las malas; en ciertas ocasiones de un modo forzado, doloroso e incluso sórdido. Eran los días en que aparecía lo peor de Vadinho, cuando surgían en él la brutalidad y la furia, cuando su encanto y su gracia dejaban lugar a una cruel estupidez.

Doña Flor conocía sus malas intenciones incluso antes de que él pronunciara una sola palabra. Llegaba irritado por el fracaso de la calle, con un malhumor sordo que se le traslucía en el rostro. Por aquellos años ella ya había aprendido a conocerlo hasta en los más mínimos detalles, desde el peso y la cadencia de su paso, hasta el brillo engañador de sus ojos cuando miraba a una mujer cualquiera, o a las alborotadas alumnas, o al escote de doña Gisa; o, yendo con doña Flor por la calle, a todas las que pasaban, desvistiéndolas más o menos según ellas lo merecieran por bonitas o por feas. Por las tardes, Vadinho se multiplicaba en busca de fondos para las apuestas y luego venía a cenar, unas veces cariñoso, otras iracundo; y al llegar la noche rumbeaba de nuevo hacia su sombrío destino. ¿Sombrío? Este adjetivo no se podía aplicar al carácter de Vadinho; calificativos de esa naturaleza, tan solemnes y lúgubres, no correspondían a la realidad. Destino nocturno sí, pero no sombrío. Con él no concordaban las sombras y las oscuridades, las angustias y los dramas tan gratos a los promotores de las virtuosas campañas contra el juego. A él no le temblaban las manos al depositar las fichas ni aullaba de remordimiento al llegar la madrugada. Sin duda era angustioso el momento en que la bolilla giraba en la ruleta, y su corazón se llenaba de ansiedad; pero era una angustia agradable. Jamás tuvo ni siquiera el asomo de una idea suicida; nunca un noble remordimiento desgarró su pecho y jamás se sintió acusado por la voz trágica de la conciencia. Era inmune a toda esa espantosa serie de horrores que atormenta la vida de los desgraciados que se dejan dominar por el vicio de la timba. Es una pena, pero ¿qué le vamos a hacer, si era así? Es imposible presentar a Vadinho bajo esa luz tan simpática: como a un jugador acorralado por un destino irrevocable, odiándose a sí mismo, queriendo librarse y no pudiendo, y por último redimiéndose al pegarse un tiro en la sien a la salida del casino.

Era el suyo un destino intenso y rudo, un destino de macho, ciertamente. Ningún flojo hubiera podido aguantar esa lucha de cada noche, de cada instante de cada noche; pero Vadinho nunca había considerado esa emocionante batalla como una serie catastrófica de crímenes y remordimientos, como una desgracia siniestra e irremediable. ¿Siniestra? Su vida era variada y divertida. ¿Irremediable? Siempre había alguien que le prestaba dinero; es increíble que hubiera tanta gente dispuesta a hacerlo. ¿Quién sabe si no lo hacían para de ese modo arriesgarse a jugar sin tener que ir a los casinos prohibidos, a los tugurios de mala fama? Era el suyo, en fin, un destino de hondas y excitantes emociones. Como por ejemplo aquella noche de agosto que comenzó tan mal: él intentando sacarle el dinero a doña Flor, y ella resistiéndose (era el dinero del mercado) y luego la discusión, los insultos, las recriminaciones, los gritos y las ofensas. Por último, le había soltado unos miserables treinta mil- réis, con los que Vadinho inició su marcha triunfal. Cuando él llegó al Abaixadinho los dados rodaban en la «liebre francesa». Vadinho puso diez mil- réis al grande – sólo apostaba al grande- y comenzó el chorro. Salió el grande, créase o no, catorce veces seguidas y Vadinho apostándole siempre, rodeado por una nerviosa aglomeración de jugadores y meretrices, dispuesto a seguir jugando al grande hasta el fin de los siglos. Cuando lo supo Mirandáo, que estaba en la otra sala jugando a la ronda, fue corriendo a buscarlo como loco:

– No sigas, por el amor de tus hijos, que la suerte va a cambiar.

Vadinho no tenía hijos y desde luego no tenía intención de dejar el juego, pero Mirandáo, que sí los tenía, echó mano a las fichas y las retiró él mismo, empujando a su amigo y sacándolo de allí. A tiempo, pues se dio el pequeño, después la «gata», de nuevo el pequeño y «gata» otra vez, mientras Vadinho salía de allí en la opulencia, y contra su voluntad. Esa noche, con los bolsillos repletos, mientras recordaba la escena en que doña Flor le dijera, entre sollozos: «Tú no andas bien, no vales para nada y no me quieres ni una migaja», estaba resuelto a llegar a casa temprano y con un regalo rumboso, no una baratija cualquiera. Un collar, un anillo, una pulsera, una joya de valor.

Mas ¿dónde adquirirla, si a esa hora los comercios estaban cerrados? Quién sabe – reflexionaba Mirandáo- , quizá podríamos conseguir algo vistoso entre las pelanduscas de «la zona». A veces las mujeres de la vida reciben valiosos presentes; cuando están metidas con un coronel del cacao o un hacendado del sertón, se aprovechan para llenar la media, y algunas hasta dejan de hacer la vida, estableciéndose con salones de belleza o boutiques. Mirandáo conocía dos que terminaron por casarse y se convirtieron en honestísimas señoras.

Los dos amigos iniciaron la búsqueda corriendo de la ceca a la meca, de cabaret en cabaret, de burdel en burdel, de pensión en pensión, y adonde quiera que llegaban iban volteando cervezas, o bebiendo vermut o coñac e invitando a todas por cuenta de Vadinho. Sacaron a luz y revolvieron las pobres pertenencias de decenas de chicas, no encontrando más que bisuterías de metal cromado, vidrio de color, latón… y la noche que se iba.

«Quiero llegar temprano, darle una sorpresa completa», decía Vadinho, apurado, lleno de prisa, gozando por anticipado con la cara que iba a poner doña Flor al verlo llegar antes de medianoche con un regalo en la mano. Sólo necesitaba encontrar un chiche valioso, que llenara el ojo, y no esas fruslerías de segunda mano. Finalmente encontraron lo que buscaban en la Ladeira de Sao Miguel, en el boudoir – como decía afectadamente Mirandáo- de Madame Claudette, cortesana ya acabada que iba sobreviviendo a costa de una pequeña clientela de estudiantes que la frecuentaban debido a su nacionalidad francesa y a sus difundidos refinamientos, todo muy parisiense y a bajo precio.

Era un collar de turquesa de un azul realmente tan hermoso que Vadinho y Mirandáo sintieron el impacto de su noble belleza y de su hechizo. Todo en oro labrado; la vieja buscona lo apretaba entre los dedos, como defendiéndolo. Era una joya de familia – les dijo la prostituta con aire confidencial- que ella trajo de Europa. La habían usado su abuela y su madre, y de ahí que fuera doblemente valiosa. Sólo podía desprenderse de aquella preciosidad – recuerdo de un mundo perdido en Lorena, allá en su infancia– a cambio de una abultada cantidad de dinero. Sólo por mucho, mucho dinero. «Le petit Vadinho» seguramente no tuvo nunca una cantidad tan grande, y si algún día la tuviese no la iba a gastar en un adorno para una mujer. ¿Desde cuándo le había importado el dinero a Vadinho, Madame? Si hasta cuando andaba «limpio», en la miseria, sin nada, sin un centavo partido por la mitad – ni siquiera en esas circunstancias- le daba valor al dinero, y cuando lo buscaba con insensata ansiedad, era para tirarlo en la ruleta. Y mientras hablaba sacaba de los bolsillos llenos, impetuosamente, manojos de billetes, hasta que casi quedaron vacíos. Los ojitos de Madame Claudette se encendían de codicia detrás de su máscara de crema y polvo de arroz; la pobre momia se estremecía a la vista de los billetes de cien y de doscientos.

El taxi de Cígano lo dejó a la puerta de casa a las once y cuarenta, antes de la medianoche, como él quería. Doña Flor acababa de cerrar los ojos y comenzaba a resoplar brevemente, cuando él estaba ya en el cuarto dándole un tirón a la sábana que cubría el cuerpo de la esposa y poniéndole las fulgurantes turquesas entre los senos turgentes, mientras se reía con aire divertido:

– Y tú no me querías prestar dinero, doña loca… – y desparramaba los billetes por la cama, pues aún le habían sobrado más de dos contos de réis.

¿Cómo utilizar la expresión «sombrío destino» para referirse a quien era tan alegre jugador, a quien sabía sonreír por igual ante la buena o la mala suerte, embrujado por la alegría de vivir?

Quizá fuese sombrío su destino en opinión de doña Flor, desde su punto de vista, desde su puesto de observación, o, para mayor exactitud, desde su puesto de espera. Sombrío para doña Flor, siempre esperando en el lecho.

Esperándolo durante siete años, toda una vida. Muchas lágrimas derramó doña Flor en esos años. También fue mucho lo que gozó yogando; los dulces momentos de ternura y posesión bien podrían compensar las horas amargas de ausencia y humillación. Un día, doña Gisa, con sus humos de psicóloga, psicoanalista, psicógrafa y otros inventos norteamericanos, le dijo que ella, doña Flor, estaba casada con un ser excepcional. No excepcional en el sentido que doña Flor le daba al término, como sinónimo de grande, de mayor, de mejor de todos. Nada de eso. Excepcional en su significado de diferente, de fuera de lo normal, de alguien que no encajaba en los moldes comunes ni se podía circunscribir a los límites de una vida cotidiana mediocre y monótona. ¿Era doña Flor capaz de entenderlo y ser feliz con él? Tretas de doña Gisa – se decía doña Flor- , sin duda buena amiga, pero una literata de los mil diablos, con la cabeza llena de cosas enrevesadas y unas expresiones que ni ella se entendía.

Doña Flor deseaba ser como todo el mundo y que su marido fuese como los otros maridos. ¿Acaso no tenía él un empleo en la Municipalidad, conseguido por su pariente rico, el doctor Airton Guimaráes, Chimbo de sobrenombre? Ella lo quisiera así, viniendo del empleo directamente a la casa, los diarios bajo el brazo, y con un paquetito de bizcochitos o confituras, de abarás y acarajés, cenando a la hora debida como los otros; saliendo algunas noches con ella del brazo, a pasear, a gozar de la brisa de la luna; amante, jugando en la cama, temprano, antes de dormir, y en los días fijados para jugar…

Lo que no podía ser era lo que estaba ocurriendo: Vadinho llegando a cualquier hora, durmiendo con frecuencia afuera, seguramente en las cañas de las atorrantas, sus amigas de antiguos y renovados enamoramientos; o queriendo yogar con ella, y yogando, en horas tardías, en los momentos más absurdos, cualquiera que fuese el día, sin reloj ni almanaque. No tenía horario ni orden, ni tampoco un hábito establecido o un convenio tácito, o una costumbre compartida por ambos. Nada. Eso era vivir en medio de una anarquía insoportable: pasaba todas las noches en la calle, sin tener la menor noticia de él, mientras ella quedaba en la cama de hierro, con la espina de los celos, el agudo dolor de los cuernos y el pecho cargado de dolor y congoja. ¿Por qué las otras mujeres casadas hacían valer sus derechos ante el marido y ella no? ¿Por qué no era Vadinho como los otros? ¿Por qué no llevaban una vida sistemática y en orden, sin sobresaltos, sin chismes, sin enredos, sin la infinita espera? ¿Por qué?

Todo eso – la espera, el juego, la cachaca, las noches fuera de casa, los gritos, la violencia, la villanía- se convirtió en hábito a medida que fue pasando el tiempo, pero doña Flor nunca llegó a acostumbrarse por entero y habría de morir sin llegar a conseguirlo.

Por lo demás, fue él quien murió, en el carnaval. De ahí en adelante, ¡ah!, de ahí en adelante su deseo ya no tuvo siquiera derecho a la espera, a la expectativa, a la ansiedad. La ausencia de Vadinho tenía ahora otra dimensión. También era otra la calidad del sufrimiento. Ya de nada le serviría a doña Flor mantenerse alerta, a la escucha, atenta a cada ruido de la calle, con el corazón inquieto, latiendo sobresaltado. Ahora ya no tenía que esperar, ya no tenía esperanza, de nada le servía estar atenta al ritmo de los pasos – sobre todo de los pasos de los borrachos- , al ruido sutil de la llave en la cerradura, a las notas de una canción perdida, de una tonada a lo lejos.

Sí, de una tonada a lo lejos. Porque hubo noches, durante aquellos siete años de matrimonio y de espera, en que Vadinho la había despertado con una serenata: la guitarra, el guitarrillo, el violín, la flauta, la trompeta y la mandolina, repitiendo aquella otra inolvidable serenata de la Ladeira do Alvo, cuando ella acababa de saber la verdadera situación de su amado: pobre, sin un centavo, un funcionario chirle, granuja, cuchillero, borrachín, libertino y jugador.

15

Ahora, echada sobre la cama de hierro, doña Flor procuraba no oír el matraqueo de doña Rozilda en la puerta de la calle en animada plática con doña Norma. Quería reunir con más claridad en su memoria, perdida en la lejanía del tiempo, las voces de los cantores y el ritmo de los instrumentos en aquella emocionante serenata de la Ladeira do Alvo. Para que sus recuerdos llenasen sus horas y la ayudasen a calmar su corazón durante estas noches que ya no eran más noches de espera, pues él, su marido, estaba muerto. Ahora contaba tan sólo con un mundo de recuerdos, y en él se refugiaba, envuelta en remembranzas, en cenizas con las que apagar las brasas de su agudo deseo. Como si hubiera levantado un muro que la aislase, que la separase del chismorreo y de la murmuración, de las habladurías y de los comentarios, de todo cuanto perturbaba su viudez reciente, de esa nueva realidad de la ausencia. En los tiempos iniciales del duelo, su existencia transcurría entre el ansia y el dolor, entre la necesidad y la imposibilidad de tenerlo ahí, a su lado; algo imposible para siempre. Nunca más lo tendría.

Doña Flor, ahogando bajo la música y el canto recordados la voz y la saña de doña Rozilda, buscaba el amparo de los recuerdos del pasado: aquella noche en que se asomó a la ventana al oír los primeros acordes. Le dolía todo el cuerpo, el rebenque de cuero crudo le dejó una marca en el cuello y se sentía como un trapo, un trapo golpeado y humillado. Vadinho subía cantando por la ladera, con los brazos levantados en alto. También recordaba a los otros: Caymmi con su voz inconfundible e inigualable, y Jenner Augusto, más pálido todavía bajo la luna; acompañándolos, en los instrumentos y en el coro, Carlinhos Mascarenhas, Edgard Cocó, el doctor Walter da Silveira y Mirandáo. Ella, corriendo, buscó aquella rosa oscura y extraña que el día anterior había cortado en el jardín de la tía Lita. Por entonces, todo era confuso en su vida, todo andaba enmarañado y en completo desorden, y ella estaba aún sometida a la férrea autoridad de doña Rozilda. La serenata le dio fuerzas y coraje. De repente se sintió contenta de que Vadinho no pasara de ser un insignificante servidor municipal, reducido a un miserable empleo, y tampoco le importaba que fuese un jugador empedernido.

Con los recuerdos de noches como aquélla, de luna y de ternura, la insomne doña Flor intentaba aplacar el dolor y la desesperación de saber que nunca más vendría Vadinho a acariciarla, a encender las brasas de su cuerpo. En las largas noches de espera ya no volvería a oír más en la calle su voz desafinada, en nuevas serenatas.

Recordaba también aquellas veces en que Vadinho fue más allá de todos los límites. Cuando pasaba noches seguidas sin venir a dormir; o cuando, siendo aún recién casados, se había jugado el dinero del alquiler sin decirle nada, haciéndola pasar por tramposa. En esos casos él intentaba hacer las paces, pues doña Flor dejaba de dirigirle la palabra, comportándose como si no notara su presencia, como si no tuviera marido. Vadinho, inquieto, andaba a su alrededor, dirigiéndole palabras aduladoras, invitándola y provocándola para excitarla y llevarla al lecho. Ella, en los límites de la pena y la humillación, se resistía.

Vadinho apelaba entonces a las grandes jugadas: por ejemplo, llevarla al cine o ir con ella de visita – aplazada durante tanto tiempo- a casa de doña Magá o a la del padrino de Héctor, el doctor Luis Henrique. O si no organizaba una serenata y venía a arrullar su sueño, deslumbrando a la vecindad. Pero ahora ya no venían con él Dorival Caymmi, con su misteriosa voz, ni el doctor Walter da Silveira. Caymmi había emigrado a Río, donde tenía programas en la Radio Carioca, y grababa discos y los cantores famosos estrenaban sus sambas y sus modinhas playeras. Ni que hablar del doctor Walter: nombrado juez en el interior, sólo tocaba su flauta encantada para dedicarles nanas a sus niños y niñas. Tenía un hijo por año cuando no dos en un solo parto. No era fácil, en aquellos frívolos tiempos de irreflexión y desatino, encontrar quien cumpliese sus deberes – todos sus deberes sin excepción- con tanto sentido de responsabilidad como este celoso y culto magistrado.

Tampoco vendría ahora, y ya nunca más, ¡ay!, ¡nunca más!, Vadinho. Ni su voz, ni su risa orgiástica, ni su mano atrevida, su cabellera de pelo rubio, su atrevido bigote, sus sueños con fichas y apuestas. A doña Flor ya ni siquiera le quedaba la espera dolorosa. ¡Cuánto no pagaría para volver a tener derecho al sufrimiento de esperarlo, a la angustia de escuchar el silencio nocturno de la calle tranquila, a sentir el vacilante paso del marido bajo los efectos de la cachaca! Era inútil que doña Norma le rogara a doña Rozilda, en la puerta de calle, apelando a su comprensión:

– Cuanto menos se hable de Vadinho, mejor; eso la ayudará más a olvidarlo. Flor está todavía muy atormentada, ¿para qué estar recordándole a la pobre las ruindades de él, martirizándola?

Era inútil, doña Rozilda había venido precisamente con la intención de machacar en el tema: no conocía otro modo de dar consuelo. ¿Cómo hacer cesar aquel llanto inmerecido sino vomitando sapos y culebras contra el finado? Ya lo había dicho antes y lo repetía: esa muerte no era para llorarla, sino para celebrarla. En aquellas conversaciones nocturnas más de una vez hizo alarde de su opinión, casi a los gritos, importándole poco quien la oyera.

Y también era inútil, porque a doña Flor no le era posible olvidar, ni con barullo ni con silencio. No le era posible olvidar ni las tropelías ni las malas acciones, y principalmente, las buenas horas, la amable presencia, las locas palabras del perdido, su fuerza de hombre cuando la poseía y su fragilidad de hombre cuando se protegía en su cuerpo, en su ternura.

Era un sufrimiento casi morboso, enloquecedor, una amargura que le quitaba las ganas de vivir. Sin embargo, doña Flor se esforzaba cada día, procurando superar el vacío interior, contener las lágrimas, seguir adelante. Después de la misa del séptimo día había vuelto a abrir la Escuela de Cocina. Las alumnas regresaron. Al principio evitaban las bromas habituales, las risas maliciosas, las anécdotas, las carcajadas entre una receta y otra, procurando no recrear la atmósfera festiva y simpática que antes reinaba en las clases, en torno a los fogones de leña y carbón. Pero ese escenario luctuoso no duró más que dos o tres días y la alegre normalidad volvió a imponerse. A la misma doña Flor le gustaba que fuera así; de ese modo se distraía, rompía el círculo de cenizas.

Volvieron todas, excepto la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca y su revelado secreto. ¿Temía encontrarse con ella, con doña Flor, o enfrentar la atmósfera de aquella casa huérfana de la gracia de Vadinho, de su risa, de sus picardías, de su insolencia?

Por lo que concierne a doña Flor, la muchacha podía haber vuelto, pues a ella ya no le importaba comprobar nada, ni discutir, y mucho menos acusar. Sólo tenía ganas de poner en claro una cosa: ¿estaría embarazada la hipócrita, preñada por él, grávida de un hijo suyo?

Doña Flor no tuvo hijos, pero sabía que la culpa era suya y no del marido. Se lo dijo la doctora Lourdes Burgos, su médica, y el doctor Jair se lo confirmó, proponiéndole realizar una pequeña operación que probablemente la volvería fecunda, ¿quién sabe? Pero doña Flor era miedosa y rehuyó la cirugía: además, el doctor Jair no le había dado seguridades de éxito. Por eso, lo que más le preocupaba de las correrías del marido era el miedo a que él tuviera un hijo por ahí, en la calle, al azar.

Doña Flor jamás consiguió saber si Vadinho deseaba o no un hijo. El temor al hospital y al bisturí ¿le habría impedido hablar con más franqueza, limitándose a hacer preguntas más o menos superficiales? Ella misma no lo sabía. Es cierto que le preguntó varias veces:

– ¿Tú no sientes la necesidad de tener un hijo?

Quizá porque Vadinho sabía que ella era estéril y tenía temor a la operación, quizá debido a eso le ocultara sus ganas de tener una criatura que anduviese haciendo travesuras por la casa; tal vez una nena de rubia melena como la de él, o un nene de negros cabellos y de piel cobriza como ella. Cierta vez, oyéndolo ensalzar el encanto de un chiquilín gordo y rosado, un bitelo, premio de robustez infantil, retratado en un cromo de almanaque, ella se dispuso a enfrentar el difícil tema:

– Si tienes verdaderamente ganas de tener un hijo, yo me arriesgo a la operación. El doctor Jair dijo que es posible que dé resultado. Pero no lo puede garantizar…

Él la escuchó como quien oye algo a lo lejos, medio perdido en sus sueños, y tardó en responder, obligándola a levantar la voz casi con rabia para sacarlo de sus divagaciones:

– Si no da resultado, paciencia… Por lo menos nadie podrá decir que tú querías un hijo y que yo no hice todo lo posible para tenerlo… No me importa el miedo, basta que tú lo digas…

Las últimas palabras le salieron empañadas de lágrimas, masculladas entre sollozos. Pero él nunca pudo soportar su llanto y de inmediato comenzó a acariciar su cara llorosa, diciéndole sonriendo para alegrarla:

– Loca, loquita… ¿Qué manía es ésa de querer que te corten algo en la papaya? Deja en paz tu cachucha, mi bien; que yo no voy a permitir que te anden en la peladita para que de repente se afloje toda o quede torcida por dentro… Quítate de la cabeza esa historia de tener un hijo…

Y como si quisiera hacerle olvidar el asunto, la envolvió en su brazo, llevándola al dormitorio, sin que finalmente le dijera si ansiaba o no el hijo que ella no podía darle, ese hijo tan fácil de hacer en otra cualquiera. De ese modo al poseerla tan intempestivamente, hacía que pasara el momento oportuno para las preguntas y las respuestas, y la presencia de la inexistente criatura que se había alzado entre ellos se desvanecía hasta desaparecer por completo.

En cuanto si a él le gustaban los chicos, ¡ah!, ¡cómo le gustaban!, y el chiquillerío lo prefería a cualquier juguete; gritaban su nombre tan pronto como lo veían, y corrían a su encuentro. En medio de las criaturas Vadinho se sentía su igual, como si tuviera su misma edad; su paciencia con los chicos era infinita. Mirandáo los hizo padrinos, a él y a doña Flor, del menor de sus cuatro hijos, el cual, desde pequeñito, estaba loco por el padrino: apenas lo veía y ya abría su enorme boca de sapo, haciendo señas con las manos, queriendo irse de los brazos de la madre para los de Vadinho. Jugaban los dos durante horas. Vadinho imitaba para él los rugidos de los animales feroces, saltando como un canguro y riéndose feliz. ¿Cómo no iba a desear un hijo quien era tan loco por las criaturas? Pero jamás lo confesó, quizá para no obligar al incierto sacrificio de la intervención quirúrgica.

Doña Flor, en su lecho de viuda, siente la incómoda picazón del remordimiento. En último término podía haber intentado la operación, a pesar del visible pesimismo de los dos médicos. ¿Se habría dejado influir, acaso, por la opinión de doña Gisa, compartida por otros vecinos y hasta por los tíos? Doña Gisa, muy culta ella, le exponía sus teorías sobre la herencia – ¿para consolarla?- cuando ella se acusaba de estéril e inútil. La misma tía Lita, tan bondadosa, siempre llena de disculpas para las andanzas de Vadinho, le había dicho más de una vez:

– Hay males que son para bien, hija mía. ¿Y si tú echases al mundo un niño que fuese tan mala cabeza como Vadinho? ¿Lo pensaste? Dios sabe lo que hace…

Thales Porto apoyaba a su esposa:

– Así es. Lita tiene razón. Para vivir feliz no es preciso tener hijos. Míranos a nosotros… No tuvimos ninguno…

Y realmente eran felices, dedicándose el uno al otro; Porto con sus cuadros domingueros, doña Lita con las flores de su jardín y con un gato zaparrastroso, viejo y gordo, ronroneante, mimoso como un hijo único.

Los consejos de tanta gente dedicada a consolarla no hacían sino afirmar el miedo de doña Flor; el miedo y – ¿por qué no decirlo?- su egoísmo. Acostada en la cama de hierro, entre la agria voz de doña Rozilda y la dulce música de la serenata, la viuda se daba cuenta de que en verdad hubo algo más que el miedo a la operación. Si el deseo de tener un hijo hubiera sido en ella tan fuerte como en Vadinho, habría tenido, con seguridad, el coraje necesario para enfrentar al médico y al hospital. Pero ella había vivido sin ansiar un hijo, una criatura que llena se la casa de bullicio y de risa. Había vivido dedicada a Vadinho; sí, era su criatura; era a él a quien quería en la casa, marido e hijo, «su niño grande».

En la puerta de calle, doña Norma afirmaba, sentenciosa y cordial:

– Necesita olvidar, eso es lo que necesita. Y es tan joven todavía… Aún puede rehacer su vida…

– Se casó con ese miserable porque quiso… – se oía decir a doña Rozilda.

– Sí, Vadinho era un inservible, ése es otro motivo para no hablar de él. ¿Por qué no dejar en paz al muerto? Lo que debemos hacer es procurar distraer a la pobre, no dejarle tiempo para recordar; está la Escuela, pero no basta, ella necesita salir, divertirse, olvidar…

Sobre los rezongos de doña Rozilda flotaba la bondad de doña Norma:

– Si por lo menos hubiese tenido un hijo.

La frase llegaba hasta los oídos de doña Flor… «Si por lo menos hubiese tenido un hijo…» Sí, sería mucho más fácil… No estaría tan sola, tan vacía, tan sin razones para vivir. En la calle, en los alrededores, durante la misa, en la bendición, en el mercado, en la feria: bajo la batuta de doña Rozilda, entre las amigas y las conocidas se elevaba el coro de maldiciones a la memoria de Vadinho, un no- hay- palabras- para- decirlo de tan malvado. Doña Flor cierra los oídos para no escuchar más que la antigua serenata. En la cama de hierro, a solas con la ausencia del marido, ¡una ausencia para siempre! Y sin un hijo que le sirviera de consuelo.

En medio de todo lo que había sucedido durante aquellos siete años, nada la había asustado tanto como la noticia de que era hijo de Vadinho el niño dado a luz por Dionisia, una mulata que vivía en las proximidades del Terreiro. Siempre temió que le trajesen la noticia de que él había tenido un hijo con otra; con otra que podía quitárselo. Cuando llegaba a su conocimiento algún lío de Vadinho, un enamoramiento con aspecto de unión duradera, una aventura que significaba algo más que las noches pasadas en los burdeles, su corazón se encogía con el temor de que hubiera embarazo, de que naciera una criatura con los brazos extendidos hacia Vadinho.

No temía a las otras mujeres, sólo tenía celos: «No es más que un juego para pasar el tiempo», como él decía, no para disculparse, sino para que doña Flor comprendiese y no tuviera miedo. Pero ¿y si surgiese un niño? Contra un hijo sería imposible luchar, imposible cualquier esperanza. Quedó como enloquecida, sin saber qué hacer, perdida, cuando doña Dinorá – siempre era doña Dinorá, ¿cómo conseguía estar tan informada?- le comunicó, entre rodeos y lamentaciones, el nombre de la fulana, así como los detalles del caso, algunos de ellos incluso íntimos y picantes. Temblaba de terror pensando en una criatura, en un niño, en ese hijo que ella no le había dado porque no podía, y también, ¡ah!, también porque no quiso.

Es de imaginar su agitación y el golpe que recibió cuando doña Dinorá vino a contarle «la última» de Vadinho. Según la intrigante, había tenido un hijo con una tal Dionisia, una mulata con fama de gran belleza, que algunas veces posaba como modelo (había posado para un «mezclatintas» modernista, llamado Carybé, el cual, desdeñando intencionalmente a la sociedad, la había retratado vestida de reina). Otras veces era tesoro y adorno del democrático y frecuentado burdel de Luciana Paca, en la zona de más movimiento.

Doña Dinorá venía con el cuento por pura bondad, no por espíritu de intriga o de chismorreo, ella no era de ésas. Cumplía con pesar su obligación de amiga, para que la pobrecita doña Flor, tan buena y a la que tanto estimaba, no siguiera ignorándolo todo mientras los demás se reían de ella a sus espaldas…

– Fue a tener un hijo, tan luego con una perdida…

Decía «perdida» para no emplear un sustantivo más fuerte. Porque doña Dinorá era la delicadeza en persona y la horrorizaba lastimar a alguien, herir a cualquiera, incluso a una mujer de la vida, a una sinvergüenza, embarazada por un hombre casado, echando barriga con el marido de otra. «No soy de ésas que adoran los chismes, soy incapaz de hacer mal a nadie», afirmaba doña Dinorá, y no faltaba quien le creyera.

En su cama de viuda, ya enmudecidos en el recuerdo los últimos acordes de la serenata, ya perdidas la voz de los cantores y la rosa negra, doña Flor se estremece al recordar aquellos días de tanto susto y de tan penosa decisión. ¿De qué no era capaz ella para no perder a Vadinho, para conservarlo al lado suyo, para tenerlo consigo aun siendo así, jugador y mujeriego, haciendo un hijo por ahí, en la calle, con una pupila del burdel? De lo que era capaz, lo demostró entonces.

16

Cuando las dos mujeres salieron de la elegante misa de once en la iglesia de Sao Francisco, en un claro domingo de junio, una mañana luminosa y fresca, y, con paso decidido, cruzaron el Terreiro de Jesús en dirección al laberinto de las estrechas calles antiguas del Pelourinho, los chicos cantaron una samba marcando el ritmo con unas latas de dulce de guayaba vacías:

¡Eh, mujer de la cesta grande!

¡Eh, la de la cesta grande!

– ¡Buena cesta!

Doña Norma, volviéndose a su compañera refunfuñó:

– Esos mocosos, ¿por qué no se meten con el trasero de su madre?..

Quizá no pasase de simple coincidencia, quizá los mocosos no se hubieran inspirado en las abundancias de ella; pero aun así, doña Norma, por las dudas, lanzó una mirada terrible en dirección a los atrevidos. Mirada que se dulcificó de inmediato al descubrir un chiquito de unos tres años, harapiento, el rostro inmundo de légañas y mocos, que bailaba en medio de la ronda:

– Mira qué encanto, Flor, qué cosa más linda aquel diablito que está danzando…

Doña Flor contempló la pandilla de criaturas andrajosas. Muchas otras estaban diseminadas por la plaza, llena de vida intensa y popular, mezcladas con los fotógrafos halagadores, intentando robar frutas en los cestos de naranjas, limas, mandarinas, umbus y sapotes. Aplaudían a un charlatán que vendía productos farmacéuticos milagrosos, con una cobra arrollada al cuello a modo de repelente corbata. Pedían limosna a las puertas de las cinco iglesias del Largo, casi asaltando a los fieles adinerados. Intercambiaban obscenidades con las somnolientas rameras, en general muy jóvenes, que rondaban por el jardín a la expectativa de un apurado cliente matinal. Era una multitud de chicos desharrapados e impertinentes, hijos de las mujeres de «la zona», sin padre y sin hogar. Vivían en el abandono, sueltos por las callejuelas y no tardarían en ser unos reos y conocer las dependencias policiales.

Doña Flor se estremeció. Llegó hasta allí para llevarse una de aquellas criaturas, una recién nacida, y de ese modo tener una garantía contra la criatura y contra su madre. Pero al ver a los chicos sueltos en la Praca do Terreiro, su corazón se llenó de piedad, de un sentimiento noble y puro; en aquel momento, si pudiera, los adoptaría a todos ellos y no sólo al hijo de Vadinho. Por lo demás, el hijo de Vadinho no la necesitaba a ella para salvarse de esa vida. Él no lo abandonaría nunca, no estaba en su carácter dejar una criatura en el desamparo, sobre todo tratándose de un vástago suyo, nacido de su sangre. En vez de negar su paternidad, él la proclamaría, ostentándola, encantado y orgulloso.

Ella lo supo siempre con certeza – un saber sin dudas- , a pesar de los silencios y de las reticencias del marido para él un hijo sería el más grande de los acontecimientos, la verdadera lotería, la apuesta incomparable, el estallido de la banca. Por eso se había afligido tanto con la noticia que le diera doña Dinorá. Era el peligro mayor, la temida amenaza. En último término, Vadinho le pertenecía tan poco, dominado como estaba por el juego y la bohemia… ¿Quedaría algo para ella si un hijo se alzara entre los dos, llamándolo desde una callejuela escondida, desde una esquina, desde la cama de una perdida? ¡Ese hijo que ella no le había dado!

Cuando recibió la noticia quedó desesperada, sumida en un dolor tan grande que la misma doña Norma perdió la cabeza. Ella, que generalmente era tan ejecutiva, y encontraba siempre solución a los innumerables problemas que le planteaban a cada instante, en este caso tampoco atinaba con alguna salida o solución, tan confusa y apenada estaba.

– ¿Y si le dijeras a él que estás embarazada?

No se le había ocurrido nada mejor que esa débil mentira.

– ¿De qué serviría? Cuando descubra que no, será peor…

Fue doña Gisa quien encontró el modo de descifrar la charada, con un recurso no sólo honroso, sino además práctico, mediante una proposición capaz de resolver todo eso y mucho más…, ¿quién sabe? La gringa era un fenómeno para esas cuestiones de psicología y otras metafísicas; hasta el profesor Epaminondas Souza Pinto se quitaba ante ella el sombrero – «es una mujer muy erudita», decía- . Y el profesor Epaminondas Souza Pinto no era un cualquiera, jamás se había equivocado en la colocación de un pronombre y redactaba (gratuitamente) la sección de consejos gramaticales en el semanario de Paulo Nacife, de poca circulación, pero próspero en avisos. Cuando informaron a doña Gisa de lo acontecido – doña Flor llena de angustia, doña Norma desorientada- , ella vio la solución de inmediato y dio instrucciones a las amigas en su enrevesado portugués. Si Vadinho deseaba tanto un hijo, al punto de ir a tenerlo en la calle, con una perdida, porque doña Flor era estéril y no podía concebir, y si ese hijo se lo había dado otra, esto podía impulsar a Vadinho a irse para siempre… Entonces sólo cabía un recurso para que doña Flor conservara el marido y el hogar: traer a la casa al hijo bastardo de Vadinho y convertirse en madre suya, criándolo como si lo hubiese dado a luz. ¿Y por qué no? ¿Por qué gritaba así doña Flor, maldiciendo igual que una norteamericana millonaria – doña Gisa hizo esa comparación asombrada por la reacción de la vecina- , jurando que eso jamás, jamás el hijo de la otra, de la perra, de la puta sin vergüenza? ¿Por qué tanto escándalo si una de las cosas más admirables del Brasil era, según la opinión de la gringa, la capacidad de comprender y convivir? Es tan comente que las mujeres casadas críen los hijos espurios de los maridos… Ella misma conocía algunos casos, tanto entre gente pobre como entre gente rica. Allí cerca, en esa misma calle, ¿no criaba doña Abigail a la hija que había tenido el esposo con una tipa, y no lo hacía con el mismo tierno amor reservado a los cuatro hijos de su vientre? Una maravilla… ¡Y qué maravilla! Era por esas cosas por lo que a doña Gisa le gustaba el Brasil y por lo que se había naturalizado brasileña. ¿Qué culpa tenía el chico, qué pecado había cometido? ¿Por qué dejar a la pobre criatura, sangre de su marido, expuesta a una vida de privaciones, mal alimentada, creciendo entre el hambre y el vicio, como una rata en los vaciaderos del Pelourinho, sin derecho a la educación, y a los bienes de la vida? Y además, ¿no temía doña Flor, y con razón, que Vadinho quedase prendido a la madre de la criatura para estar junto a su hijo? Si ella, doña Flor, lo fuese a buscar y lo trajera para criarlo como hijo suyo, ¿qué prueba de amor más convincente? Aquella criatura, nacida de otra mujer, sería el eslabón que uniría para siempre a Vadinho y Flor, sin que hubiera motivos para más recelos y peligros.

Y quién sabe, quién sabe, querida mía, con ese hijo en casa, desarrollándose y educándose fuerte y sano, con el cariño de doña Flor, y siendo para Vadinho una alegría permanente, pero también una permanente responsabilidad, ¿quién sabe si el malandra no cambiaría su género de vida, dejando a un lado el juego y la farra, adquiriendo seriedad y vergüenza? Es muy posible, sobraban los ejemplos.

Sobraban, sí, confirmó doña Norma con entusiasmo; «hay que ver lo que sabe esta maldita gringa». Y doña Norma citó, en el acto, nombres y direcciones. «¿Quién hubo más enviciado con el juego y la cachaca que el doctor Cicero Araujo, uno de Santo Amaráo da Purificáo? Hacía pasar las de Caín a la pobre esposa, doña Chiquita, hasta que un buen día se quedó embarazada, y, ni bien nació el niño, el doctor Cicero cambió de vida y se convirtió en el ciudadano más ejemplar. Y don Manuel Lima, loco por una prostituta… Bien…, ése, verdaderamente, no necesitó tener un hijo, se transformó al casarse y no hubo marido más correcto…»

Doña Gisa había encontrado la solución de la charada: ese hijo, en el que doña Flor veía una amenaza tan peligrosa para la estabilidad de su hogar, podría transformarse, como en un pase mágico, en su seguridad, en la garantía de su amor, y, de rechazo, incluso era capaz de regenerar a Vadinho. Por lo demás – pensaba doña Gisa- , sería una lástima: una vez regenerado, Vadinho iba a dejar de ser interesante, perdería su indefinible misterio, su gracia licenciosa.

Los ojos de doña Flor se abrieron de par en par. Había entendido. Su cara se iluminó de alegría, echándose en brazos de la amiga con agradecimiento. Las dos juntas trazaron planes meticulosos y detallados. No era fácil, muy al contrario. Si no fuese por el apoyo de doña Norma, quizá doña Flor no hubiera reunido las fuerzas suficientes para dirigirse a la zona de las mujeres perdidas, a las calles de la «sórdida prostitución» que tanto atemorizaban cuando se hablaba de ellas en las crónicas policiales de los diarios. Ella sola no hubiera podido resolverse, de pronto, enloquecida, a intentar el plan: ir en busca de la tal Dionisia, exigirle el hijo recién nacido, tomarlo y llevárselo para siempre, mediante escritura pública, en acta notarial, con firmas reconocidas y testigos valederos. Doña Norma, solícita y fraternal, se aprestó a acompañarla y le dio ánimos. Debe decirse que también lo hacía por curiosidad; hacía mucho que deseaba tener la oportunidad de conocer las calles de la prostitución, las moradas de las rameras, su vida sórdida. Nunca había encontrado antes un pretexto válido para la prohibida excursión.

¿Cómo dejar que la pobre Flor se aventurase sólita por esos amenazantes laberintos?, le preguntó a don Sampaio, cuando el marido, asombrado por la idea, intentó disuadirla.

– Yo no soy una chiquilina loca. Soy una mujer mayor y de respeto, nadie se va a atrever a molestarme.

Y le comunicó a don Sampaio, vencido al fin, ya incapaz de resistir el ímpetu vital de la esposa, los proyectos aprobados:

– Vamos a ir el domingo por la mañana. Yo voy como si fuera a visitar a mi ahijado, el nieto de Joáo Alves. Después le pido a Joáo que nos acompañe a la casa de la fulana y Joáo, ya sabes, es maestro de capoeira…

Y así lo hicieron. El domingo oyeron misa en la iglesia de Sao Francisco (doña Flor llevaba una vela adornada con flores, en ofrenda para que todo saliera bien), y después cruzaron el Terreiro y fueron a encontrarse con el negro Joáo Alves en su puesto de limpiabotas, en el paseo de la Facultad de Medicina. Estaba rodeado de chicos, y todos, tanto el negrito de pelo encrespado como los mulatos de diverso tono, más oscuros o más claros, así como el rubio de cabellos de trigo, todos lo trataban de abuelo. Todos eran nietos suyos, tanto estos chicos como los otros, sueltos por el dédalo de calles que hay entre el Terreiro de Jesús y la Baixa dos Sapateiros. El negro Joáo Alves no tenía hijos, ni los había tenido con su mujer ni con las otras, pero siempre encontraba madrinas para estos nietos que le habían salido, así como comida, ropas usadas y hasta cartillas con el abecedario. Vivía cerca de allí, en un sótano, con sus rezongos, sus mandingas, su aparente agresividad, sus palabrotas y algunos de los nietos. El sótano tenía salida hacia un valle verdeante, y el negro Joáo Alves abarcaba desde su cueva los colores y la luz de Bahía.

– ¡Caramba!… ¡Miren quién viene…! Felices los ojos que la ven, mi comadre doña Norma… ¿Y cómo está su don Sampaio? Dígale que voy a aparecer por la tienda un día de éstos a buscar unos zapatos para los chicos…

Los chiquilines rodearon a las dos amigas. Doña Norma iba preparada, y en su mano apareció un paquete de caramelos. Joáo Alves dio un silbido, y algunos chicos llegaron corriendo, entre ellos un mocoso de unos cuatro o cinco años. El negro le acarició la cabeza:

– Pide la bendición a tu madrina, cosita- mala…

Doña Norma le dio la bendición y un níquel de diez centavos, mientras el negro preguntaba qué buenos vientos habían traído a su comadre hasta el lugar.

– Compadre, he venido a pedirle un favor, algo muy delicado.

– Cosa delicada no es para mis manos, soy bastante tosco, como usted sabe…

– Quise decir una cosa muy reservada, para mantener en secreto.

– Eso sí, pues no soy ningún charlatán ni un chismoso. Puede soltar la lengua, comadre…

– ¿No conoce mi compadre a una tal Dionisia, de por aquí? No estoy segura, pero oí decir que vive por los alrededores.

– ¿Y usted tiene algún asunto con ella?

– Yo misma no, compadre. Es esta amiga mía quien tiene algo que resolver con ella…

Joáo Alves miró a doña Flor de arriba abajo:

– ¿Tiene que resolver un asunto con Dionisia de Oxóssi?

– Quizá sea esa misma… Oí decir que es guapota… Joáo Alves se rascó la pelambre.

– ¿Guapota? Discúlpeme, comadre, pero eso es quedarse corto. Guapota puede serlo cualquier blanca, pero mulatas de la calidad de Dionisia hay pocas en el mundo, pienso que ni media docena, y eso escarbando mucho.

– Una que tuvo un hijo recientemente…

– Entonces es la misma. Acaba de tener uno, y todavía no volvió a trabajar…

Doña Flor abrió la boca por primera vez, preguntando:

– ¿De qué se ocupa? De nuevo Joáo Alves la midió con la mirada y respondió con cierto desprecio ante ignorancia tan grande.

– Pues en su oficio de meretriz, que es su profesión, joven señora.

Doña Norma volvió a tomar el hilo de la conversación:

– ¿Y usted la conoce, compadre, sabe dónde vive?

– Pues ¿cómo no habría de conocerla, comadre? Vive aquí cerca, en Maciel.

– Si mi compadre puede, llévenos a verla, que mi amiga quiere conversar con ella, resolver una cuestión…

Joáo Alves estudió una vez más, largamente, a doña Flor, rascándose de nuevo la cabeza, como si encontrase todo aquello muy sospechoso, poco claro:

– ¿Por qué no va ella sola, comadre? Yo le muestro la casa…

– Compadre, sea caballero. ¿Va a dejar que dos señoras vayan solas por esas calles? Si pasa un sinvergüenza y se mete con una…

Nadie invocaba en vano la caballerosidad de Joáo Alves:

– Pues voy con ustedes, pero les garantizo que nadie se iba a propasar. Aquí todo el mundo es respetuoso…

Y se levantó, dejando el banquito de lustrar al cuidado de los nietos. Era un negro alto y fornido, que pasaba de los cincuenta, y cuyas guedejas comenzaban a blanquear; llevaba al cuello un collar de orixá, con las cuentas rojas y blancas de Xangó, y sólo los ojos estriados denunciaban su intimidad con la cachaca . Al ponerse de pie, preguntó:

– Comadre, dígame, ¿cuál es el asunto que la mocita ésta – dijo mocita con ironía- quiere tratar con Dió?

– Nada que sea malo para ella, compadre…

– Es que si fuese con malicia, con todo el respeto que le debo a usted, no iba con ella, comadre… Ni tampoco serviría de mucho, pues el santo de Dionisia es poderoso – y tocó el suelo con la punta de los dedos, en reverencia al orixá- . ¡Oké Aró Oxóssi! No hay despacho ni ebó que pueda hacerle daño, el hechizo se vuelve contra quien lo manda hacer…

– ¿Cuándo me va a llevar a una macumba, compadre? Tengo unas ganas locas de asistir a un candomblé… – era una vieja curiosidad de doña Norma.

Así, platicando sobre encantamientos y terreiros- de- santo, penetraron en la zona de las prostitutas. Como era un domingo por la mañana y la farra del sábado había durado hasta la madrugada, casi no había movimiento en las calles. Sólo se veía alguna que otra mujer, sentada a la puerta o de bruces sobre la ventana, más para ver el claro día que para tratar con los hombres. Había tal silencio y sosiego que bien podía hablarse de paz dominical. Doña Norma se sentía frustrada, hubiese querido que fuese hora de faena, pues en esa somnolienta mañana no se observaba ninguna diferencia con un barrio de familias. Además, la casa de Dionisia estaba nada más comenzar el Maciel, apenas si habían traspasado los límites de la zona.

Subieron a oscuras por las escaleras de flojos peldaños. Un enorme ratón pasó junto a ellas, de correría. En cada piso se oían confusamente palabras y frases. Alguien cantaba una triste modinha, con débil voz. Cuando llegaron al rellano del tercer piso, les llegó el aroma de espliego quemado en sahumadores de barro, que anunciaba la existencia de una nueva criatura. Finalmente desembocaron en un pasillo al fondo del cual estaba la puerta de la prostituta. Joáo Alves golpeó con los nudillos.

– ¿Quién es? – preguntó una voz cálida y perezosa.

– En paz, Dió… Soy yo, Joáo Alves, y conmigo dos señoras que quieren hablar contigo. Conozco a una, es mi comadre doña Norma, mujer de bien, de mi estimación…

– Pues vayan entrando y disculpen el orden, todavía no tuve tiempo de arreglar el cuarto…

Entraron, siguiendo al negro. En la pieza angosta había una cama de matrimonio, un armario cojo, un lavatorio de hierro con palangana enlozada y un orinal al pie de la cama, todo muy limpio. En la pared veíase un espejo roto y una estampa de Nuestro Señor del Bonfim, de la que pendían cintas bendecidas. Una ventana se abría a los fondos de la casa y por ella entraba la claridad y la triste modinha.

Reclinada en la cabecera, semicubierta por una sábana, vestida con una bata de encaje, cuyo escote dejaba ver sus pechos colmados, la mulata Dionisia de Oxóssi sonreía cordialmente a las inesperadas visitas. En la comba del brazo, al calor de su seno, el hijo dormido. Era una criatura grandota, de un moreno subido. Debajo de una silla, un sahumador quemaba espliego, perfumando la ropita del recién nacido puesta sobre la paja del asiento. Más allá de la silla, dos latas de querosene, cubiertas con papel de seda, hacían la vez de taburetes. En un ángulo de la pared del fondo, el peji con las armas de Oxóssi, el arco y la flecha, el erukeré, una estampa de San Jorge matando el dragón, una piedra verde, probablemente fetiche, de Yemanjá, y un collar de cuentas azul turquesa.

– Don Joáo – pidió la mulata con su voz cadenciosa- , haga el favor, saque esa ropita de la silla y póngala en el ropero; es para mudar al nene después del baño. Y alcáncele la silla a esa joven – dijo señalando a doña Norma; luego, volviéndose a doña Flor, le dijo sonriendo- : Usted es más joven, disculpe, tendrá que sentarse en el cajón.

Reclinada en la cama, presidía los arreglos que se hacían en el cuarto, los movimientos del lustrabotas al trasladar la silla y las latas, tranquila y sonriente, sin preguntar siquiera por la causa de aquella inesperada visita. Quien la viera así, tan serena, comprendería por qué Carybé la retrató vestida de reina, en un trono de afoxé.

Doña Norma, adelantándose al negro, tomó la camisita y el pañal y puso todo en el ropero, al mismo tiempo que hacía un balance completo de los vestidos, las blusas, los zapatos y las sandalias de la mulata.

– Arrime una lata para usted también, don Joáo, y tome asiento.

– Yo me quedo de pie, Dió, así estoy bien.

– Lo mejor para hablar es hacerlo con calma y sentados, don Joáo, que estar de pie y con prisa no ayuda a entenderse.

El negro, sin embargo, prefirió recostarse en la ventana, vuelto hacia la mañana, cada vez más luminosa. Un fragmento de canción penetraba cuarto adentro, yendo a morir quejumbrosamente en la cama de Dionisia.

En las cadenas de tu amor,

esclavizada siervo,

mi señor.

Una vez sentadas doña Norma y doña Flor se hizo un momento de silencio, pero en seguida Dionisia lo cubrió con su voz cálida, volviéndose hacia la luz de aquel día tan hermoso, y lamentando no haber podido salir todavía a la calle:

– No me hallo en casa cuando la lluvia lava la cara del día y éste reluce como brote nuevo, juguetón…

A doña Norma le ocurría otro tanto, así que las dos continuaron hablando del sol y de la lluvia y del lunar en Itapoá o en Cabula, hasta que sin saber cómo desembocaron en Recife, donde vivía una hermana de doña Norma casada con un ingeniero pernambucano, y donde Dió residiera por unos meses antes:

– Me quedé más de siete meses. Llegué allí siguiendo a un polizón que me hizo perder la cabeza, un loco. Pero se fue por ahí…

¿Adonde no hubieran llegado las dos, a qué lejanos puertos, en ese diálogo intrascendente, sin motivo – hablar por el placer de hablar- , si doña Flor, al oír el carillón de una iglesia del Terreiro que anunciaba la hora del mediodía, no se alarmase e interrumpiese la amable plática?

– Normita, vamos a demorarnos mucho…

– Por mí no, a mí no me molesta, es un placer… – dijo Dionisia.

– En otra oportunidad vendremos con más tiempo – prometió doña Norma- . Hoy venimos con un propósito…

– Ustedes dirán…

– Esta amiga mía, doña Flor, no tiene hijos ni puede tenerlos. Está conformada así, en fin…

– ¡Ah, sí! Tiene los ovarios dados vuelta. ¿No?

– Más o menos…

– Pero puede arreglarse… Marildes, una conocida mía, los arregló.

– Pero Flor no tiene remedio, ya se lo dijo el médico.

– ¿El médico? – dijo, divertida, echando una carcajada- . Los médicos sólo saben decir palabras bonitas y escribir con mala caligrafía. Si la señora es joven debe ir a ver a Paizinho, él arregla eso en un dos por tres. ¿No le parece, don Joáo?

Joáo Alves asintió:

– ¿Paizinho? Él le hace unos pases en la barriga y usted comienza a tener hijos sin parar.

Doña Norma resolvió cambiar el tema, dejar al hechicero con toda su fama y su reputación de babalaó. Sus ojos no se apartaban de la criatura dormida. ¿No sería mejor poner antes en limpio el asunto, saber si era realmente hijo de Vadinho?

Desde luego, no parecía tan negrito. Pero doña Flor precipitó la conversación, alzando la voz con la obstinada decisión de los tímidos:

– Vine aquí para hablar de un asunto serio, para hacerle una proposición y ver si llegamos a un acuerdo…

– Pues hable, joven señora, que por mi parte haré lo que pueda por satisfacerla.

– El niño… – dijo doña Flor, y se quedó sin saber cómo proseguir.

Doña Norma retomó la palabra:

– Usted tuvo un niño hace unos días, no?

Dionisia miró al chico y sonrió, confirmando alegremente.

– Mi amiga vino aquí para hablar con usted… ¿Sabe? Ella hizo una promesa cuando estuvo a la muerte: su primer hijo sería cura si el Señor del Bonfim le devolvía la salud. – Doña Norma se demoraba, pues esa historia, tramada en la víspera, nunca la había convencido totalmente- . Y bien, Dios la oyó y ella se curó, algo milagroso.

La mulata la escuchaba, curiosa por descubrir el eslabón que unía la enfermedad de la joven y el milagro del Señor del Bonfim con su chico. Doña Norma se apresuró a cumplir la misión, la tan incómoda tarea:

– Pero no habiendo tenido el hijo, ¿qué hacer para cumplir la promesa? Únicamente adoptando una criatura, criándola como a un hijo propio para mandarlo después al seminario a estudiar… Le hablaron de su niño y lo eligió…

Dionisia sonrió dulcemente, ¿no era eso un elogio a su niño? Doña Norma interpretó la sonrisa como una aprobación y aclaró:

– Ella quiere adoptar al chico, pero adoptarlo de verdad, con documentos, todo legal y para siempre. Para llevarlo y criarlo como a un hijo.

Dionisia se quedó inmóvil, en silencio, los ojos entrecerrados. ¿Habría entendido bien las palabras de doña Norma o sólo estaba escuchando la canción lejana?

Quisiera

en tus brazos morir,

antes morir

que seguir viviendo así…

«Antes morir», murmuró para sí, y cuando volvió a abrir los ojos había desaparecido la cordialidad anterior y una nueva atmósfera surgía de su mirar vidrioso, del rictus formado en su boca.

– ¿Y por qué? – preguntó sin alzar la voz- . ¿Por qué escogió a mi hijo? ¿Por qué precisamente el mío?

El suyo debía ser un sufrimiento implacable, inhumano, pensó doña Norma. ¿Qué madre desea separarse de su hijo? Incluso siendo pobre, sin recursos, viviendo en la miseria, aun así, es como desgarrarse el corazón.

– Alguien habló de su nene, dijo que era fuerte y sano… y que usted no tenía medios para educarlo…

Si no fuese por el bien de la criatura – explicaba- , si no se tratase del hijo de Vadinho, con todas las implicaciones que eso entrañaba, doña Norma no estaría allí, haciendo de intermediaria para semejante proposición, arrancándose de la garganta las palabras. Pero ¿sería verdaderamente hijo de Vadinho? Esta Dionisia era una mujer de vientre sucio. El niño había salido todavía más oscuro que ella. ¿Dónde estaban los cabellos rubios de Vadinho? Doña Norma hizo un nuevo esfuerzo, sin embargo, pues para el niño eso era lo mejor, ya que tendría el futuro asegurado:

– El Terreiro está repleto de criaturas que andan por ahí, por las calles, y mi compadre Joáo Alves está lleno de nietos inventados, yo misma soy madrina de uno. Todos pasan hambre, todos viven en la inmundicia, pidiendo limosna, incluso robando… Mi amiga no es ninguna millonaria, pero tiene de qué vivir y puede darle al pobrecito otra situación, otra vida. No va a pasar hambre ni terminar en la cárcel, va a estudiar para padre y celebrar misa…

Como si oyera y entendiese el sermón de doña Norma, la criatura se despertó lloriqueando. Dionisia abrió la bata, dejó libre el pecho y, acomodando al niño, le dio de mamar. Escuchaba a la visita en silencio, como si estuviera pesando cada uno de sus argumentos. Doña Norma seguía pintándole el cuadro del futuro que tendría su hijo, rodeado de bienestar y de cariño, sin faltarle nada. Es cierto que para la madre sería un sacrificio, pero sólo una mujer egoísta condenaría el hijo al hambre, a un vida miserable, cuando una persona bondadosa estaba dispuesta… Doña Flor era buenísima, imposible encontrar un ser mejor…

Dionisia ajustó el seno en la boca del niño, ya casi saciado. Para dar la respuesta se volvió hacia la ventana en donde había permanecido el negro Joáo Alves, y se dirigió a él como si las dos mujeres no merecieran atención:

– ¿Ve usted, Joáo, cómo tratan a los pobres? Ésa que está ahí – dijo apuntando con el labio a doña Flor- no es mujer capaz de parir un hijo y como quiere cumplir una promesa averiguó dónde había nacido alguno últimamente. Supo que Dionisia de Oxóssi, ramera con mucha salud y más pobreza, había tenido uno, y sin más le dijo a la amiga: vamos allá a buscarlo… Ella hasta lo va a agradecer, la apestosa…

Doña Norma intentó interrumpirla:

– No sea injusta… No…

La perezosa voz de la mulata (impertérrita, amargada, entre olas de frío y de calor) prosiguió:

– Pero ni siquiera tuvo coraje para hablar ella misma; le pidió aquí a la señora, su comadre, que hiciera el pedido, que sirviera de abogada. «Vamos allá a buscar el hijo de Dió, que es un bítelo de grande y de bonito, y va a ser un sacerdote de categoría. La madre se está muriendo de hambre y lo da para toda la vida, con papeles firmados; y hasta se queda contenta por librarse del bulto. Y si no lo quiere dar, es porque no vale para nada, porque es una basura que sólo sirve para meretriz.» Esto es lo que dijo, señor Joáo, ya lo oyó usted. Ella piensa que una, como es pobre, no tiene sentimientos; piensa que una, como es ramera y vive haciendo esa vida atroz, perdió hasta el derecho de criar a sus hijos…

Doña Norma intentó de nuevo explicar:

– No diga eso…

El niño terminó de mamar, echando eructos de hartazgo, y Dionisia se puso de pie con el hijo en brazos. Erguida, con su belleza y su furia, una reina en toda su majestad. Mientras hablaba se movía, atendiendo a la criatura, lavándola en la palangana enlozada, cambiándole el pañal, poniéndole talco y vistiéndole con la camisita perfumada de espliego.

– Pero se equivocaron de dirección, soy una mujer para criar a mi hijo y hacer de él un hombre de respeto, y no necesito la limosna de nadie. Puede que no llegue a ser un padre con sotana, incluso puede que se convierta en ladrón. Todo puede suceder. Pero quien lo va a criar soy yo y como a mí me parezca. Va a ser el macho de «la zona». Nadie se va a burlar de él, y no se lo voy a dar a una ricacha que no quiso tomarse el trabajo de parirlo…

Se rió, mirando a la criatura y diciéndole suavemente:

– Sin olvidar que usted tiene padre para cuidarlo… Fue entonces cuando doña Flor explotó, casi gritando, inesperada y resuelta, con la fuerza de la desesperación:

– Sólo que su padre es mi marido… Yo no quiero a su hijo, quiero al hijo de mi marido… Usted no tenía derecho a tener un hijo de él, se metió con él porque quiso. Sólo yo tengo derecho a tener un hijo suyo.

Dionisia vaciló, como si hubiera recibido una bofetada en la cara:

– ¿Quiere decir que usted está casada con él…? ¿Verdaderamente casada?

Habiendo explotado y sintiendo aliviado su corazón lleno de congoja, doña Flor volvió a su timidez, diciendo en voz baja y sin esperanza:

– Casada hace tres años… Disculpe, fue sólo por eso por lo que pensé en criar al chico como si fuera hijo mío, ya que no le puedo dar un hijo…, pero ahora he visto que la señora tiene razón, quien debe criar al hijo es la señora, que es su madre… Además, ¿de qué serviría? Vine porque quiero demasiado a mi marido y tuve miedo que se fuera para siempre tras el hijo. Por eso vine. El resto es todo mentira. Pero después de verla a usted pienso que con hijo o sin hijo, él no va nunca a dejar a la señora…

– No soy ninguna señora, soy una mujer de la vida nada más. Pero le juro por la salud de mi hijo que no sabía que él era casado. Si lo supiera no iba a tener un hijo de él, ni a pensar en arrimarme a él, en dejar la vida para poner casa y vivir con él como marido y mujer…

Acabó de vestir al niño. Doña Norma recogió la toalla y la atmósfera se hizo menos tensa. Doña Flor murmuró:

– Le juro que Vadinho es mi marido, todo el mundo lo sabe…

– Nunca me dijo nada… – Dió recibió la camisita de manos de doña Norma y puso la criatura en la cama para vestirla- . ¿Por qué él no me lo dijo? ¿Por qué me engañó así? – dijo pensativa. De su rostro había desaparecido la rabia y se dirigió a doña Flor con suma cortesía, casi con respeto- . Todo el mundo sabe del casamiento, me dice la señora… Puede ser… ¿Pero cómo no me lo dijo nadie nunca? Y yo conozco a toda su gente, a toda, hasta la madre…

– ¿A la madre de Vadinho? La madre de él está muerta…

– Conozco a la madre, sí, y a la abuela… Conozco al hermano, Roque, uno que es carpintero de profesión…

– Entonces no es mi Vadinho… – y doña Flor se echó a reír, loca de alegría- . ¡Oh! Qué bobada, qué cosa más absurda y más linda…! Normita, ¡si es otro Vadinho…! Me dan ganas de llorar…

Al mismo tiempo Dionisia de Oxóssi puso al niño sobre la cama y se echó a danzar por la habitación, una danza de iawó en rueda de orixá, arrastrando al negro Joáo Alves con ella hasta el peji, para saludar y agradecer a Oxóssi. ¡Oké, mi padre, aró óké!

– ¡No es mi Vadinho! ¡Mi Vadinho no está casado! ¡La única mujer para él es Dionisia, su mulata Dió…!

De repente se detuvo, mirando a doña Flor. (Doña Norma había tomado la criatura y la mecía en sus brazos):

– No me diga que la señora es la mujer del tocayo…

– ¿Qué tocayo?

– Mi Vadinho y él sólo se tratan de ese modo, de tocayos, pues a los dos les llaman Vadinho. Sólo que el mío es Vadinho en vez de Valdemar, y el otro no sé de qué… Uno que es loco por el… – y no completó la frase.

Fue doña Flor quien la completó:

– … por el juego… Pues es ése mismo. Vadinho en vez de Waldomiro, mi Vadinho…

– Y le fueron a decir a usted que yo tenía un hijo de él… Qué gente más ruin…

Se abrió la puerta y apareció en ella un negro macizo y joven, sonriendo y mostrando unos dientes blancos que le rasgaban la boca y unos ojos domingueros:

– Buen día a todos…

Todavía danzando, la mulata Dionisia de Oxóssi se lanzó hacia él, descansando contra su pecho después de tanto susto, de tanta ira. Extendió los brazos y doña Norma le dio la criatura, que ella puso en manos de su hombre, del padre.

– Éste es mi Vadinho, chófer de camión, padre de mi hijo

– dijo presentándolo a doña Norma y a doña Flor- . Aquélla es la comadre de don Joáo y la otra, ¿a qué no sabes quién es?

– ¿Y cómo lo voy a saber?

– Pues es la mujer del otro Vadinho, de aquél.

– ¿Del tocayo?

– Del mismo…

– Vino aquí creyendo que el chico era hijo de él, del marido de ella; vino a buscarlo, quería criar a nuestro bichito, iba a convertirlo en un padre con sotana… – Soltó una risotada, y concluyó, con voz todavía más perezosa- : ¿Cómo es su nombre? ¿Flor? Pues va a ser mi comadre, va a bautizar a mi hijo… Vino a buscar un hijo… No le puedo dar un hijo porque sólo tengo uno, pero puedo darle un ahijado…

– Mi comadre doña Flor… – dijo el chófer del camión.

Tomando al niño, Dionisia se lo entregó a doña Flor. Una bandada de pájaros en vuelo cruzó el cielo, yendo a posarse en los aleros del arzobispado.

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En los primeros tiempos de su viudez, tiempos de duelo, de luto riguroso, doña Flor andaba siempre de negro, silenciosa, sumida en una especie de divagación entre el sueño y la pesadilla, entre el creciente murmurar de las comadres y los recuerdos de los siete años de casamiento. Las comadres eran diez, eran cien, eran mil, con una solidaridad rumorosa y constante y todas con igual lengua viperina; llegaban siguiendo el rastro de doña Rozilda, rodeándola con una corte de chismes, elevando las voces en un coro de acusaciones contra Vadinho. Doña Rozilda actuaba como solista del coro, seguida de cerca por doña Dinorá.

Doña Flor, encerrada en su pena, en su ansiedad, flotaba en el mundo de sus recuerdos, reviviendo los momentos de alegría y las horas de amargura, queriendo retener la imagen de Vadinho, su sombra todavía expandida por toda la casa, aunque con más densidad en el cuarto de dormir y yogar.

En último término, ¿qué deseaban ellas, las innumerables comadres? ¿Qué querían las vecinas, las conocidas, las alumnas, las amigas; qué quería su madre viniendo desde Nazareth para hacerle compañía en aquel trance; y hasta las personas extrañas, como cierta circunspecta doña Enaide, una conocida de doña Norma?, ¿qué querían? Esa digna señora se había descolgado del Xame- Xame, en donde vivía, como si no tuviera marido, hijos y tareas domésticas, para venir, muy amable, a criticar la mala conducta de Vadinho con el pretexto de dar el pésame. ¿Qué deseaban ellas? ¿Qué pretendían al remover las cicatrizadas heridas, al volver a encender las extinguidas hogueras del sufrimiento? ¿Por qué le decía en tono de confidencia doña Enaide, como solidarizándose con ella, que conocía muy de cerca a aquella fatal Noémia, que ahora era una mujer gorda y casada (el marido escribía en los diarios), pero aún conservaba entre sus papeles un retrato de Vadinho?

Doña Flor vivía entre los buenos y los malos recuerdos: todos la ayudaban a llevar el luto, a atravesar ese tiempo gris de desesperación y ausencia, ese desierto de cenizas. Incluso cuando volvía sobre recuerdos e imágenes tan detestables como el de la ex alumna con su risa zumbona y su cinismo impúdico; incluso al herirse nuevamente con espinas como ésa, al rememorar tales humillaciones sentía una especie de agrio consuelo, como si las imágenes y los recuerdos, las espinas y las humillaciones, todo cuanto había vivido con él, fuera un lenitivo para este sufrimiento, el de ahora, inmenso e irremediable. Porque, finalmente, ¿quién había vencido, quién había salido triunfante de la apuesta, quién se había quedado con él? ¿Por quién se había decidido Vadinho, cuando un día doña Flor, habiendo llegado al último límite, le había dado un ultimátum? O ella, o la otra. Las dos, no: que se fuese con la tipa si quería (la inmunda daba a los cuatro vientos la noticia de su próximo amancebamiento con Vadinho); pero que se fuera cuanto antes, que se decidiese ya… ¿Y qué pasó, cuál fue su decisión? Noémia fue a aprender arte culinaria. Estaba en vísperas de casarse y el novio exigía una esposa con teoría y práctica de condimentos. El tal novio era un snob, un figurín metido a experto en cinematografía y literatura, muy satisfecho de sí mismo, y supuestamente erudito, que citaba autores y eructaba críticas: un joven genio que brillaba al sol de una gloria de puerta de librería. Por creer que era de buen gusto, quiso que Noémia dominase el arte del batapá y del carurú. «Quiero que se proletarice esta burguesa…» A ella le divirtió la idea y se inscribió en la Escuela Sabor y Arte.

Hija de una tradicional familia del Graca, rica y elegante, le parecía estupendo ser novia de un intelectual tan refinado; pero más espléndido todavía le pareció Vadinho con su aire de compadrito y sus ojos soñadores. Cuando la ilustre familia y el talentoso pretendiente se dieron cuenta, lo que estaba aprendiendo Noémia eran desvergüenzadas, y de las grandes, con Vadinho, en el burdel de Amarildes. Se armó un alboroto de todos los diablos, que amenazó con transformarse en un magnífico escándalo. Felizmente, las buenas maneras del novio prevalecieron sobre su momentánea vicisitud. Supo capear la situación con acierto y diplomacia: no era cosa de perder, por meros prejuicios, aquella perra rica, aquel baúl de oro. Sin embargo, no fueron suficientes su buena voluntad y su comprensiva colaboración, pues la fulana no quería dar por terminada la «intrascendente aventura», ya que se consideraba muy bien servida en materia de cama.

Que se fueran al infierno el novio y la familia. Lo que quería Noémia era fugarse con Vadinho, irse con él. Fue Vadinho el que no quiso. Cuando la cosa estalló y la diversión se convirtió en tema de pública maledicencia, y doña Flor, en uno de sus arranques violentos y raros, exigió una decisión inmediata – o ella o la otra- , él restituyó la moza al novio, al esteta, que ahora era todavía más snob y atrayente, pues al talento y a la erudición sumaba los cuernos; un novio macanudo, era difícil encontrar otro así.

«No son más que pavadas para pasar el tiempo», respondió cuando doña Flor, en el colmo de su aflicción, lo enfrentó y exigió que se definiese de una vez por todas. Nunca había pensado él en irse con la tal Noémia, todo había sido pura invención de la descarada, que además de puta era mentirosa y de las grandes.

¿Qué más querían las comadres? Doña Rozilda, doña Dinorá, esa doña Enaide que venía desde su morada en el Xam Xame, y todas las otras, decenas, centenas y millares de comadres en el coro infame de los resentimientos y los libelos, ¿qué más querían? ¿Para qué recordar ese incidente como prueba de la infelicidad conyugal de doña Flor, como prueba de que Vadinho era el peor de los maridos? Al contrario, ésa era la prueba más completa de su amor, de que la prefería a cualquier otra. ¿No tenía la tal Noémia riqueza y elegancia, palacete en Graca, talonario de cheques, cuenta abierta en el banco – y Vadinho había jugado fuerte en el interregno- , automóvil con chófer, clase de gimnasia, rudimentos de francés, y las últimas novedades en perfumes, vestidos y zapatos traídos de Río? ¿Con quién se había quedado él, a quién prefirió cuando se vio obligado a elegir? De nada sirvió el talonario de cheques ni la comodidad del automóvil que lo llevaba y lo traía de un lado a otro, ni los vestidos de Río, los perfumes de París, la exquisitez del lenguaje: «mon cheri, mon petit cocó, merde, quelle merde»; «á lócé de parler», como se dice en el francés de Bahía…

A Vadinho no le importaron ni el virgo destapado ni las súplicas: «Me debes la honra»; ni las amenazas: «Vas a ver, mi padre va a hacer que te castiguen, te va a meter en la cárcel.» Nada lo hizo vacilar siquiera a la hora de elegir. «¿Cómo puedes pensar semejante disparate, que yo te iba a dejar para vivir con esa porquería…» Colgó su jactancia de los cuernos del novio y se fue a la cama con doña Flor. ¡Ah! ¡Qué noche de paz y perdón! «Todo xixica para pasar el tiempo, sólo tú eres permanente, Flor, mi Flor de albahaca…»

Para las comadres Vadinho fue el peor de cuantos maridos existen en el mundo y doña Flor la más infeliz de las esposas. No tenía derecho a llorar, a apenarse, debía estar dándole gracias a Dios para librarla a tiempo de semejante castigo. Pero, indudablemente, doña Flor era la bondad en persona y sólo a doña Rozilda podía ocurrírsele exigir que la hija se alegrase, que celebrase con una fiesta la súbita muerte de Vadinho. A pesar de lo ruin que era, había sido su marido. Sin embargo, esta exageración de sentimientos, este luto riguroso, este duelo sin sentido, más allá del ceremonial obligado en los ritos de la viudez; esa cara pasmada y perdida, esos ojos vueltos hacia dentro de sí o que miraban fijos más allá del horizonte, fijos en el infinito, en la nada: todo eso era inaceptable para las comadres.

Sólo en una cosa estaban de acuerdo doña Rozilda y doña Norma, doña Dinorá y doña Gisa, las verdaderas amigas y las simples chismosas: doña Flor necesitaba olvidar cuanto antes aquellos años desdichados, necesitaba borrar de su vida la imagen de Vadinho, como si él nunca hubiera existido. Para ellas el tiempo del duelo estaba durando demasiado y por eso la rodeaban, para probarle con hechos que ella se había visto favorecida por la misericordia divina. La misma tía Lita, siempre dispuesta a disculpar a Vadinho, no ocultaba, sin embargo, su sorpresa:

– Nunca pensé que iba a sentirlo tanto… Doña Norma también se admiraba:

– Por lo que se ve, no va a olvidarlo nunca… Cuanto más tiempo pasa, más sufre…

Doña Gisa, instalada en sus conocimientos de psicología, discrepaba de las pesimistas:

– Es natural… Esto va a durar todavía unos días, pero se acabará; ya olvidará y volverá a vivir…

– Así es, sí… – decía doña Dinorá, que era de la misma opinión- . Con el tiempo se va a dar cuenta de que Dios vino en su socorro…

Las opiniones diferían, sin embargo, en cuanto al modo de ayudarla mejor. Doña Norma, fortalecida por el apoyo de doña Gisa, proponía que no se pronunciara el nombre de Vadinho. Las demás, bajo el férreo comando de doña Rozilda – y doña Dinorá era sargento en esa aguerrida tropa- , se deshacían en intrigas, denuestos y lamentos para convencerla de que al fin podía pensar en vivir una vida tranquila y feliz, en paz, con bienestar y seguridad. De cualquier modo, tanto si se guardaba un piadoso silencio como si se dejaba lugar a la ruidosa maledicencia, ella tendría que encontrar los caminos del olvido. Era tan joven aún, tenía toda la vida por delante…

– Si ella quiere, no ha de seguir viuda por mucho tiempo… – profetizaba doña Dinorá, que, en cuanto a hablar de vidas ajenas, poseía un sexto sentido, un don adivinatorio, una especie de videncia. Además, en su casa (herencia de un comendador español), en salto de cama y en trance, doña Dinorá echaba las cartas y adivinaba el futuro consultando una bola de cristal.

¿Por qué, se preguntaba doña Flor, ninguna de ellas venía a recordarle jamás una buena acción de Vadinho? Después de todo, en medio de incontables trapisondas, de vez en cuando prevalecían en sus actos la gracia, la generosidad, el sentido de la justicia, el amor. ¿Por qué entonces sólo medían la conducta de Vadinho con el metro de la ruindad, sólo pesaban sus actos con una balanza de maldiciones? Por otra parte, siempre había sido así. En vida de él las cotorras se relevaban unas a otras, transmitiendo con avidez las noticias desagradables, que tanto daño le hacían a doña Flor. «¡Pobrecita!: ¡ella, que merecía un marido recto y bueno, que le diera buen trato y la respetase!» Nunca sucedió, en cambio, que una comadre abandonase a toda prisa sus lares, sus quehaceres y sus ocios para venir a anunciarle con fervor y entusiasmo algún acto generoso de Vadinho:

– Flor, escuche pero no diga que yo se lo conté… Vadinho ganó en la quiniela y le dio todo el dinero a doña Norma para que ella elija un regalo de cumpleaños para usted… El aniversario está lejos todavía, ya lo sé, pero él tuvo miedo a gastar el dinero y quiso asegurar desde ahora el regalo…

Esto es lo que realmente sucedió en cierta ocasión y todas las comadres lo supieron, a pesar de que doña Norma se había comprometido a guardar el secreto. Mas si ella no hubiese roto la promesa, dada su incapacidad para callar tanto tiempo, más de veinte días, doña Flor nunca se habría enterado del gesto. Las otras cerraron la boca, ¿para qué tomarse la molestia de transmitir noticias alegres? Para eso no hay apuro ni entusiasmo; nadie sale corriendo a la calle a dar noticias que no sean malas. Para difundir éstas sobran heridas y nunca falta en ese caso quien se tome las mayores molestias, quien abandone el trabajo, interrumpa el descanso, se sacrifique. ¡Qué cosa más excitante es dar una mala noticia!

Cierta tarde, si no fuese por pura casualidad, doña Flor se habría ido para siempre. Aquella vez Vadinho había descendido al fondo de su ignominia, mostrándose en toda su bajeza. Ella incluso había llegado a hacer las valijas. (Siempre tenía un cuarto a su disposición en casa de los tíos, en Río Vermelho.) Por un pelo no se fue de una vez, rompiendo con él definitivamente. En esa ocasión la calle estaba llena de comadres, atraídas por los gritos y por el llanto. Todas ellas vieron llegar a Cígano, y todas lo oyeron hablar con voz trémula, siendo todas testigos de la reacción de Vadinho.

¿Y alguna de ellas le contó la escena a doña Flor, alguna le transmitió las palabras de Cígano? ¡Sí, qué esperanza! Ni una sola para un remedio, como si nada hubiesen visto u oído. Al contrario, las entrometidas apoyaban su decisión, le reconocían motivos de sobra para romper de una vez y para siempre con el canalla. Algunas incluso le ayudaban a hacer las valijas.

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